De la emoción a las palabras es una antología de escritos en prosa del Premio Nobel Seamus Heaney. Dicha antología, elaborada y traducida de modo impecable por Francesc Parcerisas, se basa en tres volúmenes de crítica del poeta publicados respectivamente en 1980, 1988 y 1995.

“Mossbawn” es el título del primer texto seleccionado. Tiene un carácter más lírico que ensayístico y recrea aspectos autobiográficos de la niñez y la adolescencia. El paisaje primordial, la confusión con la tierra, la llamada del agua y de los árboles tienen algo así como un valor iniciático, de investidura, de trato –no verbal todavía- con la poesía. No es ajeno al texto, muy bello por otra parte, a una cierta dimensión mítica. Me refiero a esa experiencia infantil que de modo inconsciente enlaza con los valores sagrados de la cultura celta (S.H., sin embargo, como poeta adulto, no es, como sí lo fue en cierto modo Yeats, una especia de oficiante o profesional del tema gaélico). Su relación –insisto- con la mitología irlandesa tiene un sentido más telúrico que cultista. Se aprecia a través del niño que al escoger un árbol como cobijo, como dios tutelar, está ritualizando un contacto, estableciendo una conexión mágica: “A mí me encantaba la horcadura de un haya al comienzo del camino que llevaba a casa (…), pero sobre todo pasaba muchas horas en la garganta de un viejo sauce al extremo del patio. Su boca era como la abertura gruesa y sólida de una collera de caballo”. En la poesía de S.H. hay una pulsión evidente relacionada con la humedad, el agua; incluso la inseguridad de las tierras pantanosas se convierte en referencia literaria: “Aquél era el reino de los espectros de la ciénaga”. Este instinto telúrico, seguramente común a cualquier poeta de infancia campesina, se acentúa mediante una herencia de símbolos y de referentes más cercanos a la leyenda que a la historia en sentido estricto; por la isla vagará entonces, en un cruce de mitologías, el espíritu de los druidas al lado de la sombra benéfica de San Patricio. Es así como las realidades elementales trascienden el orden natural para alcanzar una vigorosa función poética: un bosque, tras la iniciación o la ritualización inconsciente, ya no es sólo un simple bosque. Su rumor, vastísimo, incorpora voces que enlazan el prosaísmo del presente con la magia de un pasado fundacional: “Los tejos frondosos y salvajes cubrían el lugar y me transportaban a Agincourt y Crecy, batallas en las que sabía que los arqueros ingleses habían empleado arcos fabricados de varas de tejo”, “la tentación de cortar una rama de aquel macizo silencioso de Church Island hubiese constituido una traición demasiado sacrílega”.

No fue, desde luego, la infancia de S.H. la de un pequeño roedor de biblioteca. Ante él se desplegaba otro libro abierto seguramente más fecundo que aquellos “cuatro o cinco volúmenes mohosos” que siempre fueron, por estar en un estante demasiado alto, “libros cerrados”. Su primer “estremecimiento literario” lo relaciona con la lectura escolar de la historia de Irlanda; en realidad, se trataba de la integración de un acervo legendario que podría luego transferir al paisaje. Secuestrado, de Robert Louis Stevenson fue ese primer libro “poseído y atesorado” que, cuando se trata de la infancia, cobra más un valor fetichista, objetual, que de significación. Coplas obscenas, en las que se juega con el doble sentido de las palabras, también están en el aprendizaje literario de S.H. Y seguramente tuvieron más fortuna en su imaginación que las largas tiradas versiculares de Lord Byron y Keats. Un verso de éste, sin embargo, se salva de los estragos que produce el suplicio escolar de la recitación mecánica: “los árboles llenos de musgo se doblan bajo el peso de las manzanas”. Es decir: la poesía deja de ser lenguaje hermético –una compleja articulación de sonidos nuevos-  cuando entre ella y la realidad puede establecerse algún correlato objetivo. Así, los árboles de la “Oda al otoño” de Keats funcionan poéticamente sólo porque el tío de S.H. tiene una pequeña huerta con manzanos musgosos. La anécdota, en fin, nos da una clave importante para entender a alguien que después conforma una identidad poética: “La lengua literaria, la dicción civilizada del canon clásico de la poesía inglesa, era una especie de alimentación forzada”. No falta tampoco, en relación al tema, una ironía muy contextualizada que suaviza la frecuente rigidez del tono ensayístico. Será un rasgo muy peculiar de Heaney: “había muy poca diferencia entre la música (de la poesía) con su “cadencia voluptuosa” y la “consagración del matrimonio dentro de los grados prohibidos de consaguinidad”. “Se comprende, en fin, que entre los muros de la ortodoxia, saliendo del canon religioso para entrar en otro –el literario- no menos abstruso, un escolar perplejo –un futuro poeta- opte por trepar a los árboles de su tío Keats.

