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Aves de Albarracín

6 de septiembre de 2013 08:48:13 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nota

 

Las aves no sólo son protagonistas de la Poesía sino que son su imagen.

Albarracín es fértil es aves de carne, hueso y plumas, pero también en otras quiméricas, que habitan su catedral y el palacio de sus obispos, anidando en tapices o estucos.

No son menos inmortales las primeras que las segundas. Y todas enigmáticas.

 

Fénix 

 

Todas las páginas rasgadas resucitan y regresan desde la basura, desde los ojos de los peces, para construir la rosa de papel.

La rosa, triangulada por el agua, se pone a disposición del fuego, que ha seducido al sol con un trozo de vidrio.

El fuego sirve de nido al ave Fénix, cuya sangre hierve como la savia del sándalo y se reduce a las cenizas con que Kundry preparará su pomada. El incienso escribe la contraseña sobre el altar.

Las breves filacterias florecen en pájaros que el viento lleva en busca de otros montes, mientras escribo en mi cuaderno, antes de que la frase vuele y las emplumadas letras se extravíen.

 

La urraca

 

Urracas ladronas, fichas de dominó parlantes. Sorprendemos en sus nidos nuestras riquezas. Nuestras palabras nos las quitan de la boca. La sortija brillaba entre la hierba, pero no anduvimos tan despiertos como para rescatarla. Y voló.

Una chapa. Un zafiro. Un imperdible. Una cuchara de plata. Para la urraca son igualmente apetecibles. A veces yo tampoco distingo entre una estrella y un fumador asomado a su terraza.

Las urracas se nos adelantaron. El caracol se salió de su concha para fotografiarlas.

A tu alrededor, el tercer círculo concéntrico lo ha trazado un niño mientras jugaba ante el espejo. Miras, primero, dentro, y descubres el anonimato de tus órganos. Paseas a continuación por tu casa y pruebas los muebles como si fueras a comprarlos. Te cuelas, por último, entre los turistas, como si fueras uno de ellos y visitas las calles que tan bien conoces.

Pero la urraca se ha quedado las primicias.

 

El loro 

 

Reiterado, vigilante pero cómplice, los loros envuelven el sueño de Isolda. Sus colores, fingidos por la seda, son todo lo que del trópico sabrá la dama.

El loro venció a la alondra, pero lo derrotará el ruiseñor. Tiende a emboscarse en las orlas de los tapices, verde entre el verde, y sus ojos los confundimos al principio con cerezas, hasta que se descubre su figura como el error en los pasatiempos del periódico.

Venden loros en la pasamanería, junto a flecos y alamares. Mientras no pagues su precio no empiezan a hablar, y la primera palabra viene cosida con hilvanes a sus picos. Piedras preciosas parlanchinas. Cierto fraile embaucador, convenció a sus fieles de que la pluma de un loro perteneció al arcángel San Gabriel. En busca de uno de ellos se arriesgó el poeta en el Purgatorio de los animales. Pero allí no estaba.

Superviviente de su dueño, el loro se asoma tras las puertas, como un sacristán entrometido, para averiguar si todos hemos muerto.

 

Tordos

 

Un espino, cargado de bayas negras, prendido a la muralla. Acercándome, asusto a los tordos que, inmunes a sus pinchos, se abrigaban dentro. Sus alas suenan como las de moscardones, evadiéndose de la maleza y afrontando el frío del amanecer donde desaparecen, devorados por sus propias voces.

Soy hábil para espantar a los pájaros. Me había acercado a la base del castillo antes incluso de desayunar. Las campanas se paseaban entre los pinos, por las rampas que decoran la escarpadura sobre el Guadalaviar.

De noche nos hubiera desvelado el silencio del río. Ahora lo han callado las campanas. Los tordos vuelven a zumbar camino del cementerio. Los mismos u otros pájaros, a los que mi curiosidad persigue como una maldición.

Los tordos aman las espinas y comen de la mano de la nieve. En el frío del invierno su calor abre huecos en el aire, pinta aureolas de santos franciscanos. Entre las hogazas del metal de las campanas, tejen los caminos de la supervivencia y los hábitos pardos de su beatitud.

 

El avestruz

 

Te he soñado con cabeza de perro, buscando la inmortalidad entre tus zancas. Eras doble, y tu pareja, simétrica, me hizo dudar de su significado como una letra escrita del revés.

Pero por la mañana ya estás en tu sitio, y con el pico recoges las cortinas para que la luz penetre. Gracias a ti se puede ver a Yerobaal que, de rodillas, escurre su zalea en medio de la sala. Con tu ayuda descubriremos a Gedeón besando la lana seca entre el rocío.

Se dice que comes hierro. Pero he comprobado que rehúsas cuantas herraduras te ofrezco. Sí es cierto, en cambio, que Artemisa desenterró tus huevos para inventarse pechos. Las pléyades te distrajeron mientras la diosa cometía el hurto.

Estúpido animal, no parece inverosímil que te puedas tragar despertadores, confundiéndolos con frutas, pero te reirás de los jinetes cuando te persigan, y descubran que has desaparecido tras el polvo. En tu carrera construirán tus plumas el vallado perfecto, donde asomarse los niños, desde su jardín, al infinito erial.

 

Grajos

 

Hoy no se permite que toquen las campanas. Hasta que salgan los tambores y trepen por la hoz del Guadalaviar, hasta que la luna asome por una puerta abierta en las murallas, sólo sonarán las carracas en las manos de los monaguillos e, imitándolas, los grajos sacudidos por la primavera.

