Hay, seguramente, tres escrituras, tal vez tres personajes o incluso otras tantas pasiones en el pensar y la vida de un solo Amos Oz, ese admirable escritor y maestro israelí, más cerca ahora aún de muchos de nosotros, tras su reciente y merecidísimo  Premio “Príncipe de Asturias”. Quisiera apresurarme a subrayar que esa triple visión que se propone nace más de una lectura atenta, escrudiñadora y emocionada de  varias de sus obras más importantes que de una hipótesis académica, que exigiría ulteriores indagaciones y contrastes rigurosos. De ahí la cautela que matiza un convencimiento, con todo, personalmente clarificador.

 

Señalar, cuanto antes, su puesto de honor en la literatura israelí es un comienzo obligado en la glosa de este autor, por más que vayan siendo cada vez menos quienes puedan desconocerlo. Añadir, sin embargo, que su obra se une a la lista relevante de escritores judíos e israelíes que irán cimentando la gran literatura universal de los últimos cien años podrá para algunos parecer afirmación arriesgada, aunque no probablemente a quienes puedan degustar, al mismo tiempo, un aprecio objetivo por la sorprendente vitalidad, en tan corto periodo histórico, de la literatura hebrea moderna, que es, desde su compleja singularidad, parte del mejor patrimonio de la occidental.

 

 Amos Oz da vida, con Abraham B. Yehoshúa y el más tardío David Grossman, a la mejor narrativa de la llamada “Generación del Estado”, que va a tomar la alternativa a la conocida como “Generación del 48 o del Palmaj” y es caracterizada por el propio Yehoshúa, en un trabajo de 1998, por algunas notas de gran trascendencia social y personal en sus escrituras: la clara interiorización de la transición de Eretz Israel al propio Estado de Israel; una actitud realista, libre y crítica, alejada del viejo romanticismo de sus predecesores; uso laico de los elementos religiosos de la tradición cultural judía, sin desconocimientos u hostilidades beligerantes; conciencia de su continuidad en el proceso de creación de la literatura hebrea, con su clara identidad israelí; apertura  a la literatura universal del propio siglo, incluida la judía no israelí, especialmente americana y un relato directo e intenso de la propia realidad vivida y creída por ellos mismos. Conviene precisar, además, que estos tres autores, aún vivos y en plena vitalidad literaria y política, tienen una acusada personalidad individual que traspasa, enriqueciéndolas, las fronteras de esas características comunes, con las que la propia visión académica los ha enmarcado históricamente.

 

Podemos, pues, intentar un breve esbozo de la obra narrativa de Amos Oz, que vale en  este caso decir que es al mismo tiempo la de su propia biografía. Poseemos para tal fin un regalo excepcional: su propia novela, Una historia de amor y oscuridad, que concluye en  Arad, su ciudad en los últimos 20 años, cuando finaliza el año 2001. Ya había cumplido más de sesenta el autor que se relata y retrata en su infancia y adolescencia, desde un 1939 y una Jerusalén, esa “ciudad extraña”, en sus propias palabras, que le vieran nacer. Es, pues, qué duda cabe, una autobiografía, pero sólo en la medida que este género se supedita a aquel primero. Y aquí retomamos nuestra primera sugerencia, la de las tres escrituras con sus personajes: la historia que se trasmuta en epopeya para pasar del Mandato británico a la creación del Estado de Israel: la sociedad en creciente complejidad política y cultural de su propio conflicto; la saga familiar, que se polariza en la subtrilogía que forman el padre, la madre y el propio Amós, en estos años, aún sujeto de su inicial apellido Klausner.

 

En esta novela de madurez, llamada a convocar implícita y literalmente a muchas de los relatos precedentes de su autor, dirá el propio Oz que es el “resultado de un largo proceso de paz conmigo mismo”, pero también será el relato de la evocación de un pueblo que transita de una Europa, abruptamente abandonada y añorada, a la construcción de un sueño mil veces soñado y ahora tan urgente como imprescindible.

