“El gran dolor del hombre, que empieza desde la infancia y sigue hasta la muerte, es que mirar y comer sin dos operaciones distintas”. Estas palabras de Simone Weil, contenidas en los Cuadernos, bien podrían servirnos de hilo rojo para evocar su pensamiento, una reflexión tensada al máximo entre el mirar y el comer, entre el desprecio a lo natural y la urgente perentoriedad del salto a la transcendencia, entre la animadversión frente a la voracidad del yo y la apertura generosa a una alteridad siempre despreciada o ignorada.

Comer o mirar, no había término medio para Weil, ciertamente. Se cuenta la anécdota de que Weil, teniendo apenas cinco años, no dudó en privarse voluntariamente de unas golosinas al ver a unos niños pobres que no podían comprárselas. Si el dato es cierto, habría una profunda línea de continuidad hasta su muerte. A causa del exceso de trabajo y su conducta ascética —se impone severas restricciones alimenticias como acto de solidaridad con sus conciudadanos franceses—, su estado de salud sufre un rápido deterioro durante los últimos años de su vida. Ingresada en el sanatorio de Ashford, muere exiliada en 1943 con apenas 34 años. Incluso en el hospital se negó a consumir los alimentos que su enfermedad requería. No es casualidad por ello que uno de los especialistas de su obra, Carlos Ortega, haya definido precisamente su figura en términos parecidos al “artista del hambre” de Kafka, “[…] un personaje que despierta un súbito interés no bien se conocen cuatro detalles de sus ‘capacidades’, y al que luego se olvida por la avidez de nuevos espectáculos o porque el interés se muda en ‘repulsión hacia el espectáculo del hambre’, mientras el artista adelgaza y adelgaza hasta lo insólito, hasta confundirse y ser barrido con la paja de la jaula en la que se le exhibe. Los dos exhalan la misma queja de que nadie vaya a recoger el legado de los secretos de su vocación”[1].

Sin embargo, aunque en cierto modo la trayectoria intelectual y biográfica de Weil, cuyo centenario se conmemora por estas fechas (1909-1943),  se asemeja a la lucha de un alma orientada a morar en las alturas y en pugna contra la gravedad de la tierra, esta ascesis no dejó de comprometerse nunca con la tarea de erradicar la miseria de este mundo. De ahí que su peculiar misticismo religioso conviva no sin fricciones con un planteamiento que si bien desborda el horizonte político tradicional también lo completa en algunos puntos fundamentales. La reciente corriente de pensamiento “impolítico” francesa e italiana (Agamben, Esposito, Nancy, Cacciari…) hunde aquí precisamente sus raíces. No en vano el peculiar cristianismo existencial y profundamente heterodoxo de Weil ha sido reconocido como una de las experiencias intelectuales más singulares del siglo XX. Para Susan Sontag su vida, un símbolo extremo de coherencia, representa el precio que tuvo que pagar el intelectual del siglo pasado por reconciliar vida y doctrina. También fue el modelo del que se sirvió Roberto Rossellini para realizar Europa 51, una de sus películas más conmovedoras. La película narra la historia de Irene, esposa de un diplomático extranjero en Roma, cuyo carácter frívolo se verá zarandeado a raíz del suicidio de su hijo de doce años. Desorientada ante esta tragedia, Irene busca un nuevo sentido a su vida, pero queda decepcionada con la política. Sólo su aproximación a los pobres y su contacto con la gente necesitada le abren un camino hacia una espiritualidad incómoda: su voluntad de entrega será incomprendida por el entorno, quien sólo percibe en su actitud extravagante indicios de locura. Examinada por los médicos, que no son capaces de comprender que sus actos son el fruto de una inaudita exigencia moral, acabará siendo internada en una institución psiquiátrica.

No pocas veces fue calificada Weil a lo largo de su vida de “demente”. Hasta el propio De Gaulle llegó a afirmar que “estaba loca” ante su extravagante propuesta de que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada. En Le bleu du ciel, Bataille empleaba términos parecidos para describirla: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados, semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. Tenía una nariz grande de judía delgada en medio de una piel macilenta, que sobresalía de las alas por debajo de unas gafas de acero. Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella... Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

 

