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María Moliner (1900-1981) es ampliamente conocida por ser la autora del Diccionario de uso del español, una obra ingente y fundamental en la Lexicografía española de la segunda mitad del siglo xx, que empezó a elaborar cumplidos los cincuenta. Aquí presentaremos a la María Moliner anterior, la de los años 30, la que tuvo un papel muy activo y fundamental en la difusión de la cultura, la bibliotecaria, la que impulsó un Plan Nacional de Bibliotecas durante la Segunda República, la que fue delegada del Patronato de Misiones Pedagógicas en Valencia.

 

Años de formación humana e intelectual

La contribución intelectual de María Moliner no puede entenderse sin conocer sus orígenes, su infancia y adolescencia, y su juventud. Nació en Paniza (Zaragoza) en el seno de una familia acomodada el 30 de marzo de 1900, en plena época del Regeneracionismo, cuando los españoles empezaban a tomar conciencia del atraso que sufría el país respecto a los vecinos europeos. En 1904 la familia se trasladó a Madrid y, en 1912, su padre, médico de la Marina en aquel entonces, se embarcó rumbo a Argentina, de donde jamás regresó. La desaparición del padre a tan temprana edad fue uno de los hechos que más marcaron el carácter y la trayectoria posterior de María Moliner, convirtiéndola en una persona sumamente responsable, voluntariosa y decidida: ante la difícil situación en que se encontró su madre —sola, sin oficio ni beneficio y con tres hijos que criar—, María se ofreció para estudiar por su cuenta, para no ser una carga, y empezó a dar clases particulares en cuanto pudo para contribuir al sostén económico de la familia.

En aquellos mismos años (1910-1913), María estudió, a veces por libre, en la Institución Libre de Enseñanza (ile), una institución que se consideraba elitista, más en lo intelectual que en lo económico. La influencia de esta institución y de sus profesores en la trayectoria intelectual y profesional de María Moliner fue notable, en particular la de Manuel Pedro Bartolomé Cossío —padre intelectual de María Moliner— y Américo Castro. En la ile María Moliner pudo dar lo mejor de sí, alcanzar la excelencia intelectual y sentar las bases de unos valores capitales en su formación humana y académica que la acompañarían a lo largo de toda su vida. En aquellos años no imaginaba, como veremos más adelante, que a partir de 1930 su vocación y su talento estarían al servicio de las Misiones Pedagógicas, proyecto del que Manuel B. Cossío había sido el principal impulsor.

La difícil situación económica de la familia propició el regreso a Zaragoza, en cuya universidad María estudió Filosofía y Letras, especialidad de Historia, y donde se licenció, en 1921, con sobresaliente y premio extraordinario. Al año siguiente empezó a preparar oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, al tiempo que ampliaba estudios de Latín, Bibliografía y Pedagogía, siempre anhelando satisfacer su sed de saber. Su primer destino como bibliotecaria lo obtuvo en el Archivo de Simancas (Valladolid), donde sólo estuvo un año, pues —de nuevo por razones familiares— solicitó el traslado a Murcia. Pero sus inquietudes intelectuales no iban a verse satisfechas con ese puesto de trabajo, muy administrativo y poco creativo. En febrero de 1924, tan sólo dos meses después de tomar posesión de su nuevo destino como archivera, logró vincularse a la Universidad de Murcia, al ser nombrada ayudante en la Facultad de Filosofía, trabajo que compaginaba con sus obligaciones en el Archivo de la Delegación de Hacienda. Cabe resaltar que fue la primera mujer que se incorporó a esta universidad, y la Junta de la Facultad hizo hincapié en que entraba «por sus méritos» y que le mostraba su «alta estima» al recibirla.

En Murcia conoció al que iba a ser su marido y padre de sus hijos, Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física. Durante el curso 1929-1930 este obtuvo la cátedra de Física en la Universidad de Valencia y toda la familia Ramón-Moliner se trasladó a la capital del Turia, adonde María había solicitado el traslado al Archivo de la Delegación Provincial de Hacienda.

María Moliner fue, por tanto, coetánea de mujeres que han pasado a la historia por su lucha feminista y por su defensa de los derechos de las mujeres —Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken—, y también de mujeres artistas o deportistas que se hicieron famosas y ayudaron a visibilizar a la mujer española —Maruja Mallo, Lili Álvarez—, en una época en que, por tradición, la sociedad española reservaba a la mujer un papel relegado al ámbito doméstico. Asimismo, también fue contemporánea de mujeres que sintieron la llamada de la lucha miliciana a raíz del estallido de la Guerra Civil española, como Rosario Sánchez Mora. Igualmente lo fue de Pilar Primo de Rivera y de su obra, la Sección Femenina, que atrajo a tantas mujeres desde 1934 y durante el franquismo. Y, por otra parte, muchas de las mujeres de su época optaron por dedicarse exclusivamente al hogar y a la familia.

No obstante, la biografía de María Moliner, marcada por su infancia y adolescencia, nos muestra a una mujer que no fue como ninguna de ellas, ni siguió ninguno de estos caminos: a pesar de las adversidades que la vida le deparó, encontró un modo distinto de ser mujer y madre, al tiempo que bibliotecaria e intelectual, con una profunda preocupación social y humana, sin perder nunca su modo de estar en el mundo, discreto y silencioso, pero enormemente productivo, sin renunciar a nada, ejerciendo en plenitud su destino de mujer. Sin ser feminista, fue un ejemplo para muchas feministas.

Así pues, en los primeros años de su vida en Valencia, María Moliner y su marido tuvieron la oportunidad de compartir amistad y todas sus inquietudes intelectuales con otras personas del mundo académico valenciano, personas de talante liberal y avanzado como ellos y, en particular, con un grupo de matrimonios con anhelos regeneracionistas similares a los suyos, que, en palabras de la historiadora Inmaculada de la Fuente, «querían un colegio distinto para sus hijos y sentían la necesidad de introducir las nuevas pedagogías de la enseñanza». Con este grupo de amigos impulsaron y fundaron la Escuela Cossío, nombre escogido en memoria del célebre pedagogo, Manuel P. Bartolomé Cossío.

Las etapas de gestación, fundación, promoción y puesta en marcha de la Escuela Cossío en Valencia fueron, sin duda, uno de los períodos más fructíferos de la vida intelectual y laboral de María Moliner. La materialización de este sueño por parte del matrimonio Ramón-Moliner —junto con los matrimonios amigos que participaron en el proyecto— sirvió, de entrada, para que sus hijos recibieran la educación de calidad que sus padres deseaban, siguiendo la estela de la ile y la pedagogía que allí María había aprendido.


La Segunda República y las Misiones Pedagógicas

La llegada de la Segunda República fue una oportunidad para María Moliner, que ya estaba muy comprometida y concienciada socialmente, especialmente en lo relativo a la educación y la cultura. En cierto modo, con la concepción y puesta en marcha de la escuela en Valencia, en el curso 1930-1931, María Moliner ―junto con su marido y su grupo de amigos― contribuyó al despertar de la sociedad española, que cristalizaría con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Este entorno favoreció que María Moliner pudiera seguir dando lo mejor de sí y fuera alimentando sus inquietudes intelectuales y, sobre todo, sociales y educativas.

Y precisamente el haber promovido y fundado la Escuela Cossío en Valencia facilitó que María Moliner entrara en contacto con uno de los grandes proyectos del Gobierno republicano, en el que ella participaría de forma muy activa: las Misiones Pedagógicas, creadas el 29 de mayo de 1931 y dependientes del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Esta fecha tan temprana respecto a la proclamación de la Segunda República —mes y medio después— muestra la importancia que el nuevo Gobierno republicano otorgaba a la cultura y a la regeneración del pueblo español.

Encontramos los antecedentes de las Misiones Pedagógicas en el año 1881, cuando Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío solicitaron al ministro de Fomento del primer Gobierno de Sagasta la creación de «misiones ambulantes», para llevar a los mejores maestros a zonas rurales más apartadas. La idea era enviarlos, en grupos de dos o tres, a modo de «misioneros», para que en las principales localidades reuniesen a los maestros rurales y les explicaran de forma práctica qué era lo que en las condiciones de entonces podrían hacer con objeto de mejorar la enseñanza. Más adelante, en 1912, se promovieron algunas experiencias, que ya se denominaron «misiones pedagógicas», para llenar el vacío intelectual y social con que frecuentemente trabajaban los maestros en las aldeas.

El Gobierno republicano sintió rápidamente la necesidad de trabajar para la población de las zonas rurales y retomó la antigua aspiración de Giner y Cossío: encomendó entonces a Cossío la presidencia del Patronato de Misiones Pedagógicas, organismo al que éste se dedicó en cuerpo y alma hasta su fallecimiento en 1935.

Era cuestión de tiempo que María Moliner se sintiera atraída por el flamante proyecto de las Misiones Pedagógicas, máxime cuando estaba presidido por el que fue su principal maestro. En agosto de ese mismo año, María integró la Delegación Valenciana de las Misiones Pedagógicas, con responsabilidades gestoras, entre otras. Y en enero de 1932 inició su colaboración con las Misiones Pedagógicas, que durarían hasta 1936.

María Moliner hacía suyas las palabras del profesor Cossío cuando explicaba cuál era el propósito de las Misiones: «despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues sólo cuando todo español no sólo sepa leer —que es bastante—, sino que tenga ansia de leer, de gozar y divertirse, sí, divertirse leyendo, habrá una nueva España». Hay que tener en cuenta que en 1931 apenas había bibliotecas públicas en España y que ninguna escuela rural tenía libros infantiles. La Segunda República realizó un esfuerzo importante por terminar con las desigualdades entre el campo y la ciudad, y lo intentó de la mano de las Misiones Pedagógicas y de la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, de la que hablaremos más adelante.

El mundo de la lectura y de las bibliotecas experimentó con todo ello una gran transformación. Se empezó a entender que el papel de los bibliotecarios debía cambiar: el bibliotecario clásico era aquel que buscaba preservar los libros y trabajar para sesudos especialistas; en cambio, el bibliotecario de la Segunda República —como María Moliner— buscaba trabajar para el público en general y para los más desfavorecidos en particular. Su afán, como el del maestro Cossío, consistía en despertar el gusto por la lectura a los que no lo habían conocido, acercar la cultura a los que vivían alejados de las grandes ciudades y, en definitiva, abrir las bibliotecas a la gente, dejando que la luz del día desempolvara los ejemplares. María Moliner deseaba una biblioteca viva, útil y lúdica.

En 1933, María Moliner fue nombrada vicepresidenta de Misiones en Valencia, y como tal propició el desarrollo de las bibliotecas rurales, tarea que compatibilizó con su trabajo en el Archivo de la Delegación de Hacienda y con su faceta de madre y esposa.

En 1934, promovió asimismo la creación de una biblioteca popular en la ciudad de Valencia. Pese a ser una idea suya, en la que trabajó con ahínco, no fue nombrada directora de la misma. Lejos de desanimarse, siempre voluntariosa, presentó otro proyecto, aún más ambicioso: la creación de una Biblioteca-Escuela, también en Valencia, pensada como central de coordinación y distribución de fondos para las pequeñas bibliotecas rurales. El proyecto salió adelante, y la energía incombustible de María Moliner se puso al servicio de los ideales que el maestro Cossío le había transmitido.

Como miembro colaborador de las Misiones Pedagógicas en Valencia realizó numerosas inspecciones a distintas bibliotecas diseminadas por la provincia de Valencia. Varios informes de estas inspecciones se conservan en el Archivo General de la Administración. La experiencia acumulada en los centenares de visitas que realizó le permitió hacer una radiografía muy nítida de la situación de la lectura y de las bibliotecas rurales, y pudo verter buena parte de ello en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía ―inaugurado por el filósofo José Ortega y Gasset―, que tuvo lugar en Madrid y Barcelona, del 20 al 30 de mayo de 1935, donde presentó la comunicación titulada «Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España», y de cuyo Comité Organizador formó parte.

Dichos informes de inspección son una de las fuentes principales para conocer la labor de difusión de la lectura que llevó a cabo María Moliner durante la Segunda República. El interés principal de los informes de estas visitas estriba en el hecho de que son textos redactados personalmente por María Moliner. Son textos breves con un esquema común en cuanto a las cuestiones observadas y comentadas en cada una de las inspecciones, pero en absoluto son los clásicos informes administrativos, fríos y estandarizados. Destilan toda la humanidad y toda la sensibilidad de María Moliner, algo que el propio funcionamiento de las Misiones Pedagógicas permitía. La iniciativa de las Misiones Pedagógicas fue fundamentalmente fruto del entusiasmo de unas pocas personas y este espíritu inicial quedó plasmado en varios aspectos: sin normas ni modelos, se nutría de jóvenes intelectuales, artistas, escritores, pero también de maestros e inspectores de enseñanza primaria, personas, en definitiva, que compartían el ideal del maestro Cossío de crecimiento espiritual y cultural de los niños y de los habitantes de las zonas rurales. Hubo un núcleo de colaboradores que participaron regularmente —como es el caso de María Moliner—, pero muchos eran voluntarios y colaboradores puntuales. El funcionamiento era, pues, bastante carismático y permitía que cada cual se dedicase a aquello que mejor sabía hacer.

Aquellas bibliotecas eran sólo un estante, o un cajón, o una caja, a lo sumo un armario. Nada que ver con la imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en el concepto de biblioteca, que identificamos espontáneamente con una gran sala abarrotada de libros, ordenados de manera sistemática. Ello confirma la necesidad que los impulsores e integrantes de las Misiones Pedagógicas habían detectado en las zonas rurales de la Península, en cuanto a lectura se refiere, puesto que unos pocos libros iban a llenar el vacío existente. Y al mismo tiempo es la prueba de que la cultura no es una cuestión de cantidad, sino de oportunidad y de adecuación, puesto que de lo que se trataba era de despertar el gusto por la lectura. Si conseguían que un solo niño o niña conociera el placer de la lectura, su entusiasmo contagiaría fácilmente a sus padres y hermanos. Y de este modo, como guijarro lanzado a un estanque, cada uno de estos libros, en manos de algún niño o niña del pueblo, con el acompañamiento adecuado del maestro o del bibliotecario, tendría el efecto de una onda expansiva.

Fueron años de gran productividad y de incansable actividad, años en los que María Moliner era conocida como «la muchacha del jersey verde». Como ella misma diría: «Me hacía gracia lo de muchacha, cuando ya pasaba de los treinta y había tenido a mis cuatro hijos». Esta intensa labor de la Segunda República se ve reflejada en las cifras: en 1935 se habían creado más de 5.000 bibliotecas, que, en los dos primeros años tuvieron 467.775 lectores, de los cuales 269.325 fueron niños (esto es, el 57%). Y el número total de obras leídas en el mismo período fue de 2.196.495. En ese mismo período se creó también la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, en la que María Moliner participó activamente. Desde su puesto al frente de la Delegación de las Misiones Pedagógicas en Valencia llegó a organizar una red bibliotecaria a partir de las ciento quince bibliotecas establecidas por la Misiones, con una central en Valencia, que se encargaba de coordinar los servicios.

