«PARA mí, la poesía es un vaso comunicante con todo el resto de la vida, cualquier parte de ésta puede dar entrada al poema», afirmó Tomás Segovia en 2005, al poco de recibir el premio Juan Rulfo. Después, añadió: «yo no pertenezco ni a un país ni a otro, ni a ningún grupo, generación, corriente literaria ni nada parecido. Nunca me he arraigado ni a un país, ni a una época ni a un matrimonio». En la primera declaración, el poeta expresa una posición coincidente con los poetas españoles de su generación en la medida en que la experiencia vital es inseparable con su opción poética. En la segunda, sin embargo, se aleja de cualquier categorización generacional, estético-literaria o grupal, incluso renuncia a una identidad nacional, territorial. 


Segovia y la segunda generación del exilio

Tomás Segovia, que comienza a ser considerado poeta de primer orden en la España de los ochenta, cuando la mítica colección Ocnos, dirigida por Joaquín Marco y con un consejo editorial con nombres como Pere Gimferrer, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y Manuel Vázquez Montalbán, publicó la espléndida antología Luz de aquí1, ha tenido, a lo largo de su trayectoria, el hándicap de haber crecido y madurado poéticamente en un contexto especialmente difícil para consolidarse en el universo literario español: formar parte de la segunda generación del exilio. Es decir, haber sido «niño de la guerra» en un escenario alejado de las consecuencias inmediatas de la posguerra y haber vivido en la adolescencia y en la juventud, períodos esenciales en la conformación de una conciencia cultural, sometido a corrientes, gustos y tradiciones muy diferentes a las que se vivían en la España franquista. No podemos obviar que, nacido en 1927 (en Valencia), cuando se produce la rebelión militar que da lugar a la Guerra Civil tiene nueve años y doce en el momento en que su familia inicia el exilio.

Carlos Piera, en el texto introductorio a la antología En los ojos del día2, destaca como factor esencial para entender la obra de Tomás Segovia la continuidad con el ambiente cultural de la República que vivió el colectivo de escritores trasterrados, especialmente los que se refugiaron en México. Frente a la situación que vivían, hacia 1950 (cuando comenzó a publicar Segovia), los jóvenes poetas españoles residentes en la península, obligados a reconstruir la memoria poética destruida por la dictadura, «la situación en el exilio mexicano es en cierto modo la contraria: la de una ciudad ideal donde la única prenda de ciudadanía está en el lenguaje recibido, que, lejos de distanciarse de su historia, intenta conservarla íntegra en su interior, para sustentar precisamente una verdadera ciudad». En esa continuidad histórica juega un papel crucial la Institución Libre de Enseñanza, cuyos criterios pedagógicos siguen impregnando la vida cultural de los exiliados y, sobre todo, inspiran los programas educativos de los colegios a los que llevan a sus hijos (Tomás Segovia era uno de ellos) quienes acabaron fijando residencia en México. No olvidemos que editores, poetas, periodistas, profesores, filósofos que se habían formado en el espíritu institucionista y en el clima de libertad propiciado por la República continuaron desarrollando sus actividades en el país centroamericano, algo que en España ni remotamente era imaginable, más bien todo lo contrario.

Es evidente que Tomás Segovia, tal y como él se «autositúa» en las declaraciones que transcribimos al principio, no formó parte de ningún grupo poético salvo que así queramos definir al conjunto de poetas, con los que compartió ambiente y formación en sus años de juventud, pertenecientes, cronológicamente, a lo que algunos especialistas han denominado «segunda generación del exilio». Sus coetáneos en México, partícipes de similares inquietudes e influencias
literarias que Segovia, fueron Enrique de Rivas, Manuel Durán, Nuria Parés, Luis Rius, Jomí García Ascot o Federica Patán, todos nacidos, como casi todos los poetas de la Generación del 50 en España, entre 1925 y 1937. Es preciso resaltar que todos ellos construyeron una obra de gran altura, tanta probablemente como profundo es el desconocimiento del lector español sobre ella y no estaría de más plantearse la elaboración de un estudio-antología en el que se integraran, como dos caras ineludibles de la creación poética en castellano entre 1950 y 1980, poetas españoles de ambos lados del Atlántico, delimitando diferencias y similitudes e identidades3.