          

“El Mundoentero (sic) estaba lejos, era atractivo y enigmático, pero muy peligroso y hostil para nosotros: no quieren a los judíos porque son perspicaces, astutos y sobresalientes pero también escandalosos y jactanciosos… Allí, en el mundo, todas las paredes están cubiertas de frases difamatorias, “Judío, vete a Palestina”, y nos fuimos a Palestina, y ahora el mundo nos grita:”Judío, sal de Palestina”…No sólo el Mundoentero, también Eretz Israel estaba lejos: en algún lugar, más allá de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de judíos heroicos, una raza bronceada y robusta, silenciosa y eficiente, completamente distinta a los habitantes de Karem Abraham… Chicos y chicas pioneros, bronceados, curtidos y silenciosos, que habían logrado convertir la oscuridad de la noche en un aliado, y que también en las relaciones entre el hombre y la mujer habían superado ya todas las inhibiciones”.

 

No dejará de ser también la biografía de aquella Jerusalén, también minuciosamente descrita en muchos de sus otros relatos:

        

“Jerusalén es una vieja ninfómana que exprime hasta el agotamiento antes de desembarazarse con un gran bostezo de un amante tras otro, una mantis religiosa que devora a su pareja mientras la está penetrando”.

 

La historia se alargará, hacia atrás, hasta el mundo evocado del shetelz, narrado poderosa, estremecedoramente por Joseph Roth y estudiado magistralmente por Magris o el políglota, erudito y cosmopolita de Ucrania, Rusia o Praga, que acunaba la saga que llegaría a Amos Oz y que se nutría de apasionados eurófilos (“esos judíos convertidos por la Alemania nazi en casi los únicos europeos), beberá un amargo presente ante la mirada aún infantil e irresistiblemente curiosa del inquieto niño, con guerra, sangre y muerte entre el 1947 y 1948 para hacerse utopía pionera en el idealizado kibbutz de Hulda que recibirá al adolescente convertido en Amos Oz.. En su interior, mientras la Historia discurre y la sociedad se fragmenta, el amor silenciado del triángulo familiar caminará lentamente hacia la tragedia y la ruptura. El narrador niño, la memoria adolescente, encontrará un cierto sosiego en la paz de la escritura desnudada tras tantos años de silencios.

 

Es, pues, esta Historia de amor y oscuridad, la obra central de ese solo Amos Oz que aparece en las tres escrituras y sus protagonistas, pero señalábamos también que encerraba, en sus alusiones, a las hijas de la creación literaria que habían llegado antes y de algún modo a la vez que la condensación de la epopeya entera.

 

Pero si esta obra mayor y singular nos abría el espacio de sus escrituras, es hora, tal vez, de analizar brevemente cada una de ellas, sus principales protagonistas y las mayores pasiones de Amos Oz. Veremos en la primera escritura el creador narrativo, innovador y recurrente en sus diferentes relatos, sean breves y trepidantes o más extensos y ambiciosos. Señalaremos luego el infatigable articulista comprometido con la paz, el diálogo, el entendimiento del “otro” y el ensayista contra todo fanatismo. Miraremos también al profesor de literatura, sagaz y lúcido, queriendo huir de una erudición académica sin vida. Y advertiremos ya, para evitar la sorpresa confundida, que las tres escrituras se entremezclarán con naturalidad y sin cobardía, pues, a la postre, un solo Amos vive y vibra en los tres registros. ¿Sabías, amigo lector, que, al decir del propio Oz, no existe en hebreo una palabra precisa para lo que nosotros conocemos como “ficción”? Este idioma usa habitualmente “narrativa” y en ella nuestro Amos es, eso sí esta fuera de toda polémica, un maestro ejemplar. No esperes, en todo caso, exhaustividad sobre la relación de sus obras y escritos: el conjunto supera ya la veintena de novelas y obras mayores y lleva escritos más de 450 artículos.

 

Escritura 1. Amós Oz  narra.

