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En 1958, en uno de los Cuadernos del Unicornio que editaba por entonces, Juan José Arreola publicó los relatos “La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal”. No eran las primeras creaciones que José Emilio Pacheco daba a conocer[1], a pesar de su extrema juventud ―había nacido el 30 de junio de 1939, en Ciudad de México―, pero en ellas puede verse el punto de partida de una de las trayectorias literarias más ricas entre las que la segunda mitad del siglo xx habría de ofrecer. Bajo el influjo “descarado” de Jorge Luis Borges, Pacheco sabía que al destino le agradan las simetrías, las variantes y las repeticiones, y mostraba ya la convicción ―declarada más tarde e implícita o explícita en toda su obra― de que “lo leído es tan nuestro como lo vivido”[2]. Consecuente con tales planteamientos, el primero de aquellos relatos buscó en el mítico destino de Perseo la clave de la vida mexicana y actual de Fermín Morales, seguro de que eran de algún modo el mismo hombre y de que sus historias formaban una sola historia. Con la ayuda de Heráclito ―“el camino que sube y el camino que baja son uno y el mismo”― el lector puede entrever en “La noche del inmortal” que Eróstrato y Alejandro, el paria de Éfeso y el héroe macedonio, lograron alcanzar la misma inmortalidad de la fama aunque por caminos opuestos, y también que una discordia reiterada desmembró el imperio construido por Alejandro y muchos siglos después el imperio austrohúngaro, como el fuego con que Eróstrato destruyó el templo de Artemisa en Éfeso no era esencialmente distinto del bora, el viento destructor de los Alpes Dináricos que arrasó Europa con la primera guerra mundial.

Antes y sobre todo después de la publicación de esos cuentos, Pacheco planteó en otros intuiciones no menos inquietantes. Buena parte de ellos conformarían El viento distante y otros relatos, volumen publicado en 1963 y ampliado en 1969. Varios mostraban una factura realista de gama variada, desde la humorística conjunción de picaresca y superstición popular de “Virgen de los veranos” a la cáustica visión de los valores y las convenciones sociales de “La reina” o “No entenderías”. Otros parecían inclinarse hacia lo fantástico, como “La luna decapitada”, donde una violenta historia posrevolucionaria concluía en el territorio lúgubre del infierno azteca. Los límites entre lo realista y lo fantástico se difuminaban cuando eran niños quienes proyectaban su miedo sobre las anécdotas narradas (“La cautiva”), o cuando la adolescencia incipiente quebraba la fantasía infantil con experiencias de amor, del fracaso y el ridículo (“Tarde de agosto”, “El castillo en la aguja”), o cuando circos o ferias (“El viento distante”) permitían la irrupción de dimensiones extrañas e inquietantes. Por la significación que la obra de Pacheco en su conjunto puede darles, algunos de esos cuentos ofrecen especial interés: “Jericó”, donde la relación que se establece entre la absurda destrucción de un hormiguero y un apocalipsis atómico permite extraer conclusiones nada optimistas sobre la condición humana; “Parque de diversiones”, donde los animales modifican o invierten los papeles que habitualmente desarrollan en relación con los humanos, arrojando sobre éstos una extraña luz, en un parque que encierra en su interior otro parque que encierra otro parque y así hasta el infinito, y en el que quienes observan son a su vez observados en un juego de espejos sin fin; “Civilización y barbarie”, donde Mr. Waugh parece caer en la trampa mortal preparada por los vietcong de los que cuenta la carta de su hijo y bajo las patas de los caballos que montan los apaches que ve en el televisor, como si la escritura y la ficción invadieran la realidad.

“La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal” pueden entenderse como ensayos previos de una obra ambiciosa: Morirás lejos, la novela que Pacheco publicó por primera vez en 1967. Como en aquellos relatos, diferentes planos discurren paralelos hasta confluir en el momento oportuno. Uno de esos planos lo conforma esta vez el relato de la destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito Flavio Vespasiano, según el testimonio de Flavio Josefo, y luego la reconstrucción de los horrores del gueto de Varsovia y de los campos de exterminio hasta llegar a la muerte de Adolf Hitler y a la suerte reservada para los cómplices del holocausto, son olvidar referencias a las razones oscuras de tanta barbarie. Simultáneamente otras secuencias discuten la condición e incluso la existencia del observador eme, oculto en una casa del Distrito Federal, y las del observado que ocupa un banco en el parque próximo. La relación empieza a tomar cuerpo con la hipótesis de que el observador sea alguien perseguido por su relación con los crímenes del nazismo ―médico u oficial de la Gestapo, espera agazapado a que un Cuarto Reich vuelva a incendiar Europa e imponga el júbilo y el gozo de la destrucción y la muerte―, y el observado alguien que lo persigue. Desde las primeras páginas, cuando las distintas hipótesis sobre el observado y el observador incluían también su inexistencia (y la del parque, la casa y la ciudad), ya se intuía la relación de lo narrado con la literatura: “Alguien se divierte imaginando. Alguien pasa las horas de espera imaginando”[3]. Esas conjeturas parecen quedar a cargo de eme, como otras al de Alguien, el hombre sentado en el parque, cuyo papel se amplía en la medida en que puede ser un dramaturgo fracasado que imagina Salónica ―así se denomina también el espacio que aglutina ese segundo plano de la novela―, obra en la que se ensaya ―teatro dentro del teatro― el encuentro de Pedro Farías de Villalobos, sefardí expulsado de España, con el inquisidor también judío que lo había torturado y que ahora (como el actor que lo representa) es por fin identificado; o puede ser un escritor aficionado al que obsesiona precisamente el tema abordado en las secuencias dedicadas a las dos acciones “concomitantes” de la destrucción de Jerusalén y del gueto de Varsovia: una obsesión y un temor justificados por los crímenes aún recientes y por el olvido con que se pretendería borrarlos. Eso permite incluir una discusión literaria que rechaza ese tema, porque distraería la atención de las guerras y matanzas presentes (como la del Vietnam), o lo justifica, por ser un modo de aludir a ellas y de condenarlas. En esa discusión tienen voz los supervivientes (Alguien parece alguna vez ser uno de ellos y buscar la venganza) que desdeñan al escritor que pretende describir sus sufrimientos, y los lectores, hastiados a veces ante la reiteración de lo ya sabido, irritados ante valoraciones que no comparten, incómodos ante las continuas digresiones de una escritura incapaz de ir directamente al asunto. Tales críticas afectan tanto a Alguien, en la medida en que parece responsable del relato, como a un “narrador omnividente” que se adivina como último responsable de un texto que ofrece varios desenlaces posibles y que en la conjunción de perspectivas variables e imprecisas ―eme puede ser también quien imagina las historias narradas, concreción de sus remordimientos, de sus miedos y de sus esperanzas[4]― parece buscar la impresión de narrarse por sí mismo. 

