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Recuerdos del Olimpo

9 de enero de 2020 08:56:59 CET

Alguno de nosotros había leído
los usos y costumbres del Olimpo
en algún volumen infantil
prestado del bibliobús.
Llegamos a la playa
con una cesta llena de uvas
y otros celestiales manjares afanados
en las cocinas de casa
y en el recodo junto a la roca,
donde el charco grande y la ría,
nos pusimos hojas entre el pelo,
nos desnudamos 
y nos pusimos a hablar en griego.

Lo mejor es el agua, dijo uno
mientras se lanzaba desde la roca
ignorando que los dioses
suelen tener poca filosofía.

El celestial empleo no acarreaba mucha tarea
así que tras un rato de hablar en jerigonza
y compararnos disimuladamente las pollas
el Olimpo se volvía algo aburrido.
Alguien volvió al idioma de casa
y a toda prisa nos pusimos el bañador,
abandonamos los aperos divinos
y corrimos hacia el escondrijo de la ría
donde ellas se bañaban desnudas.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Plantas de interior

25 de noviembre de 2019 08:41:13 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por la noche riego las plantas de interior, me ocupo de ellas, no hay sombra que las haga morir en la memoria sin llamar la atención. Resuelvo el horizonte y también la caída donde debe existir el mundo en el presente. Elogio las ruinas en un texto, el espacio fructífero del poema. 

Tomamos posesión de un campo de escritura, los hombres cotidianos ocupados en la mudanza. No hay héroes ni vencidos, no podemos borrar al dueño del relato, sus máscaras, la parte de una vida que sigue deshaciéndose y deja tras ella su cola de cristales. El porqué de un suceso vive en cada momento su trama tartamuda, la extensión de un desastre. 

Estoy entre nosotros buscando lo posible con fecha señalada en su acepción vulgar. He elegido a un actor, revocado su herida para hacerla real. La huida es el camino hacia un espejo que he quebrado. De esta decisión surge lo que no hay que repetir. El tiempo que lleva tu nombre está iluminado.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Antonio Tello

El aburrimiento

25 de noviembre de 2019 08:35:47 CET

Natural de Babia

-aunque otros dicen que de la Inopia-

y de gustos muy eclécticos

-le gusta Heidegger, por ejemplo,

pero no le hace ascos

a la típica comedia española-,

lo normal es que te lo encuentres 

varias a veces al día,

y que, aunque haga amago de quedarse,

puedas quitártelo de encima

sin que oponga demasiada resistencia.

Pero conviene no fiarse de él,

no siempre resulta tan inofensivo.

En ocasiones -estoy asistiendo

a una de ellas- puede llegar a ser

de una extrema crueldad.                         

¿Que no me crees? Míralo, ahí, en la mesa

del fondo, frotándose las manos, con esa

media sonrisa cínica, esperando

tranquilamente su hora, la de asomarse

a la mirada de ese par de enamorados

que, como todos, también

se iban a amar toda la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Karmelo Iribarren

Zbigniew Herbert, un autor de nuestro tiempo

19 de noviembre de 2019 08:12:05 CET

1

 

Se ha convertido casi en un lugar común afirmar que la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX ocupa una posición que muy pocas poesías digamos “periféricas” pueden haber tenido a lo largo de la historia. Pasa a ser la poesía que ejerce más influencia y tiene un impacto mayor en otras literaturas, principalmente del ámbito anglosajón, aunque también en el alemán (en el francés y en el español tardaría un poco más, aunque las repercusiones en este último aún se pueden percibir hoy en día). En el marco de ese fenómeno, y siguiendo tal vez con los lugares comunes, siempre se cita a una tríada de autores, aunque serían algunos más los que configuran ese grupo poético de calidad poco común en un momento determinado. Claro que están los acmeístas rusos, los poetas de la generación del 27 en España, los poetas griegos, o los herméticos italianos, autores que representan en cada una de sus respectivas tradiciones literarias un cambio enorme en la poesía, y tras los cuales ya nada es lo mismo que unos años antes. Pero se podría afirmar que la repercusión de los autores polacos llega a ser más duradera, al menos hasta el momento en el que todavía arden un poco los rescoldos del modernismo literario. Después, cuando han desaparecido ya los grandes relatos, son autores que tienen tal vez una menor importancia, especialmente el mayor del grupo, el poeta Czesław Miłosz, aunque también Zbigniew Herbert, y en menor medida Tadeusz Różewicz, que sigue siendo el gran autor a descubrir, tal vez porque su discurso sea de un planteamiento radical en cuanto a lo que nos ha dejado la cultura occidental. Además, este último no forma parte de la tríada, ya que ese lugar lo ocupa la poeta Wisława Szymborska. Estos serían los autores que más han contribuido a formar lo que el propio Czesław Miłosz denominó la “Escuela de poesía polaca”, un nombre generalizador que agrupaba varias estéticas en su seno y que tuvo mucha fortuna en los círculos americanos. Los cimientos de esa escuela se encuentran en una famosa antología de poesía polaca de posguerra que publicó con traducciones propias en los Estados Unidos en el año 1965, es de él mismo el prólogo donde relata la simplicidad de la frase, la ironía, la falta de estructuras de ritmo o de rima clásicas, y un discurso claro que no perdía muchos elementos o características al ser trasladado a otra lengua. De entre los autores que selecciona, y que configuran el canon de la poesía polaca de la segunda mitad del siglo XX (de capital importancia es el hecho de que ha sido realizado desde fuera, en el exilio), destaca la figura de Zbigniew Herbert, que encarnaría todos estos elementos. Aparte de los elementos mencionados, las alusiones y referencias al mundo clásico y la construcción de poemas en forma de parábola hacen de él el autor ideal para encarnar la confrontación con el régimen político existente en Polonia a la par de ser un poeta de calidad indiscutible que sabe dónde establecer la frontera en el texto para que no caiga o en un discurso moralizador o en un pathos excesivo.

A partir de ahí, Zbigniew Herbert se iba a erigir como el poeta por antonomasia no solo de ese tipo de poesía sino de la poesía polaca en general. Hasta el punto de que cuando Miłosz recibe el premio Nobel de literatura en el año 1980, en su faceta de poeta, que era la que más le interesaba, era mucho más conocido como traductor de Herbert que por su propia producción. Este elemento, que hoy en día podríamos calificar de anecdótico, reviste gran importancia para poder ver la repercusión de Herbert, así también como una serie de características (las que ya apuntaba allí Miłosz) que se han ido repitiendo hasta la saciedad y que han dado como resultado una visión parcial de la obra del autor de Don Cogito.

No se detiene aquí la clasificación de Herbert, puesto que años más tarde, con el poema “Tornada de don Cogito” (tal vez uno de los poemas más sobrevalorados de su producción, y que ha tenido mucha más importancia en su lectura en clave de resistencia en Polonia que en el extranjero) y también con el poema “Informe de la ciudad sitiada” (en este caso, un poema soberbio, como muchos otros que tiene Zbigniew Herbert) pasa a convertirse en el poeta que encarna todos los valores de la oposición durante la época del estado de guerra en Polonia (1981-1983). De este segundo poema dirá Sven Birkerts: “las principales estrategias de Herbert: el desplazamiento del tono y una visión histórica distante confluyen ambas en el poderoso título del poema”. Ese rol, el del vate de la oposición, después va a cargar su biografía, y va a convertirlo en una especie de símbolo, que él mismo acentuó y que, a causa de desafortunadas intervenciones posteriores del poeta (debidas a estados críticos de su enfermedad) tuvo como resultado que algunas tendencias conservadoras quisieran apropiarse de su figura. Pero eso sería otro tema, la cuestión de los poetas nacionales, que en este caso se disputarían entre Herbert y Miłosz (y también la relación de ambos poetas da para todo un artículo por separado).

Así las cosas, la obra de Herbert se ha tenido que enfrentar varias veces a intentos de clasificación y de reducción, en algunos casos se ha mantenido una imagen del poeta concreto, como la del poeta de la oposición, que aún rige en varios círculos de Polonia. Otra de las clasificaciones y reducciones se derivan de la creación de ese personaje totalmente iconoclasta, a veces un alter ego del autor, a veces una creación moral, que es Don Cogito. En cuanto a estos aspectos, un lector de una lucidez poco común como el premio Nobel J. M. Coetzee, afirma que “en un grado importante, Don Cogito es como Don Quijote (con quien está explícitamente asociado en el primero de los poemas de Don Cogito, “Las dos piernas de Don Cogito”): es una criatura cuyo creador solo puede llegar a darse gradualmente de hasta qué punto puede sobrellevar el peso poético”. Herbert como el autor de Don Cogito, cuando si repasamos sus poesías completas veremos que ese personaje no aparece hasta el año 1974, con el título del libro del mismo personaje, y anteriormente ya había publicado ¡4 libros de poemas! y a partir del libro Elegía para la partida (1990) su aparición va siendo cada vez más tenue. Sí, un personaje que tiene una importancia capital en su obra, pero no se puede encerrar la figura de Herbert en el encasillamiento de Don Cogito.

Por suerte, el lector español tiene a su disposición buena parte de la obra de Zbigniew Herbert, tanto los poemas, en la espléndida edición de Xaverio Ballester de la Poesía completa, como en los ensayos, donde están los principales del autor: Un bárbaro en el jardín, Naturaleza muerta con brida y El laberinto sobre el mar, aparte del volumen de prosas El rey de las hormigas. Con todas estas traducciones ya imposible es, después de una lectura atenta, reducir a Zbigniew Herbert a una o dos líneas, a uno o dos temas. Es una obra considerable en la que aparece una serie de motivos recurrentes, bajo una forma u otra, sea bajo la figura de Don Cogito, en la forma de un ensayo o en los otros poemas (en los que utiliza y en los que no utiliza el concepto de la máscara) de toda su producción.