 

Aunque aquel niño inquieto de la Jerusalén de Kerem Abraham, amador de libros y palabras y fantaseador desde su propio primer recuerdo, comenzara a escribir a los seis años, su primeras obras publicadas, exceptuando el célebre artículo que mereció respuesta pública y escrita del propio Ben Gurión, ya serían previamente leídas por su adorada esposa Nilli, pues, tras la primeriza Holocausto II, gozó de merecido reconocimiento, en 1965, Donde aúllan los chacales y otros cuentos, que recrea fantasías desde su mundo en el kibbutz, tras descubrir el sentido que iba a otorgar a su narrativa con la lectura de Winesburg, Ohio:

        

“Sherwwod Anderson me abrió los ojos para escribir lo que tenía alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que el mundo escrito no depende de Milán o Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tu estás, está el centro del universo” (de Una historia de amor y oscuridad).

 

Ahora bien, esos mundos cercanos, poblados por personajes cotidianos o fantasías comprensibles, están hablando de los verdaderos problemas de cada hombre o mujer, especialmente en el entorno familiar, donde se viven dolores, tragedias, silencios o deseos de huida, que son la vida y la muerte, el amor y desamor de la humanidad toda.

      

 Mi pequeño Mijael aparece en 1968 y tiene como escenario la Jerusalén de los años 50. Narrada en primera persona de una mujer, Jana, presenta un comienzo, que bien puede pasar a ese difícil e improbable canon de principios de novelas a los que el propio Amós dedicaría un sugerente ensayo muchos años más tarde (La historia comienza, 1996) y que, como el mejor resumen de toda su trama, reza así:

          

“Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenía una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad está muriendo. No quiero morir”.

 

Si los cuentos protagonizaron el aullar de los chacales, aquí se enseñorea del relato el mundo de la mujer en un dueto familiar, en el que Mijael adquiere algún sentido desde la insondable vida interior de Jana (al final de la novela la frase, ya escrita antes, “en el mundo hay una alquimia que es la melodía interna de mi vida” resultará excesiva: “ahora quiero suprimir esa expresión porque es altisonante: alquimia, Melodía interna”.). No niego los resúmenes al uso de esta novela mayor (causó gran impacto y fue la primer conmoción en Israel, de gran lectura allí y en Estados Unidos), aún con desiguales imperfecciones, que centran la atención en la historia de un matrimonio y de su ruptura. Sin embargo, lo verdaderamente relevante en ese vago sustrato de una moderna Bovary es precisamente la mezcla de una progresiva cotidianidad, que con el tiempo va marcando el hastío de Jana, con ese proceso de la doblez de los dos gemelos árabes que anidan desde la niñez en su alma, esos sentimientos inapelables y confusos, esa unión de frustración y sufrimiento. O, más aún:

       

“Recuerdo que el sufrimiento y la brutalidad me parecieron dos símbolos matemáticos de una ecuación simple, y que no me esforcé en resolverla”. Eran la manifestación de imaginarias aventuras,  sueños y pesadillas de fantasías sexuales en busca de una imposible conciliación de pasión y amor. El climax, brutal y conmovedor del capítulo 23 se cierra con la trepidante escritura de una realidad confusa, onírica y metafórica que ocupa el final de un espacio, cerrado y trágico (¿el de su madre?), sobre el que “caerá una fría calma”. 

No es que falte el cariño o la ternura entre Jana y su “querido Mijael”, sino que acecha constantemente la trasgresión, incluso en la propia omnipresente Jerusalén que se metamorfosea al compás de la propia mujer convulsa. Años más tarde no nos extrañaría el “sacrilegio” de Oz al otorgarle el título de “ninfómana”. Los escandalizados ortodoxos, que incrementan cada día la inagotable tristeza de la Ciudad Santa lo habían intuido en esta novela, también suya, a su pesar.

De nuevo la trilogía de su escritura, sus pasiones y sus personajes: el relismo cotidiano, minucioso y preciso en el hilo discursivo se cimbrea para sostener la corriente subversiva, irracional, sensual  que explota inevitable e inexorable, mientras sobrevuela, llenado cualquier vacío social y familiar, la guerra y los destinos del pueblo todo, que encarnará el hijo de Jana y Mijael, Jair (el pequeños Amós?), el niño del futuro.