Acorde con una época propicia a las experiencias narrativas renovadoras, Morirás lejos conjugaba el compromiso político y social con la reflexión que analizaba y cuestionaba los procedimientos de su escritura a medida que los utilizaba, exigiendo la colaboración activa de sus lectores. Entre los relatos reunidos en El principio del placer (1972), alguno volvería a adoptar esa condición “metaliteraria”: “La fiesta brava” incluía un cuento de ese título ―ficción dentro de la ficción que rememora la guerra de Vietnam a costa de un veterano que en el Museo de Antropología queda fascinado por la imagen de la diosa Coatlicue y luego, atrapado en el subsuelo del Distrito Federal, es sacrificado al dios-jaguar, renacido en México-Tenochtitlan― y episodios de la vida de Andrés Quintana, fracasado escritor que ha redactado ese cuento para cumplir un encargo y que puede reconocer a su personaje cuando también él está a punto de desaparecer, víctima de otra violencia soterrada o la misma. La confluencia de “realidad” y “ficción” se enriquece aquí con las razones invocadas por Ricardo Arbeláez ―antiguo compañero de Quintana en andanzas políticas y literarias, cuando al concluir los años cincuenta los animaban la huelga de los ferrocarriles mexicanos y el triunfo de la revolución cubana― para no publicar el cuento encargado: ofrecía una trama “baratamente antiyanqui y tercermundista”[5], apelaba a un sustrato prehispánico literariamente agotado y recurría a un procedimiento narrativo (la segunda persona) al que Carlos Fuentes habría extraído toda su capacidad renovadora. En el relato confluían así el creador y el crítico literario que también es Pacheco, consciente del proceso literario hispanoamericano de su tiempo. El sustrato prehispánico había nutrido su cuento “La luna decapitada”, y el final de “La fiesta brava” parecía probar que aún podía ser utilizado con provecho. Era una opción más para el desarrollo de esa inquietante literatura fantástica a la que se adscribían otros relatos de El principio del placer: “Langerhaus”, con sus recuerdos de infancia quizá no sólo imaginados; “Tenga para que se entretenga”, con el espectro que un 9 de agosto de 1943 se llevó al hijo de Olga Martínez de Andrade; o “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”, con los pasajeros que llegan a Veracruz en un barco desaparecido durante setenta años tras dejar la costa cubana. Pero su cuestionamiento en “La fiesta brava” probablemente algo quería decir sobre la trayectoria narrativa de Pacheco, que en ese momento y a partir de él se mostraría sobre todo interesado en otra opción: la relacionada con el paso de la niñez a la adolescencia, que ya había abordado en cuentos como “Tarde de agosto” o “El castillo en la aguja”.

Esa experiencia, raíz de una casuística variada ―El principio del placer incluye “La zarpa”, cuya narradora confiesa que sólo en la vejez compartida ha podido superar el odio que la belleza de su mejor amiga le suscitara desde siempre―, encontraba una concreción excelente en el cuento largo o novela corta que dio título al volumen. Nada podía resultar más decididamente “autobiográfico” que lo narrado en “El principio del placer”, el diario en que un adolescente da cuenta de su pérdida de la inocencia y su descubrimiento del mundo. Nada más trivial: avatares de la vida en el colegio y en el medio familiar, con las lecturas, el cine y la incipiente televisión que dan sabor a la época recuperada, para aderezar el relato de una relación amorosa que es también una experiencia de zozobras, de mentiras y de fracaso, una experiencia cruel que trasciende las relaciones sentimentales para extenderse a todos los ámbitos de la vida. No dejan de sentirse otros problemas ―de los campesinos rebeldes, de las diferencias de clase, de la corrupción que permite adquirir fortunas rápidas en un país de pobres―, pero lo que predomina es esa experiencia individual en que traiciones y mentiras hacen percibir la vida como una farsa, que el narrador escribe para poder comprobar si algún día le llega a parecer cómico lo que ahora es trágico, y que el lector percibe como una historia tragicómica, logro indudable de la capacidad de Pacheco para adoptar una distancia irónica que convierte los sentimientos en una reflexión sobre los mismos y sobre el sentido de la existencia. Las batallas del desierto (1981), su última y también breve novela, perfeccionaría ese ejercicio de la memoria al recuperar ahora su narrador las lejanas peleas libradas como árabes o judíos en el polvoriento patio del colegio, las relaciones con los compañeros condicionadas a menudo por prejuicios o complejos sociales, económicos y raciales, en el contexto de una recuperación minuciosa del tiempo transcurrido desde la infancia y desde la presidencia de Miguel Alemán, aquellos años finales de la década de los cuarenta angustiados por la amenaza del hongo atómico, tiempos sin embargo de esperanzas para México que nunca se cumplirían, con enumeración nostálgica de juguetes, de libros ilustrados o cómics, de programas de radio, de películas, hasta del bolero que ilustró la historia remota de un amor primero e imposible que quizá nunca ocurrió en realidad. En todo caso, la pureza de ese amor sirve de contraste para recrear el medio personal y social represivo e hipócrita en que tuvo lugar aquella iniciación, para ofrecer una visión descarnada del pasado que el narrador adulto y sarcástico (incluso consigo mismo) acentúa al rememorar sin nostalgia las miserias de su familia y de todos en un México para siempre perdido[6]

