Antes de que los cineastas se formaran de modo más o menos habitual en escuelas dedicadas a ello específicamente solían venir de otros oficios. Muchos, del guión o la interpretación, como aún sucede hoy en día. Otros, y no los más abundantes, de la fotografía. A estos últimos se les suele distinguir por su seguridad en el manejo de la cámara, por su gran sentido plástico, por su muy explícita visualidad. Es el caso de realizadores como Stanley Kubrick. O Carlos Saura.

La faceta fotográfica de este sigue sin ser bien conocida, aunque ha dejado de estar en segundo plano desde que en junio del año 2000 Hans Meinke organizara en su galería barcelonesa Círculo del Arte la exposición Carlos Saura. Años de juventud (1949-1962). Tras ella han seguido otras que han puesto de relieve los muchos fotógrafos que conviven en él, fruto de las diversas miradas desplegadas sobre la realidad a lo largo de su trayectoria. Pero también de la ampliación de recursos técnicos gracias a la cámara digital, el ordenador y la superposición de imágenes pintadas.

Se trata de una trayectoria muy dilatada, propia de quien comienza sus actividades profesionales a una edad tan precoz como los diecisiete años, hacia 1949. Y que a los veinte es fotógrafo oficial en los festivales de música de Granada y Santander, con toda la importancia que ello tendrá más tarde en el ciclo de películas que dedica al flamenco, el tango, el fado o la ópera. 

Es el profesional que pudo llegar a integrarse en la plantilla de la prestigiosa revista parisina Paris-Match. También, el formidable retratista que consigue esas instantáneas inolvidables, como la de Baroja en su lecho de muerte que aparece en los manuales de Literatura o el Buñuel de tantas portadas de libros. Son imágenes casi canónicas, iconos que creemos del acervo común, pero que salieron de su cámara.

Por puro prurito generacional, resultaba inevitable que alguien con tales inquietudes tendiera a la crónica social. Y hoy muchas las fotografías que tomó con ese propósito nos devuelven a un país insólito, casi tan remoto como el de Las Hurdes, una España solanesca, valle-inclanesca, profundamente rural, paralela a la que rastreó Inge Morath en sus testimonios gráficos o Eugene Smith en el ciclo de Spanish Village.

En cualquier caso, sin ese registro documental no se entendería su transición a un cine de la misma naturaleza, que arranca con la Carta desde Sanabria de Eduardo Ducay, en la que participa como operador, a La tarde del domingo, Cuenca o Los golfos. Y la articulación narrativa de esas instantáneas ya se esboza en su proyecto de álbum fotográfico sobre España que nunca terminaría, pero que se barrunta en el reportaje gráfico "Vagón de tercera clase", aparecido en la revista Objetivo en 1955 con textos de Basilio Martín Patino.                                  

También será muy relevante para su cine la faceta fotográfica que concibe la cámara como instrumento de una dicción visual y una enunciación de la mirada capaces de trascender el mero realismo, el más externo e inmediato, hasta internarse en lo parasurrealista. Un tono e intención que luego prolongará él mismo como pintor o ilustrador al retocar sus propias fotografías, pero que ya estaba presente en la exposición Arte Fantástico organizada por su hermano Antonio en 1953 en la librería Clan que regentaba Tomás Seral y Casas.

Y, todavía más importante, esta vocación inicial no se clausura con el surgimiento del cineasta. Continúa evolucionando en el interior y el exterior de su filmografía. Determinados quiebros de ésta, reconsideraciones o reescrituras –como la que tiene lugar tras 1975--, son testificados por la fotografía, que interviene para levantar acta y, en ocasiones, como garante de continuidad. Así, no es raro que en películas centradas en el universo familiar, como Cría cuervos o Elisa vida mía, los álbumes de fotos introduzcan una araña y maraña de relaciones que obligan a considerar lazos ocultos, desde otro tiempo y otro tempo. Esas fotos en blanco y negro que dejan constancia de los meandros de la tribu son como quistes irreductibles, la conciencia y memoria de su cine, como le sucede a la abuela de Cría cuervos frente al tablón con las fotos de su camada o al protagonista de El jardín de las delicias con los recordatorios y retablos que le escenifica su adorable familia.