Tras el cristal, en la alcoba de los adúlteros, Lanzarote observa al pájaro negro. La bondad del rey tiembla convertida en una sombra que ha aprendido a utilizar sus alas. Sombra que sólo encuentra pareja en ella misma. La reina ha desaparecido al desnudarse, lo mismo que una llama a la que apaga un soplo. Lo mismo que el pecado que se imagina absuelto gracias al deseo.

La rama del fresno se agita y hace graznar al grajo que, espantado, vuela.

El ave acude a pasear su silueta por las baldosas de la catedral. Su imagen va duplicándose y desapareciendo al ritmo del metrónomo. Entre los bancos rueda su corona, de la que sustrajeron una a una todas las gemas. El sagrario se halla abierto y saqueado. Frente a él monta su guardia el grajo, como soldado romano, y mide con parsimonia las distancias.

Andan las demás aves sobre las cuerdas de tender la ropa, vanamente entretenidas con la lencería, mientras el grajo determina el tiempo con la cordura del reloj. Vieja sombra atrapada entre el mármol y los dientes de las ruedas.

 

El pelícano

 

Híbrido de Prometeo y su buitre, el pelícano se desangra sobre los sirvientes que vienen y van, indiferentes a su suerte, trayendo y llevando viandas al obispo. Ese mismo trajín fue el suyo cuando auxiliaba a los alarifes de la lejana Arabia, para quienes trabajó como aguador.

Indeciso entre el aire y el agua, hace de sí mismo una fuente y lava sus plumas blancas en su sangre, como los recién llegados de la gran tribulación. Al igual que arde el Fénix sobre su pira, al pelícano lo consume el apetito de sus hijos.

Replegado sobre sí, adopta forma de montaña. En virtud de esta apariencia, se les dio su nombre a las cordilleras donde su sacrificio se multiplica cada tarde.

 

El gorrión

 

Al gorrión le crecen las patas, elevan su sonrisa hasta nuestros ojos, y siguen creciendo cuando no miramos. Los árboles parecen hierba desde la altura de su ingenio. Un sudor de anís le hace flotar sobre las tejas.

El gorrión contiene a todos los pájaros. Es más, a todo ser que vuele, incluso al ángel, que no sería sin su ejemplo sino un hombre emplumado. Es el niño prodigio de las aves, la única a quien las manos no le dan envidia, porque sueña con ellas cada noche, desde las ramas de los árboles. Todos los demás pájaros se imaginan peces, sólo los gorriones despiertan, al dormirse, siendo humanos.

Papá gorrión lleva el delantal del herrero y no teme al martillo de la fragua. Le gusta el ruido del agua en el molino. Tampoco sufre en el invierno, ni se queja del calor, aunque durante el verano respire más tranquilo bajo una buena sombra.

Lo primero que aprende un niño sobre ornitología es que a los gorriones no les gusta caminar, sino ir a saltos. El primer truco de magia que ve un niño es el de las alas que el gorrión se saca de la nada y con las que desaparece.

 

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro Ratia

El amor mata

6 de septiembre de 2013 08:43:19 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El amor mata. Lo cantó Freddie Mercury.

Y cayó fulminado. El amor está aquí y se va.

También le puso música al silencio, a la soledad,

al sueño imposible de las drogas. La cocaína

fue su mejor refugio para intentar superar

la inutilidad de un cantante para cambiar el mundo.

De un cantante y de cualquier artista

que sepa lo que es el miedo y la tristeza,

la impotencia de luchar contra el tiempo,

que no espera nunca a nadie, porque

siempre se va y nos deja perdidos

en un oscuro bosque que no tiene salida

 

El amor mata. A Freddie Farrokh Bulsara

Mercury le acertó en medio del corazón,

como si fuera un dardo envenenado,

que no tenia antídoto posible. El amor

mató a toda una generación que un día

se sintió libre, pero el dios asesino

decretó que debía someterse  a las normas

o morir con dolor y con rechazo.

El mismo dios terrible a quien Freddie

en algunos momentos angustiosos,

con el cuerpo vencido por la fiebre,

pidió que le escuchara. Pero nunca fue oído.

Oh, my God, my  God, ayúdame.

Por favor ayúdame, Dios mío.

 

Pero el espectáculo debía continuar sin él.

Continuará sin nosotros. Si fallara algún día

se caería el mundo, el amor, la sonrisa

de un niño, el vuelo de la alondra

alrededor de todas las miserias.

El espectáculo debe continuar

porque afuera sigue amaneciendo

y nuestros errores y los del mundo

condicionan nuestras vidas sin remedio

posible. Somos unos juguetes en manos

de la nada que se empeña pertinaz

en perseguirnos y en atraparnos siempre

en medio de un sueño mortecino.

Podemos intentarlo otra vez, y otra

y otra. No hay nada que la detenga.

Estamos solos, expuestos al miedo

y a lo desconocido. Aunque intentemos

no venirnos abajo, será imposible

escapar al destino. Oh Dios mío

ayúdame, my God, my God.

 

(Poema perteneciente al libro inédito Sólo queda una sombra)

Escrito en Lecturas Turia por José Infante

De cómo el mulato Porciúncula se liberó de su difunto

6 de septiembre de 2013 08:38:16 CEST

El Gringo había ido a parar allí hacía muchos años, era callado y rubio, nunca vi a nadie a quien le gustara tanto la cachaza. Contar que la bebía como si fuese agua no es mucho decir, pues todos lo hacíamos. ¡Alabado sea Dios! Pero él se podía pasar dos días y dos noches pimplando botellas y no se alteraba. No le daba por ser charlatán, ni buscaba pelea, ni cantaba canciones de otros tiempos, no te venía con recuerdos de disgustos pasados. Callado era, callado se estaba, sólo sus ojos azules se entornaban, cada vez más pequeños, una brasa roja dentro de cada mirada, quemando el azul.