Poeta siempre, Pacheco parece matizar en sus versos el proceso aquí esbozado para su narrativa. En Los elementos de la noche (1963), su primer poemario, parecía buscar la captación de lo fugaz, en variedad de formas que iban desde el soneto hasta el poema en prosa, conjugando su conocimiento de la tradición literaria con la voluntad de sumarse a experiencias de ruptura. “De algún tiempo a esta parte las cosas tienen para ti el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza”[7], se lee en ese libro empeñado en captar tal sabor en el contraste de los días y de las noches, de la luz y de las sombras, de las estaciones que se suceden; sabor que proyecta su acritud sobre los instantes de plenitud asociados a la presencia de la amada, contaminados de fugacidad, de ausencia y de soledades. Una atmósfera de derrota impregna cuanto se toca, amenazado de olvido y de otras consecuencias de una pérdida incesante: el polvo, el vacío, la nada. Expresada con un lenguaje de factura clásica que afronta la dificultad y el fracaso al dar cuenta de sus dimensiones cósmicas, esa desconsolada angustia metafísica ―“¿sólo perder ganamos existiendo?” (“I, 11”)― se mantiene vigente en El reposo del fuego (1966), en cuya tercera parte la podredumbre parece hallar concreción precisa en las aguas ahora muertas del subsuelo de México, las que lavaron la sangre conquistada, anegaron en su lodo la hermosa ciudad de Moctezuma y cubrirán algún día los edificios de la ciudad presente, que deja oír en la noche los latidos de un desastre en el que resuenan ecos de la sensación de derrumbe total que Alguien padecía en Morirás lejos al temer que el holocausto fuera apenas un episodio de una ruina generalizada y sin término.

El recuerdo del pasado suscitó en El reposo del fuego la protesta contra los amos de aquella tierra, en esa ocasión personificados en los virreyes, lo que anticipaba la aparición de inquietudes sociales que se acentuarían en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Leído como una nueva propuesta, “Transparencia de los enigmas (octubre, 1966)” dejaba patente ahora el alejamiento de “la solemnidad de los profetas” y ―aunque de momento no se tuviese otro amparo que la lealtad a la confusión propia― la urgencia de “alinearse” porque la batalla próxima no toleraría a los neutrales. Acordes con ese planteamiento, que parecía poner en entredicho su obra precedente, algunos poemas parecían mostrar la irrupción de la actualidad histórica en la poesía de Pacheco: allí estaba el marine muerto en una selva presumiblemente vietnamita ―“Un defensor de la prosperidad (enero 1967)”―, y la impresión causada por la noticia de la muerte del Che Guevara en Bolivia, “el martirio / y el altivo final en una abyecta / noche de Sudamérica” ―“En lo que dura el cruce del Atlántico (octubre 1967)―, y la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, aludida por medio de una recreación del fin de los aztecas en “Lectura de los ‘Cantares mexicanos’: manuscrito de Tlatelolco (octubre 1968)”. Esas referencias puntuales ―y la conciencia constante de quiénes son los amos de la tierra, sin olvidar a los que lo fueron, como en “Crónica de Indias”, o a los que los padecieron, como en “Digamos que Amsterdam 1943”―, no significan tanto como el lenguaje nuevo e irónico que reflexiona sobre sí mismo a la vez que rememora pasados poéticos caducados, habla de poetas a los que su época dejó hablando solos y de otros empeñados en hacer que de un idioma ya seco “brote el agua / en el desierto” (“Job 18, 2”). Por supuesto, Pacheco seguía fiel a sí mismo en su atención al deterioro que destruye el amor y la vida, pero ese deterioro se observa y alguna vez se cuestiona ―con ayuda del arte, como en “‘Venus Anadiomena’ por Ingres”― ante una “realidad” que quizá no es sino acopio de citas literarias, en un lenguaje de factura cada vez más cotidiana que en sí mismo significa una de las posibilidades de ese cuestionamiento de la poesía que ahora se convierte en uno de los temas obsesivos. El avance hacia ese prosaísmo aparente tuvo notables manifestaciones en la sección “Los animales saben”, donde algunos sirvieron como objeto de reflexión que lo era también sobre la condición humana e incluso sobre el alcance de la literatura, pues tanto en sus poemas como en sus relatos Pacheco ha sabido recuperar y enriquecer las posibilidades expresivas de la fábula. La novedad se manifestó también en la invención de los apócrifos Julián Hernández (1893-1955) y Fernando Tejada (1932-1959), aptos para expresar con ironía sus opiniones sobre la significación de la poesía, incluida la propia[8].

