Cuando en 1996 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura a Wislawa Szymborska se dio un histórico caso. De repente, dos premios Nobel de Literatura, de los mejores del pasado siglo, se verían reunidos en una misma ciudad, Cracovia, de las más bellas de Europa. Los dos eran polacos: el gran poeta, novelista y ensayista Czeslaw Milosz y la igualmente inmensa poeta y, a lo largo de su vida también atípica articulista y autora de textos breves en prosa, Wislawa Szymborska. Los dos pertenecían a una sufrida nación, Polonia, pulverizada varias veces, de forma vergonzosa, a lo largo de la Historia, por los diversos pactos y repartos territoriales llevados a cabo por sus poderosos y avariciosos vecinos, principalmente el Imperio Ruso, Prusia y también Austria. Una nación que devocionaba, como una segunda religión patriótica, por encima de todo, la poesía.

Los itinerarios geográficos y biográficos de ambos habían sido distintos. Disidentes ambos del comunismo implantado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en aquellos países del Este de Europa, ideología en la que ambos habían militado al igual que otros muchos de su generación, Milosz emprendería el camino del exilio, una práctica tristemente tradicional para los polacos a lo largo de su atribulada historia, mientras que Wislawa Szymborska, nacida en el seno de una familia burguesa en 1923, en Kórnik, cerca de Poznan, desde los 6 años viviría siempre en Cracovia, hasta su fallecimiento en 2012.

Nacido en 1911 en la Lituania zarista, unida desde hacía tiempo a Polonia, Czeslaw Milosz ocupó diversos puestos diplomáticos de la Polonia Popular desde 1945 a 1951, año en que rompió definitivamente con el régimen, instalándose en Francia. En 1961 comenzaría a dar clases de literaturas eslavas en la Universidad de Berkeley. Tres décadas después, en los años 90, una vez le fue concedido el Nobel de Literatura en 1980, y una vez llegada la democracia a su país tras una transición pacífica, comenzó a pasar cada vez más temporadas en Cracovia, instalándose por fin de forma definitiva allí, hasta su fallecimiento en 2004.

Y si una excelente biografía sobre Wislawa Szymborska –Trastos, recuerdos, editorial Pre-Textos- publicada en 2012 por dos conocidas escritoras y periodistas polacas, Anna Bikont -ganadora del Premio Europeo 2002 por Nosotros los de Jedwabne, impresionante documento sobre un terrible pogromo llevado a cabo en Polonia una vez finalizada la guerra- y Joanna Szczesna , nos acercaba a esta escurridiza y discreta autora que rehuyó toda su vida cualquier tipo de sobreexposición pública y espectacularidad, que se alejó permanentemente de los focos, evitando recitales y entrevistas, la lectura ahora de sus maravillosas y poco convencionales Prosas reunidas[1], este estupendo, sutilísimo, hipercrítico, a ratos muy divertido, y siempre escasamente rutinario -como ella misma lo fue siempre- volumen de reseñas para la prensa, nos acerca a lo más parecido a un fiel, constante e involuntario autorretrato. La esencia misma de Wislawa, en estado puro. Algo parecido a una autobiografía sentimental, intelectual, estética y existencial, todo reunido y encapsulado a un mismo tiempo, en cada ocasión de la que se tratara y en apenas unas cuantas líneas. Su delicado sentido del humor, su agudeza, su penetrante y nada vulgar inteligencia, su espíritu crítico que nunca se dejaba avasallar por opiniones extrañas o por el mainstream ambiental,  todo ello se da cita, sea el tema que sea, en reducidos espacios, y ya se ponga a hablar de la figura de El Cid o el Quijote, de la antigua Roma, del “milagro” de los Ensayos de Montaigne, de fenómenos sobrenaturales y de anticipación, de sus queridos animales y de zoología fantástica, de músicos y cantantes de ópera, de ese idolatrado jazz que se oiría el día de su funeral, de los diarios de Mann y de Gombrowicz, de los enigmas de la era neandertal, del último de los Jagellones y los cuentos y costumbres de la antigua Polonia, de la naturaleza de los sueños, del humor a través de épocas, autores y países, del fatídico siglo IX en la Europa Occidental, de “la provincia fantasma de Lodomeria” mencionada siempre junto a Galitzia en los títulos de los emperadores austríacos, de las diversas “máscaras” de Jaroslav Hasek o de las no menos numerosas polémicas y batallas que siempre han rodeado el mundo literario, estuviera o no Witkacy por medio.