Contaban muchas historias de él, algunas tan bien atadas que daba gusto escucharlas. Todas de oídas, por supuesto, porque de boca del Gringo nada de cierto se sabía, boca cerrada, que no se abría ni en los días de grandes fiestas, cuando las piernas se volvían de plomo por tanta cachaza acumulada en los pies. Ni siquiera Mercedes, cuya inclinación por el Gringo no era un secreto para ninguno de nosotros, con lo curiosa que era, jamás consiguió arrancarle siquiera alguna información sobre la tal mujer a la que el Gringo había matado en su tierra y sobre el hombre al que persiguió a lo largo de años, por incontables sitios, hasta ensartarle un cuchillo en la barriga. Cuando ella le preguntaba, los días en los que la cachaza era más abundante que el respeto, el Gringo se quedaba mirando no se sabe adónde, con sus ojos menudos, ojos azules, de repente incandescentes, apretados, y articulaba un sonido como un gruñido, de significado dudoso. Esa historia de la mujer con diecisiete cuchilladas en las partes bajas, nunca supe cómo pudo llegar hasta nosotros, tan cargada de detalles, y sobre todo el asunto del mozo, su paisano, perseguido de puerto en puerto, hasta que el Gringo le clavó el cuchillo, el mismo con el que había matado a la mujer de diecisiete cuchilladas, todas en las partes bajas. No sé realmente si cargaba esos muertos sobre su conciencia, pues nunca quiso aligerar la carga, ni siquiera cuando, de tan borracho, cerraba los ojos y sus brasas rojas caían al suelo, a nuestros pies. Y mire usted que un muerto es una carga pesada, ya he visto a muchos valentones soltar su fardo hasta en manos de un desconocido cuando la cachaza apremia. Mucho más si son dos los difuntos, mujer y hombre, con cuchilladas en la barriga… El Gringo nunca se liberó de los suyos, por eso tenía la espalda curvada, de su peso, sin duda. No pedía ayuda, pero por ahí se contaba lo sucedido con todo lujo de detalles y la historia hasta llegaba a ser muy divertida, con sus momentos para reír y sus momentos para llorar, como debe ser una buena historia.

Pero no es una aventura del Gringo lo que quiero contar ahora, eso queda para otra ocasión, porque llevaría su tiempo, no es con una cachaza al tuntún ― sin pretender ofender a los presentes ― como se puede hablar del Gringo y desenrollar el ovillo de su vida, deshacer la madeja de su misterio. Queda para otra vez, si Oxalá lo permite. No, no han de faltar ni la ocasión ni el aguardiente, ¿para qué si no trabajan noche y día los alambiques?

El Gringo sólo aparece aquí, como quien dice, de pasada, pues vino aquella noche de lluvia, a recordarnos que estábamos en vísperas de Navidad. Cosas de allí, de su tierra, donde la Navidad es una fiesta de echar cohetes, pero no aquí, nada en comparación con las de San Juan, por no mencionar las de San Antonio y continuar con las de San Pedro, o con las de las aguas de Oxalá, la del Bonfim, las dedicadas a Xangô, mi padre, y por no hablar de la fiesta de la Concepción da Praia (¡eso sí que es una fiesta!). Porque aquí fiestas no faltan, ni necesitamos ir a pedírselas prestadas a ningún forastero.

Bueno, el Gringo se acordó de la Navidad en el mismo momento en el que Porciúncula, el mulato aquel de la historia de nunca acabar, cambió de sitio y se sentó en el barril de queroseno, tapando el vaso con la palma de la mano para defender su cachaza de la voracidad de las moscas. ¿Que las moscas no beben cachaza? Los notables me disculpen, dirán esa bobada porque no conocen a las moscas de la venta de Alonso. Son unas viciosas, locas por un trago, se metían dentro del vaso, cataban su gotita y salían volando, zumbando como abejorros. No había forma de convencer a Alonso, español cabezota, de acabar con esas desgraciadas. Decía, y no le faltaba razón, que había comprado la venta con las moscas, y no iba ahora a deshacerse de ellas por prejuicios, sólo por que les gustase probar un buen aguardiente de Paraty. No era motivo suficiente, también les gustaba a todos sus parroquianos y no iba a echarles por eso.

No sé si el mulato Porciúncula se cambió de lugar para estar más cerca de la luz de la lámpara de queroseno o si ya tenía intención de contar la historia de Teresa Batista y de su apuesta. Aquella noche, como ya he dicho, se fue la luz en aquella zona del muelle y Alonso encendió la lámpara rezongando. Ganas tenía de echarnos fuera, pero no podía. Estaba lloviendo, una de esas lloviznas cabronas que mojan más que agua bendita, penetran en la carne y en los huesos. Alonso era un español educado, había aprendido buenos modales en un hotel donde había sido botones. Por eso encendió la lámpara  y se quedó haciendo sus cuentas con una punta de lápiz. La gente hablaba de esto y de aquello, espantaba a las moscas, cambiaba de asunto, matando el tiempo como podía. Hasta que Porciúncula cambió de sitio y el Gringo gruñó aquella tontería sobre la Navidad, algo sobre la nieve y los árboles iluminados. Porciúncula no iba a dejar escapar una ocasión como esa. Ahuyentó las moscas, tragó la cachaza y anunció con voz suave:

― Fue una noche de Navidad cuando Teresa Batista ganó la apuesta y comenzó una nueva vida.