 

2

Como traductor de algunos ensayos de Herbert, mientras llevaba a cabo la ardua tarea de pasarlo al español, me encontré varias veces con la idea de que la lengua que utilizaba Herbert en esos ensayos era más elaborada que la de los poemas, que en los ensayos aportaba el lirismo que había abandonado en la propia poesía. Desde entonces, no dejó de asaltarme esa idea cada vez que volvía a los textos del autor polaco, tanto en poesía como en prosa. En un artículo sobre la vertiente poética de Herbert, Krystyna Pietrych afirma: “Herbert, por elección, de manera consciente y consecuente, no quería ser un poeta lírico. Ya en su primer libro presentó una autoafirmación importante. En el poema “A los poetas caídos” escribió de manera unívoca: “termina el canto”, anunciando de esta manera el fin de la poesía cantada y pasando a la posición de un anti-cantor”. No obstante, eso no quiere decir que su poesía sea del todo privada de lirismo, es un tipo de voz diferente que permite transmitir ese mensaje moral pero que muchas veces aparece à rebours a través de la ironía del autor, a veces un cinismo directo o burla, como lo exige más el tipo de poema-parábola que muchas veces pone en funcionamiento. Es un aspecto muy particular que una diatriba tal como la presenta el autor aquí hacia la poesía más convencional, o la que proviene aún de un cierto modernismo, se realice a través de un poema que mantiene una estructura rítmica silabotónica y con una serie de rimas inexactas que aportan aún el elemento lírico al poema del que intentará desprenderse más tarde el autor de Un bárbaro en el jardín.

Para entender este cambio, o esta apuesta de Herbert, que compartirá también con los otros poetas, como Różewicz o Szymborska, pero que ya no alcanza a Miłosz, hay que mirar un poco la tradición de la poesía polaca, aparte del giro copernicano que representa el final de la II Guerra Mundial para la concepción del mundo y también para toda la poesía, con el abandono en algunas tradiciones (entre ellas, la polaca) de las formas más clásicas o canónicas. En el momento que publica Herbert su primer libro (para algunos un debut tardío, con 32 años), en el año 1956, las estéticas de las generaciones anteriores se habían agotado por completo, tanto la poesía de la Joven Polonia como la del movimiento de Skamandra habían quedado anacrónicos. Y no obstante, Herbert, tal como indica Pietrych, tiene sus primeros intentos poéticos siguiendo modelos de la Joven Polonia. Pero en los años 40-50 hay un cambio de modelo radical, y los nuevos autores buscan sus fuentes en las vanguardias que habían tenido un eco más débil anteriormente, entre los autores de las vanguardias destaca la figura de Julian Przyboś. Los postulados estéticos de la poesía de Przyboś podían permitir buscar nuevos caminos de expresión para los autores que empezaban a escribir y a publicar en esos años, especialmente en lo que se refiere a las experiencias de la guerra (y no olvidemos que la II Guerra Mundial se ensañó de manera especialmente cruel en Polonia). De ahí que en el primer libro de Herbert, que sería el de evolución hacia su propio tono poético, se encontraran aún poemas que presentaban estructuras de rimas y ritmos, pero que después irá abandonando. En cuanto a las líneas temáticas, ya se ve plenamente en este su primer libro Cuerda de luz que están establecidas y con una madurez muy perceptible. En poemas como “Cementerio de Varsovia” o “Profecía” la experiencia de la guerra aparece a partir de ese lenguaje sincopado, sin puntuación que será una de las señas de identidad de su poesía, y también los versos sangrados que establecen una especie de diálogo dentro del mismo poema, una polifonía o un coro muy particular que da visiones, aporta elementos, incisos: “antes de la invasión de los vivos / los muertos se colocan más abajo / más hondo” dice en el primero de estos poemas. El catastrofismo de Czesław Miłosz (pero especialmente, en la versión de Józef Czechowicz, en lo que se llama la Segunda Vanguardia) también tiñe el tono de estos poemas, aunque el catastrofismo alertara sobre la desgracia y en tiempos de Herbert ya ha acaecido. Con todo, el uso rico de la metáfora y las imágenes en Miłosz hace que la relación no pueda ser tan directa.

Otro tema que ya aparece en el primer libro es el de la mitología familiar, o la automitología, porque no se centra tanto en las figuras de los miembros de la familia sino en sí mismo, y surgirá un Herbert con tintes de un patriotismo también muy propio, que se deja traslucir en sus poemas. En el aspecto personal, será uno de los caballos de batalla de Herbert, especialmente en cuanto a la visión del Levantamiento de Varsovia, y uno de los principales puntos de conflicto con su admirado Czesław Miłosz, a quien le unió una amistad profunda y un desencuentro que llegó hasta el final de sus días. En cuanto a la mitología personal, no se puede descartar que Don Cogito participe en un grado muy alto de la misma. En este primer libro, en el poema “Mamá” surge la visión del mismo poeta: “lejos de tus ojos / perforados de ciego amor / es más fácil soportar la soledad // a la semana / en un cuarto frío / con la garganta encogida / leo su carta // carta donde / las letras permanecen separadas // como amorosos corazones.” En la última estrofa aún se deja llevar por un cierto sentimentalismo que desbancará por completo a partir del segundo libro y que no volverá a aparecer, de manera bastante sorprendente, hasta el último libro que publicó, Epílogo de la tormenta (1998), quizás el libro de poemas más personal de Herbert.

El tercer libro de poemas de Herbert lleva un título muy significativo Estudio del objeto (1961), y en él encontramos el punto culminante de la focalización del poema en el objeto, en las cosas. Es otra de las vías de funcionamiento de los poemas de Herbert, antes de Don Cogito, centrarse en el objeto, mirar desde el objeto, valorarnos desde el objeto, un cambio de perspectiva que da una sensación de objetividad, de esa mirada sin condicionantes que quería simular en su poesía. A la vez, es el objeto el que define no a su poseedor sino a todo lo que lo rodea, damos nombre al objeto pero es él el que nos determina, viene a decir Herbert. Sin abandonar aún este primer libro en el que exploramos las líneas temáticas de su poesía, en el poema “Taburete” dice Herbert “acudes siempre que te convoca mi mirada / con tu inmovilidad extrema explicándote por señas / al pobre entendimiento: somos verdaderos – / al final la fidelidad de los objetos nos abre los ojos”. Al final, incluso el vacío, la inexistencia es lo que llega a la máxima expresión, a su zenit, desaparecer y mantenerse en el anonimato es el objetivo, tanto para nosotros como para los objetos: “el objeto más bello es / el que no existe” afirma en el poema “Estudio del objeto”. Y si uno se mantiene entre lo animado y lo inanimado, entre una muerte y una vida, entonces puede terminar como el pájaro de madera del poema bajo el mismo título: “vive ahora / en el imposible confín / entre la materia animada / y la imaginada / entre el helecho del bosque / y el helecho del Larousse  […] en aquello que aun separado de la realidad/ no tiene bastante corazón / bastante fuerza // que no se convierte / en una imagen.” En este mismo libro aparece el poema “El guijarro” que “hasta el final nos mirarán / con su ojo calmo y clarísimo”. En los objetos radica la esencia de nuestra humanidad, funcionan como elementos metafóricos de nosotros mismos. En “Casas de los suburbios”, “tan solo las chimeneas sueñan”, las propias casas no van al teatro, mastican corteza de pan, seguramente dura, y están siempre en venta. La capacidad de personificación de la poesía de Herbert no se limita tan solo a los objetos, aunque estos formen una parte importante de su producción, sino que alcanza a los acontecimientos, de ahí esa fuerza evocadora que tiene que puede llegar incluso a movilizar toda una sociedad.

La visión exteriorizada a través del objeto o a través de un acontecimiento o un animal tiene una plasmación directa en la sección de los poemas en prosa del libro Hermes, el perro y la estrella (1957), que en este caso remite con más intensidad a la poesía de Francis Ponge. En esta sección, en el poema “Objetos” el autor se pregunta por qué no ha visto actuar, hacer cosas a los objetos, para concluir: “Sospecho que los objetos hacen estas cosas por razones didácticas: para no dejar de recordarnos nuestra inconstancia”.

Todos estos temas, y otros que aparecerán, a la vez que esa manera de relatarlos, de enfocarlos, son absolutamente personales, pertenecen a una voz única. Tal vez esto fuera lo que permitió que estos autores polacos pudieran tener esa enorme repercusión allende de sus fronteras. Y también dentro, cada uno de los poetas resulta de una voz inconfundible y que pocas veces ha tenido continuadores (quizás más en el caso de Różewicz). Piotr Śliwiński cita una de las primeras críticas que aparecieron de ese primer libro de Herbert, su autor es Jerzy Kwiatkowski: “Herbert ha venido al mundo con una armadura de un clasicismo doble: el antiguo, y el vanguardista-rozewicziano. Es un creador de un intelecto y una erudición inauditas, un poeta doctus con ambiciones filosóficas, dotado a la vez del encanto de un irónico magnífico. […] Tiene madera de ser un poeta excelente. Y además, es un moralista; a diferencia de Białoszewski, vive en la contemporaneidad. Es más joven de edad que Różewicz, y no tan solo, también más joven en su actividad de escritor, ¿podría, pues, convertirse en un dirigente poético de la generación, en un dictador del gusto, en el poeta central de su generación? No. Puesto que la poesía de Herbert continúa y perfecciona muchos valores. No crea ninguno y no destruye ninguno. Su poesía se libera lentamente de las sugerencias de varios maestros, es conservadora y fría: ya no va a alcanzar la generación que es diez años más joven que él, no crea ningún “nuevo escalofrío”.

Aunque hayan pasado muchos años de aquella reseña que tenía un carácter inmediato, claro está, alguna afirmación sigue siendo vigente. Zbigniew Herbert, a pesar de no crear esa línea nueva, un “nuevo escalofrío”, se convierte en el poeta central de su generación. ¿O tal vez ese “escalofrío” llegó con la creación de Don Cogito?

