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La obra de Salvador Espriu y el filtro del tiempo

29 de agosto de 2013 13:26:55 CEST

También en lo que ambiguamente entendemos como ámbito literario ejerce su labor demoledora el paso del tiempo. Se ha dicho, a menudo, que éste se convierte en el definitivo juez de prestigios y valores. Desaparecido el autor en 1975, la obra de Salvador Espriu ha permanecido a merced de la crítica de las nuevas promociones, al vaivén de las estéticas. No es el tiempo, por consiguiente, el factor que deteriora o afianza una obra, sino la capacidad de ésta para coincidir con los gustos estéticos de quienes le suceden. Una obra aferrada sólo a su propia circunstancia, incapaz de suscitar el interés de otras promociones, acaba convirtiéndose en simple rareza bibliográfica. Pero, ¿cuánto tiempo se requiere hasta percibir la definitiva ubicación de una obra en ese frío, casi siempre, Partenón que se califica como repertorio “clásico”? ¿Puede entenderse como suficiente el paso de una década a la hora de formular una revisión que parece imprescindible? Y convendría cuestionar al respecto si la fecha de la muerte de un autor ha de significar el inicio de este purgatorio al que parece destinada cualquier producción estética o intelectual; si en algunos autores el proceso se ha iniciado ya con anterioridad, durante su misma existencia. Ya en la década de los setenta la obra espriuana había sido contestada por la neovanguardia catalana. La sombra de J.V. Foix resultaba quizás más alargada para las promociones que buscaban los modelos útiles de lo que se entendía como postmodernidad en la tradición poética catalana.

A la poesía de Espriu le perjudicaban seriamente dos circunstancias: haberse convertido en el poeta más popular de su tiempo y haber sido la figura poética emblemática del compromiso o de la “resistencia” antifranquista. En marzo de 1966, por ejemplo, coincidíamos en la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, tras haber sido sitiados por la policía durante tres días en el Convento de los PP. Capuchinos de Sarriá. Se trataba entonces de la fundación de un Sindicato Democrático de Estudiantes en Barcelona, en cuyo acto intervinieron, entre otros intelectuales y artistas, Jordi Rubio i Balaguer, Tàpies, Joan Oliver, Carlos Barral, Maria Aurèlia Capmany, José Agustín Goytisolo, Agustín García Calvo y Manuel Sacristán, entre un etcétera no excesivamente amplio. Debido a su salud, ya delicada entonces, la permanencia del poeta en los despachos policiales fue breve, aunque fue sancionado con una fuerte multa gubernativa, que había de corresponder a su ya destacada consideración. La primera transición postfranquista significó no sólo descartar las responsabilidades políticas o culturales del pasado sino, tal vez sin adquirir plena consciencia de ello, entender también como un lastre nombre y estéticas que habían de recordarnos silencios, renuncias y hasta culpabilidades.

Salvador Espriu había sido revestido en los últimos años de su vida de muchos honores en el ámbito de una literatura que había pasado de la lucha por la mera supervivencia a ocupar su lógico destino natural. Sus poemas, a través de cantautores como Raimon, se habían difundido hasta más allá de su ámbito propio. Con no poco sentido del humor el poeta refería que algunos admiradores, al conocerle, le preguntaban si era él, en efecto, el letrista de aquellas canciones. Ampliamente traducido, su obra pasó también a las aulas convirtiéndose en parte de la enseñanza obligatoria, en el ámbito de la antigua Segunda Enseñanza, de la literatura catalana. Pero su proyección había de resultar problemática porque, a diferencia de otros escritores catalanes, su estética personal, heredada de las escuelas simbolistas, carecía de discípulos naturales o de escuela. Con una obra de mucha menor dimensión, por ejemplo, la poesía de Gabriel Ferrater (1922-1972) dejó muchos más discípulos y seguidores. Ingresaba también en los fríos ámbitos universitarios e investigadores. Pero su poesía resultaba difícil, requería de un cierto esfuerzo intelectual, resultaba ambigua para algunos celadores políticos y hasta demoledora. La poesía fue para Salvador Espriu tan sólo una faceta de su labor creadora (aunque determinante y central), ya que, desde la década de los años treinta, conformó junto a Josep Pla y Josep Mª de Sagarra, el esfuerzo de dos promociones que habrían de conseguir, junto a E. d'Ors y Joaquim Ruyra, la prosa catalana de mayor ambición del siglo. Ni siquiera los admiradores de Espriu fueron en su tiempo suficientemente conscientes del valor de sus textos en prosa, integrados en el diseño de un mundo propio, a los que habría que volver. Tampoco el teatro le resultó ajenao. Su obra de mayor éxito fue Ronda de mort a Sinera, que estrenó y pulbicó en 1978, dirigida por Ricard Salvat e interpretada por una joven, entonces, actriz, Nuria Espert. Sin embargo, la obra fundamental, desde la perspectiva de un teatro innovador, fue Primera Història d'Esther (publicada en 1948, cuando la mera suposición de un teatro en lengua catalana podía parecer utópica, aunque fue representada en 1957). Reducir la obra de Salvador Espriu a su poesía, como se ha hecho tan a menudo, significa prescindir de zonas relevantes de su producción.

La vocación literariade Salvador Espriu se forja en la aulas de la Universitat Autònoma de Barcelona, en la que ingresó en 1930 para cursar estudios de Derecho y de Historia Antigua. Un crucero por el Mediterráneo, junto a un grupo de compañeros y profesores, que realizó en 1933, visitando Grecia, Palestina y Egipto, habrá de constituir el dato más emblemático de una vida dedicada a la literatura, labor que compartió con el trabajo en las oficinas de una mutua privada de seguros médicos. Era hijo de un notario y nació en la población gerundense de Santa Coloma de Farners, aunque su infancia transcurrió entre Barcelona (donde cursó el Bachillerato) y Arenys de Mar (la Sinera de su obra). Sus primeras obras, en prosa, fueron Israel (1929, en castellano), El doctor Rip (1931) y Laia (1932). En su prólogo, fechado el 18 de setiembre de 1978, daba cuenta de los orígenes de aquella su primera novela corta: “En 1930, cuando no había cumplido diecisiete años y estaba terminando el bachillerato escribí El doctor Rip. En aquel tiempo era muy leído un prolífico humorista gallego, que se producía en castellano, Wenceslao Fernández Flórez. Caído durante mucho tiempo en el olvido, como suele suceder en Sepharad, Konilosia, Alfaranja y por todo el país, cuando los escritores, buenos y malos, se mueren, creo que ahora se intenta, como pasa, por ejemplo con Blasco Ibáñez, ponerlo otra vez en circulación”.

“Si no me equivoco, en una de sus obras, Los que no fuimos a la guerra, Fernández Flórez afirma, de un modo u otro, que todos los temas novelísticos ya ha sido tratados, excepto la experiencia íntima y las reflexiones de un canceroso. Con el atrevimiento y la inconsciencia típicas de mi poca edad, decidí, cuando iniciaba el aprendizaje inagotable de escritor, que intentaría llenar ese vacío. No sabía ni un ápice del catalán gramatical. No lo había aprendido porque nadie, durante la dictadura de Primo de Rivera, nos lo había enseñado. Pero el instinto me llevó a escribir, a tientas, en mi lengua, hablada siempre en mi casa, en mi familia, el yerro que subtitulé, con ufana modestia, novela”[1] La extensa cita nos ha de permitir adentrarnos en los orígenes de la labor de un escritor que calificará el conjunto de su obra como Años de aprendizaje. Será su padre, según relata, quien hará las oportunas gestiones para que Carles Soldevila escriba el prólogo a la primera edición del libro y ejerza de maestro de ceremonias en el acto de presentación del novel. Y será también su padre quien financie la edición de aquella novela corta que revisará en 1972 y   publicará reformada seis años más tarde. Ésta no ha de ser la única coincidencia econ la obra y hasta con la biografía del argentino Jorge Luis Borges. Durante casi treinta años aquella obra inicial había sido borrada de su producción, según afirma en palabras casi textuales. También, como Borges, Espriu someterá su producción a constantes revisiones. Ariadna al laberint grotesc, por ejemplo, finaliza no sólo con las oportunas fechas de su composición, 1934-1935, sino con las de sus correciones: “Revisada en Sinera, agosto 1949 – julio 1964. Y en Lavinia, octubre 1967 – julio 1974, diciembre 1980 – julio 1984”. Los lectores de Espriu saben ya que Sinera esconde generalmente el nombre de Arenys de Mar y Lavinia el de Barcelona.

Al inicio de la guerra civil había publicado, además, una colección de relatos, Aspectes (1934) y la ya mencionada Ariadna al laberint grotesc (1935) y Miratge a Citerea, también en el mismo año. Ya en plena contienda aparecerá Letizia i altres proses y escribirá, en 1939, en la Barcelona ocupada, aunque antes de que finalizara la guerra, Antígona, que vería la luz en 1955 y se estrenaría en los escenarios en fecha aún más tardía, en 1958. Sin lugar a dudas, la obra de Salvador Espriu había de resultar determinada por la experiencia de la guerra civil. No volverá a publicar hasta 1946, Cementiri de Sinera, ya un libro de poemas, fechado entre marzo de 1944 y mayo de 1945, aunque alguna de sus composiciones, “Dansa grotesca de la morte”, aparezca fechada en octubre de 1934 (otra fecha histórica catalana emblemática). Los esquemas simbólicos que atraviesan la obra de Espriu, plenos de resonancias bíblicas, han de servirle al poeta para reflejar una dramática realidad: la desaparición de una Cataluña de preguerra y, en consencuencia, la inicial persecución por parte de las nuevas fuerzas políticas de cualquier signo de catalanidad, en especial de la lengua, tan determinante para cualquier escritor. Se trata, por consiguiente, de una doble muerte cívica, a la que se añadirá la desaparición de sus padres. El mundo familiar de Espriu, forjado de recuerdos, simbolizará el más amplio de una Cataluña liberal, reconocible, que tan sólo, con incontables esfuerzos, podrá mantenerse viva en pequeños cenáculos, en los que la mera expresión en catalán ha de significar un signo de esperanza. Espriu calificó también el conjunto de su obra como “una meditación de la muerte” proclamando tal vez la continuidad de la tradicional “meditatio mortis”, aunque ello no debe entenderse como una calificación monotemática. Habría de contribuir a una nueva deformación interpretativa la aparición, en 1960, de La pell de brau  que, para la literatura catalana, supondrá el equivalente, pese a sus considerables diferencias, de Pido la paz y la palabra (1955), de Blas de Otero.