― ¿Qué apuesta? ― Si la intención de Mercedes era animar a Porciúncula con la pregunta, no hubiera necesitado abrir la boca. Porciúncula no precisaba que le espoleasen, ni se hacía de rogar. Alonso dejó la punta de lápiz, llenó los vasos nuevamente, las moscas zumbaban, convencidas de que eran abejorros ― ¡unas borrachas! Porciúncula dio un buen trago, aclaró la garganta y comenzó su historia. Ese Porciúncula era el mulato mejor contador de historias que he conocido, lo que es mucho decir. Tan letrado, tan fino que, de no conocerse sus debilidades, se podría llegar a pensar que había calentado un banco de escuela, cuando el viejo Ventura no le dio más escuela que la calle y el muelle. Era todo un pico de oro contando historias y, si esta no conmueve, la culpa no es de lo sucedido ni del mulato Porciúncula.

Porciúncula  esperó un poco hasta que Mercedes se acomodó en el suelo, apoyada en las piernas del Gringo, para oír mejor. Entonces explicó que Teresa Batista sólo apareció en el muelle después del entierro de su hermana, unas semanas después, el tiempo que tardó la noticia en llegar a donde ellas vivían, un tanto lejos. Vino para saber la verdad de lo ocurrido y se quedó. Se parecía a su hermana, pero el parecido tan sólo era de cara, exterior, no por dentro, pues aquel aire de María del Velo no lo tuvo ninguna otra, ni lo tendrá nunca. Fue por eso por lo que Teresa se llamó toda la vida Teresa Batista, el nombre con el que nació, sin que nadie tuviese la necesidad de cambiárselo. Además, ¿quién se acordó alguna vez de María del Velo como María Batista?

Mercedes, preguntona, quiso saber quien era finalmente esa tal María y el por qué del apodo del Velo.

Era María Batista, la hermana de Teresa, explicó Porciúncula con paciencia. Y contó que nada más llegar María todo el mundo la llamó María del Velo. Por aquella manía suya de no perderse una boda, la mirada arrebatada por los trajes de novia. De esa María del Velo se habló mucho en las inmediaciones del muelle. Era una belleza y Porciúncula, con presunción, decía que, cuando rondaba el puerto de noche, semejaba una aparición llegada del mar. Se hizo tan del muelle como si hubiese nacido allí, aunque, en vez de eso, vino del interior, vestida con pingajos y todavía con el recuerdo de los golpes. Porque el viejo Batista, su padre, no toleraba bromas y, cuando supo lo sucedido, que el hijo del coronel Barbosa había tomado las prendas de la chiquita, todavía verdes, como guayaba amarga, hecho una fiera, agarró el bastón y le atizó hasta cansarse. Después la puso de patitas en la calle, no quería una mujer de la vida en su casa. El lugar de una mujer de la vida es una esquina de la calle, el sitio de una perdida está en una calle de perdición. Así le gritaba el viejo, bajando el bastón, lleno de rabia, de rabia y de dolor, al ver a la hija de quince años, bonita como una sirena, deshonrada, sin otra salida que la prostitución.

Así fue como María Batista se convirtió en María del Velo y acabó por venirse a la ciudad, pues en su tierra, en el fin del mundo, no había futuro para su carrera de meretriz. Cuando llegó, fue dando tumbos de un lado para otro, hasta que acabó recalando en la cuesta de San Miguel, tan niña aún que Tiberia, dueña del burdel donde soltó su atillo, le preguntó si se creía que aquello era una escuela primaria.

Muchos de los detalles de lo sucedido antes y después, Porciúncula los supo por boca de Tiberia, persona del mayor respeto y la mejor dueña de casa de citas que tuvo Bahía. No es porque sea ella mi comadre por lo que elogio su conducta, ella no lo necesita, ¿quién no conoce a Tiberia y no respeta su talento? Buena gente, mujer de palabra, de gran corazón, que ayuda a medio mundo. En el burdel de Tiberia todos forman una sola familia, no anda cada uno por su lado y Dios por el de todos, nada de eso. Todo es armonía, forman una sola familia. Porciúncula era muy leal a Tiberia, persona de la casa, siempre estaba encaprichado con alguna de las chicas, siempre dispuesto a arreglar una tubería, a cambiar las bombillas fundidas, a arreglar las goteras del tejado, a echar de una patada en el culo a cualquier atrevido mala bestia que le faltase al respeto a alguien. Pues fue Tiberia quien se lo contó punto por punto, y así pudo así desarrollar su historia de principio a fin sin tropezar con ningún obstáculo. Se interesó tanto, porque, nada más encontrarse con los ojos de María, estuvo perdido por ella, con una de esas pasiones sin remedio.

