“Quien ha alcanzado la genuina libertad de espíritu”, afirmaba Nietzsche, “ha de sentirse como un viajero sin destino seguro”. Sólo él será capaz de mirar con ojos bien abiertos todo lo que pasa realmente en el mundo; por eso no deberá atar su corazón a nada en particular con demasiada fuerza: debe tener así algo del vagabundo al que no le disgusta cambiar de paisaje y, en caso necesario, correr el riesgo de perder o arriesgar, si cabe, su identidad. De algún modo, ha sido la mirada indisciplinada y curiosa de este viajero la que mejor ha definido a nuestra contemporaneidad, privada ya de los Grandes Relatos y de las narrativas clásicas de la emancipación. Lévi-Strauss, por ejemplo, lo sabía muy bien, pero también Saint-Exupéry, Joseph Conrad, Roland Barthes, Edward Said o Walter Benjamin: es preciso aplicar la mirada del viajero o del etnólogo a la confusa y poliédrica realidad de los hechos.

Tal vez por ello, como nos ha recordado una y otra vez Ryszard —“Ricardo” para sus amigos españoles— Kapuscinski (Pinsk, actualmente Bielorrusia, 1932-Varsovia, 2007) en sus libros, crónicas y reportajes, sólo aquel que en alguna medida se puede sentir nómada y no se dirige a ningún puerto último, esto es, quien yerra en esa “finalidad sin fin” tan característica del viaje, es capaz de mirar y detenerse de un modo distinto; de apreciar las cosas de una forma distinta y original. Kapuscinski, que reconocía carecer de una personalidad reflexiva, ha hablado hasta la saciedad de su adictiva necesidad de viajar para poder escribir. “Mi vida —asegura— ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ése es para mí el verdadero sentido de la vida”.

Curiosamente, aunque hoy es considerado poco menos que un icono del coraje del periodismo valiente y honesto, del compromiso con los más desfavorecidos del Tercer Mundo, Kapuscinski ha demostrado también una voluntad inequívoca de transgredir géneros y romper moldes narrativos en busca de una voz experimental profundamente personal y, al mismo tiempo, sensible a las urgencias de lo real. Ya desde sus primeras obras el joven aprendiz de poeta trató de superar la, para él obsoleta, división tradicional entre el escritor y el reportero. Se ha destacado cómo en los materiales aportados por su mirada impresionista se hace patente una curiosidad singular por hacer visible esos rostros habitualmente invisibles en las redes de información imperantes. El reportero, como una especie de “cazador furtivo de otros campos”, recomendaba, tiene que sacar las cosas de otras ramas, de la sociología, la historia, la antropología, ha de lograr que el lector sienta que el autor tiene una formación profunda”. ¿Algunos ejemplos que le sirvan de modelo? “Habría que escribir —afirmaba en una entrevista— más libros del tipo de Tristes Tropiques, del antropólogo Lévi-Strauss, o Cool Memories, de Baudrillard”.

Con sus crónicas y viajes, el autor de Ébano ha conseguido, como muchos reconocen, elevar el periodismo al nivel de la obra de arte literaria. Figuras indiscutibles de la talla de García Marquez, John le Carré o Paul Auster —“No puedo pensar en otro escritor o novelista vivo, poeta o ensayista cuyo trabajo sea más importante que el de Kapuscinski”— no han escatimado elogios a la hora de destacar el valor y originalidad de su trabajo. Un reconocimiento que se explica porque, a caballo entre la digresión filosófica, el conocimiento histórico y el periodismo, él supo explotar como nadie antes que él todas las posibilidades literarias y documentales de la experiencia del viaje, por haber sabido encontrar una voz sincera en su fragilidad y ternura por los desechos y fragmentos.