 

 El libro de 1971, Hacia la muerte, aunque traducido al español en Argentina, es poco conocido y comentado entre la crítica española, gozó, sin embargo, de muy buena acogida, pues hubo gran consenso sobre su “potencia narrativa”. Tal vez las dos pequeñas novelas que reúne este libro, la visión de un protagonista judío en tiempo de las Cruzadas y su corolorario en la modernidad que hace a su protagonista, igualmente un judío, esta vez ruso reflexionar sobre los progroms y sus consecuencias históricos, con un estilo, que manifestó ya su fecunda capacidad narrativa en los libros que le precedieran, contribuyeran a su buena valoración y perdurable recuerdo. En estas dos novelas se acentúan su fantasía y pasión para dar vida propia a dos tópicos saludados ya frecuentemente por la Historia.

 

Con hermoso título vio la luz la novela, en 1973, Tocar el agua, tocar el viento, que narra simbólicamente la constante huída del pueblo de un mundo hostil en la vida del relojero Pomeranz, un verdadero mago en las artes inmateriales de la música y las matemáticas. Si la fuerza de la gravedad guiará su salida de la Polonia ocupada, el poder de su música le conducirá a la profundidad de la tierra, en la paz de Israel, para convertir su aridez en húmeda matriz de la inmortalidad de él mismo y su mujer. La creciente fantasía en la escritura de Oz crea un puente de nueva forma a su recurrencia del camino de la vieja Europa al nuevo Israel.

 

En 1978 llega Soumji, que en castellano recibió el nombre de La bicicleta de Sumji. Si pudiera constituir, sin falsearla, una de los muchos relatos que poblarían las progresivas hazañas de la peripecia vital del niño Amos Klausner en la gran novela que habría de constituir Una Historia de amor y oscuridad, tantas veces renombrada aquí, es preciso señalar que constituye, seguramente, en su breve escritura acelerada, minuciosa, realista y fantasiosa a un tiempo, la recreación en el aún joven hebreo de ese tiempo, para su definitiva permanencia, por su lengua y su modo narratorio, de la mejor tradición que dejaran las aventuras de Huckleberry Finn o relatos similares en nuestras otras literaturas occidentales. Pero permítaseme añadir, sin pretensión jerárquica en su comparación, que la novelita de Amos, por su estructura formal y didáctica, con sus siete simbólicos capitulitos, encabezados por el ancestral anuncio y precedidos de Prólogo y Epílogo, como quiere su interior coherencia, y adobada toda su escritura por sutiles ironías, evocaciones viajeras, tan fantásticas como posibles en la mente del niño, entrelazadas por la trama que asciende hasta el más conmovedor amor, se trasmuta en  un innovador relato que trasciende la niñez para rozar la filosofía y la pasión más sublimes. Sin abandonar, claro está, esa minuciosidad cotidiana de la vida en la que nuestro escritor sigue creando magisterio.

        “Sin embargo, a pesar de todo, sentí pena en ese momento, porque en el mundo todas las cosas continuaban cambiando y nada permanecía igual, y pena también de que aquella noche nunca fuera a regresar, pese a no tener motivos para amar aquella noche”.

        “Era verano por completo, profundamente, en Jerusalén, mientras nos amamos uno al otro, Esti y yo…¿Por qué ceso el amor? Es no es más que una pregunta…Bien, pero es que hay tantísimas preguntas y entre ellas algunas tan difíciles de responder…si hay alguien que pueda proporcionarnos las respuestas, dejémosle que se ponga en pie y nos las diga.”

 

 Un descanso verdadero, una de las mejores obras de Amos Oz sin duda de los ochenta (1982), iba a convertirse muy pronto en paradigma de lo que el prestigioso profesor Shaked llamaría “novela histórica actual”, caracterizada por el regreso al “pequeño mundo” que rodea al escritor (padres, kibbutz, Jerusalén, Arad….” Agudizando el carácter “local”, que describe y al mismo tiempo contrapone la nueva realidad social y personal israelí a la que trataron de cimentar los padres del sionismo, abriendo esa brecha entre realidad y anacronismo que aún continúa… En esta importante novela, donde el propio Amos revisa, no ya su alejada infancia y adolescencia, sino su propia experiencia juvenil en el kibbutz y la de la sociedad que va creciendo en una difícil complejidad, con la tragedia del conflicto, como sustrato permanente, la vida del pionero Yonatán, que quiere alejarse para siempre de esa granja que ha constituido únicamente su vida y al tiempo de su estéril matrimonio, para comenzar una nueva vida, se entrecruza con la de Azarías, u judíos solitario de la diáspora, a quien su idealismo arrastra hasta el hogar del primero. De nuevo lo cotidiano alcanza, en su realismo veraz e irrenunciable, la carga simbólica de una antropología social que afecta a Israel y al propio mundo de una década fácil de recordar por tantos motivos. La tierra del kibbutz aparece como la patria de la libertad para el hombre cansado de vagar por mundos vacuos o productores de desencanto; para que siempre ha estado a ella la huída es el camino de la libertad. No es, con serlo de nuevo, una mera autobiografía (Os abandonará Hulda hacia 1985); otros muchos, al fin, lo estaban también haciendo. Es un viejo problema del hombre que sigue, hoy, corriendo de la identidad a la libertad.

