Pocos casos hay tan peculiares y llamativos en la historia literaria del pasado siglo como la fama póstuma de la poesía de Constantino Petrou Cavafis (Alejandría, 1863 – 1933). La labor divulgativa, en efecto, de un entusiasmado E.M. Forster ante el público anglófono acabó propiciando, tras diversos avatares y accidentes, que se editara una antología de poemas cavafianos traducidos al inglés en 1951, 18 años después de la muerte del poeta alejandrino, nada menos. Y es precisamente a partir de esta vía, en el centro mismo del antiguo imperio, tan alejada de la excéntrica y exótica Alejandría, cuando la poesía de Cavafis comienza a ser leída, traducida e imitada con fruición en el resto de Europa y, posteriormente, en todo el mundo occidental, de manera escalonada, eso sí, pero segura.

La figura de Cavafis, trascendiendo mil veces el ámbito de la poesía neo-helénica (tan precariamente leída aún, siquiera conocida, estudiada o traducida), se sigue presentando ante nuestros ojos como la de un poeta símbolo, vindicado desde innumerables frentes, ya sean literarios o culturales; y, a pesar del vaivén de las modas y de las influencias poéticas de todo pelaje, insiste en su arquetipo de autor inevitablemente contemporáneo. Muchos de sus versos se han convertido en lemas reiterados, y aún los vemos medrar por internet o en las diversas redes sociales, a menudo  a través de traducciones apócrifas. Y el conjunto de su poesía, que a ojos vista parece tan alejada de las venerables retóricas románticas, pero también de los funambulismos de las vanguardias del siglo XX, no deja de suscitar en cualquier lengua culta un sinnúmero de exégesis y de hojas críticas. Sin embargo, hemos de decir que el canon irreprochable del que ya se hace difícil bajar a nuestro autor contrasta de manera palmaria con su propia concepción del quehacer poético, de la escritura y de la vida del artista.

Cavafis fue en vida lo que hoy llamaríamos un «poeta secreto». Es cierto que en sus últimos años se acabó ganando un grupo relativamente numeroso de lectores devotos entre sus paisanos; incluso también entre los distantes griegos «del continente». Pero, salvo alguna publicación anecdótica y dispersa, el resto de su obra (lo que el poeta decidió mostrar) no vio la luz sino a través de hojas volanderas o ediciones no venales, distribuidas entre amigos y cercanos. Es evidente que su idea de la publicación o la difusión de la poesía dista mucho de la que impera hoy día. Pero tampoco vemos en Cavafis, a juzgar por lo que sabemos por su correspondencia o por otros escritos dispersos, a un ego herido o a un poeta incomprendido y torturado por una aspiración, nunca satisfecha, a la gloria. Y tampoco (entiéndase) advertimos una impostada auto-humillación o un falso recato. Para Cavafis, como pudo serlo también para los poetas griegos arcaicos, el parnaso de la poesía consistía, sobre todo, en un acto de intimidad. Y la del poeta, en una labor asumidamente marginal y excéntrica. El poeta que encuentra en un solo lector a todos los lectores, porque sabe y acepta que no ha de merecer más premio que ese, un simple lector; porque sabe y acepta que cualquier voz de la voluble fama ya no le compete; y que las mayorías y las minorías lectoras, como abstracciones, no dejan de ser entelequias.

Tal vez sea en la esfera de esa marginalidad donde la poesía cavafiana nos entregue su brillo más sincero. En la siempre lejana Alejandría, la capital del Imperio Helenístico, el centro alejado de ese otro más antiguo centro que fue Atenas, podemos encontrar el símbolo y la constatación de que todo centro es, al cabo, una utopía, de que la vida se mueve en los arrabales y en el extrarradio. Los filólogos alejandrinos quisieron también ser poetas, pues pensaron que habían descifrado el mecanismo del poema, y creían que era posible habitar ambos mundos, el de la filología y la poesía, a un tiempo. Sus versos fueron artificiales y descreídos, signo de una decadencia y un cansancio que, paradójicamente, también estaba dando origen a algo nuevo. Fue necesario que cayeran los siglos, uno tras otro, para encontrar en esa misma urbe alejandrina, con muchísimo retraso, al postrero, al más puro de los poetas alejandrinos. Todo lo que era artificio en sus precedentes, la pátina del tiempo y de la historia lo trastocó en verdad a través de la poesía de Cavafis . Los epígonos de éste, en diversas épocas y lugares, naturalmente, sólo se quedaron con la superficie, con las estatuas, los templos, las túnicas de los efebos, la exaltación de un pasado irreal y un paganismo de guardarropía. Pero la poesía de Cavafis no está en en las palabras, ancestrales palabras griegas, ni en su dicción anacrónica donde convivían a capricho elementos del griego demótico y mestizo, con los cultismos ficticios del katharévousa y los giros clásicos, bizantinos u homéricos, sino en lo que mantiene unidas todas esas palabras, lo que no se ve: ese don de la melancolía que tiñe el tránsito de la belleza, la memoria, el tiempo, las contradicciones del ser humano y la encrucijada entre dos mundos condenados a convivir ya sin remedio, el pagano y el cristiano, el cuerpo y el alma. Esa melancolía, que en ocasiones es también la leve sal que adereza los momentos irónicos, se manifiesta en una voz múltiple, a través de la cual van pasando toda clase de personajes marginales: perdedores, granujas, traidores, tristes, enamorados, ambiciosos, lascivos, apasionados, cansados o incrédulos de toda época. Ya sea en la antigua Antioquía, en Roma, en unos hexámetros de Homero o en las confusas calles de la Alejandría de principios del siglo XX, con sus cafés, sus tabernas y sus proscritos placeres nocturnos, en todos los poemas de Cavafis habla siempre el ser humano, con una voz sin sordina y sin apuntador. Una voz, la de aquellas figuras dibujadas, o apenas esbozadas por el poeta, donde acabamos reconociendo nuestra propia voz, siempre en las afueras y siempre sin anclaje: porque, tal vez, ser de Alejandría equivale a no ser de ningún sitio.

