Siempre que políticos y politólogos reflexionan sobre la situación de una res publica moderna parece que se sienten obligados a aludir a la antigua Roma. Esto le sucedió también hace poco al desventurado ministro de Asuntos Exteriores alemán cuando, para criticar el Estado social de nuestro país, a sus ojos demasiado opulento, se le ocurrió la idea de comparar las condiciones actuales con los momentos bajos de la “decadencia romana”. No ha habido modo de averiguar qué quiso decir realmente con ello. Quizá le rondaran el ánimo vagos recuerdos del sistema de management imperial de la plebe mediante luchas de gladiadores, es posible que pensara también en los donativos obligatorios de cereales para las masas sin trabajo de la antigua metrópolis. Ambas cosas serían ecos de aquella apresurada enseñanza de la historia de la que gozaron la mayoría de los alumnos de enseñanza media alemanes de la promoción de 1961 (Westerwelle[2] entre otros). No contienen nada que pudiera inquietar.

De todos modos la referencia a la “decadencia romana” en boca de un político alemán no fue solo un síntoma de la característica formación superficial de esa clase de gente. Tampoco fue simplemente un síntoma de osadía verbal para impresionar a una cierta clientela. Encerraba una serie de peligrosas implicaciones que sin duda el orador habría evitado si hubiera sido consciente de ellas.

Pues el sistema romano de panem et circenses, pan y juegos, pan y circo, constituye nada menos que la primera configuración de lo que desde el siglo XX se llama “cultura de masas”. Simboliza el giro de la grave República de senadores al estado teatral postrepublicano, en cuyo centro había un bufón. Este giro se hizo inevitable desde que el Imperio romano, tras su conversión en monarquía cesarina, se orientó cada vez más a la eliminación del Senado y del pueblo de la regulación de los asuntos públicos. Desde este punto de vista la muy citada decadencia romana no fue otra cosa que la otra cara de la eliminación política de los ciudadanos que conllevó la toma del poder por una junta de políticos imperiales de profesión. Y que solo puede entenderse adecuadamente si se reconoce en ella el síntoma de la disolución de la vida republicana en administración y distracción. Mientras la administración del Imperio se enredaba progresivamente en formalismos se fue imponiendo por el lado de la diversión –sobre todo en los circos en torno al Mediterráneo y en las fiestas de la clase alta metropolitana- la tendencia al embrutecimiento y a la desinhibición. La conjunción de estado de administración y estado de distracción era la respuesta a una situación universal en la que el ejercicio del poder solo podía asegurarse ya por una amplia despolitización de los habitantes del Imperio.

Jugar con reminiscencias romanas remueve más pronto o más tarde materia peligrosa. Quien menciona a Roma dice a la vez res publica y quien habla de esta no debería dejar de preguntar por el secreto de sus inicios. Por mucho que los césares siguieran refrendando sus decretos con la fórmula sacralizada Senatus Populusque Romanus (SPQR), “senado y pueblo romano”, era claramente constatable que ambas instancias estaban desposeidas de poder casi por completo. Intentemos, pues, explicar cómo sucedió que la “cosa pública” ejemplar de la vieja Europa comenzara con una tormenta pasional digna de considerar: el hijo del último rey romano-etrusco, Tarquinius Superbus junior, se fijó en los encantos de una joven matrona romana, de nombre Lucrecia, tras haberse enterado de su belleza y recato por las fanfarronadas de su propio esposo Collatinus. Está claro que no quería aceptar que un subordinado hubiera de ser eróticamente más feliz que él mismo, el vástago de una casa imperial. El resto es conocido gracias a la historia universal de Tito Livio y a la literatura universal de Shakespeare: el joven Tarquinio se introdujo en la vivienda romana de Lucrecia y la obligó mediante un chantaje infame a acceder a su violación. Tras la deshonra padecida la joven dama reunió a sus parientes, les informó de los hechos y se apuñaló ante los ojos de los reunidos. Una ola inusitada de conmoción transformó el hasta entonces inofensivo pueblo de pastores y labriegos de los romanos en una multitud revolucionaria. Tarquinio el Soberbio es expulsado, la hegemonía etrusca se acaba para siempre. Nunca más se soportarán soberbios a la cabeza de la comunidad. El nombre del rey se proscribirá para siempre, no solo ad personam, sino en lo que se refiere también a la función monárquica como tal.