Los libros de Kapuscinski son generosos por no escudarse en la erudición de lo ya sabido; también algo febriles y obsesivos en el uso de la digresión. “Dentro de una gota, reflexiona el polaco, hay un universo entero. Lo particular nos dice más que lo general; nos resulta más asequible”. No es raro que el lector de sus libros quede sorprendido por su extraordinaria capacidad para la descripción. Mientras se encontraba en África, significativamente se identifica con el antropólogo Levi Strauss. De modo parecido a cómo en Tristes trópicos el antropólogo francés buscaba comprender la alteridad desconocida del hombre occidental, Kapuscinski desarrolla, a través de una poderosa empatía, una aproximación a los extraños, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades o sus tragedias, ciertamente sorprendente. Lo llamativo de esta perspectiva radica en que es la suya la mirada propia de un exiliado voluntario, la de quien desde la distancia es capaz de advertir aquello que, en su ciega obviedad, pasa desapercibido por unos visitantes demasiado acostumbrados a un determinado lugar o a una cotidianidad regular. Y es que sólo el buen extranjero es, a veces, capaz de cuestionar la capa de sentido común, lo “normal”, y así percibirlo como algo extraño, como algo raro, inusual. “Mi forma de escribir, confiesa Kapuscinski, es una combinación de tres elementos. El primero es viajar: no viajar como un turista, sino explorar. El segundo es leer la literatura del lugar. El tercero es reflejar”.

Como Elias Canetti, de quien es admirador fiel, el autor de El Sha parece definir su tarea de cronista en términos significativamente respiratorios como una suerte de intoxicación voluntaria en las situaciones atmosféricas de la época. Lo importante no tiene lugar sólo en el interior de las personas, sino también “entre” los habitáculos respiratorios y sus habitantes. En su libro Ébano, por ejemplo, Kapuscinski escribe desde una capital de África occidental en la que se están produciendo violentas revueltas y protestas. Lo llamativo de su relato es que, en lugar de centrarse, como haría cualquier periodista convencional, en los escenarios callejeros de los disturbios, se detiene a describir su desvencijada habitación en un hotel miserable de un barrio popular. Subrayando, sobre todo, el contexto, el telón de fondo —un abominable, pegajoso y húmedo calor reinante, que transforma cada gesto en insoportable esfuerzo—, el entomólogo logra situar espléndidamente al lector partiendo del análisis de esa atmósfera asfixiante.

Todo ello contribuye a que las obras de Kapuscinski se caractericen por un singular estilo literario. “Seiscientas u ochocientas palabras no eran suficientes para mí —confiesa—, para describir la ciudad asediada por combatientes hostiles, los rumores, la solidaridad de la gente, el color de las calles. No, no podía describir la riqueza del mundo que me rodeaba con el idioma periodístico, no cabía en los cables de agencia. Así que, decidí que en lugar de irme a tomar whiskey con mis colegas al final del día en algún hotel, me quedaba en un rincón escribiendo, elaborando notas toda la noche. Trabajaba en dos cosas simultáneamente, en ámbitos separados. Pero en nuestra profesión, el éxito se basa en tener una doble vida, vivir en estado de esquizofrenia: ser un corresponsal de agencia –o un redactor- que cumple órdenes, y guardar en algún pequeño lugar del corazón, algo para sí, para la propia identidad, para las ambiciones personales”.

Ahora bien, ¿por qué, cabría preguntarse, Kapuscinski ha sido considerado prácticamente con unanimidad  “el mejor reportero del siglo”? ¿Por qué su obra nos aparece como un documento imprescindible, incluso mucho más veraz que el de otros para comprender la realidad del siglo veinte y sus hondas contradicciones? ¿Existe en la forma de Kapuscinski de acercarse a “la verdad” un modo privilegiado de conocimiento? Sabemos desde que Truman Capote escribiera su impresionante crónica de A sangre fría que la grandeza del reportaje periodístico tiene la virtud de reflejar los hechos con una inmediatez y brutalidad desconocida por otros medios. Asimismo, ya en el plano estrictamente filosófico, desde que Marx llamara la atención sobre la necesidad de “mundanizar el pensamiento”, contribuyendo con sus artículos en la Gaceta Renana, o Foucault definiera la nueva filosofía contemporánea como un modo de realizar “una ontología de la actualidad” —su polémica y muy criticada experiencia como reportero en Irán es muy significativa al respecto—, el periodismo ha asumido quizá una mayor responsabilidad en el espacio social: tiene el deber de registrar la experiencia con un contenido de objetividad y de veracidad inigualables.  