A mi entender, la consideración de la obra de Espriu debe emprenderse desde sus primeras experiencias en prosa en las que convergen un haz de influencias diversas, desde los libros bíblicos y los textos egipcios antiguos hasta los esperpentos valleinclanescos y el aliento de la tragedia griega que puede advertirse también muy tempranamente. En el prólogo de 1934 de Miratge a Citerea revela sus probables fuentes: “¿Precedentes? ¿Influencias? Apresurémonos a facilitar la labor del crítico. Carlota la protagonista ha leído a Barbey, Wilde, D'Annunzio, Valle, algo (no mucho) de Cocteau”. También en las palabras introductorias a Ariadna descubriremos algunas de las claves que se había propuesto el entonces joven Espriu a la luz de quien acaba de revisarlo en 1974: “un hombre joven de veintiún años, no demasiado complaciente consigo mismo y muy duro con los demás, empezó a escribir este pequeño libro. Un hombre viejo de sesenta y un años, nada complaciente consigo mismo y que procura, de lejos, comprender a los demás, quizás lo ha terminado. Quizás (...). En este pequeño libro se apagaron, poco a poco y de forma sistemática, todos los ecos del noucentisme y del postnoucentisme que en algún lugar se hubiesen podido señalar. Si en el léxico y en la sintaxis alguno queda, es porque se utiliza con un retintín grotesco (…) En el pequeño libro del que antes se hablaba, además de algunos diálogos y monólogos, estrambóticos y extravagantes pero no gratuitos, hay algún gitanismo y muy pocos neologismos y extensiones semánticas, y el vocabulario y el discurso se someten, no sin una refrenada rebeldía, a las listas y a las leyes dictadas o codificadas por el Institut d'Estudis Catalans, algunas de cuyas imperativas reglas tendrán que irse revisando y modificando paulatinamente. Nos encontramos hoy entre los dos fuegos de la más paralítica rigidez purista y del más irresponsable e inadmisible patués. Quizá habría que insistir en buscar, entre uno y otro extremo, el equilibrio de un término medio”. En estas líneas advertimos las esenciales fórmulas creativas de su poética. Espriu proclama su intención de evadirse de la estética de la generación que le precedió, la que se califica como “noucentista”. Para ello propone una auténtica reconversión del lenguaje que, aunque “normalizado”, incorporará gitanismos y expresiones populares, acentuando de este modo su expresionismo y su decantación humorística, que se traduce en farsa, próxima al tratamiento específico de “lo grotesco” expresionista. Elegirá inicialmente la prosa, porque la literatura catalana anterior estuvo integrada por poetas, más reconocidos por la crítica.

El cultivo de la narración ha de resultar casi una excepción hasta el extremo de que Carles Riba se preguntaba provocativamente por la inexistencia del género novela en su promoción. Los relatos de Ariadna encierran lo fundamental del mundo más característicamente espriuano: una esperpéntica y ácida visión de la realidad a través de personajes que se diseñan como marionetas, las que más tarde cobrarán vida en su obra teatral. Allí podemos descubrir al “filósofo” Crisanto Bautista Mestres, quien descubre, para remediar la pobreza, que ha de convenirle saciar la vanidad de sus coetáneos. Sus lemas “Piense con pureza” y “Sois los mejores” le convierten en “académico (…), consejero del Banco nacional, diputado a Cortes, presidente del Patronato de Indios Descalzos y profesor de Grafología Caractereológica en la Universidad”. Aquí aparecerá ya Salom, el erudito local (“erudito y estúpido”) de Lavinia, quien recita sin éxito en “Barrios bajos”: “Esta es la ciudad de la perfecta belleza, la admiración de toda la tierra”. También, desde su producción primera, Doctor Rip, la muerte habrá de planear sobre el conjunto de seres que pueblan sus relatos. En “Tópico” es el cruel accidente de un trabajador de la industria y su temprana muerte lo que le permite ironizar sobre “el tópico del obrero honrado”. Y en “El país moribundo” identifica su “pobre y viejo país”, alabado ditirámbicamente, con un ahogado en el puerto. Los periodistas se limitarán a mandar un telegrama a las agencias: “¿Qué dice? Viejo país ahogado ayer aguas puerto. No se ha identificado cadáver. ¿Caramba, el país se murió, ¡viva! Tenemos incluso un país que se nos muere. Veamos, queremos más detalles. Aquel día las redacciones trabajaron de un modo febril y compensaron con creces la cotidiana penuria económica editorial: por lo menos se vendieron unos cincuenta periódicos en nuestra lengua, en esa lengua que con tan delicado amor han llamado después, inteligiblemente, vernácula”. El uso simbólico de las referencias a la Cataluña de su época son más que evidentes, incluida la preocupación por la supervivencia que habremos de ver en Espriu y en los escritores catalanes en los difíciles años de la dictadura franquista.

Ya en el primero de sus libros poéticos, Cementiri de Sinera, redescubriremos algunos de los grandes temas que habíamos advertido en sus prosas anteriores. Josep Mª Castellet los redujo a “la muerte, la patria, el recuerdo, el paso del tiempo, el cansancio, la soledad, Dios” y, en paralelo, sus habituales símbolos: “abril, los cipreses, las arañas, las barcas, los ojos de un ciego, la niebla, las nubes, la lluvia, el viento, los caballos, la arena, el mármol, el mar, el jardín”. La lista no es completa, aunque revela el proceso poético que se iniciará con este título emblemático, en el que sumará dos elementos fundamentales: los espacios elegidos (una Sinera que es, en ocasiones, el espacio local, el del paraíso de la infancia, también el más amplio, el de Cataluña); así como el cementerio, el espacio específico de la muerte. El camino de la interiorización, que habrá de operarse paralelamente, es una oscura vía, por la que han de desfilar los fantasmas, los miedos, las angustias personales. Uno de sus ejes simbólicos será, como en la obra de Borges, el laberinto, alegoría de la vida humana y, a la vez, el eslabón que enlaza la obra espriuana con la más antigua cultura helena. Explícitamente aparecerá en el título de Final del laberint (1955), considerado por la crítica como el más oscuro poemario de Espriu, junto a Llibre de Sinera, publicado por vez primera en Obra poética (1963). En el primer poema de Les cançons d'Ariadna (1949), libro que Espriu situará como pórtico de su producción poética, utiliza ya el tema del laberinto: “No hi ha laberint més clar”. El cuarto poema del libro, titulado “Barallade dos cecs captaires”, sitúa en primer plano otro tema fundamental: el de la ceguera, en esta ocasión, inspirada en una escena goyesca, esperpéntica, la de dos ciegos que se combaten con tremendos garrotes: “S'escometen tots dos, / garrots enlaire: / fericitat atroç / de brotonsaures”. Ecos de la frecuentada mitología egipcia figuran también en “Barca osiríaca”: “Barquer de l'etern viatge, / deixa'm amb tu reposar”. Pero tras estos dos grandes temas recurrentes planea la conciencia de la muerte, expresa en “Malalt”, desde la fórmula de la canción popular: “I la mort vindrà / -diuen les puntaires- / un dilluns proper, / a la matinada” e incluso figurará en el título de otro de los poemas de la serie, “Dansa grotesca de la mort”. Pero será Salom (alter ego ocasional de Espriu) quien en el poema titulado Petites cobres d'entenebrats asumirá el pesimismo del presente y la muerte como esperanza final: “Em dic Salom, fill de Sinera. / Contemplo el buit, mirant enrera. / I, temps enllà, tan sols m'espera / desert, tristor d'hora darrera”.

En Cementiri de Sinera (1946), el primero de los libros poéticos publicados por Espriu -tras once años de silencio- combina la desolación interior con un paisaje que pasa a convertirse en una proyección del cementerio, principal núcleo significante: “Quina petita pàtria / encercla el cementiri! / Aquesta mar, Sinera, / turons de pins i vinya, / pols de rials. No estimo / res més, excepte l'ombra / viatgera d'un núvol / i el lent record dels dies / que són passats per sempre” (II). Advertimos ya la densidad de la más honda poesía de Espriu, quien ha interiorizado el drama histórico, situándolo en un paisaje propio. Este cementerio, tierra de muertos, no será El cementerio marino, de Paul Valéry, aunque comparta con él el mar y el ambiente mediterráneo, sino la identificación con una conciencia de derrota que es, a la vez, cívica y personal. El poema XXVI de la serie, revelador en el sentido de conjugar lo familiar con lo personal, puede relacionarse con el conocido, aunque más retórico, poema “El remordimiento”, de Jorge Luis Borges, publicado treinta años más tarde, en su libro La moneda de hierro (1976). Situar los dos textos en paralelo nos permite advertir, una vez más, las coincidencias temáticas, ciertas afinidades que venimos reiterando: “No lluito més. Et deixo / el seplucre vastíssim / que fou terra dels pares, / somni, sentit. Em moro, / perquè no sé com viure” // He cometido el peor de los pecados / Que un hombre puede cometer. No he sido / Feliz. Que los glaciares del olvido / Me arrastren y me pierdan, despiadados. / Mis padres me engendraron para el juego / Arriesgado y hermoso de la vida /.../ Me legaron valor. No fui valiente. / No me abandona. Siempre está a mi lado / La sombra de haber sido un desdichado”. Les Hores (1952), dividido en tres partes, debe entenderse, asimismo, como una nueva reflexión, con variaciones, sobre la muerte. La primera está dedicada al poeta de su promoción e íntimo amigo B. Roselló-Porcel, fallecido el 5 de oenero de 1938; la segunda a su madre, que murió el 1 de julio de 1950; la tercera -un guiño más que significativo- a Salom (su alter ego). Espriu acompaña el nombre de una fecha significativa (18-VII-1936); es decir, el día del comienzo de la guerra civil española.

También el libro que publicará en el mismo año, Mrs. Death, mantiene la reflexión, que pasa de lo individual a lo colectivo, sobre la muerte. En el poema “El Governador”, por ejemplo, encierra en cuatro versos emblemáticos el pesimismo colectivo: “Habitem en sepulcres, / entenebrats, mirant-nos / dintre 'nostre, en un somni / que no retorna l'alba”. Será, sin embargo, en El caminant i el mur (1954) donde la voz poética de Salvador Espriu alcance sus mejores resonancias. Como hemos venido apuntando, la poesía espriuana, asentada en una estética simbolista, viene asegurando sus elementos sin apenas introducir nuevos temas. Su mundo revelado es aparentemente el del paisaje de Sinera, pero el conjunto de signos identificativos que lo fundamentan, alejado de cualquier rasgo urbano, ha de convertirse en las llaves que permiten adentrarnos en la desolación interior. En la segunda parte del libro, titulada “Cançons de la roda del temps”, descubriremos algunas de las más felices composiciones del poeta, quien utilizará la sencillez aparente de la canción para convertirla en eficaz vehículo de la pura lírica: “Mur de la nit: a penes / la remor d'unes ales / enllà de l'aire, somni / ja presoner. Camino / seguit de prop per passos / en la neu” (“Cançó de la mort callada”). En la tercera parte, “El Minotaure i Teseu” la canción se convierte en un cántico y el poeta se identifica, una vez más, con el pueblo de Israel. Los elementos bíblicos, presentes ya desde su primera obra juvenil, se acentúan. El pueblo elegido y perseguido es, naturalmente, Cataluña. Allí figurará, entre otros, el magnífico “Assaig de càntic en el temple” que habrá de convertirse en uno de los poemas más emblemáticos de la época. La estructura paralelística, la abundancia de adjetivos precisos, definitivos, configuran una dolorosa y entrañable relación entre el poeta y su “tierra / patria”: “Oh, que cansat estic de la meva / covarda, vella, tan salvatge terra, / … / Car sóc també molt covard i salvatge / i estimo a més amb un / deseperat dolor / aquesta meva pobra, / bruta, trista, dissortada pàtria”. Cabe entenderlo como el hilo que ha de conducirnos hasta La pell de brau.

Una simbología muy elemental, en todo caso, ha de permitirle introducirnos en un paisaje (que es interior) de íntimas resonancias: “Oh, sobretot estima la sagrada / vida de l'arbre i la remor del vent / a les branques que s'alcen vers la llum!” (“Llibre dels morts”). El árbol, en efecto, aparecerá con frecuencia como un signo de vida, como la presencia, en el invierno, de una vida secreta. La presencia de símbolos como el viento o la luz, mencionados en los tres versos antes citados, proceden de la simbología mística, de la que Espriu no se alejará nunca y constituyen las referencias habituales a las que tenderá progresivamente el poeta en sus últimas obras. Explícita será esta decantación en Final del laberint mediante las citas expresas, al comienzo del libro, publicado en 1955, del Maesro Eckehart y Nicolás de Cusa. Si, como apuntamos, una parte de Les Hores estaba dedicado a su madre, el presente figura dedicado a su padre con la indicación precisa de la fecha de su muerte: 30-IV-1940. El laberinto de ha transformado ahora, en el poema II, en “la casa del hacha del relámpago”, sin puertas ni ventanas, en una visión o pesadilla atormentada. Al final de los pasillos escucha el poeta, que avanza a ciegas, un llanto desolador. Y tan sólo, cuando comprueba que la sangre “es escampada amb ira per la roja tenebra” se justifica como un “home sencer” y de él puede brotar una canción. La poesía (“clares paraules”) nace, por consiguiente, desde una presión interna que se convierte en un difícil sistema comunicativo. Es frecuente la imagen de la noche, de la oscuridad, de tan rica tradición mística. El poeta es un mendigo, un ciego, un solitario, un labrador que labora su tierra -el lenguaje- a la búsqueda de las misteriosas palabras que han de convertirse en canción (XV). Así lo manifiesta el poema XVI, por ejemplo, de la serie: “Treballo durament / en àrides paraules. / S'agosta la cancçó. / quan provo d'entonar-la”. Introduce su propia imagen retenida en el espejo, busca la unidad de los contrarios, se adentra en la consideración de la nada.