María, nada más llegar, era la benjamina de la casa, no había cumplido ni dieciséis años, estaba muy mimada por Tibéria y por las mayores, que la trataban como a una hija, la colmaban de caprichos. Le regalaron hasta una muñeca para sustituir a una de trapo con la que ella jugaba a novios y casados. María del Velo hacía la vida en el muelle, le gustaba escudriñar el mar, cosas de gentes del interior. Apenas apuntaba la noche, hubiese luna o lloviese, lluvia fina o aguacero, ella deambulaba a orillas del mar, esperando a la clientela. Tiberia la reprendía riéndose: ¿por qué María no se quedaba en el burdel, a sus anchas, vestida con su bata de flores, esperando a los ricachones, locos por una chica joven como ella? Podía incluso conseguir un protector rico, un viejo que se encaprichase con ella, y así tendría buena vida, regalada, sin necesidad de dormir con unos y con otros, a razón de dos o tres por noche. En el mismo burdel, sin ir más lejos, tenía el ejemplo de Lucía, a quien visitaba una vez por semana el magistrado Maia, que le regalaba de todo. Consiguió hasta un empleo de portero para el vago de Bercelino, el novio de Lucía. Tiberia se sorprendía también de que María no hiciese caso a Porciúncula, estando como estaba el mulato consumido de pasión por la chica, y que durmiese con unos y con otros, menos con él. Con él iba de la mano por Monte Serrat, mirando el mar, o bien iba a su lado, con remilgos de novia, cuando salían a comerse un buen plato de pescado en un velero, en las noches de luna. Le contaba al mulato las bodas a las que había ido, la belleza del vestido de novia, la largura del velo. Pero a la hora de acostarse para lo que es bueno, a esa hora le daba las buenas noches, dejando plantado a Porciúncula, chafado.

Así lo contó Porciúncula aquella noche de lluvia cuando el Gringo recordó la Navidad. Por eso me gustan las historias que cuenta: ni siquiera para salir airoso el mulato cambia lo sucedido. Bien podía haber dicho que se la había beneficiado, incluso muchas veces. Eso era lo que todo el mundo pensaba, de tanto como les habían visto juntos en las inmediaciones del muelle. Podía haber presumido, pero, en lugar de eso, contó exactamente cómo había sucedido y para muchos de nosotros no fue una sorpresa. María se acostaba con uno y con otro, disfrutaba, no era que no le gustase. Pero, después de acabar, se había acabado, no quería ni conversar. Que le gustase con ese gusto sin fin, de enfermiza pasión de sufrir por no verle, etc., así, ¡ah!, a ella no le gustó nadie. A no ser que le hubiera gustado el mulato Porciúncula, pero, entonces, ¿por qué nunca se acostó con él? Se sentaba con él en la arena, metiendo los pies en el agua, jugando con las olas, escudriñando el final del mar que nadie consigue divisar. ¿Quién vio ya el fin del mar? ¿Algún notable? Disculpen, pero no lo creo.

Quien estaba realmente encaprichado era el mulato Porciúncula, que no pasaba una noche sin buscar a María a orillas del mar, vigilando sus contoneos, queriendo naufragar en ella. Así mismo lo contó, sin ocultar nada, y entonces aún le dolía su pasión, su voz conmovía. Por el hecho de estar encaprichado como un perro sin dueño, husmeaba en todo lo que fuera novedad sobre María del Velo, y Tiberia le iba susurrando cosas al oído. Y de ese modo él fue desovillando la madeja, poniendo los andamios de la historia de María hasta el asunto del entierro.

Cuando el hijo del coronel Barbosa, joven estudiante bien parecido, desvirgó a María, en vacaciones, ella no tenía aún quince años, pero había desarrollado su cuerpo y sus pechos de mujer. Era una mujer tan sólo exteriormente, porque por dentro era todavía una niña, que jugaba todo el día con una muñeca de trapo, de las de a doscientos reales en la feria. Conseguía un retal de tela y cosía para la muñeca un vestido de novia, con su velo y todo. Los días de boda en la iglesia, en aquel lugar del fin del mundo, allí estaba María vigilando, con los ojos fijos en el vestido de la novia. Sólo pensaba en lo bueno que sería ponerse un vestido así, todo blanco, con un velo largo y flores en la cabeza. Hacía vestidos para la muñeca, charlaba con ella y todos los días le organizaba una boda, sólo para verla con el velo y el tocado. La casó con todos los animales del terrero, especialmente con la vieja y ciega gallina que era muy buena para hacer de novio porque no salía corriendo, se quedaba agachada, obediente en su ceguera. Además, cuando el hijo del coronel Barbosa le dijo a María: “Tú eres ya mayor para casarte, muchacha. ¿Te quieres casar conmigo?”, ella le contestó que sí, si le regalaba un velo bonito. Pobrecita, no se dio cuenta de que el muchacho estaba hablando en lengua culta, y casar, en su idioma elevado, era acabar con su virginidad a la orilla del río. Por eso María aceptó confiada y se quedó esperando hasta el día de hoy el vestido de novia, el velo, el tocado. En cambio, se ganó una zurra del viejo Batista y, cuando se supo del asunto, el nombre de María del Velo. Pero no perdió la costumbre. Expulsada de casa, no había boda a la que no acudiese a mirar, ahora escondida en la iglesia, porque una meretriz no tiene derecho a mezclarse en la ceremonia. Cuando el joven Barbosa, el mismo que le había hecho el favor, se casó con la hija del coronel Boaventura, ¡ceremonia muy comentada!, allí estaba ella para ver a la novia, tan hermosa, una hidalga, con un vestido como nunca se había visto, algo asombroso. Fue así como María llegó a este muelle y atracó en el burdel de Tiberia.

