Las oleadas migratorias han impactado el devenir histórico en el curso de los siglos, con carácter transcontinental o por movimientos de población en cada continente, como el efecto innovador que representó la penetración cultural germánica en la Europa oriental. En el curso del siglo XIX, la Irlanda de más de ocho millones de habitantes acabó –según el censo de 1961- con una población de tres millones. Este precedente no es excepcional sino un caso manifiesto de una inmigración de más del setenta por ciento en medio siglo. En este siglo XXI inicial, por el momento la inmigración ya ha alterado el mapa político de la Unión Europea y algo tiene que ver con la elección de Donald Trump. En Historia portátil del mundo (2016), Alexander Von Schönburg recuerda hasta qué punto las olas migratorias del primer milenio producen en Europa un notable mestizaje étnico en el que las cartas se barajan de nuevo: los bárbaros germanos se ponen toca y se adjudican títulos nobiliarios del antiguo Imperio Romano. Es así como surge la Europa moderna, consecuencia de la llegada de advenedizos y con el retroceso del Imperio Romano a favor de nuevos reinos y Estados, jóvenes y potentes. Actualmente, en la Europa comunitaria la obstinación en infravalorar los riesgos de una inmigración tan dilatada y creciente provino del buenismo de la socialdemocracia que, en sus zonas tangenciales con el progresismo irrealista,  tuvo acomplejado al centro derecha que a lo largo y ancho de Europea no quería ser acusado de xenofobia y racismo. La política de Estado cedió ante la política de las emociones en una Europa que envejece y desciende en natalidad. Tanto la elisión como la nostalgia de las lealtades nacionales, ¿habría avanzado al mismo ritmo sin el efecto migratorio de las últimas décadas? La relativización de las nociones de comunidad y arraigo proviene en parte de la cultura post-moderna, visiblemente hostil con la tan baqueteada identidad de las patrias y matrias, porque para el relativismo post-moderno toda identidad es sospechosa. Las élites desarraigadas y cosmopolitas han desestimado el valor de las lealtades a un paisaje, a los antepasados, a las costumbres o a vínculos que no se fundamentasen en la racionalidad ubicua, lo que deteriora -según las zonas de mayor intensidad inmigratoria- unos sistemas cohesivos ya de por si decrecientes. Es una constante histórica la necesidad periódica de un “juste milieu” en todas las expansiones o retracciones de la acción humana. En ese límite está Occidente, de una parte abierto al potencial que representa la inmigración y, por otras, desconcertado ante las consecuencias de una inmigración desordenada que genera zonas de saturación que fácilmente se configuran como guettos y provocan conflictos.

 

  Del “gap” al pánico

   Una pluralidad de pertenencias o identidades que no alcanzan a ser no ya compartidas sino complementarias distorsiona el sentido clásico de comunidad social y política. En realidad, según la demografía, el potencial cuantitativo de los impulsos migratorios aún tiene mucho trecho por delante. Difícilmente concebimos la dimensión que pueden llegar a tener las masas de inmigrantes que se agolpan en las lindes de Europa. Nuestra percepción puede ser tanto sobredimensionada como infravalorada y de ahí lo que algunos analistas consideran el “gap”  creciente entre las élites europeas y las clases con menor poder adquisitivo y menor movilidad social. Impactado en su línea de flotación, el orden post-guerra fría ensombreció con la amenaza del radicalismo islamista y, de modo si se quiere indirecto, por la gradual confusión de identidades en aquellas zonas en las que la saturación migratoria superaba el umbral de absorción. De ahí las tensiones actuales en Europa. Conviene precaverse de los dictámenes apocalípticos que facilitan nuevos despliegues de una demagogia que no aporta soluciones e incentivan los bajos instintos de las sociedades y provocan una polarización que a menudo no corresponde a la realidad sino a la una virtualidad amañada por el populismo. Eso es un riesgo para la democracia y para las libertades. La polarización tiene un “tempo” fulminante y en estos momentos su turborreactor es  la migración. Como dice Yuval Levin, estamos viviendo en una época de pánico político. Es deducible que Donald Trump tuvo muchos votos por su promesa de construir un muro para atajar la inmigración ilegal mejicana. Pero ahora, ya en la Casa Blanca sabe, si es que no  lo sabía, que esa era una promesa impracticable, aunque la verdad es que los Estados Unidos siguen afectados por el problema de cientos de miles de sin papeles.