 

3

Lwów, Lviv, Lemberg, Leópolis es la ciudad donde nace Zbigniew Herbert en 1924, y donde reside hasta el año 1944, cuando está a punto de ser tomada por el Ejército Rojo. Ciudad mítica, enclave de mezcla de culturas y de lenguas, ciudad de suma importancia para todo el desarrollo cultural de Polonia durante la época de entreguerras, cuando formaba parte de aquel país que resurgió después de la I Guerra Mundial. Después, Polonia pierde todos esos territorios y Herbert no volverá a la ciudad. Pero acudirá a ella varias veces a lo largo de toda su obra: “Nunca de ti me atrevo a hablar / inmenso cielo de mi barriada / ni de vosotros tejados que contenéis la cascada del aire” dice en el poema “Nunca de ti” del libro Hermes, el perro y la estrella. Leópolis será su ciudad perdida, otro mito al que añadir a su historia, hasta que al final pueda afirmar “tan solo hablamos a las cosas con ternura por su nombre de pila”, aunque sea que “cada noche / me paro descalzo / ante el cerrado portón / de mi ciudad” (“Mi ciudad”, también de Hermes, el perro y la estrella). En algunos momentos, la sensación de pérdida alcanza cotas de dolor y de desganada resignación, como en “Un país” en la sección de los poemas en prosa: “Justo en un rincón de este viejo mapa hay un país que añoro […] Por desgracia una gran araña tejió sobre él su tela y con su viscosa saliva cerró las aduanas del sueño”, como si incluso el retorno de la imaginación fuera una tarea fútil e infructuosa.

Casi en cada uno de los libros de poemas que publica Herbert la ciudad de Leópolis es como un espectro que planea allí, que es el origen de todo, el lugar al que se sueña llegar, pero lo que queda es el intento imaginario, nada más. Por eso, incluso Don Cogito lo intenta, reforzando la imagen identificadora de Cogito-Herbert. Y cuando habla del regreso a la patria tanto puede ser a Polonia como a su Leópolis, tal como se ve en “Don Cogito – El regreso”: “Don Cogito / ha decidido regresar / al pétreo seno / de la patria […] no puede ya sin embargo / soportar esos giros coloquiales /  – comment allez-vous / wie geht’s / – how are you […]” Es paradigmático este poema de la postura del poeta ante el gobierno con el que le tocó vivir y lidiar, bajo ese yugo comunista. Aunque salió varias veces del país (y dio como resultado sus espléndidos libros de ensayos), Herbert decidió quedarse en él. No optó por la vía del exilio, como el caso de Czesław Miłosz. No vamos a buscar paralelismos con otras literaturas, porque las circunstancias históricas son siempre diferentes y particulares, pero puede venir a la mente la figura de Vicente Aleixandre en la poesía española.

En el año 1974, en el libro Don Cogito vuelve a aparecer el tema con el personaje que crea el autor: “Don Cogito medita sobre el regreso a su ciudad natal”: “Si allí regresara / con certeza no encontraría yo / ni siquiera una sombra de mi casa / ni los árboles de mi niñez / ni la cruz con el rótulo de hierro”

Y finalmente, uno de los poemas más directos de Herbert sobre la ciudad de Leópolis se encuentra en el último libro que publica, el poema lleva el título “En la ciudad”: “En la ciudad fronteriza a la cual ya no he de regresar / hay una alada piedra ligera y enorme […] en mi ciudad que no está en ningún mapa / del mundo existe un pan que puede alimentar / toda una vida”. Tanto en este poema como en el anterior el lector puede detectar algunos ecos de la poesía de Czesław Miłosz, especialmente del poema “En mi patria”: “En mi patria, a la que no he de volver / hay un lago forestal enorme, / anchas nubes, rotas, maravillosas / lo recuerdo cuando vuelvo la vista”. No es de extrañar esta coincidencia, al tener los dos autores una ciudad perdida (la ciudad sin nombre llegó a denominar Czesław Miłosz a su Vilna natal), de un territorio también perdido después de la Segunda Guerra Mundial, y un periplo vital que los ha alejado y ha impedido el regreso a esas zonas. La combinación de historia presente en la poesía es otro elemento que caracteriza a  la escuela de poesía polaca y que raramente encontramos en poetas de otras literaturas que se encontraban en la otra parte del telón de acero. Poesías tan potentes como la checa o la húngara no acuden a este condicionante como sí lo hacen los poetas polacos.

En no pocas ocasiones, los poemas de Herbert hacia la ciudad natal se mezclan con los poemas sobre la patria, sobre Polonia renacida en el siglo XX, sobre la disolución del imperio (en un tiempo pasado y en un tiempo futuro; se trata, pues, de dos imperios diferentes), no siempre es así, aunque representa un intento de identificación que no encontramos en otros poetas, donde existen o una o la otra. Uno de los más desgarradores poemas acerca de este tema es el que abre el libro Inscripción, “Prólogo”, una sensación de desgarro que se ve más acentuada porque es de los pocos poemas en los que Herbert se acerca más al carácter lírico del poema, con rimas que ya son claramente evidentes. ¿No se había desprendido aún de la rémora del modernismo como él mismo podría haber llegado a considerar? ¿Era una manera de hacer que ese contraste entre la realidad, la crueldad del tema y la belleza de la expresión fuera más marcada y agudizara más en las sensaciones que pudiera transmitir al lector? ¿Con la creación del coro, daba voz a una comunidad, y además a partir del lirismo? No se puede saber qué movió a Herbert a utilizar unas rimas y esa forma en el poema, pero logra un efecto muy profundo, por ser casi una excepción en su producción este tipo de estrategia, y entonces la identificación entre ciudad y patria pueden tener un significado pleno (en la traducción no se mantienen las rimas, seguramente porque provocarían un distanciamiento mayor en el tema, pero sí se conserva ese lirismo tan particular de este poema): “La ciudad – / (Coro) Ya no hay tal ciudad / Se hundió bajo la tierra […] A la zanja por la que navega un turbio río / llamo Vístula. Es duro reconocerlo: / a un tal amor nos condenaron / con una patria tal nos han perforado”

 

4

 

Czesław Miłosz y Zbigniew Herbert, relación de admiración y de enemistad, de enfrentamiento y de amistad, todo a la vez. La chispa saltó en una cena en casa de los Carpenter, reputados traductores de poesía polaca. Parece ser que la discusión fue por motivos ideológicos, por la visión que cada uno tenía del papel de Polonia durante la guerra, en el Levantamiento de Varsovia, de sus actuaciones, y también de la pertenencia a un patriotismo más laxo o más decisivo. El enfriamiento de la relación se puede seguir en la correspondencia que mantuvieron ambos autores, que se mantuvo incluso después de la discusión, aunque de manera más espaciada. Y la discusión pasó a otros ámbitos, a la literatura. En el libro El año del cazador Czesław Miłosz se atreve a poner en tela de juicio la figura de Henryk Elzenberg, filósofo y principal mentor de Herbert. Como este último reconoce en el poema “A Henryk Elzenberg, en el centenario de su nacimiento”, del libro Rovigo (1992): “Qué habría sido de mí de no haberte encontrado – mi maestro Henryk / A quien ahora por primera vez me dirijo por el nombre de pila / con la veneración y respeto debidos a las Sombras Largas”. Elzenberg imprimió una profunda huella en la temática clásica, así como una valoración ética de la poesía del poeta de Leópolis. Como respuesta, Zbigniew Herbert ataca en varios frentes, por una parte el poema (que no se publicó en vida de Herbert) “He vuelto a soñar con Miłosz”, por otra, la creación de un contra-libro, como indica Andrzej Franaszek, cuyo título sería El año del cordero, en el que discutiría principalmente la figura de Miłosz, y por una tercera, la vía más virulenta, la publicación, en el mismo libro Rovigo, del poema “Chodasiewicz”, un ataque despiadado a toda la figura del autor otrora admirado. El poema no menciona directamente a Czesław Miłosz pero se puede entender perfectamente, cualquier lector que conozca la obra del autor nacido en Vilna detectará todos los ataques, desde los poemas hasta el exilio pasando por la prosa y también como venganza la crítica al mentor de Miłosz, su tío Oscar Vladislas de Lubicz Miłosz.

No menciono esta situación como si fuera una curiosidad, una anécdota del mundo literario polaco, sino como uno de los elementos cruciales para entender las dos grandes figuras que dominaron la poesía en su lengua a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y que a pesar de sus diferencias y de sus ataques, les unían más elementos de los que los separaban, al menos en el ámbito de la creación.

En el poema “Tres estudios sobre el realismo” Herbert presenta tres tipos de pintura que plantean la cuestión de la realidad y el arte, otra de las líneas de su poesía, la reflexión sobre la creación artística, sobre la capacidad de esta no ya de evocar sino de presentar otros mundos de manera autónoma. En otro poema posterior, del libro Estudio del objeto, “En el taller”, el mundo que crea el pintor resulta ser más real, más auténtico que el del Creador: “en cambio / el mundo del pintor / es bueno / y está lleno de errores / el ojo se pasea / de una mancha a otra / de una fruta a otra.” El problema de la realidad, de la creación es compartida también en no pocos poemas de Czesław Miłosz. De hecho, ambos autores se encuentran en un momento de divergencia de la ciencia y la literatura, de dos mundos escindidos, donde hay la fe y la esperanza que la segunda pueda seguir cumpliendo la tarea de crear un mundo paralelo, o de crear el mundo más real. Por eso, ambos están anclados en un modernismo que solo Herbert en algunos momentos de su poesía final podría empezar a cuestionar. Se pueden apreciar estas concomitancias en el inicio de uno de los poemas de Czesław Miłosz del ciclo “Seis conferencias en verso” apunta: “¿Qué hacemos con la realidad? ¿Dónde está en las palabras? / Apenas titila y ya desaparece. Vidas incalculables / Que nadie recuerda. Ciudades en los mapas” El afán del arte, en todas sus manifestaciones para poder alcanzar lo que es la realidad. En el caso de Miłosz es la búsqueda, la duda; en el caso de Herbert es más la concreción, la existencia, la posibilidad.

En uno de sus textos sobre poesía, publicados póstumamente, Herbert indica la relación con la realidad: “la esfera de la actividad del poeta, si tiene alguna relación seria con su trabajo, no es la contemporaneidad, que entiendo como el estado actual de conocimiento político-social y científico, sino la realidad, un tenaz dialogo del hombre con la realidad concreta que le rodea, con ese taburete, con un prójimo, con esa parte del día, cultivar esa habilidad que está desapareciendo de la contemplación”.