A tenor de todo esto, no me parece exagerado afirmar que el periodismo de Kapuscinski surge también como un modo “mundanizado” de hacer filosofía, de reflexionar críticamente al hilo de las realidades del momento. Una situación de la que el reportero polaco era plenamente consciente: es preciso abandonar el narcisismo cultural, la jerga, los clichés autocomplacientes en la actividad periodística. Ahora bien, su labor va mucho más allá: su punto de partida es la crónica sociopolítica inmediatamente doblada de reflexión crítica. Hoy, sin embargo, con la aparición de grandes grupos de información, corre el riesgo de quedar pervertida por el afán sensacionalista y el culto banal al espectáculo.

“En nuestro oficio —reflexionaba Kapuscinski— hay algunos elementos específicos muy importantes. El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. [...] Éste es un trabajo que ocupa nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto. [...]”. Por ello Kapuscinski insistía mucho en la degradación del trabajo periodístico en los últimos cincuenta años. Si el periodista clásico era una persona gozaba en otros tiempos de un respeto, una figura admirada que jugaba un importante papel intelectual en el juego político de las sociedades, el periodista actual, sometido a las manipulaciones de los grupos de presión, no tiene ya como prioridad comunicar los aspectos más relevantes de la realidad, los verdaderamente importantes, sino narrar aquellos hechos que más venden. “Nuestra profesión —afirmaba— siempre se basó en la búsqueda de la verdad. Muchas veces la información funcionó como un arma en la lucha política, por la influencia y por el poder. Pero hoy, tras el ingreso del gran capital a los medios masivos, ese valor fue remplazado por la búsqueda de lo interesante o lo que se puede vender. Por verdadera que sea una información, carecerá de valor si no está en condiciones de interesar a un público que, por otro lado, es crecientemente caprichoso [...] Hoy el soldado de nuestro oficio no investiga en busca de la verdad, sino con el fin de hallar acontecimientos sensacionales que puedan aparecer entre los títulos principales de su medio”.

Historia y periodismo

Como es fácil de deducir, la mirada del viajero contemporáneo no puede confiar ingenuamente en los Grandes Relatos históricos. Kapuscinski, no en vano licenciado en historia, aplicaba a sus reportajes una rigurosa lente histórica no siempre advertida. En algún sentido, su trabajo es la prueba evidente de que el mundo no puede ser ya recreado como en las formas de antes, es decir, desde una perspectiva armónica. En un mundo que se acepta inevitablemente como desintegrado, el periodismo para él sólo tiene algún valor en mostrarlo en su fragmentación, sólo así es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil. Esta predilección de Kapuscinski por la lógica del fragmento brilla, por ejemplo, en Lapidarium (Anagrama), su obra más filosófica —“Mi sueño fue siempre ser filósofo”, confesó—, donde se aprecia el influjo aforístico y la intensidad de autores como Nietzsche o Cioran. 

