La primera vez que leí el Ulises fue exactamente hace medio siglo, cuando tenía 17 años. No recuerdo bien las circunstancias, solo la huella que dejó en mí la lectura. La traducción, la primera y entonces única que había en español, era de José Salas Subirat y la había publicado la editorial Rueda en Buenos Aires en 1945. La segunda traducción, a cargo de José María Valverde, la editó Lumen en 1976 y fue un acontecimiento en nuestro entorno cultural. Habían transcurrido 54 años desde que vio la luz la edición de Rueda cuando apareció la tercera traducción, realizada por María Luisa Venegas y Francisco García Tortosa. Fue publicada por Cátedra en 1999. En 2015 salieron dos nuevas traducciones, ambas en Argentina, una de Marcelo Zabaloy, en Cuenco de Plata, y otra de Rolando Costa Picazo, en Edhasa. Aquella temprana lectura del Ulises me afectó como no lo haría después ningún otro libro. Andando el tiempo, he conocido en persona y en la página a mucha gente obsesionada por la obra de Joyce; el caso más notorio, entre los escritores, tal vez sea el de Anthony Burgess, que le dedicó cinco libros, incluida una versión abreviada de Finnegans Wake, pero lo más llamativo y extraño es que muchos de los que se acercan a la novela como si fuera un talismán no tienen nada que ver con el mundo de la literatura. No es fácil explicar en qué consiste el magnetismo que ejerce sobre tantos algo que a fin de cuentas no es más que un libro. Lo cierto es que un aura de misterio y de prestigio envolvió a la novela de Joyce antes incluso de su publicación, cuando solo habían aparecido fragmentos sueltos en revistas. La historia es conocida y no es necesario repetirla aquí. Escritores de la talla de T. S. Eliot y Ezra Pound afirmaron que la aparición del Ulises era el suceso más importante que había acaecido en el mundo de las letras en todo el siglo XX. Tenían razón. La novela marca un antes y un después en la historia de la literatura. Lo que hizo el Ulises hace ahora cien años fue cambiar para siempre las leyes que rigen el arte de escribir ficción. Como sucede con las revoluciones científicas, el cambio de paradigma afecta a todos por igual, se sea capaz o no de comprender el alcance de la nueva aportación. Joyce lleva su exploración de las posibilidades de la narrativa al límite, poniendo en juego en cada uno de los 18 capítulos en que se segmenta la novela una técnica y un mecanismo diferentes, aunque ello no resulta fácil de detectar en una primera aproximación, ni probablemente en varias.

El Ulises me ha acompañado siempre y lo que quisiera hacer aquí es desentrañar algunas de las claves que explican la influencia que ha ejercido y sigue ejerciendo el libro dentro y fuera de la literatura, siguiendo la experiencia personal de mis acercamientos al texto. Lo primero que hay que señalar es la inmensa dificultad que entraña su lectura, lo cual ha dado lugar a dos paradojas que no se dan con ninguna otra obra literaria. La primera es, parafraseando a Borges, que el Ulises no se puede leer, solo analizar. En un ensayo publicado el pasado 13 de enero, aniversario de la muerte del escritor,  la narradora irlandesa Anne Enright, profesora del University College de Dublín, donde estudió Joyce, formula de manera expresiva la misma idea:  “Jamás he conseguido terminar el Ulises aunque mis ojos han visto todas las palabras que contiene”, escribió. La segunda paradoja nos lleva fuera de los confines de lo literario. Ninguna otra obra en la historia de la literatura universal ha despertado entre gente que no lee una fascinación como la que ejerce el Ulises. La prueba más palpable es lo que sucede cada 16 de junio, no solo en Dublín, donde transcurre la acción de la novela en esa fecha, sino en numerosas ciudades de todo el mundo. Nadie, en ningún lugar del planeta, se lanza a la calle como lo hacen en masa los dublineses cada Bloomsday, disfrazados de personajes de una novela que ni siquiera se han tomado la molestia de leer. Esto es algo que pude comprobar por mí mismo cuando acudí a Dublín con los Caballeros de la Orden del Finnegans, cuya historia contaré más adelante.

