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Configurar sentido descendente

Una filosofía comprometida con la sociedad

17 de diciembre de 2018 13:31:24 CET

La filósofa Marina Garcés, ofrece en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla una recopilación de textos redactados para la columna semanal del suplemento del diario Ara entre el año 2014 y mediados de 2016. Desde los propósitos y coordenadas interpretativas del colectivo aglutinado alrededor de la Fundació «Espai en Blanc», la profesora viene desplegando una inquieta y comprometida actividad intelectual al servicio de la movilización de las conciencias, utilizando la filosofía para desvelar las posibilidades de una convivencia en la que los miembros nos reconozcamos como personas dignas y, a la vez, participantes de una comunidad. De algún modo, los textos aquí reunidos forman una interesante prolongación de la trayectoria exhibida en su anterior trabajo, Un mundo común (Bellatera, 2013).

En el prólogo de la presente publicación, la autora ya señala su pretensión de utilizar la capacidad crítica de la filosofía para hacer frente a una sociedad caracterizada por la competitividad, el clientelismo y la privatización. Comprensión de los problemas, desvelamiento de nuevas capacidades y poder de transformación son los rasgos de la filosofía a la que ha dado forma esta profesora de la Universidad de Zaragoza a lo largo de una renovadora trayectoria en la que no han faltado muestras de originalidad en su pensamiento e interesantes iniciativas de acción. Una filosofía que pretende abrir nuevos horizontes, recuperar la fuerza de la palabra para desvelar problemas abriendo vías al pensamiento y, sobre todo, conformar una filosofía activa que no pierda de vista el compromiso de la teoría con la realidad social. De hecho, a lo largo de los textos reunidos en esta ocasión puede detectarse la constante de una interpelación cercana, próxima al lector, en la que además de llamarle a la reflexión y de exortarle a desarrollar actitudes de compromiso parece preguntarle: «¿Tú dónde te encuentras?».  

Su proyecto teórico, del que forma parte este trabajo, pretende recuperar el sentido de las palabras escapando de las clasificaciones previas y de las maneras estereotipadas del decir. El libro promete embarcarse en una difícil empresa, sin embargo el resultado, a causa de la naturaleza ocasional y fragmentaria de los textos en los que encuentra su origen, se ubica sólo en los bordes de aquello que parece desear expresar: apunta hacia situaciones, bosqueja planes de pensamiento y acción, se desgrana en miríadas de intuiciones cognoscitivas que no describen con el suficiente rigor ni con la deseable claridad o profundidad en sus diferentes aspectos los asuntos que aborda. No obstante, el lector ya debe contar con ello: no es un libro académico de filosofía que exponga sistemáticamente una cuestión, sino un compendio que aglutina un conjunto de reflexiones dispersas, a modo de píldoras filosóficas, que van desde la reelaboración personal de planteamientos conocidos, hasta pensamientos audaces y originales de la profesora, muchas veces surgidos de relecturas de autores clásicos o contemporáneos, y también de sus clases impartidas en la universidad.

Su filosofía de guerrilla señala algunas contradicciones del pensamiento hegemónico occidental que cobra fuerza en la Ilustración y se prolonga hasta la actualidad generando nuevas formas de opresión cultural, política, económica e institucional. El papel de la cultura en la sociedad, las derivas nacionalistas y populistas, las posibilidades de la escuela, las funciones de la educación superior, los intercambios discursivos, las estrategias del poder… Muchos y diversos asuntos desgranan las páginas de este libro donde seguro que, entre tanta variedad, el lector encontrará momentos inspiradores, porque la prosa que exhibe Marina Garcés es deslumbrante y audaz en muchas ocasiones, culta siempre, y toda ella exhala un sugerente hálito de inteligencia y sensibilidad.

