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José María Conget: pura memoria

24 de enero de 2020 08:25:21 CET

“Sólo la niebla era real”, escribió José María Conget en La bella cubana. Llevamos tres días en Zaragoza sin ver el sol y la realidad de la niebla se ha impuesto sobre las demás realidades. A cuatro horas en AVE de la niebla zaragozana, en Sevilla, Conget responde a las preguntas y cuenta los días que le faltan para entrar en el quirófano. Van a operarle la rodilla y tardará meses en volver a Zaragoza, la ciudad a la que siempre acaba regresando.

  Si Luis Martín Santos escribió en Tiempo de silencio el Ulises de Madrid, Conget escribió, en Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias y en Gaudeamus, el Ulises de Zaragoza.

 

Memoria de Zaragoza

- ¿Qué queda de tu Zaragoza?

- De mi Zaragoza, como tú dices, poco queda, o nada más bien. Es ya pura memoria y sospecho que desfigurada, como la mayoría de los recuerdos.

- Hace años que cerró el café Gambrinus y ahora ha cerrado el cine Elíseos. Pero Los Espumosos se han reproducido y extendido por toda la ciudad.

- Hay ciudades cuya estructura misma impide cambios radicales, como le ocurre a Manhattan. Toda gran urbe es un palimpsesto y el distrito estrella de Nueva York se reescribe sobre un plano que admite pocas transformaciones: cambian, sí, los establecimientos de comercio, algunos edificios, los hábitos de sus ciudadanos. Pero si una máquina del tiempo me transportara a 1925, pongo por caso, y me depositara en la calle 53 con la Octava avenida, donde yo vivía, no tendría ningún problema para ir caminando hasta el Village. Vale, tampoco me perdería en la Zaragoza de 1925 si quisiera ir desde mi casa hasta el Pilar, o quizá sí porque en 1925 donde se alza ahora mi casa había un descampado. Zaragoza ha crecido por barrios que me son totalmente ajenos. Para mí terminaba en el Ebro, o no, un poco después de cruzar el puente, donde abría el cine Norte, que de vez en cuando programaba películas perdidas. Ahora a cuánta gente le cobija el Actur, un barrio impersonal que sin duda ofrece buenos servicios pero que es similar a docenas de barrios en los extrarradios de Cuenca, Cáceres o Pamplona. Y no es que eche en falta la atmósfera zaragozana de los cincuenta, mi infancia, o de los sesenta, mi juventud: era una ciudad casposa, puritana, mediocre, inculta y dirigida por una clase patricia que concentraba toda la vulgaridad del franquismo, que ya es decir. La nostalgia, si existe, es por mi propia inocencia y por algunos lugares concretos que redimían -o eso creía yo- de la cutrez generalizada, el cine Elíseos, que tú mencionas por ejemplo, que con su marchamo selecto de Arte y Ensayo nos regalaba el espejismo de que por fin teníamos acceso al gran cine mundial y nos habíamos vuelto definitivamente europeos. Y luego hay que mencionar el apego afectivo a unas esquinas, unos rincones del parque, unos bares -todos desparecidos, de Los Espumosos, donde tomé mi primera cerveza (con limón) solo queda el nombre de una franquicia-, unas librerías, ciertas calles y plazas que se encierran en pequeñas burbujas de la memoria por estar asociadas a episodios que me conmovieron (o me destrozaron) en mi pasado. Zaragoza sale en todos mis libros -a veces de manera camuflada- como un impuesto sentimental que pago a la persona que fui, quizás en un intento ingenuo de no perder la frágil identidad. Pero la Zaragoza actual poco tiene que ver con la de mi recuerdo -aparte de mi casa, sigo viviendo en el edificio del Paseo María Agustín donde nací-, es mejor en muchos aspectos (como el resto del país, por otro lado), ya no te pueden llevar a comisaría por besar a una chica en un banco del Cabezo y los jóvenes poseen un nivel de información que, por razones obvias, nosotros no podíamos alcanzar; ahora bien, no consigo casi nunca la madeleine necesaria para conectarme con aquellos espacios que el tiempo ha devorado. Te acordarás de aquel soneto de Quevedo -o que tradujo Quevedo de un poeta siciliano que lo escribió en latín-, aquel de "Buscas en Roma a Roma, oh, peregrino"... y a Zaragoza misma no la hallas. El Ebro sigue ahí, es verdad.

- Los escenarios en los que suceden tus novelas y relatos son siempre urbanos. O casi siempre. En Comentarios y en Palabras de familia aparece un escenario rural: Borja.

- Soy un escritor de poca imaginación, sin capacidad para situar la acción de un relato en un lugar donde yo no haya vivido. Eso que los ingleses llaman spirit of place para mí no tiene que ver con la historia, el folklore, los monumentos de una localidad, o al menos no esencialmente, sino con lo que yo he captado a través de una cotidianidad sensorial: olores, sombras, formas, sonidos. He dicho en otras ocasiones que escribo de memoria y me refiero a eso, al intento de recobrar fragmentos de emociones del pasado. Y es cierto, soy muy urbano pero tengo recuerdos muy vívidos y numerosos de mis veranos infantiles en Borja. Mi padre trabajaba allí de oficial de notaría y los domingos se sacaba un modestísimo sobresueldo ejerciendo de secretario del ayuntamiento de Maleján; esos pueblos y enclaves aledaños, Ainzón, Agón, donde mi abuelo tenía una carpintería, el Santuario de Misericordia, están asociados a sensaciones muy intensas relacionadas con personajes -la tía Pedorra, el practicante Patricio, el enano violento, la muda que trabajaba en la fábrica de jabón-, terrores nocturnos, estampas fijas, en blanco y negro, de callejas y plazas, todo matizado por las fabulaciones de la memoria, como he podido comprobar después. El último verano que pasé allí fue el de mis nueve años, el verano de 1957. Borja aparece en alguna página mía autobiográfica pero sólo tú te has dado cuenta de que se inmiscuye en varias ficciones, yo ni me acuerdo.

 

“Le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado”

- Alguna vez he pensado que la carretera de Maleján, de la que hablas en Comentarios y en Vamos a contar canciones, es de algún modo tu camino de Swann. 

- Como tantos otros lectores, le debo a Proust el hallazgo de caminos de la sensibilidad hacia la recuperación emotiva del pasado. Pero no puedo identificar su mundo burgués, refinado y parisino con ningún aspecto de mi infancia en una familia de clase media baja, que vivía en un pueblo donde no había agua corriente y ni un solo libro abultaba un rincón de la casa de mis padres (años después sí tuvieron su pequeña biblioteca). Por la carretera de Maleján no se veía avanzar a ningún sofisticado Swann; la recorríamos los domingos mi padre, mi hermano y yo cantando a grito pelado cuando volvíamos a Borja, y no precisamente una melodía que se aproximara a un adagio de Vinteuil o similar. Es uno de mis emblemas de la felicidad. Sin mezcla de Swann ni de literatura.

- Uno de tus libros se titula El olor de los tebeos. ¿A qué te olían los tebeos cuando eras niño y a qué te huelen ahora?

- Tal vez porque me adorna un apéndice nasal considerable (parecido al del actor Karl Malden), poseo un olfato poderoso y sutil. De niño jugaba con mis hermanos a que era capaz, con los ojos cerrados, de adivinar la editorial a la que pertenecía la novela de Salgari (mi autor favorito entonces) que me acercaban a la nariz: las de Calleja se distinguían perfectamente de las más modernas de Molino, y no digamos de las chilenas Zig-Zag, a las que atribuía yo un aroma oceánico. Lo mismo ocurría con los tebeos. El Guerrero del antifaz y El Capitán Trueno, el Jaimito y el Pulgarcito no sólo representaban dos modos diversos de entender las aventuras y las historietas de humor -el estilo de la editorial Valenciana y el de la editorial Bruguera, tan diferentes para el lector como para el cinéfilo el look de una película de la Universal de otra de la Metro-, es que además, en razón del papel o la tinta utilizados, olían de manera distinta, por no hablar del olor peculiar de los tebeos mexicanos de Novaro, los más caros del quiosco y los de aroma más potente. Pero en mi libro el olor de los tebeos es el olor del tiempo. Y el tiempo no ha pasado por los tebeos actuales.

 

“Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza”

- Al comienzo de Comentarios se habla del perfume de la niñez. Toda tu obra está llena de olores, unos agradables, melancólicos, y otros no tanto. ¿Qué olores, felices e infelices, han marcado tu vida?

- Un olor feliz de la niñez es el de los cines de Zaragoza, el de los de estreno y también el de los de barrio -a pipas, chicle, orines-, y a su vez había muchos matices diferenciadores según las empresas. La casa de mis padres en la Rochapea de Pamplona no despedía un olor a desdicha sino a frío en invierno, el frío huele y los de mi quinta lo saben muy bien. Otro olor alegre es el del cuerpo de la persona amada, no el de su colonia o su perfume sino el olor inconfundible de su piel. Y un olor espantoso: el de la mili, y más si se tiene en cuenta que el cuartel donde la padecí albergaba cuadras de mulas y caballería.

- Con treinta y muy pocos años publicaste, en Hiperión, Quadrupedumque, la primera entrega de una ambiciosa trilogía novelística en la que había una voz, un tono (entre humorístico y melancólico), un ritmo sintáctico y una aglutinante manera de contar ya definidas. ¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Qué habías publicado antes de Quadrupedumque? ¿Por qué caminos llegaste a la Trilogía de Zabala?