 A principios de 2005, la crisis de los refugiados –también crisis de migración- sumaba factores complementarios: la guerra de Siria incrementó las peticiones de asilo; la mayoría de llegados eran musulmanes; los sistemas fronterizos de la Unión Europea se vieron desbordados a pesar de las previsiones. Como puerta de entrada, Italia y luego Grecia. Algunos países suspendieron temporalmente las normas fronterizas de Schengen. Las peticiones de asilo se multiplicaron por dos. Los inmigrantes querían llegar hasta Alemania o Suecia, preferentemente. Desde entonces, las estrategias de control fronterizo en el Mediterráneo tanto como la persecución de los traficantes –una industria altamente rentable- o la redistribución por cuotas, han paliado los efectos de 2005 pero con lentitud y sin suavizar el primer impacto que tuvo en Alemania. No siempre interactúan con fluidez las normas de Schengen, la Convención de 9151 y la muy posterior Convención de Dublin –de 1990 y de trazo exclusivamente europeo- como método para examen de las solicitudes de asilo. Esta Convención de Dublin ha sido criticada tanto por quienes la consideran insuficientemente protectora de los refugiados y lenta en su tramitación como por quienes –especialmente los países fronterizos, desbordados por las oleadas migratorias- la ven como excesivamente imprecisa e inoperante en su aplicación. De hecho, durante la crisis de 2015 con los refugiados sirios, países como Hungría o la República Checa decidieron su suspensión parcial. Luego vino el problema de las cuotas, todavía sin resolver.

 

Asilo y efecto llamada

  Dada la carga emocional de las pateras a punto de fundirse, las escenas de Calais o de las ruinas bélicas de Siria,  la distinción entre inmigrante económico y solicitante de refugio ha pasado muy a segundo término, con una aceleración mediática que transcurre ajena a los esfuerzos de los países miembros de la Unión Europea en busca del “juste milieu”: es decir, inmigración sí, pero por vías legales y legítimo control de fronteras. Un rasgo definitorio de la crisis migratoria ha sido y es negarse a formular y asumir que el inmigrante económico y el extranjero con petición de asilo político no son la misma cosa. Es más: incluso a la hora de definir los parámetros de una política “ad hoc” para los refugiados los instrumentos no son los más adecuados, como se constata cada día al aplicar las normas de la Convención para los Refugiados aprobada por las Naciones Unidas en 1951. En aquel momento, se trataba de solventar en la medida de lo posible la situación europea de postguerra, con grandes masas desplazadas y sin identificación. La Convención, al definir la figura del refugiado no contempló, por supuesto, unas futuras migraciones del continente africano a Europa del sur, por ejemplo, ni la llegada de la emigración turca a Alemania, ni la saturación holandesa, el multiculturalismo británico o el debilitamiento de la identidad republicana en Francia. Si en las circunstancias de 1951 ya era difícil gestionar la Convención ¿cómo no iba a ser lo aún más cuando en los límites de la Unión Europea se hacinasen gentes en solicitud de un status de refugiado que era prácticamente imposible de certificar?  ¿Se puede hablar de la crisis de asilados como una disfunción elaborada? Lo más evidente es que no ha habido una revisión semántica del concepto de asilo, lo cual se sumaba a la incertidumbre ocasionada por la previa confusión entre inmigrantes económicos y refugiados políticos. En cualquier punto de llegada de inmigrantes en las fronteras europeas, dilucidar al recién llegado con derecho a asilo es una tarea de mucha complicación. La mayoría llegan sin documentación, -en algunos casos, con  documentación falsa- lo que se añade a la falta de intérpretes dada la dimensión del flujo súbito.

