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Configurar sentido descendente

El gas y el leñador

28 de enero de 2019 09:39:09 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Por qué la voz se olvida,

se esfuma como el gas?

 

Globos de helio

que se sueñan inflados

de identidades.

 

No sé si puedo recobrar tu voz,

su afónica aspereza

de mano que acaricia

tablas sin barnizar.

 

Cada tronco susurra,

el hacha tiene oído.

 

Te escucho, se va el aire.

Y parece que alguien me soplara.

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Santos

28 de enero de 2019 09:30:28 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo alquilé un cuarto en el barrio de Santos

para pasar el invierno más frío de mi vida.

La mujer de la casa solo hacía paciencias.

Santos era la tierra de la infancia.

Meninos do rio. La casa está en el mar.

El tren es una máquina de un mundo superior

que arrasa con todo lo que fui. 

Amo las piedras de la calle, cómo se resbala con la lluvia,

cómo la ciudad fue hecha sin pensar en nadie.

En el 25 de abril alguien dio a un soldado la orden de disparar

pero él no lo hizo y evitó una guerra.

Amo el águila del Benfica

dando la vuelta al estadio antes de cada partido. 

¿Cómo decirlo? Nada me une a esta orilla.

Si aquí veo solo un poco de odio

me iré a la otra orilla y empezaré otra vez.

Si alguna vez hago un amigo

le hablaré de cómo es mi tierra natal

para asustarlo y mantenerlo lejos.

Con el tiempo aprendí que un poco de odio

es el inicio de todo el odio. 

Esto es Lisboa. Me preguntan por qué vine aquí

y eso es ir demasiado lejos.

Si quieres saber por qué vine

deja que se te vea con los que no tienen nada.

Entra en el juego de perder todo como yo lo hice.

Esto es Lisboa: la ciudad en la que he de escribir

el libro alucinado que siempre quise escribir. 

Aún no sé de qué trata este país,

esta tristeza, esta lengua y este imperio perdido.

No saberlo me hace estar para todo.

Estoy tan disponible que doy miedo. 

Sé que esta es la única orilla

por eso trato de mirar el río sin pensar

que mi presencia aquí es una venganza.

Creo que lo que amo es la doble vida

que todos tuvieron en África y en Portugal.

También a mí se me acabó. 

¿Recuerdas el tiempo del primer escándalo

cuando parecía imposible que hubiera otro y otro?

Alguien dijo vergüenza solo para hacer cosas malas.

Esto no es una parte de mi vida, vine a quedarme.

¿Tú ves salir palabras del río, las ves golpearse

contra las aguas del mar?

¿Tú crees que un hombre debe ser fiel a sus alucinaciones? 

Yo habito un lugar del margen

donde puedes beber cuanto quieras

sin que nadie diga nada.

El río solo puede ser navegado

por los que aprendieron a decir adiós. 

¿Tú qué sientes cuando me ves navegar

en este río innavegable?

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Fidalgo

Madrid: guía de efectos sensoriales

21 de enero de 2019 09:21:48 CET

Cuando la UNESCO designa patrimonio de la humanidad a una ciudad la hace automáticamente depositaria de una responsabilidad gigantesca a nivel planetario. Su casco antiguo se vuelve intocable tras el prestigioso nombramiento. A partir de ese momento ha de ser preservado de los estragos históricos, es decir: del terrorífico bloque de pisos de hormigón o de la amenaza del rótulo feúchamente contemporáneo que sustituye al original de hace dos siglos. Custodiar parece ser entonces la idea, pero ¿custodiar qué? ¿sólo la arquitectura del XVIII? ¿las tallas de la escuela de Salzillo? ¿no sería conveniente ampliar  el alcance de lo custodiable, de lo que hay que proteger de las inclemencias de la historia? Haciendo eso nos encontramos con ciudades interesantes que la UNESCO aún no ha señalado con el dedo y que cuentan con otro tipo de patrimonios visuales, auditivos, olfativos y táctiles cuya desaparición también debemos evitar a toda costa. Madrid, aparte de contar con su Palacio Real, su monasterio de las Descalzas Reales y demás lugares incluidos en la lista del Patrimonio Nacional, posee un muestrario de bienes sensoriales con los que, ante todo, debemos reconciliarnos si en algún momento hemos despotricado sobre ellos, porque ¿qué es finalmente el patrimonio de un país o de una familia sino el conjunto de todo lo que se echaría de menos si no estuviese ahí?