En La caza, en Ana y los lobos, en Bodas de sangre o en El séptimo día las instantáneas de los grupos protagonistas son como detonadores que preludian el estallido de la violencia. En Peppermint frappé José Luis López Vázquez no sólo hace radiografías, sino también fotos a la esposa de su amigo, para apropiársela y, a partir de ellas, construir un doble remodelando a su enfermera. Y algo de esos propósitos de la sutil dialéctica entre la imagen fija y la imagen en movimiento –entre el fotógrafo y el cineasta— se proyecta sobre los daguerrotipos con que arranca El Sur, como en esa frase entre borgiana y darwinista que se cita en El jardín de las delicias: "He sido un niño, una mujer, un pájaro y un mudo pez que surge del agua".

De un modo similar, filogenético, el fotógrafo permanece bajo el cineasta, quizá porque una de las sustancias de su universo, la temporal, queda encapsulada de un modo aún más rotundo en la imagen fija, como el propio Saura ha confesado: "Lo que más me impresiona al hacer una fotografía es que la realidad se transforma instantáneamente en pasado. Eso me da terror. Es una reflexión que cualquier fotógrafo se hace de inmediato. Quizá por ello, siempre me han fascinado esas fotografías donde hay un grupo completo y una persona --no se sabe bien por qué-- aparece movida. Pongamos que se trata de una foto escolar, en la que se recoge un curso al completo y hay un niño movido. Automáticamente, a mí me interesa el niño movido. Entre otras cosas, porque no se ven sus rasgos, porque hay que averiguar quién es, ya que se trata de un ser a la vez real e irreal, con algo de fantasma".

Debido a esa evidencia --lo importante que resulta la fotografía en su cine--, le han ofrecido a menudo hacer películas sobre algunos fotógrafos famosos, como Robert Capa y Tina Modotti, que sin duda no carecen de atractivo en sus personas, peripecias y obras respectivas, más que sobradas como para urdir sobre ellos buenos biopics. Pero es que se trata de mucho más que eso, porque las fotografías que ha ido haciendo configuran por sí mismas una especie de secuencia en paralelo, rellenando incluso los huecos de su filmografía. Van mucho más allá del trabajo de unas fotos fijas o de los making of: son diarios, dietarios, los apuntes de la obra en marcha y del proceso creativo de un gran artista plástico. Sus apuntes, el día a día, la gimnasia de la mirada, el jogging de la imaginación, cuadernos de viaje, rodajes, ensayos, asedios...

En sus exposiciones más recientes, como las recogidas en el libro Las fotografías pintadas de Carlos Saura (2005), se puede observar el camino recorrido desde aquellas fotografías rurales en blanco y negro hasta estas instantáneas digitales hechas en lugares de tránsito de la España moderna, como trenes, estaciones y aeropuertos. Esos encuentros con rostros, actitudes y sueños ajenos. También las fotos de familia y en el plató. Y, por supuesto, su verdadero lugar de trabajo, el estudio de su casa, ese laboratorio de ideas, sonidos y procesos.

Algunas de las imágenes más interesantes están hechas con espejos, y en especial el efecto que él denomina en uno de sus títulos El fantasma tras el espejo, una especie de traslación del director como vampiro. O bien las fotos dentro de las fotos, como sucede en sus películas.

En cualquier caso, harán falta muchas exposiciones para acotar esta faceta de Saura. Son miles y miles los negativos que aún deben ver la luz. Y sólo llegado el momento en que concluya esa revisión podrá apreciarse la enorme envergadura de uno de nuestros grandes fotógrafos contemporáneos. 

