1.

Querría deciros

 

            En los tres primeros párrafos de Mi Carso, todos los cuales empiezan con las palabras “querría deciros”, Scipio Slataper confiesa y conjura una tentación de mentir. Slataper querría decir a sus lectores, esto es, a los italianos, que ha nacido en una casita del Carso, en un bosque de robles en Croacia o en la llanura morava; querría darles a entender que no es italiano y que sólo ha “aprendido” la lengua en la que escribe, que esa lengua no lo satisface sino que le despierta “el deseo de regresar a la patria porque aquí me encuentro muy mal”. Sin embargo, sus lectores “taimados y sagaces”, añade, enseguida se darían cuenta de que en realidad es “un pobre italiano que busca barbarizar sus solitarias inquietudes”, un hermano suyo que a lo sumo se siente amedrentado por la cultura y astucia que ellos encarnan.                       

            En el áspero y esquivo lirismo de Mi Carso, Slataper, venciendo con su sinceridad el impulso a la declamación, identifica la triestinidad con la conciencia y el anhelo de una diversidad cierta pero indefinible, auténtica cuando se vive en la púdica interioridad del sentimiento, no cuando se proclama y exhibe. Slataper se siente receptor del legado y los ecos de otras civilizaciones, de raíces y savias consustanciales a su ser. Los lectores burlones y obtusos hacen mal en no advertir su diversidad genuina, sólo que ésta no admite definiciones, todo lo que se diga de ella será necesariamente falaz: Slataper no ha nacido en el Carso, ni en Croacia, ni en Moravia, el italiano es su única lengua y su verdadera nacionalidad, por mucho que ésta sea un amasijo plurinacional. La patria de la que siente nostalgia no existe en ningún lugar, porque si “aquí” (en Trieste, entonces austríaca, o en Italia, en Florencia, donde estudia y escribe), se encuentra mal, tampoco sabría ni querría señalar otra tierra natal.

            Ahora bien, si los lectores ficticios, sobre todo los cultos amigos con los que se imagina que dialoga, no comprenden las contradicciones de su identidad, por su parte Slataper revela la secreta necesidad que siente de esa incomprensión, en la que encuentra una confirmación de su diversidad, que, constituyendo su naturaleza, no sabe definir. De forma genial, Slataper identifica esa diversidad con la poesía, es decir, con una verdad existencial que se puede vivir, pero no predicar, y que es fecunda cuando se objetiva y se transfigura en las obras concretas (del pensamiento, de la fantasía y de la acción), que de ella extraen la primera inspiración pero para traducirla en valores que la trascienden. En cambio, teorizar y hacer alarde de esa diversidad es literatura, artificio retórico o énfasis sentimental.

            Esta diversidad de Trieste ha sido ostentada, negada, afrontada con lúcida conciencia, ignorada con arrogancia o codificada en un cómodo y falso cliché, al que regularmente ha recurrido su clase rectora para justificarse y explicar su falta de adecuación sociopolítica. Ciudad “abstracta y premeditada”, como decía Dostoievski de San Petersburgo (también crecida por la decisión de un gobierno y no por un proceso de desarrollo orgánico), Trieste ha sido, y sigue siendo, una ciudad llena de contrastes, pero sobre todo ha buscado y busca su propia razón de ser en esos contrastes y en su indisolubilidad. Los escritores que han vivido a fondo su heterogeneidad y su multiplicidad de elementos sin posible unidad, han comprendido que Trieste –como el Imperio Habsburgo del que formaba parte- era un modelo de la disparidad y de la contradicción de toda la civilización moderna, carente de una fundamento central y de una unidad de valores. Svevo y Saba hicieron de Trieste una estación sismográfica de los terremotos que estaban a punto de sacudir el mundo; con Svevo, desde la civilización burguesa por excelencia, cuya historia ha sido esencialmente la de su ascenso y decadencia, nació una gran poesía de la crisis del individuo contemporáneo, una poesía irónica y trágica, muy lúcida y evasiva, que oculta su desengañada agudeza tras una amable reticencia.

            Como el austríaco de Musil, que era –lo decía el propio Musil- un austro-húngaro sin el húngaro, esto es, el fruto de una sustracción, también al triestino le cuesta definirse en términos positivos; le resulta más fácil proclamar lo que no es, lo que lo diferencia de cualquier otra realidad, que declarar su identidad.

            Toda búsqueda de una identidad, legítima en el plano existencial y a veces fecunda en el poético, comporta por norma la transfiguración caprichosa de la realidad sociohistórica. La búsqueda de la identidad conlleva, de un modo más o menos consciente, el afán de encontrar una esencia, una dimensión que no se altere ni varíe por los vaivenes del acontecer histórico. Así, aquélla inmoviliza y distorsiona la historicidad, inventa y acentúa analogías y semejanzas en vez de captar las transformaciones y distinciones que se dan en cada fenómeno histórico. Mitifica, es decir, cautiva con la inmovilidad de lo idéntico, y petrifica la historia en la máscara del mito. La “triestinidad”, como toda definición de una identidad cultural, es ciertamente una categoría “indiferenciada e inapropiada”, como escribe Elvio Guagnini, que se proyecta más allá de los límites históricos y culturales de momentos y elementos dispares. La búsqueda de una esencia –y eso es precisamente el “querría deciros” de Slataper - cae fácilmente en una visión totalizadora, y por ende reductora como todo proyecto totalizador, que aprisiona en su red también los fenómenos reacios a la inclusión, o los elimina o les niega su importancia.