- Antes de Quadrupedumque no había visto impresa ni una línea de la que fuera autor, ni siquiera en la prensa local, y tenía treinta y tres años cuando Hiperión editó mi primera novela. Comparado con otros escritores de mi generación, fui un publicador tardío, pero escribía desde siempre; en ingreso de bachillerato parí una novela bélica que se titulaba El refugiado (la conservo, es muy graciosa) y con otros tres compañeros del colegio componíamos un tebeo, Los cuatro Rebeldes, cuyo único guionista -he sido siempre un torpísimo dibujante- era yo. Además durante el verano contaba cada noche a mis hermanos un cuento de aventuras que se continuaba hasta principios de octubre, cuando yo me volvía a Zaragoza. Creo que con esos relatos nocturnos, que plagiaban películas, tebeos y novelas juveniles, aprendí ciertas cosas sobre la narración oral a las que he vuelto de mayor. En la adolescencia me inventé un alter ego, Zabala, que protagonizó  sucesivas novelas cortas: Algo sobre Zabala, Algo sobre Zabala 2, Algo más sobre Zabala y así, me faltó sólo Zabala ataca de nuevo. En fin, cumplidos los veinte comencé un novelón que me llevó dos lustros de sudores; se llamaba Utis, título que remite, con ambición petulante, a cierto libro de Joyce de lejana inspiración homérica (el mío también transcurría en un día pero zaragozano en vez de dublinés). Al terminarla me di cuenta de que era infumable; las primeras páginas adolecían de una ingenuidad aplastante y, aunque mejoraba conforme avanzaba, carecía de unidad de estilo y hasta de propósito. Aparte de que yo había leído mucho más y la lectura me había vuelto humilde rebajando mis pretensiones. Luego ya vino Quadrupedumque, que escribí en nueve meses, un embarazo. El niño me salió tan pedante como el título. No pensaba que iniciaba una trilogía hasta redactar las últimas páginas, entonces me apeteció seguir con el personaje -al fin y al cabo había pasado toda mi vida alimentándolo- para trazar una especie de retrato generacional, algo que se acentuó en la tercera entrega, la más autobiográfica, que transcurre a lo largo del curso 1968-69 en la Universidad de Zaragoza. Había observado cómo mis contemporáneos estaban construyendo a posteriori un sesentayochismo heroico de lucha antifranquista -y algunos de verdad se jugaron el pellejo-, cuando yo había conocido a muchos de ellos en la Babia política, como yo mismo, que sólo en la mili tomé conciencia plena de lo que pasaba en mi país.

 

El ambiente universitario de finales de los años sesenta

- En Gaudeamus retrataste el ambiente universitario de la Zaragoza de finales de los sesenta. ¿Qué amistades y magisterios de entonces te ayudaron a forjar tu vocación? ¿Qué libros y películas y discos compartisteis y os marcaron para bien o para mal? ¿Cómo ves ahora, desde la distancia, aquellos años, aquellos sueños?

- Creo que a los dos meses de entrar en la universidad me había dado cuenta ya de que aquello era una gran tomadura de pelo. Había profesores ogro-fascistas, profesores gandules, profesores majaras y alguno alcohólico; lo difícil de encontrar era un catedrático que respondiese a la idea (platónica) de conocimiento, vocación docente y capacidad de transmisión del saber que yo esperaba ingenuamente de la profesión. Claro que recuerdo algún caso aparte, como el bondadoso señor Frutos, apegado todavía a la escolástica pero tolerante con los alumnos que íbamos por otros derroteros. Y tuve la suerte de que me impartiera un curso Mainer, que estaba iniciando su carrera y era ya un sabio en materia literaria. Empecé Románicas, me aburrí pronto y me pasé, sin saber inglés, a Filología Moderna, que me ofrecía un futuro en el que podría leer en original a muchos escritores que admiraba. En fin, iba al cine todos los días con Manuel Aguirre, amigo desde los seis años, y devoraba toda clase de libros, incluidos unos cuantos esotéricos por influencia de otro amigo, Luis Salete, que estaba entonces bajo la fascinación de un pintoresco gurú maño que "podía abandonar su cuerpo como nosotros dejamos la chaqueta". Más o menos fabulado, conté todo esto en Gaudeamus. Aprendí mucho más leyendo por mi cuenta y en las salas de cine que en las aulas. En cuanto a la música, yo era un chico raro. Nunca me interesó el rock, y ahí sigo, los Beatles me dejaban indiferente -ahora los oigo con la melancolía que proporciona la pátina del tiempo- y escuchaba sobre todo clásica, canción francesa y el folk angloamericano que empezaba a llegar, los Chieftains, Joan Baez, Pete Seeger, esas cosas. Tardé en aficionarme al jazz, debo mi apertura musical a Maribel. Los libros que significaron algo para mí... una lista interminable. Mi introducción a la literatura seria comenzó en la primera adolescencia con los narradores eduardianos -Chesterton, Wells, Kipling, que hoy continúo apreciando-, los novelistas rusos, Dostoyevski a la cabeza, la generación del 98 y los clásicos españoles, Cervantes, la Celestina, el Lazarillo…, que no dejan de maravillarme hasta ahora mismo, nada original, como ves. Y la poesía de los siglos de oro, por supuesto. No soporto, sin embargo, nuestro glorioso teatro nacional. Y allá por  el 67 o 68 el fogonazo deslumbrante de los latinoamericanos y el paulatino descubrimiento de nuestros exiliados. Y tantos más, toda la gran novela burguesa del XIX, Galdós, Dickens, Flaubert, Clarín...Ya no he vuelto a leer con aquella pasión, aunque recientemente he regresado a Rojo y negroAna Karénina y Little Dorrit y qué asombro y qué placer renovados.

 

Los collages que confecciona el recuerdo

- “El recuerdo confecciona collages peregrinos”, se lee en Comentarios. Tu obra está hecha de esos collages que confecciona el recuerdo y también has utilizado el collage como técnica narrativa. 

- Dices que he utilizado el collage como técnica narrativa. Pues no he sido consciente de ello. Es verdad que los capítulos de mis tres primeras novelas no se redactaron en el orden que se publicaron; yo los iba escribiendo según las apetencias del momento o las ganas de experimentar con un estilo determinado, a veces me proponía pastiches voluntarios y secretos (son fáciles de percibir) de autores que leía en la época, Benet, por ejemplo, o García Hortelano. Esa forma de componer produce un efecto  de collage, tienes razón. Luego me he sometido a unas estructuras narrativas menos aleatorias y que en realidad son más difíciles.  Aunque lo de los pastiches me tienta de vez en cuando. En La bella cubana hay uno de Cortázar; volví a leer Rayuela, que había sido un antes y un después en mi juventud, no me gustó casi nada y me dio tanta pena, porque a su autor le tengo un aprecio especial, que decidí compensar el desapego con una imitación. Tonterías con las que se divierte uno.

- También a ti, como al autor de la célebre novela de inspiración homérica, te marcaron los jesuitas...

- Fui a los jesuitas por el esnobismo de mi abuela. Pasaba con mis padres y hermanos el verano y las navidades, pero durante el curso vivía con mi abuela materna y mi tía, que dirigían un taller de alta costura de bastante prestigio en Zaragoza. Y mi abuela, sin duda deseando lo mejor para mí, me matriculó en el colegio adonde sus clientas, todas de la burguesía local, llevaban a sus retoños. De modo que yo compartía pupitre con los hijos de la clase dirigente que debían recibir una educación encaminada a que ocupasen con los años los puestos de sus progenitores. Fue un flaco favor, la verdad. Me sentí siempre como un infiltrado y aprendí a ocultar mi "inferior" condición social desde pequeño, me convertí en un disimulador. Por otro lado, si atendemos a lo académico, la formación era muy deficiente y en muchos casos oscurantista. ¡Y la obsesión de los curas por el pecado!..., o sea, por el sexo, que alcanzaba su culminación en los siniestros ejercicios espirituales de la Quinta Julieta, esos que mimetizó a la perfección el irlandés famoso. A la maldad de los directores de las congregaciones marianas -los Kostkas y los Luises en el lenguaje ignaciano- sólo les encuentro la excusa de la estupidez que luego percibí en ellos. Dos excepciones. En cuarto y sexto de bachillerato me dio clase de literatura un jesuita joven de superior inteligencia que me instó a que escribiera y con el que mantuve amistad y una correspondencia epistolar hasta su muerte; se llamaba José Joaquín Alemany y dentro del campo de la teología era una eminencia. Le guardo un cariño y una gratitud inalterables. Y tuve un magnífico y estrafalario profesor de Latín en Preuniversitario, el padre Garayoa, que me hizo traducir media Eneida y coger gusto por la poesía latina; también dirigía el coro del colegio con talante wagneriano, entusiasta e irascible.

 

“La conciencia del paso del tiempo es lo que me pone un nudo en la garganta”

- ¿Te ha ocurrido con algún director de cine lo mismo que con Cortázar? ¿A cuáles, por el contrario, vuelves siempre con "asombro y placer renovados”?

- Ojo, no me desencantó Cortázar sino Rayuela, y con todo hay capítulos de la novela que sigo disfrutando. Pero yo la había mitificado y por eso mismo me resistía a su relectura, me daba miedo descubrirle defectos a un libro que había supuesto mucho para mí. De cualquier modo su influencia fue beneficiosa. Y hay cuentos de Cortázar que he leído repetidamente y la magia permanece intacta. Con el cine es distinto. No sé cuántas veces he visto Shane (Raíces profundas se llamó aquí) o El tercer hombre y no dejan de conmoverme, pero no estoy seguro de que la emoción proceda de las películas mismas y no de  las emociones acumuladas a lo largo de los años, como si fuera la conciencia del paso del tiempo -de los yoes que he sido cada vez que las veía- lo que me pone un nudo en la garganta. Me pasa con unas cuantas más, con rtigo, por ejemplo, con Los paraguas de Cherburgo. Ya ves que hablo de títulos y no de directores. Es un campo en el que he sido muy fiel a los amores juveniles...y a mis fobias. Hombre, claro que hay épocas en las que valoras ciertas novedades que luego una perspectiva más amplia coloca en su sitio. Pienso en el cine de Almodóvar, que hizo visible en el mundo nuestra cinematografía y sólo por eso hay una deuda contraída con él. Pero he vuelto a ver sus primeras películas, que me parecían tan frescas, y aun juzgándolas más interesantes que lo que hace ahora, creo que han envejecido mal. O el que ha envejecido mal soy yo, todo puede ser.

- En Vamos a contar canciones, publicada en 1999, decías que Maribel y tú habíais contabilizado cerca de dos docenas de domicilios a lo largo de vuestra vida en común, número que, supongo, se habrá incrementado desde entonces. ¿De qué casas os ha costado más separaros?

- Hubo otro domicilio, en la rue de l'Université de París, pero ahí terminaron las mudanzas. De todas las ciudades donde he vivido me ha costado despedirme, bueno, de Glasgow no demasiado, era tan deprimente, pero la vivienda que más me apenó dejar fue la última que tuvimos en Londres, en el área de Notting Hill, a unos metros de Portobello. Y fue desgarrador marcharnos de Nueva York, no tanto por la ciudad, que por supuesto, como por separarnos de nuestra hija, que se quedó allá y sabíamos que no volveríamos a vivir juntos salvo en vacaciones o de visita, era un fin de etapa en más de un sentido y todo fin de etapa constituye un recordatorio del carácter pasajero de nuestra existencia, de que no hay billete de vuelta y que lo único que permanece es lo que cargamos en la memoria.