 

Pensemos en la expresión “alegrar la vista”, una frase hecha que nos trae a la cabeza cristalinos disfrutando, retinas dejando pasar la mejor de las luces y conos y bastones dando saltitos. De Madrid nos alegran la vista, en un sentido u otro, El jardín de las Delicias de El Bosco, la escultura de Lichtenstein que simula un brochazo en el patio del nuevo Reina Sofía o los frescos goyescos de la ermita de San Antonio de la Florida. Hasta ahí todos, o la mayoría, estamos de acuerdo. Pero hay otras imágenes y colores que conforman también el patrimonio visual madrileño y que nos esperan nada más aterrizar en la ciudad: los colores que anuncian Madrid son visibles ya antes de que el avión toque el suelo de la ciudad. Aterrizar es un verbo que ha debido de ser inventado por un madrileño, pues es tierra y su variante de colores (más amarillenta, más mostaza, más tirando a rojiza, más ocre) la primera palabra que se le viene a la cabeza a cualquiera que descienda en un avión y vea el color alpargata tan inequívocamente mesetario de Madrid. Los célebres tonos tierra, tan de moda temporada sí/temporada no, fueron seguramente lanzados a las pasarelas por un diseñador que bajaba hacia Madrid en avión.

 

En nuestra búsqueda de colores madrileños tan típicos como preservables, otro que ocupa bastantes, pero bastantísimos metros cuadrados es el rojo. Jean Nouvel se ha encargado de ello en su ampliación del Reina Sofía, con su ineludible fachada de charol rojo que tiñe de una luz un poco putesca los balcones y visillos de las casas setenteras situadas enfrente, al final de la calle Argumosa, ya casi en la Ronda de Atocha. Y  aunque no sea posible seguir una trilogía cromática como la de las pelis de Kieslowski, con su azul y su blanco correspondientes (¿y quiénes harían de Juliette Binoche e Irène Jacob? ¿Quizá Pé y Pilar López de Ayala?), sí que podemos encontrar otro color representativo de Madrid: el tono teja o canela, color local por antonomasia debido a la profusión de edificios de ladrillo visto. El Auditorio Nacional se hace eco de ello, en su aspecto como de construcción infantil formada por bloques sencillos y piececitas apilables.

 

Dejando a un lado los colores y centrándonos en elementos tridimensionales característicos de la ciudad, no podemos omitir la presencia de aparatos de aire acondicionado presentes en un porcentaje alto de balcones, y en los que ya apenas reparamos. Si tuviéramos que explicarle a un amistoso habitante de Marte de ojos almendrados y piel verdusca qué son esos aparatos no tendríamos que hacer muchos aspavientos: sólo con que experimente  la poco afable temperatura que alcanza la ciudad en el mes de julio, él, con sus movimientos siempre gráciles, asentiría con la cabeza mostrando haber comprendido perfectamente. Expliquémosle también todo sobre el escaparatismo hostelero madrileño, con sus correspondientes animales de tierra y mar expuestos sin sarcófago. Hagámosle comprender la convivencia de pulpos, centollos y piernas de lechazo colocados sofisticadamente en vitrinas para disfrute o repugnancia visual de los paseantes. Pero atrévase a entrar, hombre: esos animalillos o están muertos o son inofensivos gracias a la cinta aislante que rodea sus pinzas, en el caso de los bogavantes. Una vez dentro del bar-restaurante de turno y dejando a un lado la felicidad obtenida por la dosis de pulpo y pimentón que nos hayamos comido, nos topamos de lleno con otro elemento patrimonial, esta vez auditivo: el repertorio fraseológico del hostelero madrileño, cuya expresión “oido cocina” es un ejemplo aplaudible de economía del lenguaje, una modalidad hostelera del cambio y corto empleado en la jerga bizarra de la comunicación por walkie-talkie. El lenguaje camareril tradicional no se debe perder. Al igual que el etnomusicólogo va por los pueblos grabando canciones populares interpretadas por ancianos desdentados, el habitante de Madrid debería grabar las frases del camarero madrileño, de ese que hace entrechocar las gordísimas tazas de cafetería que nunca, nunca parecen romperse. Pero ese lenguaje que divierte y repele al mismo tiempo se está acabando inevitablemente debido a la jubilación de sus generadores. Por eso urge crear una escuela de camareros a la madrileña donde se aprenda a proferir gritos ensordecedores, canturreos de coplas y melodías en desuso y, de repente, una inesperada frase ultracariñosa con profusión de diminutivos, del estilo de “un cafetito y una tostadita por aquí”.