Poco después, en septiembre de 1936, en plena Guerra Civil, fue nombrada directora de la Biblioteca Universitaria y Provincial de Valencia, solicitada por el rector de la Universidad, el Dr. José Puche Álvarez —quien también había formado parte del grupo impulsor de la Escuela Cossío de Valencia—, pero a finales de 1937 tuvo que abandonar el puesto para ponerse al frente de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional de Publicaciones —que había sustituido desde el 5 de abril de 1937 a la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas. Este organismo era el encargado de comprar libros para todas las bibliotecas españolas: escolares, públicas, de colonias y de institutos, especialmente los Institutos para Obreros, que, por primera vez, daban la oportunidad de estudiar a jóvenes de la clase trabajadora. En el año en que María Moliner estuvo trabajando como directora, la Oficina gastó casi siete millones de pesetas en la compra de cuatrocientos treinta y tres mil volúmenes.

 

El Prólogo a las Instrucciones

Sin embargo, aún le quedaba mucho camino por recorrer a María Moliner. Una de las mayores aportaciones que hizo a la difusión de la lectura y de la cultura en la España de los años 30 fue, sin duda, la redacción de las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, que la Sección de Bibliotecas del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico del Ministerio de Instrucción Pública, publicó en Valencia, en 1937, omitiendo la autoría.

Las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas constan de un prólogo de dos páginas, seguido de cuarenta y siete páginas en las que María Moliner expone de forma clara y ordenada cómo debe crearse, organizarse y mantenerse una pequeña biblioteca rural. Las Instrucciones abordan los siguientes aspectos: instalación, operaciones con los libros, formación de catálogos, servicio al público y estadísticas, atención a los servicios de préstamos entre bibliotecas y lotes renovables, propaganda y extensión bibliotecaria, y operaciones de orden administrativo. En estas páginas queda reflejada toda la experiencia que había atesorado en sus múltiples visitas de inspección como «misionera» de Misiones Pedagógicas y, sobre todo, queda reflejada su incombustible vocación de difusión de la lectura y de la cultura. El resultado es un texto en el que los destinatarios están presentes de principio a fin, y en el que se da respuesta anticipadamente a todas aquellas dudas de método o de funcionamiento que les pudieran surgir. El texto está acompañado de abundantes dibujos para ilustrar mejor las explicaciones, dibujos que describen desde el mobiliario más adecuado para la biblioteca, hasta la representación de cómo colocar la tarjeta del libro en cada ejemplar. Es un texto eminentemente pragmático.

Pero sin lugar a dudas, lo mejor de estas Instrucciones es la carta que María Moliner redactó, a manera de prólogo. Como afirma con acierto J. Ignacio Bermejo Larrea, «es una de esas joyas de la literatura que andan escondidas en archivos casi olvidados». El prólogo está redactado como una carta, en el mismo tono epistolar que ya utilizó en sus informes de inspección, y se titula «A los bibliotecarios rurales». La autora es plenamente consciente de a quién van dirigidas estas Instrucciones, sabe quiénes son y cómo son. Conoce de primera mano el perfil de las personas que en cada uno de los pueblos y aldeas va a recurrir a este texto, y, conoce también el público para el que se instalan estas bibliotecas. Lo que la mueve es el deseo de hacer llegar la cultura, a través de la lectura, a los pueblos y aldeas más recónditos, incluso a aquellos que aún no tenían ni electricidad. Se percibe también en este delicado prólogo que, por delante de cualquier tentación de exhibición de su saber, pasan siempre la modestia de María Moliner y su preocupación sincera por los futuros lectores.

El primer párrafo es toda una declaración de intenciones. En él se encuentra la síntesis de su pensamiento y la esencia de su concepción de la profesión de bibliotecaria: «Estas Instrucciones van especialmente dirigidas a ayudar en su tarea a los bibliotecarios provistos de poca experiencia y que tienen a su cargo bibliotecas pequeñas y recientes. […] El encargado de una biblioteca que comienza a vivir ha de hacer una labor mucho más personal, poniendo toda su alma en ella. No será esto posible sin entusiasmo, y el entusiasmo no nace sino de la fe. El bibliotecario, para poner entusiasmo en su tarea, necesita creer en estas dos cosas: en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión para contribuir a ese mejoramiento».

Hay una serie de términos y expresiones que son dignos de resaltar: «alma», «el entusiasmo no nace sino de la fe», «creer», «mejoramiento espiritual», «misión». Hay en todos ellos un denominador común, un mismo campo semántico que es, curiosamente, el de la religión y, en particular, el de la religión católica. Llama la atención el uso de este vocabulario en un texto como este, porque es un texto dirigido a los bibliotecarios rurales, en plena Segunda República, que prologa toda una serie de indicaciones muy prácticas; pero es que además la persona que lo escribe no estaba especialmente vinculada al mundo católico de aquel momento. Según sus hijos, María Moliner era creyente, pero no acudía a la iglesia con frecuencia. ¿Por qué entonces este lenguaje? ¿Qué había detrás de estos términos? Creemos que no es casualidad que María Moliner utilizara este vocabulario, puesto que, como hemos ido viendo, en sus diferentes opciones personales y laborales, siempre la movió un anhelo profundo de llevar el saber y la cultura, a través de los libros, a aquellos que lo tenían más difícil, a los más desfavorecidos.

A medida que el texto del prólogo va avanzando, va revelándose la María Moliner determinada, decidida y de ideas claras: «No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas, los que con una misión cultural hemos visitado pueblos españoles: ‘Mire usted: en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡A la biblioteca…!’. No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento. […] Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva».

María Moliner predicaba con el ejemplo; pedía a los nuevos bibliotecarios, a los que ya llamaba «amigos» que hicieran lo que ella llevaba practicando desde hacía varios años: tener fe en las personas, vivieran donde vivieran, fueran hombres o mujeres, niños o ancianos. Esa fe inquebrantable de María Moliner en la capacidad y la necesidad inherente del ser humano por aprender y ampliar sus horizontes queda perfectamente reflejada en esta frase: «Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento».

En este prólogo, María Moliner hace hincapié en las dificultades que todas estas personas de los pueblos y aldeas van a encontrar para «incorporarse a la marcha fatal del progreso humano», y para recorrer el camino de la cultura, que califica de «áspero». Ahí se manifiesta la María Moliner que sabe que hace falta esfuerzo y fuerza de voluntad para acceder al saber. Sin la participación activa de la gente, los bibliotecarios rurales no podrían hacer su trabajo. Por ello, les pide que sean comprensivos, que disculpen y ayuden a los nuevos lectores, pues se trata de «romper con una tradición de abandono conservada por generaciones y generaciones» y con una tradición de desprecio por parte de las clases favorecidas.

El prólogo, teñido de realismo, sigue anticipándose a los problemas que los bibliotecarios rurales se encontrarán y les aconseja que no olviden cuál es su misión: «conocer los recursos de tu biblioteca y las cualidades de tus lectores». María Moliner, mujer con los pies en el suelo, les da consejos llenos de sentido común, fruto de su propia experiencia. Sabe que el entorno no es el más propicio, pero, precisamente por ello, sabe también que la vocación y el entusiasmo de los bibliotecarios puede suplir en parte el déficit material.

Por último, pide a los bibliotecarios que crean en «la eficacia de su propia misión». En definitiva, les pide sencillamente que crean en los demás y que crean en sí mismos, como único camino para acercar la cultura al mundo rural, tan abandonado hasta entonces. Transcribimos a continuación un fragmento que, casi al final del prólogo, se convierte en un auténtico alegato de la lectura como motor de transformación: «La segunda cosa en que necesita creer el bibliotecario es en la eficacia de su propia misión. Para valorarla, pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas…!».

El idealismo que desprenden estas líneas es un claro ejemplo del entusiasmo que mueve a esta mujer. Ella cree en la lectura como factor de cambio, como herramienta básica de acceso a la cultura. Y sueña con una España —«nuestra España»—, en la que todos caben y en la que todos tendrían reconocida la misma dignidad, gracias al acceso a la cultura que la lectura aporta. El uso, una vez más, de términos propios del lenguaje religioso —«creer», «misión», «espíritu»— ilustra la visión que ella tiene de la labor de los bibliotecarios rurales: personas que, con su entusiasmo y su dedicación, pueden llevar a cabo una labor integral de redención de la gente de los pueblos y aldeas, entendiendo redención en el sentido de liberación social. Como ella misma les dice, «esas ventanas maravillosas que son los libros [les permitirán] asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu».

Estas reflexiones ponen de manifiesto el sentimiento compartido por muchos intelectuales y políticos de la Segunda República, que deseaban reformar España y que veían en la difusión de la lectura y de la cultura un medio para abrirla al mundo. Fueron sin duda años de progreso, y la invitación a la lectura que las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas propagaron fue una herramienta clave para este despertar de la población más abandonada y desfavorecida. María Moliner, con este prólogo/carta a los bibliotecarios rurales, y con su estilo sencillo y cercano, sembró una semilla para la futura España moderna. La Guerra Civil, lamentablemente, puso punto y final a este período de florecimiento cultural en España. De esa época, María Moliner diría: «Jamás he podido olvidar aquellos días en que intentamos transformar nuestro pobre país con el arma más poderosa de todas, la cultura».

 

Dictadura franquista y depuración de funcionarios

Con el comienzo de la Guerra Civil se paralizaron en muchos lugares de España, y especialmente en Madrid, las actividades de las Misiones Pedagógicas. Pero en Valencia la infraestructura creada por el sistema bibliotecario de las Misiones Pedagógicas continuaría funcionando casi hasta el final de la contienda. Algunos «misioneros» murieron asesinados nada más comenzar el conflicto; otros se enrolaron en las Milicias de la Cultura o en las Brigadas Volantes; otros fueron encarcelados, expedientados o marcharon al exilio. Y también hubo algunos que se integraron en las filas franquistas.

Fue una época de penurias y grandes dificultades, pero, a pesar de ello, María Moliner continuó trabajando, mientras pudo, por aquello en lo que creía. En 1937 redactó y presentó el Proyecto de bases de un plan de organización general de bibliotecas del Estado, un proyecto ambicioso y adelantado a su tiempo, presentado ante el Consejo central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico, y que se empezó a implantar inmediatamente, pese a que no fue publicado hasta 1939, cuando prácticamente el Gobierno de la República ya había sido derrotado por las tropas franquistas.

Valencia fue tomada por las tropas nacionales el 29 de marzo de 1939. María Moliner ―que cumpliría treinta y nueve años al día siguiente― y su familia vivieron ese día con naturalidad, haciendo lo que hizo la mayoría: salir al balcón a presenciar el paso de las tropas franquistas. Como tantos españoles en las diferentes capitales que iban siendo vencidas. No parece que aquello significara una comunión con el régimen franquista, sino más bien otra muestra más de su gran fuerza de voluntad y de su capacidad por hacer frente a las adversidades.

María Moliner fue sometida a una rigurosa depuración y perdió dieciocho puestos en el escalafón, según consta en el expediente de depuración contra María Moliner (pliego de cargos de 10 de febrero de 1939 y resolución publicada en el BOE de 22 de enero de 1940). Está claro que su adhesión entusiasta a las Misiones Pedagógicas jugó en su contra, tal como recogía el informe del comisario jefe de Valencia que, en junio de 1939, dijo sobre María Moliner que se había manifestado «como roja rabiosa», pero que nadie había «podido manifestar haya cometido ningún acto censurable, ni denunciado a nadie». No obstante, hubo diversos factores que le favorecieron y que evitaron una sanción mayor. De entrada, el hecho de haberse centrado exclusivamente en sus quehaceres profesionales, pero también su manera de ser y de comportarse. En este sentido, Pilar Faus Sevilla alude al informe que redactó el repuesto director de la Biblioteca Universitaria, José María Ibarra, que avala la conducta profesional y humanamente ejemplar de María Moliner: «defendió al personal facultativo y subalterno derechista ante las autoridades y tribunales…; teniendo en cuenta que no tuve trato personal con ella, opino que se trata de persona que se adaptó sin dificultad al Gobierno rojo pero sin actuar sectariamente ni perseguir a quienes no pensaban como ella, ni menos complicarse en las infamias y atropellos contra las gentes de derechas».

Asimismo, otros informes ejercieron también una influencia positiva, en particular, afirma Ibarra, «el presentado por unos vecinos, muy adictos a las ideas del nuevo régimen. En él se destacan las valiosas cualidades que adornaban a María Moliner, entre ellas la de ser una madre ejemplar». No deja de ser sorprendente que su faceta de madre, al fin y al cabo, le valiera una reducción en la sanción. Su maternidad le había abierto los ojos de un modo especial a las necesidades educativas y culturales de los más pequeños y de los más abandonados, y ahora, al final de la Guerra Civil, su modo de ser madre le otorgaba un castigo menos severo del que otros funcionarios sufrieron. Cabe recordar aquí que María Moliner y su marido pertenecían a la clase acomodada de Valencia y que esta condición probablemente también la ayudó, puesto que otras personas implicadas como ella en los valores de la Segunda República recibieron castigos mayores, sobre todo si procedían de la clase obrera.

Es relevante también lo que escribió de sí misma, en la declaración jurada que firmó el 7 de mayo de 1939, respondiendo a la pregunta acerca de los servicios que había prestado al Movimiento: «Creo que trabajando seriamente y sin regatear esfuerzo en su vida profesional y criando a pulso, según expresión popular, a cuatro hijos sanos en cuerpo y alma ha prestado su servicio al espíritu que anima al Movimiento Nacional». En esta frase resume María Moliner lo que había sido su vida en la década anterior: la entrega en cuerpo y alma a su vida profesional y a la crianza de sus cuatro hijos. Una mujer moderna avant la lettre.

El castigo, además de la pérdida de puestos en el escalafón, consistió en retomar su plaza en el Archivo de la Delegación de Hacienda, de donde había huido. Era como retroceder diez años atrás en su vida. Pero, como siempre había hecho, María Moliner se adaptó a la nueva situación con entereza y serenidad, dando lo mejor de sí misma.

Empezaba, sin embargo, un largo período de sombras. Desde el final de la Guerra Civil, su marido fue apartado de la docencia, pero su expediente de depuración no se resolvió hasta febrero de 1943. Entonces supo que su sanción comportaba su traslado forzoso a la Universidad de Murcia y la prohibición de solicitar cargos vacantes durante dos años. Durante ese tiempo, María Moliner permaneció en Valencia con sus hijos, mientras su marido pasaba la semana laboral en Murcia. Fueron años sombríos para la familia Ramón-Moliner.

