Antonio Tabucchi

En el capítulo final de Réquiem, en la cena que reúne al yo narrador con el gran poeta portugués al que ha perseguido en
sordina durante todo el libro, incluye Antonio Tabucchi (1943-2012) un diálogo en el que, a propósito de los platos de la
carta, se ironiza sobre cómo la vida llega en ocasiones a imitar al arte, subvirtiendo el precepto clásico. Como si no quisiera contradecirlo, el destino quiso, con un trágico y apresurado bucle cuya ironía no hubiera desdeñado el propio escritor toscano, que su vida se apagara un domingo de marzo, hace ahora un año, tal como la de uno de sus grandes personajes, el protagonista de Tristano muere.

Su desaparición pone un punto y aparte en la trayectoria de uno de los grandes escritores de las últimas décadas, probablemente el que mejor supo transmutar en obra literaria el extravío existencial del ser humano en este tránsito de milenios, explotando al máximo los instrumentos de la literatura posmoderna1. Y me permito decir que es un punto y aparte, por dos razones. En primer lugar, porque en los últimos años había emprendido Tabucchi una labor de revisión y recopilación de su obra dispersa y arrinconada, que ya ha dado lugar a volúmenes como Viajes y otros viajes (2010), recopilación de sus crónicas y textos de viajes, su último libro traducido al español, o el sugestivo Racconti con figure [Relatos con figuras] (2011) que agrupa cuentos y textos escritos en diálogo con la pintura (otro de sus grandes leitmotiv), y nos deparará otras obras inéditas en los próximos meses. En segundo lugar, y más importante, porque ante la muerte de cualquier escritor nos sirve de parcial consuelo el saber que nos queda su obra, que perdurará, siempre viva, en los ojos de sus lectores, que son quienes lo completan, como el propio escritor toscano decía: «un libro es eso también, el deseo de complicidad, una petición de ayuda por parte de quien escribe: ayudadme a acabar, llenad los huecos, por favor, yo solo no soy capaz»2.

La primera y evidente conclusión que se impone al hacer balance de la trayectoria literaria de Antonio Tabucchi es que su inquietud como escritor parece inagotable. Será que quiso que a su visión polimórfica y caleidoscópica del mundo, a su infinita curiosidad por los infinitos pliegues de la existencia correspondiera una no menos variopinta plasmación literaria, será cierta forma de recelo hacia la propensión de la escritura a embalsamar toda la varie dad y movilidad de la vida que siempre le caracterizó, el caso es que el autor toscano acostumbró a sus lectores a sorprenderse casi desde el principio con cada uno de sus sucesivos libros3.

Sus dos prime ras novelas, en efecto, Piazza d’Italia (1975; 19932) e Il piccolo naviglio (1978; 2011), si bien contenían ya buena parte de sus temas predilectos, como la imposibilidad de conocer la verdad, los vericuetos del tiempo, la muerte y los fantasmas que nos obsesionan, el motivo del do ble, la indagación en la memoria a la búsqueda de la identi dad, son sendas sagas familiares, que evidencian cierto influjo de la literatura sudamericana, a través de cuyos protagonistas, re beldes marcados por atroces destinos, se revisaba la historia italiana del siglo XX (de ahí el título de la primera de ellas), con el telón de fondo de la metáfora del indi viduo como capitán del «barquito chiquitito» que da título a la segunda y que
simboliza el destino individual en el infinito mar de la Historia. Con ellas se inauguraba una de las grandes vetas de la narrativa tabucchiana: la indagación en las microhistorias, su atención hacia los personajes marginales, como contraposición a la historia oficial.