 

Los costumbristas que anden al acecho de sonidos darían lo que fuera por hallar la melodía de la armónica del afilador en medio del bullicio de una capital de varios millones de habitantes. Con paciencia y aguzando el oído la encontrarán. Es real que se oye en ocasiones la escalita sonora que, a modo de flauta de Hamelin, anuncia la llegada del profesional que convertirá nuestros cuchillos y tijeras en instrumentos peligrosos. Por supuesto, el afilador no ejerce su profesión en las inmediaciones de la torre Picasso, ni en las del recinto ferial de Campo de las Naciones: se presenta en Lavapiés o en el Madrid de los Austrias con disimulo, y con su silbidito artificial a modo de contraseña ofrece sus servicios a los vecinos.

 

Al abandonar el mundo del oido y pasar al apartado de olores se hace necesaria una mención de honor a uno bien tradicional y casi exclusivamente experimentado por mujeres. Todas aquellas que hayan dejado Madrid en favor de ciudades como Helsinki o Chicago no podrán sino echar de menos el olor de la cera caliente de la peluquería de turno, con sus connotaciones de daño pero también de alivio final tras el pleno cumplimiento de los códigos estéticos vigentes en Occidente.  Pero Occidente es más variado de lo que nos quieren hacer creer las mentes globalizantes, de ahí que al volver a Madrid tras visitar otras ciudades comprobemos con ¿alivio? ¿sorpresa? que el patrimonio oloroso del centro turístico de Madrid aún no está emparentado con el olor a mantequilla refrita tradicionalmente imperante en los centros de las ciudades angloamericanas. Ese aroma corporativo de zona turística sobreiluminada que hace que lugares tan alejados el uno del otro como Picadilly Circus o Times Square huelan atrozmente igual, todavía no ha llegado a la puerta del Sol, a la Plaza Mayor o a la Gran Vía: se limita a permanecer en cadenas de establecimientos conocidos por todos y por el momento no se atreve a salir, como si supiera que va a ser considerado aroma inaceptable. Por supuesto que la idea de fritanga está por todas partes en Madrid: en la croqueta, en la tajada de bacalao rebozada de Casa Labra, en los terroríficos zarajos y gallinejas de las verbenas, sí, pero es fritanga elaborada con una grasa que suponemos mediterránea, que suponemos procedente del fruto del olivo, y aunque no sea  ni mejor ni peor, es al menos distinta al spray ambientador modelo centro urbano con neones y atracciones turísticas.

 

Al abandonar el universo del olfato y pasar al gustativo empezamos a salivar de inmediato pensando en las especialidades de ciertos restaurantes y tabernas. Razones no faltan: sin temor a equivocarnos podríamos considerar las croquetas (bueno, no todas las croquetas) como patrimonio papilar de Madrid. Pero aquí nos estamos refiriendo a los sabores madrileños que, a modo de magdalena o donut proustiano nos retrotraerían inmediatamente a esta ciudad. La idea sería: muerdo esto y me sabe a Madrid, al igual que un chupa-chups Kojak con su centro de chicle harinoso y sobreedulcorado nos sabe automáticamente a infancia. Uno de los principales candidatos a ser designado sabor oficial de la ciudad sería el bocadillo de calamares que, no nos engañemos, va a desaparecer pronto del escenario madrileño. Somos nosotros quienes debemos preservar el recuerdo de su sabor para explicárselo a los niños del futuro (“en esta ciudad, mis queridos niños, hubo una vez bocadillos de calamares cortados en aros, enharinados y fritos en aceite muy caliente”). Y al decir aceite se nos viene también a la cabeza el vinagre que lo acompaña en las ensaladas y que es el principal responsable de la conservación de aceitunas y boquerones, alimentos que ya poseen la ciudadanía madrileña, como casi le ocurre al sushi de atún.