  Tanto la posibilidad de acceder a los niveles de vida que la televisión da a conocer en todo el mundo como la necesidad de huir de Estados fallidos fue inicialmente acogida por políticas asistenciales humanitarias que luego, en la vida concreta, provocaron que amplios sectores de la población europea se sintieran amenazados en sus estilos de vida, en su seguridad, cohesión, oportunidades de trabajo y la incertidumbre de identidades nacionales que no han sido suplidas por sistemas de pertenencia que garanticen formas de vida en común. Aparece entonces el efecto de los vasos comunicantes, por el que el voto de la extrema izquierda acaba pasándose a la extrema derecha trucando la oportunidad de rigurosos debates sobre la inmigración y sus crisis.  Al margen del “dictum” de las élites tecnocráticas, franjas populosas de la sociedad europea comenzaron a tener miedo con la saturación migratoria y en países como Francia o Alemania está en curso un debate intelectual de altura sobre identidades y fronteras, mientras que en Estados-miembro como Hungría la reacción ha sido drástica. Es un debate intelectual cuyos manifiestos –sean razonados o panfletarios- han sido y sus “bestsellers” de larga duración especialmente dada la secuencia de atentados de Londres a Bruselas pasando por Barcelona o París. Algunas de las previsiones más sombrías parecen confirmarse. Sin el reconocimiento explícito de las consecuencias de la crisis de los refugiados y de las políticas migratorias laxas de cada vez se hará más difícil entender lo que pasa y eludir la ruptura entre las élites tecnocráticas y la gente de la calle. Es más, la puesta en cuestión de los procesos democráticos puede ser de cada vez más honda, algo más flagrante que la crisis de la política: el debilitamiento del sistema representativo.

  Con lucidez periférica, Ivan Krastev, presidente del Centro para Estrategias Liberales de Sofía, en Después de Europa (2017) ha trazado una panorámica poco convencional de la Unión Europa actual. Es improbable que la inmigración –dice- provea a Europa con una solución para su debilidad demográfica porque para el inmigrante se trata de cambiar de país para tener un trabajo y prosperar, hasta el punto de que la democracia, en un sombrío cambio cualitativo, dejaría de ser un sistema inclusivo. Krastev supone que, desde el primer impacto de la recesión global de 2008, ni la crisis de la eurozona, el Brexit o Ucrania han sido tan determinantes como la inmigración, hasta el punto de convertirse intrínsecamente en la crisis paneuropea, por excelencia, en el corazón de la indeterminación existencial de Occidente. Otros intelectuales europeos rechazan la corrección política y advierten que el inmigracionismo –la ideología “sin papeles”, Europa como culpable de todos los males ajenos- está convirtiéndose en la última utopía buenista.

   La reflexión occidental ha sido intelectualmente profunda pero los políticos o bien temer a verse acusados de xenofobia o se dedican a proponerla como solución. ¿Quiénes somos? ( 2004) del historiador Samuel Huntington habló abiertamente de desafíos a la identidad nacional estadounidense, a partir de la tesis de que, desde finales del siglo XX, el credo americano hasta entonces compartido se enfrentó al desafío de una nueva oleada de inmigrantes llegado desde Asia e Iberoamérica. En 2010, Thilo Sarrazin, miembro del Partido Social Demócrata alemán, publicó Alemania desaparece, afrontando polémicamente el espejismo de una inmigración integrada multiculturalmente.  El consenso buenista apartó a Sarrazin de los debates centrales pero, desafortunadamente, no pocas de sus advertencias han ido siendo corroboradas por la realidad, como puede comprobarse con la aparición del partido “Alternativa por Alemania”. En 2016, cuando Angela Merkel toma la arriesgada decisión de dar paso a los inmigrantes sirios que se habían ido aglomerando en la frontera húngara, Sarrazin advirtió que se daría una situación incontrolable y que la canciller -aunque alabada por el humanitarismo oficial- actuaba a contracorriente de todos los sondeos de la opinión alemana. Ilustraba el temor a la pérdida de identidad cultural al hecho de que –por ejemplo- un 25 por ciento de los bebés que nacen en Berlín son musulmanes.