 

5

 

Herbert abre otros caminos en el debate del arte, como si quisiera presentar todo un enorme panorama donde cada uno de los detalles estalla en una nueva reflexión. Pero ya, pasados los desengaños y decepciones que le ha brindado la historia, a pesar de que pueda creer en una realidad más concreta en el mundo de la pintura (y aquí cabe mencionar de nuevo los dos libros de ensayos en los que las otras artes diferentes a la literatura juegan un papel primordial), no lo cree así en el lenguaje, en el canto, lo que le aproxima en este punto de nuevo a Miłosz. El poema clásico, ya antológico de Herbert, “Apolo y Marsias” va en esa dirección. Como apunta el gran crítico polaco Jan Błoński: “Toda la poesía de Herbert está desgarrada por la oposición entre la Arcadia de la virtud y de la belleza por una parte, y el Apocalipsis de la contemporaneidad por otra: las alucinaciones, las obsesiones y los ataques de pánico se contraponen de manera muy frecuenta a la felicidad apacible de la sabiduría humanista (a veces epicúrea, a veces moralista). No por casualidad el rival de Apolo no es para Herbert Dionisos, como era habitual, sino el despellejado Marsias: es su destino el que no deja de visitar la conciencia del poeta.” El canto se ve impotente, el lenguaje y la propia poesía. A través de la ironía, o incluso el sarcasmo, la poesía se ve relegada a un rincón inútil, aunque todo se exprese paradójicamente a través de la propia poesía. Volvemos al punto de la poesía no lírica, de la desconfianza ante el lenguaje. En “Aldaba” dice “doy un golpe en el tablón / y él me va apuntando / mi árido poema moralista / sí – sí / no – no”, un tablón que es su instrumento, en clara contraposición con la lira. La sequedad de la oración se convierte en el tono más fidedigno del poeta en cuanto a las valoraciones de la poesía, la sola sílaba de Marsias puede recrear todo el dolor, no es necesario el adorno, la filigrana, el lirismo. En el año 1972 Herbert da cuenta de su propio programa poético: “Los poemas que más me gustan de la poesía contemporánea son aquellos en los que percibo lo que denominaría como la característica de la transparencia semántica (termino recogido de la lógica de Husserl). Esa transparencia semántica es la propiedad del signo que consiste que en el momento en el que se utiliza la atención se centra en el objeto destacado y no es el mismo signo el que capta la atención. La palabra es una ventana abierta a la realidad. Por otra parte, me gustan menos (y a veces, en absoluto) los poemas cargados de metáforas con una sintaxis extrañada, los “poemas objeto” tras los cuales no se ve nada, y cuyo objetivo es mantener la atención del lector hacia la maestría del autor”.

De manera también completamente explícita la visión de la poesía Herbert la transmite a los poetas polacos que son de una generación posterior, unos poetas que buscaban desenmascarar la falsedad del lenguaje del poder, un discurso de enfrentamiento que había iniciado el propio Herbert. Se dirige a Ryszard Krynicki, uno de los poetas más importantes del movimiento “Nueva Ola”, con una carta en verso: “Poco quedará Ryszard en verdad poco / de la poesía de este siglo enloquecido con certeza Rilke Eliot / y algunos  otros venerable chamanes que conocieron el secreto / de hechizar palabras bajo una forma inmune a la acción del tiempo sin lo cual / no hay frase digna de ser recordada sino que el habla es como la arena” (“Carta a Ryszard Krynicki”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas).  Eliot y Rilke, y un par de chamanes, curiosa selección, dos modernistas con planteamientos muy diferentes, como si el propio Herbert quisiera conciliar tendencias con la ruptura de uno y la continuidad de otro, como un debate en su propia poesía, o en la tradición de su propia lengua. Pero lo que importa es la forma inmune a la acción del tiempo, que quede por lo menos alguna certeza en la que poder confiar, y esa sería la palabra, aunque muy pocos pueden llegar a conseguirlo. La poesía lucha contra el tiempo y contra la historia, con el momento, con el loco siglo XX, y con todos los siglos anteriores y los que tienen que llegar. El final del poema rompe con todo el tono de meditación, de resignación, amargura y decepción anteriores, esa manera de romper el discurso es lo que salva a los poemas de Herbert del discurso moralizador, una vuelta de tuerca en la que todo se convierte en tal vez una broma. Es el descenso de la filosofía a la realidad más dura, como en el caso del poema “Don Cogito relata la tentación de Spinoza”, dejémonos de esas cuestiones, lo importante son las cuestiones más vitales, las necesidades perentorias, las convenciones que nos pide la sociedad. Una enorme burla. Es particular también la fórmula de despedida de este poema-carta, que coincide con los juegos que llevaba a cabo en sus relaciones epistolares (basta con ver las cartas con Wisława Szymborska o con Czesław Miłosz), así que la sombra no tendría aquí un elemento simbólico (¿y dónde encontramos los simbolismos en su poesía, si precisamente quiere alejarse de las mismas?) sino un doble juego que acentúa la ironía al final del poema.

De Adam Zagajewski recibe una postal, y le responde con un nuevo poema, tiene un tono muy amistoso, de una charla sobre lo que ven en las ciudades, sobre cosas nimias, aunque sea la fealdad compartida de los bloques construidos bajo la época soviética, todo en un tono muy ligero, conversacional, de crítica irónica, y en este contexto una invectiva contra la famosa afirmación de Adorno no es nada sorprendente, incluso casi racional, sí, así debería ser: “Me imagino exactamente lo que estás haciendo ahora – / les estás leyendo a un puñado de fieles porque aún quedan fieles […] Bueno y ya ves a pesar de lo que ideó el trágico Adorno (“Una postal de Adam Zagajewski”, Rovigo)

Parece otra vez la risa burlona de un descreído que, no obstante, afirma. Marek Zaleski, en una interpretación muy interesante en la que defiende que la obra de Herbert, así como los intentos de identificación identitaria, se encuentran en el dominio de la figura de un trickster, un impostor, dice: “El juego, tal como destaca Agamben (quien, por otra parte, cita a Emile Benveniste) “aparta y libera a la humanidad de la esfera del sacrum, pero sin acabar de derribar esa esfera”. Devuelve lo que es hierático, por tanto petrificado, a lo que es vivo, así pues librado a la invención y a la fantasía. Herbert solía ser un despreocupado participante del juego, pero con más frecuencia la risa esconde en él el horror, mientras que el humor suele ser una rebuscada forma de adoración de la derrota de la belleza, y a la vez asegura un campo de maniobra, un espacio de libertad”. En ese sacrum ya se podría incluir perfectamente a Adorno, puesto que hace referencia a todo lo que ha sido elevado a un estadio de casi inmovilidad cultural irrefutable.

 

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“Los antiguos maestros / se las arreglaban sin nombres” (“Los Antiguos Maestros”, Informe desde la ciudad sitiada y otros poemas), directa declaración de intenciones. El arte en el dominio anónimo, sin la personalidad del artista, sin nombre, pero con sello propio que no se tiene que llegar a conocer. Con dos versos, Herbert echa abajo todos los cimientos del romanticismo, de la autoría en el mundo occidental, se permite subvertir un orden establecido en el arte que pide una voz original. En el poema, los autores quedan ensombrecidos en la obra, se funden en ella, la belleza los salva y hace que perduren. En el ensayo “El maestro de Delft”[1] no publicado en vida, y que iba a forma parte de un libro dedicado a Vermeer y a pintores más desconocidos de la pintura holandesa, Herbert reitera más de una vez su fascinación por lo poco que nos ha llegado sobre la vida de Vermeer, que deja una brecha para la imaginación, aunque también para centrarse en lo que realmente interesa, que es la obra. Dice el autor del ensayo “En realidad, sabemos de él muy poco, como si perteneciera a ese grupo de flamencos primitivos que llevaban bellos y misteriosos nombres: el Maestro del follaje bordado, el Maestro de la Lluvia de Maná, el Maestro de la Sangre Sagrada.” Una afirmación que entronca con el final del poema que he citado. Si hacemos un repaso a los dos libros de ensayos principales que dedicó a la pintura, Un bárbaro en el jardín y Naturaleza muerta con muerta bajo este prisma, se puede observar la presencia mayoritaria de las obras anónimas, de los autores desconocidos, aparte de que el hecho de que Herbert se centrara en unas épocas determinadas de la historia del arte ya facilitaba poder encontrarse con tal situación. Desde el primero “Lascaux”, como si ya el arte fuera por naturaleza propia el dominio de lo anónimo, y el arte fundacional principalmente.

Antiguos maestros, anónimos maestros y pequeños maestros. Este último era el título bajo el cual iba a agrupar Herbert a los otros pintores en el libro de ensayos, incluía a figuras relevadas a un segundo plano en la historia del arte, en los márgenes de la grandeza, pero de una importancia fundamental. Herbert se pregunta repetidas veces por qué motivo toda una multitud de pintores quedaron relegados a ese concepto, y lo que quiere destacar es que cada uno de ellos representa un mundo propio y particular, una visión del arte. De hecho, el concepto de pequeños maestros está fijado para referirse a esos pintores, pero en el caso de Herbert conllevan una reflexión que va mucho más allá de esta selección de autores y sirve para establecer un abanico más amplio no solo de pintores sino que pasa al campo de la la literatura. Por otra parte, como dice Magdalena Śniedziewska, Herbert se encuentra atrapado entre dos visiones (y ya es otra vez que presenciamos en toda su obra este dilema), por una parte, la que proviene todavía del siglo XIX acerca de los pequeños maestros, y por ende, el repite las características que se les atribuyen, pero por otra parte, quiere actuar en defensa de esos pequeños maestros. Y después afirma la misma autora: “Herbert, sensible siempre al destino de los que habían quedado olvidados, empujados a los márgenes de la gran historia, escucha atentamente sus palabras. Pero sus esfuerzos no tienen como objetivo ponerlos en la corriente principal de la historia, sino en formar una nueva manera de pensar. No se trata pues, de buscar afinidades por doquier, relaciones lógicas o llegar a una descripción en categorías de una totalidad. Según Herbert, hay que aceptar que no se puede abarcar toda la historia, encerrarla en un orden a cualquier precio, enmarcarla en los límites fijos de las corrientes estéticas, conceptos, jerarquías.” ¿No es exactamente lo mismo que intenta alcanzar en su propia obra? Los poemas de Herbert pueden dar la sensación de que mantienen una jerarquía, pero precisamente lo que pretenden es desbancarla, otorgarle otro punto de vista, no es una jerarquía fija y estipulada, una jerarquía de valores que hay que seguir a pies juntillas, es una manera de establecer las relaciones y que a través del acercamiento que tengamos hacia las mismas estableceremos de una u otra manera. Así, Don Cogito, y todos los personajes de las máscaras de Zbigniew Herbert, y los clásicos, y los objetos, indican la importancia de subvertir, de burlarse de esas estructuras fijas. Pero lo más importante, y lo que lo alejaría del otro gran poeta de la subversión en la literatura polaca, Tadeusz Różewicz, es que esas estructuras existen, no se pueden derribar por completo, hay que hacer un ejercicio para poder repensarlas. Como hay que hacer un ejercicio para repensar el lugar que ocupan los pequeños maestros para el receptor contemporáneo.