Recuperando para el gran público autores que ocupan los márgenes de nuestra tradición, intelectuales inquietos que abren nuevos espacios de encuentro dirigidos a desplazar los lugares comunes de nuestras ideas, su pretensión es utilizar la filosofía para comprender lo que nos sucede. Pero no esperen los lectores referencias a los más acuciantes fenómenos de la política, la economía o la sociedad que los habituales medios de comunicación nos presentan a diario, sino un enfoque indirecto que pretende, a través de esta estrategia, conectarnos con una más radical transformación de nuestras posibilidades. El libro rezuma, como es de esperar cuando se trata de filosofía contemporánea, momentos de abstracción y de posmodernidad, resultando una inteligente introducción a las manifestaciones culturales de aquellos que exploran los caminos de la diferencia. Sus reflexiones resultan especialmente perspicaces cuando da forma, con elegantes destellos literarios, a un análisis de nuestra realidad y de nuestras experiencias cotidianas. En esos momentos Marina Garcés despliega un movimiento de vaivén del pensamiento que se mece, desde los más altos conceptos abstractos de la filosofía, hasta su encarnación concreta en nuestras vivencias diarias.

Celebramos, pues, en esta obra la centralidad del pensar filosófico en unos tiempos tan aparentemente refractarios a ofrecernos la tranquilidad necesaria para poder hacerlo. Sorprende, dado el carácter fragmentario de la selección de textos que nos ocupa, la coherencia de este trabajo. Una unidad en los motivos de fondo que se asienta en la original mirada de su autora.  Un libro que se disfruta leyéndolo como lo que es: una recopilación de breves artículos con formato periodístico que restituye la capacidad vital de la filosofía para interpretar nuestra vida y el mundo que conformamos entre todos.- RUBÉN BENEDICTO.

 

 

Marina Garcés, Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016.193 páginas.

Escrito en Lecturas Turia por Rubén Benedicto

Paisaje de lo que falta

10 de diciembre de 2018 09:27:46 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Ricardo lo mató la máquina.

Era máquina que ronroneaba

como algo a punto de nacer.

 

Lo conocí cargando palos.

Cuando no había palos, cargaba ladrillos.

Tenía de todo su garaje. Tenía una serradora.

El año que cortaron la alameda,

podías verlo desde aquí

fumando de pie sobre un tronco talado,

él mismo vuelto tronco en la distancia,

reconciliado con el bosque.

 

Donde antes estaba Ricardo

hoy queda apenas un bostezo de humo,

aquel dibujo obsceno rayado con navaja

y el tatuaje naíf de su antebrazo,

todo flotando apócrifo en el aire

como el dedo fantasma de un yakuza.

 

A veces regreso a su cochera

y acaricio la máquina apagada

que nadie quiso llevarse

esperando escuchar el ronroneo.

Le gustaba pellizcarme sin permiso

y la animación japonesa.

Escrito en Lecturas Turia por Erika Martínez

Grace Paley: tal y como pensaba

10 de diciembre de 2018 09:00:35 CET

Quienes desconfiamos de los que son definidos como «activistas» corremos el riesgo de penetrar en un libro como La importancia de no entenderlo todo, de Grace Paley, con un prejuicio difícilmente salvable. Y más si topamos pronto con frases maximalistas como «la única obligación de un escritor pasa por dejar en este mundo un poco más de justicia de la que encontró al llegar». Afortunadamente, el texto desmiente con rapidez el apriorismo para presentarse como una colección de artículos, reportajes, prólogos de libros y transcripciones de charlas que la autora escribió a lo largo de la época más activa de su vida (1960-1995, aproximadamente) y que abordan con crítica lucidez y espíritu de reflexión asuntos como el aborto, la discriminación de la mujer, la guerra de Vietnam, la objeción de conciencia militar y la desobediencia civil, el capitalismo descontrolado, la lucha por los derechos de los homosexuales, la instrucción pública, la segregación racial, la cuestión judía, la centrales nucleares, etc. Son, como se puede apreciar a simple vista, los grandes temas que la izquierda europea y norteamericana ha enarbolado como propios a lo largo del siglo XX, y que han constituido, efectivamente, la lucha colectiva y utópica por una sociedad más justa, igualitaria y libre de los abusos del poder.