En ese sentido, no puede negarse que la experiencia del viaje tiene profundas conexiones con una perspectiva histórica diferente, esa “intrahistoria” de la que hablaba Unamuno. Esta mirada debe atender a “todo aquello que atañe a los llamados agentes sociales, a actitudes, mentalidades y problemas cotidianos de las personas de a pie, que constituyen el noventa y nueve por ciento de cualquier sociedad”. En Kapuscinski no encontramos tanto la preocupación por recomponer la trama de una historia objetiva cuanto por desarrollar una historia pasada por la criba subjetiva de los otros. Es imposible, pues, y tampoco deseable eliminar ese factor de subjetividad que siempre esta ahí deformando la realidad. “Nunca, afirma, estamos frente la historia real, sino siempre ante una contada, tal como alguien sostiene —y cree— que ha sido”. Esta combinación de la perspectiva totalizadora del historiador y la atención al detalle minúsculo del reportero fue encarnada magistralmente en sus mejores obras como Ébano —un conjunto de reportajes sobre el continente africano—, El Sha —un análisis de la situación iraní y de la figura de Mohamed Reza Pahlevi— o El Imperio —crónica del derrumbamiento de la URSS—, pero también en otras en absoluto menores como La guerra del fútbol, Un día más con vida, Los cinco sentidos del periodista o El mundo de hoy.

En Los cínicos no sirven para este oficio (Anagrama, 2002), un libro compuesto de entrevistas y conversaciones moderadas por Maria Nadotti y que contiene una sugerente discusión con el poeta y escritor John Berger, amigo suyo, Kapuscinsky asegura explícitamente que “[...] ser historiador es mi trabajo, y estudiar la historia en el momento mismo de su desarrollo, es lo que es el periodismo. Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo. Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista.[...] en el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico. Encontramos el relato del mero hecho, pero no conocemos ni las causas ni los precedentes. La historia responde simplemente a la pregunta: ¿por qué?”. No en vano, en Viajes con Heródoto (Anagrama), publicado en 2006, el autor polaco se identifica con un significativo alter ego: Heródoto, el primer historiador griego. “El hombre contemporáneo no se preocupa de su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada", escribe Kapuscinski. “En el mundo de Heródoto, el individuo es prácticamente el único depositario de la memoria. De manera que para llegar a aquello que ha sido recordado hay que ir hacia él; y si vive lejos de nuestra morada, tenemos que ir a buscarlo, emprender el viaje, y cuando ya lo encontremos, sentarnos junto a él y escuchar lo que nos quiera decir. Escuchar, recordar y tal vez apuntar. Así es como, a partir de una situación como ésta, nace el reportaje”.

Evidentemente, Kapuscinsky había soñado desde joven atravesar todas las fronteras existentes. Leyendo a Heródoto también dejará de percibir “la existencia de la barrera del tiempo”. En este planteamiento el periodista no sólo debe intentar ser testigo de todos los acontecimientos que se producen en el lugar de destino; debe saber asimismo lo que ha ocurrido allí antes y lo que puede suceder en el futuro. Huyendo del “provincianismo espacial y temporal”, considera necesario vencer además otra limitación. Como Chesterton, él creía totalmente ilusoria la tendencia contemporánea a creer que el mundo “es propiedad exclusiva de los vivos, sin participación alguna de los muertos”.

El conocimiento histórico tampoco debe, en aras de una pretendida visión general, pasar por alto las motivaciones psicológicas particulares de los actores secundarios de la historia. Lejos de limitarse a exponer situaciones y realidades sociales, él busca interpretar el origen de esas situaciones y realidades. Es aquí donde la instalación en la actualidad del periodista y el afán por comprender del historiador se fusionan en un compromiso ético. De ahí también su firme convicción de que “[...] para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros ni escudos protectores, sobre aquello de lo que se habla. [...] Es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida”.

Leyendo su obra no sorprende que Kapuscinsky declarara quepara ejercer el periodismo ante todo, había que ser un buen hombre o una buena mujer, buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina ‘empatía’. Mediante la empatía, se puede comprender el carácter propio del interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás. En este sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos”.