            La definición de una identidad acaba extrayendo o abstrayendo rasgos típicos, a los que se confiere un valor ejemplar y absoluto, estimando representativo únicamente lo que es propio de ese valor. Ni la cultura triestina ni su literatura se reducen a la cultura ni a la literatura nacidas de la tribulación slataperiana, que poseen un significado histórico e intelectual muy notable, pero no cubren todo el espectro de la ciudad, mucho más variada y articulada. Con buen tino, Silvio Bencio, en una conferencia que dictó en Florencia en 1932, invitaba –en relación con la literatura triestina- a no meterlo todo en el mismo saco, a establecer más distinciones que analogías. De esa diversidad que Slataper sufrió, exhibió y descubrió, nació el arte del propio Slataper y quizá, en un tono completamente distinto, también el reticente juego sveviano con la nada. En cambio, resulta bastante más difícil vincular con aquélla, por ejemplo, la poesía de Saba o la de Giotti, o la narrativa de Quarantotti Gambini. Además, Slataper proclama que Trieste “tiene un tipo triestino... y debe buscar un arte triestino”, pero demuele, en una reseña de 1911, el primer libro de Poemas de Saba, demostrando que su proyecto de “arte triestino” es uno, pero desde luego no el único ni exhaustivo programa literario. Hay, como se ha señalado acertadamente, distintas realidades culturales triestinas.

            Sin duda, una de éstas es la que parte de la reflexión sobre la diversidad, de la importancia que se le atribuye o de la exigencia de conjurarla. Naturalmente, toda realidad histórica tiene su propia diversidad, más o menos marcada. Trieste tiene características peculiares, pero el hecho de subrayarlas, que a veces es una inconfesable pretensión de poseer una especie de monopolio, constituye una imposición ideológica, que, según el momento, adopta fórmulas distintas. La historia de este mito de la diversidad –con sus regresiones, sus testimonios reveladores y su paisaje sentimental- no es la historia de Trieste, sino la historia de un motivo característico y recurrente de amplios sectores de la cultura triestina, es la historia de lo que Fabio Cusin ha llamado “el particularismo triestino”. Seguir la historia de un mito no significa aceptarlo, sino comprender esa realidad histórica más amplia, de la que también forman parte su génesis y su evolución. Por tanto, aunque este libro se centre en un aspecto de la cultura triestina que ha determinado su imagen y su paisaje literario, ha de entenderse que dicho aspecto no es el único ni tampoco más significativo que otros que no se tratan aquí, como Slataper, cuya figura es fundamental para la temática del libro, no es más importante que el gran Saba ni poéticamente más válido que Virgilio Giotti, cuya obra apenas se analiza en estas páginas. 

            Asimismo, la búsqueda de la identidad encubierta del “querría deciros” hace que ésta se centre en el proceso de sustracción, de definición por negación, hacia el que tiende y en el que desemboca, como se ha señalado, aquella forma de búsqueda. Una historia completa, aunque sólo sea cultural, debería contemplar, como ha escrito Marino Raicich, a toda aquella amplia área para la que Ascoli, el gran lingüista, acuñó el término Venecia Julia: además de Trieste, Goricia y el Friuli oriental, Istria y Fiume, con sus voces poéticas y la pluralidad de sus componentes sociales y nacionales. Pero la esencia no enunciable –y las dificultades históricas inducen muchas veces a una parte de la cultura triestina a refugiarse en esta esencia- se reconoce en la sustracción, en la persecución de un centro que, definido en la diferencia, no existe.

            Esta actitud no ha terminado, sigue siendo un elemento de historia: sobrevive no sólo en las nostalgias más palmarias, en los mitos de una ciudad en crisis que busca justificaciones a su declive, sino también –paradójicamente- en algunas obras recientes que quieren desmitificar esos mitos de la ciudad y su tradición autoconsoladora. El libro de Fölkel y Cergoly, verbigracia, que abarca y saca a la luz la tradición cultural eslava y alemana de la ciudad, desligada del nacionalismo italiano, se inspira en una febril y visceral obsesión edípica, en una excitación “slataperiana” –aunque se dirige contra Slataper-, con el fin de captar un alma tan dispersa como diversa, imposible de reducir a cualquier definición unitaria. Por el lado esloveno, por ejemplo, Joze Pirjevec –precisamente reseñando la primera edición de este libro- habla de un “vacío” entre los eslovenos de Yugoslavia y los de Trieste, vacío que existe pero que es experimentado y no definido. En un artículo suyo muy interesante y agudo, también dedicado, con un propósito muy diferente, a la discusión franca y profunda de la primera edición del mismo libro, Jost Zakbar compara con acierto la triestinidad con el ave fénix (“todo el mundo dice que existe, pero nadie sabe dónde está”, escribió Metastasio), pero pone en evidencia que esta realidad forma parte de la ideología –y, por ende, de un capítulo de historia- triestina, así como el inexistente ave fénix existe, como topos literario, en la historia de la literatura y, por consiguiente, de la civilización. 

            A tenor de la lógica de este mito construido por negación, una gran etapa de la cultura triestina, o sea, el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, empieza con una toma de conciencia y con una denuncia de un vacío espiritual; empieza cuando Slataper escribe, en un artículo aparecido en La Voce en 1909, que “Trieste no tiene tradiciones de cultura”.

 

 

 

(Fragmento del libro Trieste. Una identidad de frontera, de Angelo Ara y Claudio Magris, que la Editorial Pre-Textos publicará en breve en una traducción de César Palma)