Con sus obras de la década de los ochenta del siglo pasado da una poderosa vuelta de tuerca el escritor a su estilo personal y perfila mejor su peculiar visión del mundo, decididamente orientado hacia parámetros posmodernos (autorreflexión, dominante ontológica, metanarratividad, subversión de las convenciones literarias). Primero fue El juego del revés (1981; 1988), que plantea el concepto, seminal en la poética del autor toscano y aprendido de su maestro Fernando Pessoa, del revés de las cosas, símbolo de nuestra incapacidad de conocer la realidad, convicción a la que se
contrapone, pese a todo, la necesidad de la indagación del mundo, cifrada en el viaje como búsqueda, en Dama de Porto Pim (1983) y Nocturno hindú (1984). Se ahonda en estas reflexiones entre lo episte mológico y lo existencial en Pequeños equívocos sin importancia (1985), una panorámica de los efectos del azar y su incidencia en una res ponsabilidad personal que nunca queda desactivada pese al extravío vital. En esa misma línea se sitúa La línea del horizonte
(1986), en la que una aparente trama policiaca deriva hacia una suerte de intoxicación semiótica del protagonista que subvierte posmodernamente las convenciones de la narrativa de género. A continuación llegó un ajuste de cuentas personal con su propio mundo de es critor y una agudización del juego intertextual con Los volátiles del Beato Angélico (1987). Cierra esta década otro libro de cuentos, El ángel negro (1991), sombrío y tétrico, en el que se indaga
en la inextricable li gazón entre maldad e infelicidad, ya presente en libros anteriores pero aquí dominante. Con esta prolífica serie de libros de cuentos y de breves novelitas de estructura episódica y decididamente poco cohesionada, se consagró Antonio Tabucchi como autor de culto de ámbito europeo.

Paradójicamente, Tabucchi, siempre rebelde a todo encasillamiento, literario o vital, caracterizará su siguiente década como escritor con el regreso a la novela de más amplio respiro. Una suerte de transición supone Réquiem (1991), de un lado novela fantástica subvertida en clave posmoderna, de estructura aún episódica pero ya más cohesionada en la polifonía de voces que el narrador encuentra en un periplo lisboeta que mucho tiene de sueño o de alucinación, como reza su subtítulo, amén de haber sido es crita en lengua portuguesa4. Después del delicioso Sueños de sueños (1992), breves es tampas de sueños de artistas y escritores, fue Sostiene Pereira (1994) la obra que marcó un punto de inflexión en la trayectoria de Antonio Tabucchi. En primer lugar, porque si hasta entonces gozaba de una sólida pero minoritaria reputación europea, el enorme reconocimiento lector que obtuvo este long-seller en todo el mundo le catapultó a la fama. Literariamente, además, se trata de una suerte de enlace con sus primeros libros y un retorno al interés del autor por el análisis de la historia del siglo XX a través de una trama novelesca más lineal y cohesionada para ahondar en la dramática página de la represión del fascismo. A continuación vino La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (1997), que profundiza en los rasgos del libro anterior: un relato de amplio respiro narrativo y ambientación portuguesa con un tema común, el lado oscuro del Estado, si bien se sitúa en el presente al abordar el tema de la tortura en las democracias. En todo caso, ambas novelas son también historias de búsqueda y transformación existencial y nuevas constataciones de la imposibilidad de hallar, aparte de la justicia, sentido a la vida.

En paralelo, Antonio Tabucchi acrecienta en esos años una faceta que no había dejado de cultivar, si bien más esporádicamente: las intervenciones periodísticas públicas, producción que será recogida parcialmente en posteriores libros ensayísticos, como La gastritis de Platón (1998), densa reflexión sobre el papel de los intelectuales en la sociedad contemporánea; Los gitanos y el Renacimiento (1999), denuncia de la discriminación de la población gitana en Florencia,
o, ya más adelante, La oca al paso (2006). Sus artículos abordan distintos problemas de orden mundial y de la situación política italiana, especialmente el caso Sofri, un complejo embrollo judicial herencia de los años de plomo, y lo que se llamará la anomalía Berlusconi: Tabucchi, en efecto, se convertirá en el más feroz crítico del magnate metido a político, lo que ocasionará al escritor duros ataques en los numerosos medios propiedad de este y hasta demandas judiciales.