Contra la “desmesura” del poder

El escritor italiano Claudio Magris, otro admirador de su trabajo, ha destacado también en qué medida Kapuscinski es un maestro en la descripción de la semiología del poder, en el análisis de sus signos, ritos, distancias, protocolos y gestos. Habiendo arriesgado la vida tantas veces, es natural que la perspectiva de Kapuscinski no sea una perspectiva neutral, complaciente con el reconocimiento de una memoria siempre tramposa que no pocas veces es también cómplice con los discursos legitimadores del poder. Según cuenta en diferentes entrevistas, la experiencia genuinamente europea de vivir su infancia en medio de la violencia de la Segunda Guerra Mundial y la tragedia de la ocupación nazi de Polonia, fueron hechos decisivos a la hora de forjar su temperamento irónico y su compromiso por rechazar toda forma de dogmatismo. No es extraño que, después de trabajar como reportero durante más de treinta años (desde 1964) al servicio de la agencia de prensa más importante de Polonia, la PAP, en la década de los ochenta, asfixiado por la censura de su país, empezara a trabajar para la prensa internacional, fundamentalmente para publicaciones tan prestigiosas como el New York Times o el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Para entonces, nuestro Premio Príncipe de Asturias del año 2003 ya había sido testigo privilegiado de un sorprendente número de acontecimientos mundiales; cambios políticos, golpes de Estado, revoluciones y guerras en países del tercer mundo. “Lo mío no es una vocación, es una misión. No me habría sometido a esos peligros, si no sintiera que hay algo abrumadoramente importante –sobre la historia, sobre nosotros– que siento que me obliga a hacerlo. Eso es más que periodismo”, declaró ya en 1987 a la revista inglesa de literatura Granta.

“Es el a priori del dolor —el que a uno se le hagan tan difíciles las cosas más sencillas de la vida— lo que [...] abre críticamente los ojos. [...] Son los heridos graves de la cultura los que con grandes esfuerzos encuentran algunos remedios curativos y hacen girar la rueda de la crítica”. Estas palabras de Walter Benjamín muy bien podrían ser suscritas por Kapuscinski, alguien que experimentó en sus propias carnes la pobreza y que básicamente se formó de forma autodidacta. Como ya se ha comentado, su niñez en la pequeña localidad de Pinsk fue especialmente dura. Nada más iniciarse la Segunda Guerra Mundial, su familia tuvo que huir hacia el centro, a una aldea más pobre y analfabeta que su ciudad natal. Durante la guerra, los polacos difícilmente podían estudiar más de siete años de educación primaria. Su caso no fue distinto. Su formación tenía graves lagunas y, como reconoce, comenzó muy tarde a leer, a escribir y a estudiar.

En los relatos de Kapuscinski llama la atención el contraste entre el hieratismo del poder desmesurado, momificado e inmóvil y la fluidez de la vida del pueblo llano. Si en una obra como El Imperio, “Stalin —afirma Claudio Magris, termina por parecerse al negus Neghesti abisinio, sentado, circunspecto y desconfiado, en el trono, idolatrado y escrutado con temor cada vez que fruncía las cejas, pero pasivamente ignorante de lo que realmente sucedía en torno a él y en el país—, en Ébano la vida africana se define justamente por una vitalidad desbordante. África es un espacio donde los límites individualistas son sinónimo de desgracia, un espacio que se articula en una tradición y estructura colectivista, “pues sólo dentro de un grupo bien avenido se podía hacer frente a unas adversidades de la naturaleza que no paraban de aumentar”.