Segovia regresó a España a principios de los años ochenta y, a partir de 1985, alternó su residencia entre Madrid y el sur de Francia. Es decir, su condición de exiliado se mantuvo hasta bien avanzada la transición política. Aunque su reconocimiento crítico y académico en el interior del país ya venía de tiempo atrás, sería la publicación de la antología Luz de aquí, antes aludida, la que le concedería estatus de poeta del máximo nivel, lo que lo equipararía con los más valorados poetas del medio siglo. Después, la mayor parte de su obra fue publicada en España (la editorial valenciana Pre-Textos se convirtió en su «editorial de cabecera») y los departamentos de literatura española de las universidades lo convertirían en un autor imprescindible de la poesía contemporánea en castellano.


¿El verso suelto de la Generación del 50 del «interior»?

Aunque su formación en México lo distanció de la poesía comprometida que se escribió en España en los años cuarenta, incluso de la poesía más politizada (Blas de Otero y Gabriel Celaya) puesto que su universo de influencias venía, junto a las largas sombras de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado y algunos poetas del 27 como Guillén o Cernuda, de autores como Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y el grupo Contemporáneos, o de poetas tan singulares como Octavio Paz (con quien compartió proyectos editoriales y publicaciones periódicas como Revista Mexicana de Literatura y Plural) o el también exiliado Ramón Gaya (con quien mantuvo una intensa empatía psicológica y estética, visible incluso en el último libro que Segovia publicó en vida, Estuario), no es menos cierto que es un poeta biológica y cronológicamente situado en la generación del 50, es un niño de la guerra crecido al otro lado del mar, en lo que se ha venido a denominar «la otra orilla del castellano». Tampoco lo es que una vez que fija su residencia en España es inexcusable insertarlo en el mapa de la poesía contemporánea que se escribe en un país que ha dejado atrás el franquismo.

Desde esa perspectiva, hay una doble coincidencia con los poetas de esa generación: la primera, su concepción de la íntima relación existente entre poesía y vida, entre la obra y la experiencia de lo real/cotidiano; la segunda, el peso de la subjetividad en todo poema (rompe con ello con la idea del poema como reflejo de aspiraciones colectivas, como proclama o factor de cambio social), incluso aunque éste aborde asuntos relacionados con lo político. Eso nos lleva a considerarlo como la isla, o el verso suelto de esa promoción. Es, sí, un poeta de la experiencia aunque con dos condicionantes: de un lado, en su obra, ésta aparece filtrada por un empeño de indagación verbal que no elude, en algunos momentos, la abstracción, la deriva metafísica o la búsqueda de la trascendencia del propio lenguaje como revelación; de otro, que para él la experiencia se extiende al territorio del sueño y a las pulsiones ocultas del ser humano. A este propósito, así se expresó Segovia, antes de una lectura de poemas, en el Departamento de Literatura de una universidad norteamericana en los años ochenta (nunca precisó en qué universidad, aunque probablemente fuera en la de Princeton, donde fue profesor visitante): «Y esto es lo que hace que me incline por una poesía que busca la aparición del sentido tanto en los mundos no lingüísticos (por ejemplo en el mundo del amor, de las relaciones con la naturaleza, de los sentimientos o emociones espontáneos), expresables a través de la significación transparente –como el mundo, no expresable así, de la sensualidad sonora de las palabras o de la delectación intelectual de las formas lingüísticas
»4. Desde esa perspectiva y con un mero afán pedagógico, la obra de Tomás Segovia, vista a través de la lente que nos ofrece la generación a la que por edad pertenece, tendría algo de síntesis dialéctica entre la pulsión metafísica y la devoción por el poder revelador de las palabras del último Valente o el lenguaje-otro de Claudio Rodríguez y el realismo de lo cotidiano de Ángel González, Jaime Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo. Pero, más allá de todo ello, Segovia es la incrustación del exilio en esa promoción.

En su obra son reconocibles, aunque de una manera muy sutil y con poderosos vasos comunicantes entre ellas, tres etapas: la que se extiende desde la publicación de su primer poemario, La luz provisional (1950), hasta el inicio la década de los 60 con la aparición de El sol y su eco (1960); la iniciada con el ambicioso libro Anagnórisis (1967) y que culmina con su última obra publicada todavía en el exilio, Cuaderno del nómada (1978) y, por último, la representada en la poesía escrita y publicada tras su traslado a España, una obra de plena madurez en la que, a lo largo de veinte libros, desde Partición (1983) hasta el que obtuvo el Premio de la Crítica de 2011, Estuario5, se muestra con una intensidad emocional creciente y un trasfondo existencial que acabará siendo, en sus entregas últimas, un tamizado diálogo con la muerte.