Nacida en París en 1909, Weil comenzará a estudiar filosofía e historia bajo el magisterio del brillante pensador Émile Chartier, más conocido como “Alain”, que le introduce en el estudio de Spinoza, a partir de ese momento una de sus grandes referencias filosóficas. Allí donde la ética spinoziana trataba de desprenderse de los lastres de una subjetividad tendente continuamente a recaer en el error y la imaginación Weil  buscará un espacio de pureza lejos de esa voracidad hambrienta del yo. Desde el año 1931 enseña en diversas escuelas francesas y, sin militar en partido alguno —instalada en la tradición libertaria Weil siempre abominó de la adaptación a las normas de cualquier organización burocrática—, se mueve siempre en ambientes próximos a la izquierda. En esa época, en la que se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos e imparte clases en el marco de las organizaciones obreras parisinas, un tema brilla sobre los demás: el propósito de definir las “condiciones de una cultura obrera” a la luz de una reconsideración crítica de la categoría de trabajo. De un trabajo que es sólo alienante, puesto que ha perdido su vertebración humana y social. “La sociedad menos mala —afirmará en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social— es aquélla donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades del control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor independencia. Además, las condiciones necesarias para disminuir el peso opresivo del mecanismo social se contrarían entre sí desde que se pasa cierto límite; así, no se trata de avanzar lo más lejos posible en una dirección determinada sino, lo que es mucho más fácil, de encontrar un cierto equilibrio óptimo”.

Aunque el tono y el marco de preocupaciones intelectuales de Weil pone de manifiesto una indudable continuidad temática, suele habitualmente destacarse en su obra dos etapas: una primera de contenido más político, que tendría lugar entre los años 1930 y 1937; y una segunda, más religiosa, aunque igual de heterodoxa, que abarcaría desde 1937 hasta su muerte en agosto de 1943. Aunque ella misma se sintió incómoda para definir su cambio de orientación con la expresión “conversión” al cristianismo, el pensamiento de Weil se acerca en esta etapa al campo de la mística: “[…] en un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme en el derecho de dar un nombre a este amor, sentí, sin estar en absoluto preparada para ello, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano” (Pensamientos desordenados).

La razón de este giro se ha atribuido habitualmente a una serie de experiencias personales. Entre ellas, la insatisfacción ante la idea marxista de revolución y sus propias frustraciones en la Guerra Civil de España, a dónde viaja en 1936 para luchar brevemente como miliciana anarquista en el frente de la famosa “columna Durruti”. Años más tarde, un encuentro místico acaecido durante su estancia en el monasterio de Solesmes ahonda en su compromiso religioso, un lazo, dicho sea de paso, siempre heterodoxo: Weil nunca llegó a bautizarse ni a integrarse en el marco institucional de la Iglesia.

Los últimos años de la “virgen roja” —así era llamada despectivamente por uno de sus profesores de filosofía en el Liceo— siguen marcados por una alta exigencia espiritual, el sentido de la justicia y por su interés por la problemática social. A causa de la ocupación alemana se traslada, primero, a Marsella —periodo fructífero que abarca hasta 1942, y más tarde a Estados Unidos e Inglaterra, donde colabora con el “Comité nacional de la Francia libre”.

Sus escritos más importantes, en su mayor parte ensayos, diarios y anotaciones, se publicarán póstumamente bajo diversos títulos, entre los que destacan La pesanteur et la grâce [La gravedad y la gracia] (1947), L’Enracinement [Echar raíces] (1949), Attente de Dieu [A la espera de Dios] (1950), La connaissance surnaturelle [El conocimiento sobrenatural] (1950), La condition ouvrière [La condición obrera] (1951), Intuitions pré-chrétiennes [Intuiciones precristianas] (1951), Lettre à un religieux [Cartas a un religioso] (1951), Cahiers [Cuadernos] (1951), La source grècque [La fuente griega] (1953), Opprésion et liberté [Opresión y libertad] (1955), en la que se incluye el importante ensayo, redactado en 1934, “Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”], Écrits historiques et politiques [Escritos históricos y políticos] (1960), Écrits de Londres et dernières lettres [Escritos de Londres y últimas cartas] (1957) y Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu [Pensamientos desordenados sobre el amor de Dios] (1964).

 

Gnosticismo y funesta gravedad

 

Acierta José Jiménez Lozano en definir la posición de Simone Weil como la de alguien que se sitúa irreversiblemente en el paisaje nihilista posnietzscheano de la “muerte de Dios”, esto es, en el escenario de “[…] la modernidad total, en la que ya no hay ni calvos ardiendo […], es alguien que se entrega a lo Real último, no ya ‘ut soi Deus non daretur’, sino ‘etsi Deus non datur’, y podríamos decir que estaba siendo expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y como materia orgánica en Gulag”[2].