“Belfalst” es el segundo texto seleccionado. Alude tanto a un conflicto político –el terrorismo del IRA, etc….- como a una disociación que se abre en la conciencia de S.H. Existe, en efecto, una dialéctica entre la autonomía del arte (su derecho natural a la forma, la creatividad, la divagación incluso) y los imperativos que dicta “un mundo público y brutal”. Otra disociación es la del escritor que vive en situación de frontera, el que está a caballo entre dos culturas. S.H. habla, en su afán ecléctico de armonizar contrarios o de conciliar dicotomías, de un elemento originario femenino (el relativo a Irlanda, “racimos de imágenes y emociones”) y otro masculino (el componente inglés, voluntad e inteligencia). Y en definitiva, su identidad de poeta empieza a definirse cuando se produce un cruce entre sus raíces irlandesas y sus lecturas inglesas. Sin dudar de la sinceridad de tal afirmación, a este prodigio de síntesis (y de diplomacia) un castellano tradicional lo llamaría quedar bien con Dios y el diablo. O a la inversa, si se prefiere. Esta misma política de buenas maneras (no caer en categorizaciones tajantes ni excluyentes) la observo en la lectura que Heaney hace de muy distintos poetas. Se diría que a un irlandés ecuménico –o a un inglés bien educado- no le está permitido transigir con la debilidad humana de las fobias…

“De la emoción a las palabras”, ensayo que da título a la antología de Parcerisas, se abre con una cita de Wordsworth. Para Heaney parece ser no sólo un artista emblemático, casi el poeta por antonomasia, sino también el referente obligado de su propia labor creadora: una autojustificación. De él procede esa concepción de la poesía “como adivinación, como revelación del yo a uno mismo”. Esta revelación, por otra parte, coincide con lo que solemos llamar el hallazgo de la propia voz, la que nos va a identificar lo mismo que lo haría una “rúbrica” o una “huella dactilar”. El poeta, en definitiva, juega con un arte parecido a la técnica del zahorí: “El arte de adivinar, de dar con el agua subterránea no se puede aprender, es un don que sólo poseen los que están en contacto con aquello que tienen una existencia oculta y real, un don que sirve para mediar entre un bien en potencia y la comunidad que desea verlo liberado, fluyendo”. Con lo dicho queda claro que Heaney –diferenciador entre “artificio” y “técnica”, dos conceptos pocas veces bien delimitados- valora en la poesía lo que ésta tiene de impulso, de obediencia, de función oracular, de don que no se puede reducir a explicaciones lógicas o mecanicistas. Y no es de extrañar así su preferencia por Wordsworth frente a un Auden, por ejemplo, para quien un poema es un simple “artefacto verbal”. La polémica, pues, entre el prosaísmo y lo inefable, está servida. Aunque convendría no olvidar, a la hora de las definiciones, el peligro que entrañan las metáforas: entre un relojero, pongamos por caso, y un zahorí siempre habrá un espacio disponible para cualquier otro oficio. Par algo que, a la postre, sólo tendrá el valor de otra metáfora.

“La construcción de una música” vuelve a insistir en Wordsworth, ahora contrapuesto a Yeats. A propósito del primero, el entusiasmo –la simpatía- de Heaney roza el campo semántico de lo religioso. El poeta, como en una Visitación de la Palabra, queda embebido, transfigurado. Se habla de “música obsesionante o donné, de estado de alerta, de anhelo, de disponibilidad”. De tal modo, el sujeto -¿creador?- sólo tiene que pronunciar el “fiat”, dar la clave para que se desate el manantial de la poesía, para que se produzca el milagro de “una música hipnotizante que nada a favor de la corriente de su forma y no contra ella”.