La pell de brau resulta, sin embargo, una reflexión moral y política sobre la España de finales de los años cincuenta, formada por pueblos que se desconocen y se expresan en diversas lenguas. Sepharad (España) se nos ofrece como la piel extendida del toro, según se indica en el primero de los poemas de la serie. Resulta también un canto de árido  dolor y un clamor de esperanza. Rechaza cualquier rastro de odio y, en consecuencia, viene a coincidir en un claro compromiso personal con el programa que planteaban las fuerzas democráticas clandestinas y el entonces perseguido partido comunista: las tesis de la llamada “reconciliación nacional”, que habría de servir para superar el franquismo. Versos como “Fes que siguin segurs el ponts del diàleg / i mira de comprendre i estimar / les raons i les parles diverses dels teus fills” responden a esta intencionalidad. El nuevo libro de Espriu se mantiene, sin embargo, dentro de los límites del mundo ya diseñado anteriormente, de rasgos claramente bíblicos: el recuerdo del templo derruido, las lamentaciones frente al muro, la Golah, el ídolo que se identifica con el mal, el agua como bien reparador, etc. Se combinan las canciones con poemas de mayor amplitud. Se alternan la ironía y el expresionismo con claves líricas o reflexivas. En el poema XXV, sirviéndose de las fórmulas simbólicas que apreciábamos en su obra anterior, reclama el fin del miedo: “Amb la cançó bastim en la foscor / alter portes de somni, a recer d'aquest torb. / Ve per la nit remor de moltes fonts: / anem tancat les portes a la por”. El canto a la libertad se sxplicita en el poema XXXVIII: “Escolta, Sepharad: els homes no poden ser / si no són lliures. / Que sàpiga Sepharad que no podrem mai ser / si no som lliures. / I credi la veu de tot el poble: Amén”.

Llibre de Sinera incluye composiciones fechadas entre 1959 y 1962. Espriu mantuvo siempre una concepción unitaria del libro poético concediendo particular significación al número y a la secuencia de los poemas. Mantiene el desgarro habitual, los ciegos protagonistas: “Al vell orb preguntava l'esglai / si el meu poble tindra demà. / I la boca sense llavis començà / la riota que no para mai” (VIII). Los sesenta poemas del libro constituyen una manifestación evidente de la plenitud del poeta que acentúa ligeramente la oscuridad de algunas imágenes. Per al llibre de salms d'aquests vells cecs (1967) lo forman cuarenta poemas de estructura circular y de tres únicos versos, inspirados en los haikais, que sintetizan fórmulas expresivas, actitudes, simples descripciones o referencias a elementos de sus obras anteriores. Tampoco faltan rasgos de reflexión moral o intuiciones.

Algunos poemas de Setmana Santa (1971) figuraban ya en la primera edición de Poesia  (1968), aunque fechados en 1962. En su edición definitiva resulta una reelaboración del mito de la Pasión impregnado de elementos míticos judíos. Formes i paraules (1975), ilustrado con fotografías del escultor Apel.les Fenosa, va más allá del siempre difícil paso de un arte a otro, sobre los temas del artista. Los poemas adquieren el carácter de una autónoma reflexión metafísica, inspirada en el mito del retorno a Ulises.

Una relectura de la obra de Salvador  Espriu ha de servir para despejar cualquier crítica fácil, sentada en los prejuicios o propiciada desde estéticas antagónicas. Resultaría incongruente demandar a la poesía espriuana lo que ésta nunca se propuso. Esta consideración, sin embargo, no debe entenderse como la defensa de una obra que, según hemos apreciado, se defiende sobradamente por sí misma. Salvador Espriu sigue siendo, a los diez años de su desaparición física, una de las voces más inquietantes, críticas y originales de la lírica peninsular de nuestro siglo. Su mundo cerrado, críptico en ocasiones, emblemático, cruel, pesimista y, a la vez esperanzado, obsesivo, cíclico y recurrente, espiritual, discurre a través de vetas poéticas complementarias. Su riqueza de vocabulario, sus ritmos propios del cancionero popular, su versatilidad métrica a la vista están. Pasado el primer purgatorio que ha de soportar cualquier obra literaria, todo parece propiciar el asentamiento definitivo de su obra, aunque resulte imprescindible una reposada revisión crítica.



[1]    Los textos en prosa se citan en sus traducciones castellanas de la edición de sus Obras Completas. Fundación Banco Exterior / Edicions del Mall. Barcelona, 1985, en cuatro volúmenes. Los textos poéticos he preferido mantenerlos en su  lengua original. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Marco

Mercè Rodoreda: la condición de una mirada

27 de agosto de 2013 14:20:03 CEST

En el Parnaso de los escritores catalanes del siglo XX Mercè Rodoreda (1908-1983) ocupa un lugar particular. Protagonista del siglo, aunque no fuera en la primera línea del frente, su anécdota vital compleja y tortuosa le permitió estar bien cerca de algunas de sus vicisitudes más graves. De formación autodidacta, logró construir no sin esfuerzo una carrera literaria notable, y ya antes del final de la guerra civil había publicado cinco novelas (que luego rechazó) y había ganado el premio “Joan Crexells” a la mejor novela publicada en 1937. Narradora de excepción, supo encontrar la voz que le permitió expresar un mundo particular, personal e insinuante, que traduce una mirada de carácter reflexivo a partir de un instinto natural. Al morir había encontrado un reconocimiento más allá de las fronteras, sentenciado por Gabriel García Márquez en un artículo que publicó en el rotativo El país con motivo de su muerte en 1983: “Una mujer invisible que escribe en un catalán espléndido unas novelas hermosas, duras, como no se encuentran muchas en las letras actuales”. Se lamentaba el novelista colombiano de que fuera poco conocida fuera de Cataluña. Ello ya no es así. En los veinticinco años transcurridos desde su muerte su obra se ha afianzado como un sólido valor en el conjunto de la literatura catalana de todos los tiempos. Traducciones y lectores en todo el mundo atestiguan de la difusión notable que su mundo ha conseguido. A ella se le puede aplicar sin temor el aforismo certero de Julio Ramón Ribeyro: “El artista de genio no cambia la realidad, lo que cambia es nuestra mirada. La realidad sigue siendo la misma, pero la vemos a través de su obra, es decir, de un lente distinto. Este lente nos permite acceder a grados de complejidad, de sentido, de sutileza o de esplendor que estaban allí, en la realidad, pero que nosotros no habíamos visto.” (Prosas apátridas). Mercè Rodoreda vivió en un tiempo de grandes transformaciones sociales y estéticas. Sufrió persecución y exilio y ello le afectó en, por lo menos, cuatro ámbitos distintos: político, como partidaria de la República española; geográfico, viviendo lejos de su país entre 1939 y 1973; lingüístico, porque en Francia o Suiza, se mantuvo aislada en un círculo de expresión catalana, dentro del mundo más amplio del exilio español; y personal, puesto que estuvo separada de su hijo desde el momento en que abandonó España. Contra las dificultades consiguió construir una obra literaria de primera magnitud.

Una vida en el exilio

Según una conocida definición de Gilles Deleuze y Félix Guattari una literatura menor funciona bajo tres restricciones: un alto grado de “desterritorialización” del lenguaje; la contaminación de todos los aspectos de la actividad literaria por problemas económicos, comerciales, legales; y por la politización de todo, ya que la literatura se ve obligada a cumplir una misión de definición colectiva. La obra de Mercè Rodoreda consigue replantear la proposición de los filósofos franceses, puesto que, a pesar de pertenecer a una literatura menor, supera y redefine algunos de estos condicionantes. A pesar del alejamiento físico, consigue crear una lengua literaria de apariencia realista y de gran efecto simbólico. Rehuyendo la censura o por decisión de no dejarse ahogar en un mar de datos y fechas, sus grandes novelas pueden ser leídas en clave histórica y política, después de obligar al lector a un ejercicio de desmontaje.

Mercè Rodoreda es considerada por muchos lectores y críticos como una de las escritoras europeas más originales del siglo XX. El reconocimiento no fue fácil. Su prosa exquisita, de perfiles acerados, es óptima para la construcción de un mundo enigmático de fuerza singular. Una aproximación a los misterios de la realidad, en apariencia cotidiana, despejando las incógnitas de una vida misteriosa. El éxito la acompañó sólo en los últimos veinte años de su vida, que en general, estuvo marcada siempre por la soledad y la originalidad. Sería fácil afirmar que su vida (el proceso de su liberación) y su desarrollo como escritora siguieron caminos paralelos. Pero en su caso, obra y vida, sin confundirse nunca, responden a exigencias y problemas muy distintos.

Por imposición, Rodoreda se casó con un tío suyo al cumplir los veinte años. Malcasada y con un hijo, la literatura, la lectura ingente, se presentó como una solución de conveniencia para plantearse una vida alternativa. Empezó a escribir en 1933, y publicó varias novelas que luego rechazó. En el exilio francés, huyendo de las tropas de Franco primero, de las de Hitler poco después, tuvo pocas oportunidades de volver a dedicarse a su pasión de escritura. Huyendo de París, su convoy fue bombardeado en tres ocasiones, vivió en casas abandonadas o en los bosques, en vivencias semejantes a las que también noveló Irene Nemirovsky. Rodoreda las evocó en cartas impresionantes escritas a su confidente del momento, la también escritora Anna Murià. Vivió en difíciles circunstancias en Burdeos y Limoges, ganándose la vida cosiendo. El exilio, algunas de las escenas vividas en la Francia ocupada por los nazis, encontraron camino en versión literaria en los cuentos que ganaron el premio “Víctor Català” en 1957. Finalizada la guerra mundial regresó a la literatura de un modo curioso. A mitad de la década de los cuarenta, viviendo en medio de una gran penuria material, padeció durante cuatro años una dolencia en el brazo derecho, que le impedía escribir a mano. Ello la empujó a escribir a máquina y a dedicarse a dibujar. Encontró en el arte (collages y dibujos a lo Paul Klee) y la escritura (sonetos de notable factura) refugio para una existencia difícil. Por entonces se había consolidado su relación sentimental con el poeta y crítico Joan Prat, más conocido por su pseudónimo literario, “Armand Obiols”. Había regresado brevemente a Barcelona en 1948, había participado en los “Jocs Florals” (Juegos Florales) del exilio, pero poder publicar de nuevo en su ciudad, significó la confirmación de una vocación, o mejor, la posibilidad de reemprender una dedicación a la literatura que había sido desde 1933 su pasión esencial. La escritura de esta época puede ser leída como lucha contra un destino impuesto y una humillación colectiva. Pero lo más característico es la creación de una prosa innovadora, con sombras y silencios, con una aptitud especial para retratar las ondulaciones de un alma femenina.