Por una parte, el restablecimiento de órdenes diferentes; por la otra, el anonimato del autor que se funde en la obra de arte en el momento de buscar la belleza, ese es el camino que hay que seguir. Posturas difíciles de conciliar, al igual que las otras parejas de conceptos, de planteamientos que se encuentran en la obra de Herbert. Siempre Herbert entre dos fuegos, como indican James L. Foy y Stephen Rojcewicz: “nos hallamos ante un poeta que usa particulares concretos, pero que valora los universales, que mantiene la tradición clásica pero que se centra en la vida cotidiana, que alaba y describe lo mundano y lo simple, pero que blande la ironía y domina la filosofía.”

La obra de Herbert bascula entre un mundo de valores que se ha derrumbado y se ha hecho añicos, y a los que aún se intentan aferrar los autores como tablas de salvación y unas dudas que aparecen con los nuevos sistemas en los que hay que replantearse la validez de esos antiguos valores. Una estrategia de debate para estar en el filo de ambos y no acabar cayendo es la ironía. En Herbert el uso marcado de esta responde (no siempre, claro está) a un intento de reforzar y rebatir a la vez las certezas (de la historia, del pensamiento occidental, de los conceptos como patria o identidad) que cada vez se van debilitando más en el transcurso del siglo XX.

 

7

 

Si en los primeros libros de poesía de Zbigniew Herbert ya teníamos de manera casi programática las principales preocupaciones de las que iba a tratar a lo largo de toda su creación, una voz consolidada, y un tipo de construcción propia del poema, en el último libro que publica, Epílogo de la tormenta (1998), sorprende a todos los lectores con un tono mucho más confidencial, íntimo. No abandona su manera de construir el poema, pero la amplía con una dicción menos seca, como buscando un consuelo en la palabra que había estado bregando hasta ese momento, y parece como un ajuste cuentas consigo mismo, sin abandonar la ironía que refuerza un decaimiento que rezuma en varios instantes, como en el poema “Teléfono”, en el que relata una conversación con el monje trapense Thomas Merton (con quien, curiosamente, y vuelve a aparecer en la relación, Miłosz mantuvo una intensa correspondencia), al final del poema dice la voz poética: “vaya guardián de la nada / estoy hecho / nunca en mi vida / he conseguido / crear / una abstracción decente”.

De este libro destacan, por su carácter de cuestiones definitivas, por su simbología cristiana, por su tono de contrición (no necesariamente hacia Dios, o el dios de Herbert, no tan cercano del cristiano), y de aspiración, el ciclo de poemas “Breviario”. Con el título puede remitir también al Libro de horas de Rilke. En este ciclo hay un compendio de lo que llegó a conseguir Herbert en su obra, de lo que aspiraba, las intenciones programáticas de los primeros libros desaparecen, claro está, hasta fundirse en este mirar hacia atrás. Aparece el estilo, la belleza, el debate de los contrarios que quiere conciliar, las enumeraciones a las que sentía tanto apego y llegó a dominar y a fundir entre los salmos y Homero o la tradición greco-latina, los objetos. Hay una evolución desde “Breviario (I)” que arranca con una ironía, y el lector piensa que se adentra en el mundo herbertiano al que está tan acostumbrado, después pasa a la enumeración de los objetos, con un detallismo y una selección que se centran en pocas esferas de la vida del poeta, especialmente la de la creación, y de repente, sin dejar la ironía, que se va volviendo cada vez más amarga, el lector presencia el mundo de la enfermedad, hasta que termina con las pastillas para el sueño que “son estupendas, porque reclaman, recuerdan, reemplazan la muerte”. Magistral uso de los tres verbos en que las diferentes fases de la vida y la muerte se funden en el hombre.

Los otros breviarios pasan de la creación a la belleza y a un tono de resignada aceptación, aunque también de rebeldía, por las circunstancias de la vida. En “Breviario (II) el autor empieza pidiendo un largo aliento de la frase para poder encerrar todo el mundo, aspecto del que se ha hablado poco acerca de la creación de Herbert, en algunos poemas uno puede tener la sensación de que hay una ambición de querer describir la totalidad del mundo (de ahí que esas contradicciones que quería conciliar pudieran llegar a ese acuerdo), de manera similar a como lo pretendía Jorge Luis Borges. Pero no nos adentraremos en esos derroteros. Al principio del poema dice: “Señor, / dótame de talento para componer frases largas, cuya línea sea la línea de una respiración, extendida como los puentes, como el arco iris, como el alfa y el omega del océano”. Desaparece la ironía del primer poema del ciclo, y Herbert aspira a la totalidad, a tener la frase larga: “por frases largas rezo, pues, por frases que modele el esfuerzo, tan extensas que en cada una de ellas pueda encontrarse el reflejo especular de una catedral, de un gran oratorio, de un tríptico”. Esfuerzo titánico es el que pide el autor, y una visión deudora aún del modernismo del que no se liberará en ningún momento, la intención de crear la obra total. Curiosa conclusión, al final de los días, de un autor que había buscado siempre el detalle. O quizás en el detalle más absoluto se encierra la transcendencia de lo superior que intentaba alcanzar.

El más confesional de los poemas es el “Breviario (IV)”, donde el repaso a la vida se hace directo, cruel, ensañado, austero hasta lo más recóndito de cada espacio de verso: “la vida mía / debería cerrarse en un círculo / terminarse como una sonata bien compuesta / mas ahora veo con claridad / en el momento previo a la coda / acordes rotos / colores mal combinados y también palabras / algarabías disonancias / los lenguajes del caos”. Juicio severo el que se impone el autor, pero esas algarabías, esas disonancias, ¿no son las que impone la historia, la cruel historia del siglo XX? Y en su mundo, en toda su creación, la poética y la ensayística, Herbert expresó esa algarabía con un punto de consolación a pesar (o gracias) a la ironía para el lector de ese siglo, para que pudiera asirse a unas pequeñas certezas. Tal vez serán los lenguajes del caos, de una historia de ruido y furia a la que el autor de Don Cogito ha puesto un orden de belleza y de reflexión.



[1]     El lector puede encontrar dicho ensayo en este mismo número de Turia.

Escrito en Lecturas Turia por Xavier Farré

Los etiquetadores literarios definen la Nueva Crónica Latinoamericana como el Boom de la No Ficción. Una de las exponentes de este periodismo regenerado, que vuelve a entroncar con la literatura, es la argentina Leila Guerriero (Junín, 1967). Mario Vargas Llosa ha encomiado, desde las páginas del diario El País, cómo compone cada perfil o retrato de sus personajes: “Es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados.”

Dicho por el último sobreviviente de aquel grupo, que detonó la novela latinoamericana desde la Barcelona franquista, Leila Guerriero no necesita más presentadores.

Estudió la carrera de Turismo, pero no la llegó a ejercer. Le pudo más la pasión por las letras, y observar lo variado de la condición humana, que organizar cruceros por el Perito Moreno o veladas de tango para guiris en El Viejo Almacén.  Con 25 años envió un cuento, titulado Kilómetro cero, al diario bonaerense Página/12 y, cuatro días después, el director, Jorge Lanata, la contrató como redactora. Su firma no tardó en aparecer en los periódicos de mayor tirada en el Cono Sur, como La Nación y El Mercurio, y fue revalidada en España por El País, del que es actualmente columnista.

Autora, además, de una docena de libros en los que prevalece el perfil de personajes y la crónica narrativa, Guerriero desempeña también la labor de editora para América Latina de la revista mexicana Gatopardo, en la que se ha fraguado una parte importante de esa Nueva Crónica Latinoamericana.

Con una vida profesional tan intensa, no viaja a España todo lo que desearía. Por eso, esta conversación tiene lugar entre Buenos Aires y Royuela (Teruel) mediante llamada de WhatsApp. Sin imágenes. Entrar por primera vez en casa de alguien, a través del objetivo de un teléfono, es un allanamiento de morada. Tiene algo de obscenidad. 

Tarde de paseo por este rincón de España; amanecer borrascoso en Buenos Aires. El entrevistador juega con ventaja. Aunque no la conoce en persona, ha visto fotos suyas, de cuerpo espigado y melena salvaje; puede imaginarla en el salón de su domicilio porteño. Sin embargo, descubre ahora el tono expansivo, campechano y jovial de su voz. 

- Te agradezco que hayas aceptado esta vía (la norma manda no tutear a los entrevistados, pero entre periodistas es lo que impera), porque imagino que, atenta como estás al mínimo detalle de quien tienes enfrente, tú nunca lo hubieras hecho.