Lo iniciado en No me preguntes cómo pasa el tiempo se continúa en Irás y no volverás (1973): “¿Por qué obstinarse / en la fugacidad y el sufrimiento?”, objetaba Prometeo en el poema titulado con su nombre, antes de que el buitre reanudara “su tarea entrañable”. Sin ignorar los conflictos bélicos con que recomenzaba “la pesadilla de la historia” (“The dream is over”), un pensativo sentir cada vez más sereno y melancólico trataba de encarar la amenaza del fin con una inquietud ecologista que venía de lejos: al menos desde que en El reposo del fuego, al rememorar la perdida ciudad de Moctezuma, el ubi sunt se centró en los jardines y las embarcaciones anegadas de flores, en los bosques y las praderas, en los lagos y las corrientes de agua que alegraban el valle de México, en abierto contraste con un Distrito Federal cuya monstruosidad creciente también se podía advertir en Morirás lejos y en otros relatos. La incertidumbre derivada de la amenaza atómica fue dejando paso a nuevas formas de muerte que ingresaron también en la literatura: la contaminación, las basuras, los venenos, la desertización. Por otra parte, la tensión de un lenguaje depurado y preciso, en apariencia apto sobre todo para el laconismo del epigrama y otras formas poéticas breves, se plegaba con eficacia a diferentes registros: entre otros, en Islas a la deriva (1976) el del cronista que recuperaba fragmentos del pasado perdido, como en “Antigüedades mexicanas”; el del viajero que en el otoño y la nieve encuentra símbolos antiguos o nuevos del apocalipsis, como en “Escenas de invierno en Canadá”; el del fabulista que en la variedad zoológica encuentra estímulos para las alegorías que le permiten expresar sus preocupaciones por el destino reservado a los hombres y el universo.

Los numerosos últimos poemarios ―Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999) y Siglo pasado (desenlace) (2000)― fueron nuevos frutos de la madurez adquirida, no sin matices que merecen subrayarse, por razones diversas. Marcado por la experiencia del terremoto que asoló México en septiembre de 1985, Miro la tierra concretó la experiencia de la materia triunfante que más que nunca dejaba patente la insignificancia del hombre. Aquella furia ciega también reveló insuficientes las palabras que habían hablado de polvo, ceniza, desastre y muerte, y acentuó la condición de sobreviviente que ya había hecho suya el poeta. En las ruinas de Ciudad de México parecía haber quedado enterrada su infancia, aunque eso no habría de impedir que la memoria ocupara en adelante un lugar importante en sus poemas. Próximo el fin del siglo xx, la sensación de desastre y de ruina se haría luego aún más agobiante, al hacer el balance de un tiempo brutal caracterizado por la miseria y la destrucción del planeta, cubierto de contaminación y basuras, y sobre todo por los millones de víctimas de una violencia irracional cuyos horrores la peor pesadilla no habría podido imaginar. Esos horrores apenas se vieron atenuados por la presencia también creciente que (hasta la catástrofe definitiva) adquiría una eternidad provisional: la del mar y los ríos en movimiento perpetuo, la de las estaciones que puntualmente regresan con hojas y flores, la vegetal y animal de la especie, que se extiende a la condición humana en la medida en que la muerte propia deja paso a las vidas de otros, garantizando la continuidad del mundo, escenario de una despedida incesante.

La actitud de Pacheco ha sido, desde luego, la de alguien afectado por el desencanto en un país y una época que alguna vez permitió albergar esperanzas nunca cumplidas. “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, resumirá “Antiguos compañeros se reúnen” (Desde entonces), dictamen sobre toda una generación que amplían otros poemas y también “La fiesta brava” y otras ficciones. Esa traición no impide luchar para que no queden impunes “la tortura o el genocidio o el matar de hambre”, ni anhelar “lo posible imposible: un mundo sin víctimas” (“Fin de siglo”, Desde entonces), ni dejar ―aunque “escrito en agua”― el testimonio de una generación, la de “los nacidos entre tumbas / al resplandor del incendio del mundo” (“Jardín de niños”, 5, Desde entonces), cuyos sobrevivientes justifican su “sobrevida” al redactar sin proponérselo las páginas que otros poetas ―“muertos en la guerrilla, la tortura, el accidente, el suicidio...” (“Intercambio”, Desde entonces)― no llegaron a escribir. Fiel a esa misión, Pacheco volvería con frecuencia a la sátira del poder y a la defensa de la libertad frente a la obediencia debida, frente al servilismo, frente a la complicidad entre vencedores y vencidos, entre inquisidores y reos, entre verdugos y víctimas, entre el domador y los monstruos de ese “Circo de noche” (El silencio de la luna) que tal vez es el mundo, no sin sospechar que también esas deficiencias del género humano se ajustan a leyes inexorables que otras especies comparten y que unen indisolublemente la vida y la muerte.

La necesidad de encontrar el lenguaje adecuado para expresar esa decepción está estrechamente ligada a la desacralización del poeta y de la poesía que Pacheco mostró al centrar su atención sobre todo en “el testimonio / del momento inasible, las palabras / que dicta en su fluir el tiempo en vuelo” (“A quien pueda interesar”, No me preguntes cómo pasa el tiempo). Capaz también de encontrar revelaciones para su poesía en la pintura y en otras manifestaciones artísticas, tras sus prosas y sus versos ha estado siempre el lector insaciable y profundo que asimismo revelan sus “aproximaciones” ―traducciones o recreaciones de otros poetas que suelen enriquecer sus poemarios― y sus apócrifos, convencido de que la literatura es inevitablemente un territorio compartido. También está el crítico reconocido por sus numerosos ensayos sobre escritores y obras, sabedor del alcance y las limitaciones de la literatura, conocedor de la crítica literaria en sus soberbias y efímeras manifestaciones universitarias, comentadas en poemas como “La desconstrucción de Sor Juana Inés de la Cruz”, de El silencio de la luna, o “Contra Harold Bloom”, en Siglo pasado (desenlace). Por otra parte, en su escritura y sus reescrituras está el escritor consciente de que “dice nada más / lo que cada hombre y cada mujer que lo lea / sabe escuchar entre el rumor de sus páginas” (“El centenario de Gustave Flaubert”, Los trabajos del mar): las revisiones que muestra cada nueva edición obedecen a la pretensión de eliminar elementos innecesarios y aclarar pasajes oscuros, pero también a la voluntad de mantener vivos sus poemas y ficciones. Aunque “ara en el mar. Escribe sobre el agua” (“Instantáneas: 6. Oficio de poeta”, Irás y no volverás), aunque “dejó de ser la voz de la tribu” (“Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”, Los trabajos del mar) ―si es aún “el que canta el cuento de la tribu” (“‘Yo’ con mayúscula”, Miro la tierra) lo es como muchos otros, antes y después―, el poeta encuentra justificación personal y colectiva en esa búsqueda de intimidad y colaboración con el lector y con la literatura que ahora pretende para su obra. Quizá nadie ha expresado mejor la atmósfera desencantada de una época que ha obligado al escritor a refugiarse en un destino que se descubre sobre todo verbal. Pacheco ha labrado el suyo con una expresión original y minuciosamente elaborada, un tono reflexivo y a veces irónico, un refinado tratamiento de la tradición literaria y una sorprendente capacidad para extender la poesía a los temas más insospechados. Tal vez la “Despedida” que cierra Siglo pasado (desenlace) en la última edición de Tarde o temprano resuma no tanto una sensación final como las constantes de una trayectoria aún inacabada:

                        Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

                        Pero en manera alguna pido perdón e indulgencia:

                        eso me pasa por intentar lo imposible.

 

 



[1] En la revista Estaciones (año 2, núm. 2, verano de 1957) había aparecido “Tríptico del gato”, primero de los relatos dispersos que acabarían reunidos, a veces muy modificados, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (México, Ediciones Era, 1990).

 

[2] José Emilio Pacheco, “Nota: la historia interminable”, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1990, pp. 9-13 (10).

 

[3] José Emilio Pacheco, Morirás lejos, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1967, p. 39.

 

[4] Al menos en la segunda versión de la novela, donde los lectores pueden saber a qué se referían los pasajes de sus escasos libros a los que volvía con insistencia: “La destrucción de Jerusalén, el Santo Oficio, los campos de exterminio, las represiones nazis en la Europa ocupada” (Morirás lejos, Barcelona, Montesinos Editor, 1980, p. 132).

 

[5] “La fiesta brava”, en El principio del placer, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1972, pp. 77-113 (109).

[6] Los relatos reunidos en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, desde “Tríptico del gato” (1956) a “La catástrofe” (1984), añaden riqueza y matices a la narrativa de Pacheco. En aquel cuento inicial ya estaba su interés por los animales y por la tortuosa psicología de niños y adolescentes. No faltan los de apariencia realista, relacionados sobre todo con la violencia política de épocas y lugares diversos ―a veces (“El torturador”, “Dicen”, “Para que eternamente estés conmigo”, “La máscaras”) acercan la ficción a la crónica de actualidad―, pero prevalece el interés por temas fantásticos similares a los seleccionados para El principio del placer. En los más breves puede verse una contribución de Pacheco al desarrollo del “microrrelato”, y también resultados de su búsqueda de una expresión lacónica y eficaz.

 

[7] “De algún tiempo a esta parte”, 5, Los elementos de la noche. Salvo que se especifique otra cosa, en adelante las citas proceden de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano [1958-2000], edición de Ana Clavel, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. Irán acompañadas de los títulos del poema y del poemario a los que pertenecen.

 

[8] Las referencias a ese tercer poemario pertenecen a No me preguntes cómo pasa el tiempo (poemas, 1964-1968), México, Editorial Joaquín Mortiz, 1969). Las revisiones posteriores atenúan a veces la presencia de las circunstancias históricas en que surgieron los poemas. Para los versos citados, véase pp. 14-18, 21 y 41.

 

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Caen las horas como gotas de aceite

27 de enero de 2014 08:03:08 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Caen las horas como gotas de aceite,

pesadas, lentas, doradas, tibias.

El aire está inflamado de plegarias,

de cánticos oscuros y enigmáticos.

Yo sé que algo sucede.

Debe de ser que es jueves y algo pasa los jueves.

Debe de ser que es lunes y algo pasa los lunes.

Debe de ser que es sábado y algo pasa los sábados.

¿Por qué no quedan huellas de mis pies

en este asfalto ardiente?

Debe de ser que no peso bastante.

Debe de ser que está lejos la arena.

Debe de ser que el tiempo pasa lento

y aún no te he encontrado.

 

Se suceden las horas como un hondo rosario,

como un rosario en sombras.

Yo debería pensar ahora en otras luces,

nadar con otros peces.

Aquí estoy resguardada.

La lluvia no me moja.

Mis párpados se cierran sin asombro.

 

El tiempo pasa lento;

no duele, no me toca.

Escrito en Lecturas Turia por Sara Mesa

Primeras impresiones desde el cielo

24 de enero de 2014 08:07:00 CET

 

El otro día se enteró Lalande de Maria Bem de que mi oficio es el de nadador, escribió Mino en su primera carta con destino a Montélimar. ¿Te acuerdas, Lucía? Lalande de Maria Bem, la casera. Pues esa. Me vio llegar por la noche, después de miles de metros de piscina, que puestos en línea recta van a llegar un día hasta tus pies. Le dije que estabas fuera una temporada y ella, para consolarme, me ofreció moscatel, o unos bombones, que espantan la tristeza, o aunque solo fuera un vaso de agua. Para qué quiero más agua, le dije, si estoy todo el día a remojo y ya me canso.

Al principio no lo entendió, tuve que explicarle que me dedicaba a nadar.

¿Y le pagan por eso?

Desde luego.

Pero si mi difunto nadaba gratis en una playa del Algarve y a nadie se le ocurrió ofrecerle dinero por algo que hacía para placer suyo. No será algo indecente, ¿verdad?

Ni mucho menos, señora Lalande, sino puro deporte de alta competición.

¿Y quién le paga?

Le dije:

Tengo una asignación del Ministerio, algo que me da la publicidad y luego el presidente de un club de piscinas pone el resto. No se preocupe, porque ya sabe que yo nunca fallo con el alquiler.