De la convulsión de los ciudadanos surge una idea de grandes consecuencias: en adelante la dirección de la comunidad será ejercida solo por romanos y se producirá pragmática y profanamente. Dos cónsules se mantendrán mutuamente en jaque, su reelección anual evitará toda nueva confusión entre cargo y persona. Excepto el oráculo del Estado, sin el que nada funciona, tampoco en la república, la superestructura religiosa implosiona; la superbia real queda desterrada para siempre. Las energías positivas de la soberbia son reducidas al formato de la búsqueda de prestigio por la excelencia, como es habitual en las meritocracias. Debido a estas resoluciones se pone en marcha el año 509 a. C. la maquinaria republicana más inteligentemente construida de la historia de la humanidad; que por el añadido posterior del cargo de tribuno popular consigue un grado insuperable de eficiencia. Comienza una historia de éxito sin par hasta que casi medio milenio después la hiperdilatación del complejo romano de poder forzó el paso a unas relaciones neo-monárquicas.

El lector actual de esta historia habría de retener una información significativa: la leyenda de Lucrecia trata del nacimiento de la res publica a partir del espíritu de la indignación. Lo que más tarde se llamará espacio público es en su origen un epifenómeno de la ira ciudadana. A partir del enfado de una multitud confluente se formó el primer foro. El primer orden del día contenía solo un punto: el rechazo de una infamia despótica. Por su irritación sincrónica por la desenfrenada soberbia de los gobernantes las gentes sencillas se dieron cuenta de que a partir de entonces querían llamarse ciudadanos. El consensus con el que comienza todo lo que hasta hoy llamamos vida pública fue la unanimidad civil respecto a una insoportable afrenta a las leyes no escritas de la decencia y del corazón.

Por expresar una vez más lo determinante: lo que ahora circunscribimos con la expresión griega “política” es un derivado del sentido del honor y de los sentimientos de orgullo de personas normales. Para el espectro de los afectos afines al orgullo la tradición paleoeuropea tiene pronta la expresión thymós [3]. En la escala timótica de la psique humana resuenan muchos tonos: desde jovialidad, benevolencia y generosidad, pasando por orgullo, ambición y despecho, hasta indignación, ira, resentimiento, odio y desprecio. Mientras una comuna política sea dirigida por su centro de orgullo las cuestiones de honor y prestigio están en el foco de la atención general. La inviolabilidad de la dignidad civil rige como bien supremo. La suspicacia pública vela porque la arrogancia y la avaricia, las siempre virulentas fuerzas fundamentales de la infamia, no se impongan nunca en la res publica.

Debería estar claro por qué no es inocuo hablar en nuestros días de decadencia romana y equiparar con ella circunstancias actuales. Quien habla así se declara implicite en favor del parecer o de la sospecha de que también a la república moderna –tal como surgió hace más de doscientos años de la ira antimonárquica de las revoluciones americana y francesa- le seguirá a su debido tiempo una fase postrepublicana. También esta se caracterizaría típicamente por la unión de pan y circo o, por hablar de acuerdo a los tiempos, por una sinergia de Estado social e industria de la sensación. No se puede negar que indicios de tal economía doble los hay por todas partes. ¿No vemos desde hace algún tiempo signos que hablan de la involución de la vida pública en administración y entretenimiento, aislamiento térmico para ministerios y casting-shows para ambiciones? ¿No ha conquistado discretamente las centrales de los partidos y los seminarios de sociología del hemisferio occidental el discurso, proveniente de Gran Bretaña[4], de la “postdemocracia”, es decir, la idea de que la participación ciudadana se puede ahorrar por la superior competencia de quienes toman las altas decisiones políticas? ¿No son ya innumerables las personas que como hicieron un día los antiguos estoicos y epicúreos han vuelto a poner a cubierto su existencia ante el hecho de que la burocracia, el espectáculo y las colecciones privadas señalen ahora los últimos horizontes?