La suerte cambió definitivamente cuando en 1962 consiguió publicar su novela La plaza del Diamante. Mercè Rodoreda vivía ahora en Ginebra, a donde se había traslado Armand Obiols en 1954, puesto que trabajaba como traductor en Naciones Unidas. La novela se había presentado al más prestigioso premio de novela en catalán, el “Sant Jordi”, de 1960 con el título de Colometa y causó un pequeño escándalo literario El jurado no la premió. Uno de sus componentes, Joan Fuster, la recomendó al editor Joan Sales que acababa de fundar la editorial “El Club dels novel.listes”. La novela de Rodoreda se convirtió inmediatamente en un éxito de crítica y de público. Dos años más tarde, un grupo de críticos convocados por la revista Serra d’Or la declaró la mejor novela catalana del período 1939-1963. Con motivo de la reciente Feria del libro de Frankfurt ha vuelto a ser declarada como una de las mejores novelas de todos los tiempos escritas en lengua catalana. En 1978 Francesc Betriu realizó una miniserie televisiva, que era una versión más que digna de la novela. La situación de Rodoreda en el sistema literario cambió de modo radical. Pudo continuar escribiendo con más libertad, continuó trabajando en proyectos de cuentos y novelas, obras de teatro. Después de un largo período de exilio podía regresar a Barcelona a pasar largas temporadas. En 1971, después de la muerte de su compañero sentimental, desplazó definitivamente su residencia hacia la tierra natal. Se construyó una casa en el pueblo gerundense de Romanyà de la Selva, en un lugar que en opinión de Josep M. Castellet (Los escenarios de la memoria) era como un mirador sobre el país, alejado de él, observándolo desde una elevación. Cuando murió en 1983 era una escritora muy conocida, con éxito de público, motivo de varios homenajes, “Premi d’Honor de les Lletres Catalanes” en 1980. El reconocimiento se ha confirmado con una cantidad ingente de ediciones y traducciones de sus principales libros, y por el gran número de estudios críticos que se le han dedicado.

Cuentos y novelas

Rodoreda leyó con pasión los relatos de Katherine Mansfield. En una carta afirmaba: "El 'meu amor en aquest gènere' és la meravellosa K. Mansfield." (Mi amor en este género es la maravillosa K. Mansfield.) Algunos de sus personajes encuentran inspiración  en el mundo de la escritora neozelandesa. La influencia de  Mansfield se comprueba sobre todo en el impacto de algunos cuentos de The Garden Party en un eco muy directo en “Zerafina” o “La niñera” de Mi Cristina y otros cuentos. Como Mansfield, Rodoreda se convirtió en una hábil cronista de situaciones de desastre que ocurren en la vida cotidiana, desarrollando un instinto afilado para presentar a seres humanos en situación de soledad extrema, o ilustrando la desesperación de la mujer en el mundo moderno, sin ningún rastro de sentimentalismo.

Es el cuento en Rodoreda medio de expresión alternativo: taller de experimentación a veces de voces y modos que luego explorará por extenso en las novelas; o vía de escape para un mundo de fantasías y sueños que a menudo encuentran su correlato en símbolos de carácter vegetal, que localiza en parques y jardines. Algunos cuentos la sitúan a las puertas del teatro, una dedicación que mantuvo inédita y se ha publicado póstumamente. Pero el cuento para Rodoreda fue también el medio escogido en su operación de reingreso en las letras catalanas. Desde la incertidumbre del exilio en París Mercè Rodoreda planificó su regreso a la literatura como una maniobra de impacto: "penso fer contes que faran tremolar Déu" (pienso escribir cuentos que harán temblar a Dios), escribió a su amiga Anna Murià. Así el cuento fue el instrumento elegido para volver a la literatura después de veinte años de silencio. El volumen Veintidós cuentos  (1958) fue seguido por otros dos volúmenes, Mi Cristina y otros cuentos (1967) y Parecía de seda y otras narraciones (1978), los cuales son testimonio fiel de sus inquietudes de los años siguientes, escritos paralelamente a sus grandes novelas, las que le han dado una fama definitiva, La plaza del diamante (1962) y Espejo roto (1974).

Algunos de sus cuentos tienen una pre-escritura en las cartas de los años cuarenta, y ello nos indica hasta qué punto muchos de ellos están inspirados en hechos autobiográficos. Así, por ejemplo, en una carta escrita en Limoges el 29 de agosto de 1940 narra su huída de París, recién ocupada por los alemanes, experiencia que reaparece ficcionalizada en el cuento “Orleáns, 3 kilómetros”. Pero poco a poco internaliza experiencias, refina su arte y consigue sugestivos análisis de fragmentos de realidad desde perspectivas insólitas, introduciendo siempre un hálito de inquietud.

En los cuentos de Rodoreda se cumplen algunas de las exigencias que Cortázar imponía a este género literario, en especial la intensidad y la tensión. Son pequeños episodios domésticos que iluminan la condición humana (en especial la situación de la mujer) o que devienen símbolos candentes de una situación social o histórica. Algunos de sus mejores cuentos, como “La salamandra”, están localizados en un remoto ambiente rural, en país y tiempo indefinidos. A lo que se añade el componente fantástico (una mujer convertida en salamandra) que aumenta el carácter inquietante y simbólico del relato. En una entrevista declaró que el relato “representa un complejo de culpabilidad”. Presionada para que aclarase a qué se refería, rehusó explicarlo, puesto que era “demasiado personal.” Otros relatos, como ”Mi Cristina”, resultan un cruce de tradición bíblica y de absurdo a la Kafka. La autora se sitúa así en –y dialoga con– una larga tradición que va de Chejov a Carver y pasa inevitablemente por Mansfield o Cortázar. A partir de situaciones cotidianas o de juegos de fantasía Rodoreda nos acerca a una revaloración de la existencia. El cuento en sus manos nombra espacios mudos y da voz al silencio.

Las novelas, en particular La plaza del Diamante y Espejo roto, constituyen las obras más logradas. Como ya indicara Joaquim Molas, en La plaza del Diamante Rodoreda utiliza técnicas del monólogo interior, mezclando el estilo directo e indirecto. Narra la vicisitud de su protagonista-narradora, en un proceso de opresión y liberación, ambientado en un barrio barcelonés (Gracia) desde poco antes de la proclamación de la República hasta la postguerra. Los cambios de nombre de la protagonista, Natalia, Colometa (palomita), Señora Natalia, dan cuenta de la evolución del personaje, de su manipulación por un primer marido dominante o la relación con un segundo marido, impedido sexualmente a causa de una herida de guerra. Asimismo, el espacio urbano, interiores y exteriores, resulta en correlato del estado moral de la protagonista. Y múltiples elementos simbólicos (palomas, balanzas, etc.) ayudan a confirmar ante el lector la transformación del personaje. A la sombra de este éxito quedan otros libros notables, La calle de las Camelias (1966) y Jardín junto al mar (1967).

Su segunda novela de gran éxito, también la más ambiciosa, es Espejo roto (1974). Presenta la evolución de una saga familiar, los Valldaura, siguiendo el ascenso y caída del grupo. El centro de la acción es una torre con jardín en la que vive la familia. Lujo y éxito, decadencia y muerte, son los signos de los cambios y las coordenadas de una profunda reflexión sobre la fugacidad y el paso del tiempo. Se trata de una obra polifónica, con multiplicidad de voces y perspectivas. El secreto roto en mil pedazos es el leitmotiv de la novela, al que difícilmente llega el lector. La tristeza y la inquietud, el recuerdo y el secreto, o elementos simbólicos como el fuego dominan la acción. En la novela es de gran riqueza el juego de intertextualidad con otras obras literarias, cinematográficas, pictóricas. En opinión de Carme Arnau, se trata de una novela poética: “la prosa roderiana se convierte en poética una poeticidad que hace referencia a la teoría afectiva, es decir a la voluntad (…) de expresar sentimientos más que ideas.”

Cuanta, cuanta guerra (1980) es la última novela que publicó en vida. Narra la aventura del joven Adrià Guinart que pasa tres años recorriendo un paisaje de gran belleza, huyendo de los desastres de la guerra. El atavismo, un mundo onírico y nocturno, presiden la mínima acción, en la que se yuxtaponen imágenes de una belleza misteriosa: “Un rayo de luna como una espada me cayó encima, el río la repitió”. La guerra es metáfora de la existencia, presidida por el absurdo que implican la muerte, la destrucción. Póstumamente se publicaron otras dos novelas, que había dejado incompletas, que prolongan esta vena narrativa, apocalíptica y simbólica: Isabel y María y La muerte y la primavera  (1986).

En los últimos años se han ido publicando volúmenes que recogen aspectos menos conocidos de la obra literaria de Mercè Rodoreda, como por ejemplo El torrent de les flors (1993) que incluye cuatro obras de teatro. Destaca la densidad de una obra como “La senyora Florentina i el seu amor Homer”. Desde el efecto paronomásico del título se inicia una visión desencantada de las relaciones amorosas, y la ampliación de un personaje fugaz, la Zerafina de uno de sus cuentos más célebres. El signo del teatro de Mercè Rodoreda es el de ampliar el sentido de un mundo muy personal desde la brutalidad de sus entrañas. Se conocen colecciones parciales de su rico epistolario. Si se cumple el propósito de publicación de sus Obras Completas, será sin duda la aportación más novedosa de este año en que se conmemora el centenario de su nacimiento.

Perspectivas de lectura

Ante una vida tan agitada, usada y despreciada por los hombres, la conclusión lógica del periplo sería la del feminismo. No fue así. Preguntada por dos entrevistadoras si el hecho que los protagonistas de sus novelas fueran siempre personajes femeninos respondía a un planteamiento feminista, Rodoreda fue tajante: “Yo creo que el feminismo es como un sarampión. En la época de las sufragistas tenía un sentido, pero en la época actual, en que todo el mundo hace lo que quiere, me parece que no tiene sentido el feminismo.” Aunque esta opinión no ha sido tenida en cuenta por legiones de lectoras, en especial en el mundo anglosajón. Allí se han publicado una gran cantidad de estudios. En cursos universitarios es una de las escritoras catalanas más leídas, tanto en el ámbito de la postguerra, o bien como escritora que supo representar como pocas las vicisitudes de la condición femenina. La bibliografía de Isidra Mencos, Mercè Rodoreda: A Selected and Annotated Bibliography (1963-2001), ilustra con profusión de detalles los modos y lugares cómo ha sido leída esta escritora. Lectores de toda condición se han rendido al encanto de su mundo. Y entre ellos, destaca la opinión de Gabriel García Márquez cuando calificó su obra más conocida, La plaza del diamante, “como la más bella novela que se ha publicado en España después de la Guerra Civil.” A pesar de que Rodoreda nunca se mostró interesada por el feminismo, éste es subliminal, subterráneo, y permea la mayor parte de su obra. Por eso resulta tan atractiva esta escritora para el feminismo académico norteamericano. Y también para el resto de mortales, puesto que nos atrae por la habilidad y belleza de una construcción verbal con la que indaga en aspectos recónditos del ser. Como escribió Kathleen Gleen: “a través de sus textos hay una conexión de violencia, sutil y evidente, verbal y física, amenazante y obvia. Sus víctimas, ya sean jóvenes o bien mayores, solteras o casadas, mujeres o hombres con características femeninas, son seres marginales, objetos más que sujetos, a quienes la vida decide por ellos, moviéndose en los márgenes de la sociedad y no integrados en la misma.” Así es, puesto que las protagonistas de sus cuentos y novelas son con frecuencia mujeres débiles en apariencia, pero que han conseguido situarse en una situación de fuerza. Desde la defensa frente al Uno invasor se dibuja la complejidad del Otro a partir de breves apuntes, recortes de vida. Vidas de mujeres que temen el fin del amor. O que tienen que sobrevivir situaciones de adversidad.  Situaciones de inocencia, de jóvenes enamorados, pero en las que se adivina ya el miedo, la sospecha, de una posible futura traición.