En lo concerniente al problema del sentido, como es conocido, el mundo moderno se define cada vez más por la experiencia del declive del Dios Padre y su sustitución por un Dios todopoderoso y paulatinamente más distante del mundo. Weil, sin embargo, en este espacio gnóstico del pensamiento contemporáneo, marca distancias con toda tentación prometeica. Justo lo contrario de la tendencia más recorrida por el pensamiento del siglo XX. “Dios, al crear el mundo —sostiene Weil—, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar”.

En un decisivo texto para comprender este paso gnóstico contemporáneo, “Imitación de la Naturaleza”[3], Hans Blumenberg analiza en cambio cómo la entronización de la libertad humana como valor absoluto no sólo implicó la pérdida de la ejemplaridad de la Naturaleza, sino que rebajó a ésta a mera condición de objeto o instrumento del progreso. La obra humana no hace referencia a otro ser que le preceda, denotado y presentado por ella, sino que, en la porción de ser que le corresponde en el mundo del hombre, constituye ahora algo originario. Curiosamente, es entonces cuando la dimensión normativa de la Naturaleza “implosiona” y se transforma en el mero telón de fondo contra el que se desarrolla, por un lado, la voracidad infinita de la voluntad —el guión humano de la voluntad ilimitada prometeica— y, por otro, la experiencia de cuño existencialista de crear continuamente ex nihilo el guión de la singularidad, una nueva experiencia de poder que no está tan alejada de la idea de la excepcionalidad humana sobre el mundo.

Para Simone Weil, siguiendo aquí a Pablo, en el momento en el que Dios se vacía en la creación surge también el peligro de que las criaturas se magnifiquen a la luz de una falsa divinidad. En lugar de propiciar este señorío, Weil acentúa actitudes como el abandono y la restitución. La única forma de relacionarse justamente con Dios es, pues, actuar como esclavo. Dicho de otro modo: si la tendencia gnóstica contemporánea parte de este escenario ilimitado para legitimar el “señorío” humano —si Dios es libre para inventar otros mundos, es evidente que la facticidad no agota las posibilidades del Ser y que el hombre no tiene como misión la reproducción de lo ya dado, sino la honda insatisfacción hacia ello—, Weil desestima este horizonte constructivista, así como su consecuencia: la idea de que el hombre es un ser de excepción, esa declaración de independencia metafórica que se retrotrae a Pico de la Mirándola: el hombre adánico como autor absoluto del guión del mundo. “El abandono en que Dios nos deja es su modo de acariciarnos. El tiempo, nuestra única miseria, es el toque de su mano. La abdicación mediante la cual  nos hace existir”.

Contra esta supuesta “excepcionalidad” antropológica Weil reacciona desde un doble frente. Por un lado, recusando de raíz la idea de naturaleza, funesto marco gravitatorio que conduce a una voluntad de poder insaciable e infinita; por otro apelando a una suerte de “adelgazamiento” de la categoría tradicional de subjetividad, ciega por definición a la diferencia y la alteridad. Rechazando las demandas de “lo propio”, Weil se embarca aquí en una lucha de tono muy pascaliano contra ese “odioso yo” que sólo es capaz de metabolizar la realidad al precio de destruirla. “Uno se enorgullece siempre de algo de lo que pueden privarle las circunstancias, de manera que el orgullo es una mentira. Ser consciente de esa  mentira es lo que constituye la virtud de la humildad. (La desnudez de espíritu.) Únicamente los dones de la gracia escapan a las circunstancias, y uno no puede  enorgullecerse de tales dones, al menos no en el momento de recibirlos. Contemplar las virtudes que uno posee como un producto exclusivo de las  circunstancias y del pasado que ya no le pertenece a uno” (Cuadernos).

Para Weil, la salvación, dada la distancia infinita entre naturaleza y gracia, no puede salvar el abismo más que en un salto al margen del mundo. La indiferencia y la nada del mundo desde el punto de vista ontológico sólo pueden ser compensadas por la interioridad absoluta de la dignidad moral. En este sentido toda salvación constituye un movimiento dramático de renuncia del yo.