La experiencia de la posguerra que sufrió el matrimonio Ramón-Moliner es paradigmática de lo que muchas familias de profesionales vivieron: las ilusiones y las esperanzas que habían depositado en esa «España nuestra» de la que María Moliner hablaba a los bibliotecarios rurales, todas esas «consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad», tantos anhelos y esfuerzos, todo aquello fue enterrado por las fuerzas franquistas.

Pese a la marginación social y profesional, María Moliner supo encontrar en la dedicación a su familia y en su dimensión creadora —que ningún régimen político podría ahogar del todo— una luz interior en tiempos de sombras. María Moliner siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: cultivar el intelecto mediante las palabras y la lectura, ser una buena profesional y una buena madre.

Cuando en 1946, Fernando Ramón obtuvo plaza de catedrático en la Universidad de Salamanca, María Moliner no tardó en obtener plaza en Madrid, como responsable de la Biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Este sería su destino definitivo, hasta la jubilación.

Así empezó, a los cincuenta y un años, una labor de más de quince años que culminó con la publicación del ya mencionado Diccionario de uso del español, por el que hoy en día es mundialmente conocida. La fuerza interior y el empuje que siempre le habían caracterizado, la acompañaron hasta el final.

Escrito en Lecturas Turia por Julia Argemí Munar

Ensayo de despedida II

19 de noviembre de 2018 10:11:23 CET

ayer di mi última explicación

hoy puedo sin argumento comer este pez

comer a mordiscos el agua salada,

comerme la fuera borda

la red y al pescador

comerme toda esta luz

que me sostiene los pies

comerme la vergüenza, el refugio

y lo poco que aún de realidad

 

 

y si quiero,

que igual quiero,

más morder la raspa,

vaciar el gasóleo del depósito

ahogar al barquero,

atravesarme la garganta

con alguna de estas tres espinas,

tan feliz,

tan feliz,

ya no necesito gritar

ya no voy a señalar

ya nunca: estoy aquí

a la mierda el mapa

bien lejos el mapa

que arda el mapa

 

 

dos camisas blancas

una puesta

la otra de muda

y ya veremos

en lugar de nos vemos

Escrito en Lecturas Turia por Grassa Toro

José Antonio Labordeta: palabras para vivir

19 de noviembre de 2018 10:05:53 CET

Zaragoza nada en la bruma este martes de invierno. Desde que tiene uso de razón, José Antonio Labordeta abriga un amor-odio por la capital aragonesa, y ese cariño ancestral que le declaró en Zarajota blues toma cuerpo en mañanas como ésta: “Amo esta ciudad bajo la niebla. No sé por qué pero cuando la veo con esa densa capa cubriéndole las esquinas, los tejados perdidos, las plazas desconchadas, los rincones baldíos, me recuerda a ciudades del norte de Europa y me siento un poco como si paseara por Ámsterdam o Bruselas.”

El trayecto hasta su casa,  diez minutos en taxi desde Delicias, me permiten localizar el texto entre los artículos de Tierra sin mar (Xordica. 1995). Le clavó el título: Niebla. Siempre vi en este cantor de la arcilla y los barbechos un nosequé unamuniano. La calle donde vive está dedicada a un militar franquista, pero el Ayuntamiento la quiere rotular con el nombre de la  soprano que enseñó los primeros gorgoritos a la Callas. Era de Valderrobres y cantó en los grandes coliseos de Europa La hija del regimiento. También es casualidad. De Octavio Augusto a Belloch, en este poblachón airoso siempre han marcado la pauta el cierzo y los militares.    

He tratado poco a José Antonio Labordeta; no pertenezco, a mi pesar, a ese grupo que lo llama El abuelo. Pero, las contadas veces que hemos coincidido, nuestra conversación transcurrió por esos cauces que él atribuye al influjo de la niebla:“Cambiamos todos y las voces –tan gritadas bajo la ciercera estrepitosa- se vuelven suaves, contenidas, amables. Nos saludamos con cortesía por las arrumbadas calles del casco viejo igual que lo podrían hacer los marineros de Holanda cuando se cruzan por entre interminables canales que  acarician el Mosa”. Hoy no será una excepción.

Los libros inundan su cuarto de trabajo. Sobre la mesa, recién salido de imprenta, Memorias de un beduino (La Esfera de los Libros), donde repasa sus años de diputado por la Chunta Aragonesista. Las fotografías, banderas rotas de toda una vida, lo presentan en sus años de cantautor, durante los viajes… y, en lugar preferente, Carmela y  Marta, sus nietas gemelas. Con ellas no sirve el dicho de que son como dos gotas de agua.

Lo felicito por la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, que le entregarán los Príncipes en Teruel, y nuestra conversación arranca en el viejo caserón de la calle Buen Pastor, número 1, donde su progenitor, don Miguel Labordeta, exponente de la burguesía ilustrada zaragozana, tuvo el colegio Santo Tomás de Aquino. Allí nació José Antonio el 10 de marzo de 1935. “A mi padre, que pertenecía a Izquierda Republicana, lo represaliaron los franquistas, justo el día de San Cayetano de 1936. Él le tenía una devoción tremenda, porque era la iglesia que estaba al lado de casa, y así se lo pagó. Le quitaron la cátedra de latín en el Instituto Miguel Servet y, a partir de ese momento, entró en una especie de estado de amargura. Yo no me enteré, porque tenía poco más de un año; una de las primeras cosas que recuerdo es que me llevaban a un colegio alemán. Pero alemán-alemán… Hitleriano, para que me entiendas. En el jardín había una gran bandera con la esvástica y cantábamos, brazo en alto, el Deutschlan, Deutschlan über alles. Aún guardo una foto de mi pasado nazi que he cedido alguna vez a la prensa para ilustrar entrevistas que me han hecho. El caso es que, cuando Alemania empezó a perder la guerra, cerraron el colegio y volví al Santo Tomás. Alguna vez he dicho, medio en broma, que el colegió alemán olía a cera, o sea a limpieza, y el de mi padre a alpargatas. A posguerra española.”

- En medio de la brutalidad que trajo la guerra, surgían destellos de cordura. ¿Cómo fue aquella historia de los alumnos falangistas que le salvaron la vida a su padre?

- Ocurrió el mismo día de San Cayetano, pero venía de atrás. En la primavera de 1935, o puede que fuera ya en el 36, unos chavales de Falange se encerraron en una iglesia abandonada y los de la CNT la querían quemar con ellos dentro. En los dos bandos había antiguos alumnos de su colegio y, en cuanto lo supo, corrió a convencerles de que no cometieran esa barbaridad. Lo consiguió y, el día 7 de agosto, cuando la policía se lo llevaba de mi casa,  aparecieron esos chavales de 17 o 18 años que se habían encerrado en la iglesia. Sentían que mi padre les había salvado la vida y dijeron: “A este hombre no lo toca nadie.”

- Su madre no pertenecía al mundo ilustrado, sino al rural, pero a usted le marcó mucho. No hay más que leer la novela Mitologías de mamá (Libertarias/Prodhufi. 1992), o analizar la presencia de la madre, de la mujer pragmática  y adusta, en sus poemas y canciones.

- Sí. Mi madre era una mujer muy campesina y muy inteligente. Por circunstancias de la vida, sólo había ido dos años a la escuela pero la recuerdo como una lectora infatigable. Y, luego, tenía el recelo propio de la gente del campo, que igual desconfía de lo que va a hacer el tiempo como de los forasteros. Aunque no tuvo nada que ver con el colegio, porque de él se encargaba mi padre, sabía todo lo que pasaba de puertas para adentro. Disponía de unos servicios de información que eran la leche.

Don Miguel Labordeta y Sara Subías tuvieron siete hijos, todos varones, de los que sobrevivieron cinco. José Antonio es el sexto y, desde muy pequeño, admiró a su hermano Miguel (1921-1969). “Tuvo una gran personalidad y era muy cariñoso. Primero fue una admiración fraterna, pero luego derivó hacia lo literario. Porque, del mismo modo que se volcaba en detalles con toda la familia, montaba unas tertulias estupendas.”       

- Supongo que habrá proyectado sobre usted mucha luz, y también mucha sombra cuando quiso ser poeta.

- Hay una diferencia enorme entre los dos: Miguel es poeta y yo versificador. Lo he asumido siempre. Mi hermano es capaz de crear un mundo poético y yo no. Cuando  leemos a un poeta de verdad decimos: “Esto me suena a Lorca, Salinas, Celaya…o a Miguel Labordeta”. Pero, a menos que lo sepa de antemano, nadie que lea un poema mío te dirá que le suena a José Antonio Labordeta. Hombre, en el mundo de la canción, con un poco de suerte, igual sí pasa. De todas formas, lo que más le debo a Miguel en el terreno literario es que me permitiera leer su  gran biblioteca. Gracias a eso, desde muy crío, descubrí a poetas como César Vallejo. A los 16 años me había leído sus obras completas, pero también a Faulkner, a Steinbeck, a Thomas Mann...

- Sin embargo, fuera de Aragón, a Miguel Labordeta no se le ha hecho justicia. ¿Tuvo algo de culpa José María Castellet?

- Yo creo que la clave está en que no derivó hacia la poesía social ni militó en ningún partido, como sí hicieron, pues que sé yo, Celaya y Blas de Otero. Eso, en aquel momento, era determinante. En efecto, Castellet no lo incluyó en su antología Veinte años de poesía española.  El otro día me regalaron un libro sobre los poetas de posguerra y ahí sí que meten a Miguel. Quién sabe, a lo mejor es el principio para sacarlo de ese olvido. La verdad es que él nunca se preocupó de ir a Madrid a hacer corte. Iba a ver a sus amigos, que eran (se ríe) una cuadrilla de desarrapados: Carlos Edmundo de Ory, Antonio Fernández Molina, Novais y todo ese grupo que no tenía ningún poder en el mundo literario.

La relación del José Antonio adolescente con su hermano Manuel  (1923-1983) fue menos decisiva, porque éste contrajo matrimonio muy joven y abandonó la casa familiar, mientras que Miguel, soltero empedernido, siguió residiendo en ella. “Manolo sí que sabía cantar. Lo hacía muy bien. En eso me pasa como con Miguel en la poesía. Pero lo más importante es que era un gran realizador de cine amateur. Uno de los mejores que hubo en Zaragoza. Entre director y actor hizo casi una docena de películas. Si se hubiera ido a Madrid podía haber llegado lejos. Pero, claro, eran años muy duros y se volcó en su familia. No se podía permitir esa aventura.”

  - Usted se licenció en Filosofía y Letras y en 1958 se marchó a impartir clases de español en Aix-en-Provence. Durante los dos años que estuvo allí, descubrió a los grandes cantautores franceses pero comprobó que nuestros vecinos del Norte también aplicaban la censura.

- Es que mi estancia coincidió con la guerra de Argelia. Yo tenía muchos alumnos que eran pieds-noirs, o sea argelinos de origen europeo. Había algunos que se apellidaban Jiménez, Martínez… sin duda hijos de emigrantes y exiliados españoles. Lógicamente, los pieds-noirs estaban a favor de que Argelia continuara siendo francesa y, como la prensa censuraba las noticias relacionadas con la guerra, estos chavales me pidieron que, un día a la semana, comentáramos el ABC. Los periódicos españoles, ya se sabe, no podían informar de todo lo que pasaba en nuestro país, por eso dedicaban mucho espacio a lo que ocurría en el extranjero. Y la verdad es que en aquellas clases se creaba tensión entre los partidarios de la independencia y los que querían que continuara siendo colonia. Había ciudades muy activas, como Tolón y Marsella, de la que partían y a la que llegaban los soldados. Allí pude ver en directo a los grandes cantautores, sobre todo a Jacques Brel y Georges Brassens. El cine ya me interesó menos; eran los años de la Nouvelle vague y muchas películas resultaban un rollo. No entendías nada: Hiroshima mon amour, El año pasado en Marienbad… Se me hacían complicadas, y no sólo las de Resnais. Pero Francia, a pesar de aquella censura muy concreta y de la tensión social que provocaba la guerra, significó la libertad. Para mí fueron años decisivos y, prueba de ello, es que sigo siendo muy afrancesado.

En 1964 José Antonio Labordeta aprobó las oposiciones como catedrático de Instituto, en Geografía e Historia, y lo destinaron al José Ibáñez Martín de Teruel. El contraste entre la Europa moderna que había dejado atrás y aquella Vetusta rediviva fue tremendo. “En Teruel se podía analizar la sociedad española como en un microscopio. Tenías desde obispo y gobernador civil, hasta delegado de Sindicatos. Y te los encontrabas por la calle o durante los recreos del Instituto, cuando tomabas un café. En Zaragoza no hablabas con el gobernador y al arzobispo pues igual no lo veías en la vida. Yo, la verdad, llegué angustiado. Era una ciudad muy pequeñita (la versión académica del diminutivo suena rara en él), muy mal comunicada con Zaragoza y con Valencia, a la que llegaban los periódicos con un día de retraso. Pero, a pesar de ello, me encontré con una generación de alumnos que querían salir de la arcilla de aquella zona y sabían que el único camino era estudiar. Eso también fue un estímulo para mí. Resultaron estupendos y la prueba es que muchos de ellos hoy están muy bien colocados en la Administración, la Universidad, el mundo de la empresa y el de la cultura.

- La tertulia del café Niké,  fundada por su hermano Miguel, acogía a la disidencia intelectual de Zaragoza. Una gran ciudad, en resumidas cuentas. Sin embargo, ¿cómo se explica que el Ibáñez Martín o el Colegio Menor San Pablo pudieran ser islas de libertad en aquel Teruel de prietaslasfilas y avemaríapurísima?

- Yo creo que, dentro de ese conservadurismo a ultranza, no entendían lo que hacíamos. Fíjate que allí estrenamos La zapatera prodigiosa y quedamos los segundos de España en un certamen de teatro escolar, también representamos una obra de Mrozek, En alta mar, y dimos bastantes recitales. La ciudad seguía tan cerrada que no entendía que hubiera gente dispuesta a poner en duda su sistema político y cultural. Por lo tanto, no es que nos dejasen, es que no se enteraban.

En el claustro de profesores estaban Eloy Fernández Clemente, José Sanchís Sinisterra y Eduardo Valdivia. Entre los alumnos ya apuntaban maneras Manuel Pizarro, Federico Jiménez Losantos, Carmen Magallón, Joaquín Carbonell y Gonzalo Tena. “Sigo teniendo relación con la mayoría de ellos. Tiempo atrás nos reencontramos en una fiesta de los antiguos alumnos del San Pablo, la generación paulina como la llamaban. A Manolo Pizarro le veo de vez en cuando. No me dedico a molestar, pero cuando quiero charlar con él pues quedo y hablamos sin prisas. Quizá con el que no tengo mucha relación es con Federico, porque estamos cada uno en una punta. Bueno yo no llego al extremo, él sí.  En alguna ocasión dijo que no criticaba mis intervenciones como diputado por el viejo afecto que me tiene. Y hablaba de corazón. Cuando Félix Romeo recopiló textos míos dispersos en Tierra sin mar escribió un prólogo muy emotivo.”     