 

La tarea de encontrar los sabores más representativos de la ciudad no es sencilla pues el muestrario de sabores identificables con Madrid ha crecido exponencialmente en los últimos años, y más que siguen llegando de la mano de los nuevos habitantes que aquí se instalan. Quizá tengan que pasar décadas para que el dulce de leche o el de guayaba sean tan asociables a Madrid como el curry lo es a Londres. Mientras tanto, el hipercalórico manjar se va filtrando en silencio en tartas, helados y alfajores y sin darnos cuenta nos adaptamos a él (no nos resulta difícil); como quien no quiere la cosa le decimos al heladero que en esta ocasión sustituiremos la bola de chocolate blanco de siempre por una del adictivo dulce. Y es que a Madrid hay que transmitirle lo nuevo engañándolo como se engaña a un niño al darle una medicina disimulada con un terrón de azúcar, pero una vez que ha decidido adoptar la nueva costumbre, se hace adicto tanto al terrón como al medicamento.

 

Por último, no debemos dejar de lado el patrimonio táctil de Madrid, que incluiría sin duda esas paredes de gotelé en altorrelieve, fieles imitaciones de paredes intestinales en las que es posible masajearse la espalda si uno se frota convenientemente. Llegará un día en el que se erradique el gotelé. Ese día, muchos descorcharán botellas de cava para celebrarlo, pero años después les entrará la nostalgia y buscarán de nuevo el gotelé para tocarlo y experimentarlo, y el único lugar del universo donde quedarán restos será Madrid. Aquí permanecerá, iluminado desde el techo por una luz fluorescente que lo sombreará de manera expresionista, y vendrán hordas de turistas a verlo, sin distinción de raza, credo o nacionalidad, y esos mismos visitantes experimentarán la solidez del chocolate a la taza, que se ha de medir en gramos y no en centilitros porque es sólido y tridimensional: pesa y ocupa espacio. Desde aquí hacemos un llamamiento al viajero francés, sueco o suizo que, desconocedor de esta realidad, pedirá un chocolatito ligero para rematar su cena y no logrará conciliar el sueño tras la experiencia contundente. Y ya para terminar, sería imperdonable que nos olvidásemos del tacto del armiño ficticio de la capa del rey Mago de la cabalgata del 5 de enero, o del placer táctil de la barba de pelo tan falso como suave del concejal del Ayuntamiento elegido para hacer de Melchor o de Gaspar ese año: ¿Se os  ocurren mejores texturas para una ciudad? 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

Un prefacio imprescindible

He escrito en alguna ocasión que la calidad y la variedad de la cuentística norteamericana contemporánea, así como el éxito de este género, es el resultado de una apreciación crítica y un prestigio social fruto de la larga tradición de los programas de “Creative Writing” y de la labor de las publicaciones periódicas dedicadas al relato (en ambos casos hay espacio de reflexión, de crítica, de innovación). No es ajeno a esta dinámica, un modelo de enseñanza de posgrado no ha renunciado a la deriva profesionalizante de sus estudiantes, y que ha implementado fórmulas para el encuentro entre los creadores del presente y del futuro en un ambiente de intercambio de ideas estructurado en torno a la idea de “taller”.[1]

No es menos cierto que, a mi juicio, han sido algunas autoras quienes más han arriesgado en el desarrollo de este género. Lydia Davis (1947) abre una línea (con la Ur-propuesta de Alice Munro, 1931) que después han transitado, mostrando otros caminos, por ejemplo, Amy Hempel (1951), Lorrie Moore (1957) o Miranda July (1974). Todas ellas se alimentan, en distintas dosis,  de la elasticidad de los materiales narrativos pero también de su resistencia, en un constante trabajo de ingeniería literaria donde el concepto de “tensión” pone a prueba estos mismos materiales. Superada muy pronto la dicotomía realidad-ficción (la lectura en clave es agotadoramente productiva aunque tiene sus límites muy próximos), interesa más cómo se abordan las relaciones humanas y de pareja, la introspección, la sociedad contemporánea, la infancia, la literatura, desde una perspectiva falsamente naif, decididamente intelectualizada en unos casos, irónicamente minimalista en otros. Los relatos de la autora nacida en Glens Falls (Nueva York) en 1957 se han venido publicando desde la aparición de su primer libro, Autoayuda, que vio la luz en 1985[2]. Con posterioridad ha publicado otras tres colecciones de cuentos: Como la vida misma (1989), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2014)[3]. Existe también una recopilación de sus libros de relatos en The Collected Stories, de 2008[4].