- Me da la sensación de que cada una de las ciudades en las que has vivido representa, dentro de tu obra, un estado de ánimo diferente.

- En el terreno personal yo diría que más que una diferencia de estado de ánimo hay una diferencia de edad. Y de circunstancias. A Glasgow llegué con 24 años y dejé París con 55. Nos presentamos en Perú sin trabajo y sin pensar que, una vez transcurrido el plazo de permanencia como turistas, seríamos ilegales; a otros países fui respaldado por contratos desde mi país. ¿Se refleja eso en mi obra? No sabría responderte. Los personajes masculinos de mis relatos suelen ser tipos frustrados, condenados a la soledad y pesimistas, vivan donde vivan. Sin embargo los textos de no ficción que he dedicado a las ciudades en las que he residido reflejan a una persona bastante mejor instalada en su realidad. Dejo a un aficionado al sicoanálisis la explicación de estas peculiaridades. Yo tengo la mía pero no es interesante.

 

Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla”

- Me acuerdo de Félix Romeo, a la salida de la presentación en la librería Antígona de Espectros, parpadeos y Shazam! Estábamos en la terraza de un bar y Félix nos leía fragmentos de tu libro y, elevando su ya de por sí elevado tono de voz y aporreando la mesa con el libro, nos decía: "Así quiero escribir yo, con esta naturalidad". ¿Cómo se llega a escribir con naturalidad? ¿Y cómo se transmite esa naturalidad al lector?

- El inolvidable Félix ejercía la virtud, entre otras, de ser muy generoso con los amigos; él escribía como hablaba, no podía ser más natural. Yo empecé cultivando una prosa con tendencia a periodos sintácticos muy complejos, y con los años, sin que haya desaparecido del todo ese rasgo de estilo, me he ido aproximando a un registro coloquial culto, quizá como resultado de la oralidad impuesta a muchos de mis relatos, que se ciñen a historias que alguien cuenta a otra persona. Buscar la naturalidad de una forma expresa puede ser un impedimento para conseguirla; es como recomendar a alguien que, antes de una entrevista de trabajo o con vistas a seducir a un tercero, sea espontáneo, imposible ser espontáneo si tratas de serlo. En mi caso la supuesta naturalidad surge de otro planteamiento, el del punto de vista del narrador: si se renuncia a la omnisciencia, ¿quién cuenta el cuento y por qué? La mayoría de las novelas españolas que escogen la primera persona no justifican esa elección, aparte de la comodidad del escritor con ese yo narrativo. Por eso en mis libros los personajes escriben cartas o se enfrentan a un interlocutor y yo transcribo su conversación o monólogo. Lo que no deja de ser convencional asimismo, pero es un método que apacigua mis escrúpulos. Ahora bien, en los ensayos o artículos procuro expresarme como lo haría de viva voz, con la ventaja de que pueden evitarse los latiguillos o incoherencias.

 

“Ir al cine me gusta más que ver películas”

- El cine, una de las grandes pasiones de tu vida, está presente de un modo u otro en todos tus libros.

- En no sé qué novela mía el protagonista afirma que su verdadera patria es el cine. Tendría que haber dicho las salas de cine, que conforman una geografía internacional, multilingüística y sin fronteras. Ahora que el cine, como lo concebíamos, está desapareciendo y cada día cierran salas en todo el mundo, creo que ir al cine me gusta más que ver películas. Por muy grande que sea la pantalla doméstica y muy completa la oferta de cadenas de televisión a la carta, ver una película en casa carece del carácter entre misterioso y balsámico que para mí presenta el consultar la cartelera, salir a la calle, sacar tu entrada, esperar a que se apaguen las luces y sentir que los conflictos personales, las obligaciones enojosas, la discusión con el vecino quedan marginados durante un par de horas en las que ese refugium peccatorum te protege de la realidad. Así lo experimentaba de niño. "El cine es más hermoso que la vida", asegura Truffaut, o un personaje de Truffaut, en La noche americana. Yo ahora pienso lo contrario, aunque el cine continúa creando un grato paréntesis, con un tiempo distinto, en medio de las turbulencias del otro tiempo, el exterior.

 

“La literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales”

- ¿Te has servido deliberadamente de técnicas cinematográficas para componer pasajes de tus novelas o algún relato?

- En efecto, mis libros están llenos de referencias cinematográficas, ahora bien, jamás he pretendido utilizar una técnica de cine porque, entre otros motivos, es imposible. En la década de los veinte del siglo pasado hubo una ingenua aspiración por parte de las vanguardias a reproducir en verso o en prosa travellings, primeros planos, fundidos, etc y se escribieron poemas cinemáticos y cuentos fílmicos (Jarnés, por ejemplo, publicó un par de ellos). Juegos infantiles, analogías que han servido para entretener a profesores y a mí mismo. Pero repito la perogrullada: la literatura y el cine son dos lenguajes distintos y las influencias mutuas son referenciales. Se dice que el montaje de Griffith inventó el suspense y luego los novelistas hemos aprendido, gracias al cine, a "montar" nuestras historias. Bien, Griffith se inspira de hecho en Dickens y ya en los folletines del XIX se utilizaba la técnica del suspense como método de enganche del lector. Lo que sí es cierto es que la fascinación por el cine ha llevado a algunos autores a tratar de plasmar con palabras ciertas imágenes que le conmocionaron en la pantalla, y así, cuando una página describe cómo un coche de ventanillas oscuras dobla una esquina, el lector avispado  percibe que el narrador quiere conseguir la misma reacción que sintió viendo  el coche de Bogart doblar una esquina, lo que no deja de ser un tanto pueril.

- ¿Nunca te ha tentado la idea de escribir un guión o de ejercer la crítica cinematográfica?

- No, nunca he escrito un guión de cine, ni siquiera lo he deseado. Tampoco he asistido a un rodaje cuando algún director me lo ha ofrecido. Sería como perder la inocencia. Durante unos meses tuve en prensa una columna semanal sobre cuestiones cinematográficas; sería abusar de la palabra "crítica" encasillar dentro de ese género periodístico las opiniones que yo vertía allí. Con los años he llegado a la conclusión de que nuestras reacciones estéticas son viscerales, aunque luego las embadurnemos de argumentos razonables; el gusto es una facultad arbitraria, por eso es absurdo querer convencer a alguien de que la película que le ha gustado es una porquería o viceversa. Entiendo que mucha gente inteligente se encandile con el cine de Lars Von Trier pero sus "razones" no me valen frente al rechazo que yo experimento hacia los productos de ese señor, y mis "razones" para rechazarlos son tal vez las que ellos esgrimen para ensalzarlos. Ya ves, soy un visceral escéptico.

 

“La poesía es el género literario más intenso”

- Rastreaste la huella del cine en la poesía española y editaste una preciosa antología: Viento de cine. Hay momentos, además, en que tu prosa adquiere una indudable intensidad poética. ¿Qué relación mantienes con la poesía?

- He sido lector de poesía toda mi vida, hasta hace unos años. Ahora leo muy poca, la que escriben los amigos y de vez en cuando retomo a los clásicos. No deja de maravillarme la abundancia nacional de líricos. Aquí, en Andalucía, levantas una piedra y sale un poeta, "como los escorpiones", que decía Quevedo, "y a pesar de todo hermanos en Cristo". Se leen entre ellos, se maldicen entre ellos, se cotillean entre ellos. Algunos no han perdido ese ridículo aire sacramental cuando leen sus versos en público. Quizás un empacho de poetas me ha alejado de los poemas. Pero es verdad, mi obra contiene citas y parafraseos de muchos poemas amados. A veces, sobre todo al principio, supuraba una especie de prosa poética que hoy me avergüenza. La poesía es el género literario más intenso y que puede emocionar más hondamente. La prosa también consigue a veces esa intensidad, sólo que para ello no debe utilizar las técnicas del verso; hay narradores que para lograr cierto ritmo escriben sin darse cuenta en endecasílabos, eso es un error y genera un estilo pastelero. Si alguna vez he conseguido en un texto parecidos resultados a los de un buen poema, me alegro, pero no convierte mi prosa en poética, Alá me libre.

 

“Me irritan los dogmas estéticos tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico”

- Uno de los mejores relatos de la literatura española reciente se titula "Una investigación literaria" y forma parte de Bar de anarquistas. No es la única pieza magistral que hay en tus libros de relatos. ¿Cuál sería tu decálogo del cuento?

- ¿Te gustó ese cuento? Tengo la impresión de que mis libros de relatos pasan sin pena ni gloria y tampoco estoy seguro de que se merezcan una u otra. Durante años me resistí a publicar relatos cortos, tenía el objetivo contundente de la novela, a pesar de que en todas ellas introducía de polizón un cuento (o varios). Fui encontrando tanto placer en la brevedad que me impuse por fin el propósito de componer un volumen de cuentos; también ayudó que me bloqueé tras los primeros capítulos de una novela, La bella cubana. Ahora espero, si las musas no son hostiles, alternar las dos distancias narrativas. Y no, no tengo un decálogo. Hay escritores cuyo ars poetica, por llamarlo de algún modo, se corresponde exactamente a lo que ellos hacen. No es mi caso, mis gustos son muy católicos y disfruto igual con Nabokov que con Dostoyevski, a quien el primero detestaba, con Borges que con Galdós, al que el argentino supongo que despreciaba tanto que jamás lo nombra. Me irritan los dogmas estéticos (en cine el grupo Dogma me produce urticaria) tanto como el canon, ese invento siniestro del gremio académico. Aparte de que ya sabes que los decálogos se crean para transgredirlos.

 

“El maestro supremo del relato corto es Chejov”

- En algunos de tus cuentos asoman sus cabezas escritores como Borges, Cortázar o Monterroso y en otros se percibe el aroma de los maestros norteamericanos del relato breve. ¿Quiénes son tus cuentistas?

- Los tres latinoamericanos que mencionas, por supuesto, un grupo al que habría que sumar a Bioy y a Onetti. De los estadounidenses contemporáneos, Carver y Tobias Wolff, bueno, y Cheever, que queda un poco más lejos. Para mí el maestro supremo del relato corto es Chejov. Hay muchos otros, los americanos del XIX, Kipling cuando no hace propaganda del Imperio... Entre los españoles actuales me parecen excelentes Hipólito G. Navarro y Juan Bonilla; y lamento que Ignacio Martínez de Pisón se haya apartado un tanto de un género en el que consiguió logros magníficos. Quiero citar dos de mis cuentos favoritos porque me hicieron reír a carcajadas, y eso no tiene precio: "Teniente Bravo", de Juan Marsé; y "Muerte de Sevilla en Madrid", de Bryce Echenique.

