Apenas dos años después de que apareciese en las librerías La isla, la obra maestra del escritor triestino Giani Stuparich (Trieste 1891-1961), aparece, en la misma colección, de los ya célebres Paisajes narrados de ediciones Minúscula, otra pieza, menos redonda quizás, pero que nos devuelve, por momentos, toda la magia, no sólo de la literatura, lo que ya sería mucho decir, sino, más aún, de la vida propia, magistralmente sugerida en sus apenas cien páginas.

 

Si La isla era el relato circular y completo de una vida, a través de la relación paterno-filial, en esta nueva entrega el marco temporal es, en principio, un único año escolar, el tiempo que transcurre linealmente del final de un verano al siguiente, pero de un año trascendental para cada uno de los protagonistas. El año terminal, el último de los del bachillerato, aquel en que se perfilan los grandes amores y los claroscuros horizontes vitales.

 

En la clase del instituto habsbúrgico (pleno de latines, griegos y de un espíritu que juega conscientemente a distanciarse de la insoportable levedad de lo real), un grupo de bachilleres italianos ve transformada su peripecia vital por la irrupción inesperada de una condiscípula mujer: Edda Marty. Al desconcierto general por el mero hecho de que una joven esté dispuesta a concurrir y competir con ellos en el ámbito académico – se trata de una de aquellas pioneras –, hay que sumarle el espíritu particular, mucho más libre y vivo que el de los barones, de la protagonista femenina del relato de Stuparich. Nórdica, abierta, tan inalcanzable como sensual, Edda Marty consigue enamorar a media escuela, profesores incluidos, despertando en su entorno todas las fuerzas, constructivas o destructivas, de sus inexpertos colegas. Ante la aparición inusitada del genio femenino, el grupo deja de comportarse como tal y despuntan, como voluntarios garantes de la especie, una larga serie de individuos a cual más perdido.

 

Surge la elección (la del brillante Antero) y el enamoramiento. “Esta vez se miraron. Las pupilas de ella eran de una luminosidad solar, y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante  tuvo la sensación de que quizás habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y lo miró como si implorase la muerte. Edda Marty parpadeó como para alejar de sí aquella mirada, y con unos ojos más dulces, en que refulgían bellas briznas de oro, y con la voz un poco silbante, ruborizándose, lo invitó a dar un paseo” (pp. 18-19). En la obra, el divino despertar es descrito con toda la sutileza, la precisión y la viveza que sólo los grandes han sabido imprimir en sus narraciones, pero también infestado con el germen de dolorosa mortalidad que implica y que tiñe cada  una de las palabras citadas. Ante el deseo sexual que invade a los amantes, se asoma, quizás por última vez en sus vidas, la aspiración a la pureza: “Ahora se veían incluso algunos domingos. Mañana caminaremos, se decían, con un tono como si en aquel caminaremos hubiese la prohibición de besarse. Sabían que era necesario un descanso, una pausa en su extenuante deseo; y, en efecto, al día siguiente se ponían a caminar, esforzándose en volver al espontáneo proceder y a las conversaciones de cuando eran simplemente dos compañeros de instituto en buena armonía que paseaban alegremente juntos; pero una ocasión que les ofreciera el taimado camino, una palabra dicha con pasión, a veces un simple cruce de miradas, lo sumía de nuevo en ansia amorosa; y entonces los besos tenían un dulce sabor a ira y a sangre” (p. 46). Nótese la bellísima aparición del subjuntivo de ese “ofreciera”, introduciendo el terreno pantanoso de la inseguridad de los propósitos de la voluntad, al comienzo de la enumeración de los desencadenantes del deseo. Surge al fin el desamor y la imposibilidad erótica. Aparecen la desesperación, la huida y hasta el suicidio (esa sombra que rondó de por vida y fatalmente a Stuparich). El autor se quejó siempre de la imposibilidad de crear en su ciudad una identidad cultural duradera: la razón era la fuga constante de los mejores, a través de la vida (la emigración, la ambición capitalina o extranjera, las circunstancias) y de la muerte (la guerra y el suicidio). Al final del último año escolar, algunos se marchan a estudiar a otras cuidades (Viena, Roma…), otros en cambio vuelven a su tierra natal, los menos ni siquiera han llegado al final, la muerte les ha atrapado con sus garras y con sus uñas de mujer. De todo ese rosario de misterios, gozosos y dolorosos, está compuesta esta narración. Estilísticamente perfecta, en tanto que se mimetiza con el estado mental de la primera juventud que rompe la adolescencia. Y literariamente sublime, en la medida en que lo hace con el sello indispensable de la claridad y de la distancia.- ÁLVARO DE LA RICA

 

 

 

 

Giani Stuparich, Un año de escuela en Trieste, traducción de Francesc Miravitlles, Barcelona, Minúscula, 2010.