Una obra transparente y compleja a la vez

Aunque nunca es fácil delimitar con precisión los vectores que estructuran una obra poética, sí se pueden advertir algunas de sus características, vinculadas a las preocupaciones de fondo que en ella se abordan. En el caso de Tomás Segovia, éstas son, a mi juicio, las fundamentales:

En primer lugar, la transparencia. Aunque en la conferencia arriba mencionada, Segovia afirmó que «La poesía (…) no aspira a una lengua transparente, sino que busca voluntariamente la opacidad de la lengua», su poesía es «legible», remite a lugares casi siempre visibles, reconocibles para el lector, aunque no desdeñe abrir pasadizos a zonas oscuras, a veces inexplicables, de la conciencia. Por eso, su obra está alejada de las vanguardias y rehúye la poesía críptica, el irracionalismo. En ese aspecto, es un poeta más próximo a las zonas más realistas de nuestros poetas del 27 (sobre
todo Cernuda, el Guillén menos propenso a experimentar, Prados y Altolaguirre en cierta medida) y poco debe a la obra de grandes poetas latinoamericanos como Neruda, Huidobro o Vallejo. De algún modo, estamos ante un oxímoron: la búsqueda de la opacidad de la lengua tiene como resultado una poesía en gran medida transparente. Carlos Piera así lo expresa en su introducción a En los ojos del día: «Tome el lector cualquier poema suyo: son claros, inteligentes y lúcidos, y un oído educado percibe en ellos que el autor es maestro del oficio, porque lo ha tomado con toda la seriedad del que lo entiende como un oficio artesano»6.

De otro lado (lo veíamos más arriba), es un poeta con una preocupación casi obsesiva por el poder revelador del lenguaje. Para él, el lenguaje es, en el poema, la fuente casi absoluta del sentido y, frente a concepciones cercanas a la poesía instrumental, él enarbola una poesía del conocimiento (lo que le acerca a los poetas coetáneos «del interior») en la que la comunicación sólo es tal en la medida en que transfiere al lector ingredientes de un conocimiento sólo posible a través del poema. Es obvio que advertimos ahí la sombra de Auden, o del Eliot al que Gil de Biedma tan bien leyera (y prologara para su edición en castellano) en Función de la poesía y función de la crítica. A este respecto conviene señalar que su opción, en determinados momentos, por el libro-poema y por el poema largo, como en Anagnórisis, o en el magnífico «El poeta en su cumpleaños » («No volver a nacer nunca más desde ahora / quiero saber qué digo cuando me digo eso / no volver pero no quiero no volver a querer saber / quiero decir buscar qué fue lo que busqué»), del libro Terceto (1973), son muestras de una búsqueda permanente del conocimiento en las zonas menos visibles del idioma. Hay, también, en esa querencia por el poema largo, un parentesco evidente con algunos de los libros de Octavio Paz, con quien compartió, además de las referidas experiencias editoriales, no pocas conversaciones sobre poesía.

Se trata, así mismo, de una poesía reflexiva, que bordea la preocupación filosófica. Meditar sobre el tiempo, sobre la vida, sobre la memoria, sobre los vínculos entre la experiencia cotidiana y lo inefable que, potencialmente, se contiene en el lenguaje, son elementos que aportan una densidad semántica a cada poema, a cada verso, que no siempre encontramos en la poesía en castellano del siglo XX. Esa cualidad de poesía reflexiva se deriva, en buena parte, de las dos características apuntadas con anterioridad: transparencia (en el sentido complejo en que la concebía Tomás Segovia) y conocimiento.


La memoria, el amor, la muerte

De otro lado, en todos sus libros se advierte una constante: la fusión memoria y tiempo como motivos del poema. Es, inevitablemente, parte consustancial de su condición de exiliado. Integramos ambos conceptos porque Tomás Segovia, al contrario que otros poetas del exilio, especialmente los de la generación anterior (Juan Rejano, León Felipe, Pedro Garfias, etc.) y los del 27, sobre todo Rafael Alberti, ejercitan la memoria proyectando el poema sobre lugares y escenarios reconocibles, que tienen nombre (de ciudad, de región, incluso de calle) y recreando anécdotas vividas en un
tiempo lejano. La España evocada está ahí. Sin embargo, en Tomás Segovia la memoria se funde con el concepto tiempo y adquiere una dimensión más metafísica que realista. Es el poeta nómada (incluso cuando ya ha fijado residencia entre España y Francia), el poeta que se fue de la tierra de origen cuando era niño sin haber racionalizado del todo las causas de su marcha, muy al contrario que sus mayores, protagonistas directos de la Guerra Civil. Ese nomadismo, esa cierta provisionalidad permanente, que se reflejará en el conjunto de su obra, pero que tiene una concreción inquietante en su libro Cuaderno del nómada (1978), le obliga a construir un mundo de referencias expatriado, a apelar al tiempo como dimensión donde habita la memoria. Así lo expresa en el poema «Aniversario», de Anagnórisis:

«se le ha helado la sangre en las venas al tiempo
marcho pisando en blando bagazo de las horas
el hoy no tiene juego el presente es de polvo
el pozo de mi historia está cegado
mi vida ya no bebe de mi vida
no me da de mamar la memoria dormida
no hablamos ya el mismo lenguaje
un día no sé cuándo mudó de raza el tiempo
yo no me reconozco en todo aquello
o si regreso allá no sé quien vive ahora
la mitad de mi vida es terreno mostrenco
en el que sigue estando todo pero no hay nada».

El amor no podía estar ausente en una obra que tantea en todos los ámbitos de la experiencia. Tomás Segovia lo aborda no con una perspectiva marcada por el romanticismo y por el «amor ideal» sino con aquella que amalgama, fusiona la relación sentimental con la amada con una alta densidad erótica. Así ocurre en los sonetos votivos de Figura y secuencias(1979), una auténtica sucesión de las posibilidades de realización carnal: «Cuando yaces desnuda toda, cuando / te abres de piernas ávida y temblando / y hasta tu fondo frente a mí te hiendes, / un corazón puedes abrir, y si entro / con la lengua en la entraña que me tienes, / puedo besar tu corazón por dentro». Es llamativa la presencia, en la poesía amorosa de Segovia, de ecos de un libro-poema emblemático de Octavio Paz: Piedra de sol. Hay versos incluso que, con un sentido similar y con palabras muy parecidas, muestran una curiosa identidad: si Paz afirma «Voy por tu cuerpo como por el mundo», Segovia escribe: «Me pierdo por tu carne como por un sueño». Es esta dimensión de su poesía otra de las grandes diferencias con las poéticas de sus compañeros de generación en España. Salvo casos puntuales («Pandémica y celeste», de Gil de Biedma, algunos poemas de Ángel González, Goytisolo o Caballero Bonald), el factor erotismo es poco frecuente en la poesía española del medio siglo. Aquí, Segovia aporta la tradición mexicana y la realidad literaria del exilio, donde la censura y las limitaciones con que vivieron en la adolescencia y en la juventud los poetas «del interior» no tuvieron lugar. El erotismo en la poesía amorosa de Segovia es desinhibido, valiente, sin subterfugios y con una densidad lírica que lo acerca a una suerte de mística de la carnalidad.

Todo ello tiene como colofón la presencia en toda su obra, pero sobre todo en la escrita a partir de su vuelta a España, especialmente en la última década del siglo XX y en la primera década del actual, de un trasfondo existencial que se refleja, ante todo, en sus referencias a la muerte. En los poemas de libros como Lo inmortal (1998), Salir con vida (2003), Llegar (2007), el antes mencionado Estuario (2011) o el editado póstumamente, Rastreos y otros poemas (2012), se advierte la reflexión (o quizá cabría hablar de meditación) sobre la entrada en la edad de la conciencia del tiempo sobrante, en la etapa del recuento, de la recapitulación sobre lo vivido y sobre lo que aguarda al final. En ellos, la vida, las distintas caras de lo cotidiano, la memoria (que incrementa su nivel de concreción) y la relación del poeta con el entorno y con los otros cobran un protagonismo sutil, quintaesenciado, como si cada poema, más allá de la anécdota que le dio origen, indagara en su recámara, en sus zonas más misteriosas.