De estas consideraciones podría sacarse la precipitada conclusión de que las tendencias postdemocráticas se habrían impuesto ya en toda línea en el ocaso de la segunda era republicana, la que llamábamos la modernidad política. Entonces, a nosotros, habitantes de la segunda res publica amissa (de la segunda república abandonada), no volvería a quedarnos otra cosa que esperar a los césares... o a sus ediciones baratas, los populistas, en tanto el populismo suministra hoy la prueba de que el cesarismo también funciona con comparsas. ¿Es posible, pues, que tuviera razón Oswald Spengler con su peligrosa sugerencia de que hay que ser un teórico de la decadencia para como diagnosticador del tiempo estar a la altura de las circunstancias?

Pero por muy incitantes que sean consideraciones rapsódicas de este tipo: en este asunto estamos mejor aconsejados si no nos dejamos arrastrar por el élan de la gran analogía. Es verdad que no faltan indicios de que avanzamos hacia circunstancias postrepublicanas y postdemocráticas. Cuyo síntoma más significativo, la nueva eliminación de los ciudadanos mediante una estatalidad monológica encerrada en sí misma, puede diagnosticarse hoy en numerosos frentes. La línea actual del gobierno negro-amarillo [cristianodemócratas y liberales] en cuestiones de energía atómica muestra que la política se va pareciendo cada vez más en este país [Alemania] al monólogo de un club de autistas.

Pero habrá de sentirse defraudado quien crea que la eliminación de los ciudadanos en esta segunda situación post-republicana se producirá tan sin dificultades como se llevó a cabo tras el establecimiento del antiguo régimen de los césares. En este punto la analogía histórica no es concluyente; por un motivo del que como mejor se informa uno sigue siendo por fuentes antiguas. Los autores clásicos de Grecia, que consideraban al ser humano un ser movido a la vez por el eros y por el orgullo, poseían una comprensión mucho más profunda de él que los modernos, dado que la mayoría de estos últimos se han contentado con interpretar la psique humana solo a partir de la libido, de la carencia y del afán de posesión. Sobre cuestiones de orgullo y honor no se les ocurre nada desde hace ya más de cien años. No extraña, pues, que tanto políticos como psicólogos no sepan qué hacer hoy en cuanto tienen que vérselas con conmociones públicas de esos olvidados componentes de orgullo del patrimonio anímico humano. Quien contempla el panorama de las agitaciones políticas en Europa, debería darse cuenta inmediatamente de una cosa: si hoy, a pesar de toda la cantidad de expertocracia y cultura de entretenimiento que se ofrece, no se consigue del todo la eliminación de los ciudadanos es porque se ha echado la cuenta sin el orgullo de los ciudadanos.

De repente vuelve a aparecer en el escenario él, el citoyen  timótico, el ciudadano consciente y seguro de sí mismo, informado, dispuesto a colaborar en planteamientos y decisiones, masculino y femenino, y ante el tribunal de la opinión pública presenta sus quejas por la malograda representación de sus deseos y conocimientos en el sistema político actual. Ahí está de nuevo él, ese ciudadano que sigue siendo capaz de indignarse porque a pesar de todos los intentos de adiestrarlo para ser un fardo de libido ha conservado su sentido de autoafirmación, y que manifiesta esas cualidades llevando su disidencia a las plazas públicas. Como de la noche a la mañana él está de nuevo entre nosotros, ese ciudadano incómodo que se niega a ser un omnívoro político, conformista y alejado de opiniones “no serviciales”. Hacía tiempo que no se le veía, a ese ciudadano informado e indignado al que de repente, no se entiende cómo, se le ocurre la idea de referir a sí mismo el artículo 20, parágrafo 2 de la Constitución, según el cual todo poder estatal sale del pueblo. ¿Qué ha sucedido en él para que entienda el misterioso verbo constitucional “salir” como una indicación para abandonar sus cuatro paredes con el fin de manifestar lo que quiere y sabe y teme?