- Al contrario. Cuando se interpone la distancia y el tiempo, me ha tocado. Como a todos los que trabajamos en esto. En ocasiones, claro que he tenido que hacer de este modo alguna entrevista, más bien corta, si quería obtener un testimonio, no del todo central, para un perfil o nota más larga. Pero eran por teléfono o Skype. Aunque no me apasiona la tecnología, son herramientas útiles para nuestro trabajo. Ahora, WhatsApp tengo desde hace muy poco tiempo y ésta es la primera.

 

El entorno familiar

- Pues ya somos dos. Cuando afrontas un perfil, o retrato periodístico en profundidad, de un personaje necesitas empezar por el principio. Independientemente de la estructura que le des luego al relato. No puedes comprender a ese hombre o mujer, con el que llegarás a conversar durante meses, sin conocer su pasado. ¿Cómo era tu entorno familiar en Junín?

- Mi papá es ingeniero químico. Una persona que se lee de tres a cuatro libros por semana. Y mi mamá, que falleció en 2009, era maestra, pero nunca ejerció el magisterio, sino que se dedicó al rol tradicional de ama de casa. A criar a los hijos. También leía mucho, aunque a ella una novela le duraba dos meses. Era muy devota de las revistas. No de ésas de la farándula.  La recuerdo leyendo una para mujeres que se llamaba Claudia (se publicó entre 1957 y 1973), muy avanzada, muy de vanguardia. Traía reportajes, crónicas, cuentos y muy buenas firmas. En casa había libros y revistas de historietas por doquier, y se recibían, qué sé yo, cinco diarios por día. Cuando veníamos a Buenos Aires, como a papá le gusta mucho el teatro y a mamá le gustaba el cine, íbamos todo el tiempo de espectáculos. Eran dos personas ilustradas y, aunque se hablaba de literatura, no puedo decir que viviera en una casa de intelectuales. Pero sí muy estimulante desde el punto de vista cultural.

Junín, en plena pampa húmeda y rodeada de un entorno lacustre, es una de las ciudades más activas y aplacibles de la provincia de Buenos Aires. Algún prócer local la bautizó con el pomposo nombre de La Perla del Noroeste. Pero la pequeña Leila se aislaba de aquel ambiente turístico, administrativo e industrial en la biblioteca familiar. Le gustaban los relatos de terror y ciencia ficción. “Sobre todo los de Horacio Quiroga y Ray Bradbury, que fueron los que me hicieron empezar a escribir. Porque yo escribo desde que soy chiquitita. Cuando tenía siete u ocho años. Pero el primer relato que entregué a Página/12  ya no tenía nada que ver con esos géneros, ni cosa por el estilo. Era una historia muy cruda, de realismo sucio, digamos. Una mujer roba un banco con su novio y, cuando escapa de la Justicia, se da cuenta de que se ha subido al proyecto de él, que aceptó convertirse en ladrona porque estaba enamorada. Está escrito con una voz muy bestial, nada romántica. Porque yo tampoco lo soy. Es curioso, sí, que haya sido un texto de ficción el que me haya abierto la puerta del periodismo”.

 

Sobre el periodismo narrativo

- Radio Nacional de España emite un programa en el que sus seguidores no se reclaman oyentes, sino escuchantes. En el caso del periodismo narrativo ¿ocurre igual? ¿Sois periodistas que, más que ver, estáis observando, escrutando?

- Todo el periodismo debiera definirse de esa manera. Vamos a entrevistar a la gente, la escuchamos y transcribimos lo que nos dicen. Pero usamos poco los otros sentidos. Qué se yo: la mirada, el olfato…Tenemos que estar atentos a las gesticulaciones de los entrevistados, el entorno que los rodea, sus casas, sus formas de decir: “Buenos días”, “Buenas tardes”, ”Perdón” y “Gracias”. El periodismo tradicional deja un poco de lado esos detalles que aquí se trabajan mucho.

- ¿Y, precisamente esos detalles, te han permitido descubrir en algún personaje más de lo que aportaban sus palabras?

- Siempre sucede. No se deben sacar conclusiones rápidas; por eso al hacer un perfil nos quedamos tanto tiempo con el entrevistado. Puede ser que un día esa persona esté de mal humor y responda mal; pobre, se le enfermó la suegra. Qué se yo. Ahora me viene a la cabeza la escritora Aurora Venturini. Yo la entrevisté cuando tenía 87 años y falleció a los 92. Fui varias veces a su casa, en La Plata, y le pedí permiso para sacar fotos. No quería publicarlas, pero estaba tan abigarrada de objetos que, a la hora de describirla, me iba a resultar muy difícil, por más que tomara notas. Yo, además de grabar, siempre tomo notas con la libreta. Saqué fotos de su biblioteca y, cuando llegué a mi casa, les hice un zoom y descubrí un montón de libros con títulos muy extraños. Como Los brujos, La Luna Negra de nosequé… Parecía de magia negra. Justo después, hago una entrevista con una de sus discípulas y me dice: “¿Viste que Aurora, si le haces un daño, te hace una brujería?” Y me empezó a hablar de su faceta digamos paranormal. La siguiente vez que fui a verla, le pregunté y me dijo que era muy creyente, muy católica, y que, así como existía Dios, existía el Demonio. Y me empezó a contar que ella lo había visto. Su mejor amigo era un cura exorcista. Hablé con él y nada de lo que dijo Aurora era descabellado ni para mofarse. El cura decía que, si aseguraba haber visto algo, había que darle cierto crédito. Surgió este tema de conversación que, fantasía o no, formaba parte de sus creencias. Luego ella me contó cosas que pasaron. Como que había abierto el periódico y había visto una necrológica de alguien que todavía no se había muerto y se murió poco después. No digo con esto que yo crea en esas cosas. Digo que ella las contaba de esta manera. Y todo salió de una foto a su biblioteca. Sí, esos pequeños detalles, que nadie mira o pasan desapercibidos, pueden echar luz sobre zonas de la gente a la que uno entrevista.

 

Historias en primera persona

Escribir en primera persona es un clavo ardiendo al que el periodista se aferra en casos de extrema necesidad. Leila Guerriero sólo lo ha hecho en tres de sus libros: Los suicidas del fin del mundo (2005), Una historia sencilla (2013) y Opus Gelber (2019). “Uso la primera persona en mis columnas de El País, aunque no siempre, para que se entienda que la que opina soy yo. También en mis conferencias sobre la escritura o el periodismo, porque es lo que a mí me pasa, pero que no tiene por qué ser una verdad. En el caso de esos tres libros recurro a ella por diferentes razones. En Los suicidas del fin del mundo, cuando yo llegué a Las Heras, un pueblo perdido en la Meseta Patagónica, donde había un excesivo número de suicidios entre jóvenes, vi que esa gente vivía en un estado de aislamiento y de precariedad terrible. Les cortaban la ruta los piqueteros, porque protestaban por tal cosa, y el pueblo se quedaba aislado cuarenta días. Sin recibir combustible, sin víveres, sin recibir nada. O el viento tumbaba los cables del teléfono y se quedaban diez días sin poder usarlo. Les daba igual, pero yo me desesperaba, porque me sentía encerrada. Pensaba: “No voy a poder salir de acá nunca más”. La cita con mis entrevistados era en el único café del pueblo que, a su vez, era un burdel. Y todo esto, que para ellos era normal, para mí no lo era. Esa primera persona es la mirada del forastero que no ve tan natural lo que ellos consideran cotidiano. En Una historia sencilla me incluí yo porque había cosas que me costaba mucho dilucidar. Como el hecho de que Rodolfo González Alcántara, el protagonista, se dirigiera con tanto entusiasmo hacia su propia aniquilación. Porque él iba a ganar el premio del Festival Nacional de Malambo de Laborde. El malambo es un baile tradicional de los gauchos. Si lograba ganar, como pasó, suponía el fin de su arte, porque en las bases figuraba que no podría presentarse a ningún otro concurso como solista. Y tampoco entendía el altísimo grado de prestigio que tenía este festival, absolutamente desconocido por entonces. Me parecía que era indispensable esa primera persona. De todas formas, creo que Opus Gelber es donde aparezco más expuesta de todos los libros que he escrito. Porque la personalidad del pianista Bruno Gelber se comprende y se explica sólo en relación con un otro. En la forma que manipula, ejerce su magnetismo e interpela a ese otro que tiene enfrente, que soy yo. Bruno me pone contra las cuerdas. Es superinquisitivo. Me hace preguntas incomodísimas. Juega un poco conmigo: me encuentra parecidos graciosos con actrices y me pregunta cómo me llevo con mi marido; si me acosté con mujeres…y qué pienso yo de los celos. En buena parte del libro, Bruno me entrevista a mí de alguna forma. Por supuesto, muchas de mis respuestas no aparecen, porque no interesan a nadie. Pero hay una faceta de la personalidad de Bruno que sólo se puede mostrar en ese juego como el gato y el ratón con la persona que tiene enfrente. No había manera de escribirlo si no era en primera persona”.

 

“Me molesta cuando se confunde sarcasmo con inteligencia”

A pesar de lo que cuenta, Leila Guerriero sostiene que la entrevista no debe concebirse como un combate. No hay que enseñar las armas. Pero tampoco mostrarse cómplice. Echando la vista atrás, se reprocha haber sido “un poco sobona” con algunos entrevistados y ha intentado dosificar la ironía y el sarcasmo. “Son recursos de alto impacto que se pueden transformar en un vicio. Si se convierten en el único medio que tenés para subrayar lo ridículo, lo indignante, lo absurdo, lo contradictorio, lo paradójico, blablablá… de una situación, te mostrarás como un narrador de pocos recursos. Viendo hacia atrás, encuentro algunos perfiles y crónicas recargadas en ese sentido. Sin embargo, uso mucho la ironía en las columnas de El País. Incluso llego al sarcasmo. Hay autores que utilizan ambos recursos con mucha frecuencia y me encantan, pero ahora me parece más interesante buscar otras cosas. Lo que sí me molesta es cuando se confunde, que se confunde mucho, sarcasmo con inteligencia.”

- Cuando empezaste en este oficio, todavía marcaba la pauta el Nuevo Periodismo estadounidense, pero ya empezaba a haber grandes maestros latinoamericanos.