Esa fue la batalla de Grace Paley, que reconoce, con orgullosa coquetería, haber recibido «una infancia socialista típica» (página 125). El libro, cuyo título original es más sugestivo que el español (Just As I Thought, «Tal y como pensaba»), está plagado de referencias a su familia, formada por judíos rusos exiliados por el zar Nicolás II y asentados en Estados Unidos, concretamente en el Bronx neoyorquino, pero también a su labor como madre y ama de casa, profesora, poeta, narradora (tres libros de relatos a lo largo de su vida, reunidos en un volumen por Anagrama: Cuentos completos), reportera y conferenciante. Pero el material de su libro surge sobre todo de la calle; Paley no es una intelectual al estilo, digamos, de Susan Sontag, sino una mujer vitalista y combativa más en la línea de Doris Lessing, que participa en manifestaciones, concentraciones y protestas, ingresa en prisión en dos ocasiones, viaja varias veces a Vietnam en plena masacre, dicta peculiares clases de literatura, se practica dos abortos, se mezcla con mujeres negras y canaliza su protesta por la integración racial plena, se manifiesta periódicamente ante el Pentágono… Ahí reside el principal atractivo de La importancia de no entenderlo todo, en su combinación de reportaje callejero experimentado in situ y de reflexión global y serena sobre las injusticias del mundo contemporáneo. Paley, por ejemplo, no solo ataca la intervención americana en Vietnam, El Salvador o Afganistán por criterios morales, humanitarios o emocionales, sino que apunta las consecuencias económicas que los conflictos deja en la población más débil, con ciudades «en ruinas y devastadas» (página 117). «Sufren la devastación de la guerra —continúa—. Los hospitales están cerrados, las escuelas privadas de maestros y libros. Los jóvenes negros y latinos no tienen trabajos decentes. Los obligarán a alistarse en el ejército (…) Las ayudas que reciben los pobres se recortan o se eliminan para alimentar al Pentágono, que necesita unos 500 millones diarios para mantener su salud homicida. El año pasado se llevó 157.000 millones de nuestros impuestos, 1.800 dólares de cada familia de cuatro miembros».

Lo mismo ocurre con sus convicciones feministas, que no apuestan por la percepción de los hombres como permanentes verdugos sociales (feminismo radical), ni tampoco por la defensa de las diferencias por sexo (o, ahora, de «género») no como una realidad inherente al ser humano, sino como una construcción cultural (feminismo cultural), sino más bien en la línea del feminismo socialista, que observa la discriminación y opresión de la mujer en la lógica del capitalismo patriarcal, igual que ocurre con el racismo. Para Paley, la liberación de la mujer llegará por la vía cultural —destrucción de la sociedad patriarcal— pero, sobre todo, por la vía económica, ya que la tradición de la explotación capitalista se ha cebado con los colectivos socialmente más débiles, como las mujeres, los negros o los latinos. Paley encuentra la voz contradictoria de otra exiliada, este caso ucraniana y en Brasil: Clarice Lispector. Y a la pregunta de cómo concibe el feminismo, responde asertivamente: «Ser feministas (…) implica ser responsables de la libertad de su propio país, de la libertad de las mujeres, los hombres y los niños. (…) Implica mantener viva la batalla, no ceder un centímetro, pero a la vez trabajar codo a codo con los hombres, porque la conciencia feminista debe pasar a formar parte de las soluciones prácticas, si quiere convertirse en el tejido de un desenlace revolucionario» (página 132). Es decir: su lucha es la lucha de la mujer, pero sobre todo la de la mujer obrera.

Como se observa, el libro abunda en un tono utópico con el que no se puede dejar de simpatizar. La autora escribe poemas para enseñar literatura a sus alumnos y, sobre todo, defiende la educación pública frente a aquellos de sus amigos y colegas que matriculan a sus hijos en escuelas privadas elitistas y alternativas. «Los hijos de los progresistas deben ir a la escuela pública», proclama (página 167); lo contrario es caer en el clasismo y, en consecuencia, alimentar el gueto. En Paley aparece de manera frecuente la cuestión de clase: la izquierda debe promover la escuela pública, plural y laica por la misma razón que la clase alta (sic) promueve las escuelas de clase alta o los católicos la escuela católica: como proyección de su idea de pertenencia a un grupo social.