Por otro lado, en un mundo definido por el abandono de Dios, Weil concluye que el “Mal” pasa a ser lo que efectivamente “existe”, mientras que el “Bien” sólo puede ser algo excepcional. De ahí también que la redención implique un rechazo del mundo, esto es, sea una repetición de la des-creación [décréation] de Dios. Dicho de otro modo: el vaciamiento del hombre ha de estar  la altura del vaciamiento de Dios. “La desdicha está realmente en el centro del cristianismo [...] Lo primero que se nos ordena amar es la desdicha: la desdicha del hombre, la desdicha de Dios” (A la espera de Dios).

En este marco gnóstico, de exilio de Dios, si la tendencia natural de la subjetividad es caer por la fuerza de gravedad —o por “necesidad”—, la ascesis del alma ha de consistir en una levitación capaz de sustraerse al peso de la existencia. A esta capacidad Weil la denomina “gracia”, un concepto religioso que es declinado por ella desde unas claves muy singulares. “Todos los movimientos naturales del alma —se afirma en el comienzo de La gravedad y la gracia—se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad”.

Como muy bien ha señalado José Luis Pardo: “El demonio contra el que Weil se debatía con todos los medios a su alcance no es otra cosa que la naturaleza, esa naturaleza que, desde su descubrimiento griego en la sentencia de Anaximandro de Mileto, tiende al equilibrio, a la estabilidad, a la soportabilidad, a rellenar todos los vacíos y a colmar todas las ausencias. La sorprendente lectura moral de las leyes de la física que opera Simone Weil hace de la propiedad más característica de lo terrestre, su gravedad, la más cabal metáfora de la presencia del mal en el mundo: ‘Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés’. Todos los cuerpos caen. Y todas las almas. El mal no solamente es natural, es la ley de la naturaleza. Y el bien, por el contrario, es excepcional, es incluso una objeción contra las leyes de la física, como ese milagro por el cual los cuerpos de los santos y de los sabios consiguen levitar, desafiando la ley de la gravedad. Frente a una tradición milenaria que identifica el ser con el bien y el mal con la nada, Simone Weil sostiene que el mal está emparentado con la fuerza y con el ser, mientras que el bien pertenece a la familia de la debilidad y de la nada”[4]. De ahí que el alma que está tocada por la gracia deba dar frutos sobrenaturales, o bien secarse; no le está permitido dar simplemente frutos naturales.

En el ámbito concreto de la redención de la gravedad weiliana, el umbral de la gracia no conoce más que una experiencia activa de impotencia similar al “milagro”: el cambio súbito de todas las apreciaciones de valor, la renuncia súbita a todas las costumbres, la inclinación inmediata e irresistible hacia personas y objetos nuevos. El místico considera este acto de renacimiento como una intervención directa de Dios, no de su voluntad, por definición impura. De tal forma que todo entrenamiento en torno al poder de la virtud —o toda sensación de orgullo o bienestar— le resultará secundaria.

Dicho esto, lo interesante del caso de Weil es que su “sacrificio” no desemboca, sin embargo, en ninguna actitud aristocrática de indiferencia hacia el mundo, sino una acentuación de compromiso con la situación de los “esclavos”: “Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla  [...] y yo entre ellos”. Con veinticinco años consigue una licencia de su profesión de maestra y decide conocer de primera mano el mundo obrero. A partir de ahí trabajará como operaria manual en varias fábricas, entre ellas la Renault, donde, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”.

Tras sus experiencias personales con la revolución obrera, sobre todo, en su degeneración estalinista, y la guerra civil española, Weil considerará el poder como una “fatalidad” que pesa por igual sobre los señores y los esclavos. La solución política quedará paulatinamente difuminada en la solución religiosa. Como ella misma reconocerá: “[…] los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

En virtud de una argumentación sugerentemente simular a la denuncia nietzscheana del “resentimiento”, Weil interpreta los sucesos de violencia acaecidos en el siglo como recaídas constantes en un círculo vicioso. “El periodo actual es de aquéllos en que en que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en que, bajo pena de perderse en la confusión o en la inconsciencia, se debe replantearlo todo. El hecho de que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas que destruye un poco en todas partes la esperanza que las buenas gentes habían puesto en la democracia y en el pacifismo no es más que una parte del mal que sufrimos. Ese mal es mucho más profundo y está mucho más difundido” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

Asimismo, desconfiada con las reformas del sistema soviético, Weil llega a la conclusión de que las formas de opresión son más profundas de lo que considera el marxismo e independientes del régimen legal de propiedad del capitalismo. Nada cambia si a las formas tradicionales de opresión les sustituye otra dominación, la ejercida burocráticamente en nombre de la función del Partido.