Más desconocida aún resulta su faceta de escritor, a pesar de constituir uno de sus primeros entornos generacionales, el de los años cincuenta y los Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Sueiro o Mario Camus. Con los dos últimos colaboró en guiones como los de Los golfos o Llanto por un bandido. Y no resulta difícil sorprender la huella de El Jarama en la secuencia del río de la primera, una película tan barojiana, por otro lado, en la estela de La busca del novelista vasco. Un Baroja actualizado, como lo era el de Tiempo de silencio, cuya novedosa técnica de monólogo interior aparece en la secuencia de la siesta de La caza.

Pero si hablamos de este aspecto de Saura, su escritura, en realidad habría que desglosarla en tres apartados, como mínimo: 1) por un lado, la que tiene carácter autónomo respecto a su cine; 2) por otro, la que guarda relación con los guiones de sus películas, reelaborados como narraciones; 3) y, en tercer lugar, el papel que desempeña la literatura en su filmografía.

Respecto al primero, Saura ha sido extraordinariamente parco. Es cierto que hay muchos apuntes suyos en forma de prólogos o anotaciones a ciertos guiones publicados, como Carmen, o El Dorado. Pero no me refiero a ese tipo de escritura, sino a textos como La memoria expandida, sobre su hermano Antonio. O el prólogo a su libro de fotografías titulado Flamenco, donde se observa de dónde le viene al fotógrafo la agudeza para los retratos, de ese escritor que no le va a la zaga a la hora de captar personajes, grupos o ambientes. Y, sobre todo, en los apuntes autobiográficos que va ensayando aquí y allá, aunque no los haya publicado más que a retazos, muy a retazos. Un escritor todavía por descubrir.

El segundo apartado es bien conocido. Son varios los guiones que ha anticipado en forma narrativa antes de ser rodados (Pajarico, ¡Esa luz!), o que ha adaptado después a esa modalidad (Buñuel y la mesa del rey Salomón, Elisa vida mía). Quizá los dos casos más relevantes sean  ¡Esa luz! y Elisa vida mía. El primero, porque no ha sido llevado a la pantalla, porque se trata de su película sobre la guerra civil y porque se inspira en las peripecias de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón, y contiene numerosos componentes autobiográficos, dado que la madre de Saura y Sender fueron medio novios en Huesca.

En cuanto a Elisa, vida mía, bien puede servirnos de transición entre el segundo y el tercer apartado que apuntábamos más arriba. Por un lado, porque casi un cuarto de siglo después de su filmación, en el año 2004, Saura rehizo la narración original en forma de novela. Por otro, porque se trata de su película más impregnada de literatura, ya desde el título, que procede de Garcilaso de la Vega.

La “adaptación” de la pantalla al libro que lleva a cabo su propio autor con Elisa, vida mía adquiere, así, un sentido añadido, ya que se restituyen a la página impresa numerosos elementos que procedían de ella, al centrarse la película en el proceso creador de un escritor. Algunos cambios son meras actualizaciones, como sustituir el radiocasete por el CD o introducir teléfonos móviles. Y la mayor novedad es el desarrollo del llamado “crimen de la viuda”. 

Pero otros van en la dirección apuntada, como colocar delante de los cinco capítulos sendas citas de Gracián (El criticón), Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), el Pigmalion de Rameau, Borges (El hacedor) y Garcilaso (La estancia 21 de la Égloga I). No hacen sino explicitar textos que se oyen o ven en la película, o que se tienen en cuenta, aunque no aparezcan en ella. Y se añaden otros nombres afines como Quevedo o Cervantes, además de la presencia inevitable de Calderón de la Barca.