 

 Oz  dejaba también saldadas sus cuentas con su larga estadía en la plenitud de la vida kibbutziana en La paz perfecta (también de 1982) en la que describe minuciosamente las motivaciones que le llevaron a vivir tantos años en esa sociedad “perfecta”. Pocos años después publicaría La caja negra (1987), que mereció el premio Fiminia en 1988 a la mejor novela extranjera y que, siguiendo la estela más arriba mencionada, desvela, a través del género epistolar, con abundantes cartas cruzadas entre varios y diferentes personajes, el entramado de sus relaciones (pasiones amorosas, envidias, rencores, odios y venganzas…), mostrando con ellas al mismo tiempo la complejidad política, religiosa, cultural y étnica que caracteriza a un Israel en esa dimensión que conduce al fanatismo. En sus propias palabras “es una indagación sobre la condición humana, formulada en el escenario israelí.

Llegaron los años noventa y el Amos doblemente “traidor”, por pacifista y crítico, emprendió otro proceso narrativo que culminaría en importantes novelas de diversas facturas, sin perder su pasión por la debilidad humana. Abordó directamente el conflicto israelí-palestino en su obra de 1991, La tercera condición, cuyo protagonista Fima, es un polemista infatigable que atisba una luz distinta tras la monotonía del quehacer cotidiano. Pero será en No digas noche, de 1994, cuando encontremos al Oz  de la novela de amor. Claro es que había estado presente antes y va a recorrer toda su obra, de forma explicita en Mi querido Mijael y, de forma extraña, se cuela por muchos recovecos de Una historia de amor y oscuridad, pero aquí Teo y Nora quieren retenerlo en su encuentro y ocupa el lugar primordial. Es verdad también que subsiste, se enfatiza, incluso, la dificultad de la entrega buberiana, pero en esta larga narración, exhaustivamente descriptiva de cada acto humano, el trivial o el más sublime, pensada y escrita desde las dos laderas diferentes haya muchas huellas de la vida, que se vive, de deseos, proyectos, sueños, también de silencios, cansancios y hastíos, pero también, finalmente, de amor.

 

 No pudo prolongarse más allá de 1995 que el mundo de la novela recreara en Amos Oz las muchas palabras y testimonios de tantos ensayos y artículos, donde otros leían no pocas veces la palabra traición. Volvió para ello, reincidiría igualmente más tarde, a la niñez y a los años finales del Mandato británico, hogar tan plagado de realidades y metáforas para narrar tan “sospechoso” tema. Una pantera en el sótano es, pues, la recreación de una profunda y conmovedora relación entre Profi, el propio Amos siendo niño y un sargento británico que ama la Biblia y, por ello, la lengua hebrea. Pero algo tan humano y conmovedor sólo podía parecer “traición” en aquel dualizado mundo de la Palestina de1947 o, para ser fieles al sentido del relato, aquella relación va progresando en la escritura hasta alcanzar el valor universal de una reflexión moral, humana y vital, por tanto, de lo que es la traición real, verdadera. El Amós chejoviano proclama en La Pantera…: “Así es nuestra historia: viene de la oscuridad, da un par de vueltas, pasa y regresa a la oscuridad”. Pero también: “Todo tiene una especie de sombra. Tal vez la sombra también tenga sombra”. Y concluye: “¿Y la propia historia? ¿No habré vuelto a traicionar a todos por haberla contado? O todo lo contrario: ¿los habría traicionado si no la hubiera contado?