La señora Lalande de María Bem se metió rezongando en su casa. Tenía las piernas hinchadas porque barruntaba bajas presiones. Se ajustó las horquillas del pelo. Nadador profesional, iba diciendo, extraña forma de vida es esa.

Por lo demás, muchas noches, de tan cansado que estoy, me quedo a dormir en la Residencia. Donde los becarios. Me da pereza moverme. Y sobre todo es que la casa de Lalande de Maria Bem está muy solitaria sin ti y allí me veo como un alma en pena. Pero otras veces alterno y vengo, como hoy mismo, y así pierdo de vista al entrenador, y ya no oigo su voz, ni tengo que oler su aliento cuando me habla, que es un indeseable que solo piensa en que todo salga según las fichas y los diagramas. Nadie le aguanta. Y yo tampoco, yo menos. No te imaginas el asco que me da.

Ayer otra vez le dije que no entendía por qué habías tenido que irte y él se me puso a gritar: ¿Vas a seguir discutiendo cada día mis órdenes? Dímelo, porque quiero saberlo. Le dije: Las demás no, pero la de alejar a Lucía para que, según usted, no me distraiga tiene que ver con mi vida privada. Y él: y una renuncia temporal como esa tiene que ver con el campeonato de Europa y tu prosperidad. Nada menos.

Preguntaría a algunos amigos, pero no quiero ir mendigando noticias tuyas. Qué iban a pensar de un campeón de todo. No por ti, Lucía, sino por mí, por ser tan sumiso y haberle dejado al entrenador entrometerse. Entonces no tengo más remedio que esperar.

Y en cuanto puedo me desentiendo de él. Salto al agua y me concentro, y recuerdo tu cara y, mientras nado, me pongo a pensar en cómo eran tus manos. Solo me pasa cuando nado, porque en el agua es como si te tuviera delante, entonces imagino tus pechos. ¿Por qué crees, si no, que sigo nadando?

Pues porque en el agua pienso en tus pechos todo el tiempo.

Tus pechos de agua.

Abelardo Oliver se quitó entonces las gafas de media lente que usaba para leer. Se restregó los ojos. Y se dio cuenta de que tenía las piernas en tensión, como si no quisiera apoyar los pies en el suelo. Sabía que hacía muy mal leyendo aquella carta, que era un abuso, y que Mino, si se enteraba, habría de enfadarse con razón: Por qué no echó mi carta al correo, se quejaría, ese era el pacto, ya no había confianza, qué intimidad le quedaba, qué derecho, esto ha de pagarse caro. Y ahora se veía el propósito de aquel dame, Mino, la carta y yo le pongo el domicilio de Montélimar.

Abelardo Oliver suspiró como si apenas le quedaran fuerzas por la llegada de los años de repente sobrevenidos. Estaba sentado en su sillón junto a una ventana desde donde veía llover sobre las pistas de atletismo. Cada vez era menos la luz de la tarde. Plegó las cuartillas de la carta de Mino como si quisera no haberlas leído, las metió en el sobre y se empeñó en pegar de nuevo la solapa adhesiva para cerrarlo.

No podía, se levantaba todo el rato. La mojó con saliva y de nada sirvió. Pero en el fondo daba igual, pues aquella firma cruzada que había hecho Mino por encima de la solapa, a modo de precinto, nunca serviría para que su destinataria comprobara que el sobre no lo había abierto nadie. Estaba claro, eso sí, que Mino no se fiaba de él. Y aquel era un detalle que había que tener en cuenta.

Abelardo Oliver recostó la cabeza en el sillón.

Lamentaba lo que ese Mino ingrato le prometía a Lucía en la carta, que era que, si no volvía pronto, acabaría renunciando a la natación. ¿Y entonces yo qué hago? ¿Y todos mis esfuerzos? ¿Y los de los demás? ¿Cómo quedaría sin Mino la Selección Española?

El teléfono de donde viviera, ya que el móvil nunca lo cogía.

Una dirección de correo electrónico, también eso le pedía a Lucía en un párrafo desesperado.

Una forma, en fin, de contactar con ella al margen de ese fastidio de entrenador.

Ah, Mino tramposo, dijo Abelardo Oliver. Pensabas que no iba a enterarme, ¿eh? Me subestimas. Tendré que recordarte que solo valen cartas.

Maldice tu vida y llora todo lo que quieras, pero que sea después de los europeos. Y si cuando te enteres de que Lucía se ha ido para siempre dejas de ser nadador y te ahogas en la piscina porque ya no flotas será asunto tuyo, mío no. Cogeré mi dinero, dejaré mis habitaciones de la Residencia, volveré a mi casa y de nuevo criaré palomas mensajeras. Pero seré un hombre que tuvo suerte en la vida.

Abelardo Oliver dejó la carta encima de la mesa y se la quedó mirando como si fuera un sapo chafado por la rueda de un coche. Se levantó y fue a la cocina. Arrastraba los pies, porque imitaba a Mino cuando caminaba hacia los vestuarios de la piscina, ese cansancio suyo como de flor marchita. ¿Cómo serían los pechos de Lucía?

En fin, hora de cenar.

A Abelardo Oliver no le apetecía bajar al comedor de la Residencia, hablar con los otros entrenadores y luego partida de dominó o película o periódico. Batió unos huevos, calentó aceite en una sartén y se preparó una tortilla en la kitchenette auxiliar. Levantó el vaso al aire y celebró con una sonrisa la decepcionante opinión que Mino tenía de él, a ver qué malas intrigas son esas, ni qué tienes que decir a escondidas, si dentro de seis semanas, y unos pocos días más, te llevo conmigo a los Campeonatos de Europa de Helsinki, y a Lucía, por mucho que la prefieras, y es normal que así sea, no lo niego, aunque pronto fueras a casarte con ella, la conociste hace menos que a mí, qué tonterías vas contando, que si soy un indeseable. Que si nadie me aguanta. Que si te doy asco.