 

Lorrie Moore como (falsa) stand-up comedian

Lorrie Moore cuenta para que no demos nada por descontado. Si Lorrie Moore decidiera subirse al escenario de un club de una sala de conciertos, de un teatro, de un garito, para hacer un monólogo, podría sin mucho problema hilvanar su monólogo cómico. Esto no quiere decir que Lorrie Moore sea una humorista, ni mucho menos. Pero sabe con toda seguridad que para expresar su labor creadora habría que darle la vuelta a la opinión de uno de sus personajes y que pasara de ser un “lienzo sobre el que uno escribía su amor retorcido y su ingenio dudoso” a un ingenio retorcido y un amor dudoso. Los perros de los relatos de Morre se llaman Cat, los adolescentes provocan el espanto del día a día (“Sin duda, para eso se había inventado la fe: para criar a los adolescentes sin morir. Aunque por supuesto también era la razón por la que se había inventado la muerte: para escapar a los adolescentes por completo”), los adultos formales y formados hacen bromas subidas de tono –intelectual- en fiestas aburridas (“Ten, toma un poco de ginebra. Entra limpia y fuerte: ¡como la filosofía alemana! –Sonrió y miró el lago-. En una época fui filósofo. Pero no era muy bueno”).

Su humor es sarcástico, oximorónico. Con el estilo de stand-up comedian, con frases cortantes, con definiciones duras, con ideas y asociaciones inesperadas, juegos de palabras (Barama en vez de Brocho), mucha política camuflada de juegos sociales. En los relatos de Lorrie Moore hay una inflexible norma que garantiza no poder vendas antes de hacerse la herida (“Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podrías echarlo todo a perder”) pero se sabe desde el principio que el dolor va a ser profundo a pesar de la pantalla protectora contra los rayos uva de la infelicidad que proporciona el sarcasmo (“Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, solo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre”). Sus personajes deambulan por el mundo tratando de encontrar una felicidad pequeña, doméstica, que huya de la autoconsciencia de absorbente y manipuladora. La defensa contra el terror cotidiano, contra la muerte, el desamparo, la enfermedad (el cáncer es un tema recurrente a lo largo de su obra), la imposibilidad de entenderse, es un aguijón siempre alerta (“Después de que sonara una pequeña campana, todo el mundo iba a sentarse, no solo los que ya estaban en silla de ruedas”) que solo notamos después de un largo rato.

En Lorrie Moore el estilo no es un concepto vacío o meramente ornamental. El estilo afecta a la concepción del lenguaje como un organismo vivo, en constante transformación, merecedor de atención y atenciones, extensible, abierto, lleno de posibilidades. Con capacidad para la ironía, el juego de palabras, al humor, al doble sentido, a la dialogía. La exigencia para con el lector es evidente. La exigencia para con el lector extranjero lo es aún más (queda solo aquí apuntada la importancia de las traducciones en la narrativa breve de Lorrie Moore, su papel determinante en la comprensión de textos tan complejos). Con estos se consigue el efecto de neutralizar la excesiva intelectualización de los contenidos o la no menos excesiva sentimentalización de las relaciones humanas[5]

-         “A ella le preocupaban la inexperiencia y la autoestima. En el cine, cuando él susurraba: “Mira, ahí sales tú. Twentieth Century Fox, la zorra del siglo XX”.

-         Espero que no seas checa –decía, siempre con la misma broma, señalando la nota de la caja registradora, que anunciaba: NO SE ADMITEN CHEQUES, GRACIAS.

-         Las hormigas son mis amigas. / Su respuesta está en el viento.

-         Entro en la consulta del doctor Morcutt (“¿Morcutt?”, clamó Gerard. “¿Vas a ir a un dentista que se llama Morcutt?”.