El problema radica en el hecho de que, a causa de su situación de continua opresión, el hombre se ve “obligado” naturalmente a desear el mal a quienes desprecia para compensar imaginariamente el desequilibrio causado por la desgracia que él mismo padece. Es decir, cuando sufre, intenta extender a otros su malestar, aunque sea por medio de una ficción, para así hacer más soportable el suyo. “Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamenón inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social). Bajo este punto de vista la lucha entre amo y esclavo no tiene desenlace natural, sino “innatural”. Sólo la gracia puede salvarnos.

 

De la lógica de los derechos a la lógica de las obligaciones

 

En el contexto de esta aceptación weiliana del diagnóstico pascaliano sobre la “abominación” del yo cabe también entender su reivindicación de los deberes frente a los derechos. Ha de señalarse en este sentido que Weil en los momentos finales de su existencia (1943) fue invitada por el gobierno en el exilio londinense de De Gaulle a participar en un grupo de trabajo que, dirigido por Louis Closon, elaborara un borrador que sentara las futuras bases políticas y jurídicas de la Francia liberada. Todas estas ideas quedaron recogidas en dos de sus últimas obras Écrits de Londres et  derniéres lettres y L’enracinement (Echar raíces), obra esta última que Albert  Camus —uno de los principales valedores y editores de la obra de Weil— consideraba “imprescindible” para la reconstrucción del futuro de la nueva Europa.

Como puede deducirse de su incesante polémica con la figura “soberana” del individuo, el planteamiento de Weil contra los derechos parte de su crítica a la construcción de la teoría política ligada a la emergencia del sujeto burgués y su insuficiente problematización del problema de la justicia social. Desde la implantación de la lógica individual de los derechos, el horizonte de la comunidad deja de definirse como un conjunto de personas vinculadas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar, incluso por un “sacrificio”, para devenir un cuerpo positivo mayor o aglutinante que sus miembros sólo tienen ahora “en común” en calidad de propietarios individuales. Como es conocido, toda la teoría política desde Hobbes parte de este horizonte. Desde este punto de vista, Weil considera que el marco legislativo de los derechos implica una lógica de privilegios —de “inmunidad”— en virtud de la cual el sujeto queda privado de obligaciones o deberes. Los miembros dejan, pues, de tener en común ya una deuda, no están unidos por un deber que los priva de ser dueños de sí.

            Weil entiende en cambio que la comunidad no puede pensarse como corporación de individuos receptores pasivamente de derechos, sino como una invitación activa a la “exposición”. Ahora bien, con la implantación de los derechos el individuo deviene absoluto al ser liberado de la deuda originaria que le vincula a la alteridad, que ahora es contemplada no sólo como condición de posibilidad de existencia, sino como “amenaza” de su identidad falsamente autoconstituida. Weil argumenta por tanto que si las obligaciones tienen que ver con los seres humanos y el sentido impersonal de la justicia, el derecho sólo afecta a las “personas”. De ahí que haya que asegurarse e inmunizarse mediante un contrato, que diluye la fuerza del originario vivir en común.

El llamado Leviatán, pues, disuelve todo vínculo distinto del intercambio protección-obediencia. Lo sacrificado es la relación entre los hombres, o sea, los hombres mismos, en función de otro marco, su necesidad —otro término criticado por Weil—, esto es, su autoconservación y mera supervivencia. Por ello el problema, según ella, radica en que la reivindicación exclusiva de “derechos”, por muy democrática que sea, no sólo no  garantiza en absoluto que las necesidades vitales de  los más desfavorecidos sean cubiertas —por lo habitual uno reclama en primer lugar derechos para uno mismo y en segundo lugar para los demás—, sino que también impone una perspectiva subjetivista, ensimismada y, por tanto, ciega ante la demanda de la alteridad. Reconocer públicamente por el contrario las obligaciones hacia el otro implica ser lo suficientemente noble como para atender la perspectiva del otro en su espacio propio, una mirada que sólo es  posible si el yo se ha vaciado previamente de su obsesión narcisista por reclamar derechos “propios”.