 

Sobre la editorial Pre-Textos

- Publicaste tu primera, segunda y tercera novelas en Hiperión y has publicado en Alfaguara, en Xordica, en Renacimiento y en Point de Lunnettes, pero tu editorial es Pre-Textos. ¿Qué te une a ella?

- He publicado ocho libros con Pre-Textos y el noveno está en capilla, aparte de colaborar en el volumen colectivo que celebraba los 25 años de la editorial. Sus ediciones son casi artesanales de tan cuidadas, no contienen erratas, la atención a los aspectos materiales del libro es máxima. Y han depositado en mi obra -y en el talento de mi hijo Miguel, que ha diseñado las últimas portadas- una fe y una confianza dignos de mejor causa pues mis ventas no justifican que continúen publicándome. Hay otro aspecto que destaco: su independencia, ahora que casi todo está mediatizado por intereses ajenos a lo literario. Manuel Borrás, la persona que selecciona las publicaciones, no tiene que aceptar presión externa porque Pre-Textos no pertenece a un grupo multinacional o asociado a los media de prensa y televisión, y sus decisiones se basan en la honradez de su criterio, el de un hombre de extensa cultura y aguda sensibilidad literaria. Y vaya, no trato de ensalzar mi obra indirectamente sino de señalar una realidad objetiva y mi satisfacción por estar integrado en ella, o como diría Guillermo Brown, sólo hago constar un hecho. Ah, y tampoco me mueve la amistad personal; tengo un gran aprecio por el trío directivo de Pre-Textos pero a dos de ellos sólo les he visto un par de veces en tantos años, y con Borrás he coincidido en dos ocasiones más. Me publicaron sin conocerme, fue sugerencia del poeta sevillano Fernando Ortiz que les enviara una novela, Palabras de familia, y el resto es historia.                                                  

 

Maribel Cruzado, mi compañera

- Destinataria de varios de tus libros, Maribel Cruzado también es uno de los personajes principales de tu obra, y no sólo de la parte de no ficción.

- Maribel Cruzado es mi compañera desde que yo tenía veinte años. El único libro mío de ficción en el que aparece es La bella cubana. En la trilogía primera sirvió de modelo parcial para la protagonista femenina, pero hay un montón de detalles objetivos que las diferencian: la novia de Zabala rompe con él, no tiene hijos y su peripecia sentimental es bien distinta a la de mi mujer. El carácter, sobre todo eso que en Aragón llamamos rasmia, las identifica y cierta manera valerosa de enfrentarse a las dificultades, tal vez sea lo mismo. En La bella cubana salimos brevemente los dos con la intención, no sé si lograda, de crear distancia entre mi propia vida y la de los personajes principales, para evitar la tentación de las interpretaciones autobiográficas. En las obras de no ficción es normal que, si hablo de viajes, amistades, hábitos cotidianos, cumpla un papel la persona con la que comparto todo.

- ¿Qué opinas de las series de televisión? ¿Compartes el entusiasmo que despiertan algunas de ellas? ¿Crees que son, como se dice, el presente y el futuro del cine?

- La última serie de televisión que seguí fue Los intocables, a mediados de los 60 del siglo pasado, creo. Encendemos poco el televisor y por tanto no veo series. No tengo nada contra ellas salvo que, de engancharme a alguna, me quitaría tiempo para ir al cine. Es fácil imaginar un futuro no muy lejano en el que la gente se queda todas las tardes y noches en casa frente a una pantalla considerable, pues las salas de cine están condenadas a desaparecer, y ésa es para mí una imagen del apocalipsis de una época, y así lo traté de expresar en uno de mis relatos. Cada uno es hijo de su tiempo y yo lo soy del tiempo del cine, o mejor dicho, de los cines. Debo añadir que nuestro hijo, que es un experto en series, nos regaló Los Soprano completa, la fuimos viendo a lo largo de un año y estaba muy bien, aunque no es comparable a la capacidad de síntesis y la ausencia de otra clase de compromisos de El Padrino, por citar un ejemplo próximo a esa historia de mafiosos. También nuestra hija, que trabaja desde hace casi veinte años en la distribución de cine extranjero en Estados Unidos, nos insiste en que veamos otras series destacadas. Pero ya te digo, es un placer para cuyo disfrute no dispongo de tiempo.

 

“En mis clases no quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer”

- Has trabajado muchos años como profesor. ¿Podría enseñarse mejor la literatura? ¿Cómo?

- No tengo certezas sobre los métodos más adecuados para enseñar literatura pero sí acerca de los negativos: los que se suelen utilizar en España, y me refiero a la enseñanza media, que conozco bien y que es donde se cuecen los rechazos de los chicos. Ocurre que en nuestro país no se enseña literatura sino historia de la literatura a base de memorizar manuales, sin que los adolescentes tengan un contacto directo con las obras y menos todavía con obras accesibles. Este verano me contaba una sobrina la preparación de Lengua y Literatura para la selectividad, donde sacó la máxima nota sin haber leído apenas y sin entender lo poco que había leído. Eso sí, se sabía perfectamente lo que el profesor les había dictado sobre el espacio y el tiempo en el Romancero gitano, que le parecía incomprensible. En mis clases yo prescindía de los libros de texto -un ahorro necesario para los padres- y no permitía a los alumnos que tomaran apuntes; proponía obras, las leían, las discutíamos, les obligaba a pensar, a expresar oralmente lo que pensaban y a escribir luego esas reflexiones, que yo corregía y comentaba minuciosamente. No quería que asociaran la literatura con el estudio sino con el placer. Por eso nunca suspendí a un alumno. Si al final Cernuda o Valle-Inclán les seguían resultando indiferentes -yo procuraba que no fuera así pero no siempre lo conseguía-, quién era yo para impedir que trabajaran de cajeros en un banco o estudiasen Químicas. Era una labor de seducción, y de seducción apasionada aunque no lo dejara traslucir. La práctica de esta materia no debería caer en manos de funcionarios con mentalidad de tales, sino en astutos donjuanes.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio José Ordovás

Onetti: vicio, pasión y desgracia

24 de enero de 2020 08:21:53 CET

Cuando estaba haciendo mis primeros intentos de escribir cuentos, hace más de treinta y cinco años, Onetti me atraía menos que Borges o Quiroga, que Kafka y Poe. Pero estaba allí, inquietándome a partir de su imagen vista en fotografías que lo mostraban serio, hosco y fumador, con algo fúnebre e indefinidamente melancólico instalado detrás de los lentes. Digamos que accedí a Onetti menos por lo que escribía que por su pinta de maldito, de turbio fraguador de la propia leyenda que lo precedía. Luego, a partir de la inevitable lectura de Bienvenido, Bob y El posible Baldi, la inquietud se consolidó, con el agregado de una sorda sensación de impotencia. Era posible disfrutar de la prosa borgeana sin sufrir la incapacidad de emularla; no era posible leer a Onetti sin ser agobiado por lo que no se ha de lograr. Probablemente, el aspirante a escritor que yo era entonces sufrió lo que Onetti ante Faulkner, con la diferencia de que el profundo Sur era algo lejano, crepuscular y extranjero, mientras que los habitantes del mundo onettiano andaban por ahí, a la vuelta de cualquier esquina montevideana o bonaerense.

Para el joven veinteañero que yo era, leer a Onetti significó un cataclismo y un prolongado padecimiento. También contribuyó, justo es decirlo aquí, un libro cuyo título me descolocó cuando lo ví: Las trampas de Onetti de Fernando Aínsa, editada por Alfa en 1970. Fue el primer ensayo que leí sobre el escritor –y el primero importante que alguien le dedicó- y en él encontré las claves de mi fascinación por Onetti a la par que me permitió decodificar no solo sus “trampas” – que Aínsa consignaba con rigor y lúcido abordaje crítico- sino los componentes humanos y el basamento existencial de su literatura. No obstante, lo más importante de ese testimonio de Aínsa estaba en la dedicatoria genérica de la obra: “A quienes, como Onetti, todavía creen en el destino propio de la novela”. Esa creencia todavía me habita.

Hoy, Juan Carlos Onetti es quizá uno de los autores uruguayos menos leídos en su propio país y no se cuántos jóvenes, aspirantes a escritores o simples lectores, pueden sentir lo que yo sentí cuando abrí por primera vez uno de sus libros. Onetti fue siempre poco leído, pero en vida su merecida fama de personaje hosco y de autor profundamente admirado por sus colegas, en especial los extranjeros, lo puso a salvo de las exigencias del mercado. Era lo que se dice un verdadero outsider, un frontera que vino a pisotear el jardín de lo establecido en el momento que aparece. Es fama que buena parte de la primera edición de su novela El pozo (1940) – la primera que publicó- tardó años en venderse y permaneció olvidada en los depósitos de la librería Barreiro & Ramos de Montevideo hasta que a comienzos de la década del 60 se pusieron a la venta 49 ejemplares en una liquidación. Si se entra a cualquier librería importante del Uruguay es difícil ver a primera vista ejemplares de las obras de Onetti exhibidos. Los que existen por lo general se apilan con discreción en algún sector de las mesas de autores nacionales, pero sin el lugar preeminente que merecerían. No disfrutan sus libros de la exposición de los de Eduardo Galeano o los del mismo Mario Benedetti, que hasta dispone para su vasta obra de exhibidores exclusivos en algún puto de venta. Las reediciones existentes de cuentos y novelas de Onetti son pocas –editores amigos me han comentado que es difícil la negociación de los derechos de reedición con su viuda y demás herederos- y más allá de la presencia de los excelentes tomos de sus obras completas, editadas por Galaxia Gutemberg y ofrecidas al desalentador precio de 75 dólares cada uno, la literatura de Onetti no merece espacios notorios para los libreros compatriotas. Ni que hablar de elementos recordatorios o promocionales como suelen ser fotografías, posters o un lugar destacado en vidriera. Esos espacios pertenecen a Paulo Coelho, J.K. Rowling, Ken Follet o, en lo doméstico, a cualquier crónica sobre hechos de la historia reciente, usos y costumbres de los uruguayos o las reiteradas biografías sobre gente que todavía vive. En las librerías uruguayas Onetti es invisible.