La segunda vez que leí el Ulises lo hice en inglés. Tardé años en completar el recorrido, dejando deliberadamente largos intervalos de tiempo entre lectura y lectura. A partir de entonces, salvo incursiones esporádicas, mi única cita fija con el libro era cuando llegaba Bloomsday. En 1999 apareció la tercera traducción de la novela al español y Revista de Libros me propuso hacer un estudio comparativo de las tres versiones del Ulises entonces existentes en nuestro idioma. Dije que no, intimidado por la enormidad de la tarea, pero cuando al cabo de un año me volvieron a llamar, diciéndome que tras haber consultado con mucha gente no habían encontrado a nadie dispuesto a hacer aquel trabajo comprendí que tenía la obligación moral de aceptar. A lo largo de un año, efectué una serie de calas en profundidad, cotejando extensos fragmentos de las tres ediciones. Cuando terminé, escribí un artículo titulado “El íncubo de lo imposible” que obtuvo el Premio Bartolomé March al mejor ensayo crítico del año. Entre los miembros del jurado figuraban Guillermo Cabrera Infante, Eduardo Mendoza, Fernando Savater, Luis Goytisolo y Félix de Azúa.

Durante años seguí volviendo al texto de manera periódica. Me acordaba de lo que hacía Faulkner con el Quijote: todos los años lo volvía a leer para ver cómo había cambiado él. Entretanto, Bloomsday iba adquiriendo un valor simbólico cada vez mayor para mí. En Nueva York la fecha se conmemora con lecturas dramatizadas que tienen lugar en diversos lugares de la ciudad, el más conocido de ellos Symphony Space, en Broadway. Un importante lugar de rituales joyceanos era la sede de la Finnegans Wake Society of New York que durante años se reunió en el número 57 ½ de la calle Spring, en el SoHo. Las sesiones duraban un par de horas durante las cuales daba tiempo a analizar unos 10 renglones. Lo que más me fascinaba de aquellos encuentros era que quienes tomaban parte en ellos era gente de todas las extracciones sociales. Un día llegó un chico que trabajaba en una panadería. Iba con las ropas de faena recubiertas de harina y su ejemplar del libro en la cesta de la bicicleta, donde llevaba las barras de pan que tenía que repartir.

En 2006 se publicó Llámame Brooklyn, mi primera novela, en la que hay un momento en que un personaje recita borracho frases del Ulises. No sé si hay relación de causa a efecto, pero el Bloomsday de aquel año lo celebré en  Dublín, ciudad que visitaba por primera vez. Mi editor quiso acompañarme y al año siguiente volvimos a ir. A principios de 2008 le puse un correo electrónico a Enrique Vila-Matas preguntándole si le parecía muy descabellada la idea de fundar una Orden de Caballeros Escritores que peregrinarían cada año a Dublín por Bloomsday. Se sumó inmediatamente a la propuesta y el 16 de junio de aquel año tomó parte en la ceremonia de fundación de la Orden del Finnegans en lo alto de la Torre Martello, donde empieza el Ulises. Con nosotros se encontraban Antonio Soler y mi editor, Malcolm Otero. En años sucesivos fueron armados caballeros en la torre Jordi Soler, José Antonio Garriga Vela, Marcos Giralt y el mexicano Emiliano Monge. Publicamos dos libros colectivos. El primero, La Orden del Finnegans, lo publicó Alfabia en 2010. La portada es la conocida foto en la que se ve a Marilyn Monroe en bañador leyendo un Ulises abierto casi por el final, es decir, en pleno monólogo de Molly Bloom. El segundo volumen lo editó Alfaguara en 2013 y tiene un título de sintaxis descabalada a modo de homenaje a Joyce: Lo desorden. En él cada uno de los caballeros rememora su infancia. La portada es una foto relativamente poco conocida en la que un Joyce risueño sostiene en alto a un niño de dos años, su nieto Stephen. Conviene aclarar que la Orden del Finnegans no debe su nombre a la obra final de Joyce sino al del pub de Dalkey donde poníamos fin a nuestro periplo por Dublín, yendo a pie hasta allí desde la Torre Martello.