José Antonio Labordeta llegó a Teruel recién casado con la también profesora Juana de Grandes. “Entonces, y siempre, ha sido fundamental en mi vida porque es como un tanque. De una seguridad tremenda. Y la gente tan insegura como yo necesita tener a su lado a una persona que te marque pautas, porque muchas veces he metido la pata y ella me ha hecho ver las cosas claras.” Sus tres hijas, Ana, Ángela y Paula, han encauzado también sus vidas por el lado creativo. “Ana se hizo actriz y hace poco estrenó en Madrid Noviembre, de David Mamet; Ángela es novelista. Y me ha salido muy marinera. Cuando ve el mar yo creo que rejuvenece treinta años. Así que, aunque sigo siendo muy pirenaico y mantengo la casa de Villanúa, ahora paso temporadas en Altafulla; Paula, la pequeña, era cámara de televisión pero tuvo un accidente y lo ha tenido que dejar. O sea que yo, que venía de una familia de cinco hermanos, todos chicos, me encuentro con mujer, tres hijas y dos nietas. Bueno y mi suegra, hasta que falleció el año pasado, también vivía con nosotros. Por eso, cuando hablan que si tal que si cual de las mujeres, no lo entiendo. A mí me ha resultado muy fácil la convivencia.”

- Cuando llegó a Teruel ya había publicado su primer libro de poemas Sucede el pensamiento (Colección Orejudín. Zaragoza 1959), y parecía tener muy claro que ése era su camino. Pero allí nació el cantautor. Un oficio complicado para los tiempos que corrían.

- Y tranto. Aunque tuve la suerte de no acabar nunca en el cuartelillo. Una vez que cantaba en Echo los que terminaron ante ante la Guardia Civil fueron dos personas que estaban repartiendo Andalán en la puerta. Por cierto que, con la llegada de la democracia, a uno de ellos lo nombraron gobernador civil de Huesca. Pero a lo que vamos: yo había visto en Francia que los cantautores ponían música a los grandes poetas y me rondaba la idea de hacer algo parecido en España. Sin embargo, al llegar a Teruel, Pepe Sanchís me descubrió los discos de Paco Ibáñez y de Raimon y, sin desterrar del todo la idea que traía, me dije que a lo mejor había que empezar por aquello. Así es como, en 1968,  grabé el primer disco que sólo tenía cuatro canciones. Recuerdo que, durante los recreos, almorzábamos en el bar La Amalia, que está entre el Instituto y la estación de tren; había una máquina de discos y los alumnos, en plan cabrón, se dedicaban a ponerlo todos los días. Era de auténtico martirio. Le tuve que pedir a la dueña que lo quitara porque estaba harto de leñeros y de arcilla. Aquel disco fue una especie de diversión para mí, no pensaba grabar ningún otro. Pero ya ves.

-  Andros II, que así se titulaba, fue retirado por orden gubernativa al año siguiente. Y choca que, también en 1969, hiciera ya una gira por varias universidades de Suecia.

- Es que tenía amigos allí. Me sentí muy raro porque, aunque les tradujeron las letras, me preguntaba si aquella gente se enteraba de algo. La resistencia antifranquista era tan fuerte en Europa que cualquier cosa que cantaras, aunque fueran poemas de amor, la interpretaban como de lucha.

Después, José Antonio Labordeta grabó una docena de discos más, entre los que destacan Cantar y callar; Tiempo de espera; Cantata para un país; Qué queda de ti, qué queda de mí y Trilce. Había depositado muchas ilusiones en este último y sus seguidores, de natural entregados, no lo comprendieron.  En 1986 pidió la excedencia  para dedicarse de lleno a la canción. Pero tenía que ejercer de empresario y aquello no iba con él. “Sobre todo porque se multiplicaba el papeleo del IVA, las declaraciones de Hacienda y todo eso. Además ya no era yo sólo; llevaba unos músicos y, como los ayuntamientos y las diputaciones te pagaban con tres y hasta cuatro meses de retraso, hacía falta una línea de crédito en el banco. Resultaba tan engorroso que un día lo dejé. Cuatro años más tarde, unos emigrantes aragoneses en Santa Coloma de Gramanet me pidieron que fuera a cantar a su barrio. Les puse como condición que no buscaran un sitio muy grande porque iba yo solo con la guitarra. Cuando llegué,  los muy cabrones me llevaron a un polideportivo. Sin embargo funcionó muy bien y, desde entonces, no he parado de actuar con la guitarra.”

- Antes ha citado Andalán. Usted intervino en su fundación, el año 1971, y escribió en esa revista que despertó tantas conciencias en el Aragón del tardofranquismo y la Transición hasta que desapareció en 1987. He oído contar que la idea le surgió a Eloy Fernández Clemente durante una ascensión al Javalambre. ¿Cómo recuerda aquella aventura ?

- Lo del Javalambre es verdad y, visto desde nuestros días, creo que hoy resultaría imposible hacer algo parecido. Eloy tiene un culo muy gordo y es capaz de sentarse en un sillón, de la mañana a la noche, para sacar adelante un proyecto. La cosa es que nos embarcó a unos cuantos. Entonces todos teníamos muy claro contra qué había que luchar y no había diferencias partidistas. Para redactar cada número, nos reuníamos diez o doce personas a las nueve de la noche y salíamos a las dos o las tres de la madrugada. Todo por el alma de la abuela, porque allí nadie cobraba nada. Como decía Guillermo Fatás: “Aquí ni ganamos dinero ni ganamos fama”. Pero fue una aventura estupenda. Con el tiempo te das cuenta de que, si quieres conocer la historia real de Aragón en aquellos años, tienes que ir a Andalán. Allí está el redescubrimiento del habla aragonesa, de la Franja catalana, la puesta a punto del Derecho civil aragonés, la lucha sindical… todo. Luis Granell escribía artículos medio clandestinos, porque, claro, había censura, y en París los ponían como ejemplo de defensa de la lucha obrera en un régimen dictatorial…. Y tantas cosas más.

En las elecciones generales del año 2000 Labordeta obtuvo un escaño en el Congreso de los Diputados por la Chunta Aragonesista, que revalidó en 2004. Sin embargo, renunció a encabezar la candidatura de 2008 para poder dedicarse enteramente a los suyos y a la literatura. Poco  después, anunció que padecía un cáncer de próstata y afrontó con ánimo esa lucha. Aunque sus discos hablan de pérdidas y derrotas, los títulos invitar a resistir: Que no amanece por nada, Aguantando el temporal, Qué vamos a hacer… Quienes lo conocían sólo por sus canciones y  programas de televisión pensaron que al cantautor le había entrado el sarpullido de la política. Ignoraban que ya había sido candidato al Congreso de los Diputados en las primeras elecciones democráticas por el Partido Socialista de Aragón, (PSA) diluido después en el PSOE. Más tarde volvió a repetir en las listas del Partido Comunista de España y por Izquierda Unida. Podrá parecer un culo de mal asiento pero nunca dio bandazos incomprensibles. “He estado siempre en el mismo sitio. El PSA, con la perspectiva que da el tiempo, fue el anticipo de CHA; en la Izquierda Unida que yo apoyé también estaban todos los colectivos que el año 1977 se identificaban con el Partido Socialista Aragonés y, cuando ya Izquierda Unida volvió  a quedar en manos del PCE, mucha gente, recuerdo ahora a Pedro Arrojo, salimos cada uno por nuestro lado.”

- Llegaba a la Carrera de San Jerónimo con el bagaje de haber sido diputado en las Cortes de Aragón. Cosa que algunos no saben.

- Y tampoco saben la tensión que pasé allí. Me atosigaba mucho. El año 2000 la CHA vio que teníamos la posibilidad de sacar un diputado y Bizén Fuster se resistía a ir a Madrid para no alejarse de sus hijos. Como yo a las mías las tenía criadas, acepté encabezar la lista. Bendita la hora, porque ya digo que me agobiaba en las Cortes de Aragón. Y no es que en el Congreso trabajara menos. La primera legislatura hubo poco que hacer, porque las mayorías absolutas son así. No pintabas nada; si acaso en los movimientos extraparlamentarios contra la guerra, los trasvases y demás. En la segunda, ahí sí que se trabajó duro. La tensión en las Cortes de Aragón yo creo que, en buena medida, venía del propio partido. La Chunta estaba con demasiadas angustias: que si somos nación o no somos nación…

- Y usted no comulga con los nacionalismos.

- Por supuesto. Soy muy internacionalista. Me interesa lo que pasa en Aragón, pero también en el resto de España y en el mundo. No quiero poner fronteras a ese interés. Y tengo muchas reticencias hacia la Chunta porque, a veces, le entran obsesiones demasiado localistas y le haría falta más amplitud de miras. Yo creo que, en eso, el PSA era más abierto.  

José Antonio Labordeta presentó casi tres mil proposiciones no de ley durante su etapa de diputado. Por eso le resulta un poco triste que para algunos sólo quede el “¡Hala a la mierda!” con el que despachó a los diputados del Partido Popular que le interrumpieron cuando preguntaba al ministro de Fomento por las infraestructuras en Aragón. “Por desgracia, lo que prevalece es la anécdota. Pero en el hemiciclo deberían poner micrófonos de ambiente; así los que presenciaron por la televisión y la radio mi cabreo habrían escuchado también cómo se cachondeaban de mí, segundos antes, cinco o seis diputados del PP. La  sesión de la tarde había sido muy dura, porque estuvo dedicada  a la guerra de Irak, y me tocó esa interpelación a Álvarez Cascos sobre las once de la noche. Entonces empezaron a decirme: ¡Cállate ya, cantautor de las narices! ¡Vete con la mochila! y cosas por el estilo. Por eso los mandé a la mierda. Claro, quien no escuchó a los otros, pensaría que me había vuelto loco.” 

- Usted llegó al Congreso, como dice el título de su libro, igual que un beduino. Sin saber donde se metía ¿Se marchó decepcionado?

- Pues no, aunque para seguir allí hace falta, yo no diría ambición de poder, pero sí más conchas que un galápago. Porque descubres que gente muy sana y trabajadora, en la siguiente legislatura, desaparece de las listas o la mandan al Senado que, en muchos casos, es la forma de que no moleste. Y eso hay quien lo aguanta porque su oficio es ser político. Pero yo, que no tenía ninguna ambición de nada, decidí que me iba a mi casa.”

- La Chunta fue el único partido que votó contra el proyecto de  reforma del Estatuto de Autonomía de Aragón cuando se debatió en el Congreso. ¿Cree que se entendió su postura?

- No sé, pero algunos que no la entendían ahora me dan la razón. El PAR se queja de que el Gobierno central manda poco dinero y Marcelino (Iglesias) no abre la boca. Como dice Jiménez Losantos, “el aragonés es muy mirao”. Tú fíjate el follón que han armado los presidentes de las demás autonomías con sus estatutos. Efectivamente, somos muy miraos.

Por encima de siglas y partidos, José Antonio Labordeta se ha convertido en referente de la cultura aragonesa de los últimos cuarenta años. Pero si cargaba impasible con la mochila en televisión, porque se la rellenaban de periódicos, este equipaje es aún más llevadero. “Lo fundamental es no creértelo, seguir con los pies en la tierra. Eso de la fama son cosas pasajeras. Y tengo que volver a Federico. Cuando salí diputado me dijo: “Ten cuidado porque en la política, igual que te suben, un día te pegan una hostia y te tiran al suelo. Y la caída es muy dura.” Por eso yo sigo trabajando en lo mío y sin considerarme un pope. Los popes se crean muchos enemigos y ya no está uno en edad de pelearse con unos y con otros.”

Aunque se resiste a ser icono de nada ni de nadie, el Canto a la libertad de José Antonio Labordeta se convirtió en uno de los emblemas de la Transición. El Partido Aragonés Regionalista propuso convertirlo en himno oficial de Aragón y fueron, precisamente, sus antiguos correligionarios socialistas y comunistas los que dijeron que no. Le encargaron la música a Antón García Abril y una comisión de poetas designó a Ildefonso Manuel Gil, Rosendo Tello, Ángel Guinda y Manuel Vilas para escribir la letra. No se discutieron nombres ni trayectorias pero, veinte años después de su aprobación, resulta notorio lo que muchos criticaron en aquel momento: la obra carece de arraigo popular. “Son cosas de la política.  Hablé con algunos del PCE y me vinieron con evasivas. El himno que se aprobó está muy bien sinfónicamente, pero no hay dios que lo cante. En cambio, mi estribillo se lo sabe todo el mundo. Remarco lo de estribillo, porque el resto de la canción ya es mucho decir.”

- Usted nació en Zaragoza pero está ligado, por la rama paterna, a dos pueblos de la provincia. A cada cual más duro: La Almolda y Belchite.

- Y pude tener un tercero, Azuara, de donde procede la familia de mi madre. Allí hay más agua, y hasta arboleda, pero mi padre nos encerró a mí y a mis hermanos en el amor a Belchite, donde, por cierto, subí por primera vez a un escenario. Eran las tres de la mañana de una nochevieja y canté la canción de Sólo ante el peligro. Cuando bajé, un hombre del pueblo, el tío Charló, se acercó y me dijo: “Maño, no vuelvas nunca a cantar que eso es cosa de maricones.” Lo de tener una abuela de La Almolda, al principio pensé que se lo había inventado mi padre, porque yo no la conocí. Hasta que un día fui a pedir un certificado de nacimiento al Ayuntamiento de Zaragoza y, efectivamente, hablaba de Josefa Palacios, natural de La Almolda, como abuela paterna. Ese sí que es un territorio acojonante. Desde el pueblo ves todo el secano de Los Monegros  y, sin embargo, la gente de allí es muy vital. Las fiestas duran una semana. Belchite, al menos, tiene un olivar, aunque el río Aguasvivas, lo que es la paradoja, ya está más que muerto. Sí, los dos son terrenos muy duros.

- Por algo le he escuchado decir que Aragón no es un territorio lírico, sino épico.