  La sangrienta barbarie de los atentados del Daesh y los jihadistas en Europa ha sido un nuevo elemento para que las poblaciones europeas sientan miedo y lo identifiquen específicamente con el Islam. A inicios de 2018, theglobalist.com presentaba un informe sobre el estado de la inmigración en los países de la Unión Europea. Según proyecciones demográficas, incluso con una disminución en el número de inmigrantes, el total de musulmanes irá en aumento en los próximos años. De modo complementario, el Pew Research Center daba tres escenarios posibles: si el influjo de los inmigrantes musulmanes persiste según el alto nivel que se dio entre los años 2010 y 2016, su presencia demográfica en 2050 irá del 4.9 al 14 por ciento en la conjunto de Europa –y en Alemania, del 6.1 al 20 por ciento. Incluso en caso de bajar el influjo, para  2050 la población musulmana alcanzará el 11.2 en la zona europea. Ese incremento aún en caso de mejor influyo va a ser consecuencia de la alta tasa del fertilidad de la mujer musulmana, en una Europa con tan bajas tasas de natalidad y un progresivo envejecimiento dadas las mayores expectativas de vida. Eso significaría un total de 36 millones de musulmanes en Europa. En otro escenario, de mantener el actual nivel de influjo, en Gran Bretaña, Alemania o Francia es previsible un promedio del 2O por ciento mientras que en Suecia pudiera ser de un tercio. Los efectos de tales influjos y permanencias en el Estado de bienestar, tanto como en la percepción de inseguridad y temor serían notables.

   Tras los atentados del Daesh en Paris -2015- y Bruselas -2916- volvimos a hablar de Europa, año cero. Un año después, ocurrió el atentado en las Ramblas de Barcelona –insólitamente olvidado a causa la vorágine independentista-. El jihadismo, habiendo declarado una guerra global contra Occidente, no tendría un vínculo directo con los núcleos de inmigración musulmana en Occidente si no hubiese enrolado a inmigrantes de tercera generación, tanto para luchar en Siria, como para ejecutar masacres en grandes ciudades de Europa. La cuestión, simple, es que las sociedades abiertas no pueden defenderse como lo hicieron los sistemas totalitarios: en ese dilema moral, Occidente busca a tientas y a ciegas un “juste milieu” que algunos expertos dan por imposible. Los captados por las redes jihadistas en Europa en más de un 70 por ciento provienen de la clase media. A la espera de un Islam tolerante que no existe o teme expresarse, ¿qué otra actitud cabe que no tolerar la intolerancia?

 

La “Douce France” de Trenet

    En 1992, Hans Magnus Enzensberger había publicado un breve ensayo, La gran migración, con argumentos premonitorios sobre los conflictos que desencadena cualquier migración: “Tanto el egoísmo de grupo como la xenofobia son constantes antropológicas previas a cualquier justificación, cuya difusión universal permite pensar que fueron anteriores a cualquier otra forma social conocida”. La consecuencia era que, a pesar de todo, los tabúes y los ritos de hospitalidad ideados para aligerar esos conflictos eran mecanismos que no suprimen el estatus de forastero sino que, al contrario, lo consolidan. En Francia, el debate intelectual sobre los efectos de la inmigración ha abierto en canal presunciones ideológicas que en el pasado se habían ido convirtiendo en el consenso políticamente correcto. Con los datos de una encuesta del Instituto Montaigne en 2016, un 20 por ciento de los musulmanes en Francia, con casi un 50 por ciento entre 15 y 25 años, han adoptado “un sistema de valores claramente opuesto al de la República”. Puede hablarse, salvo excepciones, de un Islam rupturista. En aquellos ayuntamientos en los que la presencia musulmana es más densa, los alcaldes –como Xavier Lemoine, alcalde de Montferneil- hablan de una tendencia a la organización de comunidades autárquicas y contrapuestas lo que daña significativamente –por ejemplo- el aprendizaje de la lengua francesa. Esa constatación parece contribuir a las tesis del riesgo multiculturalista del que ya habló Giovanni Sartori en La sociedad multiétnica (2001) al contraponerle los valores pluralistas de una sociedad abierta. Es un grave desafío para la tolerancia porque –decía Sartori- el pluralismo está obligado a respetar la multiplicidad cultural con la que se encuentra, pero no está obligado a fabricarla porque lo contrario entramos en procesos de desintegración y de guettos. En Francia los intelectuales más opuestos a la inmigración sostienen que la vida en los barrios periféricos y en zonas rurales transcurre empapada de un gran miedo: sentirse extranjero en su propio país. En Francia los innegables efectos de una inmigración ya concretó un efecto sociológico que ha traspasado los votos del partido comunistas al Frente Nacional. Eric Zemmour tuvo una gran éxito de ventas con El suicidio francés (2014) y una observadora de la integración, Malika Sorel-Sotter, de origen magrebí, habla de “descomposición francesa”. El dilema identitario es profundo y más aún después de los ataques jihadistas de los últimos tiempos.  ¿Qué ha pasado con la “douce France” que cantaba Jacques Trenet? Es como si de repente, buena parte de los intelectuales franceses hubiesen decidido que el añejo consenso buenista –por el que la izquierda podía acusar de racismo a un centro-derecha acomplejado- derivaba de falacias voluntaristas del todo alejadas del sentir de la “banlieu” cuya capacidad de absorción de inmigrantes había sido desbordada hacia tiempo, como ocurre en otros tantos países de Occidente. La  Francia republicana que consolidaba un zócalo de laicidad y cristiandad estaba siendo prejuzgada como xenófoba y excluyente.