En momentos como el actual no está mal recordar que la misma res publica originaria fue un derivado de los afectos psicopolíticos primarios orgullo e indignación. Como se ha hecho notar, en el origen del sentimiento romano de comunidad estuvo la no-disposición a tolerar por más tiempo la arrogancia de los gobernantes, devenida ya demasiado crasa. A pesar de todas las diferencias entre situaciones antiguas y modernas no hay que buscar durante mucho tiempo el aspecto comparable. También hay hoy innumerables ciudadanos que ven motivos para irritarse por la arrogancia de los gobernantes. Aunque la arrogancia se haya hecho anónima y se oculte en sistemas que funcionan movidos por las circunstancias, los ciudadanos, sobre todo en su calidad de contribuyentes y de destinatarios de grandes discursos preelectorales, sienten de vez en cuando con suficiente claridad qué juego se trae con ellos.

¿Entendemos ahora cómo el sueño de los sistemas produce monstruos? Los monstruos son los ciudadanos de carne y hueso que se oponen al mandamiento postdemocrático de eliminación de la ciudadanía. Habrá que admitir que esta repentina renitencia necesita explicación. ¿Por qué de repente las personas no pueden permanecer tranquilas en los lugares pensados para ellas? ¿Por qué ya no se puede contar con su letargia, importante para el sistema? ¿Y qué hay en su función que sea tan difícil de entender? En la democracia representativa los ciudadanos –a parte de sus enormes obligaciones fiscales- son utilizados primordialmente como suministradores de legitimidad a los gobiernos. Por eso se les invita, a grandes intervalos, al ejercicio de su derecho de voto. En el intermedio pueden hacerse útiles ante todo por su pasividad. Su tarea más noble consiste en expresar por el silencio su confianza en el sistema.

Conformémonos por cortesía con la constatación de que tal confianza se ha convertido en un recurso escaso. Incluso politólogos cortesanos berlineses hablan del claro distanciamiento entre la clase política y la población. Todavía se arredran los expertos ante el duro diagnóstico según el cual la política de la útil despolitización del pueblo está abocada al fracaso.

En este punto puede ser oportuno preguntar cómo se las arreglaron los romanos de la época de los césares para conseguir la despolitización, mientras que a los electos postdemócratas de hoy amenaza con írseles de las manos. La respuesta se encuentra sin rodeos: las élites de la época cesarina gozaron durante mucho tiempo de la posibilidad de hacer ofertas sustitutivas, más o menos útiles, a las reivindicaciones timóticas de su ciudadanía; a pesar de síntomas contundentes de decadencia postrepublicana: supieron cómo despertar en el civis romanus el orgullo por las consecuciones civilizatorias del imperio; mediante soft power romano vincularon al centro los pueblos de la periferia; fueron lo suficientemente inteligentes como para conseguir que las masas inestables de las ciudades participaran en el narcisismo teatral del culto al César. En comparación con ello salta a la vista la torpeza de nuestra clase política en todos los aspectos importantes del abanico timótico. A menudo ya no tiene otra cosa que ofrecer a los ciudadanos que la perspectiva de participación en su propia miseria: una oferta que por regla general la población solo acepta en carnaval y en los discursos del miércoles de ceniza[5]. Cuando se plantea la cuestión de cómo reacciona la mayoría del pueblo a la performance de los gobernantes, la mayor parte de las veces los investigadores de opinión constatan desde hace algún tiempo: con desprecio. Innecesario decir que esa palabra pertenece al vocabulario elemental del análisis timótico. Que la denominación del polo negativo de la escala del orgullo se utilice tan a menudo y tan intensamente como se utiliza ahora tendría que hacer comprensible en qué medida la regulación psicopolítica de nuestra comunidad se está saliendo de control.

[...]

Quien en medio de las polémicas intenta mantener la tranquilidad del observador consigue una imagen que conjunta en una escena coherente los diferentes focos de conflicto: en numerosos frentes se ven los mismos reflejos de búnker ante la posible perturbación de las rutinas, el mismo recurso al mobbing[6] contra quienes sostienen “opiniones indeseadas”, el mismo malestar porque tomen la palabra los no convocados, la misma confusión entre obstrucción y firmeza de carácter.

