El bisturí avanza como un rompehielos. Las imágenes del vídeo golpean el estómago de Sela Huber. El cuerpo del hombre, lívido e hinchado, yace sobre la mesa de autopsias. La cámara, quieta, lo coge casi todo. Menos la cabeza y los pies. Sólo se oye el tintineo de los utensilios metálicos y la voz monótona del forense. La sombra de una intuición inquieta a Sela Huber. Pero ha de esperar que la cámara abra el plano, lentamente, y encuadre el rostro de Edmond Lenz. Túmido y con los ojos abiertos. Lo que persiste de su mirada, recluida bajo una membrana de escarcha, deja a Sela Huber más sola que nunca.

 

2

Las llamadas empezaron poco después de conocer a Edmond Lenz.

—Con Stefan Lauder no lo habrías hecho nunca.

—Pero Stefan Lauder está muerto…

—Sí, pero no ha cambiado nada.

—No sé a qué viene todo esto.

—Da igual. Las cosas son como son. Y yo estoy aquí para recordártelo.

El tono amenazador del desconocido atemorizó a Sela Huber, pero no se atrevió a hablarlo con Edmond Lenz. Temía perderle.

            Durante las semanas siguientes, la presencia tácita del desconocido se convirtió en un trazo de sombras y silencios. Notas por debajo de la puerta. Mensajes en el contestador. Conversaciones grabadas en cualquier lugar con las palabras de Edmond Lenz borradas («Para que te vayas acostumbrando.»). Y el miedo. Inmenso, inabarcable. Como si alguien, hurgando con un cuchillo, quisiese alcanzar el centro del desconsuelo. Poco después, Edmond Lenz desapareció. Sin dejar ningún rastro.

            La última llamada del desconocido, la noche antes de que Sela Huber encontrase el vídeo de la autopsia en el buzón, confirmó la certeza incandescente de la culpa.

            —No me has dejado ninguna otra salida. Stefan Lauder no habría tenido tanta paciencia.

            —¿Dónde está Edmond?

            —En ninguna parte. Espero que puedas entenderlo. Mañana.

 

3

 

La muerte de Stefan Lauder abrió una grieta entre Sela Huber y el resto del mundo. Durante las primeras semanas, se obligaba a pensar en él a cada instante. Temía que, si dejaba de hacerlo, aunque fuera un momento, Stefan Lauder se daría cuenta. De un modo u otro. Sin embargo, a medida que se alejaba de los últimos días de Stefan Lauder, doblegado por la enfermedad, con la piel aferrada a los huesos como una hiedra famélica y el hedor de la agonía llenando el aire de la habitación, el dolor inicial se fue transformando en algo parecido al alivio. La relación con Stefan Lauder se había convertido en una trampa. Había necesitado quedarse sola para darse cuenta de la distancia que les separaba, de cómo la vida a su lado, implacablemente posesivo, había sido una lenta disidencia de la realidad. Hasta vivir aislados. Todo muy despacio, de manera casi imperceptible. Como el avance de la gangrena. Pero, a pesar de sentirse liberada, Sela Huber no sabía cómo salir adelante sin él, cómo redescubrir el sentido de sus propios actos sin los límites ni las imposiciones de Stefan Lauder. De hecho, el peso de un temor incontrolable, casi hipnótico, le impedía llevar una vida normal. Durante meses, Sela Huber vivió al margen de todo, incapaz de reaccionar. Inmovilizada por el lastre de una memoria hostil, tuvo que esperar la aparición fortuita de Edmond Lenz para aventurarse a recorrer el camino que la separaba del exterior.

 

4

 

            Los ojos de Stefan Lauder le miran desde el fondo de un cerco de plomo, apagados. Un líquido marrón se desliza por el tubo que le sale de la nariz.

            —Quiero estar seguro de que, cuando yo falte, no cambiará nada.

            El desconocido no sabe dónde mirar. Escucha. Stefan Lauder saca un sobre del cajón de la mesilla de noche y se lo da.

            —Es lo que acordamos por teléfono. El resto, poco a poco. A medida que te lo ganes. Ya lo sabe quien tiene que saberlo.

            Agotado por el esfuerzo, Stefan Lauder apoya la cabeza en la almohada y cierra los ojos. El desconocido palpa el sobre antes de guardarlo. No encuentra el momento de marcharse. Con la punta del zapato intenta liberar la pelusa atrapada por la pata de la cama. Stefan Lauder respira hondo. La luz sesgada del atardecer acentúa sus rasgos angulosos, casi cortantes. El desconocido se levanta y, antes de llegar a la puerta, oye por última vez la voz de Stefan Lauder.

            —No quiero que Sela Huber pueda aprovecharse de mi ausencia.