 

Faltaba, sin embargo, una de las mejores sorpresas que iba a dar a la literatura actual el ya consagrado maestro de Israel. En efecto, cuando el siglo XX decaía, en 1999, Amos Oz conmociona a la literatura hebrea israelí y pronto al resto de sus muchos lectores por el ancho mundo con El mismo mar, traspasando todas las fronteras, lingüísticas y literarias (¿también conceptuales o ideológicas?) que hasta entonces él mismo se había libremente marcado. La poesía y la prosa brotan creadoramente, se suceden y entrelazan sin orden y coherencia aparentes. Los personajes no ocupan su espacio previsto y tejen su sinfonía de palabras comprensibles o confusas. Separados por la muerte o cualquier límite o barrera se encuentran en la escritura o en las metáforas que juegan en su singular camino a través de realidades, sueños, deseos u obsesiones. La ambigüedad destroza cualquier parámetro realista y el relato sólo discurre por el jardín del narrador. Oz se ha convertido en un maravillo trasgresor hasta de sí mismo para darnos, en palabras de Rafael Carbona, “un excelente ejemplo de integración de lírica y relato, sensibilidad y testimonio, además de una reflexión sobre el arte” Y seguramente, añadimos, un nuevo modo de acercarnos unos a otros para romper cualquier frontera aparentemente imposible.

 

 Llegamos así a De repente en lo profundo del bosque, una bellísima parábola, una  Aggadah, que nos regala en 2005, cargada de simbolismo y metáfora, para contarnos la extraña maldición que ha caído sobre un pequeño pueblo embrujado: la desaparición de todos su animales… Por las noches reina el silencio. Durante el día la confusión y el enfado. Solo la inocencia de dos niños Maya y Mati buscarán la verdad, aunque deban desobedecer la ley establecida… La fantasía del niño Amos, que buscaba los confines del universo se desborda en el maduro Amos hasta atreverse con el mensaje final de una nueva utopía mosaico-mesiánica. También aquí se nos da la metáfora de la  esperanza de reconciliación entre Israel y sus vecinos.

 

Mientras, en la literatura esperamos la pronta lectura de su última obra Versos de vida y muerte,  y, en el periódico, la penúltima reflexión que nos acerque un poco más a la paz.

 

2. Amos Oz: un intelectual comprometido

Aunque es, probablemente, su escritura más conocida, conviene apresurarse a concretar que su personaje central en tal misión es la Paz, cuyo movimiento civil de “Paz Ahora” cofundó y al que sigue fiel, pese a que ella se encuentre aún lejos. Pero, al mismo tiempo, su pasión es la búsqueda, en el diálogo con el otro, de una verdad razonable, que haga posible la convivencia. Son varios los ensayos y libros que a para este afán, desde distintas perspectivas y sobre aspectos diversos del conflicto, han salido de su pluma  y los artículos, que sigue prodigando, se acercan al medio millar.

 

Se hace difícil enumerar siquiera los primeros y es tarea imposible, para esta entrega, pensar en ordenar los segundos. Quede constancia de que ya en 1979 aparecían varios ensayos con el título de Bajo esta Luz brillante, al que  siguió el libro En la tierra de Israel (1982) y otro grupo de ensayos con el nombre de El declive de el Líbano en 1987. Al ensayo de El Silencio del Cielo en 1993, siguió la colección de Israel, Palestina y la Paz, en el año 1994.

 

