Podríamos comenzar con el recuerdo de una imagen, si bien, no estática, como las que acompañan la edición que aquí comentamos y que tan imprescindibles resultan en la propia configuración del libro, sino en movimiento: el de la bellísima Natalie Wood, recitando en clase de literatura, en la mítica película que Elia Kazan filmara en 1961, Esplendor en la hierba, que toma su nombre precisamente, del célebre poema del romántico William Wordsworth, quien, siglo y medio antes, escribiera su “Oda a la inmortalidad” cuyos versos parecían acariciados por los bellos labios de una actriz que, si bien fue bendecida por la Belleza, resultó no obstante tocada por el dedo implacable de un fatum trágico:

Aunque el resplandor que
en otro tiempo fue tan brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas.

Aunque mis ojos ya no
puedan ver ese puro destello
que en mi juventud me deslumbraba

Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo

Por tanto, el esplendor que hallamos enunciado en el título del poemario corresponde a una belleza que subsiste en el recuerdo, el refulgir de un tiempo tan brillante que permitió a la vida ser, al menos en apariencia, buena, noble y sagrada, contradiciendo el conocido verso lorquiano de la “Oda a Walt Whitman”, cuya intertextualidad precisamente evoca Luis Antonio de Villena en el poema “My Hustler”.

La belleza subsiste, sí, en el recuerdo, pero el tono claramente elegíaco que presenta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, nos habla del dolor de la ausencia y de la desolación por la pérdida, de un duelo, cada vez más acuciante, por todo –o casi todo- cuanto se ha amado. “¿Quién si yo gritase me oiría desde los órdenes angélicos?” –el desesperado verso con que Rainer María Rilke da comienzo a la Primera Elegía del Duino, se intercala sintomáticamente en el poema de Luis Antonio de Villena, “Retrato del artista adolescente” (p. 208). “Todo ángel es terrible”, sí, ya lo avisaba el vidente alemán desde su alta torre. Pero en especial, lo es porque todo ángel contempla impasible el paso del tiempo que arrasa y devasta, que toca con sus dedos de niebla “todos los bienes del mundo”, como ya cantara Juan del Enzina a comienzos del XVI en la pieza homónima recogida en el Cancionero Musical de Palacio. Pues como está contenido en el libro sapiencial del Eclesiastés, “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora” (3,1).

Imágenes en fuga de esplendor y tristeza es, sí, se puede adivinar desde su propio título, un libro teñido de un elocuente desencanto ante un mundo oscuro, soez, sin principios, inculto y obscenamente ágrafo, un mundo en avanzado proceso de descomposición, en el que sólo el arte y la literatura otorgan un poder balsámico y salvador; el arte y la literatura y el, con tanta frecuencia, amargo don de la Belleza. Amargo, porque la caducidad le es inherente. Porque es tan efímera como el agua de mar escapándose de entre los dedos de una mano. “Fugit irreparabile tempus”, ya lo dijo el clásico Virgilio en una edad que suponemos áurea. Sí, el tiempo huye irreparablemente –esa “fuga” que ya encontramos, de hecho, en el título del poemario-, y se lleva con él los dones que podrían hacer hermosa la vida. Por eso, Luis Antonio de Villena, en un terrible poema, cuyo título es transparente acerca de su denuncia, “Acoso escolar”, termina exclamando al protagonista, la inocente víctima de bárbaros impunes: “Es mentira todo, menos tu belleza” ( p. 31).

Por tanto, la Belleza que salva, la Belleza que transfigura, la Belleza gozada y disfrutada en un pasado al que no se puede, sin embargo, retornar. Pero que permanece como un núcleo consolador de sentido, como una certeza imborrable, a pesar del dolor cierto como una herida de su pérdida. De hecho, De Villena dedica un poema a “Machado: la foto final”, donde rememora con tristeza los últimos momentos de don Antonio, prefigurados en una amarga fotografía donde se le ve, muy prematuramente envejecido, con tan sólo 63 años de edad. De las postreras palabras de Machado, apuntadas a prisa en un papel arrugado en su bolsillo, “Estos días azules y este sol de la infancia”,  a sus versos melancólicos de unos años atrás, cuando proclamaba:

 

Hoy en mitad de la vida

me he parado a meditar…

¡Juventud nunca vivida,

quién te volviera a soñar!

