He estado muy ocupada, me dijo Violeta en El Mercurio después de una larga temporada sin vernos. Me ha surgido un asunto nuevo. Un día llamaron por teléfono a preguntar si sabía si el ático de la casa estaba en alquiler. Un señor llamado Piloto, me dijo la voz, le había comentado a él, el propietario de la voz, que creía que sí. El mencionado Piloto le había dicho, también, que llamara a este número de teléfono y preguntara por Dayana o por Violeta. Cualquiera de las dos podría ayudarle. Eran familia de Piloto.

 

Le  expliqué  al  propietario  de  la  voz  -era, sin lugar a dudas, una voz de hombre-  que  yo  era Violeta, la hija del Piloto, que en realidad se llamaba Eugenio,  aunque muchos le llamaban el Piloto. No Piloto, puntualicé, sino el  Piloto.  Así  es,  dijo  la voz, dándome la razón en ese tono en que se la suele  dar  a  los  locos,  simplemente  para seguir adelante. Le dije que le preguntaría  lo  del  ático  a  Dayana,  que,  por  cierto,  era  mi  madre -no consideré  necesario  añadir  que, en consecuencia, era, también, la mujer de Eugenio- , porque Dayana está muy al tanto de la vida de la vecindad y probablemente  sabría si los propietarios del ático lo querían alquilar. Pero como en ese momento Dayana no se encontraba en casa, le dije que llamara más tarde.

 

Yo,  desde  luego,  siguió  Violeta,  conocía a los propietarios del ático, que viven en el cuarto  derecha,  y  sabía  que  el  ático  estaba  desocupado,  pero,  naturalmente,  no conocía  sus  intenciones.  No  me  trato  mucho con ellos. Son una familia numerosa y bastante  alborotadora.  Como  mi madre habla con todo el mundo, debía de saberlo o, al  menos,  podría  actuar  de intermediaria entre ellos y el hombre que me llamaba por teléfono.  Eso  fue  lo  que pensé  en cuanto colgué el teléfono. E, inmediatamente, me olvidé.  Quiero  decir, que no se lo comenté a mi madre, ni siquiera a mi padre, que era quien había puesto en marcha el asunto.

 

La cosa fue, dijo Violeta, que, por una cosa o por otra, ese hombre me llamaba por teléfono casi todos los días. Con mi madre es muy difícil hablar, porque anda siempre de aquí para allá y no se lleva nada bien con el teléfono móvil. No contesta los mensajes ni los responde jamás. Al fin, un día le pregunté si sabía si el ático estaba en alquiler y ella me dijo que se enteraría, pero lo cierto fue que tardó en enterarse. El hombre me seguía llamando, como si ese ático fuera el lugar más deseable del mundo. Pasados unos días, pude darle buenas noticias. Sí, el ático estaba en alquiler y ya había conseguido, a través de mi madre, el número de teléfono de los del cuarto derecha.

 

El caso es que los propietarios del ático le pidieron a mi madre el favor de que echara ella una ojeada al ático, que llevaba desocupado todo un año, a ver qué le parecía, porque no sabían lo que podían pedir de alquiler. Tenían la impresión de que el último inquilino pagaba un alquiler muy bajo. Mi madre, como puedes imaginar, no encontró el momento de subir a ver el ático, y finalmente me lo encargó a mí. Y esto es lo que ha pasado: el ático me encantó. Se lo comenté a los propietarios y les sugerí alguna que otra mejora para poder pedir un precio más alto. Más adecuado, quiero decir, porque el espacio es estupendo, pero hay que saber presentarlo. Todo lo que les dije les pareció muy bien y al final quedé yo encargada de hacer todos los pequeños arreglos -fáciles y superficiales todos ellos, cosas que podían hacerse con las manos- e incluso de manejar el asunto del precio del alquiler con el nuevo inquilino.

 

Siempre me ha gustado la decoración, dijo Violeta, así que todo el asunto me ha entretenido mucho. El ático ha quedado genial. Ya sólo falta fijar el precio con el nuevo inquilino. Parece ansioso por verlo, la verdad.

 

Mi padre, como de costumbre, se ha desentendido completamente de todo, dijo Violeta, mirando hacia la mesa adonde el Piloto jugaba al póquer con sus amigos. No ha intervenido ni ha comentado nada. Lo único que ha dicho es que hacía tiempo que no veía a Julio, que así se llama ese hombre. Le parecía que estaba de viaje. Es un hombre que viaja mucho, dijo. Nada más.

 

Tengo mucha curiosidad por verle, confesó Violeta. Estoy deseando saber qué le parece el ático, ya que ha mostrado tanto interés. Tiene una voz maravillosa. Es una de esas voces que se ven, que casi se palpan, una voz que se pone delante de tus ojos y hasta cierto punto puede decirse que se exhibe, que disfruta de sí misma. Es una voz fundamentalmente independiente, una voz que va a lo suyo.

 

Yo pensaba que Violeta no sabía escuchar, que lo miraba todo sin absorber una sola palabra, pero ahora había sido conquistada por una voz. Sentí celos de aquella voz que se había abierto paso en la vida de Violeta. Y comprendí que nunca me había gustado mi voz, expresaba nerviosismo e inseguridad, como si quisiera alzarse por encima del peso que debía sostener, nunca liberada de su miedo a caer, a hundirse, a enmudecer. ¡Ojalá mi voz fuera mejor de lo que imaginaba!, deseé, ¡ojalá mi voz sonara en los oídos de los otros mejor de lo que sonaba para mí!

 

Como Violeta, yo también era experto en voces, yo también sacaba conclusiones cuando escuchaba las voces de los otros, y las analizaba y desmenuzaba, una vez que habían penetrado dentro de mí y se resistían a desaparecer. La voz de Violeta pasaba por las cosas como recogiéndolas, barriéndolas, sin mirarlas demasiado, quizá triturándolas, porque sólo tenía una meta, sólo quería hablar al aire, exponer el montón informe de palabras como una escultura que se fuera moldeando a la vista de todos. La voz de Violeta perseguía un objetivo, no se distraía en lo accesorio.

 

Así como la de Violeta era, claramente, una voz con meta, una voz demoledora, pulverizadora, y por tanto algo monótona, sin apenas variaciones, la de Teresa no tenía metas claras y cambiaba terriblemente. Podía ser una voz alegre, impregnada de aquella vida anterior que se intuía al fondo de sus ojos, y podía ser una voz muy triste, quejumbrosa, cuando me relataba el insomnio constante de sus noches, el dolor que la mantenía despierta y para el que no había encontrado remedio, porque se resistía a recurrir a los analgésicos y los calmantes. Era, a veces, cuando sus ojos me penetraban, una voz susurrante, suplicante -mientras yo me estremecía de deseo, porque sabía que me estaba pidiendo algo-, y otras, cuando yo la escuchaba hablar con otras personas, cuando la veía de lejos y sólo me llegaba el sonido y el tono de las palabras, una voz distante y orgullosa, cerrada en sí misma.

 

Teresa no tenía una sola voz, Teresa era muchas voces al mismo tiempo, y eso era lo que me desconcertaba, porque imaginaba que si yo respondía a una de ellas, Teresa, de pronto, recurriría a otra, y yo no sabría qué hacer.

 

 

 

(Capítulo de una novela en curso)