La cara opuesta de esta carencia es la venerada memoria de Onetti, que en Uruguay es custodiada por un grupo inorgánico de fieles intelectuales que, habiéndolo conocido y tratado o no habiéndolo visto nunca, asumen un conocimiento total sobre vida y obra del maestro, lo que emparenta su misión con la de guardianes de algo que podría definirse como la Santa Iglesia Onettiana. También están, por supuesto, los amigos que lo han sobrevivido y que celan del anecdotario o la correspondencia. En este año del siglo de Onetti, ellos habrán de ser sin duda los primeros en integrar las mesas de futuros coloquios que se realizarán en homenaje al maestro, para evitar desviación alguna en ese culto que ha determinado que Onetti sea prácticamente inabordable para los legos. Es cierto, Onetti es un autor arduo y que exige lectores atentos, por lo cual ha sido más admirado que leído, condición que comparte con Borges, por ejemplo. Pero si se sigue restringiendo la difusión de su obra –que en Uruguay no se consigue en su totalidad- a especialistas o fans y acotando el marco de participación del público a eventos puramente académicos para iniciados, el homenajeado seguirá siendo un agujero negro para las generaciones actuales de uruguayos.

En Uruguay el cine nacional está en auge y hasta gana premios internacionales, pero los cineastas uruguayos en general no encuentran en Onetti inspiración para los guiones de sus películas. Es notable que “Mal día para pescar”, largometraje basado en el cuento Jacob y el otro, dirigido por Alvaro Brechner, y que quizá se estrene este año, sea la primera obra de Onetti que se adapta al cine en territorio uruguayo. Hace diecisiete años, el realizador Pablo Dotta incluyó en El dirigible, referencias e imágenes de Onetti en un filme muy peculiar y personal pero que no se inspiraba en ningún cuento o novela del autor, pese a lo cual era una película indudablemente onettiana. Un poco antes, en 1980, el argentino Raúl de la Torre había filmado El infierno tan temido, con Alberto de Mendoza como protagonista. A comienzos de los 70, en México, una versión de El astillero quedó inconclusa ¿Es filmable Onetti? Claro que lo es y ofrezco dos ejemplos de historias que podrían ser magníficas películas en manos de directores inteligentes, capaces de captar toda la humanidad y ambigüedad de Bienvenido, Bob o Los adioses.

En Montevideo es escasa la presencia del nombre Onetti en el nomenclátor ciudadano. No existe una avenida o siquiera una calle que recuerde al gran acostado de nuestras letras. Apenas hay una plaqueta recordatoria en el legendario edificio de la calle Gonzalo Ramírez, donde Onetti vivió y escribió muchas de sus obras. Ignoro si hay algo similar en la casa de la calle Bonpland, última morada que habitó en Uruguay antes de marchar al exilio. Y consigno: Decreto Nº 31168: Plaza Juan Carlos Onetti; La Junta Departamental de Montevideo Decreta: Artículo 1º. -Desígnase con el nombre de Juan Carlos Onetti la plaza que se encuentra al Norte de la calle Santa Lucía y al Sur de la calle Emancipación, delimitada por la intersección de la calles Timote y Anagualpo. Artículo 2º.-Comuníquese.” El decreto está fechado el 24 de febrero de 2005 y en su municipal redacción suenan como bofetadas los nombres imposibles de esas calles, para nada onettianas salvo que hubieran cambiado de Santa y le hubieran puesto María. Confieso que no he pasado nunca por esa plaza ubicada en un remoto lugar del oeste de la capital, pero ojalá la Junta (que no Junta Larsen) mejore este año la recordación y le conceda al único Premio Cervantes uruguayo un espacio más señalado y visible.

Este breve inventario de la ausencia consigna una realidad: Onetti es nuestro héroe olvidado, nuestro más grande escritor no leído y nuestro gran misterio existencial. Como escritor uruguayo que creció a la sombra del autor de Un sueño realizado, reflexiono hoy sobre esa condición de olvido y desconocimiento que parece reducir la figura de Onetti a mito más que a autor bisagra en la literatura uruguaya y latinoamericana del siglo XX. Es sabido que ya a finales de la década del 40 Onetti era reconocido y admirado por un grupo de amigos e intelectuales que rápidamente advirtieron el peso específico de su escritura, en especial luego de publicar su obra maestra, La vida breve, novela que instala el mítico espacio de Santa María con la misma autoridad y contundencia que su maestro Faulkner había dado existencia al condado de Yoknapatawpha.

Lo que sobrevino luego fue la empeñosa construcción de un mundo literario propio y la creación – gestada a partir de la publicación de la nouvelle El pozo, diez años antes- de la moderna novela urbana rioplatense en comarcas dominadas hasta entonces por el costumbrismo y el criollismo. Por supuesto que en paralelo a esa travesía literaria, Onetti autor daría vida al otro Onetti: el personaje inolvidable, el seductor distante y manejador, el bebedor impenitente, el depresivo intratable, el implacable pesimista, el lector voraz, el indiferente profesional, el amante torturado y torturante, el tierno oculto debajo del cínico y del cruel, el lolitista confeso, el lúcido odiador de lo burgués, el padre distante, el testigo inmóvil y horizontal y, por supuesto, el exiliado por excelencia que ni con invitaciones presidenciales aceptó dejar su cama en la Avenida América de Madrid para regresar a la patria.

¿Por qué los uruguayos no leen a Onetti? Tal vez porque no quieren enterarse de que detrás de ellos no hay nada y que aquel famoso pasaje de El pozo que nos remite a “un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos” sigue teniendo la contundencia de una verdad devastadora. Porque su prosa es compleja y exige dedicación. Porque sus historias no implican un mensaje o la cómoda gramática del bienpensar pre masticado, que tanto nos ha abrumado desde el cliché del escritor comprometido. Porque no quiere agradar, ni ser ejemplar, ni enseñarnos nada. Tampoco leen a Rodó, que en el novecientos fue símbolo del escritor nacional por excelencia y hoy solo es visible en los billetes que estampan su efigie. No es casual que, al igual que Onetti, Rodó muriera lejos, en Palermo, Sicilia, mugriento y en el ocaso luego de haber iluminado el horizonte de Latinoamérica con el ideario contenido en su Ariel. A un siglo de nacido, Onetti marca un antes y un después en las letras americanas. Anterior al boom –que fue una creación editorial- no participó del esplendor de aquellas tiradas de miles de ejemplares que sus integrantes disfrutaron, pero, admirado y reconocido por varios de sus integrantes es quizá, junto con el otro Juan, Rulfo, el menos glamoroso y el más respetado a medida que pasan los años.

Para algunos autores uruguayos contemporáneos, Onetti sigue siendo un faro, un desafío y un antídoto contra las tentaciones de lo inmediato y la búsqueda del éxito fácil. Su manera de encarar el acto de escribir no reconoce otras razones para hacerlo que la del propio placer y una imperiosa necesidad de salvación por la imposible tarea de emular a Dios mediante la escritura. Inclinados ante su magisterio –enumero de manera arbitraria y sin autorización de ellos- algunos autores de mi país como Milton Fornaro, Hugo Fontana, Juan Carlos Mondragón –que además ha escrito una tesis doctoral sobre el maestro-, Omar Prego Gadea -que fue su amigo-, Henri Trujillo y quien esto escribe, en mayor o menor grado reconocemos en Onetti, más que influencias temáticas o de ambientes –ni siquiera rozamos su talento- una actitud ante el misterio de escribir que tiene mucho que ver con una ética. Suscribimos, sin duda, esta frase que Onetti estampó alguna vez en un artículo titulado Literatura ida y vuelta: “Cuando un escritor es algo más que un aficionado, cuando pide a la literatura algo más que los elogios de honrados ciudadanos que son sus amigos, o de burgueses con mentalidad burguesa que lo son del arte con mayúscula, podrá verse obligado en la vida a hacer cualquier clase de cosa, pero seguirá escribiendo. No porque tenga un deber a cumplir consigo mismo ni una urgente defensa cultural que hacer, ni un premio ministerial para cobrar. Escribirá porque sí, porque no tendrá más remedio que hacerlo, porque es su vicio, su pasión y su desgracia.” 

Pese a los libreros que no lo exhiben ni lo ofrecen –es más fácil vender autoayuda o prosa light a la moda- y a los lectores que se lo pierden por ignorancia o pereza, el monstruo todavía nos mira con esos ojos encapotados finales, desprovistos ya de los anteojos de armazón gruesa y oscura, hace un amago de sonrisa con la boca desdeñosa y amenaza mostrarnos un solo diente, brindar con el vaso abundante de whisky, mover un hombro para indicarnos que ya no importa o afirmar con indiferencia que lloverá siempre. El ha podido resucitar a Larsen, incendiar Santa María y hacer nacer a Díaz Grey con más de 30 años y sin pasado: puede hacer cualquier cosa porque, como ya dijo, en la escritura entran solo él y Dios.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Hugo Burel

Simone Weil: "la virgen roja"

24 de enero de 2020 08:18:20 CET

 

“El gran dolor del hombre, que empieza desde la infancia y sigue hasta la muerte, es que mirar y comer sin dos operaciones distintas”. Estas palabras de Simone Weil, contenidas en los Cuadernos, bien podrían servirnos de hilo rojo para evocar su pensamiento, una reflexión tensada al máximo entre el mirar y el comer, entre el desprecio a lo natural y la urgente perentoriedad del salto a la transcendencia, entre la animadversión frente a la voracidad del yo y la apertura generosa a una alteridad siempre despreciada o ignorada.

Comer o mirar, no había término medio para Weil, ciertamente. Se cuenta la anécdota de que Weil, teniendo apenas cinco años, no dudó en privarse voluntariamente de unas golosinas al ver a unos niños pobres que no podían comprárselas. Si el dato es cierto, habría una profunda línea de continuidad hasta su muerte. A causa del exceso de trabajo y su conducta ascética —se impone severas restricciones alimenticias como acto de solidaridad con sus conciudadanos franceses—, su estado de salud sufre un rápido deterioro durante los últimos años de su vida. Ingresada en el sanatorio de Ashford, muere exiliada en 1943 con apenas 34 años. Incluso en el hospital se negó a consumir los alimentos que su enfermedad requería. No es casualidad por ello que uno de los especialistas de su obra, Carlos Ortega, haya definido precisamente su figura en términos parecidos al “artista del hambre” de Kafka, “[…] un personaje que despierta un súbito interés no bien se conocen cuatro detalles de sus ‘capacidades’, y al que luego se olvida por la avidez de nuevos espectáculos o porque el interés se muda en ‘repulsión hacia el espectáculo del hambre’, mientras el artista adelgaza y adelgaza hasta lo insólito, hasta confundirse y ser barrido con la paja de la jaula en la que se le exhibe. Los dos exhalan la misma queja de que nadie vaya a recoger el legado de los secretos de su vocación”[1].