Su obra no poética

Las preocupaciones que recorren de principio a fin su poesía nos muestran a un poeta interesado en no pocos aspectos de la creación. Aspectos que van más allá del puro acto creador. Y de la propia poesía. En ese ámbito, Tomás Segovia ha tenido en la figura de Octavio Paz quizá un modelo de poeta-intelectual no ajeno al devenir histórico y al propio acercamiento teórico a la labor creadora. No en vano ha escrito algunos ensayos, entre ellos Contracorrientes (1973), el voluminoso Poética y profética (1986), Alegatorio (1998) o Recobrar el sentido (2005), en los que su visión del mundo, de la poesía y, en general, de la literatura, que aparece depurada en sus poemas se llena de argumentos y reflexiones vinculadas con la historia, con la experiencia biográfica y con un riquísimo universo de lecturas. Una visión que también impregnó sus diarios reflejados en El tiempo en los brazos: cuaderno de notas (1950-1983), publicado en 2009. Esa dedicación poliédrica tiene algunos paralelismos entre los poetas del medio siglo «del interior»: Valente y Gil de Biedma
llevaron a cabo algunas de las más lúcidas reflexiones sobre poesía que se han dado en la segunda mitad del siglo XX en España. La búsqueda, en el ensayo, de algunas de las razones que alientan detrás de la creación poética están presentes en libros como el del primero, Variaciones sobre el pájaro en la red, o del segundo, el volumen El pie de la letra. A todo ello cabe añadir su condición de narrador, con novelas como Trizadero (1974), Personajes mirando una nube
(1981) y los relatos de Otro invierno (2001). En ese ámbito es difícil encontrar paralelismos entre sus coetáneos del medio siglo: acaso Caballero Bonald, autor de una sólida obra narrativa, además de su valiosa obra lírica. 

Su trayectoria poética no ha tenido en España el reconocimiento oficial que merecía (dada su peculiar personalidad, quizá
fuera lo que menos le importaba). Aunque ha logrado superar el silencio y el desconocimiento por parte de los lectores a que ha sido sometida la segunda generación del exilio, su obra no ha pasado la frontera de los más especializados y exigentes. Ha entrado en el ámbito académico, ha sido bien recibida por la crítica, pero no ha sido reconocida con un premio nacional o con alguno de los galardones del máximo nivel que se conceden en España, salvo el Internacional de Poesía Federico García Lorca o el Premio de la Crítica por Estuario, que le llegó muy tarde, a título póstumo incluso. Sin embargo, su obra está, sin lugar a dudas, a la altura de algunos de los más reconocidos poetas españoles nacidos a partir de 1925. ¿Hasta qué punto su procedencia del México de la diáspora, a pesar de haber retornado hace casi treinta años a España, no ha condicionado esa actitud por parte de su país de origen?

La mitología creada en la conciencia colectiva respecto a la intelectualidad republicana y a sus poetas al final del franquismo y en los primeros años de la transición se vinculó, ante todo y sobre todo, a los poetas que habían vivido, en la juventud y en la madurez, la Guerra Civil, algunos convertidos en auténticos héroes/mitos en los primeros años de la transición: Alberti, Juan Ramón, Machado, Guillén, Salinas, Cernuda... Sin embargo, quienes eran niños cuando salieron de España y tuvieron que crecer y madurar en un exilio que el propio aparato del Régimen se ocupó de silenciar en el
interior del país, no tuvieron la misma suerte. De ellos, por las razones que hemos esbozado, se «salvó» Tomás Segovia. Pero sólo parcialmente. Ahí está, seguramente, una de las razones de fondo por las que poetas como Muñoz Rojas, Nicanor Parra, Blanca Varela, José Emilio Pacheco o Cardenal, por ejemplo, cuenten con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y Tomás Segovia, pese a contar con una obra sólida y extensa, carezca de ese reconocimiento. Confiemos en que el valor literario de su más que notable legado y la huella de una trayectoria ejemplar contribuyan,
en el futuro, a levantar ese manto de silencio y a situar al poe ta en el lugar que merece en nuestra historia cultural y literaria.

 

 


(1) Luz de aquí. Tomás Segovia. Barcelona, Ocnos, 1982.

(2) En los ojos del día. Tomás Segovia. Introducción de Carlos Piera. Selección de Aurelio Major. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003.

(3) En las últimas décadas se han publicado en España dos antologías sobre esa generación trasterrada: Última voz del exilio (El grupo poético hipano-mexicano). Antología. Susana Rivera. Madrid, Hiperion, 1990, y, con prefacio de Francisco Giner de los Ríos, la revista Peñalabra. Pliegos de poesía incluyó una carpeta con el título «Segunda generación de poetas españoles del exilio mexicano», en sus números 35-36, de 1980.

(4) En los ojos del día. Tomás Segovia. Apéndice. «Para empezar por el principio», p. 317, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2003.

(5) Es preciso añadir a Estuario el libro póstumo, publicado en 2012, Rastreos y otros poemas. Valencia, Pre-Textos, 2012.

(6) Op. cit. Carlos Piera, p. 7.