La obra de Mercè Rodoreda se ha leído desde dos perspectivas: la feminista y la histórica, en clave estrictamente biográfica. Propuesta absurda, puesto que la obra de cualquier escritor es sólo un pálido reflejo de la aventura personal del autor que se esconde detrás del nombre inscrito en la portada. Y ello, incluso sin tener en cuenta las posibilidades enormes de la autoficción. La obra de Rodoreda se desmoronaría al intentar ser leída en simple clave anecdótica. Por ello parecen discutibles los planteamientos que quieren distinguir dos voces en su obra narrativa, basándose en las dos personalidades (sic) de la autora. La escritora usaría una u otra según el relato, el período, el objeto de su narración. Una sería una voz realista, heredera de la mejor tradición decimonónica, atenta a un retrato detallista, íntimo, de la cotidianidad. La otra voz se caracterizaría por una atención a los aspectos siniestros, míticos, sobrenaturales de la realidad. Este tipo de distinciones podrían ser útiles para los antiguos manuales de segunda enseñanza. En el mundo de los lectores adultos, la realidad es un poco más compleja. Del mismo modo que Rodoreda no se limita a “reflejar” una experiencia autobiográfica, expresión de una sociedad reprimida durante la dictadura, ni es una especie de protofeminista, ignorante de la profundidad de algunas de sus denuncias y caracterizaciones, por lo que respecta a la condición femenina, su obra no se puede dividir simplemente en la articulación de estas dos voces de modo autónomo.

La presencia de elementos mágicos o simbólicos fundidos en la realidad cotidiana facilita este enfoque. Los pájaros, el agua, flores y jardines, por citar sólo algunos de los elementos más frecuentes. Palomas, balanzas inscritas en una escalera, luces azules de la ciudad en tiempo de guerra. Algo característico del mundo de Rodoreda es su atención a los detalles ínfimos, la habilidad para representar segmentos de la realidad desde una perspectiva íntima y confundiendo elementos reales y elementos fantásticos, en fusión de las supuestas dos voces. En su novela más conocida este fenómeno es particularmente central al planteamiento narrativo. Es característico el saber crear una voz narrativa radicalmente apartada del resto de los personajes. Novelas como La plaza del Diamante están escritas en una poderosa primera persona que arrastra al lector a su interior. Así la identificación entre voz y narradora sustenta los fundamentos de una definición de la identidad. Estamos ante un realismo subjetivo, que es una variación del realismo psicológico, en la que no es importante, como en la variante joyceana, el fluir de la conciencia, sino, más cercano a la vena proustiana, un auténtico reconstruir de la memoria. El lector está prisionero de la voz de la narradora y es a través de ésta que percibe la realidad. En una ambigüedad claramente deliberada, Rodoreda pone en juego una voz que no sabemos si es oral o escrita. El carácter oral es el que le permite el desarrollo de un peculiar estilo literario. Como señaló Josep Miquel Sobrer, el lector escucha directamente las palabras de Natalia, y este es uno de los efectos estilísticos más estudiados y efectivos de la novela.

Decía Julio Ramón Ribeyro en otro aforismo genial: “Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.” Antes de encender la cerilla valdría la pena leer la obra de Mercè Rodoreda. Por si acaso es irrepetible, porque nos ofrece una apuesta literaria singular, en un encuentro de géneros y de voces, que le sirven para expresar la aventura de aislamiento e inquietud que marcaron a buena parte de su siglo. Con una mirada original que nos hace temblar.

Escrito en Lecturas Turia por Enric Bou

Última noche con Mariona

26 de agosto de 2013 09:23:37 CEST

Con Mariona la pelea más seria de todas fue la última, la más absurda también. Habíamos acabado de cenar en el apartamento de la calle Lagasca, en Madrid, y el ambiente entre los dos se había ido cargando de terrible malestar. Aún así acabábamos de vivir un momento poético cuando nos asomamos a la calle y miramos hacia la luna, que estaba –o nos pareció- muy alta ese día. La luna siempre es romántica y en ocasiones ayuda a las parejas con problemas. Pero sólo existió ese momento, luego yo lo estropeé todo al comentar que la luna no se dejaba archivar porque nunca fracasó en nada. Ella, que para mí estaba aquel día especialmente guapa, con el pelo corto, más corto que nunca, pelo castaño y abundante, con muchos rizos al estilo africano, me miró de repente con odio y me dijo que no soportaba mi manía de comentarlo todo. Me defendí desatinadamente porque empecé a invocar la categoría religiosa del comentario en la tradición judía. Y ella tuvo un ataque de risa, primero, y luego de ira absoluta contra mí y contra las categorías religiosas.

Decidimos ir retirando los platos y llevarlos a la cocina, probablemente para dejarlos a buen resguardo y no tirárnoslos por la cabeza. Pero a mí se me ocurrió, quizás en mala hora, preguntarle si estaba enterada de que nuestro universo no es otra cosa que un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador sideral en el que hay programadas una serie de leyes básicas, incluyendo una gravedad cuántica que sostiene un vacío capaz de fluctuar en múltiples universos…

 Mariona me pidió que repitiera palabra por palabra lo que le había dicho, pero con más calma, es decir, dejando entre un sustantivo y otro un minuto de tiempo. Entendía que se reía de mí y le dije que no estaba dispuesto a repetir nada y que sólo había tratado de advertirle de lo que verdaderamente era el universo y de lo relativo de todo, incluido su enfado de aquella noche y también sus repetidos, constantes enfados de los últimos años.

Mariona me miró con gran disgusto y quiso saber si había forma de enterarse de quién era el Programador de tan gigantesco despropósito. Parece, le dije, que sólo te interese saber si existe o no Dios. No, no es eso, para nada es eso, protestó ella airadamente. Puede, le dije, que ese Programador, si existe, sea una bellísima persona y realice sistemáticamente un back-up del sistema, que de paso nos garantice la vida eterna, y puede que no seamos más que un virus informático que él intenta eliminar a toda costa.

Ahí estalló todo. ¡Un virus informático! Mariona montó ya en descontrolada cólera.

-¿Para ti soy un virus informático?

No la había visto nunca tan exaltada.

-Bueno, si me escucharas mejor…

-Te he oído perfectamente –decía Mariona sin atender a razones-. Pero el único virus aquí eres tú, aunque seas incapaz de verlo.

-Sólo te digo que formamos parte de un teatro sideral y trato de decirte que esta riña puede que no sea más que una escena que tiene lugar en un gigantesco programa ejecutándose en un ordenador, y por tanto no valga la pena esforzarse en pelear entre los dos con tanto entusiasmo… Con tanto entusiasmo, por tu parte… Porque a decir verdad, por la mía…

-¿Por la tuya qué? No tienes entusiasmo en nada ¿Es eso lo que quieres decirme? Ya entiendo. El entusiasmo te faltó también para el cortometraje. Porque entonces también te viste en un teatro sideral, ¿no?  Desde la peliculita que no has tenido más ideas y te has refugiado en tu archivo interminable, algo que haces porque sabes que nunca lo acabarás y así no tendrás que hacer otro bodrio de film. Tienes, además, complejo de inferioridad con tu padre. Tienes, no sé, tienes muchos complejos y muchos defectos, eres una birria.

-¿Una birria?

Mariona creyó hacerme daño acusándome de refugiarme en mi tarea del Archivo General de la derrota (un trabajo que hago desde hace años). Pero no logró molestarme en absoluto porque yo cada día consideraba más original y hasta necesario mi trabajo sobre el tema del fracaso y porque, además, soñaba con el día en que lo filmaría, soñaba con ese día y sabía que sería inolvidable… Ignoraba, además, Mariona  que para mí el Archivo General era en el fondo la esencia misma de aquello en lo que me había ido convirtiendo, pues mi alma y mi más profunda espiritualidad giraban alrededor de aquella trama inacabable de fracasos que iba estudiando y clasificando.

-¿Te importa si escribo sobre esto, sobre esta discusión que está condenada a fracasar como todas las discusiones de pareja? –le pregunté.

Mariona tardó en reaccionar:

-Pero ¿cómo puedes ser tan frío o tan cínico y decir algo así? ¿Quieres detener la escena para escribirla?

-No es cinismo, creo que no sabes por dónde voy.

-Y dime ¿tú no estás enfadado? Oyes que eres un gazapo y un idiota y una birria al lado de tu padre y no te molestas, ¿me estás simplemente diciendo que no te importa porque a fin de cuentas eres un gazapo sideral o cósmico, o lo que seas?

-Sí, naturalmente que estoy enfadado. ¿Cómo no voy, además, a estarlo con lo que acabas de decirme? Y me duele mucho que me veas tan inferior a mi padre y tan acomplejado ante el pobre cerdo, pero hay en todo esto una parte de mí que está fascinada por lo que está ocurriendo aquí realmente y que nada tiene que ver con las palabras hirientes que utilizas, que utilizamos, que utilizas tú sobre todo. Es una parte de mí que está interesada por lo que ocurre de verdad. Te lo repito y subrayo: lo que ocurre de verdad. ¿Me entiendes? Por eso creo que deberíamos parar, detenernos en seco, burlar al Programador, y dejar que luego, después de haber indagado sobre lo que está aquí en verdad sucediendo, escriba sobre ello y acabe trasladándolo todo al Archivo General a modo de ejemplo de lo que puede ser una discusión frustrada.

-Es horrible. Eres un estúpido egoísta y un pobre monstruo  y no sabes ni verlo –me dijo, y vi que ella no había comprendido nada o comprendido mal lo que había tratado de decirle.

Y ese malentendido nos separó aquella misma noche y desde entonces no hemos vuelto a vernos en ninguna parte ni a tener noticia alguna el uno del otro. Lo malo es que si algún día volviéramos a encontrarnos, mucho me temo que yo reincidiría estúpidamente y volvería a pedirle que burláramos al Programador. Hasta he imaginado la respuesta irónica que Mariona me daría:

-¿Y eres tan iluso para creer que tus intenciones no las conoce el Programador?

-Lo soy, soy así de iluso –le diría-. Además, aquí donde me ves, conozco al Programador.

-¿Cómo que conoces al Programador? –diría ella, bien molesta-. No entiendo por qué tienes que hacer tantas amistades.

Sé que no hay posibilidad alguna de reconciliación. Hace sólo unos momentos, me lo ha dicho el Programador.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

Juan Marsé: el cine en la literatura

26 de agosto de 2013 09:15:33 CEST

Juan Marsé se ha criado en cines. Durante toda su vida ha visto muchas películas. Han alimentado su fantasía de niño de barrio y siguen poblando su mundo literario de aventuras. Las “aventis” que los niños de sus novelas cuentan – inventadas o no- beben directamente de las aventuras de ficción que los protagonistas de las películas vivían.

 Pero la interacción cine-literatura en el caso del escritor barcelonés no es sólo una cuestión de influencias. Marsé ha trabajado frecuentemente para el cine, de formas diversas. Y Marsé ha escrito cine. Y literatura que parece cine. Sus novelas se han llevado al cine, con la colaboración del escritor en la adaptación de su novela para convertirla en un guión o sin ella. Se ha peleado con sus adaptadores. Y se ha quejado del trato que sus novelas han recibido en el cine.

 No hay ningún escritor español contemporáneo en el que estén tan próximos cine y literatura porque, al fin y al cabo, como él mismo dice, parafraseando a J.V. Foix, en los versos que preceden a El fantasma del cine Roxy, “és quan dormo que hi veig clar[1]. La materia que nutre tanto el cine como la literatura está hecha de sueños.