Sin embargo, aunque en cierto modo la trayectoria intelectual y biográfica de Weil, cuyo centenario se conmemora por estas fechas (1909-1943),  se asemeja a la lucha de un alma orientada a morar en las alturas y en pugna contra la gravedad de la tierra, esta ascesis no dejó de comprometerse nunca con la tarea de erradicar la miseria de este mundo. De ahí que su peculiar misticismo religioso conviva no sin fricciones con un planteamiento que si bien desborda el horizonte político tradicional también lo completa en algunos puntos fundamentales. La reciente corriente de pensamiento “impolítico” francesa e italiana (Agamben, Esposito, Nancy, Cacciari…) hunde aquí precisamente sus raíces. No en vano el peculiar cristianismo existencial y profundamente heterodoxo de Weil ha sido reconocido como una de las experiencias intelectuales más singulares del siglo XX. Para Susan Sontag su vida, un símbolo extremo de coherencia, representa el precio que tuvo que pagar el intelectual del siglo pasado por reconciliar vida y doctrina. También fue el modelo del que se sirvió Roberto Rossellini para realizar Europa 51, una de sus películas más conmovedoras. La película narra la historia de Irene, esposa de un diplomático extranjero en Roma, cuyo carácter frívolo se verá zarandeado a raíz del suicidio de su hijo de doce años. Desorientada ante esta tragedia, Irene busca un nuevo sentido a su vida, pero queda decepcionada con la política. Sólo su aproximación a los pobres y su contacto con la gente necesitada le abren un camino hacia una espiritualidad incómoda: su voluntad de entrega será incomprendida por el entorno, quien sólo percibe en su actitud extravagante indicios de locura. Examinada por los médicos, que no son capaces de comprender que sus actos son el fruto de una inaudita exigencia moral, acabará siendo internada en una institución psiquiátrica.

No pocas veces fue calificada Weil a lo largo de su vida de “demente”. Hasta el propio De Gaulle llegó a afirmar que “estaba loca” ante su extravagante propuesta de que la mandaran en paracaídas a la Francia ocupada. En Le bleu du ciel, Bataille empleaba términos parecidos para describirla: “Llevaba vestidos negros, mal cortados y sucios. Daba la impresión de no ver delante de sí, y con frecuencia se tropezaba con las mesas al pasar. Sin sombrero, sus cabellos cortos, tiesos y mal peinados, semejaban alas de cuervo a ambos lados de su cara. Tenía una nariz grande de judía delgada en medio de una piel macilenta, que sobresalía de las alas por debajo de unas gafas de acero. Te desazonaba: hablaba lentamente con la serenidad de un espíritu ajeno a todo; la enfermedad, el cansancio, la desnudez o la muerte no contaban para ella... Ejercía cierta fascinación, tanto por su lucidez como por su pensamiento alucinado”.

 

Nacida en París en 1909, Weil comenzará a estudiar filosofía e historia bajo el magisterio del brillante pensador Émile Chartier, más conocido como “Alain”, que le introduce en el estudio de Spinoza, a partir de ese momento una de sus grandes referencias filosóficas. Allí donde la ética spinoziana trataba de desprenderse de los lastres de una subjetividad tendente continuamente a recaer en el error y la imaginación Weil  buscará un espacio de pureza lejos de esa voracidad hambrienta del yo. Desde el año 1931 enseña en diversas escuelas francesas y, sin militar en partido alguno —instalada en la tradición libertaria Weil siempre abominó de la adaptación a las normas de cualquier organización burocrática—, se mueve siempre en ambientes próximos a la izquierda. En esa época, en la que se afilia al movimiento pacifista de la Liga de los Derechos Humanos e imparte clases en el marco de las organizaciones obreras parisinas, un tema brilla sobre los demás: el propósito de definir las “condiciones de una cultura obrera” a la luz de una reconsideración crítica de la categoría de trabajo. De un trabajo que es sólo alienante, puesto que ha perdido su vertebración humana y social. “La sociedad menos mala —afirmará en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social— es aquélla donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades del control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor independencia. Además, las condiciones necesarias para disminuir el peso opresivo del mecanismo social se contrarían entre sí desde que se pasa cierto límite; así, no se trata de avanzar lo más lejos posible en una dirección determinada sino, lo que es mucho más fácil, de encontrar un cierto equilibrio óptimo”.

Aunque el tono y el marco de preocupaciones intelectuales de Weil pone de manifiesto una indudable continuidad temática, suele habitualmente destacarse en su obra dos etapas: una primera de contenido más político, que tendría lugar entre los años 1930 y 1937; y una segunda, más religiosa, aunque igual de heterodoxa, que abarcaría desde 1937 hasta su muerte en agosto de 1943. Aunque ella misma se sintió incómoda para definir su cambio de orientación con la expresión “conversión” al cristianismo, el pensamiento de Weil se acerca en esta etapa al campo de la mística: “[…] en un momento de intenso dolor físico, mientras me esforzaba en amar, pero sin creerme en el derecho de dar un nombre a este amor, sentí, sin estar en absoluto preparada para ello, una presencia más personal, más cierta, más real que la de un ser humano” (Pensamientos desordenados).

La razón de este giro se ha atribuido habitualmente a una serie de experiencias personales. Entre ellas, la insatisfacción ante la idea marxista de revolución y sus propias frustraciones en la Guerra Civil de España, a dónde viaja en 1936 para luchar brevemente como miliciana anarquista en el frente de la famosa “columna Durruti”. Años más tarde, un encuentro místico acaecido durante su estancia en el monasterio de Solesmes ahonda en su compromiso religioso, un lazo, dicho sea de paso, siempre heterodoxo: Weil nunca llegó a bautizarse ni a integrarse en el marco institucional de la Iglesia.

Los últimos años de la “virgen roja” —así era llamada despectivamente por uno de sus profesores de filosofía en el Liceo— siguen marcados por una alta exigencia espiritual, el sentido de la justicia y por su interés por la problemática social. A causa de la ocupación alemana se traslada, primero, a Marsella —periodo fructífero que abarca hasta 1942, y más tarde a Estados Unidos e Inglaterra, donde colabora con el “Comité nacional de la Francia libre”.

Sus escritos más importantes, en su mayor parte ensayos, diarios y anotaciones, se publicarán póstumamente bajo diversos títulos, entre los que destacan La pesanteur et la grâce [La gravedad y la gracia] (1947), L’Enracinement [Echar raíces] (1949), Attente de Dieu [A la espera de Dios] (1950), La connaissance surnaturelle [El conocimiento sobrenatural] (1950), La condition ouvrière [La condición obrera] (1951), Intuitions pré-chrétiennes [Intuiciones precristianas] (1951), Lettre à un religieux [Cartas a un religioso] (1951), Cahiers [Cuadernos] (1951), La source grècque [La fuente griega] (1953), Opprésion et liberté [Opresión y libertad] (1955), en la que se incluye el importante ensayo, redactado en 1934, “Réflexions sur les causes de la liberté et de l’oppression sociale” [“Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”], Écrits historiques et politiques [Escritos históricos y políticos] (1960), Écrits de Londres et dernières lettres [Escritos de Londres y últimas cartas] (1957) y Pensées sans ordre concernant l’amour de Dieu [Pensamientos desordenados sobre el amor de Dios] (1964).

 

Gnosticismo y funesta gravedad

 

Acierta José Jiménez Lozano en definir la posición de Simone Weil como la de alguien que se sitúa irreversiblemente en el paisaje nihilista posnietzscheano de la “muerte de Dios”, esto es, en el escenario de “[…] la modernidad total, en la que ya no hay ni calvos ardiendo […], es alguien que se entrega a lo Real último, no ya ‘ut soi Deus non daretur’, sino ‘etsi Deus non datur’, y podríamos decir que estaba siendo expelido como humo en los crematorios de Auschwitz, y como materia orgánica en Gulag”[2].

En lo concerniente al problema del sentido, como es conocido, el mundo moderno se define cada vez más por la experiencia del declive del Dios Padre y su sustitución por un Dios todopoderoso y paulatinamente más distante del mundo. Weil, sin embargo, en este espacio gnóstico del pensamiento contemporáneo, marca distancias con toda tentación prometeica. Justo lo contrario de la tendencia más recorrida por el pensamiento del siglo XX. “Dios, al crear el mundo —sostiene Weil—, se retiró de él para venir solo como un mendigo, necesitado y sin fuerza. Pensar a Dios es, pues, pensar su ausencia, su silencio. En este mundo, Dios calla, o lo que es lo mismo, allí donde reina la necesidad, al bien le está como prohibido reinar directamente. Sin embargo, Dios no deja de llamar a los hombres, y un rayo de su luz llega a traspasar a veces la opacidad del mundo tocando a aquel que vacía su yo, que consiente y espera. Esta gracia de Dios no puede evitar la subordinación aplastante del mundo a la necesidad, a la gravedad y a la fuerza; pero puede hacer que el alma no ceje de amar”.

En un decisivo texto para comprender este paso gnóstico contemporáneo, “Imitación de la Naturaleza”[3], Hans Blumenberg analiza en cambio cómo la entronización de la libertad humana como valor absoluto no sólo implicó la pérdida de la ejemplaridad de la Naturaleza, sino que rebajó a ésta a mera condición de objeto o instrumento del progreso. La obra humana no hace referencia a otro ser que le preceda, denotado y presentado por ella, sino que, en la porción de ser que le corresponde en el mundo del hombre, constituye ahora algo originario. Curiosamente, es entonces cuando la dimensión normativa de la Naturaleza “implosiona” y se transforma en el mero telón de fondo contra el que se desarrolla, por un lado, la voracidad infinita de la voluntad —el guión humano de la voluntad ilimitada prometeica— y, por otro, la experiencia de cuño existencialista de crear continuamente ex nihilo el guión de la singularidad, una nueva experiencia de poder que no está tan alejada de la idea de la excepcionalidad humana sobre el mundo.

