El periodista y poeta murciano José Antonio Martínez Muñoz es un caso tan singular en el panorama poético español que solo una “poesía reunida” permite apreciarlo en su totalidad. No ha sido hasta 2019 cuando, gracias a la apuesta de la joven editorial albaceteña Chamán Ediciones, ha visto la luz el primero de los dos volúmenes de Hasta que nada quede, el que recoge la obra publicada a lo largo de 40 años. Con la próxima publicación del segundo, formado por inéditos, se cerrará el proyecto de ofrecer al lector una obra diferente, atravesada por la música y la literatura y capaz de explorarlas de la mano del lenguaje y sus silencios.

   Los primeros libros comparten un humus musical y poético donde los versos de Octavio Paz, Vallejo, Celan o Lorca se confunden con Mahler, el blues, Clapton y Led Zeppelin, y mezclan amor, ceguera, muerte, la negación existencial, el uso de tachaduras, el silencio de las páginas en blanco, la noche, el alcohol, el anhelo y la desesperanza.

   En esa misma estela está moanin’ (some blues), que afronta la extrañeza de quien no se reconoce en la imagen que le devuelve el espejo: otro hombre se afeita en mi espejo, mientras la gente sigue con su vida a espaldas de esta metamorfosis que desgrana un estribillo machacón e hipnótico de pena, de pérdida, de final.

   nocturno para saxo conjura la melodía de los cuerpos con un acúmulo de sensaciones donde sobra cualquier tipo de regla. Quien manda es el júbilo de la creación que enumera a sus criaturas en un canto ávido, sensorial que se irá volviendo desvaído cuando los cuerpos pierdan la armonía y quede solo una historia de desamor que deja a las espaldas una letanía de imágenes de frío y perplejidad.

    En libros posteriores José Antonio Martínez Muñoz combinará la vanguardia con una bien leída tradición clásica. Lo advertimos en silva del alba maleva, donde sus viejos temas arrastran ya pérdidas y escepticismo, matizado con un tono irónico, coloquial pero desencantado, de un viajero consciente de que va perdiendo el control de su ruta.

    En esa línea abunda uno, un “uno” empeñado en ajustar cuentas con el tiempo. Los juguetes rotos de la juventud, la soledad y la muerte llenan el petate de este viajero consciente de que ya se le va haciendo a uno tarde, y donde fluyen constantes las referencias y préstamos, alientos cruzados de aquellos gigantes a cuyos hombros se aúpa: Gil de Biedma, Conrad, Allan Ginsberg y tantos otros.

    la lluvia en el cristal se inclina tanto hacia el microrrelato como se vuelve aforismo, apunte inacabado, reflexión breve. Los puntos de vista son diversos, las voces se suceden, las horas maúllan, la niebla tiene forma de gato, las algas suenan como chopos, el rock and roll se ondula como una víbora y todo es una fábula que sucede en el san Barandán de las letras que tanto parece gustar a este poeta enemigo de la ortodoxia, de los géneros trazados con regla y cartabón, de la camisa de fuerza de la norma.

     el hombre atardecido se adentra en un hondo infierno existencial. Quizás sea a partir de este momento cuando la deuda clásica del poeta se exhibe con mayor evidencia. El rockero que se bebía las noches, el enamorado con la miel en los labios, el amante

arrojado a la cuneta se funden en un homérico Nadie al que acompañar de naufragio en naufragio a través de fragmentos, poemas, relatos mínimos, enumeraciones antitéticas, paréntesis y preguntas de respuesta imposible.

     El viajero, desprovisto de los sueños de la juventud, es una sombra que envejece en el silencio mientras navega errante por un mar vinoso y cruel. Todo es fracaso recurrente, yermos lunáticos; todo incita a sentarse a esperar el fin del mundo.

     Aquel viaje lleno de promesas y aventura parece haber desembocado en un Comala fantasmagórico. La forma, a su vez, se estira y se encoge, se omite entre paréntesis y renace, se hace eco, marejada, huesos sobre la playa.

    el viento de la Gehena se hunde en la noche eterna del infierno. Pero el peregrino no lo hace solo: las voces de los poetas acuden de nuevo para formar un coro de consuelo y palabras. Los diálogos subterráneos se suceden y hay, entre nada y olvido de donde no hay regreso, muletas de Celan, remos de Pound, redes de Eliot, velas alígeras de Quasimodo, Vallejo, Basho, Ungaretti y tantos otros que también escucharon el canto de Tiresias.

    Tanto sextina como en luz almagra evocan el viaje fugaz de la vida humana que cumple con su destino hasta extinguirse en la muerte. Lo que queda es la vida como levísimo intervalo entre dos cantos: Ya canta el gallo / pronto responderá / oscuro el grillo.

     La última parte del libro la compone un anticipo de inéditos: fragmenta, oscurana y sofoclea.

     El primero transmite, a través de la elipsis y la fragmentariedad simbólicas, cómo el tiempo y el salitre van royendo la capacidad de decir. Quedan palabras sueltas, frases inacabadas, desapego verbal y existencial.

     Oscurana, por su parte, rinde homenaje al conflicto de la identidad, tan caro al autor como lo es Pessoa: empiezo a conocerme. No existo. Consta de un diálogo dramático entre ser y sombra cuyo juego metafísico evidencia el verso: pessoa   persona   máscara

personne   nadie. Toda una vida empeñada en el viaje de averiguarse para concluir en el desconocimiento de uno mismo. Uno es, definitivamente, nadie: Yo soy todos estos hombres / todos estos rostros, estas voces soy / y no existo.

     Esta edición termina con Sofoclea, una reescritura más o menos traicionera del estásimo I de la Antígona de Sófocles que reivindica su espacio vital en el universo de El hombre atardecido, ese viajero: que cruza las espumas // voraces de los mares / bajo el látigo helado//de los vientos feroces.

     Todo se abraza en esta obra: la tradición con la vanguardia, el yo y el no yo, la noche y el día, el viaje con el regreso al punto de partida, el hombre con sus contradicciones y fidelidades, la palabra con el silencio.

     Para seguir apurando la vida y su misterio hasta que nada quede. Para alcanzar, con la lectura de este libro y de otros como él, toda la calidad de incandescencia con la que Aldo Pellegrini define la auténtica poesía, esa que no está hecha para los imbéciles.

 

 

Hasta que nada quede. José Antonio Martínez Muñoz. Albacete, Chamán Ediciones 2019.