Szymborska conocería a Milosz –como recordará en uno de los mejores textos del volumen, titulado Nerviosismo, en este caso bastante tardío, de 2001, publicado cuando ya colaboraba con unas muy celebradas columnas en el periódico más influyente de Polonia, y prácticamente de toda la Europa Central, Gazeta Wyborcza- en un recital, cuando ella era joven y apenas había empezado a escribir. La figura mítica de Milosz, su sola presencia, imponía una autoridad indiscutible entre todas las de su época. “¿Qué pinta la poesía de Czeslaw Milosz en Lecturas no obligatorias?”, se pregunta la propia Szymborska, ironizando, sobre el papel canónico de este inconmensurable poeta en toda referencia a la gran literatura del pasado siglo y del actual que se precie. Lo conoció en febrero de 1945. Se hallaban todos en el Stary Teatr de Cracovia, donde tenía lugar un hecho histórico: el primer recital de poesía desde el final de la guerra. Como recuerda Szymborska, en aquella época, "era una persona relativamente leída en cuanto a prosa, pero con conocimientos prácticamente nulos en cuanto a poesía”. La mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, aun así “escuchaba y observaba” a algunos de aquellos poetas “insoportablemente grandilocuentes” o a otros, por el contrario, inseguros, cuya voz se quebraba y el papel temblaba entre sus manos. Pero de repente llegó alguien que no tenía nada que ver con ninguno de los allí escuchados. Anunciaron “a alguien llamado Milosz”. Alguien que “leía con serenidad y sin histrionismos”. Alguien que le hizo decirse para sí misma: “Ahí tienes a la auténtica poesía y a un poeta de verdad”.

Años más tarde, cuando Milosz era un apestado del régimen, relegado y prohibido en su país, Szymborska lo volvería a ver a finales de los años cincuenta en un café de París. Sin lograr vencer el “nerviosismo” que la agarrotaba siempre que se hallaba frente a él, no llegó a decirle –como contará ella después- nada, ni siquiera unas simples noticias, “que le hubiesen hecho feliz”. Es decir: que sus libros prohibidos “todavía eran leídos en Polonia”, que se transcribían en copias introducidas ilegalmente en el país y que, en definitiva,  los jóvenes no le habían olvidado en absoluto. Una vez obtenido el Nobel, dieciséis años después que Milosz (“cada uno en su propio reino”) Szymborska, como cuenta, nunca perdería esta sensación casi colegial cuando se hallaba en su presencia: “Ni hoy –confesaría en este mismo texto- tengo la menor idea de cómo tratar al Gran Poeta. Cuando estoy cerca de él, sigo sintiéndome tan nerviosa como antes”.

Miembro del Partido Comunista, como muchos jóvenes intelectuales polacos tras acabar la segunda guerra mundial, los dos primeros libros de Szymborska seguirían la “ideología oficial” y las reglas estéticas del realismo socialista. Una adhesión de los primeros años, en los que llegó a firmar poemas dedicados a Lenin o Stalin (una exigencia, por otra parte, para todo aquel que quisiera seguir publicando o trabajando en revistas) que más tarde, incluso en el momento feliz de la concesión del Nobel, pasado casi medio siglo, le sería miserablemente recordado por algunos. Porque el desengaño, como en tantos otros casos, como en el citado de Milosz, no tardaría en llegar. Así lo expresaría más tarde, ya en la década de los 90: “Después de la fuerte crisis de los años cincuenta, comprendí que la política no era mi elemento. No considero aquellos años totalmente perdidos. Me dieron una resistencia ante cualquier tipo de doctrina”. En 1958, durante un viaje a París realizado con el luego célebre y genial autor del teatro del absurdo Slawomir Mrozek, y otros, entraría en contacto con la principal revista del exilio polaco, Kultura, y con su directo, el influyente intelectual Jerzy Giedroyc, comenzando su distanciamiento del comunismo. En 1966, en solidaridad con el gran filósofo Leszek Kolakowski, expulsado del POUP (Partido Obrero Unificado Polaco) Szymborska devolvería su carnet del Partido, siendo inmediatamente expulsada de la revista Zycie Literackie (Vida Literaria) donde dirigía, desde 1953, la sección de poesía. En esta publicación, sobre todo tras el “deshielo polaco” de 1956, apareció lo mejor de la época. Allí es donde Szymborska publicaría su famoso y delicioso ciclo de Lecturas no obligatorias, recogido ahora en el espléndido volumen de sus Prosas reunidas. Un ciclo muy personal, que llevaba cien por cien su propio e inconfundible sello, dedicado a comentar libros no necesariamente de autores célebres y no necesariamente catalogables como solemnes, “serios” e inmortales. Al contrario, en ocasiones rozando lo extravagante y pintoresco, sus textos estaban siempre llenos de gracia y de una genial y fascinante desenvoltura que habría hecho las delicias de un erudito jocoso, amante de las paradojas y de los datos irrisoriamente absurdos como Umberto Eco. O de un formidable teorizador de la “ligereza”, entendida como una de las bellas artes, de la talla de Italo Calvino.