En pocas ocasiones como en Elisa, vida mía ha dejado Saura una constancia tan explícita de la estrecha vinculación que su obra mantiene con el universo literario. Y cabe pensar que habría incidido más a menudo en él si hubiera dispuesto de la libertad de movimientos con que contó en 1976, tras el éxito internacional de Cría cuervos y después de la muerte de Franco, que permitía y hasta exigía un alto reflexivo en el camino. Y que él aprovechó para hacer algo complejo y experimental, capaz de transmitir una visión más matizada de España que su mera tradición tremendista, algo menos brutal, elemental y violento, más cercano a la sensibilidad de sus grandes escritores y pintores.

Uno de los personajes reales en los que se inspiró fue la novelista Carmen Laforet. Pero no acaban ahí, ni mucho menos, las relaciones con la literatura que lleva a cabo la película, a través de uno de los más complejos dispositivos textuales de la historia del cine. No se trata de una complejidad gratuita, sino de un andamiaje que trata de explorar los mecanismos de la creatividad de un escritor, indagando mediante los recursos del cine la surgencia del texto literario.

En gran medida, Elisa, vida mía se centra en la transmutación de la sustancia biográfica en escritura a partir de sus elementos germinales, en lugar de desarrollar una historia ya cerrada. Por ello no es extraño que uno de los elementos esenciales de la película sean los textos literarios que se citan frontal o lateralmente, empezando por el propio título. Después de todo, estamos ante un filme protagonizado por un escritor, y ello implica inevitablemente que maneje como elementos cotidianos páginas propias y ajenas. Por ejemplo, sobre su mesa hay un ejemplar de El criticón de Baltasar Gracián, que constituye uno de los elementos de referencia para su desengaño y misantropía.

A su vez, ciertas experiencias de la soledad de un enfermo se apoyan en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, libro leído y subrayado por el protagonista. Y, por supuesto, pocas propuestas más sugestivas que el auto sacramental El gran teatro del mundo para explorar el misterio de la personalidad, ya que el barroco juego especular entre el primer teatro y el segundo permite que los actores sean a la vez ellos mismos y su personaje, con el que incluso se permiten discrepar de su autor, como Elisa con ese padre que, nuevo Autor Soberano, la está "recreando" en el papel y en la vida misma. Lo más fascinante de la obra de Calderón para una película como Elisa, vida mía es que apura una de las esencias del cine, la suplantación de otra personalidad como epicentro del trabajo de los actores. Y ese segundo teatro se realiza explícitamente ante el espectador, sin ocultar nada, ni preparativos ni organización, proporcionando la clave del procedimiento.

Ese motivo temático de las relaciones entre el creador y su criatura prosigue su dialéctica en el texto y la música de Pigmalión, el ballet del músico barroco francés Jean-Philippe Rameau sobre texto de Houdar de La Motte, que matiza la relación de Luis con Elisa, creación suya en este caso no tanto por la paternidad biológica cuanto por la escritura.

El texto de Borges procede del conocido epílogo de El Hacedor, que Saura citará en su adaptación del cuento El Sur del argentino: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Otros escritores aparecen en su filmografía, como el ya aludido protagonista de ¡Esa luz!, inspirado en Sender. O el de Dulces horas, que reescribe su pasado familiar para que lo interprete una compañía de teatro. O el que centra una de sus películas más personales, el San Juan de la Cruz de La noche oscura. En este caso, se trata de una indagación del vértigo que acomete a cualquier creador cuando busca decir lo que piensa y siente, no lo que otros pretenden de él.

Por ello, su noche oscura tiene mucho que ver con las pinturas negras de Goya y el sueño de la razón que le tocó vivir. Y deja constancia de uno de los núcleos de interés más persistentes en el cine de Saura, su exploración del proceso creativo, ya sea en un bailarín, actor, pintor, cineasta o escritor. De todos los cuales, pocos más íntimos y difíciles de fotografiar que el de este último, por transcurrir dentro de su cabeza y ser su desempeño físico poco “fotogénico”.