Para ella no era diversión ir al cine, ni al cabaré, bailar, la taberna con cachaza, un paseo en barco. Lo era sólo asistir a las bodas para contemplar el vestido de la novia. Cortaba fotos de las revistas, de novias con velo, anuncios de tiendas con trajes para casarse. Todo lo pegaba en las paredes de su cuarto, novias y novios, sacerdotes, cortejos. Con retales, sobras de tela, vestía de novia a su nueva muñeca, regalo de Tiberia y de las demás. Una niña, todavía tan niña que le decía a Tiberia como una loquita: “llegará el día en que yo me ponga un vestido de estos.” Se reían de ella, contaban chistes, hacían bromas, pero ella no cambiaba.

 Por aquel tiempo, el mulato Porciúncula se hartó de esperar. Estaba cansado de pasar por tonto, de pasear de la manita, escuchando la charla a orillas del mar. Todo hombre tiene su orgullo, y se dio cuenta de que no tenía sentido,  era mucho sufrir, y no estaba por la labor de morir de pasión, que es la peor de las muertes. Se fue con Carolina, una mulatona entrada en carnes, que andaba echándole los tejos. De María del Velo se olvidó con unas cachazas y con las risotadas de Carolina. Nunca más quiso hablar del asunto.

En aquel pasaje, Porciúncula pidió más cachaza, y fue servido. Alonso daba la vida por una historia bien contada y la historia llegaba a su fin. El fin fue aquella gripe que años atrás acabó con medio mundo. María del Velo cayó con fiebre, era muy delgada, no duró ni cuatro días. Porciúncula solo lo supo cuando ya estaba muerta. Andaba medio desaparecido, debido a que le perseguían por causa de un tal Gomes, barraquero en Agua dos Meninos, furioso por una partida de cartas. Además, entrar en una timba con Porciúncula era tirar el dinero. Gomes jugó porque quiso, hizo mal en quejarse después.

Estaba Porciúncula esperando que amainase el temporal, cuando le llegó el aviso de Tiberia, metiéndole prisa, María le llamaba con urgencia. Cuando llegó, acababa de morir. Tiberia le explicó el ruego hecho en la agonía de la muerte. Quería ser enterrada con vestido de novia, con velo y tocado. El novio, dijo, era el mulato Porciúncula, tenían que casarse.

Era una petición de lo más absurda, pero era una petición de muerta, no tenía más remedio que satisfacerla. Porciúncula preguntó cómo iba a conseguir un traje de novia, una compra cara, y con la tienda, de noche, cerrada. Le parecía difícil, pero no lo fue. ¿Pues no sucedió que todas las mujeres, del burdel y de la calle, cayéndose ya de viejas, cansadas de la vida, pues no se volvieron costureras, y cosieron un traje con velo y tocado? En seguida se juntó el dinero para comprar flores, consiguieron la tela, encajes no se sabe dónde, encontraron zapatos, medias de seda, guantes blancos, ¡hasta guantes blancos! Una cosía una parte, otra pegaba una cinta.

Porciúncula dijo que no había visto nunca un traje de novia semejante, de tan bonito y tan lujoso que era, y él sabía lo que decía, pues en los tiempos de su pasión por María anduvo mirando muchas bodas, ya estaba aburrido de ver tanto traje de novia.

Después vistieron a María, la cola del vestido se salía de la cama, caía por el suelo. Tiberia trajo un ramo y lo puso en las manos de María. No hubo nunca una novia tan hermosa, tan serena y dulce, tan feliz a la hora de casarse.

Entonces, junto a la cama, se sentó Porciúncula, era el novio, y cogió de la mano a María. Clarice, una que había estado casada y a la que el marido dejó con tres hijos para criar, se quitó llorando la alianza del dedo, recuerdo de los buenos tiempos, y se la entregó al mulato. Porciúncula, muy despacio, la colocó en el dedo de la muerta y miró su rostro, María del Velo sonreía. Antes no se sabía, pero en aquel momento estaba sonriendo, así lo contó Porciúncula, asegurando además que no estaba borracho aquel día, ni siquiera había probado la cachaza. Apartó los ojos de tan hermoso rostro, observó a Tiberia. Y jura que vio, que vio de verdad, a Tiberia convertida en un cura, ataviada con todas esas vestimentas de celebrar bodas, con cíngulo y todo, un cura gordo, con aire de santo. Alonso llenó los vasos nuevamente, nosotros los vaciamos.

Y aquí paró el mulato Porciúncula, no hubo forma de arrancarle ni una sola palabra más de la historia. Ya había descargado su difunto encima de nosotros, se había liberado del fardo. Mercedes aún quiso saber si el ataúd era blanco, de doncella, o negro, de pecadora. Porciúncula solamente se encogió de hombros y ahuyentó las moscas. Sobre Teresa Batista, la apuesta que ganó y la nueva vida que había empezado, no dijo nada. Tampoco nadie preguntó. Por eso no puedo contarlo, no soy de hablar de lo que no sé bien sabido. Lo que puedo hacer es contar la historia del Gringo, pues esa la conozco como la conoce toda la gente del muelle. Aunque no sea una historia para contar en una ronda de cachaza con perdón del respetable. Es una historia para una larga sesión de cachaza, una noche de lluvia, o mejor, para un viaje en velero una noche de luna. Aún así, si quisieran, puedo contarla, no veo inconveniente.

 

(Traducción de Antonio Maura)

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Amado

Delfines

6 de septiembre de 2013 08:34:32 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Los vi, pero allí no estaban.

Me contaba mentiras,

me contaba paisajes, sueños,

silencios o conversaciones

que tal vez no sucedieron o

tal vez irían a ocurrir, no sé,

en otro espacio, a otros, en distinto idioma.