- Por supuesto. Líricos serían algunos prados del Pirineo, pero siempre hay detrás una montaña que los rompe. La propia jota es muy épica. Los aragoneses cantamos fatal en coro. Lo hacemos mejor individualmente. La primera vez que oí a Bunbury, no lo conocía de nada pero dije: “Ése es paisano mío.” Y me preguntaron: “¿Cómo lo sabes?” “Pues porque canta como los joteros” (Labordeta entona unas notas marcadamente histriónicas). Esa estructura del territorio, con las montañas que cortan el horizonte, creo que también ha hecho que Aragón pariera tantos heterodoxos: Miguel de Molinos, Servet, Goya, Buñuel, Joaquín Costa.…El epitafio de Costa en el cementerio de Torrero es algo que recuerdo muchas veces porque resume nuestra forma de ser: “No legisló”. Ese horizonte interrumpido hace que la gente esté muy encerrada en sí misma. Fuendetodos, por ejemplo, queda a ochocientos metros de altura y supongo que en la época de Goya para llegar allí habría que pasarlas canutas. A mí siempre me ha impresionado La nevada, ese cuadro precioso de los cartones para tapices que está en el Prado, y recuerdo que cuando acompañamos hasta Fuendetodos al poeta sueco Artur Lundkvist, miembro del jurado que concede el premio Nobel, nos dijo: “Ése cuadro es de aquí.” Cuánta razón tenía.

- Usted se ha definido como adusto, melancólico y nada dado a las sensiblerías. Todo muy aragonés.

- Sí. Pero olvidas algo: también soy un poco somardón. Así doy el perfil perfecto.

José Antonio Labordeta ha vencido ese carácter reservado para hablar sin tapujos de la enfermedad que padece. Aunque no acusa rasgos externos, dice que le ha cambiado el cuerpo. “Lo que intento es que no me altere el ánimo ni la vida. Mi objetivo es luchar, no perder la esperanza y continuar trabajando. Ahora estoy escribiendo una novela… iba a decir policíaca, pero no pertenece exactamente a ese género, sino que la acción gira en torno a un crimen. Y me lo pasó muy bien (desde que publicó su primer libro de poemas, hace ahora 50 años, no ha dejado de escribir. Su bibliografía como narrador y poeta rebasa los veinte títulos). También tengo proyectos musicales: a lo mejor este otoño grabo un disco con versiones de canciones viejas y hay seis o siete nuevas que me gustaría incluir. Hombre, la enfermedad me ha cambiado porque me siento capitidisminuido, limitado; llevaba casi un mes sin salir de casa y ayer, por primera vez, bajé andando desde el hospital Miguel Servet. No me había atrevido a hacerlo desde hacía semanas porque  estaba un poco acojonao. Esa es la palabra. Pero me voy encontrando mejor y creo que saldremos de ésta. Para eso hay algo que considero fundamental: luchar con la cabeza.”

  - Antes de terminar quisiera que me aclarara dos curiosidades. La primera es ¿de donde le viene lo de El abuelo?

  - Hay que remontarse a los tiempos heroicos de Andalán. La periodista Julia López Madrazo avanzaba en la última página las actividades culturales del fin semana. Entonces Joaquín Carbonell no habría hecho ni la mili, aunque creo que no la hizo nunca, y Eduardo Paz y Javier Maestre, los de La Bullonera, andarían por los dieciocho. Yo estaba en la edad de Cristo, los treinta y tres o treinta y cuatro años, así que Julia escribía: “La Bullonera canta en tal sitio, Joaquín Carbonell en el otro, y El abuelo aquí o allá”. Eso fue calando y ahora hay gente que no me llama de otra manera. ¿Y la otra curiosidad cuál es?

 - Le oí una vez que escribía en la mesa de su hermano Miguel. ¿Es ésta misma?

- No. Está en Villanúa. Paso muchas horas en ella y, como no sé escribir, y menos aún hacer las correcciones, si tengo música de fondo, lo hago en completo silencio. Me distrae hasta la clásica. Beethoven, al tratarse de un compositor heroico,  me pone buff, nervioso perdido; Bach está bien pero, lo que voy a decir quizá sea una heterodoxia muy grande,  no termino de encontrarle emoción ni lirismo. Supongo que, como es tan matemático, esa estructura matemática anula el sentimiento. Así que me quedo con las melodías de Mozart. Las disfruto mucho. Pero, para escribir, silencio total. Lo único que suena es la silla de Miguel, que está medio descuajeringada, y, cada vez que me echo para atrás, hace crack-crack. Algún día me mataré.

Como los presocráticos, José Antonio Labordeta explicó con cuatro elementos la naturaleza de Aragón: polvo, niebla, viento y sol. Han dado las doce en la cercana iglesia de Santiago el Mayor y me despido de él bajo esa boira que aún ablanda las calles de Zaragoza, alicatadas con nombres de obispos, heroínas y alféreces provisionales. De pronto, se me cruza la letra de La sabina y no dejo de tararearla camino de la estación: “Allí permanece quieta/ igual que la soledad,/ pasa el tiempo por sus ramas/ y no las puede truncar./ Soporta la ira del cierzo/ igual que un barco en el mar,/ y bajo la densa niebla…”. Propongo un subtítulo: Autorretrato.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

La entrada triunfal

19 de noviembre de 2018 10:00:29 CET

Elías ya no fantaseaba con la idea de iniciar una nueva vida donde nadie le conociera. Ahora sabía que su sitio estaba allí, al lado de su madre, siempre sometida a la voluntad de Mercedes, siempre temerosa de las suspicacias de Sara. ¿Qué derecho tenían las demás a juzgarla? Veía a su madre como a un pequeño animal herido, incapaz de valerse por sí mismo. Si no se encargaba él de protegerla en el delicado e inestable equilibrio familiar, ¿quién lo haría? Desde el incendio del Corona y la prolongada depresión posterior, se sentía responsable de su felicidad, que en realidad consistía en muy poca cosa: ocultarle los desaguisados de Daniel, atenuar el afectuoso pero opresivo autoritarismo de Mercedes, proporcionarle un mínimo de paz y confianza. No le costaba ningún esfuerzo. De todos los Elías posibles, había elegido ser el que usaba la cojera para reírse de sí mismo. El menos vulnerable, por tanto, y también el que de forma más natural podía ejercer la generosidad. Claro que siempre se las arreglaba para sacar algo a cambio, y ahora gozaba de una impunidad absoluta tanto ante su madre como ante su abuela, quienes, hiciera lo que hiciera, no sólo no se lo reprochaban sino que acababan riéndole las gracias. Elías era, ya se sabe, un jaimito, y de alguien como él lo más grave que podía esperarse no pasaba de ser una simple chiquillada.

-¿Cuánto va a tardar ese café? –gritaba, repantingándose en el sofá del chalet-. ¡Qué desastre! ¡Cómo está el servicio!

-¡Te voy a dar yo a ti servicio! –gruñía Mercedes desde la cocina.

Con la Patochada estuvieron casi dos años dando vueltas por pequeños escenarios de pueblos y barrios y, aunque ganaron muy poco dinero, en algún momento llegaron a creer que podrían vivir del teatro. Cuando Elías empezó a rumiar el proyecto del musical sobre Carlos V, consiguió que su abuela y Felisa le llevaran a conocer el monasterio de Yuste. Él mismo se ocupó de llamar para reservar habitaciones en el parador de Jarandilla de la Vera, un viejo castillo en el que el propio emperador se había alojado mientras concluían las obras de acondicionamiento del monasterio. Con esa displicencia cómica y pomposa con que se refería a su madre o a su abuela como “el servicio”, hizo la reserva a nombre de “la Ilustrísima señora doña María de las Mercedes Campillo de Caro”. Y, dando por sentado que el recepcionista le seguía el juego, añadió:

-Doña Mercedes agradecería que tanto su habitación como la de su edecán fueran silenciosas y soleadas. Buenas tardes.

Cuando llegaron a Jarandilla después del largo viaje en el Dodge, se había olvidado por completo de la bromita. Salieron del coche. Elías aprovechó para estirar las piernas y echar un vistazo al exterior del edificio mientras Mercedes y Felisa se llevaban a Fosca a hacer sus necesidades. Apareció un mozo para cargar con el equipaje, y Elías le siguió por el pequeño puente que daba acceso al castillo. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que los empleados, ataviados con fantasmagóricas vestimentas regionales, habían formado dos largas filas, al final de las cuales aguardaba el que parecía ser el director del establecimiento. Éste, un hombre al que un abigarrado mapa de psoriasis le asomaba por el cuello, saludó con una leve inclinación de cabeza.

-Usted debe de ser el edecán. Sea bienvenido. Confío en que las habitaciones sean de su gusto –dijo, ceremonioso, y Elías le devolvió la reverencia.

¿Por quién demonios les habían tomado? ¿Por unos Grandes de España? Pasaron unos segundos, y Mercedes y Felisa, ojerosas, despeinadas, con la ropa arrugada, entraron tirando de la correa de la perra. Tras un instante de estupor, observaron con recelo las dos filas de sirvientes. Elías, carraspeando de forma ostentosa, improvisó un saludo protocolario que consistía más o menos en llevarse la mano al pecho y cabecear ligeramente hacia un lado. Para su sorpresa, muchos de los presentes le imitaron, y entonces se produjo un extraño hechizo. Dejando a Felisa atrás, Mercedes adoptó una pose de gran dama victoriana y, el busto erguido, la barbilla alta, la mirada puesta en algún punto alejado del mundo, avanzó decidida entre las dos filas de personas, repartiendo sonrisas a uno y otro lado. Su figura menuda parecía investida de una indiscutible majestad, y el propio director estaba tan impresionado que sólo acertó a decir:

-Hágame el honor, ilustrísima... –y, abrumado, los condujo personalmente a sus habitaciones en la parte noble del edificio.

Aquélla sería para siempre la “entrada triunfal”, una expresión que se incorporó al léxico de la familia para designar la llegada de cualquiera que hubiera levantado curiosidad o expectación o se hubiera hecho esperar más tiempo del previsto, y seguiría viva en sus conversaciones años después de la muerte de Mercedes. A partir de entonces, cada vez que alguien (fuera o no miembro de la familia y viniera o no a cuento) utilizaba esa expresión, Miriam o Daniel o Elías la completaba adoptando una actitud entre compungida y solícita y diciendo:

-Hágame el honor, ilustrísima...

Pero el viaje a Yuste también quedó grabado en la memoria familiar por la fractura de cadera por la que Mercedes hubo de ser trasladada a Talavera de la Reina e ingresada en el Hospital Nuestra Señora del Prado. La caída se produjo en la terraza del primer piso. Desde el principio, Elías había tenido algo así como el privilegio y la exclusiva de bañar a Fosca, y se enfadaba si la bañaban sin contar con él. La perra se dejaba hacer, intimidada y sumisa, y luego, para secarse, corría enloquecida de un lado para otro, salpicándolo todo, revolcándose en las alfombras, refrotándose con furia en los bajos del sofá. La bulla que acababa montándose hacía reír a Elías. Una noche, en el parador, mientras hacían tiempo para la cena, se la llevó a su habitación y aprovechó para bañarla. En cuanto la sacó de la bañera, la perra se sacudió el agua con violencia y escapó por la puerta, que había quedado entreabierta. Elías, riendo, la siguió por los pasillos y salones del primer piso. Mercedes y Felisa, en la terraza, los oyeron llegar y se levantaron para recibirles. Fosca pasó entre las piernas de Felisa y luego al lado de Mercedes, sin llegar siquiera a tocarla. Mercedes, no obstante, se tambaleó un poco, y para recuperar la estabilidad se agarró al respaldo de la silla más cercana, que resultó ser una mecedora. Fue una caída a cámara lenta. La mecedora se fue inclinando muy poco a poco y Mercedes iba como agachándose a la par, hasta que soltó la mano y la mecedora salió rebotada. Mercedes ni siquiera llegó a caerse del todo, porque paró el golpe con el brazo y quedó como recostada sobre un lado. Pero al instante supo que se había roto algún hueso, y su manera de decir que no podía levantarse y que la lesión podía ser grave fue exclamar:

-¡Qué tontería, cielo santo! ¡Qué tontería! –y Fosca, ajena a todo, proseguía con sus frenéticas carreras.

A la mañana siguiente, mientras los médicos trataban de reconstruirle la cadera con unos clavos, Felisa fue a la estación de Talavera a recoger a Miriam y a Sara. Elías permaneció todo ese tiempo en la sala de espera del hospital. Las circunstancias del accidente le habían provocado un intenso sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no había tenido más cuidado? ¡Nada de eso habría ocurrido si no se hubiera dejado abierta la puerta de la habitación! Por primera vez en cinco años volvió a rezar, y le parecía que ahora sus oraciones tenían un sentido. No era lo mismo rogar por la salvación espiritual de la humanidad que pedir algo concreto, como el restablecimiento de la salud de su abuela. Cuando el Dodge llegó de la estación, el médico ya había comparecido para decir que todo había ido bien y que en tres o cuatro semanas Mercedes volvería a hacer vida normal. Elías salió a recibirlas con los ojos aún enrojecidos.

 

 

 

                 (Fragmento de la novela inédita La buena reputación)

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Martínez de Pisón

Carmen Martín Gaite, mensajera de José Torán en Teruel

19 de noviembre de 2018 09:55:23 CET

El texto sobre los orígenes de los Torán es inédito. Según indica la fecha de redacción, septiembre de 1964, es un periodo en que Carmen Martín Gaite acaba de publicar Ritmo lento (1963), sin demasiada resonancia, a pesar de haber sido finalista del premio Biblioteca Breve y experimenta cierta saturación de escribir y leer ficción, que le llevará a sus primeras pesquisas en el siglo XVIII, el pariente pobre de la historiografía oficial española. El resultado será El proceso de Macanaz. Historia de un empapelamiento, publicado en diciembre de 1969. En ese lapsus entre 1963 y 1969, Martín Gaite aceptó algún trabajo de encargo, como este que le ofreció su amigo José Torán Peláez.

En los Cuadernos de todo, en concreto en el número 3, alude veladamente a ese viaje a Teruel en septiembre [de 1964] desde el cuarto de la pensión en que se instala, donde anota unas reflexiones que le servirán para el tercer prólogo de El cuento de nunca acabar. Destaco este apunte que alude directamente a la génesis de este cometido que hoy se publica: «Torán, al delegar en alguien la tarea de sus antepasados, al notar que el interés por ellos es compartido, se ha aliviado de lo que era fondo y lo ha asumido en cambio con nueva emoción: "Yo estoy aquí en Madrid, lejos, trabajando en otra cosa, pero he mandado a mi mensajero"».