Yeats, por el contrario, representa a ese otro tipo de poetas que practican una suerte de violencia sobre la fuerza primordial de la palabra. Su método es la disciplina, la cerebralidad, la negación o el encauzamiento de impulsos motrices o de ritmos generadores. Producen “una música afirmativa que intenta controlar y no hipnotizar el oído, y que nada con fuerza en dirección opuesta a la corriente de su forma”.

Resumiendo: el oficio de Wordsworth consistiría en soltar la rienda a un caballo desbocado; Yeats sería el domador de ese mismo caballo. Y al lado de una fuente, el uno se comportaría como un bardo, el otro como un ingeniero. Entre ambos –la imagen explícita del río que crece libre y la del que invierte su impulso original vuelve a recordarnos la sacralización celta de los elementos naturales- la identificación teórica de S.H. no deja lugar a dudas. Otra cosa será la impresión particular que nos produzcan sus propios poemas…

El artículo siguiente es un homenaje a Patrick Kavanagh, poeta irlandés prácticamente desconocido en España. El valor que le atribuye Heaney es, sobre todo, su verdad de poeta rural, arraigado, que no cede a la tentación mitologizante de Yeats ni al internacionalismo urbano de Joyce. Lo que en él prevalece, por encima de la retórica de una mística nacional, es la conciencia de pertenecer a un lugar, de estar en contacto con ese elemento estable que es la tierra. La poesía, después de todo, no es un ente abstracto desligado de raíces físicas localizables. Y existió además, en algún momento, una simbiosis entre “país geográfico” y “país mental”, ya que antiguamente “el paisaje era sacramental, estaba preñado de signos que implicaban un sistema de la realidad situado más allá de las realidades visibles”. Pero, en fin, esa visión mágica, mitad pagana, mitad cristiana, ha dado paso a poetas como Kavanagh en cuya imaginación es imposible rastrear huellas de una mitología tribal. No obstante, los valores ancestrales y la primitiva poesía irlandesa subsisten en la fascinación del fuego o en el canto de los helechos, las cascadas, el rumor de los árboles… No sólo el realismo, también un viento de leyenda que ignora la devastación de los siglos crea “la sensación de pertenencia a un lugar”.

W.H. Auden, Robert Howell y Silvia Plath son poetas que S.H. estudiará desde una perspectiva individual, al margen del tópico. En menor medida, Osip Mandelstam y Elisabeth Bishop también son objeto de análisis y de devoción estética.

La dicotomía que antes se estableció con Wordsworth y Yeats se podría extender ahora a Auden y Silvia Plath. Si el primero es ejemplo de poeta cerebral, experimentador, voluntarioso, poderosamente lúcido (“agarró la poesía inglesa por el pescuezo y le hundió la cara con fuerza en la modernidad”) la segunda, desequilibrada, frágil, emocional, instintiva, sería representación perfecta de la escritura como rapto, iluminación, impulso. Tenemos de nuevo confrontadas la luz fría de la inteligencia y la luz ardiente de la inspiración. Según Heaney “el gran  atractivo de Ariel y de su constelación de poemas líricos es la sensación irresistible de encontrarnos ante algo dado. En esa poesía hay una sensación inherente de llegada asombrada, de ser atónito”.

Dichos poemas son, en palabras de Howell, “acontecimientos y no recuerdos de acontecimientos”. Sugieren de nuevo la imagen del caballo desbocado: “el ruido infatigable de los cascos”.

Por último, el volumen recoge dos conferencias pronunciadas por Heaney en la Universidad de Oxford. Otra vez la realidad civil –política- parece desencadenar una dialéctica entre la conciencia del poeta que trata de redefinir su función en la sociedad actual. No cabe duda de que en tiempos de horror, después de Auschwitz, cualquier proceso formal autocomplaciente debe resultar sospechoso. Sospechoso de inutilidad o, lo que es peor, de traición. Ante los fantasmas de la duda –ya Platón había puesto en tela de juicio que la poesía tuviese una influencia positiva dentro de la polis- Seamus Heaney acude a voces autorizadas como la de Wallace Stevens: “la nobleza de la poesía es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”. Y él mismo añade después: “la poesía no puede permtirse perder su fundamental inventiva de autodeleite, su goce por ser no sólo una representación de cosas del mundo, sino un proceso de lenguaje”.

A pesar del buen tono anglosajón, este libro de S.H. podría ser una fuente inagotable de polémica. En cualquier caso, nadie podrá dudar de que es una invitación eficaz y cortés al ejercicio de la inteligencia.