 Marsé y el cine

Quim Casas dice del escritor barcelonés: Pocs novel.listes actuals han begut amb tanta fruïció de les fonts del cinema (essencialment clàssic) com Juan Marsé, encara que en cap moment s’ha de considerar la seva producció literària l’exorcisme permament d’un cinèfil apassionat” (Casas, 2003)

 Un breve repaso de las relaciones entre cine y literatura en la obra del escritor servirá para entender, no sólo sus intereses y su forma de ver la literatura, sino también, y de manera muy sugestiva, cuáles son las posibles interacciones, los viajes en ambas direcciones, que permiten al autor contemporáneo las dos formas de creación, pues el escritor es un ejemplo muy importante, quizás el más importante,  de estas intersecciones, dentro de la literatura española de hoy.

 El escritor trabaja para el cine

Marsé ha realizado, paralelamente a su trabajo como novelista y crítico de cine ocasional, una interesante y dilatada carrera como guionista de cine, solo o en colaboración con otros escritores o guionistas. Se inició en Donde tú estés (Germán Llorente, 1964), un drma sobre la relación amorosa entre un escritor y una rica heredera. Una relación imposible que seguí de cerca la línea de la incomunicabilità de Antonioni[2] que también contaba con Juan García Hortelano en su equipo de guionistas. Maurice Ronet, su protagonista, volvería a contratar a Marsé como guionista en La vida es magnífica (1965), cinta dirigida en España por el actor francés. Ambos filmes, difíciles de ver hoy en día. 

 En 1973, Jaime Camino, Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma colaboran en  el libreto de Mi profesora particular, sobre la relación que mantienen una mujer madura y un joven interpretado por Joan Manuel Serrat. Ya en solitario, en 1976 Marsé escribe el guión de Libertad provisional. Su argumento es otro amor imposible, en esta ocasión el que se atisba entre una madre soltera (Concha Velasco) y un delincuente habitual. La actriz  protagonista declararía años más tarde: “Siempre me gustó esta película y creí en ella”. (Memba, 2001)

 A Marsé le gusta escribir guiones pero, a menudo, en colaboración con personas que él considera amigos, como si el acto de escritura de un guión cinematográfico fuera, en realidad, otra manera de demostrar su amistad y el amor por el cine y compartirlo con otros que, como él, tienen ese mismo sentimiento. Es conocida la estrecha relación que mantuvo con Jaime Gil de Biedma, quien acudía a menudo a comer con él y con el matrimonio Barral a la casa que éstos tenían (y que ahora es sede de la Fundación Carlos Barral, presidida por su viuda) en El Vendrell, o a alguno de los restaurantes que frecuentaban en Calafell, donde Marsé tiene una casa, como el de “la Rosa”, a quien dedica alguna de sus novelas.  Igualmente es amistad lo que le une a Joan Manuel Serrat, amistad a la que el cantautor corresponde poniendo música, por ejemplo, a alguna de sus novelas, como en la canción Los fantasmas del Roxy. También sabemos de su amistad de años con Juan García Hortelano, con el que había colaborado en más de una ocasión en la escritura de guiones.

 De esta última colaboración habla precisamente Rafael Conte, cuando dice:

“Fue Juan García Hortelano, su amigo y nuestro compañero – que tanta falta nos hace – el primero que me dijo que el presente de indicativo era un tiempo perfectamente ingrato en el contexto de la tradición española de siempre. Sólo hizo una excepción, la del cine, con quien también compartió amores, pasiones y hasta trabajos de todo tipo, pues juntos (Marsé y él ) escribieron algunos guiones, que no llegaron a buen puerto. Al contrario no hay más que ver la abundancia con que los novelistas de hoy – o lo que sea - emplean este tiempo ingrato para ver si sus obras son llevadas al cine, como sea, aunque los resultados sean los productos clónicos de siempre, lo siento.

No es éste el caso de Juan Marsé, el más poderoso y poético de todos nuestros narradores vivos, que siempre fue desde su adolescencia un cinematófilo impenitente, que también ha escrito y publicado sobre cine al derecho y al revés, y hasta le ha dedicado numerosos libros a lo largo de su carrera”. (Conte, 2005)

Es importante esa apreciación que deja caer Conte al hilo del artículo en el sentido de considerar el “presente de indicativo,- decía García Hortelano - , verbo sólo adecuado para el guión de cine”, inscribiendo así éste en la tan discutida categoría de “género”, literario, claro está. Porque de ello habla a menudo el propio Marsé y sobre ello se podrían incluir algunos textos que, por su gran calidad - literaria -,  han merecido su publicación, independientemente de si habían sido o no llevados al celuloide.

 Es el amor por el cine lo que nutre en buena medida muchos de los momentos de la literatura de Marsé, de formas diferentes.

 El cine en las novelas de Marsé

 “Sí. Y aquel mismo fin de semana me llamaste, y fuimos al cine como dos fugitivos. Recuerdo que me hablaste de ir un día a la playa, y que esa idea a mí no me gustaba nada, ignoro aún por qué; quizá no interesaba a mis fines, quizá me reservaba escenarios más íntimos y musicales para conquistarte. Hablamos de películas, te dije que el cine me gustaba mucho;”[3]

 ¿De qué tema más interesante pueden hablar a veces dos personas que del cine? Y ¿qué escenario más íntimo puede haber –en los años sesenta- para iniciar una relación amorosa?, parece pensar Paco cuando relata sus relaciones con Nuria, hermana de Montse.

 Son los cines de barrio, “Aquells cines de barri, on entrava gratis perquè el seu pare treballava com a desratitzador per a l’Ajuntament, van alimentar la seva mitomania”(López, 2003): los que alimentaron su fantasía de niño, los que ahora pueblan sus novelas, donde Aurora, de Si te dicen que caí (1973), se gana la vida de mala manera, de “pajillera”, como la madre de uno de los de la pandilla, aunque es por ello abandonada por su marido expresidiario.

Así como los dos niños protagonistas de Rabos de lagartija (2001), quienes se hacen algo más que confidencias, amparados en la oscuridad de las salas de cine.

 Y Anita, la hermosa y borracha madre de Susana, de El embrujo de Shangai (1993), trabaja como taquillera en el cine Mundial, de la calle Salmerón, en la zona alta del barrio de Gracia, pues su marido, el Kim, ha escapado a Francia tras la guerra porque es republicano. Anita trae postales y carteles de cine a su hija tísica para que, aun inmovilizada en su soleada galería acristalada, pueda escapar a otros mundos de sueños. Y será Susana, al final de la novela, la que ocupará el puesto de su madre en la taquilla, mientras haga ganchillo.

 Al final de esa estrambótica y divertidísima novela que es El amante bilingüe, Juan Marés, ya definitivamente reconvertido en Juan Faneca, decide dedicar el resto de sus días de tuerto impostado a contarle a la ciega Carmen las películas que ven en la tele de la pensión, tal como nos dice Marsé: “Trastornado, indocumentado, acharnegado y feliz, se quedaría allí iluminando el corazón solitario de una ciega, descifrando para ella y para sí mismo un mundo de luces y sombras más amable que éste. La muchacha retuvo su mano y no la soltó hasta que terminó la película, hasta que él pronunció la palabra fin.”[4]

 Cuando la pandilla liderada por el Java de Si te dicen que caí se reúne en el sótano de Las Ánimas o en el garaje de la familia Javaloyes (parece que en realidad había en esa época un grupo musical en Barcelona que se llamaba “los Javaloyes”) para merendar y explicarse “aventis”, los lectores desconocemos a menudo los límites entre ficción y realidad. O, lo que es lo mismo, no sabemos si los niños se están explicando hechos sucedidos de verdad a alguno de los personajes que habitan la novela en ese mundo marginal del Carmelo o bien son aventuras inventadas a imitación de lo que a los personajes de las películas que ellos ven a escondidas, colándose en el cine de su barrio, les ocurre. De hecho, no tenemos ninguna necesidad como lectores de deslindar esos dos elementos.  De nuevo, tratamos con esa materia informe que nutre los sueños. Y las novelas. Y el cine.

 Muchos son los críticos que coinciden en afirmar que el arte literario de Marsé bebe directamente de la consideración de su interés y conocimientos cinematográficos y de su práctica en la escritura de guiones. Rafael Conte, por ejemplo, hablando de Canciones de amor en el Lolita’s Club (2005), piensa que “es de agradecer el respeto, el equilibrio y la moderación y falta de sentimentalismo con que Marsé nos ha contado la historia, ayudado por la estructura secuencial del relato, que en el fondo es un guión, aunque comporta mucho más, como siempre en toda verdadera novela, pese a que todavía queden cabos sueltos al final, que no acaba de serlo del todo”. (Conte, 2005)

 Es decir, Marsé construye sus novelas a partir de imágenes secuenciadas, como si

de un guión se tratara, pero les pone algo más, algo que hace que hablemos de “novelas” y no de guiones de películas porque, al fin y al cabo, unas y otros son géneros literarios, destinados a la lectura, parecidos, pero diferentes.

 Decía José-Carlos Mainer que:

“Marsé es un escritor profundamente visual. No sólo le gusta el cine (sobre el que escribe a menudo), sino que parece querer que su prosa compita con la impresión de simultaneidad, la fuerza del subrayado gestual, la capacidad de intuición relampagueante que tiene un plano fílmico: los arranques de muchas de sus novelas, la descripción física de sus personajes, la composición de las escenas, el uso de la elipsis y el montaje, la elaboración de ambientes abigarrados en los que quiere resumir la intención del relato y, desde luego, su peculiar sentido de la épica del perdedor deben mucho a la lección del cinema” (Mainer: 2002)

 Que a Marsé le apasiona el cine es indudable. Pero ¿qué cine?

 En una entrevista que se le hizo en el año 2000 para la revista Qué leer, hablaba de los modelos cinematográficos femeninos para sus películas:

“Gloria Grahame[5] es uno de esos arquetipos femeninos que ha dado el cine, más que la novela, y que te siguen a lo largo de la vida: la mujer fuerte, indómita aun cuando está hundida…Otra imagen posible sería Maureen O’Hara[6], por supuesto. Pensé en ella para la escena en que Rosa Bartra está recogiendo la colada y le dice al inspector: “De acuerdo, pero ¿sabe usted doblar sábanas?”” (Ordóñez, 2000)

 Que a Marsé le gustan las mujeres con carácter para sus novelas es algo incuestionable, como la inspiración cinematográfica para ellas. Incluso se podría afirmar que a menudo la inspiración es a modo de “escenas” completas, de imágenes que el escritor tiene de las películas que ha visto, o que le gustan, y que sirven para ilustrar un momento literario. En ellas, ve al personaje, femenino o masculino (como el Shane /Vargas de El fantasma del cine Roxy).  La imaginación se alimenta de eso, de imágenes. Marsé piensa escenas y secuencias, seguramente.

 Marsé crítico cinematográfico

Marsé ha hablado en muchos momentos de sus gustos cinematográficos, reflejados, como se ve, en sus novelas: el cine americano de los años cincuenta pero también el cine europeo de autor, el cine clásico. 

En 2004, la Editorial Carroggio recogió sus “momentos inolvidables” del cine, en una edición hermosa en que el escritor escribía un comentario sobre un filme o un director – a menudo ya publicado en algún otro medio con anterioridad - , que iba acompañado de un fotograma que reproducía la escena correspondiente: películas desde los años veinte hasta los noventa, con directores que iban desde Chaplin a Lars Von Trier, pasando por Truffaut, Stevens, Hitchcock - uno de sus preferidos – o Kubrick. El libro es una muestra, además, de la agudeza y sensibilidad del escritor para la crítica cinematográfica, ocupación a que ha dedicado parte de su tiempo.