Para Simone Weil, siguiendo aquí a Pablo, en el momento en el que Dios se vacía en la creación surge también el peligro de que las criaturas se magnifiquen a la luz de una falsa divinidad. En lugar de propiciar este señorío, Weil acentúa actitudes como el abandono y la restitución. La única forma de relacionarse justamente con Dios es, pues, actuar como esclavo. Dicho de otro modo: si la tendencia gnóstica contemporánea parte de este escenario ilimitado para legitimar el “señorío” humano —si Dios es libre para inventar otros mundos, es evidente que la facticidad no agota las posibilidades del Ser y que el hombre no tiene como misión la reproducción de lo ya dado, sino la honda insatisfacción hacia ello—, Weil desestima este horizonte constructivista, así como su consecuencia: la idea de que el hombre es un ser de excepción, esa declaración de independencia metafórica que se retrotrae a Pico de la Mirándola: el hombre adánico como autor absoluto del guión del mundo. “El abandono en que Dios nos deja es su modo de acariciarnos. El tiempo, nuestra única miseria, es el toque de su mano. La abdicación mediante la cual  nos hace existir”.

Contra esta supuesta “excepcionalidad” antropológica Weil reacciona desde un doble frente. Por un lado, recusando de raíz la idea de naturaleza, funesto marco gravitatorio que conduce a una voluntad de poder insaciable e infinita; por otro apelando a una suerte de “adelgazamiento” de la categoría tradicional de subjetividad, ciega por definición a la diferencia y la alteridad. Rechazando las demandas de “lo propio”, Weil se embarca aquí en una lucha de tono muy pascaliano contra ese “odioso yo” que sólo es capaz de metabolizar la realidad al precio de destruirla. “Uno se enorgullece siempre de algo de lo que pueden privarle las circunstancias, de manera que el orgullo es una mentira. Ser consciente de esa  mentira es lo que constituye la virtud de la humildad. (La desnudez de espíritu.) Únicamente los dones de la gracia escapan a las circunstancias, y uno no puede  enorgullecerse de tales dones, al menos no en el momento de recibirlos. Contemplar las virtudes que uno posee como un producto exclusivo de las  circunstancias y del pasado que ya no le pertenece a uno” (Cuadernos).

Para Weil, la salvación, dada la distancia infinita entre naturaleza y gracia, no puede salvar el abismo más que en un salto al margen del mundo. La indiferencia y la nada del mundo desde el punto de vista ontológico sólo pueden ser compensadas por la interioridad absoluta de la dignidad moral. En este sentido toda salvación constituye un movimiento dramático de renuncia del yo.

Por otro lado, en un mundo definido por el abandono de Dios, Weil concluye que el “Mal” pasa a ser lo que efectivamente “existe”, mientras que el “Bien” sólo puede ser algo excepcional. De ahí también que la redención implique un rechazo del mundo, esto es, sea una repetición de la des-creación [décréation] de Dios. Dicho de otro modo: el vaciamiento del hombre ha de estar  la altura del vaciamiento de Dios. “La desdicha está realmente en el centro del cristianismo [...] Lo primero que se nos ordena amar es la desdicha: la desdicha del hombre, la desdicha de Dios” (A la espera de Dios).

En este marco gnóstico, de exilio de Dios, si la tendencia natural de la subjetividad es caer por la fuerza de gravedad —o por “necesidad”—, la ascesis del alma ha de consistir en una levitación capaz de sustraerse al peso de la existencia. A esta capacidad Weil la denomina “gracia”, un concepto religioso que es declinado por ella desde unas claves muy singulares. “Todos los movimientos naturales del alma —se afirma en el comienzo de La gravedad y la gracia—se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. Siempre hay que esperar que las cosas sucedan conforme a la gravedad, salvo que intervenga lo sobrenatural. Dos fuerzas reinan en el universo: luz y gravedad”.

Como muy bien ha señalado José Luis Pardo: “El demonio contra el que Weil se debatía con todos los medios a su alcance no es otra cosa que la naturaleza, esa naturaleza que, desde su descubrimiento griego en la sentencia de Anaximandro de Mileto, tiende al equilibrio, a la estabilidad, a la soportabilidad, a rellenar todos los vacíos y a colmar todas las ausencias. La sorprendente lectura moral de las leyes de la física que opera Simone Weil hace de la propiedad más característica de lo terrestre, su gravedad, la más cabal metáfora de la presencia del mal en el mundo: ‘Si no existiera gravedad, el bien sería natural, y el mal sería fortuito, sorprendente; en virtud de la gravedad, es al revés’. Todos los cuerpos caen. Y todas las almas. El mal no solamente es natural, es la ley de la naturaleza. Y el bien, por el contrario, es excepcional, es incluso una objeción contra las leyes de la física, como ese milagro por el cual los cuerpos de los santos y de los sabios consiguen levitar, desafiando la ley de la gravedad. Frente a una tradición milenaria que identifica el ser con el bien y el mal con la nada, Simone Weil sostiene que el mal está emparentado con la fuerza y con el ser, mientras que el bien pertenece a la familia de la debilidad y de la nada”[4]. De ahí que el alma que está tocada por la gracia deba dar frutos sobrenaturales, o bien secarse; no le está permitido dar simplemente frutos naturales.

En el ámbito concreto de la redención de la gravedad weiliana, el umbral de la gracia no conoce más que una experiencia activa de impotencia similar al “milagro”: el cambio súbito de todas las apreciaciones de valor, la renuncia súbita a todas las costumbres, la inclinación inmediata e irresistible hacia personas y objetos nuevos. El místico considera este acto de renacimiento como una intervención directa de Dios, no de su voluntad, por definición impura. De tal forma que todo entrenamiento en torno al poder de la virtud —o toda sensación de orgullo o bienestar— le resultará secundaria.

Dicho esto, lo interesante del caso de Weil es que su “sacrificio” no desemboca, sin embargo, en ninguna actitud aristocrática de indiferencia hacia el mundo, sino una acentuación de compromiso con la situación de los “esclavos”: “Tuve de pronto la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, que los esclavos no podían dejar de seguirla  [...] y yo entre ellos”. Con veinticinco años consigue una licencia de su profesión de maestra y decide conocer de primera mano el mundo obrero. A partir de ahí trabajará como operaria manual en varias fábricas, entre ellas la Renault, donde, según confiesa, recibió “la marca del esclavo”.

Tras sus experiencias personales con la revolución obrera, sobre todo, en su degeneración estalinista, y la guerra civil española, Weil considerará el poder como una “fatalidad” que pesa por igual sobre los señores y los esclavos. La solución política quedará paulatinamente difuminada en la solución religiosa. Como ella misma reconocerá: “[…] los privilegios, por sí mismos, no bastan para determinar la opresión. La desigualdad podría ser fácilmente suavizada por la resistencia de los débiles y el espíritu de justicia de los fuertes, no haría surgir una necesidad aun más brutal que las mismas necesidades naturales, si no interviniera otro factor, a saber, la lucha por el poder” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

En virtud de una argumentación sugerentemente simular a la denuncia nietzscheana del “resentimiento”, Weil interpreta los sucesos de violencia acaecidos en el siglo como recaídas constantes en un círculo vicioso. “El periodo actual es de aquéllos en que en que todo lo que normalmente parece constituir una razón para vivir se desvanece, en que, bajo pena de perderse en la confusión o en la inconsciencia, se debe replantearlo todo. El hecho de que el triunfo de los movimientos autoritarios y nacionalistas que destruye un poco en todas partes la esperanza que las buenas gentes habían puesto en la democracia y en el pacifismo no es más que una parte del mal que sufrimos. Ese mal es mucho más profundo y está mucho más difundido” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social).

Asimismo, desconfiada con las reformas del sistema soviético, Weil llega a la conclusión de que las formas de opresión son más profundas de lo que considera el marxismo e independientes del régimen legal de propiedad del capitalismo. Nada cambia si a las formas tradicionales de opresión les sustituye otra dominación, la ejercida burocráticamente en nombre de la función del Partido.

El problema radica en el hecho de que, a causa de su situación de continua opresión, el hombre se ve “obligado” naturalmente a desear el mal a quienes desprecia para compensar imaginariamente el desequilibrio causado por la desgracia que él mismo padece. Es decir, cuando sufre, intenta extender a otros su malestar, aunque sea por medio de una ficción, para así hacer más soportable el suyo. “Pues por el hecho mismo de que nunca hay poder sino carrera por el poder y que esta carrera es sin término, sin límites, sin medida, ya no hay más límite ni medida en los esfuerzos que exige. Los que se libran a estos esfuerzos, obligados siempre a hacer más que sus rivales, que a su vez se esfuerzan por hacer más que ellos, deben sacrificar la existencia no sólo de esclavos, sino la propia y la de los seres más queridos. Así Agamenón inmolando a su hija revive en los capitalistas que, para mantener sus privilegios, aceptan sin preocuparse demasiado guerras capaces de quitarles sus hijos. De este modo la carrera por el poder esclaviza a todo el mundo, a los poderosos como a los débiles” (Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión social). Bajo este punto de vista la lucha entre amo y esclavo no tiene desenlace natural, sino “innatural”. Sólo la gracia puede salvarnos.

 

De la lógica de los derechos a la lógica de las obligaciones

 

En el contexto de esta aceptación weiliana del diagnóstico pascaliano sobre la “abominación” del yo cabe también entender su reivindicación de los deberes frente a los derechos. Ha de señalarse en este sentido que Weil en los momentos finales de su existencia (1943) fue invitada por el gobierno en el exilio londinense de De Gaulle a participar en un grupo de trabajo que, dirigido por Louis Closon, elaborara un borrador que sentara las futuras bases políticas y jurídicas de la Francia liberada. Todas estas ideas quedaron recogidas en dos de sus últimas obras Écrits de Londres et  derniéres lettres y L’enracinement (Echar raíces), obra esta última que Albert  Camus —uno de los principales valedores y editores de la obra de Weil— consideraba “imprescindible” para la reconstrucción del futuro de la nueva Europa.

Como puede deducirse de su incesante polémica con la figura “soberana” del individuo, el planteamiento de Weil contra los derechos parte de su crítica a la construcción de la teoría política ligada a la emergencia del sujeto burgués y su insuficiente problematización del problema de la justicia social. Desde la implantación de la lógica individual de los derechos, el horizonte de la comunidad deja de definirse como un conjunto de personas vinculadas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar, incluso por un “sacrificio”, para devenir un cuerpo positivo mayor o aglutinante que sus miembros sólo tienen ahora “en común” en calidad de propietarios individuales. Como es conocido, toda la teoría política desde Hobbes parte de este horizonte. Desde este punto de vista, Weil considera que el marco legislativo de los derechos implica una lógica de privilegios —de “inmunidad”— en virtud de la cual el sujeto queda privado de obligaciones o deberes. Los miembros dejan, pues, de tener en común ya una deuda, no están unidos por un deber que los priva de ser dueños de sí.