Acaba La importancia de no entenderlo todo con una prolongación necesaria de su pensamiento pacifista: la intervención americana en la primera Guerra del Golfo, a la que emparenta sin problemas con la de Vietnam, sobre todo en el despilfarro económico, en la injusticia que reportan y en la manipulación de los medios de comunicación por parte de los poderes político-económicos. «¿Es ahora más seguro Oriente Medio?», inquiere una pancarta de la asociación Women Indict Military Policies («Las mujeres condenan las políticas militares»). Estamos en la temprana fecha de marzo de 1991 y la pregunta, varias décadas, se responde por sí sola. Y una conexión insólita final: la guerra de Irak coincide con una pregunta sobre la menopausia que una escritora amiga efectúa a la propia Paley, que escribe un breve ensayo en el que relaciona la relevancia de un hecho y la insignificancia del otro; las esferas de lo social y lo individual (e íntimo) se cruzan en un aliento sordo de melancolía. Para entonces es ya una anciana, y Paley reivindica la vejez y a los viejos como antes reivindicó a las mujeres, a los negros, a los pobres, a los vietnamitas, a los iraquíes, a las prostitutas, a los obreros explotados, a las presas. Y zanja el asunto mostrando su debilidad: «Me siento de maravilla. (…) Pero sí, la verdad es que me molesta bastante hacerme mayor» (página 231). Es importante y hermoso llegar a viejo y no entenderlo todo. Pero escribir, y actuar, por mejorarlo.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

 Grace Paley, La importancia de no entenderlo todo, Madrid, Círculo de Tiza,  2016.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Siete gracias farrucas

10 de diciembre de 2018 08:56:09 CET

A Juan Antonio Bernier

 

1.

 

Río como hubiera

reído mi maestro;

cara de tonto por

el camino de siempre.

 

 

2.

 

Con todo lo que sé

hacer una comparsa.

 

 

3.

 

La Virgen del Puño venía

subiendo por la Calle Nueva

deshaciendo en los escaparates

su hilera torpe de viejas.

 

4.

 

Por nueva tala

muertecita de frío

la Nomentana.

 

 

5.

 

Todo el verano

Joseíto, y nunca

lo saludé.

 

 

6.

 

Los chascos de los pobres:

A la emoción por la transparencia, ¿no?

 

 

7.

 

Escribir como un robo al aire.

Pero el pájaro.                                   

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Reche

Octavio Paz, cosmógrafo

10 de diciembre de 2018 08:46:55 CET

Octavio Paz, ¿un poeta ensayista o un ensayista poeta? ¿Un poeta que piensa poemas veteados de reflexiones, preñados de relecturas, o un ensayista que canta el mundo en ensayos sembrados de connotaciones y de visiones, inagotables como poemas?

El territorio de Paz es esa intersección entre poesía y ensayo. Un lugar donde la palabra lírica es una candela que ilumina, en el que Paz rescribe el mundo en cada lectura. Como un niño que siguiera los renglones con el dedo, y luego mojara ese mismo dedo en tinta para escribir nuevas lecturas.

Y el señor de ese puente, de esa isla que pertenece a ambas orillas del río, es el Paz lector, del que nace todo. El Paz que lee y quiere emular a los escritores que admira. El Paz que se busca, se lee y se narra en otros.

Muy significativamente, Paz invoca desde el subtítulo de sus ensayos al santo patrón de los lectores modernos: Valery Larbaud. Así, recoge la denominación acuñada por Larbaud, “dominio”, para marcar sus ensayos literarios: cuando reagrupa y edita sus Obras completas, divide sus acercamientos entre el “dominio extranjero” (Excursiones/Incursiones) y el “dominio hispánico” (Fundación y disidencia).

Paz conoce muy bien a Larbaud. Le dedicó un revelador ensayo, compartido con Pessoa, en el que señala que es el primero en usar heterónimos, seis años antes de la aparición de Alberto Caeiro. Para situarlo ante el lector hispánico, dirá que sólo Alfonso Reyes en nuestra lengua está al nivel de la fina prosa larbaudiana. Y viceversa, Paz define así a Reyes: “viajero en varias lenguas por éste y otros mundos, escritor afín a Valery Larbaud por la universalidad de su curiosidad y sus experiencias –a veces verdaderas expediciones de conquista en tierras ayer incógnitas– mezcla lo leído con lo vivido, lo real con lo soñado, la danza con la marcha”. 

Ese paralelismo entre la exploración geográfica y la exploración literaria nos da la clave para entender los ensayos de Paz. Escritor y diplomático –como José Gorostiza, como Gilberto Owen, como Alfonso Reyes–, Paz vivió en la India, en Francia y en Estados Unidos; pero supo que la lectura es otra manera de viajar, tanto en el espacio como en el tiempo. Así lo declara al comienzo de su prólogo a Excursiones/Incursiones: “Cada lectura, como ocurre en los viajes reales, nos revela un país que es el mismo para todos los viajeros y que, sin embargo, es distinto para cada uno. Un país que cambia con el tiempo y con nuestros cambios: no es lo mismo leer La Cartuja de Parma a los veinticinco años que volver a leerla a los sesenta. No es lo mismo ni es la misma novela”.