Frente al fotógrafo o el escritor, el cineasta Carlos Saura resulta sobradamente conocido. Cuestión bien distinta, claro, es que se le interprete bien o mal. Su obra –treinta y siete largometrajes-- empieza a ser ya lo bastante dilatada como para ofrecer muchos matices. Y quizá merezca la pena subrayarlos más allá de los títulos que suelen ponerse en primer plano.

Antes de la puesta de largo en el cine profesional en 1959 con su primer largometraje, Los golfos, su prehistoria fílmica se remonta a la nonata Carta de Sanabria (1955) el documental de Eduardo Ducay del que Saura fue operador. Sólo han quedado unas estremecedoras fotografías a su cargo, que hacen lamentar profundamente la pérdida de este eslabón en la línea de Las Hurdes. Porque luego vienen ya la práctica de fin de carrera de la escuela de cine que realiza al año siguiente, La tarde del domingo, y el documental Cuenca (1958).

Tras el citado debut en el largometraje con Los golfos hay un bache profesional debido a la vinculación del proyecto en el que trabajaba con la productora UNINCI, desactivada en 1961 por el escándalo de Viridiana. Dicho proyecto, titulado La boda anticipaba en algunos aspectos Pippermint frappé (1967), y caso de haberse materializado habría permitido que siguiera un camino más rectilíneo.

En lugar de ello, a principios de los años sesenta le ofrecieron adaptar Young Sanchez, de Ignacio Aldecoa, que rechazó por considerarla repetitiva respecto a Los golfos, y filmaría Mario Camus. Finalmente, el bloqueo de UNINCI le obligó a trabajar durante 1963 en un empeño de pura subsistencia, Llanto por un bandido, sobre el bandolero José María Hinojosa, "El Tempranillo". Y los destrozos que la productora llevó a cabo en ella le llevaron a la decisión de no rodar nunca más una película que no pudiera controlar. Así es como surgió La caza (1965) y su encarrilamiento profesional a un ritmo regular, que se aproximará a la envidiable media de una película anual.

A partir de ahí, se han propuesto clasificaciones de su obra con criterios más o menos plausibles. En un principio se llegó a hablar de una “trilogía de la pareja”, que englobaría títulos como Peppermint frappé, Stress es tres, tres y La madriguera. Pronto complementada por una “trilogía de la familia”: El jardín de las delicias, Ana y los lobos y La prima Angélica. Un criterio que luego se hizo extensivo a su primer ciclo musical, con el productor Emiliano Piedra y el bailarín Antonio Gades: Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo. Pero resulta obvio, a la vista del desarrollo posterior de ese itinerario, hasta qué punto resulta insuficiente. O el de las películas que reescriben otras anteriores y las actualizan: Los golfos y Deprisa, deprisa; Ana y los lobos y Mamá cumple cien años...

Es cierto que no cuesta reconocer algunos temas que subyacen como constantes a lo largo de las más diversas coyunturas. Como la memoria, sus funciones, disfunciones o derivas, que otorgan su poderosa originalidad a El jardín de las delicias, La prima Angélica o Dulces horas; pero también a Elisa vida mía, Goya en Burdeos o Pajarico. O la construcción de la identidad y de las relaciones mediante un proceso de representación, que puede recaer en un teatro literal (Elisa vida mía, Los ojos vendados, Dulces horas, Los zancos, ¡Ay Carmela! y buena parte de su ciclo musical) o en la reconstrucción interesada, impostada, parodiada o al modo de los retablos calderonianos (El jardín de las delicias, Ana y los lobos, Cría cuervos).

En cualquier caso, La caza inició el proceso de lo que con el tiempo culminaría en la creación de un universo propio. Supuso, además, el primer espaldarazo internacional de Saura, al recibir el Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1966, por un jurado que presidía Pier Paolo Pasolini. Y marcó también el inicio de su colaboración con el productor Elías Querejeta, con el que filmará una docena de películas, con un equipo relativamente estable, que termina integrando al guionista Rafael Azcona, los operadores Luis Cuadrado y Teo Escamilla, el montador Pablo del Amo o el director artístico Emilio Sanz de Soto. Y, como protagonista femenina, Geraldine Chaplin.