            Weil entiende en cambio que la comunidad no puede pensarse como corporación de individuos receptores pasivamente de derechos, sino como una invitación activa a la “exposición”. Ahora bien, con la implantación de los derechos el individuo deviene absoluto al ser liberado de la deuda originaria que le vincula a la alteridad, que ahora es contemplada no sólo como condición de posibilidad de existencia, sino como “amenaza” de su identidad falsamente autoconstituida. Weil argumenta por tanto que si las obligaciones tienen que ver con los seres humanos y el sentido impersonal de la justicia, el derecho sólo afecta a las “personas”. De ahí que haya que asegurarse e inmunizarse mediante un contrato, que diluye la fuerza del originario vivir en común.

El llamado Leviatán, pues, disuelve todo vínculo distinto del intercambio protección-obediencia. Lo sacrificado es la relación entre los hombres, o sea, los hombres mismos, en función de otro marco, su necesidad —otro término criticado por Weil—, esto es, su autoconservación y mera supervivencia. Por ello el problema, según ella, radica en que la reivindicación exclusiva de “derechos”, por muy democrática que sea, no sólo no  garantiza en absoluto que las necesidades vitales de  los más desfavorecidos sean cubiertas —por lo habitual uno reclama en primer lugar derechos para uno mismo y en segundo lugar para los demás—, sino que también impone una perspectiva subjetivista, ensimismada y, por tanto, ciega ante la demanda de la alteridad. Reconocer públicamente por el contrario las obligaciones hacia el otro implica ser lo suficientemente noble como para atender la perspectiva del otro en su espacio propio, una mirada que sólo es  posible si el yo se ha vaciado previamente de su obsesión narcisista por reclamar derechos “propios”.

Por todo lo dicho no es extraño que en los últimos años el denominado pensamiento “impolítico” italiano (Giorgio Agamben, Roberto Esposito, Massimo Cacciari, entre otros) haya visto en la figura de Weil un referente indiscutible. Siguiendo la argumentación de la pensadora de La gravedad y la gracia, ha sido Roberto Esposito quien más ha profundizado en esta estela con resultados harto fructíferos. Partiendo de la idea weiliana de la inutilidad de nuestro vocabulario político tradicional —“se pueden tomar casi todos los términos, todas las expresiones de nuestro vocabulario político y abrirlos. En su centro se encontrará el vacío”—, el filósofo italiano ha sometido en las últimas décadas las categorías políticas de la modernidad a una deconstrucción intensa, comparable a la que emprendió Weil en su época. Para ambos, las categorías políticas modernas (soberanía, poder o libertad, entre otras) han entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas, para lo cual es necesario tener una mirada diferente —precisamente “impolítica”, aunque no por ello ni mucho menos apolítica ni antipolítica—, capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo. Ese obstáculo provendría de una dificultad que inviste la categoría misma de “representación”, tanto en el sentido (teológico-político) de la representación-imagen del Bien por el poder, como en el sentido (moderno) de la representación-delegación de la mayoría por una instancia soberana única. De este modo, la perspectiva “impolítica” no es una actitud apolítica ni impolítica, sino antes bien la política considerada desde su frontera exterior, su determinación, en el sentido de que define los "términos": las palabras y los límites. De un modo muy parecido a Weil Espósito considera que lo “impolítico” es precisamente el espacio que marca la imposibilidad del pensamiento de adherirse completamente a la realidad de la política, imposibilidad radicalmente debida al hecho de que el mal no está sólo en la realidad de la ’polis’ sino inserto en el hombre mismo.

 

Experiencia y pobreza

 

Es esa depurada ascesis orientada a una vida “lo más desnuda y herida” posible de Weil lo que también le acerca una de nuestras mejoras pensadoras: María Zambrano. En el acercamiento fenomenológico que ambas realizan al mundo se observa esa incesante voluntad de sacrificio que jamás se puede resolver en el pensar. En esta abdicación subjetiva que para el filósofo tradicional es pura tiniebla ellas encuentran huellas, relámpagos de lucidez… luz. Y esta luz no aparece sino a quien se vacía de la voluntad de poder. Si Weil resplandece ante nosotros en su centenario es por su inmensa fragilidad… por su fracaso. “Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente”, comentaba Zambrano. Lo mismo vale para Weil: es justo su debilidad lo que la convierte en contemporánea necesaria. En cierto modo, su modesto e incómodo gesto de apertura al vacío creador.

Es un dato bien conocido que Weil era muy hostil en general al discurso estético. Estimaba las tragedias de Esquilo y Sófocles, los poemas de Villon, la Ilíada y, sobre todo, el Rey Lear de Shakespeare. En cierto sentido la heterodoxa ubicación de Weil en el escenario filosófico contemporáneo no se encuentra por otro lado muy lejos del mensaje “alquímico” del “Lear” shakespeareano: es preciso viajar a los bajos fondos y lugares más desolados del alma para redimirnos. Al final de la obra asistimos al proceso de cómo el cuerpo desnudo en la intemperie del monarca provoca la transmutación de su corazón de piedra en fluido humano. Sólo su fracaso como rey poderoso le humaniza, le acerca al sufrimiento de su pueblo. Mientras analizaba las heridas infligidas al narcisismo humano también Freud, en clara alusión al Lear, recomendaba al iluso que se jactaba de ser soberano de su alma descender a los estratos más profundos de ésta para llegar a conocerse. En el fondo, la imagen de ese monarca desterrado que desciende a los abismos de la experiencia para comprender el valor de la humanidad, ¿no es la imagen de la propia filosofía de Weil, obligada a descender a lo singular y a justipreciar la obstinada presencia de las cosas, esa pasividad continuamente mancillada por la “vigorexia” filosófica de la era moderna? ¿No reta del mismo modo el discurso de Weil, en tanto que ejercicio de verdad viva, al discurso filosófico tradicional, ese monarca, como Lear, con pies de barro y corazón de piedra? Tal vez por ello “conectar” con la palabra de Weil equivale a alcanzar un nivel de pobreza y de sencillez incomparables, acceder a una economía expresiva muy poco común. Deleuze hablaba de la elegancia “involutiva” de algunos escritores, de una anorexia que avanza simplificando, economizando hasta tocar el hueso mismo de las cosas. En cierto modo los escritos de Weil parecen revelar este mismo desbordamiento por sobriedad.



[1]              Carlos Ortega, “Introducción“ a La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1999,  p. 23.

[2]           Jiménez Lozano, J., “Queridísima e irritante Simone Weil”, en Archipiélago, nº 43/2000, p. 19

[3]           “Imitación de la Naturaleza”, en Las realidades en que vivimos, Barcelona, Paidós, 1999.

[4]           Pardo, J. L. “¿Todos los cuerpos caen?”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 16 de junio de 2001, p. 16.

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

Hippogypoi, sin anomalías

24 de enero de 2020 08:11:36 CET

No había elegido ninguna profesión concreta

quizá buscador

de pucheros repletos de tierra quemada y monedas de oro

Berthold

extraño nombre ubicado en lo más alto de la sierra

donde se recuerda el paso de inmensos rebaños de ovejas

por el Puente Pasotierra

uno de los cinco pasos, el central,

la voz del hombre

una voz ya hoy no productiva

y en concreto

la idea de disminución

la disminución del flujo

del caudal de ganado

y de todos nosotros

quizá el diminutivo, los diminutivos,

pero siempre el Simorg

en el que ellos se anulaban

el Simorg eran ellos

y yo la destrucción del mundo

por tres veces

alma agobiada

siempre lector de obras primigenias

atleta de las imágenes

aunque en botánica soy tan exiguo

como abundante en otros conocimientos

como la razón de la miel

los vientos desobedientes

o el rastro de la gelatina en el hígado gigante.

 

A mí

deben imaginarme como a un hombre moreno

al que se le atribuyen ciertos inventos

(sé dar vida a las panteras)

hombre del futuro

supergordo sentado en cama

cráneo modificado

que dejó de andar

de manipular

de proferir discursos de aparato

soy Berthold aún

pero no conduzco ya el rebaño

de ahora en adelante

rememoro la impostura

sanciono los encomios (Elogio de la mosca)

capturo peces con sabor a vino

y me enjuago en las fuentes de la sabiduría

pero

la verdad

es que en esta larga tarde de domingo

época patria

sólo pienso

en cómo será mi muerte

si la profecía fiel se cumple

y en edad muy avanzada

soy devorado por perros.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

Cincinnati

9 de enero de 2020 09:00:28 CET

Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,

media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,

y las luces de la ciudad al final de la autopista.

 

Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró.

 

Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,

a un lado Kentucky, al otro Ohio,

con sus puentes, sus barcos, sus camiones,

y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad.

 

Me decía a mí mismo la palabra Cincinnati,

como una oración, como una palabra sagrada

que le robara a la oscuridad un sol merecido.

 

Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,

en esta ciudad y al lado de este río,

y nadie descolgó el teléfono.

 

Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.

 

Comí en un restaurante asiático,

comí arroz y un pez de agua dulce,

era un día primaveral, con brisa y luz,

y pensé: ojalá encontrara trabajo aquí,

una casa, una familia, unos hijos, un perro.

 

Ojalá encontrará aquí un sol merecido.

 

Y decía todo el rato Cincinnati,

porque parecía una palabra sanadora,

porque parecía una palabra italiana,

porque parecía la palabra perfecta

para decir adiós a quien fui.

 

Después de comer hice la llamada cuarenta y uno.

 

Me alojé en el Fairfield, un hotel agradable

en el barrio de la universidad, había gente joven

por las calles, gente alegre, bebiendo cerveza,

di un paseo y otra vez

dije Cincinnati, porque es una fiesta

esa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma.

 

Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,

quiero llegar a ser octogenario.

 

Necesito toda la vida del planeta Tierra.

No puedo morir ahora,

cuando me quedan tantas cosas por hacer.

 

Hice otra llamada.

 

Hola, hijo, estoy en Cincinnati,

es una ciudad preciosa,

¿qué quieres que te compre, cariño?,

terminé diciéndole a la recepcionista

afroamericana del Fairfield en español,

y ella no entendió ni una palabra,

pero al menos me escuchaba,

y me miró con ojos incrédulos,

pero también apenados.

 

Abril del año dos mil dieciocho,

tengo cincuenta y cinco años,

y dije mil veces la palabra Cincinnati.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

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