Un libro de voces múltiples, de gramáticas sinuosas, un monólogo interior bombardeado por la sociedad, la familia, los amigos. Un muchacho encapsulado en las drogas y el jungle -la electrónica derivada del drum&bass que reinó en la Inglaterra de mediados de los noventa-, icónico, hipnótico, de voces mántricas. Shy es el resto que queda en el vaso al final de la fiesta, inapetente, distraído, tibio. Recuerda a los personajes de Irvine Welsh sin el poso narcótico, más psicóticos que desdentados, con un resto de inocencia a punto de evaporarse. Las voces aparecen, de naturaleza esquizoide, en una exigente tormenta literaria que hacen del libro una experiencia exhuberante y agotadora. Cursivas, centradas, de cuerpos distintos, acumuladas en estratos geográficos y temporales diferentes. La manera de escribir de Max Porter, con los cambios tipográficos, las voces de fuera, la experimentación narrativa, refleja a la perfección el laberinto de desazón y violencia al que se ve sometido el protagonista, desahuciado por su familia y entorno, atrapado en Última oportunidad, una residencia para muchachos problemáticos donde su psique experimenta episodios propios de una montaña rusa, terribles, venenosos, a veces esperanzadores. Un lugar donde las historias de terror que aparecen en los libros asustan menos que las que cuentan los chicos que viven allí. Chillidos y fantasmas, nadie teme lo que atrapan las paredes del lugar. Algunos nombres se repiten: Becky, su madre, el primo Shaun, Jenny, Amanda, Iain, Toby… el sexo, la frustración adolescente, la música, siempre la música y la resina, stepdub, beatbox, electrónica hipnótica y ritmos abstractos que sumen al protagonista en una agónica ausencia de sentimientos relacionada, inevitablemente, con la misma falta de melodía en la música que escucha. Pero el contraste que nos presenta Porter va más allá: el amor por su madre, la descompensada relación con su padrastro, el niño que todavía colecciona cepillos de dientes de Star Wars, figuras de las ‘Tortugas ninja’, cromos de la ‘Pandilla basura’, Micromachines, cochecitos de Hot Wheels… pero es capaz de buscar el dinero para unos platos, para poder pinchar puesto de speed y recitar su propio mantra: “El mejor de los tiempos”. O el peor, claro. La música abandona Detroit y llega a los suburbios de Inglaterra, se abandonan las guitarras y las vidas son mixtapes grabadas en casetes, fantasmas, colectivos, remezclas, pasquines, octavillas de clubes a los que no irá nunca, logotipos de discográficas pero ni una libra para discos. ¿Cómo te atreves a hablarnos así? En un momento dado el lector tiene que tomar partido. O, por lo menos, discernir entre tanto gris. Por un lado un adolescente incomprendido, por otro unos padres carentes de argumentos. ¿Hasta dónde se puede llegar para hacer feliz a un hijo? ¿Qué es lo que le convertirá en una persona normal? ¿Dónde está la normalidad? Le piden que les hable y él les escupe. ¿Ahora qué? Ahora Última oportunidad. Pero Shy no sabemos si es un maleducado, un enfermo mental o un desgraciado. El clima es violento, en todos los lados. En su casa y en el reformatorio, en la calle y en la escuela. Pero Shy no evita la pelea, la busca, la recibe, se arrepiente. Da la sensación de que él mismo se busca una realidad a largo plazo sin futuro, ¿No te agota, a veces, ser tú mismo? Acid kouse, Rhymer court, Tumble tots, la Gran Bretaña anterior al Brit Pop, una isla desierta, la desidia de la década, recuerda a ‘Kids’, la película de Larry Clarck, cambiando los Estados Unidos del grunge por la Inglaterra de Goldie y The Burial. El bajo y la batería, una y otra vez, copia y pega. Eran otros tiempos: “Dejad de hacer como si me conocéis, lo único que sabéis de mí es lo que yo os he contado”. Una doble página para el padrastro conciliador. Él lo intenta, como también lo hace su madre. Pero ahí está la maestría en la literatura de Max Porter: transmitir la nada como necesidad. Nada me cambiará dice el protagonista, nadie me dice qué tengo que hacer. Ni los medicamentos ni repasar una y otra vez una lista con las personas que le importan algo. Su microcosmos reducido a un solo párrafo. Realismo herético, sin normas, como la mente de Daniel Johnston, como un último exabrupto de Dennis Cooper. Una década más tarde Shy volverá la vista atrás y no verá nada porque, seguramente, esté muerto o todos los que conformaban su red de emergencia lo habrán olvidado. ¿Hay alguien ahí? El mundo sólido se disuelve: “Carga con una pesada bolsa de lamentos”, cigarrillos y cintas familiares: “Ya estamos otra vez / no hay forma de ganar / vuelve aquí / deja que se vaya”. Se va por el parque, fumando, escupiendo, vaciando su cabeza, dándole la vuelta a su sesión, a sus mezclas. ¿Quién es el culpable cuando se ha intentado todo? Palos, amor, más palos, castigos, otra oportunidad, diálogo, gritos, medicamentos, internamientos, tratarlo como un adulto, intentar que sea un niño… solo recordamos una parte de la letra y con eso pretendemos cantar todo el tema. Un profesor de historia, una última oportunidad en última oportunidad. Pero su pesadilla es el agua. ¿Qué camino acaba recorriendo el libro? Es una estructura compleja sin una linealidad temporal aparente y una sucesión de voces desorganizadas, solo cuando llega el tercer acto, en la búsqueda del término medio, uno encuentra la realidad postural: “Cuando te vienes arriba te vienes muy arriba y cuando te hundes, vas hasta el fondo”. Como si Shy fuera un fantasma y nos estuviera visitando, veinte años más tarde, ahogado en la electrónica y las sustancias. Es el tercer acto de la novela un momento acuoso, profundo, trágico, donde los sentidos se aíslan, desde los auriculares (encienden y apagan el mundo con el play y el stop) o la capucha: “La desnudez y la calma del mundo son atroces”. Los mismos cables de los cascos pueden ser usados como instrumento para colgarse. El estanque es el símbolo del vacío, el agua fría de la muerte, colocado, al dormir todo su cuerpo se vuelve pantano. Moho sobre la piel cálida que termina por ahogarse. ¿Animales flotando? Como un ‘Mr Potato’, como los jabalíes de Ásterix, Shy es un niño perdido, en el valle de las sombras, como una canción. Lodo y verdín, la noche, los animales flotan. Shy flota. La paz es estar seco, la paz, para Shy, no es siquiera estar vivo. El autor ametralla con pensamientos que se aceleran, como las remezclas de los temas de dub, de jungle, de todos los estilos de electrónica en manos de un pinchadiscos. Termina el tercer acto, engancha con el final, un final angustiado sazonado con esperanza. Piedras y destrucción. Una mente atrapada en un punto de no retorno, un pensamiento laberinto, día y no che que se confunden en la destrucción. Si el frío es la muerte, los abrazos son la vida. Lo siento. Ventanas rotas, lleno de vacío, pleno de agujeros. Envuelto en los cuerpos de los demás su temperatura, su vida, aumenta, se eleva. Es el comienzo de un nuevo día. Una novela extenuante, atemporal, que te muerde, que no te suelta. Una novela escrita hoy sobre un momento tres décadas atrás. La pregunta que te deja, ¿ahora qué? No lo sé. Estoy cansado, solo quiero dormir.

 

Max Porter, Shy, Barcelona, Random House, 2024.