Cada libro cuenta su propia historia y un momento de la historia vital y literaria de su autor. Pero hay autores y autoras en los que se hace más evidente la voluntad –y la necesidad– de trenzar por debajo de los libros de su producción una historia paralela, un hilo invisible común que los une y los dota de un sentido global al que cada título aporta su matiz propio, o el recorrido del que cada libro es una estación –desde luego, nunca de paso– hacia un destino que completará la escritura y la vida. Siendo este el caso de Verónica Aranda, algo se perderá el lector de este Humo de té (Premio «Leonor», 2020 de la Excma. Diputación de Soria) que no se haya detenido en las estaciones anteriores –desde el ya lejano Poeta en India (2005) hasta el más reciente Cobalto oscuro, también de 2020 pero inmediatamente anterior al libro que nos ocupa.

Poeta que ha hecho de la «forma de estar en la ciudades» una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse, Verónica Aranda aborda Humo de té como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado. No puedo dejar de recordar en este punto lo que una vez escuché sobre Marilyn Monroe –con las trampas que hayan podido distorsionar la verdad de esta anécdota–, que, habiendo adquirido su última casa, la actriz mandó grabar a la entrada de la misma la inscripción latina «Cursum perficio», «aquí acaba el viaje» o también «he llegado a mi destino». Desde luego, el viaje de Verónica Aranda no ha acabado, pero en Humo de té la vida y la mirada se introyectan y las imágenes del viaje parecen evocarse desde una morada amable y amena, con velos que amortiguan la intensa luz del mundo de afuera, que hasta Humo de té había colmado –y deslumbrado– los ojos de la autora en buena parte de su poesía anterior.

En esa morada amable y amena, la escritura cede el paso a «instantes ágrafos», quizá consecuencia gozosa de las «interferencias de la carne al verbo» que brinda esa morada nueva. Pero «la distancia también es reescritura» –nos recuerda Verónica–, y no se acaba –aunque sea desde la evocación– la necesidad de re-aprehender la vida «antes de ser poema» y, a pesar del «miedo irracional a escoger un vocablo», la necesidad de nombrarla, nombrar y decir, como parte ineludible del oficio de poeta («Cuando deseo nombrar: / poema, / barca, / pez pequeño, / semillas, / colmenas en islotes diminutos, / me pliego en el concepto, / rozo aldabas, / antes de completar / un inventario fértil.» O: «Regresan: estación, / los números impares, / té negro sin azúcar / con dulce de gacela. / Recupero: cometa, duna, gato, / la noche es infinita.»). La poeta nombra las cosas, nombra el mundo, pero el mundo, las cosas, también escinden su nombre y, acaso, su identidad. Oficio de poeta de doble dirección. En otro lugar hemos reflexionado sobre que viajamos para desaparecer y en esa desaparición, renombramos el mundo y con él nosotros adquirimos al mismo tiempo un nombre nuevo.

En esa morada amable y amena, el recuerdo deviene en degustación del rito. En refinamiento del ademán. En la afirmación agridulce de las dimensiones de [nuestro] teatro, como lo expresaba Gil de Biedma. Un teatro tanto más barroco y alambicado como lo sea el «abismo imaginado», con que concluye magistralmente el libro. En ese contexto Verónica Aranda ofrece una de las mejores definiciones que conocemos de la creación poética, cuando «[a]ntes de sumergir / la vasija en el blanco, el alfarero / busca la trascendencia». La expresión inefable de un don.

El poema se llena, entonces, de ceremonias de té cuyo humo es el signo y el alfabeto de una renacida escritura y a lomos de sus virutas y arabescos surge la imagen del recuerdo y un sentido; nos devuelve a las plegarias de los orantes y las plañideras; a cantantes, pescadores, hilanderas, vendedores de caracoles y pájaros, y mendigos y su gramática cifrada y ritual –parafraseando al maestro Azorín– «fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…». A todos ellos (los orantes, las plañideras, los pescadores, etc.) ya los conocimos más vívidos en Poeta en India (2005), en Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Café Hafa (2015) o en Río Mekong (2018), pero en Humo de té son convocados, en la evocación, a la danza de la filigrana vaporosa –y muy modernista– de la infusión y su aroma narcótico impregnando el aire y las paredes; son convocados al elegante –y estudiado– gesto con que se sirve el té y se agasaja al invitado; o al no menos teatralmente primoroso de «ir a buscar una hoja satinada / y declinar una invitación». Pues, más modernista –y más manierista– que nunca Verónica Aranda, la poesía de este Humo de té se recrea y se esencia en el atrezzo. En modos delicados («Un lánguido placer / atravesó el enebro» o «y en la tristeza del payaso / que se anuda despacio el corbatín»); en la presencia de elementos culturalistas de la literatura, la pintura o la ópera (Duras, Rothko, Turandot, Celan, El Bosco…); en los dragones de jade, los tatuajes, las copas luminosas, una mañana de 1900, un samovar… «las fiebres de otro siglo», que no sólo son un decorado, con ser suficiente. Es una forma de ser del lugar y en el lugar. La conciencia de que, en realidad, estamos hechos de «retazos de relatos que nos narren / el tiempo que habitamos bodegones». Esos bodegones que, en su aparente estatismo, reflejan en la textura de alimentos y vajilla los ojos de quien los mira, para decirle quién fue... como Humo de té nos devuelve los ojos de Verónica Aranda –los verdaderos sujetos literarios de este poemario– (y su conciencia de sí).

Cursum perficio, Verónica Aranda disfruta de su morada amable y amena, tiene su habitación propia desde la que contarse y contarnos. Afortunadamente, el viaje no ha terminado.

 

 

Verónica Aranda, Humo de té, Diputación de Soria, Soria, 2021.