 El fantasma del cine Roxy (1987)

 Es éste un cuento-novelita que Marsé publicó en una edición especial, de pequeña tirada (sólo 75 ejemplares), en Ediciones Almarabu, en la colección “Antojos”, con ilustraciones de Bonifacio[7], en 1985.

 Posteriormente, incluyó su cuento junto a Historias de detectives y Teniente Bravo, en un libro con el título del último de los tres  cuentos, en 1993. En esta edición incluyó algunos pasajes, los referentes a la Srta. Carmela, así como la cita inicial, tras la del libro de Truffaut sobre Hitchcock, de J. V. Foix, mencionada en la introducción a este trabajo, que la primera no incluía.

 El fantasma del cine Roxy es un experimento en que Marsé mezcla novela y guión. Comienza con una conversación que mantienen el guionista y el director sobre la película que el último realiza sobre el guión del primero. La historia que el guionista de El fantasma del cine Roxy está escribiendo explica cómo llega Vargas en el año 1941 anta la librería Rosa d’abril, propiedad de Susana, supuestamente viuda de Jan Estévez, y madre de Neus, y la defiende ante el ataque de unos jóvenes flechas, mandados por Fermín, mafioso y chulo del barrio (en la parte alta del barcelonés barrio de Gracia), que quiere hacerse con el local para instalar allí unos billares. La razón del ataque no es otra que el hecho de ser una librería catalanista donde se venden libros en catalán. Susana, agradecida, aloja al vagabundo en su casa, le da trabajo y le enseña a leer y a escribir. Aquí surge, como era de esperar, un inicio de relación amorosa entre ambos cuando ella se echa en sus brazos al enterarse de que su marido está vivo en Toulouse pero con otra mujer. La relación tiene su final cuando, al cabo de unos años, Jan vuelve con su esposa e hija. Vargas, ya mayor, se queda a vivir con ellos y es el objeto de las burlas de los chicos de la pandilla, hijos quizás de los que en su momento lo vieron como a un héroe.

 Todo este argumento no es más que una versión “a la catalana de posguerra” de la película de George Stevens (Raíces profundas – Shane- : 1952), en la que el pistolero Shane (Alan Ladd) llega al rancho de los Starret (Joe, Mary Ann y Joey) y les ayuda, como a los demás granjeros, a defenderse de los ganaderos capitaneados por Raiker, hasta enfrentarse con el pistolero que éste contrata, Wilson (Jack Palance).

No sólo la historia es calcada, sino que además incluye Marsé pequeños fragmentos del diálogo de la película que corresponden perfectamente con los momentos de la historia de los personajes de Barcelona. Esta adecuación de diálogos de la película a las situaciones que viven los personajes de la historia que está escribiendo el guionista del cuento es uno más de los niveles de interrelación cine/literatura en que consiste éste.   

No sólo los diálogos y la historia en sí son una “adaptación” de la película americana. Lo son también muchas otras situaciones y los propios personajes centrales.

Un tercer nivel de relación cine – literatura  lo constituyen las citas y referencias de películas, todas ellas del cine clásico de los últimos años treinta, cuarenta y cincuenta. Imposible citarlas todas. Doctor Jeckyll y Mr Hyde, de R. Mamoulian (1932), La mujer pantera, de Jacques Tourneur (1942), Der blaue Engel, de Josef von Sternberg (1930), Una noche en la ópera, de Sam Wood, con los hermanos Marx (1935), y un largo etcétera de hasta treinta y pico menciones, algunas de ellas correspondientes a películas difíciles de identificar.

Especial atención merecen las referencias a películas de Hitchcock. De todas las que se citan, podríamos considerar las más relevantes, por el papel que juegan en la estructura de la historia, las que tienen que ver con Extraños en un tren (Strangers on a train, 1951) que, como sabemos, se trata de una historia en la que las parejas (cruzadas, en este caso, pues los dos personajes deben matar de manera cruzada a la víctima del otro, para evitar ser descubiertos) tienen mucha importancia, como, tal vez, la que constituyen el director y el guionista, hasta que el primero muere al caer (no se sabe si por casualidad) al vacío; o Susana y Vargas y Susana y Jan.          

La señorita Carmela constituye precisamente un nivel más (y vamos ya por el cuarto) de identificación cine-literatura. El personaje, que no aparecía en la primera edición del cuento, trabaja en el banco situado donde anteriormente estaba el cine Roxy (uno de los muchos cines repartidos por toda la geografía mundial que tomaron su nombre del famoso Roxy de Nueva York; sólo que este Roxy de Marsé era un cine de barrio). Cuando baja al sótano a buscar algo a los archivos, se le aparecen diferentes personajes del cine (Clark Gable, Drácula/Bela Lugosi [8]…) Al final de la historia, parece que tiene una relación con Vargas.

El fantasma del cine Roxy no deja de ser una rareza para cinéfilos. Y en ella resulta difícil deslindar lo que es literatura y lo que es cine, ya que se trata de una historia que explica el proceso de escritura de un guión de una película a través de las conversaciones sobre ello que mantienen el guionista y el director, alternadas con el propio guión secuenciado. Ahora bien, entre medio de todos estos niveles narrativos, aparece en ocasiones un narrador externo que nos explica lo que les ocurre tanto al director y guionista - desde fuera - como a algunos de los personajes del guión que el último está escribiendo, estableciendo así un nexo puramente literario entre ambos niveles.

En definitiva, pocos escritores funden de tal manera dos lenguajes diferentes para crear, de forma extraordinariamente creativa, nuevas realidades literarias en las que deslindar los límites es, como mínimo, poco relevante.

Las adaptaciones cinematográficas de  las novelas de Marsé

“Marsé nunca ha colaborado en las adaptaciones de sus novelas que ha realizado Aranda, cosa que choca aún más si consideramos que el novelista sí figura entre los guionistas de Últimas tardes con Teresa, versión de su novela homónima dirigida por Gonzalo Herralde en 1984” (Memba, 2001)

Pero, a pesar de la colaboración en la escritura del guión, a Marsé no le gustó nada la adaptación de Herralde, con el que se peleó por este asunto, diferencia de criterios que parece esconderse tras las palabras que enfrentan a director y guionista de El fantasma del cine Roxy.

Seguramente, para una persona con tales conocimientos sobre cine y, sobre todo, con unos gustos tan definidos, no resultaría en modo alguno agradable comprobar el resultado de la adaptación de Herralde. A pesar de que los ambientes están medianamente acertados, los personajes flaquean, sobre todo ese Ángel Alcázar que dibuja un Pijoaparte soso y sin entidad. Y es evidente que cuando lo que construye una novela es el personaje, como es el caso de Últimas tardes …, el resultado deja mucho que desear.

Anteriormente, Jordi Cadena había realizado una discreta adaptación de La oscura historia de la prima Montse (1978), un trabajo protagonizado por Ana Belén, cuando era una de las actrices fetiche del cine español.

Otro caso distinto parece el de la relación entre el director barcelonés Vicente Aranda[9] y las novelas de Marsé. Es sabida la experiencia del director como adaptador de obras literarias, sobre todo novelas. Por ello, no nos resulta extraño que Marsé decidiera confiar en el savoir faire de aquél y no interviniera en momento alguno en la escritura del guión. Lo que no es lo mismo que decir que le hayan gustado las adaptaciones de sus novelas.

La muchacha de las bragas de oro (1980), Si te dicen que caí (1989) y El amante bilingüe (1993) son los tres títulos adaptados por Aranda.  Quizás es el segundo el que más detractores ha tenido. Así, Ángel Fernández-Santos, uno de los críticos de cine más solventes que ha dado nuestro país,  nos regalaba esta, en mi opinión totalmente acertada, diatriba:

“…Si te dicen que caí, un filme lleno de imágenes y escenas vigorosas que tiene sin caer en el ridículo situaciones durísimas, con intérpretes excelentes y excelentemente dirigidos, muy bien montado, primorosamente ambientado y fotografiado, es decir, con muchos y muy grandes méritos parciales dentro, se viene abajo a causa de los graves e incomprensibles errores en que su director, el catalán Vicente Aranda, incurre en cuanto único responsable de la escritura del guión. (…) No se entiende por qué el productor, Enrique Viciano, ha permitido a su director rodar un guión ante el que este último no ha sabido mantener la lejanía necesaria para darse cuenta de sus desaciertos. Es evidente que este guión, desequilibrado y confuso, que para ser del todo inteligible requiere la lectura previa de la novela de Juan Marsé en que se basa, debiera haber pasado por las manos de otro escritor que hubiera puesto claridad y orden en la sucesión de unos sucesos que en la pantalla se atropellan unos a otro sin que el espectador tenga tiempo de percibir qué ocurre realmente en ellos y, sobre todo – que es lo esencial en el buen cine -, detrás de ellos. La densa y complicada historia que construye en su novela Marsé se vuelve en la pantalla no densa, sino espesa; no compleja, sino embarullada; no profunda, sino dificultosa. (…) Aranda ha olvidado esta vez – al contrario que en otras, por ejemplo, Tiempo de silencio, o El Lute – la vieja teoría del McGuffin ideada por Hitchcock, que es el abecedario para este tipo de asignaturas. No consigue crear un verdadero punto de vista en la portentosa acción del filme. No traza en ella unas fronteras claras ni unos accesos nítidos entre los diversos tiempos conjugados en el filme, ni lo que resulta incomprensible en un dominador de espacios dramáticos como es Aranda -  lo que suele dar libertad a los intérpretes de sus películas – entre los diferentes escenarios.

Espacios y tiempos se perturban recíprocamente y hacen finalmente imprecisos. Los intérpretes y los técnicos, director incluido, se esfuerzan, imaginan, crean, estimulan, al espectador, echan cada uno verdad en la pantalla. Pero estas verdades acumuladas no llegan a configurar una cadena o una arquitectura dramática y narrativa, en la que cada parte sea complementaria de las otras: simplemente esas verdades parciales se suman, se amontonan, y lo hacen sin suficiente orden para alcanzar una verdad total, que las engarce, aglutine y organice en forma de poema y de relato. Pero ésta es precisamente la función de todo verdadero guión.” (Fernández-Santos, 1989)

Se ha reproducido casi la totalidad del artículo pues creo que merece la pena. Habla el crítico de algunos elementos positivos: ambientación, fotografía, interpretación…; es decir, todo aquello que dicen los que no saben de cine. Porque eso no se le escapa a nadie, ni al más ignorante. Eso es lo fácil. Los fallos están en el guión. ¿Cómo se le ocurre a Aranda – parece querer decir Fdez.-Santos – no reclamar ayuda de un experto para escribir algo tan complejo como la adaptación de Si te dicen que caí? Porque la novela es complicada. Excelente, pero complicada. Los cambios temporales y espaciales son frecuentes, bruscos y desordenados. Corremos el peligro, con una lectura poco atenta, de perdernos informaciones valiosas. Y eso le ha pasado a Aranda: no nos explica cómo hemos cambiado de escenario ni quién es ahora ese personaje (Aurora), que antes era la Fueguiña. Los actores – dice- se esfuerzan, y crean, quizás demasiado, en mi opinión. La actriz fetiche de Aranda, Victoria Abril, que tantas buenas interpretaciones le ha dado, interpreta su papel de puta tirada y sifilítica con una barriga de siete meses de embarazo, lo cual es un mérito interpretativo y un gran esfuerzo físico, pero no es necesario. Si la novela es dura por su contenido en violencia y en sexo explícito – no olvidemos que estuvo prohibida su publicación en España durante unos años,  hasta 1976, aunque en 1973 ya había conseguido un importante premio en México - , la película aún lo es más. Ya sabemos del interés de Aranda por las escenas de sexo explícito, a las que V. Abril se aviene gustosa, pero aquí se ha pasado. Tanto, que se pierde el verdadero sentido de la novela, con todo el trasfondo de crítica social y anticlerical que en ella subyace.