La presente traducción de estos seis poemas de Cavafis forma parte de mi traducción y edición de la poesía completa del poeta alejandrino que, próximamente, verá la luz en la editorial Pre-Textos. Al pie de cada poema se indica la fecha en que está datado.

 

 

                                                                      

CHE FECE .... IL GRAN RIFIUTO


Para algunas personas llega un día

donde el gran Sí o el gran No deben decir.

En seguida aparece aquel que lleva

el Sí bien preparado, y pronunciándolo

 

da un paso adelante en su estima y en su confianza.

El negador no se arrepiente. Preguntado de nuevo,

de nuevo dice No. Pero ese No —que es el correcto—

le abruma para el resto de su vida.

 

(1901)

 

EN EL PUEBLO ABURRIDO


En el pueblo aburrido donde trabaja

—empleado en un comercio,

muy joven—, donde espera

que pasen aún dos o tres meses,

dos o tres meses aún, y haya menos tarea,

y así marchar a la ciudad, lanzarse

derecho hacia el bullicio y las diversiones;

En el pueblo aburrido donde espera

ha caído en su cama, de noche, pleno de deseo,

toda su juventud encendida en pasiones carnales,

en hermosa tensión toda su hermosa juventud;

Y entre los sueños el placer le acude; entre los sueños

contempla y abraza esa figura, la carne que desea.

 

(1925)

 

EN EL TEATRO

 

Me cansé de mirar el escenario,

y levanté los ojos a los palcos.

Y en uno de esos palcos fue donde te vi

con tu extraña belleza, tu depravada juventud.

Y enseguida volvió a mi pensamiento

todo lo que de ti me contaron esta tarde,

y se me conmovieron cuerpo y mente.

Y mientras contemplaba, fascinado,

tu lánguida belleza, tu juventud lánguida,

tu refinado atuendo,

fantaseaba contigo y te me aparecías

tal y como de ti me contaron esta tarde.

(1904)

 

 

CUANDO EL VIGÍA VIO LA LUZ

 

En invierno, en verano se sentaba en el tejado

de los atridas el vigía, y oteaba. Es ahora quien pregona

las buenas nuevas: ha visto, allá a lo lejos, encenderse el fuego.

Y se alegra. Y sus esfuerzos ya concluyen.

Es duro quedarse noche y día,

bajo el calor y el frío, a escudriñar la distancia por un fuego

que ha de encenderse sobre el Aracneo. Ahora aparece

la anhelada señal. Siempre que llega la felicidad

nos produce menos alegría

de lo que cabe esperar, mas indudablemente

se gana en esto: verse libre de esperanzas

y expectativas. Son muchas las cosas

que han de pasarle a los atridas. Cualquiera, sin ser sabio,

lo supone, ahora que el vigía

ya divisó la luz. No hace falta, por tanto, exagerar.

Bella es la luz; y bellos los que acuden;

bellos también sus actos y sus palabras.

Y esperemos que todo salga a derechas. Pero

Argos bien puede hacerlo sin los atridas.

Los linajes no duran para siempre.

Seguramente muchos han de decir muchas cosas.

Las vamos a escuchar, mas no caeremos en la engañifa

del Necesario, del Único, del Grande.

Necesario, único y grande, siempre en seguida

se encuentra a cualquier otro.

 

(1900)

 

LAS VENTANAS

 

En estos cuartos sombríos, donde paso

días de tedio, voy vagando de un lado a otro

en pos de las ventanas. —Cada vez

que se abre una ventana es un consuelo—.

Mas no hay ventanas, o es que yo no puedo

encontrarlas. Y acaso, mejor que no lo haga.

Acaso la luz sea otra tiranía más. Quién sabe

qué inusitadas cosas vendrá a mostrarnos.

 

(1903)

 

EN LA TARDE

 

Después de todo, no iba a durar mucho. La experiencia

de años me lo enseña. Mas resultó algo tajante

cómo acudió el Destino y le puso fin.

Breve fue la hermosa vida.

Pero qué fuertes los aromas,

en qué exquisitos lechos nos tendimos,

a qué placeres dimos nuestros cuerpos.

 

Un eco de los días del deleite,

un eco de aquellos días vino a mí,

algo del fuego que, jovenes los dos, fue nuestro;

volví a tomar una carta entre mis manos

y la leí una vez y otra vez, hasta que me quedé sin luz.

 

Y salí fuera al balcón con melancolía,

salí a pensar en otras cosas, al menos contemplando

un poco de la ciudad amada, un poco

de ese fragor de calles y de tiendas.

 

(1917)