Todavía es habitual elogiar La caza en contra del quiebro que le sigue, y que se inicia en 1967 con Pippermint frappé. Una vía más experimental, de búsquedas formales casi inevitables en los años sesenta, que contaban con un nuevo público, el de las salas de Arte y Ensayo. Hoy resulta demasiado fácil deslindar lo que el tiempo he revelado como más caedizo del cine de aquella década. Pero hay que recordar que ni la actual forma de entender este medio de expresión sería la misma sin aquellas intentonas, ni España era un país que se dejara reducir ya a los viejos clichés rurales, y carecía de sentido seguir haciendo costumbrismo y/o sainetes.

El país estaba cambiando a un ritmo acelerado, de un modo que no había experimentado en siglos. Y el seguimiento de esos desajustes introducidos en el exterior --y en el interior— de los personajes por la naciente sociedad de consumo al enfrentarse a los atavismos patrios será la tarea propuesta en sus siguientes cintas: Peppermint frappé (1967), Stress es tres tres (1968), La madriguera (1969) y El jardín de las delicias (1970). Son ensayos --en ocasiones compulsivos-- a los que se vio arrastrado debido a la falta de continuidad cultural motivada por la fractura histórica de la guerra civil. Al igual que la pareja protagonista de La madriguera o el grupo familiar de El jardín de las delicias, la entrega a los más insólitos juegos era un recurso desesperado para hacer aflorar una memoria sepultada en los repliegues más profundos de la tradición española.

La prima Angélica (1973) constituyó un hito de incontestable madurez en esa búsqueda, y también la primera película española en la que se presentó la guerra civil desde el punto de vista de los vencidos. El aval del Festival de Cannes, que le otorgó el Premio Especial del Jurado, le permitió una carrera comercial tan exitosa como llena de sobresaltos y amenazas de bomba. Además, supuso, junto a Elisa, vida mía (1976) la culminación de los objetivos que Saura había venido persiguiendo tras el giro impuesto a su producción con Peppermint frappé. De hecho, Mamá cumple cien años (1979), Deprisa, deprisa (1980) y Dulces horas (1981) abren un proceso de reescritura de su filmografía, coincidiendo con el quiebro biográfico marcado por su ruptura con Geraldine Chaplin y el profesional que implica su dedicación al musical (Bodas de sangre es de 1981) que le hacen internarse ya por otros derroteros.

En los dos años iniciales de la década de los ochenta, tanto Bodas de sangre como Carmen tratan de perfilar un cine musical a la española, bien distinto del clásico de Hollywood. El éxito internacional de la segunda probó sobradamente la capacidad de convocatoria de esta nueva fórmula, y llevó al productor Emiliano Piedra a continuarla en El amor brujo. Tras el rodaje mexicano de Antonieta (1982), en 1987 volvió a Hispanoamérica para embarcarse en El Dorado, uno de sus viejos proyectos, que le había empezado a interesar desde la lectura en 1964 de la novela de Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Al retomar la idea en 1987, se basaría directamente en los cronistas de Indias.                

El Dorado inició la colaboración con el productor Andrés Vicente Gómez, que continuaría con La noche oscura (1988), ¡Ay Carmela! (1989) y El Sur (1991). La primera, centrada en los nueve meses que pasó San Juan de la Cruz encerrado en Toledo, es una de sus películas más hermosas, valientes y radicales. En ella se sorprende un registro que vuelve a reverberar en su proyecto sobre Goya, con sus conflictos entre quienes deseaban -o no- incorporar los elementos de las respectivas modernidades (el humanismo renacentista o las luces de la Ilustración) como soporte de una convivencia siempre precaria. Pero, a diferencia de la primera etapa, en la que ese marco social habría pasado a primer término, ahora se adivina entre líneas, ocupando el espacio central algo tan íntimo como el proceso creativo en cuanto mecanismo afirmativo de la propia individualidad. Tampoco parece casualidad que en el proyecto sobre el pintor aragonés se añada un tema que se apuntaba en Elisa, vida mía e irrumpía con fuerza propia en Los zancos: el de la vejez.