A este género de revistas, y a este tipo de responsables que a Szymborska siempre le dieron alas para escribir a su gusto, de lo que le apetecía, revistas en cierto modo heroicas que luchaban por plantar las discretas semillas de toques algo más veladamente liberales y no tan plúmbeos como era habitual en la estricta doctrina del quehacer cotidiano comunista,  esta gran poeta les rendirá un emocionado recuerdo, en forma de homenaje retrospectivo, en su texto de 1995  Con el silbato colgando del cuello. Un texto que llevaba el subtítulo de La vida en Przekrój. Przekrój fue el primer magazine semanal polaco –de contenido cultural, social y político- que apareció en Cracovia, recién acabada la guerra mundial, en 1946. En un contexto de aburrimiento generalizado, o como Szymborska diría, de “aburrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso” (“la vida en la República Popular de Polonia era aburrida, ya sé que no es el principal reproche que se le puede hacer, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho: aburrida y gris, gris y monótona”), todo era igual y uniforme, a la vez que tediosamente represivo (“todos los periódicos informaban sobre los mismos hechos con las mismas palabras, en las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había”). De ahí su cariñoso recuerdo hacia aquel rara avis que fue el factótum principal de la revista evocada, el que le imprimió su sello: “En aquel contexto se tiene que entender qué significaba en aquellos tiempos la revista Przekój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leída y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a divertimentos no programados por los de arriba y se esforzaba por ensanchar su campo visual (…) Una historia que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción”. Cuando Szymborska habla de “infames sucesos”, se refiere a una detestable campaña antisemita, instigada desde el gobierno comunista, en la que se forzó a dejar los puestos de trabajo y fueron expulsados de la Universidad y de la administración un gran número de judíos. A Marian Eile le sucedería lo que a otros muchos periodistas e intelectuales judíos que fueron perseguidos y purgados a lo largo y ancho del país. Es el momento en el que muchos judíos polacos emigraron bien a Israel o a los Estados Unidos. Se calcula que si antes de la campaña antisemita había unos 40000 judíos en Polonia después tan solo quedaron en el país unos 5000.

Unos artículos publicados, ya fuera primero en Zycie Literackie, y más tarde en otras revistas como Pismo u Odra, en las que Wislawa divagaba maravillosamente, observando el centro de las cosas pero también las invisibles y elocuentes periferias a menudos descuidadas en primeras y convencionales visiones distraídas de las cosas o los seres que pueblan el mundo. Sumamente libre, radicalmente original, de una capacidad de estupor y de sorpresa único y autónomo, que carecía de escuelas y modas, como dice Manel Bellmunt, el excelente traductor y autor del prólogo de este volumen de prosas, “en ocasiones Szymborska se olvidaba ex profeso de las obligaciones del articulista y divagaba sobre temas que guardaban poca o ninguna relación con el libro, centrándose, rara vez, exclusivamente en la obra en cuestión”. Cada uno de sus textos se convertía así en una rara joya mestiza, mitad delicada pieza poética, ensayo de todo y de mucho más a lo Montaigne y narración de microhistorias siempre cautivadoras. Precisamente Montaigne, uno de sus escritores favoritos (“uno de los mayores logros que haya alcanzado el alma humana”) se convierte en el núcleo de uno de sus mejores textos. Alguien, un maestro, que parece hecho a su medida. Una “mentalidad crítica que no encajaba para nada –como explica la poeta- en ninguno de los dos bandos del fanatismo religioso, que guerreaban aquellos días”. Es decir, los católicos y hugonotes. El hecho de rendirle homenaje al autor admirado de los célebres Ensayos, le da pie a Szymborska para elaborar una fantástica reflexión sobre el misterio del azar y la posteridad. ¿Qué hubiera sucedido si en una de las caídas del caballo durante aquellos frecuentes viajes llevados a cabo por el “bondadoso Señor Michel de Montaigne”, a la edad de treinta y tantos, cuando ya había comenzado a proyectar “su magna obra” en la torre de su pequeño castillo “y las primeras frases ya ennegrecían algunas de sus hojas” su autor no llegara a sobrevivir del percance ocurrido en uno de los muchos caminos repletos de peligros? Por otro lado, como señala Szymborska, en aquellos días de pavorosa intransigencia “nada más sencillo que encontrar un millar de deslealtades en un escritor que piensa por cuenta propia”. En su recuento de estupores y “milagros” (el texto lleva por título El milagro de los Ensayos) en torno a esa obra que iluminó la humanidad a lo largo de los siglos posteriores, Szymborska propone no perder de vista nunca el indescriptible regalo del destino que son cada una –no sólo la de Montaigne- de las obras maestras que nos han acompañado en nuestras vidas: “Si el destino hubiese conseguido desbaratar su creación -la creación de los Ensayos- probablemente otra obra o conjunto de obras se habrían convertido para nosotros en la cúspide intelectual máxima del siglo XVI. No tendríamos ni idea de que ese lugar de honor se debería a una simple victoria por incomparecencia del adversario. No hay lugar en el abigarrado tejido de la historia para los espacios en blanco. Es decir, los hay, pero no hay manera de confirmar su existencia”. Afortunadamente, tanto Montaigne como Szymborska mucho después, desafiaron esa inquietante ley de los espacios en blanco. Han permanecido y permanecerán eternamente entre nosotros.

 

 

 

 



[1] Wyslawa Szymborska, Prosas reunidas, traducción y prólogo de Manel Bellmunt Serrano, Barcelona,  Malpaso, 2017.