Pero seguramente el breve libro que, junto a sus colaboraciones periodísticas, más influencia está ejerciendo en la actualidad sea su conocido Contra el fanatismo, fruto de tres conferencias pronunciadas entre 2001 y 2002 en Tübingen. Se abre esta obrita con la siguiente pregunta “¿Cómo curar a un fanático?” a la que sigue una respuesta metafórica sobre la causa de tal enfermedad, que reside en un “gen de la naturaleza humana”, más originario que cualquier odio religioso o político. Para el ilustrado Amos ese “mal radical” solo puede explicarse secularizado, laico y las medicinas serán paliativas, pero eficaces: la apelación al “otro” (Buber, Levinas…) coin el buen humor, la capacidad imaginativa con el goce de narrar o leer, pero también el amor a las metamorfosis, que ganan, así, relevancia moral. El fanatismo es uno de esos amores que matan, que desean nuestra salvación con fervor abnegado, incluso haciéndonos mártires. El conflicto de Oriente Medio, que tanto ha ocupado la mente y la vida de Oz no nace, a su juicio, de una batalla maniquea entre mentalidades o religiones, sino más bien de una tragedia; una colisión entre derechos o pretensiones, igualmente legítimas a un mismo territorio. Y por ello preconiza un acuerdo, que deberá aceptar pérdidas por cada parte y será, entonces, preciso el duelo, sin  recaer en la venganza (Enrique Ocaña). Sabe Amos que con tal heterodoxia se acerca ala vértigo de la traición, pero confía en su razón ilustrada, en su escritura y en su pasión de voluntad, también aquí, escribiendo desde el compromiso.

 

3. Amos Oz: el profesor y académico.

 

 No podríamos concluir sin referirnos a otra de sus escrituras y, cómo no, de sus personajes, aunque de él nuestro autor predique su menor enjundia. Es, tal vez, su papel menos conocido por el gran público, pero conviene recordar que comenzó estudiando literatura en la Universidad, a la que siguió su ejercicio docente en el Instituto de Enseñanza Media de su propio kibbutz Hulda para profesar ya habitualmente de tal en la Universidad Ben Gurión de Israel, con estancias esporádicas en universidades de Estados Unidos de América.

 

No es momento de valorar pormenorizadamente su admirable labor académica, con numerosos ensayos y artículos. Vale hacerlo testimonialmente con una breve glosa de su más célebre ensayo, por fortuna también en español, La historia comienza. Ensayos sobre literatura, dedicado precisamente a la reflexión y análisis de la primera frase que inicia los relatos o novelas. No es, ciertamente, el primero en hacerlo y son muchos los que le precedieron, entre los más notables su compañero ya en el mismo Premio Príncipe de Asturias, Edward Said, como honestamente resalta el propio Oz. Siguiendo la estela de la “estética de la recepción” que goza de gran relieve en los estudios literarios desde los años setenta del pasado siglo, y específicamente los que Wolfgan Ider impusiera sobre el “lector implícito y el “acto de leer”, Amos Oz destaca la cooperación “co-creadora” que tiene la lectura sobre la obra literaria escrita y, específicamente, ese “contrato inicial” ente escritor y lector que, a modo de “cromosoma”, propiciará el maravilloso proceso de la construcción de las hipótesis interpretativas por partes de los lectores. Todas sus “reescrituras interpretativas” de esos conocidos comienzos literarios son admirables, las de Kafka, Chéjov o Agnón, pero hay dos que, con la imprescindible Introducción, me atrevo a indicar al lector: la muy sugerente y sutil sobre el comienzo de El otoño del patriarca, de Gabriele García Márquez y el impresionante y conmovedor acerca de precisamente La Storia, de Elsa Morante, esa novela sobrecogedora (Darío Villanueva), cuyo “contrato interno, teológico, oculto entre la novela a modo de drama litúrgico y el lector” Oz nos desvela.

 

Hemos concluido por hoy. Quedan “tantas, santísimas preguntas por contestar”, como diría el bueno de Sumji, o sea de Amos Oz, o tantas lecturas que recrear y volver a tejer… Permanece pendiente una inmersión sobre la potente sugerencia de A. Balaban acerca de la mayor influencia de las ideas de Jung sobre Oz, por comparación con la de Freud sobre Agnon o Yehoshúa y que atañerían a la estructura de la psiché, a los propios procesos psíquicos de sus ficciones y a la riqueza simbólica de su escritura. Debemos buscar también el propio “contrato secreto” de los relatos de Oz y y nosotros como lectores. En todo caso, leer o volver a hacerlo, sorbo a sorbo, frase a frase, esa Historia de amor y oscuridad porque ninguna glosa o erudición podrá sustituir la profunda emoción que su lectura nos otorga. Oz, con sus tres escrituras, nos regala una de sus mejores pasiones: el “placer” de la (su) lectura.