Los Bloomsdays que vivimos estuvieron plagados de anécdotas que darían para llenar un volumen de crónicas delirantes. En una de nuestras visitas, cuando bajábamos del estrado instalado en Meeting Square donde, como hacíamos cada año, habíamos leído en español el final del capítulo 6, que culmina con el grito de guerra de la Orden (¡Qué grandes estamos esta mañana!), se nos acercó un periodista del Irish Times y nos dijo que después de recorrer todos los lugares de Dublín donde tenían lugar las celebraciones no había encontrado a una sola persona que hubiera leído el libro hasta que dio con nosotros. Al día siguiente, entre las noticias que aparecían en la primera página del Times figuraba una crónica en la que el autor informaba que los únicos lectores del libro que había encontrado a lo largo de la jornada era un indescriptible grupo de escritores españoles. El público acabó por conocernos y nos recibió con regocijo cada vez que acudimos. Al cabo de varios años, la Orden empezó a perder fuelle poco a poco. A los dos últimos encuentros apenas acudió ningún caballero. La última vez que nos reunimos en Dublín fue en 2013. Maltrechos y desmoralizados, tres caballeros de la Orden ascendimos los peldaños del estrado donde tenían lugar las lecturas colectivas, erigido esta vez en Stephens Green. En la que sería nuestra última intervención nos despedimos al grito de Gibraltar irlandés, entre los vítores de cientos de asistentes exaltados. Fue nuestro homenaje particular a Molly Bloom, que Joyce quiso que naciera en una colonia inglesa, como lo era también toda Irlanda cuando se publicó el libro.

La Orden del Finnegans desapareció, pero tuvo consecuencias espléndidas para la literatura. Nuestras visitas a Dublín cristalizaron en magníficas novelas escritas por los caballeros. La primera fue Dublinesca (2010), en la que Vila-Matas da un giro insólito al sentido general de su obra. El protagonista, un editor, acude con sus amigos a celebrar Bloomsday y lamentar la  muerte de la literatura. La influencia de la Orden y sus enloquecidos Bloomsdays tuvo un impacto formidable en la imaginación de Antonio Soler, que se materializó en lo que la crítica considera la mejor novela de su dilatada trayectoria, Sur (2018). Galardonada con importantes premios, la narración, poblada por doscientos personajes, es el retrato de un día en la vida de una ciudad, Málaga. Las horas muertas (2021), título de la obra más reciente de José Antonio Garriga Vela, es una excelente novela en la que aparecen todos los lugares de Dublín donde tenían lugar las correrías de la Orden del Finnegans. La portada es un foto histórica en la que aparecen tres enterradores del Cementerio de Glasnevin, escenario del capítulo 6 (“Hades”), palas en ristre.

 No se puede hablar del Ulises sin tener en cuenta la prolongación del texto que es Finnegans Wake. Las dos obras forman parte de un corpus narrativo indivisible, conforme a la idea de Joyce de que todo escritor alberga en sí una sola novela. El Retrato del artista adolescente es su primera manifestación, mientras que en el Ulises, que corresponde al momento de madurez de un organismo vivo único, hay muchos momentos en los que los despliegues de la prosa apuntan a lo será después Finnegans Wake. Diálogo, monólogo y narración se ramifican en mil afluentes en “Proteo” (capítulo 3), donde resulta extraordinariamente difícil seguir los pensamientos de Stephen Dedalus. En “Lestrigones” (capítulo 8), las asociaciones mentales de Leopold Bloom tienden una compleja red de capilares íntimamente relacionados entre sí. En “Las rocas errantes” (capítulo 10) la novela no deja un solo espacio de la ciudad de Dublín sin recorrer, haciendo que se entrecrucen de manera delirante las trayectorias de una infinidad de personajes. En “Las sirenas” (capítulo 11), la prosa se desarbola en una suerte de sinfonía verbal interrumpida por continuas disonancias en las que se mezcla una multitud de voces, muchas de las cuales hemos oído ya. En “Circe” (capítulo 15), el episodio que pone punto final a la segunda parte del Ulises (“Andanzas de Odiseo”), la novela se fagocita a sí misma, recurriendo a una prosa alucinada que mezcla acciones e imágenes mentales proyectadas por la imaginación de personajes que regresan a episodios anteriores de la novela. Y en “Penélope” (capítulo 18), el apoteósico episodio final, dividido en ocho larguísimos monólogos sin puntuación, Molly Bloom arrastra en sus ensoñaciones el peso de toda la novela, que se disuelve en una cadencia sucesiva de repeticiones del vocablo Sí, el último de los cuales engulle el universo. Después de eso, ¿cómo seguir escribiendo?