 

José Torán actuó como mecenas en muchos momentos de la vida y obra de Carmen Martín Gaite. Ella misma lo confesó en sus conferencias sobre Juan Benet dictadas en la Universidad de Salamanca el 2 y el 3 de julio de 1996: «Cuando murió José Torán, uno de nuestros más fastuosos e imaginativos ingenieros hidráulicos, para quien también yo trabajé algunos años como correctora de estilo, Juan Benet escribió tal vez el artículo más emocionante que haya salido jamás de su pluma». El artículo es la magnífica tribuna de El País, «Torán», publicada el 29 de diciembre de 1981. Pero yo quiero, sobre todo, destacar este papel de patrocinio de José Torán y quizá el momento en el que quedó más claro fue en la confección de su biografía sobre otro ingeniero hidraúlico, Rafael de Benjumea, El conde de Guadalhorce. Su época y su labor (1977). En la libreta dedicada a Torán, que ocupa el número 16 en la edición de sus Cuadernos, y donde son tan frecuentes las anotaciones desde el domicilio del ingeniero en la calle Pedro de Valdivia, leemos: «Almuerzo con don Jaime [Valle-Inclán] y Torán en un restaurante italiano cercano a Pedro de Valdivia. Le digo a Torán que no ando muy bien de dinero y que si me puede dar algún trabajo que no sea demasiado aburrido. Me dice que el Ministerio de Obras Públicas quiere conmemorar este año el primer centenario del nacimiento del conde de Guadalhorce mediante una biografía de este insigne ingeniero y ministro de la Dictadura. Que si la quiero hacer yo. Quedo en pensarlo y en darle la contestación el domingo que viene».

 

Este texto que se publica por primera vez en la revista Turia es un nuevo ejemplo del engarce en la obra de Carmen Martín Gaite (sea de encargo o sea fruto de la elección propia) entre las historias y la Historia con mayúscula. De sus trabajos de investigación histórica destaco su paciente consulta de fuentes primarias. Pero sin duda lo que más atrapará al lector –pese al esquematismo de un texto cuyo propósito era puramente documental e informativo– es la propensión al tratamiento narrativo de la Historia, en este caso de la genealogía de la familia Torán, puesto particularmente de manifiesto cuando se enfoca en un personaje: la esposa de Dámaso Torán Sánchez, Joaquina Herreras, con el sobrenombre de «la Torana». En ese momento el pulso narrativo de Martín Gaite está gestando un auténtico relato cargado de réditos literarios.

 

 

Los Torán

 

Carmen Martín Gaite

 

 

En los primeros días de septiembre del año 1965, he llegado a Teruel, por vía férrea.

 

Yo no le he dado importancia a este acontecimiento, tanta es la inconsciencia con que en nuestro siglo disfrutamos maquinalmente, sin la menor gratitud, de los adelantos por los que hace un puñado de años suspiraban en sus discursos los ciudadanos amantes del progreso, desvelándose por ser escuchados.

 

Hacia el año 1891, por ejemplo, cuando todas las capitales de provincia estaban ya unidas entre sí por medio del ferrocarril, o tenían asegurada su construcción, como Soria y Almería, ¡con qué vehemente elocuencia pedía el mismo privilegio para su provincia el notable turolense Don Domingo Gascón desde las páginas de la publicación gratuita Miscelánea Turolense por el creada y dirigida!

 

Teruel, desde la construcción del ferrocarril del Mediterráneo había visto extinguirse su vida comercial, desviada la riqueza hacia otros puntos.

 

“Hace algunos años –clama en sus escritos el buen don Domingo- la capital era considerada como una de las plazas más importantes de Aragón para el comercio de cereales. Allí afluían centenares de carros y millares de acémilas cargados de los granos que en magnífica abundancia producen el señorío de Molina, los fértiles campos de Visiedo y Bello y la feraz campiña que se extiende desde Cella hasta Calamocha. Teruel era el granero que surtía a la mayor parte del reino de Valencia”.

 

¡Y qué decir de los carbones de Utrillas y Gargallo, del hierro y cobre de Albarracín, del antimonio de Báguena, de la pizarra bituminosa de Rubielos de Mora, de la piedra litográfica de Valdelinares, de los jaspes y mármoles de Alcañiz, del yeso de primera de toda la provincia, que dio lugar a las obras más delicadas del Monasterio del Escorial!.

 

“Muchas de estas minas –se lamenta- han estado en explotación cuando no había ferrocarriles en España; pero hoy es imposible la competencia, por la dificultad de los arrastres”.

 

Y a lo largo de todos los números de esta curiosa publicación que se repartía gratis y no admitía suscripciones, continúa machacando el señor Gascón sobre este problema del ferrocarril que tanto le obsesionaba, da cuenta de las distintas concesiones de la obra a distintas casas constructoras, desde mayo de 1888 en que se anunció por primera vez la subasta de esta línea, Calatayud-Teruel-Valencia, de los trabajos paralizados, de los leves asomos de esperanza, del debate de la cuestión en el Congreso. Consumió más de diez años de su vida en campaña tan tenaz y apostólica como baldía al parecer, y lo más conmovedor es que de vez en cuando publicaba fotografías de trenes saliendo de un túnel, con su leyenda debajo indicadora del lugar donde ocurría el prodigio, como si quisiera –pienso yo- darse ánimos a sí mismo a la vista de tan hermoso espectáculo, igual que se mira devotamente a una imagen sagrada para pedirle que nos fortalezca en nuestra vacilante fe. Y me imagino también que de la contemplación de tales estampas saldría reconfortado y con nuevo entusiasmo, casi brío iría a tomar su pluma abandonada para exclamar como si lo dijese por vez primera:

 

“La provincia de Teruel, madre fecunda de hombres insignes en todos los ramos del saber humano, teatro de sucesos memorables en todos los periodos de la historia, tan rica por don especial de la naturaleza en producciones de su suelo, como sistemáticamente abandonada, necesita más que otra región alguna de España, el esfuerzo individual y colectivo de sus hijos para sacarla de la postración y del abatimiento en que se halla sumida”.

 

¡Gran don Domingo!

 

Bien es verdad que tanto su existencia como la de su publicación me eran desconocidas hace unos días y esto justificará en parte la indiferencia con que oí el pitido de la máquina anunciando su llegada a Teruel y la naturalidad con que salí de la estación a buscar un taxi.

 

No son pocas, ni mucho menos, las dificultades que encierra el intento de ordenar las cosas y personas tan dispares que he visto, intuído y leído desde que estoy aquí.

 

Pero ya, a dos días de mi marcha, no quiero demorar por más tiempo el hacerlo. Madrid tiene otro ritmo; y las notas que llevo tomadas en Teruel, aquí las pondré en orden. Son planta nacida aquí y necesitan de este clima para medrar lo poco o lo mucho que medren. En Madrid dejaría caer este trabajo; me parecería poco importante, se diluiría. Tengo que empezar, pues, esta misma noche, con el balcón abierto, echando de vez en cuando una mirada a las ventanas también abiertas e iluminadas y ya familiares del Cuartel de la Guardia Civil que está ahí enfrente (el primer edificio que divisé desde el tren nada más llegar juntamente con el del Seminario) y a través de cuyas rejas se vislumbran las figuras de varios números de la benemérita que están jugando al billar; mirando más abajo las luces escuálidas que bordean la vía del tren, un poco antes de su llegada a la estación, -aquella llegada tan suspirada por Don Domingo- y oyendo las voces de unos niños que juegan en la calle de San Francisco antes de que sus madres les avisen para cenar.

 

No sé si los Toranes llegarían a Teruel o no, al regreso de las huestes del Cid de la conquista de Valencia. Por tradición oral ha llegado hasta mí tal noticia, pero no la he podido ver consignada en ninguna parte.

 

Para una persona de nuestros días los límites a que debe extenderse el crédito y valor debidos a una tradición oral, no es lícito que vayan mucho más atrás de la primera guerra carlista. Y esto sobre todo porque el chisme o sucedido que al que nos informa le pudo contar su abuelo, a partir de la tercera o cuarta generación ha perdido todo picante, ese picante del cual solamente los geniaos de la literatura saben darnos un sucedáneo valedero.

 

También se me dijo que son originarios los Toranes del valle de Arán y que, habiendo encargado el Cid la recluta de sus soldadas para la dicha conquista de Valencia a los señores de Vizcaya, éstos hicieron su leva por los Pirineos y el Cantábrico, recogiendo así a los Toranes y llevándolos a luchar a Valencia contra el moro.

 

Nada se sabe de esto. Sin embargo, es posible que el Vicario del siglo XVII José Torán de Guernica, de quien luego hablaré, creyese con no sabemos cuáles fundamentos en semejante origen, ya que en el lugar del apellido materno Báguena dio en poner (una más entre sus coqueterías) un tan significativo apellido vascongado como el de De Guernica.

 

En cambio, lo que no parece en absoluto cierto es que, dados sus merecimientos guerreros, los Toranes pasaran a ser asentados como señores a su retorno, en Teruel. Se me habló como prueba de un escudo en el cual campea la leyenda “Unda Jáuregui” que quiere decir “Donde los señores”.

 

El escudo que mi informador me describió figura, pero sin tal leyenda, en la capilla llamada de la Comunión o de la Misericordia en la parroquia del Salvador de Teruel; y de todo esto hablaré cuando lleguemos a lo del Vicario Torán.

 

Pero, según me ha dicho un erudito local, parece que en el XVII era fácil echar mano del primer escudo que a uno le gustase. No sé. Lo cierto es, remontándonos a fechas más antiguas, que la leyenda del “Unda Jáuregui” no la he encontrado documentada en ningún sitio”.

 

En el Diccionario heráldico de Aragón, de García Ciprés, dice del apellido Torán que, tal vez por errata o confusión dimanada de la breve variante, puede haber venido siendo usufructuario de las armas del apellido “Torá”.

 

El conde de Doña Marina en su Armorial de Aragón describe así este escudo en la página 56: Armas. Cortado: 1º de gules, con un toro de oro y 2ª, ondas de mar de azur y plata.

 

De los botos o botas de agua o de vino que existen en el escudo adoptado por el vicario del siglo XVII no se dice nada, y menos del “Unda Jáuregui” a que hizo alusión mi informador.

 

Pero sigamos. Mi sospecha, aunque aventurada, consiste en intuir –cosa que luego me confirma el siglo XIX- que la fuerza de los Toranes siempre estuvo en el municipio y nunca en la aristocracia.

 

He estudiado un poco el Fuero de Teruel, cuyos orígenes inmediatos arrancan de la conquista y aposentamiento de los cristianos en la villa. Se sabe que los “señores” presidían los Concejos, debían de ser los jefes de la milicia local y percibían, si no todos los tributos, parte de ellos.

 

Pero ya en el siglo XII los señores empezaron a encontrar en Teruel contra su poder dictatorial una fuerte resistencia, e incluso oposición, de parte de las colectividades.

 

“Esta oposición es perceptible –nos dice Jaime Caruana [1] especialmente desde que se otorgó el Fuero de Teruel. Las colectividades que se contraponían a los señores eran los municipios, nuevas fuerzas en auge capaces de ofrecer resistencia y oposición a poderes hasta entonces omnímodos, pues ya que individualmente no podían las personas de clase social inferior oponerse al autocratismo señorial, se agruparon indistintivamente, siguiendo el conocido aforismo de que la unión engendra la fuerza, con el fin de lograr un estado social de mayores ventajas”.

 

Es decir, que a los turolenses les cabe la honra de haberse sabido percatar, quizá antes que ningún otro pueblo de la Península, de que los señores abusaban de sus poderes y la nobleza de sus privilegios de clase, y la de haber sabido contrarrestar tales abusos mediante el encumbramiento del poder municipal.

 

“En nuestro Fuero –dice también Caruana en otro de sus trabajos[2]- se trató de anular el poder de la nobleza, ya que quedaba sometida a las mismas leyes que regían a los ciudadanos. Se dio un gran vuelo al municipio, o mejor dicho al Concejo, que quedaba como autoridad reinante, y, en fin, intentaron crear una villa y territorio en donde la categoría de vecino tuviera tanto realce y tantos privilegios como si se tratara de clase privilegiada”.

 

No he encontrado, como digo, a los Torán citados entre los señores de estos primeros tiempos posteriores a la Reconquista, ni luego tampoco, hasta llegar al siglo XIX en que empezó a tenerse como señor a quien por su impulso, su trabajo o sus estudios había sabido elevarse y destacarse entre sus contemporáneos, sin que a nadie, para aplaudir o seguir sus iniciativas se le ocurriese pedirle que exhibiera el salvoconducto de un escudo.

 

Entenza, Santa Cruz, Ruiz de Azagra, Ladrón, Cornel, Alagón son los principales apellidos de los señores turolenses en los siglos XII, XIII y XIV. Torán, no.

Ya Joaquín Costa inició la discusión sobre la originalidad del derecho aragonés, poniendo de relieve su espíritu de libertad característico.

 

A Teruel, capital de un territorio fronterizo con la morisma quebrado y áspero, en cuyos límites se levantan, sombreados por pinares, la sierra de Utrillas al norte, las crestas de Peña Golosa (junto a los lugares de la ruta del Cid) al Este, las eminencias de Javalambre, Jérica, Bejis y Alpuente al sur y la atalaya de Santa María de Albarracín al oeste, a esta tierra le fue dado gozar de un Fuero particular, y que arraigó en su entraña hasta llevar a los hombres, cuyo carácter moldeó a lo largo de los siglos, a batirse y morir en su defensa.

 

Los habitantes del territorio referido y los que acudieran a poblarlo gozaban de los privilegios del Fuero, que fue concedido por Alfonso II de Aragón y regía igual para todas las clases sociales: “Mando otrosí que los infanzones e los villanos que en Teruel habitaran todos hayan un (mismo) fuero”.

 

No hay distinciones racistas ni religiosas, sino un espíritu de protección a todos los súbditos. Judíos, moros de paz y cristianos convivieron en el Medioevo en Aragón con ejemplar tolerancia, sin que les uniera otra cosa que el acatamiento al rey: “De cabo mando que si algún señor de caveros o cabalero alguna fuerza fiziesa en la villa, o en pesada (casa) entrare por fuerza o alguna cosa tomare non volunteriosamientre, el allí ferido o muerto fuere, el señor de la casa no sea tenido de pechar por él ninguna calonia[3]. Et aquesto sea establecido en todo el término de Teruel”.

 

¡Qué cosa tan insólita la que mandaba el rey: que cada turolense se considerase señor, señor de su casa!

 

Y bien supieron, a lo que se me trasluce, hacerse eco las gentes de este mandato. Cayó en tierra apropiada para arraigar: todos señores, sin humillarse ante nadie.

 

En otro lugar del Fuero está aún más claramente expresado el principio de equidad: “Mando encara que el sayón desta villa que sea jurado sobre la cruz e los Evangelios, que sea Fidel en todas cosas a los ricos e a los pobres, e a los vecinos et a los estraños e a los yudíos et encara a los moros”.

 

Hay, por último, en el Fuero una gran protección a los campesinos, a los pastores y, sobre todo, a los menestrales: albañiles, carpinteros, herreros, calceteros, abaxadores, zapateros, pellejeros, bataneros, tundidores, adobadores y tejeros tienen una especial protección legal, son fomentados como tareas menestrales al auxilio de oficios aldeanos.

