Recuerdos de

una infancia dublinesa

 

 



EL CUARTO DEL BEBÉ

 

Mi habitación infantil de la Plaza Herbert, el cuarto de estar que tenía debajo y el comedor de la planta inferior bañaban en la acuosa luminosidad que desprendían los reflejos del canal. Llenaba la casa, durante la mayor parte del día, el zumbido cantarín del aserradero del otro lado del cauce, acompañado del olor a madera recién cortada. Por encima de la valla baja y alquitranada que recorría el ribazo en la orilla opuesta sobresalían pilas de leños que aguardaban la sierra. Las gabarras que avanzaban lentamente arriba o abajo del canal, y que desaparecían en las esclusas para emerger después de ellas, abastecían el depósito de madera. No pasaban demasiados coches por delante de nuestra puerta, pero de uno y otro extremo de la Plaza Herbert llegaban, intermitentes, el sonido de la campanilla y el rumor sordo de los tranvías al cruzar los puentes.

La Plaza Herbert miraba al este: para el mediodía el sol de invierno había barrido ya las habitaciones de la fachada, abandonándolas a los reflejos verdigrises y a la luz de la lumbre, que ganaba en resplandor a medida que caía la tarde.

Mi habitación ocupaba toda la anchura de la casa. Ésta, al encontrarse en la parte de arriba, tenía ventanas bajas, y se habían colocado unos barrotes que las atravesaban para evitar que me cayese. De las paredes, de un azul grisáceo, colgaban algunos cuadros, y de dos de ellos me acuerdo claramente —eran portillos a una segunda y más amenazadora realidad—. El primero, creo yo, tuvo que haber sido escogido por su tema heroico en los tiempos en que mi madre aún esperaba tener un Robert: era Casabianca enfrentado al fuego.* El muchacho se mantenía de pie, extasiado, en el puente en llamas. En el otro, un bebé en su cuna de madera flotaba sonriente en una inmensa riada mientras tendía las manos a un gato que montaba guardia sentado muy tieso sobre la colcha a los pies de la cuna. De la solitaria extensión de agua sobresalían a su alrededor únicamente las puntas de los gabletes, las chimeneas y los árboles. La serenidad del gato y del niño pretendía descartar de la escena, supongo, toda idea de desastre. Pero a mí me provocaba una ansiedad constante —¿qué sería de la cuna en un mundo en que todos habían perecido ahogados?—. De hecho, esos dos cuadros me imbuyeron un larvado temor a los desastres —incendios y avenidas—. Tenía miedo a quedar aislada en un edificio alto, y, a mis ojos, la certeza de que las aguas muy pronto correrían crecidas echó a perder el hermoso sonido de la lluvia. Atenta siempre al instante fatídico, solía trepar a una ventana para cerciorarme de que aún no estaba sucediendo nada. (Más tarde, cuando vivía junto al mar en Inglaterra, padecí igual pavor a un golpe de mar.) Por lo demás no era yo una niña nerviosa —y de haber adivinado mi madre que aquellos cuadros excitaban mi imaginación no hay duda de que los habría retirado.

Aparte de Casabianca, que estaba allí para espolear mi audacia —pues mi padre y mi madre, como todos los angloirlandeses, entendían la valentía al margen del contexto, como un fin en sí misma—, mi habitación había sido planeada para inspirar sosiego. Y quietud destilaban ciertamente «Los ángeles anunciadores» desde su marco dorado y negro —una nube de serafines que surcaba un paisaje nevado, iluminando los alzados semblantes de los pastores—. Recorría la habitación, bajo los cuadros, un rodapié con escenas de canciones infantiles. Yo espiaba las figuras a través de los barrotes de mi cuna, y mi madre me decía sus nombres. Mi madre se mostraba desenvuelta al tararear la musiquilla de las rimas para niños, pero reservada al relatar cuentos de hadas. No quería, explicaba, que creyese en las hadas por temor a que las tomara por ángeles. De ese modo, cuando oía hablar de hadas por otras fuentes, yo pensaba que eran frívolas y ostentosas y (vaya usted a saber por qué) de origen alemán. De las hadas irlandesas no supe nada de nada. Los temores de mi madre a que yo quedara confusa eran bastante infundados, ya que tras haber visto imágenes, tanto de hadas como de ángeles, yo distinguía a las unas de los otros por la forma de las alas —las alas de las hadas eran siempre como las de las mariposas, mientras que las de los ángeles tenían la hechura y el plumaje de las de las aves—. La sonriente, embriagadora y emplumada presencia de los ángeles me era constantemente sugerida —si me hubiera dado por girarme lo suficientemente rápido quizá hubiera sorprendido tras de mí a mi propio Ángel de la Guarda—. Mi madre deseaba que sintiera cariño por los ángeles, y en efecto me atraían.

No obstante, me alegraba no molestarles, cosa que pensaba que ocurriría si lograba verles. Me contentaba con lo que ya me resultaba posible ver —el aire a mi alrededor no estaba surcado por seres sobrenaturales, sólo por pájaros—. Los gorriones de Dublín permanecían juntos unos instantes, con brioso y estremecido porte, en los barrotes de mi ventana. Eran pájaros de invierno, con el plumaje tan redondamente alborotado que necesariamente debían contar con plumas extra para protegerse del frío. (En la casa de verano, en el condado de Cork, aprendí los nombres de las aves canoras, pero se pasaba por alto a los gorriones.) Otra diferencia invernal de la Plaza Herbert era que las gaviotas recorrían el canal en vuelo raso y pasaban como un relámpago por delante de los cristales de mi ventana. Oí decir que las arrastraban tierra adentro las tormentas que les enfurecían y encrespaban el mar. «Pobres gaviotas» —aunque no parecían pasarlo mal: posadas en parejas y tríos sobre las pilas de leña abrían y cerraban gallardamente las alas.