 La respuesta está en Finnegans Wake, el libro de la noche, secuela y prolongación del libro del día que es Ulises. Joyce le dedicó 17 años de su vida, logrando completarlo apenas dos antes de morir. Comprendiendo que si quería adentrarme en el reducto más recóndito de la imaginación de Joyce tendría que asomarme a tan impenetrable texto, decidí traducir (la manera más profunda de leer) el capítulo titulado “Anna Livia Plurabelle”, el más asequible formal y emocionalmente. Mis lecturas del Ulises son inseparables de mis aproximaciones al texto final de Joyce. Generosamente, Enrique Vila-Matas me ofreció su blog para que colgara en él las distintas entregas, que fui enviando de manera esporádica. En Bloomsday de 2014 aparecía en la página web de Vila-Matas la décimo-segunda. Mientras traducía segmentos de Anna Livia Plurabelle emprendí la tercera lectura del Ulises, que realicé a fondo a fin de preparar mi participación en unas jornadas dedicadas a la novela que tendrían lugar en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires en julio de 2015. Resumí mis conclusiones en el texto de una conferencia que dicté en otra Biblioteca Nacional, la de Madrid, a la que puse título “Todos somos Leopold Bloom”. Di la conferencia a principios de junio. Unos días después viajé solo a Dublín. Desde allí envié la décimo-novena entrega de “Anna Livia Plurabelle” que Enrique colgó en Bloomsday. En julio viajé a Uruguay y Argentina. En Montevideo presenté mi segunda novela, Siempre supe que volvería a verte, Aurora Lee, e impartí un taller de escritura. El propósito de las jornadas que iban a tener lugar en Buenos Aires era celebrar el 70 aniversario de la publicación de la traducción de Salas Subirat por Rueda y la aparición de la cuarta versión del Ulises al castellano, realizada por Marcelo Zabaloy y publicada por Cuenco de Plata. Estando en Montevideo recibí un correo del director de la editorial, Edgardo Russo, en el que me decía que tenía que hacerme una propuesta y me pedía que me reuniera con él y con Zabaloy en la sede de Cuenco de Plata en cuanto llegara a Buenos Aires. Russo había colaborado activamente en la traducción del Ulises con Zabaloy, quien unos meses antes se había puesto en contacto conmigo anunciándome que Cuenco de Plata publicaría su traducción de Finnegans Wake en junio de 2016. Russo no me dio detalles de lo que me quería proponer, pero decía que no se atrevería a importunarme si no se tratara de un asunto importante. Contesté diciendo que tendría mucho gusto en reunirme con ellos. La víspera de mi partida de Montevideo le escribí pidiéndole que me enviara los detalles de la cita. Por la noche no había recibido respuesta de Russo, cosa que me extrañó y le escribí un segundo email, al que tampoco contestó. Al día siguiente por la mañana, momentos antes de salir del hotel, envié un tercer correo, diciendo a qué hora llegaba mi buquebús. Aunque al parecer no tiene la misma magia que antaño, cuando era posible salir a cubierta, el viaje en barco entre Montevideo y Buenos Aires por el Río de la Plata sigue siendo una experiencia mágica, realzada aquella mañana por una niebla que acentuaba el misterio del trayecto. A bordo no había libre acceso a internet, de modo que poco después de zarpar adquirí una clave temporal. Nada más activarla me llegó un correo de Marcelo Zabaloy que decía escuetamente: “Estimado Eduardo Lago, lamento comunicarle Edgardo Russo falleció repentinamente en su despacho anoche. No soy capaz de decir nada más”. Pensé que nunca sabría qué era lo que me quería proponer, cosa que confirmé esa misma tarde cuando me vi en un café de Palermo-Soho con Zabaloy, a quien Russo tampoco le había explicado el motivo de la reunión, tan solo que guardaba relación con Finnegans Wake. Con nosotros se encontraba el organizador de las jornadas sobre Joyce, quien tomó la decisión de dedicárselas a Russo. Al final del encuentro Zabaloy puso un empeño extraordinario en que fuera a cenar a casa de su hijo al día siguiente. Cuando llegué me llevó directamente a un despacho, donde había un ordenador encendido con el texto de la traducción francesa de Finnegans Wake y el manuscrito de la versión castellana que había hecho él mismo, abierto por la primera página, junto a un ejemplar del original inglés desvencijado. Encima de la mesa había lápices, bolígrafos y rotuladores de varios colores. Sin preámbulos, Zabaloy empezó a hacerme preguntas acerca de la posible traducción de ciertos pasajes y vocablos, empezando por el que inaugura el texto, riverrun. Fue una noche dadaísta, que me hizo pensar en los misterios de la traducción.

