Como todos los poetas áureos, Alejandro Tarantino (Laredo, Cantabria, 1963), vuelve una y otra vez del corazón a sus asuntos, a su trama, su obstinación, su desvelo. A cada escritor le mueve la bujía de su propia obsesión. La cerca, la rodea, se ciñe su contorno. Diríase que por momentos la toca. La insistencia de Alejandro es el maridaje jánico de la luz y la sombra. Desde ahí convoca los Espejos rotos de una mujer (Amargord), su último poemario. Estas teselas dentadas, romas, con aristas, superficies que son y no lo que reflejan, nos hablan no de la univocidad sino de lo múltiple, de esa muchedumbre que somos, desde el espanto a lo numinoso, con las alcancías incesantes del matiz. “Hay fragmentos sin totalidad”, nos dice el poeta.
En Espejos rotos de una mujer, Tarantino oficia el sublime y bello oficio de hacer presente a la amada sin su presencia. El amor permite hacer presente lo amado cuando no está, porque se ha interiorizado, porque transcurre y crece y mengua y se expande y duele sin la necesidad de lo corpóreo. No es la ausencia lo que nos duele. Ocurre que la amada ya no está en el lugar de lo amado. Y sí, pero desde la pérdida.
Teje, Tarantino, una gramática del amor doliente. Lo anuncian los versos que abren el poemario: “La oscuridad restaura la cosecha de las agujas,/ lenta es la estación de la noche”. La altura de su desnudez, “a falta de imágenes,/ oblicuo el lenguaje/ solo alcanza la melancolía”. Sabe que hay lo indecible. Por eso este sustantivo concluye lo escrito. Pese a que cierra la prosa de un epílogo en la que vuelve a tantear lo que pareciera haber sido dicho, la enunciación misma de lo inefable.
Tarantino hace del amor un constitutivo de sí sin engaño. Y sabe que lo amado deviene en fruto, a pesar de la pérdida. De ahí que los poemas acojan una y otra vez vocablos como “simientes”, “semillas”, “útero”, “vientre”, al tiempo que lo que “no lacta de tu pecho”, aquello que “no engendrará de su sangre lo alado”.
Tarantino aúlla en una desolación que es silencio. Lejos del teatro, se sabe en un campo de batalla, allí donde (interregno) uno ha sido desposeído y hace suyo el surco desde el que morir (en tanto que tránsito) sin odio rencor falsedad: “Desposeído el tiempo, solo ahora,/ nunca más ayer, nunca más dos,/ única, sin centro,/ desearás, inacabable, morir en lo vivido”. Tarantino enloquece desde la dignidad del que quiere saber allí donde “la realidad calcárea del océano”. Sin tretas, sin estrategias, sin escudos, asistido únicamente por “el impulso insomne de lo trágico/ que yace en la desgracia de tu valor”.
Hay pocos poemarios tan valientes que aborden así el amor, “desde el flujo de duración que lleva tu nombre”, porque hay que querer saber, y hay que desandar, y contemplar la noche de lo amado, y la propia, y todo ello “feraz en la ruina de la cordura”.
“Tengo ausencias de loco, tengo/ una pena tan honda, tan muda, tan tuya,/ tengo de mí lo que de ti he perdido”. Hay una belleza tan íntima en estos versos que conforman la cartografía de Espejos rotos de una mujer, una belleza tan auténtica, tan libre de exaltación, tan recogida, versos acompañados por la obra gráfica del autor, correspondiente a la serie La mujer rota, donde lo indecible descansa, de otro modo.
Encontramos una magnificencia humana en ese encarar la pérdida y ajustar el vuelo del amor que ya siempre será, una majestuosidad única. “La larga noche del adiós acaba,/ en la celda queda el amado, concebido/ como lumbre, hoguera de flores/ que anuncia esquelas al alba/ con su nombre”. Hay un yo que habla a un tú desde la honestidad, no alzando su mirada porque sitúe la pérdida de la amada allí donde solo cabe situar a los dioses; tampoco inclinando el ángulo en el mirar por haber depuesto lo amado allí donde la saña. Hay una pérdida compartida.
Y así Tarantino deja que la voz discurra emocionada, pero sin afección alguna, que preserve lo dado, lo recibido, cuanto fue. No hay contención, pero sí lealtad a lo sentido. No se espere de este poemario la sublimación del fulgor que no deja ver lo que se contempla. Hay una exactitud de quien ama las simas y los abismos y las cumbres de lo amado. Hay un yo que no se engaña. Que nombra y se nombra en ello, en cuanto va diciendo. Hay la distancia justa para que lo exacto aparezca, una distancia que no ciega, en uno u otro sentido. De ahí que la espalda de esta mujer sea recurrente, como si el poeta contemplase su marcha para, desde ese verla partir, ser capaz de no mentirse (“la espalda de tus élitros se hace humana”, “tu espalda dolida/ sacude de sus vértebras lo que fue todo”, “de espalda/ a los cielos sin costa”, “Al borde de ti tu espalda”, “Amar la línea de tu espalda”…). Quizás porque la espalda sea “la forma de mirarme de tu abismo”.
El amor, tan mal entendido tantas veces, es “argumento”, pero también “sed anochecida”, y todo al unísono, sin disociación alguna, sucediendo “en un tiempo anciano”. Lo amado es odiado. Porque la pureza también contiene lo impuro. Solo adentrándonos en estos espejos rotos de lo amado podremos esperar “que llegue la paz de lo que se fue”, cumpliéndose “la pureza solar del adiós”. En esa desolación en la que Tarantino escribe, trata de llegar al antes de sí, a esa penumbra (no lo oscuro, tampoco lo iluminado) en la que lo amado ya no está. “La apariencia del ser/ que fui/ se aleja infinitamente/ desde el centro de los caminos sin salida,/ donde no ser es haber nacido,/ ingénito tiempo de la destrucción,/ al absurdo de estar en el ser,/ cuando no estoy siendo”.
De Tarantino, su sostén de los clásicos, su imaginario, los hoplitas (lo común siempre en Tarantino), las referencias de sus mayores, su poso filosófico (“Ser y no estar,/ estar sin ser,/ no ser sin estar”) y psicoanalítico (“Poder ser en ti sin ti”), la zarabanda de los pronombres (“Eras en ti solo tú”, “como un tú de ti tan mío sin mí,/ para verte sin mi toda tú”), el verso que piensa (“Ser amada fue irse a lo abisal,/ vivir la ruptura de la luz,/ hacer insondable la respiración,/ surgir del lugar de la vida”), el lujo de lo exquisito (“Fío en ti toda mi tierra”).
Alejandro Tarantino, Espejos rotos de una mujer, Madrid, Amargord, 2024.