“La espera orienta / este viaje / como una costura, / detrás del arbusto / o la verdad. / El poema al oído / nos extrema al mundo. / Y, mientras, lo que fuimos / en las ciudades / nos sirve para vivir.”

 

Éste es el poema que abre la primera parte de El viaje del animal, una suerte de propedéutica o antesala preparatoria al libro que contiene casi todos los elementos que se irán desgranando en su lectura: un ritmo lento, paciente, dilatado (el de la espera), la búsqueda de una orientación o vía por donde encauzar un viaje que será tanto individual como colectivo, el poema o la escritura como anclaje privilegiado o punto de detención inevitable, la mirada hacia el pasado y el instinto mínimo, pero arraigado, que tiende hacia la supervivencia.

 

Pero vayamos por partes. Digamos, por ejemplo, que El viaje del animal es el tercer poemario de Mariano Martínez, que traza líneas de solidaridad y también de divergencia con su libro de 2016 Cuando el pan (Ediciones de la Isla del Siltolá). Añadamos, para seguir, que las similitudes con su anterior libro tienen que ver con un aspecto más temático que formal, pues el lenguaje despojado y pauperizado a voluntad de Cuando el pan ya no halla continuidad en el libro que estoy comentando. En éste, la versificación es más “discursiva”: la prosodia discurre, sin interrupciones o recortes, sin contención, sin violencia, pero con los ajustes propios del marco poético. A cada libro según sus necesidades lingüísticas, podríamos decir.

 

¿De qué viaje nos habla este libro? Se trata de un itinerario tanto real como metafórico, el recorrido por lo que podríamos llamar la vida humana, inestable y extrañada, leída en clave personal pero también conjunta, social, política. Este viaje nos sume en el desconcierto de una existencia titubeante con la que solamente podemos reunirnos o identificarnos a tientas -ensayo y error– a través del tacto y del sentido más afilado del que podemos disponer o somos capaces de desarrollar: el que podríamos llamar “sentido poético”. Este sentido nos aferra a un modo de transitar o de hacer esa transición, ese camino, buscando las pistas en lo que nos extraña, desbrozando la maleza del lenguaje común y adentrándonos en una senda del lenguaje que nos valga a modo de refugio y amparo ante la fragilidad propia de la condición humana. Una condición errante y errática, marcada por la herida personal y colectiva y las múltiples contradicciones, el temblor, el vértigo y el hambre, pero también la resistencia y la voluntad de transformación de un entorno hostil. El libro ahonda en esas máculas o estigmas de lo humano, y al mismo tiempo, dualidad mediante, nos muestra su irresistible y paradójica belleza, lograda a través de una lírica que tiende a aislar y sustanciar los elementos y unidades lingüísticas. Dice Mariano: “El temblor como lenguaje de belleza,/ sin luz precisa/ ni rostro/ ni regazo”, o dicho de otro modo, con Hölderlin: “en el peligro está también lo que salva.”

 

Ahí, precisamente ahí, en lo que tiembla, asoma la conexión con algo de lo que podría salvarnos, la animalidad o la reducción de lo humano a lo animal. Martínez observa en el libro la existencia humana desde una mirada a la vez panorámica, desapegada, y próxima. En la proximidad aparece el aliento de lo animal como “ánima” y soplo de vida, cuenco de calidez, simplicidad y universalidad. El animal y lo animal en nosotros, siempre tan ciegos y volubles, es una suerte de devolución a un espacio más auténtico, primigenio y más puro: “esta paz que buscamos en la mirada/ nos devuelve al animal.”

 

Otro de los leitmotivs o estaciones de paso para dar sentido a esa vida desgarrada serían el amor y el contacto con la alteridad como experiencias de retroacción y transformación. La dimensión relacional del yo que se funde con una segunda persona aparece en la segunda parte del libro. El amor se dibuja como una vuelta a casa, asentamiento y morada condicional pero holgada en un mundo hecho de astillas y estruendosos silencios. “La condición de regresar,/ aunque de manera torpe,/ lenta, cansada./ Esa es la condición de amar,/ porque la tierra/ siempre permanece/ por nosotros.” Como decía la poeta argentina Diana Bellessi: “Todos sabemos: partir es volver.” Y en ese retorno del que partimos y que nos parte aparece la ternura como posibilidad de echar amarres en algún lugar.

 

Será también a través del arte, de la estética (en este caso, la propia escritura) y de sus distintos y múltiples espejos donde se abra también un espacio posible de calma y de reflexividad para esta atropellada ruta. Como ya he indicado anteriormente, en el libro de Martínez el lenguaje poético y lo poético en un sentido más general y abstracto cobran un relieve especial en cuanto contenido abordado específicamente en los textos. El poema es la “escritura ceniza que se hace carne” y con él “humedecemos el idioma piel, huérfano”. De este modo, el lenguaje poético abre las puertas a la transmutación y a la unión con lo sensorial, con lo físico, con la piel y lo carnal. La poesía hace un revestimiento con la orfandad, y dota de una respiración a la lengua: “la materia del alfabeto latido”.

 

Asimismo, es en el compromiso político que enlaza con la visión de lo ocurrido en el pasado reciente de nuestro país donde también se encuentran otras de las salidas o arraigos del viaje. Concretamente, en el libro se explicita ese esfuerzo por “descifrar la memoria” en la búsqueda de la historia del militante anarquista afincado en El Prat de Llobregat Demetrio Beriain Azqueta, en la cuarta parte del libro. Esa búsqueda de un testimonio singular de vida y militancia podría ser un ejemplo de las formas que tenemos de ahondar en las posibilidades incumplidas en el pasado, en lo que nos legaron las generaciones perdidas, lo no sido, “lo inacabado, / la historia que está / a punto de nosotros.” Y allí, tal vez, un atisbo de esperanza para el futuro, todavía.

 

 

 

Mariano Martínez, El viaje del animal, León, Eolas Ediciones, 2021.