Habitada de Cristina Sánchez-Andrade, escritora compostelana, es una de las obras más nutritivas y personales de este año 2025. El tremendismo con retazos surreales de su anterior novela La nostalgia de la Mujer Anfibio (Anagrama, 2022) o los macabros cuentos de El niño que comía lana (Anagrama, 2019) parecían ser ensayos completos que desembocaban, como las rías de su tierra, en un mar turbio y furioso que se encrespa en Habitada.
La narración está estructurada en dos partes, en la primera utiliza el recuerdo de la voz interior, una voz atropellada e intensa, donde se refleja la soledad de una rapaza gallega, lúbrica, agónica, temerosa, huérfana de madre, en un tiempo indistinguible, una región atravesada por aldeas, brujas y hadas. No es una narración de folklore amable o de cuentos para niños, los que habitan el pesado bosque son duendes que devoran a los bebés, que traen la enfermedad, que temen el metal y conviven de manera natural con el catolicismo de alcanfor, impúdico, sudoroso. Un ambiente de patas hervidas, hortalizas en sopa, nabos y tubérculos, sudor y falta de higiene. Silvia Plath, con la raíz, la baba, los caminos, los bosques y el verdín, esa es la protagonista, Manuela que se introduce en las vísceras de los animales domésticos, contempla la podredumbre de las lombrices en las raíces y el humus, las llagas abiertas donde se coloca el polvo y las moscas. Una gramática repetitiva, descoyuntada y retorcida, junto a la ensoñación y la distancia enjaula la literatura de la autora en la descripción de la vida como un ovillo de lana enmarañada. Hay sangre de muerte oscura, tensión en los ojos, un cura que la engaña para acudir al pazo, el caciquismo casi medieval, las mujeres enfermas y los infantes demasiado muertos. En el juego de espejos resulta chocante la sexualidad tuberculosa frente a la exuberancia animal, las toses lúbricas contra los vientres abultados, el olor de la naturaleza femenina frente al lavado, los frascos y la pelea contra la enfermedad.
En un libro sobre lo más profundo y arcaico de Galicia no podía faltar la bruja que cobra en botellas de orujo, yerbas y remedios caseros, que la toma bajo su tutela. Hijas desaparecidas, dedos gordos sobre vientres, una raíz que imita brazos, la imitación de la vida en forma de espantapájaros mugrientos. Es una novela de coágulos, pero también de semillas que crecen en la oscuridad de los vientres. De Santas Compañas y rezos repetidos. 10 de agosto de 1922. Verano de las naranjas: Una pareja, ella muerta, él, marido, apasionado del arroz con liebre, la miseria: los que emigraron a América por no ser quintos en la guerra de Marruecos... el rumor del dinero, la historia del cura nuevo. Un nuevo cura que se mezcla con los fantasmas de los lobos, las niñas hechizadas, todos los que habitan entre la niebla, los cotilleos de la aldea. Un animal en descomposición, tan asqueroso en su olor, que pensó que era la propia muerte. Clérigos sexualizados, los conjuros con huesos humanos, las muertas al agua, quién caza al lobo, quién se lleva a la gente. La obsesión de la muerte, las perdices con arroz y esa manera en la que la protagonista empieza a demostrar unos poderes, energías, imposición de manos, para que remita el dolor. La madre del cura, la mujer del amo, todas construidas sobre la toxicidad de la sociedad: la primera, Doña Sulfurosa, que se le murió la hija. Una tos que agarró en La Habana y no la soltó, las hierbas, alivio, (valeriana, cúrcuma, jengibre). Y la otra, muerta en vida, hasta que un alacrán se la lleva por delante. El amante potencial que se convierte en imposible, Helechos en el bosque. Se toma el veneno, cristos, sacerdotes, árboles que le hablaban entre el bosque y el pazo. Poesía de mujer. Ella escucha, en la voz de Santiago, que hace las cosas muy bien. Es la primera vez que alguien se lo dice. Y, a pesar de todo, hay que casar a la