En mi opinión, las mejores anotaciones de un diario, los mejores diarios, los más sinceros, los más honestos, son aquellos en los que no pasa nada, en los que se escribe para decir que no pasa nada, en los que el café, el periódico, el super, la cajera del super, la barra del bar, la camarera apoyada en la barra del bar, un niño que cruza la calle, el encuentro con un conocido desconocido o viceversa, y vuelta otra vez a casa, en definitiva, en los que se vive, en los que late la vida real y figurada.

La vida figurada es la tercera entrega de los diarios del poeta José Carlos Cataño, y subrayo poeta porque ser poeta puede ser un accidente o una condición y en su caso no hay duda de que es esto último. Y lo es tanto en sus libros de poesía como en esta aventura diarística (Los que cruzan el mar), que no es lo mismo que aventura poética, aunque la poesía viaje con él en su equipaje. Un buen título para estos diarios en los que su autor duda con razón de la vida real, dicho con más propiedad, de que la vida sea real, o si quieren afinar más todavía, de que la vida sea sólo real, o incluso, sólo lo real.

Y entonces, nada más empezar, primera sorpresa: “Quemaría toda mi poesía.” Me paro y vuelvo a leer la frase: “Quemaría toda mi poesía.” Y pienso: no hay que fiarse nunca de los autores. Sobre todo de los autores de diarios. La mejor forma de mentir sobre uno mismo es diciendo la verdad. Y viceversa naturalmente. Lo que diga un autor sobre sus libros debe traernos siempre sin cuidado. Lo que importa, lo único que importa, es lo que escribe. Y escribir, como afirma en una de las primeras entradas el autor, es peligroso. ¿Algo tan aparentemente inocente e insubstancial peligroso? Precisamente. Siempre ha sido así.

El lector habitual de diarios, me refiero ahora a los periódicos, esos otros diarios que están en las antípodas de los diarios, sabe que lo sustancial anda siempre oculto entre líneas y nunca en los titulares, que no sirven más que para despistar.  Lo mismo pasa con los diarios de escritores.  Vayamos pues a la anécdota, vayamos a lo superfluo, vayamos a la digresión, que ahí es donde vamos a encontrar al autor.

Los diarios, los días, indefectiblemente, tarde o temprano, nos traen recuerdos de infancia y de juventud. Un viaje suele bastar para convocar el pasado, un encuentro, un sueño. No hay una teoría del diario como no hay una teoría de la novela, el diario es una práctica (diaria), un hábito, una rutina, y en el caso de los escritores, que son la inmensa mayoría, una especie de taller o de fábrica de ideas, de impresiones, de intuiciones, que el diarista anota al lado de una fecha, un poco como esas fotografías que tomamos de un paisaje que atrae nuestra mirada sin motivo aparente (aunque siempre haya motivos). Por eso los diarios se parecen tanto y a la vez tan poco unos a otros, y por eso lo que cuentan, lo que importa, lo esencial, es lo que los diferencia. Y en última instancia las diferencias siempre están en la escritura y en la vida, en la escritura de la vida. Los de José Carlos Cataño son los diarios de un canario que escribe en castellano y reside en Barcelona. Un canario que pasea su mirada desencantada por un mundo que no es el suyo, un mundo que le expulsa, que le margina, que le niega, como, tarde o temprano, acaba haciendo con todos nosotros. Un mundo, y este es el meollo del asunto, que hace tiempo que habla otro lenguaje.