 

A estos gremios y al de los labradores, debieron pertenecer siempre los Torán de Teruel, aparte de alguna gloria aislada que recogió y arropó en su seno la Iglesia, y aún pertenecen a esta clase artesana una inmensa ramificación de Toranes que viven en el Arrabal y a quienes no cupo el destino de entroncar, a su tiempo, con la también descendiente de labradores Joaquina Herreras tan famosa por su espíritu de trabajo y ambición de medro como por haber empujado a los Toranes a tomar parte en el progreso del siglo XIX.

 

Pero no adelantemos los acontecimientos.

 

Los primeros Torán que he tenido ocasión de ver consignados aparecen cuando los alborotos que tuvieron lugar en tiempo de los Reyes Católicos con motivo del implantamiento de la Inquisición en Teruel.

 

Oficialmente la Inquisición estaba establecida en los dominios aragoneses desde 1483, como consecuencia de la extensión de poderes dada en octubre de ese año a Torquemada.

 

Pero los juristas eran enemigos de la Inquisición porque representaba un contrafuero (o desafuero); y en Teruel puede decirse que casi cada ciudadano era un jurista, intérprete o comentarista más o menos perspicaz de sus fueros propios y particulares.

 

Así que en 1484 se reunieron las Cortes de Tarazona con objeto de regularizar el establecimiento de la Inquisición en Aragón y se creó  un extraño y volante Tribunal del Santo Oficio para todo Aragón presidido por fray Juan de Solibera, facultando a este eclesiástico para que empezase cómo y por donde pudiese. Teruel envió a Tarazona a su procurador micer Gonzalo Ruiz, el cual regresó con noticias que a los turolenses no les gustaron nada y que aumentaron su predisposición innata contra cualquier imposición extraña. “Venían –dijo micer Gonzalo- a fer la Inquisición con el deshorden que lo han fecho en Castilla, y que aquellas mismas reglas trayan iniquísimas y contra todo derecho”.

 

Además los turolenses, a cuya prosperidad y auge había contribuído mucho el elemento judío, temían a la Inquisición de resultas de cuyo implantamiento se esperaba “grande strage et despoblación desta ciudat”; así que desde el primer momento se reunieron los regidores y acordaron “que era justa y santa cosa que la Inquisición se fiziese sobre los artículos de la fe y sobre la interpretación de las sanctas escripturas, si es que alguien en Teruel las interpretaba mal. Pero no sobre otra cosa ninguna”.

 

¡Con qué sabiduría y penetración empezaban a olerse la tostada y a curarse en salud!  Y de esta manera empezó la lucha sorda, la política de dar largas, de enredar a la Inquisición con requisitos jurídicos, con deliberaciones y consultas al Concejo antes de acatar nada oficialmente.

 

Las vicisitudes de toda esta historia que terminó en guerra abierta y con la huída del inquisidor Solibera a Cella pueden leerse detalladamente en el libro de Antonio C. Floriano El Tribunal del Santo Oficio en Aragón.

 

Por lo que afecta a nuestra brigada de Toranes, encontramos por dos veces este apellido entre los componentes de los muchos Consejos y Concejos que con esta ocasión se convocaron compuestos de “muchos ciudadanos entre los que se hallan los jefes de las familias principales de los conversos y muchos otros vecinos de la ciudad”.

 

Por lo tanto, cabe la posibilidad de que este apellido correspondiera a familia de conversos. Pero eso sería muy difícil y largo de investigar.

 

El Consejo, que podía se público o privado se celebraba en sala cerrada; el público se convocaba a son de campana y asistían a él los ciudadanos.

 

El Concejo era siempre público y se celebraba en el claustro de la iglesia si hacía mal tiempo o en el pórtico (portegado), ocupando la presidencia el lugar bajo la portada a manera de estrado y colocándose el pueblo en la plaza.

 

En el Concejo del 25 de mayo de 1484, antes de comer se hace una relación de los asistentes que fueron: dos alcaldes, cuatro regidores, dos procuradores, siete clérigos y cuarenta y cuatro fidalgos; además de cuyos nombres se citan los de veinticuatro ciudadanos sin título ninguno que haga conocer su dedicación. Entre ellos figura un Pero Torán.

 

También he encontrado otro Torán en la siguiente acta:

Domingo, 20 de febrero de 1485. “…Que clamado y ajustado el consello de oficiales y conselleres de la ciudat… por todos concorditar fue concluido que las libertades que los antepasados ganaron con tantos trabajos, agruras e tribulaciones sean guardadas, conservadas, defendidas e que la Santa Inquisición se faga segunt la reglas canónicas servadas e (segunt) los fueros, privilegios del Reyno e de la Ciudad present, visto que a principio el querer y voluntat de la dita ciudat fue agora es placicum se faga. Teste: Juan de Serra, perayre y Domingo Toran, abaxador”.

 

Siglo XVI

 

Siguen presentes los Toranes en Teruel.

 

Me limitaré a copiar la referencia de los documentos a través de los cuales he constatado esta presencia, aunque no sea mucho lo que de su existencia viva y verdadera podamos intuir por medio de estas frías relaciones.

 

1)    8 de noviembre de 1532. Carta de venta de un censo anual y perpetuo de 10 sueldos jaqueses, otorgada por Antón de Soria y Juana Toran, cónyuges, labradores, vecinos de Teruel, a favor del deán y canónigos de la Colegiata de Santa María y del vicario y clérigos de San Andrés de la misma ciudat, patronos de la capellanía de mossen Jaime de Burgos, por precio de 200 sueldos jaqueses. (Archivo de la Catedral de Teruel, pergamino 521, doc. 653)

 

2)    25 de abril de 1544. Carta de venta en virtud de la cual Antón Juan, apoticario, vecino de Teruel, tutor de Francisca Alava, menor de edad, hija de los difuntos Juan de Alava y Antonia Cedrilla, cónyuges y también en nombre de Juan de Alava, mancebo, hijo de dichos cónyuges, vende al honorable maestre Antón Vidal Galve unas casas sitas en la Plaza Mayor de dicha ciudat, al cantón de la calle de los ricos hombres, que confrontan con casa de Baltasar Torán y con la barrera. Testigos Pascual Torán y Juan del Povo (Archivo de Racioneros. Docum. 419, pergam. 339)

 

3)    16 de julio de 1547. Carta de venta, según la cual Antón Vidal, sastre y ana Alavés, cónyuges, vecinos de Teruel, con consentimiento de don Andrés Vera, vicario de la iglesia de San Pedro y de los racioneros de la misma, venden al magnífico Juan Sánchez de Orihuela[4] ciudadano de dicha ciudad, presente en la misma, unas casas que son de dominio directo de la mencionada iglesia, por 3.500 sueldos jaqueses de capital fundacional y 28 anuales de censo a dicha iglesia. Dichas casas están sitas en la Plaza Mayor, al cantón de los ricos hombres, y confrontan con casas de Violante Carroca y casas de Baltasar Torán y vía pública. (Archivo de Racioneros. Docum. 425, Perg. 345)

 

4)    3 de junio de 1555. Carta de reconocimiento por la cual Pedro Torres, alias frairet y su esposa Isabel García, vecinos de Teruel, manifiestan estar obligados a pagar a mossen Melchor Toran, mayordomo de la iglesia de San Salvador y a los clérigos de la misma 40 sueldos jaqueses como rédito de 800 que de ellos han recibido. Ponen como garantía unas casas sitas cabe Sant Benedito.  (Archivo de Racioneros, Perg. 353. Docum. 433)

 

(Pez gordo de la iglesia, sin duda, este Melchor Toran, pero no he tenido tiempo ni oportunidad de verlo consignado en otro sitio ni de seguirle la pista. No sé si achacar a un posible origen judío o a ser precursor de futuros banqueros, esa tendencia de mossen Melchor a prestar con réditos. Aunque en estos siglos la Iglesia representaba el poderío más fuerte en todos los órdenes y es general ver cómo acuden los trabajadores a pedir préstamos a los religiosos, que los trataban con mayor o menor misericordia según los casos)

 

5)    Año 1558. “…sea a todos manifiesto que ajuntado, convocado y congregado público y general Concejo de los oficiales ciudadanos y hombres buenos de Teruel a voz de público pregón de trompeta sonada por Martín Serrano, nuncio y trompeta público de la dicha ciudat en el campanario de la iglesia Colegiada de Nuestra Señora Santa María de la dicha ciudat y en Plaça Maior en el Cantón de la Calle la Cárcel, de mandamiento del Magnífico Gil Sánchez Gamir Alcalde lugarteniente por el Magnífico Jerónimo de la Mata, juez ordinario de la ciudad y aldeas de Teruel, según dicho nuncio tal fe y relación hizo a mí Miguel Guillén Garcés, notario, presentes los testimonios infrascritos, en el cual concejo fueron presentes los infrascritos y siguientes Gil Sánchez Gamir…, Pedro Villarroya, procurador, Jayme Alonso, Mayordomo, … Johan Domingo, texedor, Anton de Gavarda, Francisco Torremocha, Johan Stevan, sparteñero, Johan de Castro, apoticario, Johan Ponz, sastre, Johan Pomar, Anthon Toran… et otros muchos ciudadanos vecinos de la dicha ciudat se obligan todos los presentes y los ausentes a pagar a las reverendas y venerables abadesas y monjas de la Sra. Santa Clara 200 sueldos dineros jaqueses cada un año… en correspondencia a cuatro mil sueldos dineros jaqueses que ha recibido de dichas abadesas y monjas para mejoras de dicho Concejo y universidad en la compra de la villa y varonía de Escriche”.

 

(¡También las monjitas metiéndose en negocios de dar a rédito! En fin)

 

Siglo XVII

En el año 1642, en uno de los libros de cuentas rendidas de Teruel a la Diputación del Reino (entonces no existían provincias y la Diputación estaba en Zaragoza) he encontrado los nombres de Vicente, Miguel, Juan, Gil y Mateo Toran. De los cuales no se especifica la profesión, aunque supongo que serían labradores.

 

Y llegamos a la única figura de Torán anterior al XIX cuyo perfil me ha sido dado a vislumbrar un poco, la del vicario de la Iglesia del Salvador, Don Joseph Toran de Guernica.

 

De una “Divulgación histórica turolense” publicada en el diario Lucha el 28 de mayo de 1961, y firmada por mosén Alberto López Polo, archivero del Capítulo de Racioneros y uno de los mejores amigos que dejo en Teruel, he recogido la siguiente información:

 

“Año 1677, 26 de mayo. En la media noche de este día, durante el cual se había celebrado en esta iglesa (del Salvador) la fiesta de San Felipe Neri, a la que, con motivo de las letanías concurrió el Ilmo. Cabildo, el respetable clero de todas las parroquias, el M.I. Ayuntamiento, la escuela de Jesu Christo, Nobles ciudadanos y mucho pueblo, sin advertir motivo de ruina; y sucedió precisamente a una hora en que no se padeció ningún estrago…, se hundió totalmente la iglesia quedando convertida en un montón de escombros… Pasados cuatro días, empezaron a descombrar las ruinas con tanta ansia y solicitud (lo refiere D. José Torán, testigo presencial) que, concurriendo unos con paga, otros sin ella, y todos movidos de un mismo celo para la Santa Imagen[5], a la que juzgaban hecha menudos trozos. Mas ¡oh prodigio!; en medio de ruinas y escombros fue hallada sin lesión alguna, siendo así que todos los retablos e imágenes habían sido hechos pedazos.”

 

Esta imagen, mientras se reconstruía la iglesia fue depositada en el Hospital de la Asunción, cuyo rector era el Dr. Don José Torán de Guernica, que, a la vez era el vicario perpetuo de la iglesia del Salvador, hasta que, ya terminada la reedificación de la iglesia fue devuelta a la misma.

Damos por seguro que el entonces vicario señor Torán, persona competente y de prestigio, debió tener la parte principal en la reedificación de la iglesia y a él se debería la colocación del Cristo en el lugar preferente donde hoy se halla.

 

A sus expensas edificó la actual capilla de la Comunión, como dice la inscripción siguiente que en letras doradas se puede leer en la parte baja de su retablo: “Don Joseph Torán de Guernica, Vicario de la presente iglesia, mandó hazer este altar. Año 1679”.

 

En el testamento del vicario señor Torán que he tenido la suerte de tener en mis manos y de leer íntegramente, aunque no lo he copiado por su enorme extensión, y que lleva fecha de 23 de diciembre de 1685 hace la descripción de la capilla reconstruida, tal como la recoge mosén Alberto en su artículo:

 

“ Item quiero y es mi voluntad que el retablo que, a mis espensas, se ha fabricado y colocado en la capilla de la Virgen con el título de Misericordia que contiene el principal nicho, y en el izquierdo, el apóstol San Matías; y en el segundo cuerpo al Buen Pastor y Señor mío, y en el pedestal al glorioso San Bruno y al gran doctor de la Iglesia San Agustín patrono y director, particulares a los apóstoles San Pedro y San Pablo, y en medio el Sagrario con Jesús, con un lienzo del Salvador, y todo el adorno, que en él se ve así de armas como de todo lo demás, que se hace costoso y devoto, se conserve con todo cuidado, porque además de ser dicha grande, ha costado setecientas libras, y para su conservación quiero, si se ofrece gastar alguna cantidad, se haga, porque está muy durable”.

 

Lo más curioso de este cuadro me parece esa idea que tuvo el señor Torán de hacerse inmortalizar hablando, casi como si dijéramos “de tú a tú”, con el Divino Pastor. Las palabres que salen como una columna o serpentina de la boca de uno y otro de los interlocutores, al modo con que se acostumbra a representar el diálogo en los modernos “tebeos” están escritas en letras doradas (en latín), y las que dice el vicario no he podido descifrarlas bien, ni aún después de hacer fotografiar el cuadro que, dada su altura y la oscuridad del recinto, se distingue a duras penas, hasta el punto de ser desconocido para la mayoría de los turolenses. Incluso para la devotísima señora Doña Celedonia Marco, viuda de Joaquín Torán y sus no menos devotas hijas Rosa y Dolores, que se han congratulado mucho de mi descubrimiento [6]

 

Este vicario Torán debía ser un enorme egocéntrico. Es pasmosa la meticulosidad y extensión con que dispone en su testamento todo lo necesario para tener aseguradas eternas misas y oraciones por su alma y un recuerdo perenne entre los vivos. De sus riquezas, que eran muchas y consistían en huertos, casas, cuadros, objetos de oro y plata y gran cantidad de dineros jaqueses, distrae algunas partes para dejar en herencia a sobrinos o amigos; pero nunca pasa su manda más allá del usufructuario. Cuando él falte volverán indefectiblemente a revestir a la iglesia del Salvador, engrosando de esa manera el caudal que en gran parte ha de ser dedicado a las funciones religiosas con que quiere seguir  siendo honrado a través de los años y de los siglos.