De algún modo, quien más insistió en la necesidad de que el periodista dejase de blindarse tras el cinismo fue también a lo largo de su vida un gran escéptico apasionado. Kapuscinski no es ingenuo en sus planteamientos, y descubre desde muy temprano que los cambios profundos son muy difíciles de consolidar; que las transformaciones revolucionarias a veces terminan siendo peor o igual que las desgracias e injusticias que combaten. El bisturí con el que analiza la situación africana en Ébano, para muchos su obra maestra, es un buen ejemplo al respecto. Muestra cómo el África de los señores de la guerra y sus soberanos genera nuevas víctimas: las mujeres y los niños. El continente embargado por la euforia a causa de su independencia no tarda mucho en sumirse en el desencanto ante el hecho de que las voraces elites de los estados independientes “se dedicaban a llenarse los bolsillos lo más aprisa posible”. Amargamente Kapuscinski revela un paisaje desolador: “[...] La pobreza y la decepción de los de abajo, y la codicia y la voracidad de los de arriba crean un ambiente emponzoñado y minado que el ejército olfatea; presentándose como defensor de los humillados y ofendidos, abandona los cuarteles y alarga la mano para tomar el poder”. Es más, en algunas reflexiones, Kapuscinski parece seguir la divisa lampedusiana de que “todo ha de cambiar para que todo sigue igual”. Los nuevos poderes sigue alimentando el miedo y la ignorancia, los intelectuales, nuevamente perseguidos, una nueva jerarquía totalitaria derroca a la precedente. Y la miseria sigue siendo la norma...

En otra de sus obras maestras, El sha o la desmesura del poder (Anagrama), Kapuscinski muestra cómo, después de la euforia revolucionaria viene la resaca: ¿Qué hacer una vez que los miembros de los comités revolucionarios, una vez tomado el poder, adoptan los mismos mecanismos autoritarios que habían combatido, “de un modo mecánico y subconsciente”. Pese a todo ello, en Kapuscinski el realismo del escéptico nunca utiliza esta coartada para combatir las injusticias. Para él, el verdadero periodismo es intencionalmente transformador de la realidad social e intenta provocar algún tipo de cambio. No es raro que afirmara a menudo que el tema de su vida eran los pobres, un “tercer mundo” que en él no alude tanto a un término geográfico o racial sino existencial. Creía que el silencio de los pobres obligaba moralmente a que el periodista hablara por ellos, y él lo hizo continuamente. Él fue uno de los periodistas que mejor reflejó en sus reportajes la vida de lo que Michel Foucault llamaría “hombres infames”, esto es, esas existencias casi siempre borradas de las letras mayúsculas de las narraciones históricas. Su lente microhistórica busca aferrarse casi desesperadamente al valor exacto de lo individual para desde allí desenmascarar con rabia o sarcasmo las vacuas ficciones ideológicas de la Gran Historia. En estos escenarios deshabitados por la historiografía de los grandes acontecimientos él encuentra la atención a las minúsculas que brinda el arte y la poesía, una pasión que, como ya se ha insistido, cultivó desde su juventud.

Significativamente, para Kapuscinski el concepto de compromiso no es tanto un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, la obligación moral de comprometerse con la sociedad en la que le ha tocado vivir, cuanto una concepción filosófica extremadamente sensible a la importancia del lenguaje, de toda lengua viva. De ahí que no haya compromiso del escritor que no sea una apología indirecta de la palabra. Para él, y como sabía Platón, el lenguaje no es inocente, sino un arma muy peligrosa. Lejos de representar la figura del intelectual “profético”, alguien que hasta hace poco tomaba la palabra y se le reconocía el derecho a hablar como maestro de la verdad y la justicia como representante de lo universal, Kapuscinski trata siempre de hacer escuchar la voz de los otros. En su prolífica labor como cronista, no pocas veces late la rabia contenida de que no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Tal vez por ello, fiel a sí mismo, en su visión crítica de las injusticias y males de nuestras sociedades, siempre supo conjugar el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia. El buen reportero debe ser un hombre de gran resistencia física y psíquica, resistente a la depresión.

El desafío de la alteridad

Hablábamos al principio de la relación de Kapuscinski con la experiencia formativa del viaje y la mirada etnológica. Se dice incluso que, en el momento de su muerte, preparaba un libro sobre el antropólogo polaco Bronislaw Malinowski, quien negaba la existencia de culturas superiores e inferiores. No es un dato baladí. El reportero-etnólogo está obligado metodológicamente a dejar de lado los prejuicios y explorar lo que no está en la superficie a la hora de acercarse a las culturas y sociedades. Como Malinowski, Kapuscinski intuye que para entender al Otro hay que implicarse activamente en su universo emocional y antropológico.