Mientras partía en trocitos la tortilla con el tenedor para que se enfriara antes, sonó un trueno y al momento se fue la luz. También las pistas de atletismo se habían quedado a oscuras y la mayor parte de las instalaciones deportivas. Esperó un par de minutos contemplando cómo el principio de la noche se metía en el cuarto de estar, antes de levantarse para ir a la caja de los interruptores.

La abrió y encendió una cerilla que cogió de la kitchenette. No era asunto de fusibles, sino una avería general del suministro eléctrico. Volvió al cuarto de estar.

Cogió la carta de Mino y se sentó en el sillón junto a la ventana. Ahora llovía más que antes y por el arrabal venían unas nubes oscuras que se confundían con la noche, cargadas de truenos veraniegos y agua en abundancia, tal vez granizo en estas fechas propicias.

Se puso de nuevo las gafas, tuvo que forzar la vista. Sigamos: Mino le había escrito a Lucía que la echaba en falta, que así no podía vivir y el resto de frases que se repiten los enamorados en las cartas desde el principio de los tiempos, se martirizan así mientras no están juntos y luego el encuentro es mejor y más dulce.

Total, Lucía, que esto de estar sin ti es como si llevara mucho tiempo dormido y no me pudiera despertar, ni estoy cuando me busco en el espejo, sino que lo que veo es tu cara ocupándolo todo, porque el espejo es como el agua de la piscina, solo soporto mi pena si imagino que a ti te pasa lo mismo, antes de dormir te miras al espejo y entonces estoy yo, ese es el único consuelo mío, el agua que nos une.

Abelardo Oliver leía, pero no llegaba a entender el significado de aquellas palabras porque, desde hacía ya unas líneas, el pensamiento le había llevado lejos. Qué importa si la verdad no impera, se decía, o qué decencia se pierde viviendo engañado. Por eso no, no podrán conmigo las malas noticias, y seguiré inventándome por tu propio beneficio, y desde luego también por el mío, sobre todo por el mío, que ella se ha ido a Montélimar para dejarte entrenar en paz, mentiré cuanto haga falta, porque nada va a privarme de la última ocasión que tengo de hacer algo que valga la pena. Y ganaremos en Helsinki. Luego haz tú lo que te dé la gana.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Sebastián

Oración por mi hija

23 de enero de 2014 10:12:16 CET











I

 

Cuando el Día luchaba con la Noche

en abrazo salvaje de estrellas contra estrellas, 

la sangre de la luz espesándose en sombras por todo el Universo, 

llegaste con auroras y crepúsculos,

llegaste con el orden y con la sucesión, con la armonía

que duerme en el compás y bruñe el corazón del astrolabio,

con el canto del gallo y el acechar del lobo 

y entre ambos colocaste el Tiempo como escudo

para que no se hiriesen. 

Al Día y a la Noche les pido que recuerden.

Al Día y a la Noche les ruego que te cuiden.

 

II

 

Cuando el Mar y la Tierra decidieron

separarse,

para que hubiera paz en su discordia

apareciste tú: 

encajaste tus manos de lava en una grieta 

(océanos a un lado continentes al otro) 

(cacatúas aquí tiburones allá) 

y sin esfuerzo hiciste su distancia. 

A la Tierra y al Mar les pido que recuerden.

A la Tierra y el Mar les ruego que te cuiden.

 

III

 

Cuando el Calor y el Frío descubrieron

que estaban obligados a amarse en la distancia,

ese amor imposible estallando en catástrofes 

(glaciaciones e incendios, nevadas y sequías), 

acudieron a ti y les regalaste 

la quemazón del hielo y el frescor del oasis: 

unos pocos lugares donde abrazarse a solas. 

Al Frío y al Calor les pido que recuerden.

Al Frío y al Calor les ruego que te cuiden.

 

IV

 

Cuando Dentro y Afuera heredaron los huecos que dejaba

la Materia

al expandirse 

(el recodo, la grieta, el pasadizo) 

y entre dudas ponían un bosque en una casa

o un pulmón respirando sin cuerpo en un camino, 

entregándole al Miedo la llave de este mundo, 

tú fabricaste vanos, ventanas, sentimientos, señalizaste las fronteras

que impiden que se mezclen exterior e interior,

moldeaste las leyes de lo cóncavo y la ley del paisaje, 

persuadiste a las cuevas y a los guantes a dejarse habitar por dedos y por osos

y persuadiste al aire libre a dejarse cruzar por los vencejos. 

Al Dentro y al Afuera les pido que recuerden.

Al Dentro y al Afuera les ruego que te cuiden.

 

V

 

Cuando dejó el Silencio de hablarle a la Palabra, 

para que no murieran de sed

en el espejo de la ausencia mutua 

derramaste en sus manos

el agua de la Poesía. 

Al Silencio, a la Palabra les pido que recuerden.

Al Silencio, a la Palabra les ruego que te cuiden. 

 

VI 

 

Hija, 

por el Mar o la Tierra, de Día o de Noche, con Calor o con Frío, Dentro o Afuera,

desde el Silencio o la Palabra, 

pisa con cuidado 

porque te pisas a ti misma. 

Hija, 

no lo olvides.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Aguado

El amigo indiscreto

22 de enero de 2014 10:02:10 CET

 

 

“No hay nada más peligroso que un amigo indiscreto.

A veces es preferible un enemigo prudente”

Jean de la Fontaine

                                                                                                                             

                                                                                                                             

     Al reconocer la tinta de su pluma modelo Balzac, la grafía de su letra, la dedicatoria y su firma, sintió un odio en espiral que degeneró en tristeza y bochorno: su ego tiritaba de rabia.