Coincidiendo con la mirada de Larbaud –que, en sus paseos por Lisboa, se imaginaba ser un Serpa Pinto de la Literatura–, Octavio Paz crea una “Geografía Literaria”. A la vez explorador y cosmógrafo, descubre nuevos territorios, encuentra regiones escondidas y corrige mapas erróneos, admitidos por la indolente costumbre. Sus ensayos son mapas que cotejan los parajes sin fiarse de mediciones anteriores, y que anhelan sin descanso conocer y cartografiar la Terra Incognita que espera, prometedora, en el horizonte. Mapas que persiguen reproducir ese mar que engloba todo. Un mapa infinito para un mar inagotable. 

Toda expedición necesita de trujamanes que abran las rutas. Paz se multiplica en las lenguas que va aprendiendo para poder leer directamente las obras originales. Y tras la lectura, el deseo de compartir la felicidad: la traducción. Paz nos entrega su Donne, su Mallarmé, su Apollinaire, su William Carlos Williams, su Pessoa… Su, porque con cada traducción viene aparejada una visión propia, una lectura. Esa quintaesencia del lector que es el traductor se plasma a la perfección en Octavio Paz, quien suele acompañar sus versiones de comentarios y sugerentes perspectivas[1].

Su insaciable curiosidad de niño nos regaló también poemas de la India, Japón y China. Más que eso: convirtió a Tablada en su precursor y nos regaló literaturas enteras, porque a partir de las rutas abiertas por Paz podemos acercarnos a Oriente con naturalidad inusitada.

Quizá sea “naturalidad” la palabra que mejor cuadra a la visión universal que Paz tiene de la Literatura. Naturalidad y familiaridad con nuestra tradición, y también con las otras tradiciones. Por doquier encuentra Paz las redes que conectan a los grandes creadores. Ve la literatura como un asombroso tapiz, conformado con hilos de varias lenguas y diversas épocas. Busca el dechado escondido tras los dibujos, que quizá nos aguarda en una alusión casi borrada, que espera paciente a que alguien la descifre. Y también sigue los hilos sueltos, a los que les falta el nudo que los justifique. En sus manos, esos hilos perdidos son un nuevo hilo de Ariadna; no para salir, sino para entrar en el laberinto de un autor, de la literatura, del mundo.

Paz se sabe parte de una red mundial de “cartógrafos literarios”, en la que unos y otros comparten exploraciones y mediciones. Un libro es un salvoconducto, y un nombre es una señal de familia. Se hace amigo de Czesław Miłosz en París al saber que su poeta moderno preferido es el mismo que el suyo, T. S. Eliot. En los años cuarenta, en México, el nombre de Borges “era una contraseña entre iniciados y la lectura de sus obras el culto secreto de unos cuantos adeptos”, entre los que se contaban Alí Chumacero y Xavier Villaurrutia. Años más tarde, el vínculo entre Borges y Paz será el descubrimiento de que varios de sus poetas favoritos eran los mismos. Personas y libros se entrelazan. Observa Paz: “Nuestras vidas son un tejido de encuentros y desencuentros: físicos, mentales, afectivos. […] ¿qué habría sido de Valéry sin Mallarmé o Rimbaud sin Verlaine? ¿Cómo habría escrito Ezra Pound los Cantos, ese vasto y descosido poema, si hubiese tenido a su lado un consejero inteligente como él mismo lo fue de Eliot?”

La lectura es también una conversación, una interminable conversación que supera tiempos y espacios. Tras esa su primera lectura de Borges para iniciados, Paz comenta: “Desde esos días, no dejé de leerlo y conversar silenciosamente con él”. Otra de sus compañías perennes es Quevedo –“no cesa de asombrarme su continua presencia a mi lado, desde que tenía veinte años hasta ahora que tengo ochenta”–, cuya influencia freática confiesa: “En ese mismo año de 1942 escribí varios sonetos bajo el signo de Quevedo, el signo de la escisión”.    