De tanta insensibilidad inveterada solo se puede salir por un análisis más exacto del sistema político y sus paradojas. Este análisis comenzaría con la explicación de por qué la moderna democracia representativa, por regla general, no está en condiciones de conseguir lo que parece que los césares lograron fácilmente: estos fueron capaces durante siglos de conectar el imperativo sistémico de la eliminación postrepublicana de los ciudadanos con el imperativo psicopolítico de la satisfacción timótica de los ciudadanos. Los modernos fracasan en esa tarea desde que la triquiñuela de la autoexaltación nacional ya no les resulta tan fácil de utilizar como hace cien años. Por eso solo les quedan dos salidas, de las que una es económicamente ruinosa y la otra psicopolíticamente imprevisible: la eliminación de los ciudadanos mediante recompensas porque se estén quietos y la paralización de los ciudadanos mediante resignación. Cómo funcionan las recompensas lo sabe cualquiera que observe los debates actuales sobre el Estado mantenedor. Tampoco es ningún secreto cómo se llega a la resignación. Superficialmente la resignación se parece a la satisfacción bajo un buen gobierno. Se diferencia de ella por un estado de ánimo molesto, pero desalentado, porque considera que los de arriba son todos iguales en el fondo. En un clima así las participaciones electorales pueden caer por debajo del cincuenta por ciento, como es habitual en EE. UU., sin que la clase política vea por ello motivo de preocupación alguno.

La eliminación de los ciudadanos por resignación es un juego con fuego porque en cualquier momento puede tornarse en su contrario: en la abierta indignación y manifiesta ira de los ciudadanos. Una vez que la ira encuentra un objetivo es difícil ya desviarla de él. Para la clase política se añade el agravante de que la moderna exclusión del ciudadano se quiere presentar como “inclusión” del ciudadano. Cuya despolitización tiene que seguir unida a tanta politización restante como sea necesaria para la autorreproducción del aparato político.

Desde ningún punto de vista los ciudadanos de nuestro hemisferio están tan excluídos como en su condición de contribuyentes. El Estado moderno ha conseguido imponer a sus miembros en el momento de su contribución más material a la comunidad, en el instante de sus ingresos en la caja común, el papel más pasivo que puede adjudicar: en lugar de resaltar la calidad de donantes de los pagadores y de acentuar respetuosamente el carácter de donativos de los impuestos, los Estados modernos fiscales agobian a sus contribuyentes con la humillante ficción de que tienen deudas masivas con la caja pública, deudas tan grandes que solo pueden saldar a plazos durante toda su vida. En el centro del moderno acontecer de la eliminación del ciudadano se encuentra un sistema de impuestos construido de modo completamente equivocado desde el punto de vista psicopolítico. Que hurta el orgullo a los ciudadanos fiscalmente activos y los empuja a la posición de eternos deudores del Leviatán. Mientras más capaces de rendimientos se muestren más dinero deben, mientras más tienen para dar más están en negativo. Por lo demás, últimamente los ciudadanos fiscales están condenados a la pasividad no solo en el instante de su pago a la caja comunitaria, sufren una pasividad de segundo grado desde que el Estado les ha encadenado alevosamente a la galera de las deudas públicas. Sin entender cómo les ha sucedido, los dadores se ven implicados en una comunidad de destino de nuevo cuño. Desde ya mismo constituyen un grupo de deuda colectiva que mañana y hasta su último aliento pagará por lo que les cargan los eliminadores de los ciudadanos de hoy. Y no se diga que la política actual ya no tiene imaginación. Todavía hay una utopía para nuestra comunidad: si la suerte está de nuestro lado y todos hacen todo lo que está en su poder, al final se conseguirá incluso lo imposible, evitar la bancarrota del Estado. Desde ahora ella es la estrella roja en el cielo vespertino de la democracia.

Desde la crisis financiera, aparecida en 2008, innumerables comentarios han evocado la peligrosidad de la especulación en los mercados financieros. Pero nunca se habló de la más peligrosa de las especulaciones: la mayoría de los Estados actuales especulan, sin dejarse escarmentar por crisis alguna, con la pasividad de los ciudadanos. Los gobiernos occidentales apuestan porque la mayoría de sus ciudadanos sigan decidiéndose por el entretenimiento; los orientales apuestan por la inquebrantable efectividad de la represión abierta. No hace falta ser profeta para imaginar en qué medida el futuro estará determinado por la competencia entre el modo euro-americano y el chino de exclusión o eliminación de los ciudadanos. Ambos procederes parten de que si se sigue contando con una alta pasividad de los ciudadanos se puede eludir el mandamiento ilustrado de la representación de la voluntad positiva y del buen saber hacer de los ciudadanos en la actuación del Estado. Hasta ahora esto ha funcionado sorprendentemente bien: incluso tras la fracasada conferencia climática mundial de Copenhague, en aquel fatal diciembre de 2009 los ciudadanos de Europa prefirieron dedicarse a sus compras navideñas más que a la política; prefirieron llegar a casa con bolsas llenas en lugar de embrear y emplumar, al menos simbólicamente, como hubieran merecido, a sus “representantes”, que volvieron con las manos vacías.