 

Pero, frente al nostálgico deseo soñador de Machado, la plenitud conocida por De Villena, pues esa “Juventud nunca vivida” ha sido en él todo lo contrario: unos años de experiencias intensas, de placeres mundanos y excelsos, literarios y vitales, ofrendando en los altares de Eros y Apolo, bebiendo de las fuentes de Baco y tejiendo guirnaldas y coronas de flores para las musas todas y el copero Ganímedes. Por tanto, quizás su concepción de la existencia se pueda encontrar más cerca de Manuel Machado que de Antonio, del “cantar canalla” que llena el alma del hermano mayor en el “Nocturno madrileño”, o del escepticismo desencantado que encontramos en “Cantares”, cuyos versos recuerda precisamente Luis Antonio en su poema “Tino”:

No importa la vida, que ya está perdida;

y después de todo, ¿qué es eso, la vida…? (p. 25)

 

Por otro lado, no puede pasar desapercibido para el lector que Imágenes en fuga de esplendor y tristeza presenta mucha conexión en temas, motivos, en tono y, sí, desde luego, también en personajes con su anterior obra, la autobiográfica El fin de los palacios de invierno (2015), publicada hace apenas unos pocos meses.  En ella, Luis Antonio de Villena partía de sus orígenes familiares para relatar sus años de formación, con una voz íntima, elegiaca con frecuencia, pero también -quizás de manera impactante para todos aquellos que tienden a recordar o a idealizar su infancia como una suerte de paraíso perdido- en muchas ocasiones, con la incontenida amargura de aquel cuyos palacios de invierno fueron arrasados de manera temprana.

            Sin embargo, al igual que el Hermitage y su soberbia colección de arte supieron salvar la memoria a pesar del odio y la devastación sobre los edificios palatinos de San Petersburgo, el prístino amor por la Belleza y por el instante mágico que permite sobrevivir a los cotidianos naufragios, hizo al menos llevadera la infancia y la adolescencia de quien fuera un niño raro, un niño distinto, que admiraba la blancura inmaterial de los copos de nieve mientras caían en vuelo casi hipnótico, pero era conocedor de la instantánea mancilla que los aguardaba: “...lo mejor de la nieve  [...] era ver nevar. [...] Nevar es budista, lo que ocurre tras la nevada no, es la vida común y corriente con el recuerdo de una beldad emporcada”. De ahí que en el presente poemario encontremos también la correspondiente composición titulada con un sobrio “La nieve”.

Pero ese niño que ya meditaba inconscientemente sobre la efímera percepción del vuelo de los albos copos aparece en muchas más formas en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. Lo hace en episodios directos, como “Mis once o doce años” (p. 76) y “Primera Comunión (1960)” (pp. 140-141), pero también en la presencia punzante de las ausencias. Así, su “Tío Mario” –un joven hermano de su madre nunca conocido pero omnipresente en la memoria de la abuela materna- (pp. 40-41), la tía Anita de “París 1959” (pp. 150-160),  su bondadoso y anciano abuelo “Francisco” en el poema homónimo (p. 103), y, por supuesto, sus padres, que evoca reiteradamente, con frecuencia a partir de imágenes delimitadas en un instante fijo. Así, una hermosa foto de mediados de la década de los cincuenta desencadena el poema titulado “Papá y mamá. 1955” (pp, 124-125); y una fotografía en que su progenitor, tan prematuramente fallecido, se muestra hacia sus cuarenta años, induce la reflexión de cuán poco conocido es un padre que nos abandona en la infancia, que parte antes de tiempo y que nos priva así de palabras y caricias que nunca sabremos dónde han ido. Por eso “Padre de siempre y de nunca. –profiere Luis Antonio de Villena- Qué cerca y qué remoto. Papá,/ lejano y perdido papá, señor en otro mundo huido, apiádate de mí” (p. 200).

            Todas las pérdidas son la pérdida radical del ser humano en este mundo hostil. De ahí el sentimiento de radical orfandad que trasmina las páginas del poemario, y que se acentúa y encuentra su justificación última en el poema en dos partes, prosa poética y versículo largo, que da fin al libro, y que lleva por título “Manantial”. Ese cegado manantial de dones y de ternuras responde a la pérdida definitiva experimentada de cerca por el poeta, la pérdida de su madre, en pleno proceso de escritura de este libro, a cuyo lecho de muerte asiste sobrecogido el lector de la mano de la palabra desnuda y dolorida, sola, quebrada, en una íntima soledad que no es dado transferir en palabras. Ante ese dolor último tan sólo cabe la invocación de unos versos certeros que nos hablan desde más allá de los siglos:

 

…que aunque la vida perdió,

dejónos harto consuelo

su memoria

 

Por lo demás, claro está, y como ya se ha podido entrever, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza viene también a ser una suerte de museo, cuyas galerías transitan los lectores encontrándose con las semblanzas de bienamados nombres de la historia de la literatura. En un mundo descreído y brutal, funcionan como presencias consoladoras que invocar ante el sinsentido atroz de la existencia. Como plegaria laica, los versos de Luis Antonio de Villena los invocan y homenajean, a veces mencionados de manera explícita, incluso objeto de un poema entero, pero a veces, tan sólo insinuados mediante unos versos ajenos que se deslizan entre los propios. Entre ellos, algunos han sido tratados muy de cerca por el autor, como es el caso de su entrañable Vicente Aleixandre y de Jaime Gil de Biedma, o conocidos, como Borges, Tenessee Williams, o la conmovedora escritora Consuelo Berges, amiga de Rosa Chacel, retornada del exilio y que vivía humildemente de “ciclópeas traducciones“ llevadas a cabo en su ancianidad (pp. 92-93). Pero en otros muchos casos, son escritores conocidos tan sólo –que no es poco- por la pasión compartida por sus palabras: así, Luis Cernuda, Constantino Kavafis,  Gabriele d’Annunzio, Anna Ajmátova, el prosista latino Macrobio Teodosio, cuyo Saturnalia se dedica a su hijo Eustacio, presente también en el texto de Luis Antonio, o, cómo no, también el enigmático Yukio Mishima, amante de la belleza y el fulgor, que cercenó su vida ritualmente a la exacta manera de los caballeros samuráis:

 

¿Cómo entre tanto raudal de vida, sudores masculinos, sedas

de beldad, príncipes del diseño, damas, gheisas con jazmines, cómo

entre columnas doradas y pagodas en vuelo, puede surgir la catana

y la muerte? (p. 136)

 

En otras hornacinas de estas singulares estancias podemos contemplar semblanzas de escritores mucho más olvidados -y que por ello ejercen un peculiar atractivo sobre el lector que sabe mostrarse receptivo y atento-, como la de la fascinante “pitonisa azul” Kathleen Raine (pp. 18-19), o el señorial y decadente príncipe ruso Félix Yusúpov, autor del libro Yo maté a Rasputín (pp. 14-15).

Pero no solamente a las criaturas bañadas en las aguas de la fuente Castalia y tocadas por las musas de las letras les será dado poblar las galerías ignotas de este museo de las invocaciones. La hagiografía villeniana comprenderá un amplio repertorio que incluye un catálogo seductor, variopinto y extremado de afanosos perseguidores de la belleza como Gauguin o Caravaggio;  infelices reinas, como Elisabeth de Austria-Hungría, -la mítica Sissi- o Victoria Eugenia de Battenberg; incluso el último emperador de la China, el infeliz Pu Yi, o la actriz y cantante Sara Montiel, atrapada en la propia desmesura de una exultante belleza perdida, encontrarán su lugar en estas páginas.

Páginas donde, ya para terminar, quisiera destacar de manera especial dos poemas, en buena medida inusuales y que probablemente sorprenderán al lector, cogiéndolo desprevenido. Se trata de los titulados “Pilatos” (pp. 32-33) y “María” (pp. 218-219), que tienen como punto en común el ofrecer una visión distinta, otra, ciertamente transgresora, acerca de las principales figuras del Cristianismo y sus raíces. Así, en el último de ellos, nos encontramos, en un planteamiento en todo cercano al que desarrolla el escritor irlandés Colm Tóibín en su obra El Testamento de María, adaptada exitosamente al teatro en estos últimos años por Agustí Villaronga y protagonizada en las tablas españolas por la actriz Blanca Portillo, con la madre de Cristo, retirada en su vejez en Éfeso. Una anciana agnóstica, impactada por unos terribles sucesos que no puede comprender, y que encuentra su consuelo en los cultos paganos de la acogedora diosa Artemisa.

En cuanto al primero de los poemas aludidos, escrito en primera persona, nos presenta al gobernador romano de Judea, quien se plantea, ante el inocente cuerpo ensangrentado de Jesucristo en la cruz, la posibilidad de salvarlo, de liberar su belleza y su plenitud de los tormentos, y enviarlo a la capital del Imperio. Otorgarle la posibilidad de la dicha a salvo de la superstición y de la intolerancia:

 

En Roma hubiera sido solicitado por bellas

mujeres, y Sertorio le hubiese cubierto de flores

los negros cabellos y de oro las uñas de los pies…

¡Hermoso como un Zeus pequeño,

con sus ojeras tibias y sus ardidos ojos!

hubiese sido feliz, lo ví en su cuerpo desnudo (p. 33).

 

Pero el destino estaba escrito, Pilatos no pudo salvar al galileo, “Y el hombre murió ensangrentado y en vano” (p. 33), se nos dice en el poema. Pero en realidad ese “Cuerpo hermoso”, de cabello largo y ojos profundos entenebrecidos de violeta (p. 32) no es sino uno más de toda una larga serie que conforman el libro. Pues un conocido proverbio afirma que “Los amados de los dioses mueren jóvenes”. Y así sucede, en efecto, en las páginas de Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, donde se nos ofrecen, verso tras verso, las imágenes de jóvenes que, en plenitud de su belleza, ven truncada su vida, concediéndonos, de esta manera, una suerte de hermosura inmarchitable, imposible ya de ser ajada por los estragos del tiempo y ajena a la vulgarización del transcurrir cotidiano. Imágenes, sí, en fuga de esplendor y tristeza, pero fijadas para siempre por el terso don de una palabra que invita, siempre, a ser compartida.

 

 

Luis Antonio de Villena, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, Madrid, Visor, 2016.