Me lo contaba y el silencio,

el vacío, se poblaba

de realidad, de memorias

desocurridas, buscando sitio

para ser verdaderas, o eso

que confundimos con verdad. Pasaban trenes,

se sucedían emociones de despedidas

olvidadas, de reencuentros nunca

sentidos, y los delfines danzaban en el humo,

en el vapor de las espumas azules, pasando

del no ser al ser en la emisión serena

de contar una historia que pudo ser verdad.

Y que lo es, sin serlo, en este paraíso

de las palabras alocadas, libres,

echadas por encima

del lecho blanco y sean

como si hubieran sido. Fueron ellas

las que ordenaron este juego

de los delfines solidarios, del humo, de su mar.

No se trata de una historia real, de un episodio

vivido, pero sí de la historia

que yo necesitaba:

la compañía de una tarde de sábado

en que todas las bocas se cerraron.

Solo un recuerdo de delfines

me hablaba

Escrito en Lecturas Turia por Julia Uceda

Mi casa de muñecas

6 de septiembre de 2013 08:29:18 CEST

En 1558, el duque Albrecht de Baviera mandó construir para sus hijas una de las primeras casas de muñecas de las que se tiene noticia, réplica a escala de la mansión en la que vivía tan aristocrática familia. Rápidamente, se convirtió en el juguete predilecto de innumerables damiselas nórdicas, quizás porque el clima gélido del norte de Europa es el más propicio a los secretos inconfesables que se guardan de puertas para adentro, en el interior de la propia alcoba o la salita azul. Puede que por esa razón la casa sea el espacio que prefiero para ubicar mis relatos, el escenario perfecto, un decorado ineludible en el transcurrir de las historias de amor, desamor, locura y muerte.

De niña soñaba con tener una casa de muñecas, que era un juguete que sólo salía en las películas protagonizadas por chiquillas ricas y pálidas, de salud endeble y sumamente desdichadas. No conocía a nadie que tuviera una en la vida real y dudaba de que algo tan bonito, tan siniestro, tan delicado como los tirabuzones de aquellas niñas enfermizas, pudiera existir fuera de la ficción.

Yo era la quinta hija de una familia numerosa de las de antes, y había tantos niños por habitación que la casa de muñecas no hubiera cabido en nuestro pequeño piso, a menos que varios de mis hermanos hubieran sido puestos de patitas en la calle, cosa que quizás no me hubiera importado demasiado pero que nunca llegó a suceder. Por más que pedí en cada cumpleaños, en cada navidad, incluso en mi primera comunión, una de aquellas casas victorianas, con su hierática familia de loza sentada en mecedoras de madera, presidiendo un salón iluminado por resplandecientes arañas de cristal, nunca me la compraron. Así que ya de adulta,  como venganza he decidido escribir una, la mía, mi Casa de Muñecas. Os invito a visitarla conmigo, llevada por ese instinto exhibicionista que suele adueñarse del dueño reciente de una vivienda y que padecen, estoicamente, como es de rigor,  sus sufridas visitas.

Mi Casa de Muñecas tiene un dormitorio principal. En el ropero de esa alcoba caben relatos protagonizados por parejas  que nos revelan cómo cada historia de amor es una partida de ajedrez con sus expectativas de triunfo, el miedo a la derrota, las estrategias personales y los deseos de adelantarse siempre a las jugadas del adversario. Con frecuencia elijo las fichas blancas, muestro sobre todo cómo se vive esa partida desde la orilla de la reina, de la mujer.  Muchas de esas historias tienen algo, o mucho, de esqueleto guardado en el armario. El amante y su variedad más doméstica, el marido, se convierte en el Otro, un ser con el que nos arriesgamos a compartir la vida, sin saber gran cosa de él, en realidad.  No en vano, una serie específica de esos cuentos de dormitorio se encuentran enmarcados bajo un título, me parece, lo suficientemente elocuente: Terror nupcial.

El hombre equivocado (Terror nupcial, 1)

Te casaste con el hombre equivocado, pero nadie pareció darse cuenta, ni siquiera tú te percataste de que algo raro estaba ocurriendo, hasta que él giró la cabeza, al mismo tiempo que los doscientos invitados de vuestra boda, para verte entrar en la iglesia, cogida del brazo de tu padre.

Ese hombre no era tu novio, y él lo sabía, estaba escrito en el filo de la sonrisa cicatriz que asomó a sus labios mientras tú te acercabas por el pasillo central, cada vez más espantada. Viste a la madre de tu novio llorando a su lado, como un enorme pastel fucsia, pero él no era su hijo y tú empezaste a temblar. Sentiste que el corpiño de tu vestido de novia se agarraba a tus costillas, asfixiándote. Uno de los violines de la marcha nupcial se puso a chillar, desafinado. Quisiste salir corriendo de allí, pero tus zapatos de charol blanco roto te empujaron en la dirección contraria. Sólo dos pasos te separaban del altar, levantaste los ojos hacia la cúpula y te encontraste con el rostro horrorizado de un ángel precipitándose al vacío desde lo alto, enredado en los pliegues color plata de su túnica.

Un paso más y tu padre soltó su brazo del tuyo, arrojándote contra aquel falso prometido. Todos guardaron silencio, tú hubieras querido desmayarte para poder huir, pero en cambio te quedaste quieta, mientras el cura te amordazaba con sus palabras. El hombre equivocado te miró con ojos vacíos y viste cómo una araña atravesaba corriendo su pupila derecha cuando él tomó tu mano y ensartó en el anular la alianza pálida que habías elegido con tu novio. Entonces, casi como en un sueño, escuchaste susurrar a otra que no eras tú, sí quiero.