Por todo lo dicho no es extraño que en los últimos años el denominado pensamiento “impolítico” italiano (Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Massimo Cacciari, entre otros) haya visto en la figura de Weil un referente indiscutible. Siguiendo la argumentación de la pensadora de La gravedad y la gracia, ha sido Roberto Esposito quien más ha profundizado en esta estela con resultados harto fructíferos. Partiendo de la idea weiliana de la inutilidad de nuestro vocabulario político tradicional —“se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío”—, el filósofo italiano ha sometido en las últimas décadas las categorías políticas de la modernidad a una deconstrucción intensa, comparable a la que emprendió Weil en su época. Para ambos, las categorías políticas modernas (soberanía, poder o libertad, entre otras) han entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas, para lo cual es necesario tener una mirada diferente —precisamente “impolítica”, aunque no por ello ni mucho menos apolítica ni antipolítica—, capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo. Ese obstáculo provendría de una dificultad que inviste la categoría misma de “representación”, tanto en el sentido (teológico-político) de la representación-imagen del Bien por el poder, como en el sentido (moderno) de la representación-delegación de la mayoría por una instancia soberana única. De este modo, la perspectiva “impolítica” no es una actitud apolítica ni impolítica, sino antes bien la política considerada desde su frontera exterior, su determinación, en el sentido de que define los "términos": las palabras y los límites. De un modo muy parecido a Weil Espósito considera que lo “impolítico” es precisamente el espacio que marca la imposibilidad del pensamiento de adherirse completamente a la realidad de la política, imposibilidad radicalmente debida al hecho de que el mal no está sólo en la realidad de la ’polis’ sino inserto en el hombre mismo.

 

Experiencia y pobreza

 

Es esa depurada ascesis orientada a una vida “lo más desnuda y herida” posible de Weil lo que también le acerca una de nuestras mejoras pensadoras: María Zambrano. En el acercamiento fenomenológico que ambas realizan al mundo se observa esa incesante voluntad de sacrificio que jamás se puede resolver en el pensar. En esta abdicación subjetiva que para el filósofo tradicional es pura tiniebla ellas encuentran huellas, relámpagos de lucidez… luz. Y esta luz no aparece sino a quien se vacía de la voluntad de poder. Si Weil resplandece ante nosotros en su centenario es por su inmensa fragilidad… por su fracaso. “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”, comentaba Zambrano. Lo mismo vale para Weil: es justo su debilidad lo que la convierte en contemporánea necesaria. En cierto modo, su modesto e incómodo gesto de apertura al vacío creador.

Es un dato bien conocido que Weil era muy hostil en general al discurso estético. Estimaba las tragedias de Esquilo y Sófocles, los poemas de Villon, la Ilíada y, sobre todo, el Rey Lear de Shakespeare. En cierto sentido la heterodoxa ubicación de Weil en el escenario filosófico contemporáneo no se encuentra por otro lado muy lejos del mensaje “alquímico” del “Lear” shakespeareano: es preciso viajar a los bajos fondos y lugares más desolados del alma para redimirnos. Al final de la obra asistimos al proceso de cómo el cuerpo desnudo en la intemperie del monarca provoca la transmutación de su corazón de piedra en fluido humano. Sólo su fracaso como rey poderoso le humaniza, le acerca al sufrimiento de su pueblo. Mientras analizaba las heridas infligidas al narcisismo humano también Freud, en clara alusión al Lear, recomendaba al iluso que se jactaba de ser soberano de su alma descender a los estratos más profundos de ésta para llegar a conocerse. En el fondo, la imagen de ese monarca desterrado que desciende a los abismos de la experiencia para comprender el valor de la humanidad, ¿no es la imagen de la propia filosofía de Weil, obligada a descender a lo singular y a justipreciar la obstinada presencia de las cosas, esa pasividad continuamente mancillada por la “vigorexia” filosófica de la era moderna? ¿No reta del mismo modo el discurso de Weil, en tanto que ejercicio de verdad viva, al discurso filosófico tradicional, ese monarca, como Lear, con pies de barro y corazón de piedra? Tal vez por ello “conectar” con la palabra de Weil equivale a alcanzar un nivel de pobreza y de sencillez incomparables, acceder a una economía expresiva muy poco común. Deleuze hablaba de la elegancia “involutiva” de algunos escritores, de una anorexia que avanza simplificando, economizando hasta tocar el hueso mismo de las cosas. En cierto modo los escritos de Weil parecen revelar este mismo desbordamiento por sobriedad.



[1]              Carlos Ortega, “Introducción“ a La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1999,  p. 23.

[2]           Jiménez Lozano, J., “Queridísima e irritante Simone Weil”, en Archipiélago, nº 43/2000, p. 19

[3]           “Imitación de la Naturaleza”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

[4]           Pardo, J. L. “¿Todos los cuerpos caen?”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 16 de junio de 2001, p. 16.