Sea por el desgaste personal que le ocasionó este activismo intelectual, sea porque el lado oscuro de la existencia, siempre presente en su obra, se impone, sea porque el paso del tiempo apremia y la amenaza de la muerte se cierne, sus últimas obras, correspondientes a la primera década del siglo presente, se caracterizan por un tono más sombrío, feroz en ocasiones, y por una compleja construcción literaria radicalmente polifónica, alejada de la mayor linealidad de las novelas de la década anterior. Tal vez por esto, y señaladamente en nuestro país (no así en Francia, por ejemplo, ni desde luego en Italia), la acogida de sus lectores ha sido más tibia y lo que es más sorprendente, la recepción crítica no ha sabido dar debida cuenta de la altura alcanzada, por ejemplo, por Tristano muere, que no solo es una de las grandes obras de Tabucchi sino una de las cimas de la literatura de los últimos años. Pero vayamos por orden. Se está haciendo cada vez más tarde (2001) que supone, una vez más, una revisitación genérica, en este caso de la literatura epistolar,
es una gavilla de cartas inevitablemente sin respuesta, una canto elegíaco al amor, una constatación del naufragio existencial que parece nuestra condena y, acaso, una metáfora de la escritura. Tras el paréntesis de Autobiografías ajenas (2003), una muy literaturizada y original reflexión sobre algunos de sus libros, llega Tristano muere (2004), monólogo y delirio de un anciano agonizante, que se esfuerza en vano por dotar de sentido a la memoria de su
vida, dictándosela a un escritor que le escucha en silencio, es una dolorosa celebración del misterio de la muerte y del aún más hermético de la vida, un claustrofóbico descenso a las tinieblas del corazón humano y una reflexión sobre los implacables meandros que en el siglo XX conducen del fascismo a esa otra forma de opresión totalitaria que es la alienación televisiva. El volumen de cuentos El tiempo envejece deprisa (2009), centrado en uno de los temas cardinales del autor, inevitablemente entrelazado con la reflexión acerca de la Historia y la fragilidad de la existencia, cierra, en espera
de nuevos inéditos, uno de los más apasionantes viajes que la literatura de nuestros días nos ha deparado.

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Ya de la propia exposición de la trayectoria de Antonio Tabucchi se desprende que, bajo su obstinada inquietud, subyace en ella una coherente unidad, que permite que, pese a tan variadas propuestas y vaivenes literarios, su impronta sea inmediatamente reconocible. Y esa impronta no es más que su estilo, es decir, la peculiar manera con la que el escritor percibe y recorta la existencia para reconstruírnosla después a través de la escritura. En los párrafos que siguen intentaremos trazar resumidamente los principales rasgos de esa propuesta tabucchiana de visión del mundo y su plasmación literaria.

Hay que partir de la constatación de que la existen cia es un laberinto, o por usar un término más afín a nuestro escritor, un acertijo, un enigma. Como el de su maestro Pes soa, su interés por la vida es el de un descifrador de charadas, y aunque la li teratura de nuestros días, a diferencia de la de antaño, no se encuentra en situación de ofrecer respuestas, sí puede exigirse de ella el deber de plantear preguntas, de ser conciencia crítica, de funcionar como objeto de in quietud y reflexión. Desde tal intención interrogativa, sus obras, más que refle jar la realidad, pretenden si acaso pluralizarla, desvelando la complejidad que oculta: el ser no puede quedar desligado de esa particular forma de existencia que es el poder ser, de modo que hay que indagar no solo en lo vivido o en lo visto, sino en la potencialidad de las vidas paralelas, de las ocasiones perdidas, del albur de la casualidad; en definitiva, en el revés. Como consecuencia, la vida no se nos aparece solo como un laberinto, sino también como un puzle, como un mosaico desordenado que hay que recomponer.
Solo que las posibilidades son infinitas y no existe una única solución predeterminada, porque el mundo es  intrínsecamente ambiguo y plural, some tido al capricho del azar: la verdad, como la línea del horizonte, se aleja a medida que nos acercamos a ella.

De ahí tal vez la preferencia de Tabucchi por personajes que, pese a su aparente di versidad, tienen como rasgo en común el extravío existencial, el hallarse, lo sepan o no, incómodos, marginados o descentrados de alguna forma respecto a la vida, sea por carácter o trayectoria o bien por fatalidad o por voluntad propia. Esta perspectiva existencial periférica, junto a la inveterada costumbre del autor de espiar las cosas desde el otro lado, es lo que le consien te
abordar mejor uno de los principa les problemas que se plantea, el de la identidad, que también se revela ambigua, plu ral e inasible. El problema no atañe únicamente a los demás (¿cuál era el verdadero rostro de Maria do Carmo en «El juego del revés»?; ¿cuál de todas las identidades de Tristano es la auténtica?), es que tampoco sabemos a ciencia cierta quiénes somos nosotros mismos, enredados en un pirandelliano juego de representación, arrastrados a lo largo de la vida por una inextricable concatenación de azares, equívocos y errores propios; ocultos tras nuestras máscaras, que a veces nos esconden («Peque ños equívocos sin importancia») pero que también nos sirven paradójicamente para desvelarnos («Carta desde Casablanca»).