Desde esa su mirada que abarca una conversación de siglos, Paz puede señalar con toda naturalidad que “el parecido entre Góngora y Mallarmé es engañoso”.

Veamos un ejemplo de su manera de discurrir, de transitar los caminos de la Literatura: “El Gilberto Owen tradicional –ingenioso, précieux y apasionado, enamorado de los misterios sacros y de los juegos de palabras, pez volador entre Cocteau y Eliot– desaparece; en su lugar o, más bien, entre sus cenizas, mezcladas al confeti de no sé qué triste carnaval, se levanta otro poeta, del linaje de Blake y Nerval, Pessoa y Yeats. […] encarna entre nosotros la figura a un tiempo familiar y enigmática del poeta iniciado, el adepto de la otra religión de Occidente –la vieja religión de los astros que fascinó a los neoplatónicos de Florencia, nutrió a Spenser y a Ronsard”. Sobre Borges dice: “Algunas de sus ficciones parecen cuentos de Las mil noches y una noche escritos por un lector de Kipling y Chuang Tzu; algunos de sus poemas hacen pensar en un poeta de la Antología Palatina que hubiese sido amigo de Schopenhauer y de Lugones”.

Al mostrarnos a otros hace un autorretrato: el de un poeta que se maneja a sus anchas en una simultaneidad literaria, para quien –como dijo Paz de Borges– “la tradición literaria no le parecía menos viva y presente que la actualidad”.

Paz es el anfitrión perfecto de un inmenso e inagotable banquete. Salta de una mesa a otra, lleva a los comensales y los presenta, une a los que cree que van a llevarse bien. Trasvasa las épocas para unir autores; sobre Lope dice “Nos hace falta una selección realmente moderna de su poesía y, sobre todo, nos hace falta que alguien haga con él lo que Dámaso Alonso hizo con Góngora o Eliot con Donne: situarlo, insertarlo en la tradición moderna”. Paz reivindica ese oficio de lector-puente, de lector-zahorí, de lector que abre caminos y recupera sendas. Un oficio que sólo un creador puede realizar a la perfección.

El lector Octavio Paz es el cruce entre el poeta y el ensayista, el gozne hacia ambos lados. El nexo entre el constante cifrado y descifrado del universo. Porque Octavio Paz lee poéticamente.

A la vez Marco Polo y Juan de la Cosa, viajero y cronista, explorador y cosmógrafo, Octavio Paz nos descubre a poetas lejanos. Otras veces, se aventura aún más en lo desconocido y nos señala a poetas extraños y asombrosos que se esconden tras los nombres más citados.

El niño Aries que es Paz nos lleva de la mano por su jardín de juegos, que es una biblioteca, y nos invita a jugar con él a la lectura. Confía en nosotros, nos muestra sus juguetes y los comparte, feliz de encontrar un compañero de juegos.

Nos habla como un degustador que encuentra el ingrediente escondido de un plato o el secreto de un vino. Como el enamorado que se detiene en los detalles del cuerpo amado[2]. Unos detalles mínimos, exactos y valiosos, que sólo un enamorado podría percibir.

Las lecturas de Paz tienen algo de mágico. Galvanizan los textos que, bajo el encanto de sus palabras, se yerguen vivos y poderosos como nunca. Así resume Paz su mester: “Ésa es la misión del crítico: darle al lector ojos nuevos para que lea o relea la obra. Esta forma de la crítica, la más alta, equivale a una resurrección”.

Ese es Octavio Paz: un mago niño compartiendo su magia. Un mago señalando la fina pericia de trucos ajenos. Mejor aún: descubriendo feliz que quizá existen los prodigios. Que quizá no hay truco.

 

[1] Su lista de autores traducidos es una reveladora panoplia de lecturas: Nerval, Michaux, Éluard, Supervielle, Reverdy, Cocteau, Char, Andrew Marvell, Yeats, Pound, e.e.cummings, Wallace Stevens, Charles Tomlinson, Elizabeth Bishop, Mark Strand, Vasko Popa, Czesław Miłosz… 

[2] Podríamos decir que como un enamorado que lee los detalles del cuerpo amado: un lunar, un antojo, una perspectiva única… al estilo de los Blasonneurs du corps féminin, que Paz conocía bien.


 

 

Escrito en Lecturas Turia por Diego Valverde Villena

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