Si hubiera podido ver los muelles de Dublín como por fuerza debí verlas a ellas tendría más recuerdos de gaviotas. Sin embargo, entre las verjas del Trinity College y el punto en el que surge del puente la calle Sackville hay una opacidad o laguna en mi memoria. Apenas diviso, a través de un velo de niebla, la columnata del Banco de Irlanda, que un día fuera nuestro Parlamento. Nunca me desagradó la vista de la calle Sackville, pues me habían dicho que era la calle más ancha del mundo. Igual que el parque Phoenix, verdigrís en la distancia, más allá del Zoo, era el mayor parque de la Tierra. Estos superlativos me gustaban casi demasiado: mi primer orgullo de casta se vincula a ellos. Y la muy endémica vanidad que me inspira mi propio país se fundó, durante algunos años, en un error: mi mal oído para las vocales y la mal articulada y precipitada forma angloirlandesa de hablar hicieron que las palabras «Irlanda» e «isla» me parecieran sinónimas.* De ese modo, todos los demás países completamente rodeados de agua habían tomado (al parecer) su nombre genérico del nuestro. Resultaba bonito vivir en un país que era un prototipo. Inglaterra, por ejemplo, era «una Irlanda» (o una sub-Irlanda) —una imitación—. Después me enteré de que Inglaterra no era siquiera «una Irlanda», ya que no había conseguido desprenderse de los flancos de Escocia y Gales. Vagamente, como niña unionista, imaginé que nuestra cortesía con Inglaterra tenía que ser una forma de conmiseración.

En este mismo sentido, tomé a Dublín por modelo de ciudades, del que había, dispersas por el mundo, distintas imitaciones.

 

 

 

[NOTA BIOGRÁFICA]

 

Elizabeth Dorothea Cole Bowen, nacida en Dublín, Irlanda, el 7 de junio de 1899 y fallecida el 22 de febrero de 1973, hija única de padres protestantes —descendientes de la seudoaristocracia creada por Oliver Cromwell tras la guerra civil inglesa—, es una escritora de impecable estilo que destaca por sus penetrantes y delicadas descripciones, llenas de ternura e ironía.

Se educó entre la alta burguesía angloirlandesa, principal destinataria de sus escritos. Su infancia, descrita como un «friso de mármol blanco» por su tersa pulcritud, se ve zarandeada no obstante por el ingreso de su padre en un hospital psiquiátrico de Dublín a consecuencia de una depresión nerviosa, de la que no se recuperaría hasta 1912, y por el fallecimiento de su madre ese mismo año, víctima de un cáncer, episodios ambos que agravarían el acentuado tartamudeo de Elizabeth y marcarían su vida futura.

Tras casarse con Alan Cameron se instala en Old Headington, cerca de Oxford, en cuyos círculos literarios trabará amistad con Virginia Woolf y Rosamund Lehmann. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de Información inglés, vicisitud que trasluce en The Heat of the Day (1949). Al morir su marido, tras casi treinta y cinco años de matrimonio —cuya solidez no se vio afectada por las infidelidades de ella, que tuvo, según declaración de su biógrafa Renee C. Hoogland —en A Reputation in Writing (1994)—, una serie de aventuras «principalmente con hombres, pero ocasionalmente también con mujeres»—, publicará A World of Love y se dedicará a recorrer mundo, en particular los Estados Unidos.

En 1971 se le diagnostica un cáncer, del que morirá dos años más tarde, dejando inacabada una autobiografía —Pictures and Conversations, que se publica en 1974.

Su carrera literaria, de contenidos marcados tanto por el amor y la sexualidad como por el impacto de las dos guerras mundiales, había arrancado en 1923 con la publicación de un primer libro de relatos cortos (Encounters, donde se recogen sus colaboraciones en la gaceta del Saturday Westminster), pero se afirmó como novelista cuatro años más tarde con The Hotel, cuya fuente de inspiración fueron sus impresiones como institutriz de sus primos, aún niños, durante una estancia en un parador italiano. A estas obras les seguirían muchas otras (To the North (1932), The Cat Jumps (1934), The House in Paris (1935), y The Death of the Heart (1938), cuya refinada trama de inocencia traicionada vertebra la que se considera una de sus mejores novelas. Cabe citar también Ivy Gripped the Steps (1946), The Heat of the Day (1949, una novela de espionaje), y las tardías The Little Girls (1964) y Eva Trout (1969).

 

(Fragmento del libro Siete inviernos. Recuerdos de una infancia dublinesa, de Elizabeth Bowen. Traducido por Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, será publicado por la editorial Pre-Textos)



*              El 1 de Agosto de 1798 se libró en la bahía de Abukir uno de los episodios más famosos de las Guerras napoleónicas: la «Batalla del Nilo», en la que el almirante Nelson obtuvo una decisiva victoria sobre las tropas francesas comandadas por el almirante Brueys d’Aigalliers. A las diez de la noche, en lo más furioso de la refriega, explota el Orient, buque insignia francés al mando del comodoro Casabianca, tras haber llegado a la santabárbara las llamas provocadas por los cañonazos. La deflagración siega la vida de un chiquillo de diez años, atónito ante el espectáculo: el hijo de Casabianca. Poco después, la poetisa inglesa Felicia Hemans (1793-1835) conmemoraría esa cándida heroicidad en una balada —«Casabianca»— cuyo primer verso es justamente la frase con la que Elizabeth Bowen recuerda la fascinación del chico. (N. de los t.)

*              «Ireland» y «island» se pronuncian casi igual. (N. de los t.)