La indagación en el tiempo resulta en este sentido una de las únicas vías para comprender el presente, tanto en la clave colectiva de la historia, como en la individual de las vidas concretas. Como odisea del tiempo interior se ha definido su obra y, en efecto, el tiempo, ligado a los conceptos de año ranza y memoria, es uno de los cimientos fundamentales de la poética de Antonio Tabucchi (del concepto de saudade nace, por ejemplo, la idea del revés) que se manifiesta narrativamente como una preocupación casi general de sus personajes, aquejados, como Volturno en Piazza d’Italia, del «mal del tiempo», cuyos sínto mas son la angustia de la inexorabilidad existencial y la obse sión por el pasado. No  resulta fácil, sin embargo, separar la estrecha fusión que en la memoria de los hombres se produce entre pasado y presente: la memoria se confunde con la ima ginación, resulta falsaria porque elimina lo desagradable o a veces los recuerdos nos parecen un sueño.

La mejor demostración de este carácter conflictivo del tiempo ligado a la memoria es la reiterada querencia de los personajes de Tabucchi por ha cer balance existencial, ofuscados por la insatisfacción con sus propias vidas o por el remordimiento. Motivo constante en su trayectoria, cobra acendrado protagonismo en sus últimos libros, al igual que ocurre con el tema de la muerte, estrechamente ligado al tiempo. El interés de Tabucchi por la muerte radica en su
relación con la vida y nunca en sus posibles sentidos trascendentes. La muerte es la no presencia, la ausencia de una persona que existía. Contra la muerte, suprema forma de la inexorabilidad de la existencia, como contra su variante menor, la desaparición, se rebelan algunos personajes, afanándose en rescatar a algún semejante, o a sí mismos, de tales formas de olvido, emprendiendo búsquedas, indagaciones, indefectiblemente fracasadas, por otra parte, con el objetivo de encontrar o de co nocer a los demás, y señaladamente a un doble que les refleja: están buscando una clave para rescatarse en sí mismos.

Con todo, no olvidemos que nos hallamos en el ámbito de la literatura, que no deja de ser un instrumento de indagación en la realidad (el único que consiente posiblemente el acceso a determinados recovecos del ser humano, por otro lado), de singular flexibilidad dado que como arte se define por su capacidad de mímesis. De modo que cabe preguntarse cómo ha de ser la obra literaria que refleja este universo ambiguo, plural, contradictorio e indescifrable que nos presenta Tabucchi. Obviamente, ha de resultar parejamente informe, pespunteada de huecos, de vacíos, de interrupciones e incongruencias, de dudas y de paradojas, que no proporciona certezas aunque sí una buena dosis de inquietud.

Para empezar, la obra adquiere respecto a su autor una in sólita independencia, evidente desde un principio en cual quiera de las notas preliminares que suelen acompañar a los libros. Éstas, en vez de cumplir su tradicional función explica tiva, acaban por provocar la incertidumbre del lector, como si el autor, a la hora de expresarse sobre su obra acabada, se diera cuenta de que no sabe exactamente lo que significa, por lo que, si propone una explicación, es para
contradecirla in mediatamente después o para cubrirla en todo caso de dudas. A este hiato entre autor, lector y creación contribuyen además las muy frecuentes alusiones metaliterarias al proceso de escritura en las pro pias obras, poniendo posmodernamente en evidencia su condición artificial.

Por otro lado, en Tabucchi, el estilo propio, ya bastante inquieto de por sí, no supone la renuncia a los ajenos; al contrario,
puede llegar a alimentarse de ellos en una verdadera operación de vampirismo estilístico para hacerse plural. Abundan en sus relatos, en efecto, las referencias y citas intertextuales asimiladas e interiorizadas como alegoría o espejo. Este trasvase no procede sólo de la literatura, sino también de otras formas de creación, especialmente de la pintura, pero también de la música, culta o popular, y del cine.

Su escritura, en todo caso, aúna tales vericuetos temáticos y estilísticos con un extremo rigor constructivo, de gran capacidad de concisión, en la que se combina la elusión de algunos elementos de la trama con la alusión ambigua a otros, y ambas con una para dójica morosidad descriptiva concentrada en pequeños deta lles secundarios de los ambientes en los que se desarrolla la acción. En buena parte de sus relatos y novelas, además, los límites entre lo real y lo imaginario se desdibujan y se deja amplio espacio a lo onírico e incluso al inconsciente, lo que contribuye a liberar el relato de la rémora de la sucesión espacio-temporal. De ahí, quizá, la frecuente ausencia de tramas definidas y, sobre todo, de finales convencionales: es el triunfo de la no-historia, inasible como lo es la verdad.