 El encuentro en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires fue grato, con gente amable y erudita, aunque se planteó como un partido de fútbol entre España y Argentina, cuyas selecciones estaban de momento empatadas a dos traducciones. Ese mismo año, unos meses después de concluidas las jornadas, Edhasa publicó una quinta traducción del Ulises al castellano, realizada por el académico argentino Rolando Costa Picazo, que no he tenido ocasión de examinar. Las jornadas sobre el Ulises me hicieron pensar que no tenía sentido traducir el libro a ninguna variedad regional del español, sino que habría que encontrar una fórmula que permitiera dar con una versión panhispánica del texto. Colgué la penúltima entrega de mi traducción de Anna Livia Plurabelle unos días antes de mi viaje a la isla de Selkirk, en vísperas de Navidad. La entrega final la envié en febrero del año siguiente desde Bogotá, donde el Instituto Caro y Cuervo me había invitado a dar la lección inaugural del curso en la cátedra Andrés Bello, que querían que versara sobre el Ulises. En la charla expuse la idea de una traducción pan-hispánica del texto, que habría que dividir en tantos segmentos como países donde se habla español, en cada uno de los cuales se encargaría de la traducción un equipo de tres personas, preferiblemente jóvenes, que verterían el segmento que les correspondiera a la variedad de español hablada en su país de origen. La dirección del Caro y Cuervo recibió bien la idea, pero el proyecto jamás se materializó. Lo que quedaba de la Orden celebró Bloomsday por última vez en 2019, en Cádiz, gracias a la generosidad de la Fundación Carlos Edmundo de Ory. La Torre Martello se encarnó en la de Tavira. Los jardines de Varela fueron nuestro Glasnevin particular. Allí celebramos el ritual del pub de los enterradores, dándonos sepultura a nosotros mismos. La Orden dejó de existir para siempre aquel día.

  Tras un hiato de seis años, la proximidad del centenario del Ulises me llevó a leer el libro por cuarta vez. Lo hice de un tirón, sin consultar notas y tardé dos semanas. Mientras leía, procuraba ponerme en el lugar de alguien que se acercara al libro por primera vez como lo había hecho yo en la adolescencia, tal vez una chica muy joven, se me ocurrió pensar, no sabría decir por qué. Vi muchas cosas que se me habían escapado en las lecturas anteriores y me reafirmé en la idea de que aunque en realidad el Ulises no se puede traducir, es necesario hacerlo (la es de Ortega, que se refirió a la traducción como “el íncubo de lo imposible”). Uno de los ensayos más interesantes que he leído últimamente sobre la novela es de su traductor al chino, Jin Di. Es importante señalar que incluso una traducción imperfecta permite vislumbrar la grandeza del original. En cuanto a su vigencia, el Ulises es un texto eminentemente vivo, que sigue siendo completamente imprescindible y cuya lectura es necesaria, si se quiere tener una idea de hacia dónde puede ir la literatura del futuro. Nos encontramos donde estamos gracias a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Flaubert, a Kafka, a Proust, a Woolf, por decir apresuradamente algunos nombres esenciales. Joyce es la culminación de esa trayectoria. Que saque a colación una lista así no quiere decir que haya que reverenciar el canon; se puede y se deber reventar, pero hay que tener claro lo que significa, porque ha dado forma a lo que somos. Lo que entendemos por novela nace con el Quijote y muere con el Ulises. Es a partir de Finnegans Wake como se configura la posliteratura, entendida como una pulsión de constelaciones que mira hacia el futuro y cuyas coordenadas son incognoscibles. El Ulises queda fuera de esos cálculos porque ha superado la prueba del tiempo y es mucho lo que se puede aprender leyéndolo, en especial si se es joven.