  Thilo Sarrazin detalla los tres criterios necesarios para actuar razonablemente cuando los inmigrantes piden entrada en un país de la Unión Europea. En primer lugar, sopesar las posibilidades del sistema de protección social. En segundo lugar, calcular que probabilidades tienen de encontrar un trabajo y desde este punto de vista las tasas de paro son muy determinantes. Y citaba el caso de Francia, con cerca de un 80 por ciento de parados de minoría étnica. Y luego, en tercer lugar, los inmigrantes se dirigen al país a donde previamente se han instalado sus familiares o conocidos. Es por tal razón que la ponderación eficaz –por ejemplo- de políticas de vivienda protegida o los ritmos del reagrupamiento familiar es fundamental para mantener los niveles de cohesión y de identidad. En el peor de los casos, una nueva crisis económica agravaría el recelo anti-inmigratorio de las clases medias bajas, con translación política súbita y de signo más que previsible según los últimos precedentes. Dada su falta de preparación profesional y en un contexto de paro o trabajo temporal, ¿cuántos inmigrantes tendrán la oportunidad de un trabajo? Esa es una gran incertidumbre que eleva el coste de las prestaciones del Estado de bienestar. Cada inmigrante incrementa ese coste, indefectiblemente, y mucho más si consideramos los índices de reagrupamiento familiar. Como todas las políticas que requiere de una concertación a la europea, tarda notablemente el proceso de diseñar para toda la Unión Europea una política común de asilo e inmigración. Avanza a un ritmo pausado  la organización de una policía europea fronteriza que complemente los esfuerzos de los países que lindan con zonas de entrada –sean terrestres o marítimas-.

   La Unión Europea, con sus letargos y sus ventajas es la heredera de una Europa refundada después de la Segunda Guerra Mundial desde principios comunes como la paz entre naciones –modulación cualitativa de la paz de Westfalia de 1648 fundamentada en los soberanías nacionales-, la libre circulación del personas y bienes, el consenso del Estado de bienestar y el crecimiento económico, entre otros. Esos son los arquitrabes de la Unión Europea que la laxitud y descoordinación de las políticas migratorias están afectando, del mismo modo que ha trastocado los sistemas políticos nacionales. Para atajar los nuevos guettos, frente a la opción equilibrada, la ideología multiculturalista puede acabar siendo una nueva religión política que contribuiría –tan negativamente- a la versión culpabilizadora de Occidente, ya más allá de la relativización de sus valores. Es la paradoja de un Occidente próspero a pesar de la crisis, en paz a pesar de los conflictos regionales y libre en su estabilidad institucional pero al que el cuarteamiento multiculturalista convierte en elemento antagónico, al que hay que hostigar, con la desafección hermética o, en sus caso extremo, con el terror. Incluso las sociedades de mayor acogida pueden ser interpretadas como obstáculo para la multiculturalidad prospere, ajena a las normas y valores que son la energía y el legado de las sociedades abiertas. En Occidente, este factor está generando un exceso de autoflagelación.