¡Ay Carmela surge de la adaptación de una obra de José Sanchis Sinisterra centrada en nuestra guerra civil, tras aparcar Saura  momentáneamente ¡Esa luz!, su proyecto más ambicioso sobre el mismo asunto. Con esta película el realizador volvía a la colaboración con Azcona, mientras José Luis Alcaine sustituía a Teo Escamilla como director de fotografía.

Durante el año 1992 se ocupó en dos proyectos tan distintos como Sevillas y Maratón, fruto de la coincidencia en España de dos acontecimientos internacionales, las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Mientras que la segunda añade poco a su filmografía, la primera es una de sus más depuradas aportaciones a nuestro musical. Y marca, de la mano del citado Alcaine, un importante paso en su concepción de las escenografías y de las luces, que a menudo se han vinculado a Vittorio Storaro, cuando ya están aquí, antes de que comenzara su colaboración con el director de fotografía italiano en Flamenco (1995).

En 1993 regresó a la ficción con ¡Dispara!, basada en una narración del escritor Giorgio Scerbanenco. Posteriormente, en Taxi (1996) y El séptimo día (2004), con guiones de Santiago Tabernero y Ray Loriga, hay una vuelta a sucesos más actuales, apegados a la crónica callejera de sucesos y a la violencia. Aunque conviene matizar que en ellas adquiere no poca importancia el tratamiento formal. En el caso de Taxi, porque Storaro y Saura buscan un expresionismo de corte mediterráneo diferente al tradicional que vertebra el cine negro. Y en el de El séptimo día porque se rehuye el esteticismo de las escenas al ralentí que coreografían los disparos, para evitar la celebración de la violencia al estilo americano.

Tras Pajarito (1997), que desarrolla la faceta murciana de la rama familiar paterna, Saura consigue rodar por fin su proyecto Goya en Burdeos. La  película está dedicada a su hermano Antonio y, en cierto modo, sirve como puente en tres significativos trances creadores: el de San Juan en La noche oscura; el de Goya en su sordera y deriva mental; y el de un Buñuel ya anciano en Buñuel y la mesa del rey Salomón, hasta el  punto de que Paco Rabal compuso el personaje de Goya en más de una secuencia imitando la forma de hablar del cineasta de Calanda.

Sucedió que, al cumplirse en el año 2000 el centenario de su nacimiento, Saura abordó el personaje de alguien tan cercano a él como Buñuel. Lo hizo al hilo de una supuesta película que el anciano realizador trama al final de sus días, rememorando su amistad de juventud con Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes y, sobre todo, en el sugestivo ambiente de un Toledo a mitad de camino entre las Tres Culturas y su legendario subsuelo de mitos.

Capítulo aparte merecen sus películas musicales, que mantienen su propia lógica y encadenamiento, en paralelo con las de “ficción”. Pues la madre del realizador era pianista, casi profesional, y esa fue la primera manifestación artística que se mamaba en casa. De hecho, muchas de las melodías aprendidas entonces volverán a las bandas sonoras de sus películas, como en Dulces horas.

En realidad, no puede establecerse una separación estricta entre sus cintas musicales y las que no lo son. Sus temas se entrecruzan e interpenetran. Así, por ejemplo, en el título que se acaba de citar -o en Elisa, vida mía- bloques argumentales enteros se manejan con una lógica melódica y rítmica tan estricta que la cámara coreografía sus movimientos más internos y anímicos. De modo que no rueda del mismo modo cuando suena la Troisième Gnosienne de Eric Satie que la Schiarazula Marazula de Giorgio Mainerio o el Pigmalión de Jean-Philippe Rameau.