No acababa de entender a qué venía mi idea de imaginarme cómo se acercaría al texto una lectora que fuera muy joven cuando me tropecé con uno de los artículos más inteligentes y refrescantes publicados con motivo del centenario del Ulises escrito precisamente por alguien así: la norteamericana de origen turco Merve Emre, que enseña en Oxford. El artículo, aparecido en The New Yorker, se acerca a la novela ignorando los clichés de la corrección política, como la inadecuación de que sea un hombre quien dé voz a la serie de síes que puntúan el orgasmo de Molly Bloom en su largo monólogo final. Para comprobar la grandeza del logro de Joyce, viene a decir el artículo, basta con asomarse al texto. La novela de Joyce es una fuente inagotable de sorpresas. Hasta mi última lectura no había reparado (ni lo he visto señalado por nadie) en un momento que no puede resultar más sorprendente hoy, cuando en el capítulo 15 (“Circe”) Bloom es sometido a juicio, acusado de conducta sexual impropia por un grupo de mujeres al grito literal de Me Too!! Me Too!!

La dificultad del texto explica que se tarde en reparar en aspectos ocultos de su configuración, como el quiasmo simbólico que establece Joyce entre el momento en que se masturba Bloom y cuando lo hace su mujer. El primero es uno de los clímax más comentados de la novela, el otro está escondido entre los pliegues de la prosa, y no es inmediatamente perceptible. Lo contextualizo. El motivo central del Ulises es el adulterio de Molly Bloom, episodio que su marido vive por adelantado y después de consumado nunca está lejos de sus pensamientos. El encuentro de Molly con su amante tiene lugar fuera de la página, mientras Leopold Bloom está en el bar del Hotel Ormond, en el capítulo 11 (“Las sirenas”), escribiendo una carta erótica a una mujer con la que jamás ha tenido ni tendrá contacto físico. Dos capítulos después, en el 13 (“Nausicaa”), una atractiva dublinesa de 19 años, Gerty MacDowell, consciente de que Bloom la está observando detrás de unas rocas en la playa de Sandymount, se inclina exageradamente a fin de que su admirador pueda deleitarse en la contemplación de sus muslos y la delicada ropa interior que cubre su entrepierna. Bloom no puede evitar masturbarse. En lo que jamás había reparado es en que eso es también lo que está haciendo Molly al final de su capítulo, mientras su marido yace a su lado, tumbado en dirección contraria a la de ella, con los pies en la almohada, como tiene por costumbre. (Con respecto a esto, conviene tener presente que desde que murió su hijo Rudy a los pocos días de nacer, diez años atrás, Bloom y su mujer no han vuelto a tener relaciones sexuales.) Cuando al final de su agotadora jornada Bloom por fin regresa a Ítaca y trepa subrepticiamente al lecho matrimonial, lo primero que hace es separar las nalgas de su mujer y besarlas con fruición, momento en el que Joyce se demora con delectación. A partir de ahí se desencadena el tren de imágenes y síes que trazan un mapa del alma de Molly Bloom y de sus deseos y recuerdos más íntimos por medio de un portentoso despliegue de acrobacias verbales, acrobacias que en ningún momento son huecas ni vacías, sino que se apoyan en un dominio de la prosa cuyos rasgos dominantes son la fuerza de la poesía y la profundidad del pensamiento. No es fácil, justo es reconocerlo, adentrarse en un libro así. Sin duda, es necesario tener el apoyo de guías informadas si se quieren captar todos los matices de esta novela inagotable. Las referencias y alusiones son infinitas. Hacerlo con muletas, consultando a cada instante lo que dicen las guías, es una de las dos maneras de transitar por el texto, pero no es la más divertida. La otra es lanzar al aire las muletas y dejarse llevar por la fuerza de la prosa, resignándose a no entenderlo todo. Si se decide a hacerlo así, la lectora o el lector de a pie se verán recompensados, aunque encallen en más de una ocasión.