Tampoco es ninguna casualidad que, en su discurso académico pronunciado en el acto de investidura como Doctor Honoris Causa en la Universitat Ramon Llull, Kapuscinski elligiera el tema de “El encuentro con el otro”. Para él, que gustaba ser definido como un “traductor intercultural”, el periodismo servía para comprender el auténtico desafío de nuestro tiempo: un encuentro con la alteridad en algún sentido inédito en la historia. Sus libros de reportajes tienen como telón de fondo de hecho un momento histórico decisivo: en la segunda mitad del siglo XX dos tercios de la población mundial se liberan del yugo colonial y se convierten en ciudadanos de Estados independientes, al menos desde el punto de vista formal. “Poco a poco, esas personas empiezan a descubrir su propio pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces y su identidad. Una vez descubierta y asumida esta última, se sienten orgullosas de ella. Esos hombres y mujeres empiezan a sentirse ellos mismos, sus propios amos y dueños de su destino, y les resulta odioso que se los trate como objetos, como extras, como víctimas pasivas de un antiguo dominio ajeno”. Kapuscinski pone de manifiesto cómo hoy nuestro planeta, habitado durante siglos por un puñado de hombres libres e ingentes masas de hombres esclavizados, se va llenando de naciones y comunidades cuyo sentimiento de su propio valor e importancia no cesa de crecer, como tampoco cesa de aumentar su número. Este proceso a menudo transcurre en medio de inmensas dificultades, de conflictos y tragedias que arrojan estremecedores saldos de víctimas.

En rigor, la obra periodística y ensayística de Kapuscinski puede entenderse como una constante búsqueda del rostro del Otro concreto, no ese genérico abstracto, como un encuentro con esa alteridad cercana pero ignorada, cuyo desconocimiento corre el riesgo de cultivar el germen del odio y de la guerra. Merece la pena reflexionar sobre el hecho de que, después de todo el revuelo cultural en torno al “supuesto choque de civilizaciones”, lo más difícil para cierta intelligentsia occidental sea simplemente estar la altura de la simple, aunque elocuente, desnudez de los datos empíricos. Para Kapuscinski si algo necesitamos en nuestra situación no es aventar el fantasma de la amenaza del Otro con conceptos simplificadores, sino más bien limar “el choque de ignorancias”. Él fue también un testigo privilegiado de una serie de transformaciones decisivas en la vida política y económica del siglo veinte, una época, según sus propias palabras, “extremadamente fascinante”. La disolución del colonialismo y el triunfo de la globalización de la economía más allá del Estado-nación a su modo de ver han desembocado en una experiencia única: la creación de un planeta independiente, algo que considera una característica positiva.

 “El gran descubrimiento del hombre —asegura Kapuscinski— no fue el de la rueda sino el del Otro, ese momento en el que cuando la primera tribu-familia de ciento cincuenta  miembros que vivía entre los dos ríos en Mesopotamia se topó con otra tribu-familia y ambos se dieron cuenta de que no estaban solos [...]. Ante este hallazgo, tres reacciones aparecen continuamente en la historia: ignorarlo, entablar contacto (comercio) o guerrear”. Todos sus libros abogan por un pensamiento que sea capaz de pensar globalmente, “que derive en un lento aprendizaje de la aceptación de lo distinto a uno mismo, de la renuncia a un centro, a una representación única. [...] Quizá podríamos darnos cuenta de que hay espacio para todos y que nadie tiene más derecho de ciudadanía que los demás”.