Aun sin dotes adivinatorias se puede saber: tales especulaciones reventarán más pronto o más tarde porque en la era de la civilización digital ningún gobierno del mundo está a salvo de la indignación de los ciudadanos. Cuando la ira hace bien su trabajo surgen nuevas arquitecturas de participación política. La postdemocracia, que está a la puerta, tendrá que esperar.

 

 

(Este texto forma parte del libro Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana.
Aportaciones a un debate sobre la nueva fundamentación democrática de los impuestos, de Peter Sloterdijk, editado por Siruela)



[1] Este ensayo apareció en versión levemente recortada bajo el título “El orgullo herido. Sobre la exclusión de los ciudadanos en las democracias” en Der Spiegel (8 de noviembre de 2010, págs. 136-142).

La "eliminación" de los ciudadanos se refiere a su “exclusión” interesada de los asuntos y decisiones públicas por parte de los gobernantes, tanto en la época postrepublicana de Roma como en la postdemocrática de hoy: o sea, eliminación de las funciones del ciudadano esenciales tanto para la república como para la democracia. Este es el núcleo del artículo. Eliminación o exclusión, pues, de los ciudadanos: ambas cosas significa la palabra alemana “Bürgerausschaltung”. (N. del T.)

[2] El citado ministro, Guido Westerwelle, del Partido Liberal, aliado de la cristianodemócrata Merkel hasta las elecciones de octubre de 2013, muy controvertido y un tanto hazmerreír en Alemania en ocasiones. (N. del T.)

[3] Sloterdijk utiliza siempre la palabra “orgullo” (“Stolz”) en el sentido que deja entrever al final (lo subrayado) esta mala definición del DRAE: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”. Queda claro arriba, cuando Sloterdijk habla de la reducción de la superbia real de los Tarquinios al marco un sentimiento positivo y productivo de soberbia republicana, que lleva a buscar consideración social por méritos propios de superación de sí mismo y excelencia de vida. Y lo asimila al espectro semántico del thymós griego, fuerza de vida, un ánimo fuerte, pasional y socialmente evaluable. Mortal e intrascendente frente a la psyché, emocional frente a la intelecciones del nous. Uno de los tres aspectos de la personalidad, pues, que rigen la vida del hombre en Grecia, que en caso de duda siempre es regida en último término por los dioses. Orgullo es, pues, sentimiento de excelencia personal por la vida de esfuerzo y rendimiento que se lleva y espera de reconocimiento social por ello. Es el sentimiento general del rendidor o Leistungsträger, que solo pueden satisfacer impuestos voluntarios, no obligados, que se consideren además como donaciones, no deudas. Se entiende. (N. del T.)

[4] Cfr. el libro origen del concepto, Post-Democracy , de Colin Crouch (cast.: Taurus, Madrid, 2004). Un sistema político en el que van degenerando las democracias participativas occidentales en el que lo que importa no es la participación de los ciudadanos sino simplemente los resultados, con tal de que sirvan, eso sí, al menos, al bien común y satisfagan la justicia distributiva. Todo ello se determina y regula no en procesos democráticos sino en procedimientos administrativos. Los representantes elegidos traspasan para ello sus competencias, y con ello su responsabilidad, a expertos, comisiones y consultorías económicas, etc. El humus político actual de la eliminación del ciudadano, por una parte, y de su indignación, por otra, de que habla Sloterdijk. (N. del T.)

[5] En carnaval irónicamente y empáticamente en los duros discursos típicos del Miércoles de Ceniza político en Alemania. (N. del T.)

[6] Acoso psicológico en el trabajo. (N. del T.)