“La luz de la tarde es miel, oro y nostalgia que baña las fachadas”, anota Cataño una tarde. Aunque la seriedad, la confesión, es la gran tentación de los diarios, otras tentaciones los redimen: la ironía, el humor, el no tomarse uno mismo nunca demasiado en serio, son cosas que también encontramos en La vida figurada y que agradece el lector (al menos el lector que escribe esta reseña). Porque no son las opiniones, ni los juicios, ni las ideas lo que importa en los diarios. Son los recuerdos. Y son los recuerdos porque los recuerdos suelen ser involuntarios y recordamos cosas cuya importancia en nuestra vida, suponiendo que tengan alguna, casi siempre se nos escapa. Y porque sospechamos también que las personas que aparecen en esos recuerdos no los recuerdan igual, o no los recuerdan en absoluto. Menudo chasco. Para el diarista, que no está muy seguro de su existencia, escribir un diario es una forma, la única seguramente, de levantar acta de su vida: “Puesto que ni veo ni vivo, escribo.”

El diario es un género como cualquier otro, y los géneros hoy se caracterizan por carecer de reglas, por transgredir las reglas, por saltárselas a la torera. El diario particularmente las transgrede todas: es y no es ficción, ensayo, poesía; es y no es sincero, honesto, verídico; es y no es objetivo, subjetivo; es y no es diario, memoria, olvido. El diario son las páginas que escribe el escritor cuando no tiene nada que escribir, y que muchas, muchísimas veces, acaba siendo lo mejor de su obra, lo único que la posteridad salva. Escribir sin finalidad, sin argumento, sin motivo, sin preocupaciones por el estilo, es una prueba que sólo superan los mejores.

Cataño desconfía con razón de teorías. Todas las teorías han acabado arrumbadas por otras teorías a las que les espera idéntico futuro. El argumento del diario podría resumirse en esta genial frase suya: “En mañanas como esta la vida merece la pena. Ya veremos cómo cae la tarde.” Y a continuación el diarista se pregunta: ¿lo que escribo es lo que vivo? Porque al escribirlo, una cena en un restaurante, una lectura de poesía, los rasgos tártaros de una mujer, el diarista es consciente de que todo pasa a otra dimensión, a una dimensión ignota, a la dimensión de la escritura. Toda la teoría del diario se reduce pues a: “escribir cada dos o tres días sobre lo que uno observa, lee y piensa para no dar reposo ni a la memoria ni a lo que va aprendiendo.” El diarista ve pasar la vida y la anota, vida que es, por definición, vida cotidiana, algo que Cataño logra transmitir muy bien. Pasear por la ciudad, entrar en alguna librería, comprar algo para la cena, observar a los viandantes, tropezarse otra vez con algún conocido desconocido o viceversa, leer el periódico, escribir un poema, o un prólogo (para este diario), sentarse en una cafetería, recomponer una lámpara, en todo esto consiste la vida. Una vida apasionante como le dice un vecino pensando en otra cosa, en otra vida, pero así es efectivamente, pues no hay nada más apasionante que levantarse todas las mañanas.

Hay muchas nubes y muchos pájaros en estos diarios. Mucho cielo por tanto, mucha soledad. Cuando estamos solos los ojos se nos vuelven al cielo. “Tengo tiempo para esto”, anota el diarista. Y hay entradas también que son como poemas, que son poemas: “El calor. El resplandor. Apenas hay brisa. La jacaranda de aquí al lado ya es lila. No hay rumbo en mi vida. Ni conclusiones.”  En otro lugar: “En la colina de enfrente se cimbreaban los eucaliptos. Me llegaba su aroma oscuro. La noche estaba cuajada de estrellas y de corrientes invisibles. Ya no llovería.” En otro: “En este momento, en las ya desconocidas tierras de la infancia, se están moliendo las amapolas.” No es indiferencia ante lo que sucede a su alrededor, no es resignación, pero tampoco le indigna ya nada, tampoco le subleva tanta mediocridad, tanta infamia, tanto insulto a la inteligencia. El diarista toma nota de todo esto, salda algunas cuentas pendientes, se desahoga, se confiesa, escribe… ¿qué otra cosa puede hacer? “No es vivir lo que cansa, es el dolor.” Y se despide. Con él que no cuenten. Continuará.- MANUEL ARRANZ.

 

 

José Carlos Cataño, La vida figurada, Sevilla, Renacimiento, 2017.