Y, en general, podría decirse que en este género ha encontrado Saura una libertad que no siempre resulta fácil de hallar en las servidumbres de la narración realista, con todas las hipotecas de continuidad que conlleva el desarrollo psicologista-melodramático y la verosimilitud convencional que han vuelto a ser moneda corriente desde la abolición de los paréntesis experimentales y la vuelta a los códigos genéricos al estilo de Hollywood.

Dentro de sus películas musicales hay un primer ciclo eminentemente dramático o narrativo, el que componen Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). Y ello con tres puntos de partida bien distintos. La tragedia de Lorca narraba una peripecia ya estilizada, que el ballet de Mañas y Gades había quintaesenciado, y que la película de Saura tradujo con la escueta desnudez de su decorado, y un híbrido entre la representación y el testimonio documental que buscaba, ante todo, auscultar el proceso creativo. Carmen contaba con el doble recurso de la novela de Mérimée y la opera de Bizet, lo que permitía esquivar algunos de los tópicos de ésta para ir al encuentro de la fuente original, de gran fuerza aún hoy por el potencial de libertad que emana la protagonista femenina. Y El amor brujo planteaba el desafío opuesto, un argumento tan magro que peligraba el inestable desarrollo dramático. Pero dejó sentadas las bases para un estilo propio, donde el decorado con su ciclorama de opera foil permitía a la cámara una gran libertad de movimientos en su trabajo de estudio, con una iluminación muy controlada.

Fueron esos antecedentes los que permitieron el milagro de Sevillanas (1991), un formato que desborda el documental para lograr que toda su información estuviese en la música o en las imágenes. Fue aquí donde Saura desarrolló sus bastidores geométricos para iluminar con libertad desde cualquier posición, así como sus peculiares dispositivos de espejos montados sobre ruedas, que duplican gestos y movimientos, enriquecen la perspectiva y facilitan el juego de una cámara que se implica en el ritmo, baila, e incluso llega a convertirse en protagonista.

Lo añadido por Vittorio Storaro en Flamenco (1995) y Tango (1998) es lo que podría llamarse el pleno desarrollo del “guión de luces”, es decir, un minucioso seguimiento que va subrayando la evolución dramática de la historia a través de un arco de iluminación, en paralelo al guión “literario”. Y que luego se prolonga en Salomé (2002), Iberia (2005) y Fados (2007), ahora ya con José Luis López Linares como director de fotografía.

Quizá por ello las dos películas en las que trabaja ahora mismo Carlos Saura tengan un fuerte componente musical. La primera, en fase de rodaje con el título Io don Giovanni, se centra en el libretista Lorenzo da Ponte, colaborador de Mozart en óperas como Don Juan. La segunda traslada a Brasil su viejo proyecto Amor de Dios, sobre la academia de baile situada en la calle madrileña de ese nombre.

Y es que, como argumentaba el realizador en su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza, el suyo aspira a ser un arte total: “El cine que es artificio, teatro, ópera, pintura, narración, arte de síntesis o simplemente el producto de muchas cosas que se cocinan en la misma olla, es desde luego el arte de nuestro siglo, abriendo a la imaginación un recuadro luminoso de sombras y colores en donde nos vemos representados. La grandeza de ese arte está en la sabia adecuación de los medios expresivos, en el sensible tratamiento de las imágenes, de la sabiduría y habilidad de los artesanos que colaboran en el proyecto común, y sobre todo en el talento de quienes han utilizado el cine como una segunda personalidad, desentrañándose como las arañas para ofrecer a quien quiera apreciarla una parte de la vida: reflejo, espejo, laberinto. Me gusta pensar que es una forma de expresión personal, me gusta pensar que a través del cine podemos expresar nuestros temores, nuestras limitaciones, bondades y mezquindades, ensanchando nuestra visión y enriqueciendo nuestra mente”.