 

Dispone asimismo con enorme previsión los más nimios detalles de su entierro que quiere sea esplendoroso, y, detalla las limosnas que se darán a todas las personas que vayan a su puerta mientras él esté de cuerpo presente y a las que acompañasen al cadáver. Dice que quiere ser enterrado en un nicho del Altar de la Comunión, él solo, sin ser acompañado de otro cuerpo ninguno jamás en ese Altar. Pero nadie ha sabido darme noticia afirmativa de que en realidad esté enterrado ahí en la actualidad, y yo lápida no he visto ninguna.

 

El testamento es otorgado en Teruel el 23 de septiembre de 1685.

 

Sus padres fueron Gerónimo Torán, que figura en sus capitulaciones matrimoniales, con Juana Ana Baguena, de 5 de febrero de 1618, como mancebo, calcetero y natural y vecino de Teruel.

 

Siglo XVIII

 

(Recogido de los Aragoneses ilustres de D. Félix Latassa)

 

Don Antonio Torán: nacido en Teruel a finales del siglo XVII. Concluidos los estudios de Teología, recibió el grado de doctor en esta Facultad, y así en la cátedra como en el púlpito se conoció bien su instrucción. Obtuvo la canongía con el cargo de párroco de la Colegial de Mora, y en 23 de junio de 1754 tomó posesión de una Ración Penitenciaria de la Metropolitana de Zaragoza, que le confirió su cabildo mediante su oposición y la residió hasta el año 1759 en que murió, habiendo tenido el honor de competir canonjías de oficio en dicha santa iglesia, de ser examinador del Obispado de Lérida y teólogo y examinador de la Nunciatura en España.

 

Hallándose en Madrid el año de 1748, predicó la siguiente oración panegírica:

1º. Sermón de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza que dijo en la iglesia del Hospital de Montserrat de Madrid en el día último de su novena en que hizo la fiesta la Real Congregación.

 

Al señor Latassa le informaron de que había escrito también:

2º.  Un libro de amenidades, así sacras como profanas, cuyo paradero se ignora.

 

Siglo XIX

 

Mi visita a los archivos parroquiales de la iglesia de San Pedro de Teruel, a pesar de no haber sido exhaustiva ni mucho menos por falta de tiempo, me ha hecho conocer a algunos Toranes de la primera mitad del XIX. Parece ser que es costumbre en Teruel el que las familias pertenezcan siempre a la mismpa parroquia de sus mayores, a pesar de que sus posteriores cambios de domicilio les hayan adscrito a un distrito diferente.

 

Y los Torán pertenecen a San Pedro donde están bautizados incluso los actuales miembros de la familia, ya residentes en Madrid u otras ciudades de más porvenir hacia donde sus carreras u ocupaciones los han ido dispersando.

Como digo, mi intervención ha sido muy incompleta. En primer lugar, faltan muchos libros y en segundo el párroco no era muy diligente en colaborar conmigo. Me dijo: “Allá usted, si se quiere usted entretener... Hay gustos para todo”, y me daba la sensación de estarle molestando, pues se encontraba presente durante mi búsqueda y me decía: “traiga, traiga… yo se lo dicto lo que quiera y así acabamos antes”. De todas maneras, libros del siglo XVIIII no había ninguno; por lo visto los archivos de Teruel, y eso me lo han dicho hasta la saciedad en todas partes, se vieron mermadísimos con los incendios y saqueos que tuvieron lugar a la entrada de los rojos en Teruel, tras encarnizado asedio, durante la última guerra del año 36.

 

Parece como si los actuales turolenses de cuarenta y tantos años para arriba se hubieran quedado estancados en el recuerdo de estrago tan grandes, y a esta calamidad de la toma de Teruel por los rojos achacan indefectiblemente todos sus fallo y el atraso y abandono de la provincia.

 

Pero volvamos a los Toranes.

 

De Juan Torán y Emerenciana Sánchez que se debieron casar a principio del siglo XIX solamente conozco los nombres citados como abuelos paternos de los muchos Toranes d edos generaciones posteriores cuyas partidas de bautismo he podido copiar.

 

Debieron ser labradores y tuvieron, que yo sepa, tres hijos llamados José, Dámaso y Jorge Torán.

 

José casó con Martina Maycas, procedente por parte de madre de Villalba Baja. Jorge con Paula Millán, de Mezquita. Tanto de uno como de otro matrimonio nacieron varios hijos cuyas partidas de bautismo he encontrado.

 

En cuanto al otro hermano, es decir Dámaso Torán Sánchez, casó con Joaquina Herreras, natural de Teruel, hija de los labradores José Herreras y Antonia Ortiz, también naturales y vecinos de Teruel.

 

Esta famosa mujer de la que aún hoy se habla en Teruel, empleando para aludir a ella el sobrenombre de “la Torana”, fue un injerto decisivo en la familia.

 

Ya el sobrenombre, con su no se que de resonancia bélica, explica hasta qué punto se adueñó de los Toranes acaudillándolos por nuevos derroteros. Y es ella, efectivamente, el jefe y creador de una nueva dinastía de Toranes, el hito que señala un poderoso viraje con respecto al camino que habrían de seguir sus descendientes. Cogió las riendas de un apellido que languidecía y se lo adjudicó por derecho propio.

 

De Dámaso, el marido, nadie recuerda nada; es simplemente el motivo, el trampolín para las operaciones de la Torana, comparsa desdibujado. Murió antes que ella, pero no tan pronto como para no tener tiempo de hacerle nueve hijos en los años que van de 1829 a 1844, hijos que, al menos, figuran como legítimos en las partidas de bautismo por mí encontradas. Y perdónese al narrador esta punta de desconfianza totalmente gratuita acerca de la legitimidad de todos los Torán Herreras, la cual apareja una sombra de sospecha sobre la honra tal vez inmaculada de Joaquina Herreras, la madre. Son sospechas absolutamente infundamentadas y el narrador reconoce que se deben únicamente a que, dentro de una imaginación novelesca como la suya, de un tipo de mujer como la Torana –o mejor dicho de lo que de ella le ha sido dado atisbar por datos fragmentarios que la tradición oral aún mantiene vivos- cabe esperarlo todo.

 

Los hijos se llamaron José, Juan, Emerenciana, Mª del Pilar, Leoncio, Alejandra, Tomasa, Dámaso, Rufino, Cirilo y Lorenza.

 

No sé si habría alguno más ni tampoco puedo asegurar que todos los citados llegaran a edad adulta. La enorme mortandad infantil de la época y el hecho de no haber oído contar nada de alguno de ellos me hace pensar que acaso Emerenciana, Pilar, Cirilo y Lorenzo pudieron morir niños[7] Los otros cinco, desde luego, vivieron y conocieron, como fruto de la semilla sembrada por la madre, una existencia llena de compensaciones.

 

Es muy curioso observar cómo en la partida de bautismo de los primeros hijos aparece el nombre del padre Dámaso Torán mondo y lirondo, sin indicación alguna que pueda hacernos sospechar su oficio y dedicación. Tal vez la mujer se negaba a que se inscribiera al padre de seis hijos como arriero o labrador, y, no contando aún con el prestigio ni las ganancias suficientes para atreverse a poner otra cosa, prefería dejar al desnudo, sin acompañamiento alguno, el apellido que en poco tiempo esperaba lustrar y engrandecer.

 

En efecto, en las dos últimaspartidas de bautismo que he hallado, las correspondientes a los hijos llamados Cirilo y Lorenza, nacieron respectivamente en 1842 y 1844, ya figuran estos dos Torán Herreras inscritos como hijos legítimos de Dámaso Torán, comerciante.

 

¡Comerciante! Ya había logrado para su marido el título de tal, justamente en los años que siguen a la terminación de la primera guerra carlista, y como pago de los riesgos y trabajos que a lo largo de ella venció.

 

Porque la verdadera comerciante, aunque luego el título se lo entregara a su marido, como un guerrero que entrega el trofeo ganado a la dama que le ha esperado detrás de su ventanal, la verdadera chalana y contrabandista y aventurera, la bragada, la echada para adelante había sido ella.

 

La primera guerra carlista, sobre todo a partir de que, con motivo de la muerte de Zumalacárregui, el nombre y el empuje de Cabrera empezaron a crecer, esen algunos momentos muy dura y encarnizada en la provincia de Teruel. A los liberales les era hostil sobremanera el paisanaje de aquella tierra donde, en nichos aislados pero más organizados cada vez (especialmente a raíz del fusilamiento de Ana Griñón, la madre de Cabrera en el 36), crecía tanto el poderío carlista que las brigadas de Doña Isabel corrían grave riesgo si se aventuraban a pasar, para ir a Teruel, por Alcañiz o Montalbán, viéndose precisados a rodear por Daroca, Cariñena y Belchite.

 

Pero en cambio la Torana, a quien la política importaba un bledo, se atrevía a meterse por los caminos más peligrosos y se arriesgaba una y otra vez, sorteando carlistas y liberales con la regularidad que a su negocio convenía, a dirigir su reata de mulas por los más abruptos parajes de la montaña, cuyas trochas y perdederos conocía como la palma de la mano.

 

En Teruel nunca se han dado los olivos y en aquel tiempo el aceite escaseaba mucho y se pagaba generosamente.

 

Durante los últimos cuatro años de guerra y aprovechándose, pues, de que, dada la anormalidad de las circunstancias, nadie o casi nadie se atrevía a llevar a cabo semejantes incursiones, la Torana llegaba regularmente hasta diversos puntos del Bajo Aragón, a Alcañiz sobre todo, y allí cargaba sus mulas con cántaros de aceite que traía a Teruel, repitiendo y aún aumentando al regreso las fatigas y sobresaltos de la ida. Así empezó poniendo los cimientos a la fortuna que veintitantos años más tarde daría origen a la Banca Torán, el primer banco que hubo en Teruel y del que la provincia andaba tan necesitada, para dar a la agricultura y a la industria un nuevo impulso y para poner coto a los desmanes de los usureros.

 

Luchó Joaquina con muchas dificultades. No tenía carros, ni, aunque los hubiera tenido, podría soñase con meter carro alguno por los intrincados y difíciles vericuetos que seguían ella y su recua; así porteaba los cántaros de un modo muy rudimentario, en tablas agujereadas que apañaba ella misma y que atravesaba sobre los lomos de cada pareja de mulas. Por lo menos, eso me han contado. Me lo ha contado un sexagenario, hijo de padre maduro, el cual, a su vez, se lo oyó a su padre.

 

Esta tradición oral sí me sirve: este hombre, que vive hoy en Teruel, aún habla de la Torana con entusiasmo y la describe como a una moza montaraz y casi legendaria con sus alpargatas y su faja, desafiando a pie las inclemencias del tiempo, las guerrillas, y los embarazos consecutivos, fuerte e impávida, arreando sus mulas.

 

De los descendientes de esta mujer y de la época que llenaron con su apellido, en Teruel, habría mucho que escribir. He visto varios números de El Turia, periódico de recreo y avisos creado en 1856 y que costaba cuatro cuartos, de El Turolense, periódico no político, de posterior publicación, toda la colección de la Miscelánea Turolense publicación gratuita a la que aludí al principio de estas notas, y por último varios años de La provincia, diario creado y dirigido por el últimos de los Toranes que fue alcalde de Teruel (nombrado en 1922): José Torán de la Rad y que actualmente tiene una estatua en la ciudad.

 

De la lectura de estos periódicos del siglo pasado y principios del actual, de mis conversaciones con gente de Teruel, de mis paseos por la ciudad he retirado varias impresiones, todas fugitivas y sin hilvanar, teñidas de la nostalgia que da asomarse a una época ya histórica pero todavía limítrofe con la de lo vivido y oído en nuestra niñez. La época que, remontando hacia atrás por encima del escollo de la guerra civil de 1936, abarca en Teruel desde José Torán de la Rad (1888-1933) hasta su abuelo José Torán Herreras (1829-1899), pasando por su padre José Torán Garzarán (1855-1902).

 

Tres generaciones de alcaldes que parió la Torana, tres José Torán, inserto cada uno de ellos en un tiempo que se iba levemente diferenciando del anterior, progresando, pasando a significar otra cosa. ¡Buen periodo a investigar!.

 

Partir de José Torán de la Rad, ingeniero, hombre activo, imaginativo, que se ha inventado su propia vida y contagia este impulso y fantasía a los demás, para tratar de imaginar y entrever su infancia por detrás de estas empresas, y más atrás la de José Torán Garzarán, su padre (que, según dicen, cuando entró de alcalde la primera  multa que puso fue para su madre Tomasa Garzarán porque arrojaba basuras por el balcón) y para llegar así a la propia infancia del hijo mayor de la Torana, el primer José Torán alcalde y banquero, situar a cada uno de estos personajes en el contexto provinciano de sus épocas respectivas, entre sus hermanos, amigos y hombres políticos y de letras del tiempo, es labor demasiado candente y sugestiva para que me atreva a despacharla de un plumazo.

 

En la Torana, creadora de la estirpe, se han detenido, por ahora, mis osadías y desenfados literarios.

 

Todo lo que sé de sus descendientes y de la vida de Teruel en la segunda mitad del XIX y primera del XX, a pesar de ser mucho más, espera madurarse y posarse de alguna manera; no se resigna a plasmarse en meros datos, ni a amontonarse en fácil literatura elaborada a vuela pluma.

 

Estas breves notas, del todo provisionales, van dedicadas al cuarto José Torán, tataranieto, pues, de Joaquina Herrera, a quien nunca perdonarán algunas cuarentonas de Teruel su deserción, la huida a la capital y el que, siguiendo el reprobable desvío de su padre, no se casara con moza turolense.

 

Teruel-Madrid, septiembre de 1964.



[1] Jaime Caruana: “Los señores de Teruel en los siglos XII y XIII”. Revista Teruel, nº 17-18.

 

[2] Jaime Caruana: “Organización de Teruel en el siglo XII”. Revista Teruel, nº 10.

[3] Pena pecuniaria, al parecer.

 

[4] Que fue secretario de Carlos V.

[5] Se refiere a la del Cristo del Salvador, famosa por tener tres manos.

[6] Posteriormente he logrado identificar las palabras del vicario cuya dificultad de lectura consistía en que están escritas al revés, con el fin de indicar la dirección hacia el Buen Pastor, su destinatario, ya que de haber sido puestas las letras del derecho, y como quiera que se lee de izquierda a derecha, parecería que se dirigían al vicario, en vez de salir de su boca. El diálogo es así: Buen Pastor: “Ego sum pastor bonus”. Vicario: “Jesu nostri miserere tu nos pasce nos tuere”.

[7] Ya he advertido que todos estos apuntes son resultado de una primera investigación muy superficial.

Escrito en Lecturas Turia por José Teruel

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