Fernando Navarro (Granada, 1980), que maneja la narrativa audiovisual por su condición de guionista en diferentes proyectos, ha conseguido generar una expectación como hacía mucho no se veía en la literatura española con la llegada de este título, Crisálida, editada por Impedimenta, su primera novela, que llega después del éxito arrollador de su volumen de cuentos, Malaventura (Impedimenta, 2022) y su participación como guionista en Segundo premio, largometraje sobre la banda granadina Los Planetas y que consiguió ser propuesta a los Oscar para mejor película extranjera después de llevarse el Goya a la mejor película española del año 2024. 

Crisálida es una historia que conjuga dos espacios literarios: el descenso a la locura de una familia que se interna en la sierra para vivir alejada de la civilización y las consecuencias que tiene esa huida en la protagonista, uno de los vástagos, desde su despertar y estancia en lo que parece un pabellón de reposo. La novela suena a sello Gong, a las leyendas del tiempo y del espacio, a una vieja noche y un nuevo día. 

Crisálida es una historia de lluvia y barro, de niños encendidos por la fiebre que abandonan la infancia en un salvajismo de gusanos grises y yerbas tóxicas mientras Granada, siempre Granada  (ciudad innombrable) aparece en la lejanía, fría y atemporal, una Granada de sierra y nieve, dominada por la señora de las alturas y las sustancias, carbono, hidrógeno y oxígeno. Destiladas o fermentadas, hasta que las semillas, abordadas por el agua pura de la nieve, germinan en sangre y delirio: “El agua en sus cabellos, esas aguas son aguas que vienen de niños como nosotros, niños de la niebla, perdidos y muertos, desangrados ahí arriba”. La idea de la tradición española, del norte gallego al sur andaluz, de las canciones de Golpes Bajos a las de Los Planetas. 

Señora de las alturas, Señor Mostaza, Till podría ser ella, la pobre Till que pisaba charcos mientras huía de los fantasmas. Esos cuerpos y esa sangre de los muertos, los que le dan al agua el color rojo de la sangre y convierten la sierra en un lugar que parece más selva que bosque. En Granada el calor y la nieve conviven, como la electricidad y el flamenco, la modernidad tóxica y la tradición opaca. Baterías de vidrio y percusión de Semana Santa. El sabor a cuero de las estatuas, diazepam y duermevela, padre y madre, Lole y Manuel, Enrique y la mujer de Morente. Elegir estos nombres no es baladí para la reseña, están ahí, tras las palabras, en el hueco estrecho que hay entre cada frase.

Fernando Navarro, que venía del polvo y los suelos áridos del sur, sin cascadas de agua, de silencios secos en la garganta, de otro sur donde la lluvia es un mito, se adentra en el horror de la civilización ausente, de la disfuncionalidad familiar. Para alimentar el terror utiliza los muslos del romancero y las pistolas de los guardias civiles, monstruosos son los elementos arácnidos, mucosos, una excreción que surge entre dimensiones, ahí donde confundimos sierra con sanatorio, uñas largas para poder dejar marcas en el suelo que, con la luz de la mañana, han desaparecido, uñas afiladas para recorrer la madera ahogada de humedad y acercarse hasta el catre, uñas y huesos, de tuétano demente. Un padre, Capitán, que se lanza hacia el abismo de la miel (como un caballo, en los pulmones) y la escopeta, metáfora de pólvora y locura. 

Malaventura su sobresaliente libro de relatos, era un cuerpo recorrido por la calima del estrecho, penetrado hasta sus hambrientos órganos, mientras que Crisálida peca del misterio resuelto en El pequeño salvaje (L'Enfant sauvage, 1970) de François Truffaut o la herencia de El señor de las moscas, antes, claro, de caer en El juego de los niños de Juan José Plans o Los chicos del maíz de Stephen King. Claramente hablamos de lenguaje literario y audiovisual, yendo de un lado a otro, en Crisálida hay espacio para la ética innata o naturalismo desbocado y convive con el Jack Ketchum y su familia desdentada y falta de vitamina C, como si los vaivenes en tierra trajeran escorbuto y un tripi malo. Crisálida es Gualberto de ácido, whisky malo y Lole cantando una seguidilla de benzodiacepinas y rohypnol. Todos los horrores tienen ramificaciones, del pasado al presente, confundiéndose las señales: incesto subliminal, instintos, un carnaval de muerte que va acercando conforme la familia reduce su radio social, la muerte, sí, otra vez, insisto, la muerte que sigue al amor, la madre es dolor y la madre es muerte, así que la si la madre sigue al amor, el padre sigue la locura. Y los hijos son un aullido de los dos.  Nadie puede escapar con vida porque ya están todos muertos. O porque el único tiempo para vivir ya se lo han ofrecido. Comenzar el libro con la muerte. Y por el camino, como vetas en la narración, los pinchazos de la voz que narra, atenazada, en la clínica, sanatorio, prisión o psiquiátrico. De pronto es una novela-manicomio, El pabellón de reposo de Camilo José Cela, Razas de noche de Clive Barker o La saga del oso místico de Chris Claremont y Bill Sienkiewicz. Integramos al enfermo en el edificio. Se convierte en un fantasma, las ruinas son los restos, ¿Quién observa y quién es el observado? Fernando Navarro juega con la estructura circular del tiempo, con la cinta de Moebius, comienzo frente a final. ¿Somos nosotros, los lectores o los enfermos, los que observan o los observados? Ella es la señora de las alturas, otra vez, volvemos a Los Planetas, más bien los Evangelistas o, más recientemente, David Montañés. Es un libro notable, que se queda atrapado en su desarrollo acumulativo, que desemboca en una violencia narrativa que enmudece, que sería sobresaliente si no viniéramos de Malaventura. Quizá el sabor de un cuento espléndido estirado a base de coleccionar capas y capas sobre la digestión que caracteriza a los personajes. Ensoñaciones, estadios subjetivos… Fernando Navarro crea un estado de sierra que acumula frustración y demencia. Un libro abierto, sugerente, esquivo. Un libro que marca un punto y seguido en la obra de Fernando Navarro. 

 

Fernando Navarro, Crisálida,  Madrid, Editorial Impedimenta, 2025.