Para los seguidores de Facebook, los poemas breves (muchas veces con la forma de un haiku) con que Emilio Pedro Gómez jalona sus contribuciones a la red social son una invitación a acompañarlo en sus excursiones y viajes, a completar la imagen visual de la foto con que los ilustra gracias a una feliz metáfora, a una inesperada asociación de espacios naturales con versos íntimos, destilados con esmero.

“En esto escribo/ con voluntad de temblor/ indócil a fronteras y solemnidades” —nos dice a modo de consigna poética al principio de Motivos de horizonte (2015)— para ratificar esa “indocilidad” mientras “el verso guía la mano/ con el mismo sigilo/ con que el alba hace el gesto/ de brotar”.

La poesía de Emilio Pedro Gómez es una poesía de espacios abiertos, donde las fronteras han sido abolidas para propiciar el descubrimiento del Otro, pero, sobre todo, para la incorporación gozosa a su propia memoria del paisaje que va asumiendo como propio. Sea el Pirineo, algún país exótico del sudeste asiático, la Patagonia austral o ese Camino de Santiago que ha recorrido pausado, munido de un “diario lírico” (Pasos, 2013) lejos de toda sacralidad, como un peregrino laico solo deseoso de hacer de “la abrumadora belleza celeste” una experiencia única, intransferible. En todos comunica el espacio exterior con el interior de una sensibilidad aguzada por la riqueza del mundo y una naturaleza en la que se sumerge con vocación panteísta.

El umbral, gracias al cual se comunican, participa de la ambigüedad del cruce, es celebración de la articulación que no termina de abrirse ni de cerrarse, convocatoria para que lo íntimo perciba el exterior y para que las diferencias  entre ambos sean evidentes y se acepten. Gracias al umbral se mantiene una apertura hacia otros horizontes, esa “porosidad de las fronteras” con que Gómez titula la segunda parte de su poemario. Su función, aun fijando límites que se pueden atravesar, es articulada, supone una disposición al contacto exterior, hacia la transición  a otro espacio, lo que le da una sugerente inestabilidad y una inusitada dimensión poética. 

Es bueno recordar que el horizonte se configura a partir de un sujeto y no tiene realidad objetiva. Aunque no puede ser localizado en ningún mapa, el horizonte acompaña toda percepción de un paisaje en esa mezcla de “dentro y fuera” que resulta del encuentro de una mirada con el mundo exterior, en el metafóricamente llamado “punto-yo” desde el cual se traza su línea en la distancia.

El horizonte se aleja, cambia con el movimiento en el espacio, sea cual sea la dirección elegida, es inalcanzable. Si bien el horizonte es inasible, ayuda a configurar un espacio orientado al dividir el mundo entre cielo y tierra, arriba y abajo, cercano y lejano. Es más, le da sentido, lo que significa, como bien ha señalado Michel Collot, que al vivir en la yuxtaposición de imágenes reales y virtuales, al abolir distancias y al difuminar un aquí y un allá en la simultaneidad, el punto de vista privilegiado,  el lugar de presencia  fundador de tantos horizontes y símbolos de existencia pierde parte de su natural intensidad y se diluye en el caleidoscopio del espacio y del tiempo sincrónico.

Emilio Pedro Gómez sabe que “la obligación del cielo es no acabarse/ al fondo de la página” y persevera —con su bastón de peregrino— en hacer de la palabra “dardo de impunidad/ al centro de uno mismo”. Lo hace sin angustia, sin desgarramiento ni lamento, con esa “alma de horizonte” con que Jules Supervielle en Gravitations hizo de la pampa argentina sustancia de su mejor poesía, ese “vértigo horizontal” donde “cada árbol/ comienza a ser/ un disidente”.

Motivos de horizonte nos invita al “inicio de un viaje”, nieto “del sueño libertario/ de volar”. Sus versos salen “fuera de mi/ lo que no había”, “en un ya es/ sin haber sido” y nos conducen “al regazo primordial/ al temible deseo de desaparecer”.  Vale la pena acompañarlo para intentar “saber quién eres”.

 

 

Emilio Pedro Gómez, Motivos de horizonte, Enkuadres, 2015.