Una casi invisible – por lo difícil de ver - adaptación de Ronda del Guinardó que, con el título de Domenica, realizó en el año 2001 la directora italiana Wilma Labate, cierra la lista de adaptaciones de novelas de Marsé.

Habría que apuntar, por último, que Aranda ha vuelto hace poco a adaptar a Marsé al llevar a la pantalla Canciones de amor en Lolita’s Club ( 2007), que conserva el título de la novela del escritor barcelonés. Un trabajo, de nuevo, poco más que discreto.

El extraño caso de El embrujo de Shangai

La novela de Juan Marsé se publicó en 1993. La historia se desdobla enseguida en dos planos narrativos: uno, todo lo que se teje en las calles del barrio de Gracia en torno a Daniel, el adolescente de catorce años, narrador de la historia, que, mientras espera a poder entrar de aprendiz en una joyería - trabajo que ocuparía a Marsé más de siete años de su vida y que le permitió, según dice, conocer las calles a la perfección - , acompaña al capitán Blay - oculto dentro del lavabo de su casa, camuflado tras el armario, durante los años que siguen a la muerte de su hijo en el frente del Ebro, y que ahora decide hacerse a la calle para recoger firmas contra la fábrica Dolç- en sus andanzas por la ciudad y, a la vez, hace compañía a Susana Franch mientras le dibuja un retrato en que se vea claramente lo enferma que está de tisis por culpa del humo de la fábrica; el segundo, todo lo que Nandu Forcat, que aparece en casa de Susana y su bella y borracha madre Anita, taquillera del cine Mundial, y se queda durante unos días, explica de las aventuras en Shangai del Kim, marido de Anita y famoso republicano, escapado a Toulouse tras el final de la guerra. Es este segundo narrador, Forcat, quien dibuja todo un mundo de exotismo a los dos niños, que le escuchan atentamente.

Empecemos por el principio. El título de la novela es un homenaje a uno de los directores, y a una de las actrices, preferidos de Marsé: Josef von Sternberg y Gene Tierney. El primero, director vienés de origen judío y emigrado en los Estados Unidos, es el autor de la película The Shangai Gesture, de 1941, traducida en nuestro país por El embrujo de Shangai, ambientada en un casino así llamado (“Shangai”) en el que brillaba la sensual y bellísima Gene Tierney, acompañada de otros actores de la época, como Walter Huston y Victor Mature.

Una historia así se presta a la adaptación cinematográfica. Y es lo que en un principio, a lo largo de dos años, intentó hacer con mucho mimo Víctor Erice, pero que finalmente cristalizó en manos de Fernando Trueba.

Es sin duda ese ambiente exótico, con reminiscencias orientales, lo que de alguna manera quería reproducir Marsé, tanto en las historias que Forcat cuenta - más adelante se descubrirá que son pura farsa. De nuevo, esa materia que teje los sueños - como en las ropas que usa (kimono, sandalias japonesas de madera…) o regala a Susanita, diciéndole que se las envía su padre; e, incluso, en el personaje sensual, sugerente, de Anita.

En cuanto a la versión fílmica, dejemos la palabra a Erice:

“La presente versión de La promesa de Shangai, a la que denomino “completa”, escrita entre el mes de mayo de 1996 y diciembre de 1997 (después de una tentativa de adaptación de la novela de Marsé, llevada a cabo en colaboración con Antonio Drove), constituye el guión cinematográfico a partir del cual, de febrero a mayo de 1998, se empezó a preparar la realización- (…)- de una película, producida por Lolafilms, en la que yo figuraba como director. Tenía una duración aproximada de tres horas.

A primeros de junio de 1998, a ocho semanas de la fecha establecida para iniciar el rodaje, de la noche a la mañana, el productor, Andrés Vicente Gómez, despidió al equipo de profesionales implicados en las labores de preparación, poniendo punto final a la misma. No supe, al menos en ese primer momento, con exactitud, la razón que le llevó a tomar esa decisión. El caso es que unas semanas después me comunicó que la película de tres horas era inviable.” (Erice, 2001:15)

Y sigue esta “Advertencia al lector” explicando cómo se atrevió a intentar una reducción considerable de la programada extensión de la película mediante la supresión del capítulo X, que corresponde a la época en que Susanita se va a vivir con el Denis, el chulo que ha desenmascarado a Forcat, para el que hace de camarera o, probablemente, de alguna cosa más. Parte que, hay que decirlo, no incluye tampoco Trueba en su versión. ¿No era suficientemente comercial? ¿Demasiado dura? En cualquier caso, ni estos arreglos sirvieron, continúa  Erice, para que el productor se echara atrás en su negativa y el proyecto pasaría al cabo de un año a Trueba. Y Erice publicaría su guión íntegro en el año 2001, tal y como aquí constatamos. Guión que ha generado unas cuantas reflexiones más que polémicas.

El propio Marsé opinaba que el guión de Erice era “una verdadera maravilla, que debe publicarse, por su valor literario y como enseñanza para estudiantes de cine” (Ordóñez, 2001:33)

El guión de Erice es espléndido: cuidadoso y respetuoso con la novela, ágil, con capítulos perfectamente secuenciados y transiciones que reproducen con exactitud la idea de ese cine de los cuarenta al que la novela homenajea en buena medida. Un cine hecho de diálogos (estupendos los de Erice) y de situaciones (perfectamente condensadas y enlazadas entre sí). Los personajes, bien dibujados, contenidos y entrañables. No puedo por menos de lamentarme de no que no se haya podido llevar a cabo. Al menos podemos leer ese guión que, como apunta Marsé, nos puede enseñar cine.

Trueba estrenó su película en 2002, ante el aplauso, discreto, de la crítica, incluso el del propio escritor: “ésta es la mejor adaptación que se ha hecho de una de mis novelas[10], lo que tampoco es decir mucho, dada la baja calidad general, constatada aquí, de la mayoría de las adaptaciones que de sus historias se han llevado a la pantalla.

La película, con una ambientación y fotografía bastante aceptables y estupendas interpretaciones de Fernando Fernán Gómez (Blay), Eduard Fernández (Forcat), Ariadna Gil (Anita), consigue hasta cierto punto recrear ese ambiente oriental que la novela persigue. Incluso logra, casi, reproducir la sensualidad de Gene Tierney de la película de Von Sternberg en las formas no menos lúbricas de Ariadna Gil, rubia en este caso cuando hace de Anita y morena y muy exótica cuando hace de Chen Jing Fang, el personaje de Shangai inventado por Forcat.

Para acabar

Marsé es un escritor que se ha criado en cines, y que ama el cine. El arte de Marsé se basa en buena medida en la creación de un mundo personal, perfectamente identificable, habitado por unos tipos que son marginales a veces; “niños bien”, otras; pero siempre vivos y próximos.

Ese arte nace en buena medida de su contacto con el cine, de sus ojos de espectador atento, devoto del cine clásico norteamericano de los años treinta, cuarenta y cincuenta. Pero también de su práctica asidua de escritor de guiones para el cine, sobre todo en colaboración con amigos tan amantes del celuloide como él, para diferentes directores españoles y extranjeros.

Y también de la crítica, sensible, apasionada, de películas.

Funciones todas ellas que se fusionan con extraordinario acierto en ese experimento llamado El fantasma del cine Roxy, inclasificable juego sólo apto para amantes tanto del cine como de la literatura.

Pero, lamentablemente, no han sido en cambio demasiado acertadas las adaptaciones que de sus novelas han realizado varios directores españoles: Aranda, el más asiduo de ellos. Películas sin el necesario talento, o emoción o sentido de la aventura que impregna las novelas del escritor. Películas en que le necesidad de comercialidad ha lastrado, quizás desde la producción, unos trabajos que apuntaban maneras, como en el caso de la nunca realizada adaptación de Víctor Erice de El embrujo de Shangai, inmortalizada ahora en un hermoso guión, que queda para sus lectores, quienes imaginamos así los sonidos y las luces que hubieran habitado su filme, de seguro una obra maestra.

Esperemos, sin embargo, que alguien, algún día, sea capaz de llevar a imágenes esos sueños que pueblan las novelas de Juan Marsé. Y que sus lectores cinéfilos veamos en ellas las luces que llenan sus páginas.



[1]              Marsé, Juan  (2004, 1ª ed: 1987): Teniente Bravo, Barcelona: De Bolsillo (Mondadori),  51.

[2]              Se refiere sin duda a películas como La notte (1961), L’eclisse (1962) y otras de la misma época en que Antonioni, a través de una narración aparentemente abierta y una fotografía fría y árida pretendía mostrar la dificultad de las relaciones humanas, sobre todo de pareja, en un mundo frío y duro, donde el amor apasionado tiene apenas cabida.

[3]              Marsé, Juan (1970): La oscura historia de la prima Montse, Barcelona: Seix Barral, 94.

[4]              Marsé, Juan (1990): El amante bilingüe, Barcelona: Planeta,  214.

[5]              Gloria Grahame es la protagonista, entre otras, de la espléndida The Big Heat (Los sobornados), de Fritz Lang (1953). En ella, la actriz encarna a Debbie, la novia del gángster Vince Stone (Lee Marvin), quien le arroja el café hirviendo en la cara, dejándosela marcada para siempre, por lo que ella ayuda al sargento  Bannion  (Glenn Ford) a detener a los mafiosos que han asesinado a su mujer, a pesar de jugarse la vida por ayudarle.

[6]              Maureen O’Hara es la protagonista  – el tono rojizo de su cabello era su característica más conocida, junto a su fuerte carácter irlandés - de The quiet man  (El hombre tranquilo), película de John Ford de 1948.

[7]              Pintor nacido en San Sebastián en 1934 que ha pasado por oficios tan diversos como el toreo y la dedicación al jazz.

[8]              Bela Lugosi interpretó uno de los primeros dráculas que se hicieron, el de Tod Browning (1931)

[9]              Barcelona, 1926, autor, entre otras, de Fata Morgana (1965-66), coescrita con Gonzalo Suárez; Cambio de sexo (1976), la primera de sus muchas colaboraciones con Victoria Abril; y de múltiples adaptaciones de obras literarias, cuestión en la que es un verdadero experto, como en Asesinato en el Comité Central (1981) basada en la novela de Vázquez Montalbán, o Tiempo de silencio (1985) sobre la novela de Martín Santos y otras muchas.

[10]             Artículo de agencias aparecido en El mundo el 5 de abril de 2002.

Escrito en Lecturas Turia por Beatriz Comella

19 de septiembre

26 de agosto de 2013 09:02:05 CEST

Para Antonio y Félix

 

Sin duda habrás oído la voz del lamento antes,

los gritos de los niños en las calles,

los gritos de los niños en los pasillos de la escuela,

los gritos de los niños y los gritos de las madres.

Los niños gritan siempre,

cuando son felices y cuando lloran.

Yo antes gritaba a todas horas,

y hoy en esta ciudad y en esta casa

no grita nadie,

porque las paredes son tan duras

como milenios de soledad comprimidos en un metro.

Porque cabalga la noche en sueño de boca y ratón,

se asoma como aquella

en que la nieve caía como antes

solo lo había hecho en países inexistentes.

 

Lo sé, hoy no hay quien me aguante,

tendréis que perdonar mi llanto/letanía,

los sueños se diluyen en la ciudad triste

y el silencio ha tomado los chirridos de las calles.

Hoy estoy imposible.

Nunca creí/pensé en un dolor tan lento y pesado

que cae en las horas como la música en la música,

en un vacío que se expande y gime

como antes lo hacían las sirenas y los viejos autobuses acelerados.

 

No, no hagáis caso.

Solo es una noche/pesadilla,

una noche de vientre roto.

Mañana el sol, si puede,

barrerá de nuevo el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Escuín Borao

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