Pero no se queden ahí. Vengan conmigo, pasen, pasen, y vean el hermoso cuarto de baño principal, con ese majestuoso espejo de cuerpo entero donde se muestran las historias relacionadas con la mujer que habita en un reflejo. La apariencia física, el vestido como aliado femenino, la belleza obligatoria que debe adquirirse cada mañana para negociar con el mundo, las crisis de identidad, la no aceptación del propio rostro o el paso del tiempo, es decir, todos aquellos microcuerpos que he ido escribiendo, quizás para tomar conciencia de lo que supone ser una mujer del siglo XXI, se hallan recogidos en esa estancia que huele a albornoz  y sales de baño. Por ejemplo, este, titulado Venganza del esclavo:

Tú no eres la del espejo, eres aquella que la del espejo no quiere ser o este otro,

Vestido blanco

Lo vi besando a esa rubia plátano en un café del centro. Una a una, todas las flores de mi vestido comenzaron a ponerse mustias. La última de ellas, un pensamiento morado, se deslizó falda abajo, como los dedos suplicantes de un náufrago, y cayó al suelo justo cuando entraba en mi portal.

Después empecé a subir las escaleras con la lentitud triste de una novicia tullida, arrastrando el peso de aquel vestido, tan horriblemente blanco.

Como toda casa que se precie, la mía también, por desgracias, una cocina. Un habitáculo mucho menos grato, vinculado desde siempre a la mujer y a toda una serie de tareas domésticas que la distraen de sí misma y la convierten en sierva de los Otros, su familia. Yo, como venganza, nunca he aprendido a cocinar y maltrato sistemáticamente mi lavadora con microrrelatos como estos:

Centrifugado

La cabeza del hombre que amó da vueltas en el interior de la lavadora, acompañada de una colada de desquiciadas bragas viejas. Ella sonríe cuando se encuentra con sus ojos de ahogado iracundo anegados de jabón, al otro lado del bombo. Ya verás como pronto se te pasa el enfado, amor,le dice mientras añade un cazo de suavizante aroma frescor de primavera y programa media hora más de centrifugado.

Fantasma

El hombre que amé se ha convertido en un fantasma. Me gusta ponerle mucho suavizante, plancharlo al vapor y usarlo como sábana bajera las noches que tengo una cita prometedora.

Pero cómo olvidar en esta visita guiada por mi Casa de Muñecas el encantador cuarto de las niñas- Asómense conmigo, disfruten de esta habitación con papel pintado en las paredes donde permanecemos casi en régimen de supervivientes hasta que nos curamos de la enfermedad conocida con el nombre de Infancia. Aquí encontrarán todas las niñas que fuimos o pudimos haber sido. Como esta pequeña, adorable, niña monja, novia en miniatura.

La niña monja

La niña monja apenas sale en las fotografías del día de su comunión, que por otra parte han envejecido mal, como si alguien las hubiera rescatado en el último momento de una inundación en el trastero o del fondo de la lata de galletas a la que fueron desterradas sin que nadie las mirara una sola vez. La niña monja es la única con hábito. Le va grande, porque se lo dejó una prima rica que estudiaba en las salesas y la cruz de madera que pende de su cuello tiene algo de marca ignominiosa, la señala como un aspa o una estrella de desahuciada. Las demás niñas, princesas barrocas, hadas silvestres, pequeñas damas en su primera puesta de largo, son aún peores. Alguien, armado de una paciencia cruel, ha ido recortándoles los ojos poco a poco, las ha dejado ciegas a lo largo de los años y parece que todas se giran en la misma dirección, disimulando ante el fotógrafo, para mirar a la niña monja con el odio borroso de los fantasmas.

Por último, como no podía ser de otra forma, en el desván de mi Casa existe un lugar muy especial que me encantaría que vieran conmigo. En el rincón más alto y oscuro de este mansión de juguete se ubica el Cuarto del Monstruo, un lugar maldito con el que se amenaza constantemente a los niños traviesos, cuando se portan mal. Caben en él todos los miedos, las fobias irracionales, los pasillos oscuros que atormentan nuestra mente. Seres diabólicos, animales monstruosos o terriblemente bellos, fantasmas… Todos se cobijan allí y esperan sus visitas porque, no lo olvidemos, los miedos no existen fuera de quien los imagina.

Os dejo en compañía de una de esas criaturas, para terminar.

Mascota

Tras la muerte de mi viejo perro me dio por ir a la pajarería y comprar un dinosaurio. Verde. Horroroso. Enorme. Cuando la chica de la tienda lo sacó de la jaula ya le tenía un poco de miedo, pero aun así pagué por ser su esclavo. Todavía crecerá bastante, me dijo la dependienta, mirándome con algo de lástima al devolverme el cambio. Pensé que con el tiempo me acostumbraría a su cara de ginecóloga sádica y al cráter de escamas y excrementos que sembraba entre mis sábanas cada noche. Pero con todo, lo peor  de nuestra convivencia no era tener que dormir en el sofá o salir a la calle en busca de animales perdidos que calmaran su milenaria falta de escrúpulos. Lo peor era levantarse por la mañana, asomarse de puntillas al dormitorio y comprobar que, por desgracia, él seguía estando allí.

 

(Fragmento del libro Casa de muñecas, de Patricia Esteban Erlés, publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Patricia Esteban Erlés

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