- Sí, eran casi todos, como vos decís, gringos. Aunque para mí siempre fue un referente muy importante acá Martín Caparrós. Y después, los que fueron mis editores Homero Alsina Thevenet y Elvio Gandolfo, o Tomás Eloy Martínez. Eran guías más asequibles y cercanos. La posibilidad de que yo conociera a Tom Wolfe era una en ocho millones. En cambio, Homero me llamaba por teléfono a mi casa. Y Elvio Gandolfo me decía: “La nota está buenísima, pero acá tal cosa y acá tal otra”. Y leía a Caparrós y decía: “Ah, bueno, entonces este artículo él lo resolvió así. Qué bien, no se me había ocurrido esta solución.” Y lo mismo puedo decir de Rodrigo Fresán. Luego, cuando hubo Internet y podías entrar en revistas de Colombia, México o Chile, se amplió ese mapa de gurúes, que terminaron siendo colegas y, algunos de ellos, amigos muy queridos. 

Durante la carrera de Turismo, Leila Guerriero tuvo que estudiar Historia del Arte y, cuando se le pregunta si hay similitudes entre un perfil periodístico y el retrato de un pintor, tras ruborizarse (se intuye en la voz) reconoce que sí. “De hecho, viste, el subtítulo de Opus Gelber es Retrato de un pianista. Yo siempre tiendo a creer que un perfil, una crónica, son el equivalente a un documental sólo que escrito. Aunque cada pintor tiene su técnica, parte de un esbozo, de una idea seminal, y, a medida que avanza en la pintura, va descubriendo qué retrato quiere hacer. En la escritura hay primero un embrión, medio deforme, de lo que va a ser después; luego un pulido, a partir de esa materia desbordada, y, finalmente, se liman las rebabas. En ese sentido, podíamos pensar también en el material de la escultura. Sí, creo que la escritura y varias artes, entre ellas la música, comparten un poco esa búsqueda. El acercamiento primigenio, hasta después llegar a una forma más o menos final.  Que siempre podría ser distinta, porque es una decisión un poco arbitraría: ¡Terminé! Ja,ja. Podría seguir al infinito.”

- Las figuras, muchas veces, se insertan en un paisaje. Hemos hablado antes de la importancia de ese fondo en el caso de Aurora Venturini. Pero también existe un paisanaje. ¿Esas relaciones personales, en torno al retratado de un perfil periodístico, abren puertas que el protagonista puede mantener infranqueables?

- Sí. Por ejemplo, el perfil de Bruno Gelber no puede tener sólo su voz. Hacen falta otras que hablen sobre él. Primero porque es interesante ver versiones contrastadas de un mismo hecho. O sea, Bruno cuenta su infancia de una manera y Munina, su hermana, la cuenta parecida, pero distinta en algunos puntos. Los testimonios laterales echan luz sobre cosas que la gente no dice de sí misma. A veces ni siquiera por ocultamiento, sino por pudor. Qué se yo, nadie dice: “Soy un genio”, salvo que tenga un ego tipo Dalí. Estos testimonios señalan contradicciones, paradojas, traen recuerdos que el protagonista no menciona. Y abren toda una rama, una línea de conversación. Yo vi mucho a Bruno a lo largo de todo un año, y lo seguí viendo después, pero nunca lo encontré angustiado o melancólico. Puede perder la paciencia y enojarse, sin embargo, nunca lo vi abajo. Esteban, el hombre que vive con él pero que no es su pareja, aunque el departamento está a su nombre, me comentó que la única vez en la que vio mal a Bruno, angustiado y muy metido para dentro, fue cuando se quebró la mano y tuvo que estar enyesado seis meses, a principios de los dosmiles. Después que tuvo un accidente de auto. Ahí hay una revelación, porque Bruno le quitaba importancia a ese accidente. Se reía un poco… Y, sin embargo, viene Esteban y me dice: “Mira, no. Cuando se accidentó, sí lo vi mal. Lo vi preocupado.”

 

“Uno no puede darle voz a un monstruo para que limpie su imagen o pretenda hacerlo”

- Además de perfiles escritos por ti, has publicado, como editora, dos libros de ese género elaborados por otros periodistas: Cuba en la encrucijada (2017) y Los malos (2015). En este último aparecen retratos de criminales, torturadores y genocidas, como Ingrid Olderock, la oficial chilena que vejaba sexualmente con perros a los detenidos. ¿Debemos los periodistas dar voz a esa gente?

- Nunca termino de entender esta polémica. Hay que darles voz, pero de determinada manera. Uno no puede darle voz a un monstruo, a un sujeto siniestro, para que limpie su imagen o pretenda hacerlo. Eso no. Pero todos los perfiles de Los malos, que es un libro que demandó mucho trabajo, están muy bien tratados por sus autores. Yo les dije, como editora, que no quería un libro indignado. Con el dedito levantado, diciendo: “Este sujeto es un monstruo”, sino que me contaran la vida de estos sujetos, tan siniestros como son, de forma que pudiéramos entender lo que pasaba por su cabeza.  Algunos son tremendos.  Sin ir más lejos, el Mamo Contreras, director de la DINA de Pinochet. Torturó, mató, hizo desastres…Pero el texto está muy bien armado por su autor, Cristóbal Peña; cuenta toda la vida del tipo, habla con su hijo…hasta que llega a verlo a la cárcel y lo que encuentra es un viejo medio perdido, medio demente, que está estudiando los ovnis, rodeado por sus nietas: la imagen de la decadencia.  Y, después de leer todo el retrato, por supuesto que uno no siente ninguna lástima. Si Cristóbal hubiera empezado por ese arranque, poniendo al viejo en la cárcel, medio perdido y qué sé yo, el perfil hubiera sido otro. Yo no creo que se trate de darle voz, como vos decís, porque parece que los vamos a dejar contar sus versiones. Se trata de contar lo que hicieron, cómo se transformaron en lo que han sido, las decisiones que tomaron, hablar con sus amigos… ¿Quiénes son los amigos de estas personas? ¿Cómo se puede ser amigo de alguien así? Es muy fácil reducir a esta gente a la idea de monstruo. Si uno dice: “Ah, son monstruos,” los saca de la especie humana y es un pensamiento muy tranquilizador. Porque un monstruo se reconoce fácilmente. Lo siniestro, lo perverso, lo aterrador es que están camuflados y viven entre nosotros como hijos de vecinos cualquiera. Y, como periodistas, debemos tratar de comprender el ecosistema de la cabeza de estas personas, así como tratamos de comprender también otros: a gente más buena, completamente buena o talentosa. Utilizando las mismas herramientas periodísticas.  No, no creo que se trate de darles voz, sino de entender.

 

“Argentina ha sido modelo de Memoria Histórica”

- Ya que hablamos de crímenes, Raúl Alfonsín llegó a la Casa Rosada y se propuso juzgar a los genocidas de las Junta Militares con el calor de sus posaderas todavía reciente en el sillón presidencial. En España, casi medio siglo después de la muerte de Franco, se le rinde homenaje en un monumento de titularidad pública. ¿No fuisteis demasiado rápido en Argentina y nosotros muy lento? 

- Yo no me voy a meter a opinar de la política española, porque creo que allí hay mucha opinión y muy bien fundada al respecto. Me remito a hablar de la política de acá, de lo que más conozco. Creo que Alfonsín hizo lo que había que hacer y con un riesgo muy alto; la dictadura, como decís, todavía estaba presentísima. No pasó casi tiempo y empezaron los juicios. El informe Nunca Más sacó a la luz la historia soterrada de las torturas y desapariciones. No veo ningún motivo para tener que esperar a hacer esas cosas si es que se hacen bien, como se hicieron. Fue ejemplar. Después hubo, como sabés, leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, de Impunidad, y se reabrieron los juicios por lesa humanidad. Hace poco tiempo, se pretendió dictar una ley que beneficiara a esos condenados por crímenes de lesa humanidad y la gente salió a la calle. Generaciones de argentinos, desde abuelos hasta nietos y bisnietos, se congregaron frente a la Plaza de Mayo exigiendo que no se hiciera. Y no se hizo. Temas como la Memoria y la Justicia, en términos de Derechos Humanos, son algo muy arraigado en la gente. Se empezó a crear conciencia desde muy iniciada la democracia.  Si hay algo que me conmueve de este país es eso. Creo que es la única cosa que ha funcionado, con ires y venires, pero ha funcionado bien. La memoria nunca es un error.

El reportaje de Leila Guerriero La voz de los huesos, que en América se publicó como El rastro de los huesos, cuenta el trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense para reconstruir los crímenes de la dictadura. Obtuvo el premio Nuevo Periodismo Cemex y la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, que presidía García Márquez. La voz de la cronista va apartando, como hacen ellos con la tierra, el manto de olvido con que cubrieron los militares su programa de exterminio. De aquella convivencia surgió una amistad que perdura. “Los periodistas entrevistamos a mucha gente y no podemos hacernos amigos de toda. Ni todo el mundo se presta, o no nos apetece a nosotros. Pero aquí se dio, después de pasar muchas horas con ellos. Y no sólo en el laboratorio. Porque no podía terminar la crónica sin ver una exhumación y los acompañé al cementerio de La Plata a exhumar tres cuerpos. No había nada morboso. Fue duro, pero me parecía fundamental verlo y contarlo.”

- He leído en alguna parte que te ocurre lo que a Ernst Jünger: que te gusta visitar los mercados y los cementerios de las ciudades a las que llegas. Él se hacía idea de cómo era esa sociedad en función del trato que daba a sus vivos y a sus muertos.

- Me parece interesante lo que decía Jünger, pero yo no siento ningún atractivo especial por los cementerios. Quizá se haya extrapolado de algún comentario que hice a otros colegas sobre  aquella crónica. Tampoco siento rechazo por esos lugares urbanos. Acá, en Buenos Aires, vivo cerca del cementerio de La Chacarita y es curioso porque uno puede entrar con el auto. Tiene calles adentro y una arquitectura alucinante…una atmósfera de calma, tranquila, nada que atemorice. Aunque tampoco es un lugar para hacer una fiesta. Si tengo que ir a un cementerio, voy sin ningún problema. Por lo que decís de Jünger, yo estuve como veinte mil millones de veces en Santiago o en México y no tengo ni idea de donde están los cementerios de esas ciudades. Pero sí conozco sus mercados.