 

     Como cada domingo antes del vermouth, se había acercado a curiosear entre los puestos de la plaza. La compra de una cajita de nácar y de un pisapapeles con forma de tortuga le había puesto de un excelente humor. En medio de aquella anarquía de saldos, figuras de porcelana, postales con matasello del extranjero, gramófonos con carcoma, soldados de plomo, bodegones carentes de perspectiva y enciclopedias desfasadas no esperaba encontrar su novela. Y menos aún, dedicada: A Pablo Nebout, con toda mi admiración. Recordó el lugar y el momento exacto, el humo de tabaco desdibujando los rostros, la risa hueca de un prestamista, las manos de la camarera al trasvasar el café desde la bandeja a la mesa de mármol. Por eso la traición le dolió más. 

 

     Quiso impedir que otros pudieran descubrir la humillación y compró el libro. El librero le reconoció, mirándole dos veces y levantando las cejas. Llevaba guantes recortados a la altura de las falanges y expulsaba vaho como un tigre de Bengala en las calles de Oslo. Al tenderle el libro, le dijo con sorna:

 

     --Así agotamos la tirada, ¿no?

 

     Se alejó furioso, culpando de la escena a Pablo Nebout. Le costaba respirar. El libro le quemaba en el bolsillo. Caminando entre la gente se sentía al borde de un ataque de ridículo. Buscó refugio en la catedral. Pero ni el hombre crucificado, ni la luz de las vidrieras le devolvieron la calma. Sentado en el banco de una de las capillas recorrió, desde la rabia incontrolable hasta la lástima, todo el abecedario de sentimientos. Conoció a Pablo Nebout en una de esas clases de soberbia que son las tertulias literarias. Lo recordaba manejándose con la invisibilidad de un hijo ilegítimo, la mirada y la respiración tranquila, las manos de campesino apoyadas sobre una carpeta y el cuello embutido en una bufanda marrón. Guardaba silencio y escuchaba. En un ambiente de vanidad y vacío intelectual, todo el mundo escribía cuentos que se asemejaban a besos precipitados. Él, por su parte, compaginaba los estudios de comercio con la escritura; sus dos intentos de novela habían resultado galardonados con múltiples cartas de rechazo.

 

     Pablo Nebout dejó de asistir a las tertulias, en un destierro voluntario del que nadie pareció percatarse. Durante meses, se borró de la vida. Lo siguiente que supo de él fue la publicación de un libro de cuentos titulado El amor es un impasse entre dos soledades. Al leerlo, sintió envidia y admiración a partes iguales. Era uno de esos libros construidos, a golpe de desgarro, en noches de insomnio y dolor de cabeza. Aquellos doce cuentos aguantarían el paso del tiempo y se convertirían, para mucha gente, en dogma de fe.

 

     Con los años el corazón y los sueños se van estrechando. Sobre su fracaso literario edificó una próspera carrera de importador de café, renunciando a la escritura y caminando de la mano del demonio del comercio. Pero la repentina publicación de su novela, Las variaciones Goldberg, había despertado su idilio con la diosa Literatura, esa furcia que despreciaba la condición social y la belleza y visitaba a domicilio, sin avisar, levantándose la falda y dejándose hacer sobre la cubierta de la cama. El día que lo encontró en el café y le dedicó su novela, se sintió feliz.

 

     Sus piernas le llevaron a un barrio obrero. Soplaba viento de levante. Las chimeneas de las fábricas anulaban toda esperanza de arco iris. En un solar próximo campaban las ratas y los galgos asilvestrados. Dio dos vueltas alrededor de la casa de Pablo Nebout, en un asedio no declarado, sin atreverse a subir. Era uno de esos edificios en ruinas, con sábanas blancas alborotadas y los aleros del tejado plagados de nidos de vencejo, que no se desplomaban por no molestar. Le pareció intuir una sombra humana tras el vuelo de la cortina. Pero no tuvo el valor suficiente para cruzar el umbral. 

 

     Pasó la tarde sentado en un café, con la mano derecha aplastando el ejemplar de su novela –una novela que ahora le parecía mediocre e indigna-, mirando desfilar ombligos femeninos e ideas trashumantes, hasta que atrapó una. Se le antojó elegante e ingeniosa: añadiría una nueva dedicatoria y le enviaría el libro por correo. Sacó de su abrigo la pluma modelo Balzac y escribió: A Pablo Nebout, con renovado afecto. De la misma manera que el adúltero divide los sentimientos entre el placer y la culpa, se sintió aliviado y nervioso.

 

     A la semana siguiente, como cada domingo antes del vermouth, regresó al puesto del librero. Bajo una edición en piel de Las Confesiones, de Jean-Jacque Rosseau, lo encontró. No tuvo que mirar en el interior para saber que era el mismo libro. La herida, cerrada en falso, se abrió con la violencia del bisturí sobre la bolsa de pus: se dirigió a la casa de Pablo Nebout con la firme decisión de batirse en duelo al amanecer.

 

     Le abrió la puerta una mujer imantada por la pena, la frente ancha y los ojos diminutos que uno espera encontrar bajo la visera de un telegrafista. Al no ser capaz de ocultar la pobreza, se sonrojó. El olor a medicina le trajo una imagen: el cuerpo desnudo de Pablo Nebout sobre un colchón de paja, la piel de las costillas consumida, la cara, con inclinación a la melancolía, ladeada. Lo imaginó enfermo, buscando la suerte que duerme en las azoteas, tomando baños de sol y subiendo los ciento veinte peldaños de su casa, una y otra vez, como si la disciplina pudiera interferir en la salud.

 

     No pudo evitar fijarse en los zapatos sin hebilla y en los puños raídos de la chaqueta, en la entrada sin muebles y en las baldosas limpias y desgastadas. Cuando sus ojos alcanzaron, sobre el papel de la pared, la marca de un cuadro que ya no estaba, lo comprendió: Pablo Nebout había muerto y ella, acuciada por las deudas, vendía todas sus pertenencias.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

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