niña, a Manuela, que está de más en el pazo, encontrándose con hombres, yendo al bosque, con la bruja. Ella, Manuela, que descubre que el tiempo, su tiempo, podría ser suyo. La niña que murió por no hervir la leche. Los niños polilla, la sed, todo un cosmos alrededor. Rafael, el cura, culpable de todo, de su madre y su hermana. Es una descripción de lo más nocivo del ser humano. La madre, que piensa de su hija que está en el cielo cuando vaga por el bosque, bajo del dominio de las viejas del caldo. A esa vieja la esperan con los brazos abiertos en el infierno. Y la obligan, a Manuela, la obligan en la carne y en el alma, la hacen beber jengibre para el aborto, le queman los pelos del pubis, las viejas vienen a por el bebé, de maíz. Me impresionan frases o situaciones que la autora revisa con manos firmes o el brebaje del cornezuelo como un tejido que se rompe, animal y lírico. Es la historia del monte, del cuervo que penetra, aún tiene que ser el momento en el que algo se introduzca dentro de ella. En el fundido a negro se ven llegar al abad y a un hombre…
Y, en la segunda parte, Manuela desaparece y la narración desemboca en una especie de diario del asombro: un sacerdote cubano se hace con el cuerpo de la protagonista. Una lucha entre la superstición y la ciencia, con la religión por el medio. Un vozarrón, de nuevo La Habana. Los médicos hablan de deseo sexual reprimido y, como su marido, Obludio, ha desaparecido, todo se convierte un delirio: Ajo y agua de rosas, mordiscos, locura de lobo, trance y olor a pescado. Un cura, el que habita, provocador. La indecencia de la hermana del culo, los teólogos de Santiago de Compostela, el material más avanzado de Londres, un santo cubierto de pieles en el momento de ser concebida que diera sentido a sus pilosidades. La virginidad, el matrimonio consumado, no es el demonio, es otro mal. Pero ha tenido varios embarazos y, entre el cura y la bruja han hecho desaparecer las pruebas. Un fragmento del libro nos recuerda los tiempos de las Hermanas Fox, Arthur Conan Doyle y la locura por los médiums, recurrimos a la hipnosis, llega la misma locura que con “El duende del hornillo”, prensa y vibradores. La teología, Dios como maestro del mal, manzanas y malecones donde el habitado se acercaba a ver cómo las parejas consumaban su pasión. De Cuba a Galicia. Otros cielos, otra prensa: la milagrería se extiende, la habitada habla de niños enterrados en el bosque, llora por su locura. El amo la obliga, muerta su mujer, a vestir como la señora. Y el abad le obliga a casarse con Obdulio. Un hombre destrozado, capador de animales, amante de los pájaros. La hipnosis y el sexo, la ambigüedad que flora en el olor íntimo de la novela. Una boda de alcohol y odio, Lorquiana, con arroz con leche por el suelo, humillaciones por encima de las clases sociales. Ella y su marido, confusos, una mosca que es la madre, una baba viscosa: en el bosque están los niños que no nacieron. Y un marido que, en vez de hacer mayores, pone un huevo. Los niños que la llaman loca, lo llaman loco, el bosque, un clérigo, un pájaro, dos hombres, juez y guardia civil. Ríos, árboles, chaparrones, luces. Una novela que termina desembocando en lo que ahora se llama folk-horror (disculpen la simplicidad), pero que otorga alguna de las escenas más perturbadoras que he leído en los últimos tiempos. Una turba, primero el amo, después el abad, finalmente la madre del abad. Un alma, todos muertos, el agua en el mundo de los muertos, la luz, las piernas tullidas, el bosque, un desalojo de almas final. Esta novela es un golpe, una sapiencia, el paganismo narrativo, una confusión constante, la realidad de una historia detenida, una novela de fantasmas y espíritus, pero también de metáforas de azufre que describen de manera aleatoria una sociedad podrida y atrapada en el tiempo.
Cristina Sánchez-Andrade, Habitada, Barcelona, Anagrama, 2025.