Le agradezco Herr Roth este viaje,
sin usted no habría sido posible
o tal vez algo inútil, postales de colores.
Juntos, vimos la primera luz sobre el Danubio,
el amanecer en los muros de Melk.
Después en Viena, qué necesaria su presencia,
su guía cuidadosa: museos y palacios,
luz de los lienzos y encapotados muros,
tabernas y cafés, la tarta suntuosa
y el alcohol que redime.
Tantas sombras de sombras, años y desengaños
repetidos como una terca melodía
de apresuradas polkas, valses delirantes.
“Sobre las copas que alegres apurábamos
la invisible muerte cruzaba ya sus manos”
Si, querido Herr Roth, un hermoso recuerdo,
una pequeña resurrección amable
que ambos, inesperadamente, compartimos.
Luego, usted volvió a suicidarse,
borracho como de costumbre
-ya conoce el truco, el lugar y la fecha-.
Pero eso poco importa, sólo quiero decirle,
otra vez, muchas gracias por todo;
por haber iluminado el otoño de Viena,
por el cuadro de Vermeer que tanto disfrutamos,
por los vasos rozados y el helado cristal,
por la extraña canción que esos días repiten:
¿Quién es el que habla ahora,
qué tiempo compartimos,
dónde empiezan las sombras,
dónde la luz del día,
o es todo un sueño eterno,
un reflejo en la nada,
donde muertos y vivos
sólo somos un rostro,
unos ojos abiertos
contemplando el abismo?