Si algo ha aprendido nuestra cultura contemporánea, entre otras figuras con la de  Kapuscinski, es que el viaje de la reflexión occidental no regresa ya al hogar de partida. Ya no podemos identificarnos con la vieja figura de Odiseo sino, acaso, con un judío errante que ha de reflexionar sobre el Otro. Y no sólo porque hoy ningún sujeto puede decir con toda certeza que se encuentra “en casa” o “en sí mismo”, sino también porque aquello que denominábamos “lo Otro” ha empezado a reclamar y a plantear la insurrección de su mirada marginada. Un Otro que también nos observa desde categorías bien distintas, aparentemente sin sentido, absurdas. El marco desde el que observaba el espectador clásico había quedado desbordado, el mundo parece irremediablemente abierto a la incertidumbre. Y, como afirmaba Kapuscinski, “[..] caídas las grandes ideologías unificadoras y, a su manera, totalitarias, y en crisis todos los sistemas de valores y de referencia apropiados para aplicar universalmente, nos queda, en efecto, la diversidad, la convivencia de opuestos, la contigüidad de lo incompatible. [...] el concepto de totalidad existe en la teoría, pero nunca en la vida” ( Los cínicos no sirven para este oficio).

Basta leer sus análisis sobre las nuevas condiciones de las actuales burocracias africanas o El Imperio y su conmovedora descripción de la eliminación de los campesinos ucranianos en el marco de la llamada “colectivización de la tierra” para darse cuenta de cómo otra de las preocupaciones fundamentales de este viajero pertinaz era el tema de la migración y el desarraigo. Kapuscinski cree evidente que el aumento indiscriminado de datos, reclamos y mercancías es directamente proporcional al decrecimiento de nuestra experiencia del mundo. El planeta, en efecto, parece comprimirse, pero sólo lo experimentamos “de segunda mano”, a través de unos medios que convierten una noticia del rincón más alejado del planeta en algo simultáneo. Pero aquí está la paradoja: cuanto más intercomunicado está el mundo, más opaca es la mirada al todo. Nuestro trabajo, nuestra salud, nuestro consumo no son sino el último eslabón de una cadena causal que no dominamos.

De ahí también la profunda perplejidad del hombre globalizado: el antiguo mundo de la vida ya no es un espacio protegido sino más vulnerable. En el pasado, la excesiva proximidad a los proyectos históricos particulares impedía ver la Tierra como objeto de preocupación global. La globalización era, de algún modo, algo que se realizaba a nuestras espaldas. Hoy, a diferencia de la ingenuidad de otras épocas, a raíz de las continuas amenazas terroristas, ecológicas, del incesante flujo económico del capital o de noticias positivas como la cooperación global o la universalización de la opinión pública, no podemos permitirnos el lujo de ser provincianos. Cuando decimos "nosotros", estamos obligados a referirnos a la humanidad entera. Si no pensamos en la globalización, ella lo hará por nosotros: “La globalización —sostiene Kapuscinski— es un fenómeno contradictorio de dos corrientes distintas. Es un río de integración de toda la tecnología, el mundo financiero, los medios de comunicación, pero simultáneamente es otro río en dirección opuesta que lleva a la desintegración, con conflictos étnicos, con ambiciones regionales, con tendencias particulares, en una gran corriente que vive y se desarrolla en contra de la misma globalización”.

Tal vez lo dicho sirva para invitar a la lectura de los libros de Kapuscinski. Su atemperada agudeza y olfato para husmear allí donde no le llamaban, su falta de prejuicios teóricos para mirar crudamente a la cara de su tiempo han hecho de él un auténtico clásico. En un siglo desquiciado, exagerado, tendente a los “extremos”, en una época incendiaria, supo encarnar, para bien o para mal, cierta mesura, cierto sentido común no exento de filo crítico; fue, en cierto modo, un testigo fiel de un siglo, el veinte, especialmente turbulento. Lo dijo también el periodista Alfonso Armada en el diario ABC con ocasión de la bella necrológica que le dedicó tras su muerte: “Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo [...]; curiosidad insaciable [...]; valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda [...]; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño; y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que ‘da lo mismo’, cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego”.