Cuarenta y cinco años después de la aparición de su primer libro, Leopoldo María Panero (Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014) es —a pesar de no haber recibido ningún reconocimiento oficial en forma de premio literario por ninguna institución pública, en un país como el nuestro, tan dado a organizar saraos y a conceder prebendas de ese tipo— un poeta esencial, una voz que desde el margen y la heterodoxia ha conseguido convocar a un nutrido grupo de lectores que ha encontrado en su escritura un llamamiento a la insubordinación y la rebelión permanentes. Un poeta que —sin haber contado con el apoyo del establishment de la crítica literaria y sin haber sido objeto de la atención de la academia— ha logrado que las tiradas de sus libros superen con creces la media de las ediciones poéticas que ven la luz por estas latitudes. En poesía, a veces ocurre que el público lector responde con su atención cuando se dan condiciones de singularidad, y en este caso así ha sucedido. Por lo demás, habría que recordar que una editorial ocupada desde hace décadas en la construcción de la historia de la literatura española y sus procesos de canonización, Cátedra (con su colección Letras Hispánicas), ya prestó interés por este poeta al encargar a Jenaro Talens la edición de la antología Agujero llamado Nevermore (Selección poética 1968-1992); corría 1992 y con ese volumen la colección citada abría sus puertas a la generación novísima (de hecho, Panero fue el primer poeta nacido tras la guerra civil en reunir en dicha colección una muestra significativa de su obra publicada hasta ese momento).

Y ahora, en Visor —una editorial que desde 1979, año en que se publica Narciso en el acorde último de las flautas, uno de sus mejores libros, ha prestado una atención regular a nuestro poeta— ve la luz Poesía completa (2000-2010) (2012), volumen que es continuación de Poesía completa. 1970-2000 (2001), ambos editados al cuidado del mejor conocedor de esta escritura, Túa Blesa, un scriptor que ha demostrado su autoridad en la materia en diversos ensayos, entre ellos el fundamental Leopoldo María Panero, el último poeta (1995). A estas alturas, es una obviedad —al menos, para cualquier lector mínimamente relacionado con esta poesía— señalar el hecho de que nos encontramos con un alquimista de la palabra, un poeta que ha convertido el lenguaje en un motivo recurrente, casi obsesivo, a lo largo de su ya amplia y consolidada trayectoria literaria y ensayística, una trayectoria iniciada en 1968 con la plaquette Por el camino de Swann y que hoy continúa abierta (con más de sesenta libros en su haber, la inmensa mayoría de poesía, a los que hay que añadir algunos otros de narrativa, ensayo y unas traducciones).

Aquel acontecimiento editorial de 1992, primero, y después los análisis de algunos lectores han contribuido sin duda ninguna a la canonización de un poeta al que las solapas y contracubiertas de sus libros —y luego una crítica a menudo acrítica, reacia al rigor, amiga de la interpretación más simplona y partidaria del encasillamiento y el epíteto más espectacular— han etiquetado con frecuencia como marginal, maldito y heterodoxo, cuando la realidad parece indicar otra cosa y los editores —conscientes de que se trata de un escritor con un considerable tirón comercial— no cejan en el intento de conseguir un nuevo inédito suyo (y nuestro poeta, desde hace ya algunos años, todo hay que decirlo, no resulta muy difícil de convencer).

El volumen que aquí se reseña, Poesía completa (2000-2010) (2012), recoge, como señala el responsable de la edición, además de la escritura poética referida al período indicado en el título, un poema de 1979, “Isidoro Isou, o la gramática del subnormal”, y un libro de 1999, Abismo, dos textos que por diversas circunstancias no entraron en la recopilación de 2001. Tal como se indica en la nota a la edición, el editor se ha volcado en una labor de recuperación y limpieza de una escritura que, en sus soportes originales —manuscritos y mecanoescritos del poeta—, presentaba enormes dificultades (errores en la mecanografía y en la transcripción de citas ajenas, tomadas de memoria del español y de otras lenguas, tachaduras, evidentes faltas de ortografía, etc.); en esas circunstancias, y al calor de la consigna académica “limpia, fija y da esplendor”, parecía obligado ese trabajo de higienización que permitiera la lectura de los textos de la manera más clara posible, y ello sin excederse en el ámbito de las estrictas competencias editoriales y sin traicionar la voluntad del poeta.

Aunque con diferente intensidad y con desigual acierto crítico a lo largo de su obra, Panero, en ocasiones verborrágico, no ha dejado de construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de fuga, y ahí quizás radique alguna de las razones por la que esta poesía no ha sido institucionalmente reconocida ni distinguida con ningún premio de alcance nacional en una sociedad como la española, en la que sin embargo los premios literarios son —como recordábamos más arriba— moneda común, tratándose, sin embargo, de una poesía que es una y otra vez contestada con la respuesta de la lectura, el mejor, sin duda, de los premios posibles.

Así, a lo largo de libros como Teoría del miedo (2001), Buena nueva del desastre (2002), Danza de la muerte (2004), El hombre elefante (2005) o, entre otros, Escribir como escupir (2008) Panero ha ido desarrollando a lo largo de todos estos años un lenguaje poético entendido a la manera de un virus capaz de hacer saltar por los aires su propio sistema inmunológico, dentro pero también al margen de ese mismo lenguaje, en un territorio donde la razón, la verdad y la belleza presentan rostros anómalos, asimétricos, extraños, diferentes de los habituales, un lenguaje que supone un duro y pesado aldabonazo en las conciencias. Por añadidura, las deliberadas faltas de ortografía, la frecuente utilización de un léxico considerado habitualmente por la crítica como apoético (cuando no vulgar o, directamente, soez) y la constante recreación de ámbitos temáticos ignorados por actitudes artísticas conservadoras hacen de este poeta un ejemplo paradigmático de eso que en otros lugares he denominado estética de la otredad.   

Ajeno a todo tipo de consignas basadas en la inspiración o la revelación, Panero no ha dejado de apuntalar un lenguaje poético sobre la lectura, la confluencia de diferentes voces y registros, la intertextualidad, el esfuerzo y el trabajo permanentes, un lenguaje concebido a la manera de un barreno —la metáfora es de Joaquín Marco— dedicado a perforar el centro de la realidad y acercarse así lo más posible a ese núcleo oscuro e inquietante que revela la palabra poética, una palabra orientada hacia la pensée du dehors foucaultiana, un pensamiento en el que el sujeto que habla ya ha sido desplazado por su propio discurso y en el que la literatura se entiende como el espejo que nos devuelve una realidad insoportable. He ahí, quizás, uno de los objetivos prioritarios de este poeta, incumplido, me temo, puesto que el panorama poético español contemporáneo responde más a las leyes de la mercadotecnia que a las de la estética, continúa prestando más atención a los nombres que a las propuestas de escritura, más a los fuegos de artificio y las anécdotas protagonizadas por los personajes —las máscaras— en el siniestro circo mediático de las relaciones sociales que a los propios textos literarios, más a las listas de éxitos y los cánones que intentan construir unos suplementos literarios cada día más plegados al servicio de determinados intereses comerciales que a las vías a menudo subterráneas por las que transcurre con frecuencia la poesía, al menos cierta poesía, como es el caso de esta que aquí nos ocupa.

 

Leopoldo María Panero, Poesía completa (2000-2010), edición de Túa Blesa, Madrid, Visor, 2012.