En Plano americano (2013) Leila Guerriero traza perfiles de escritores, fotógrafos, músicos, pintores, cineastas y otros creadores latinoamericanos. Lo publicó la Universidad Diego Portales, de Santiago de Chile, y a pesar del corto recorrido que suelen tener las ediciones universitarias, uno de los ejemplares cayó en manos de Mario Vargas Llosa. Lo escogió al azar entre la pirámide de libros que le envían a su domicilio y, al ver en el índice de retratados a Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), por quien siente verdadera devoción, le pudo la curiosidad. El erudito dominicano fue el cabo de la madeja que le llevó a leer el libro completo y dedicarle a la autora su columna semanal en el diario El País: “Muestra de manera fehaciente que el periodismo puede ser también una de las bellas artes y producir obras de alta valía, sin renunciar para nada a su obligación primordial, que es informar.” Guerriero no era ninguna debutante, ya destacaba entre los periodistas de su generación, pero aquello le hizo rozar la gloria. “Para mí fue un shock. Una conmoción, esa es la palabra. La columna de Vargas Llosa aquí la tiene sindicada el diario La Nación y, con la diferencia horaria, la publica cuatro horas más tarde. Yo estaba trabajando, porque no vivo pegada a las ediciones digitales de los periódicos todo el tiempo, ni tengo una alerta de Google con mi nombre. No, no hago esas cosas. Y me llamó mi amigo, y editor de opinión de La Nación, Jorge Fernández Díaz. Cuando me lo cuenta, digo: “Jorge, me acaba de bajar la presión. No puedo creerlo.” Y me la leyó al teléfono, porque no me atrevía a entrar en El País. Obviamente, yo había leído a Vargas Llosa desde chica, pero no lo conocía personalmente ni tenía ninguna relación con él. Luego entablé contacto y lo conocí en un restaurante de Madrid, gracias a nuestro común amigo Juan Cruz Ruíz, pero en aquel comento me costó entender qué me pasaba. Apenas abrí el mail, fue el mismo efecto que cuando te ganas un premio muy importante. ¿Entendés? Te escriben, y te llaman, desde todos lados: amigos, colegas…Era un poco eso de ¿Qué hace una chica como yo en un lugar como éste?”

 

“El papa Francisco me parece contradictorio y manipulador”

 Los dos argentinos vivos con más proyección internacional son Messi y el papa Francisco. El primero se muestra parco en palabras. Cualquier perfil sobre el futbolista devendría en un elogio del silencio. El pontífice ha concedido muchas más entrevistas que todos sus antecesores juntos, y en ellas se muestra locuaz, chistoso…terrenal, en una palabra. Pero los periodistas apenas han podido compartir con él una hora de conversación. Un perfil llevaría meses, por eso Leila Guerriero lo considera inaccesible. “Claro que me parece interesante Bergoglio, pero me resulta un sujeto muy poco loable. Si un periodista tiene que deponer muchos prejuicios antes de entrevistar a una persona, yo creo que con Francisco me costaría muchísimo hacer ese trabajo. Me genera antipatías. Es uno de los sujetos que tiene más poder en el mundo, además jefe de Estado, y muy contradictorio. Hay un consenso de simpatía, o había por lo menos, en los inicios, con esa imagen de estar dispuesto a terminar con ciertas cosas de la Iglesia, y en realidad es tan conservador o más que todos. Hizo muy poco para cambiar de raíz los abusos sexuales, por ejemplo. Cuando vino al Sur, a Chile, fue muy poca gente a verlo. Sentó a su lado al obispo Juan Barros, que estaba acusado de haber encubierto el caso Karadima, una historia tremenda de abusos sexuales a menores. Sostuvo ante los periodistas que no había ninguna prueba de la complicidad de ese obispo, cuando los abusados habían presentado decenas. Incluso enviaron cartas al Vaticano que jamás fueron contestadas. Bergoglio, después de apoyar a Barros, tuvo que salir pidiendo disculpas. Mirando su comportamiento de aquellos días, creo que es un hombre de convicciones muy aterradoras. Pero, por otro lado, se lo ve como un tipo con cierta cercanía terrenal. Parece tener más conocimiento que otros miembros de la Iglesia de lo complicada que es la vida de la gente en el día a día. Ya digo, me parece interesante, muy contradictorio, y, por supuesto, inaccesible para hacerle un perfil periodístico tal y como yo me los planteo.”

 Leila Guerriero parece sentirse más en su salsa con personajes desconocidos, como la señora que envenenó a  amigas agregando cianuro al té, el ilusionista manco o un cardiólogo convertido en el doble Freddie Mercury. Seres humanos que, por lo general, tuvieron su breve reseña en la prensa y a los que ella, con las herramientas del periodismo, redime de la anécdota para contarnos su historia. Las más interesantes, junto a reflexiones sobre su oficio y la última entrevista a Homero Alsina Thevenet antes de morir, las recopiló en Frutos extraños (2009). “La base del libro es la famosa frase que dice que, visto de cerca, nadie es normal. Y eso se puede extrapolar un poco a toda la gente que uno ha retratado. Me cuesta encontrar, si es que lo hay, un denominador común a esas personas. Son muy diversas. Sin embargo, a pesar de que utilizara ese título para un libro concreto, lo que me mueve no es la extrañeza de la gente, sino la curiosidad que me genera. Porque, si no, tendría una colección de frikis y no va por ahí lo que me interesa.”

 

“A los periodistas nos encanta la épica del perdedor”

- ¿Te tienta la épica del perdedor? Porque quizá se vislumbre algo en La voz de los huesos, Los suicidas del fin del mundo… incluso el Rodolfo de Una historia sencilla, pese a ganar el concurso de baile, tiene una dosis de perdedor.

-A los periodistas nos encanta esa épica del perdedor, del loser. Lo que vos decís es cierto.  Pero en estos casos no la veo para nada. El Equipo Argentino de Antropología Forense reconstruye la historia de personas que han sido víctimas. Y los jóvenes suicidas de La Patagonia, yo tampoco diría que un suicida sea un perdedor. En ambos casos hay un quiebre, son historias de horror, no de perdedores. Y Rodolfo no sé si tiene algo de perdedor, porque siempre se sobrepone a todo lo que le pasa: los primeros años de pobreza, acá en Buenos Aires, y luego da todo por conseguir ese campeonato de baile. Aunque la condición sea no volver a presentarse a ningún otro. Finalmente gana. Va tras un sueño y lo consigue. ¿Algo de perdedor? Yo más bien lo veo como una especie de Ícaro.

-Muchos escritores de ficción dicen que, a veces, no son ellos los que dominan a los personajes, sino que se les rebelan y conducen al autor a donde les da la gana. ¿Te ha ocurrido que fueras en busca de un entrevistado y se te cruzara otro más interesante por el camino?

- No…(duda). No. Aunque el libro Plano americano funciona como una especie de vasos comunicantes. De pronto, en el perfil de un diseñador de joyas, aparecen, qué se yo, los testimonios laterales de una cronista de moda y un diseñador de afiches. Después, la cronista de moda ha despertado en mí el suficiente interés para convertirla en protagonista del siguiente perfil. Pero toparme con alguien impensado (vuelve a dudar. Como queriendo cerciorarse) creo que no me ha pasado nunca.

 

“No es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas”

 La conversación concluye hablando de su faceta como columnista. La editorial Libros del Asteroide acaba de publicar Teoría de la gravedad, un libro recopilatorio de las columnas de prensa escritas por Leila Guerriero a lo largo de más de cinco años. Reflexiones entreveradas de lecturas y recuerdos que demuestran que todavía se puede hacer literatura en los periódicos. Le pregunto si la columna es la destilación última del periodismo. Si algunas le han costado más tiempo de escribir que, por ejemplo, un perfil de veinte páginas. “No sé si más. Porque un perfil de ese tipo cuesta muchísimo. Lo complicado de la columna es cuando se publica con una periodicidad alta. Si es difícil tener una idea por año, imagínate tener una idea todas las semanas. Cuando quiero hablar de algún asunto político, social o económico, normalmente de América Latina, recojo mucha información. Armo un documento grande, con cantidad de notas de archivo, y lo cruzo con libros que he leído. Depuro lo accesorio y, con lo que resta, armo la columna. Me lleva tiempo, no es sencillo comentar situaciones complejas en pocas líneas. Hay que evitar el reduccionismo y que todo sea blanco o negro. Para hacer un perfil me paso meses. También es necesario separar lo esencial de lo accesorio; pero buscar una estructura, que tenga clima, una atmósfera, es igualmente trabajoso. Cada género tiene su propia dificultad.

Sobrepasado, con creces, el tiempo de la entrevista, Leila Guerriero prolonga la conversación en tono más personal. Encarna la antidiva en un oficio donde proliferan las estrellas rutilantes. Ya lo advirtió Vargas Llosa tras leer Plano americano: “No interfiere jamás, nunca usa a sus personajes para auto promocionarse, practica aquella invisibilidad que exigía Flaubert de los verdaderos creadores.” Se ofrece para completar, cualquier otro día, lo que sea necesario. No reclama leer el texto antes de la publicación. ¡Sería ofender a un colega! Pero pide un pequeño favor:

- Si podés, no me hagas hablar de tú. Porque yo no utilizo esa forma. Puesto que soy argentina, hablo de vos.

- Por supuesto. Sería como tergiversar tus palabras.

- Pero a veces lo hacen. ¿Viste?... ¡¡Y, al leerlo, uno se encuentra hablando como en el doblaje de una película!! (WhatsApp devuelve metálico el son de su risotada).

 Hace 75 años, Homero Alsina Thevenet, que firmaba HAT las críticas de cine, ya denunció en el semanario Marcha cómo se profana, de ese modo, la integridad artística de un largometraje. Decíamos ayer…

        

 

 

 

 

 

 

 

    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

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