A compensar el vértigo ontológico que de la compleja visión del mundo de Antonio Tabucchi se desprende contribuye tanto el placer del relato que permea sus obras como un permanente registro lúdico, que según Sergio Pitol «le impide cual quier desarreglo retórico, cualquier tentación pomposa y lo alejan de todo pathos innecesario»5. Podría decirse, en realidad, que el conjunto de su obra constituye un ejemplo de la figura retórica de la ironía, según la cual se da a entender lo contrario de lo que se dice, pero la ironía, al igual que el espíritu de broma es asimismo un rasgo de sus personajes, y abundan también en sus páginas la vena grotesca, la pincelada satírica y, señaladamente en sus últimos libros, aunque
no solo, el humor negro.

En conclusión, como dijo inmejorablemente Sergio Pitol: «Todo en Tabucchi parece configurar el oxímoron per fecto. Sus relatos están tejidos con elementos que, por lo gene ral, uno acostumbra a considerar como irreconciliables»6. Y quizá sea esta la clave interpretativa que mejor cifre la compleja obra literaria del autor toscano, que, como explicó una vez, aprendió de Pessoa que la heteronimia tenía una vertiente novelesca, y la ha aplicado como la única solución literaria ante un universo indescifrable. Si no podemos resolver el enigma de la vida por descarte, por reducción a una respuesta unívoca, intentémoslo por acumulación, por pluralización de soluciones, por la introducción de respuestas paralelas.
De ahí que en su universo literario, tal como hemos apuntado, se multipliquen (y se compliquen) los temas, los géneros, los estilos, los puntos de vista. Se ha dicho que los personajes de Tabucchi son, en realidad, voces, y, de hecho, la cuestión de la oralidad está muy presente en todas su obras y a ella ha dedicado el autor toscano un hondo y conmovedor ensayo, «Un universo en una sílaba», recogido en Autobiografías ajenas. En síntesis, y entre muchas otras cosas, viene a decir que la voz es de lo más personal que tenemos, en sentido fónico y también en sentido figurado, pues no hay mejor metáfora de la personalidad; sin embargo, y paradójicamente, es de lo primero que olvidamos de las personas cuando fallecen. Quizá por ello acumule tantas voces en sus obras Tabucchi, como forma de rebelión contra esa inexorabilidad de nuestro destino, y como reflejo de la inagotable variedad del universo que nunca le dejó indiferente. Quizá por eso también hayamos cifrado este sumario recorrido por su mundo literario bajo la expresión «polifonía de voces».

No podemos saber cuánto tardarán en olvidar su voz aquellos que le conocieron personalmente, pero nos queda la certeza de que esa otra forma de su voz que son sus obras está destinada a conservarse largamente en la memoria de sus lectores.

 


(1) Estas páginas dialogan, en buena medida, con las de otro artículo mío publicado hace ya años en esta misma revista («Antonio Tabucchi, una escritura pos-moderna», Turia, 37, 1996, pp. 143-165), donde se exponía una interpretación en
clave posmoderna de la obra del autor publicada hasta entonces. En lo que se me alcanza, ni la trayectoria posterior de Tabucchi ni su recepción crítica han desmentido las tesis que allí se planteaban, sino más bien lo contrario.

(2) El siglo XX: balance y perspectivas, Viceconsejería de cultura y deportes del Gobierno de Canarias, 1991, p. 24; sin indicación de traductor.

(3) Las obras de Tabucchi se citan siempre por su título en castellano (excepto las que no han sido traducidas), si bien con el año de su aparición original. En España han sido publicadas en su mayoría por la editorial Anagrama y en algún
caso por Huerga & Fierro, traducidas por Carmen Artal, Joaquín Jordá, Pedro Luis Ladrón de Guevara, Xavier González Rovira y Carlos Gumpert.

(4) Es bien sabido, pero recordemos que Antonio Tabucchi fue profesor universitario de portugués y un gran especialista en la obra de Fernando Pessoa, que estudió y tradujo al italiano. Sus ensayos sobre el gran poeta portugués han sido
recogidos en Un baúl lleno de gente (1990).

(5) Sergio Pitol, «Un puñado de citas para llegar a Antonio Tabucchi», El País, 28-VIII-88.

(6) Ibídem.