 

A pesar de tanto dolor, la poesía

El carácter directo, mordaz, impertinente, de los relatos de Lorrie Moore se equilibra con una acusada tendencia hacia lo que podríamos denominar un “lenguaje poético” poco previsible. No quiere esto decir que se renuncie a la narración, sino que esta queda atemperada por un estilo de alta potencialidad lírica, por más que esta potencialidad se alcance a través de un obsesivo alejamiento de los mecanismos rituales de eso que se ha dado en llamar “lo poético”. En Moore el lenguaje tiende a estirar su capacidad de asociacionismo, tiende a multiplicar los espacios de encuentro entre lo banalmente sentimental y lo que toca directamente a las entrañas. No se renuncia jamás a llegar hasta el límite de una expresividad que en mano de otros autores sonaría superficial, impostada o falsa “…cómo el suelo desprendía su olor fértil a lombrices despiertas”), como no se renuncia a indagar en lo más íntimo hasta salir con las manos manchadas con la irrenunciable grasa de la vida real (“La gente no debía estar en el planeta solo para llorar pérdidas. Yo había visto a una madre de familia convertirse en un rododendro con una placa, junto al aparcamiento del campo de fútbol, como si la hubiera matado ver tantos partidos. Había visto a un escritor joven y brillante que se transformó en un premio de escritura, como si tanto escribir hubiera acabado con él. Y había visto a un abogado de oficio convertirse en un fondo de asistencia legal, como si pagaras por la justicia con la vida. Había visto que una docena de personas se transformaban en trozos de roca, con los nombres inscritos de forma tan estremecedora sobre la superficie que parecía que se hubieran convertido en piedra, después de recibir una vida nueva como la luna la recibe, a través de algunos trucos de iluminación y una fuente con aspecto de cara. Había pasado cien tarjetas de Rolodex a sus caras en blanco. Por tanto, qué más daba que una canguro volviera a ser una novia. Que se casara una y otra vez. Tanto amor urgente y vivo retumbaba bajo tierra y moría allí, sin haberse llegado a expresar nunca, de modo que se podía permitir que una intempestiva atracción errante se saliera con la suya. Había muy poco tiempo”).

Desde sus inicios, la narrativa corta de Lorrie Moore (y esto no es algo que se haya atemperado con el paso del tiempo), se ocupa del dolor, también del dolor infantil, de los hospitales con sus ensayos clínicos y su asepsia, de las relaciones humanas entre personas que se necesitan entre sí tanto como se necesitan a sí mismas (“Personajes abandonados, cultos, hipersensibles, que se comen las muestras de los supermercados y esperan a que aparezcan los humidificadores de frutas y verduras para poner los brazos bajo el agua, para ducharse con las lechuga”) y que saben, al mismo tiempo, que todos los cuentos ya se han contado, que la literatura, el arte, han dado cuenta (y cuento) de las emociones pasadas con un lenguaje que ya no puede servir; y que saben también (los personajes parecen saberlo todo en Lorrie Moore) que han leído ya ese cuento, han recitado ese poema (“¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio?”), han visto por enésima vez esa cuadro, han escuchado mil veces repetida el aria que da cuenta del mundo. Y que les sirve todo ello, a pesar buscar el término exacto de una comparación que, si bien no salva, al menos es capaz de acompañar cuando acaba el día (“Ahí estaba otra vez, inclinado sobre sus rodillas, desnudo como un chelo”; “Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diesel y Jacinto”).

Los relatos de Lorrie Moore miran hacia el desencuentro que supone la existencia humana, la capacidad de resistencia frente al infortunio, la insistencia en mantenerse firme en la guerra lejana, en el dolor cercano, en la política doméstica o en Oriente Próximo, en la cultura que no sirve como equipamiento para la vida ni para la muerte, ni como consolación en las desdichas, ni como arsenal contra el futuro (“Compro poco. Nunca sabes cuánto tiempo te queda. Ni siquiera compro plátanos verdes. Eso es invertir con optimismo temerario en el futuro”). La pareja funciona entonces como un espacio más que como un sentimiento. Matrimonios, noviazgos, divorcios, adulterios, tríos, amores intelectualizados hasta el extremo, se enganchan como una lapa a las mediocres existencias de aquellos que los padecen aunque crean estar viviéndolos en todo su esplendor (“Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía”).

 

El mundo es un orfanato

Se observa en los cuentos de Lorrie Moore una tensión constante entre la fuerza del diálogo como catalizador del relato y la potencia de la voz narradora que no quiere ocultarse. La brillantez de los primeros, su absorbente presencia, su precisión, es el contrapunto a un narrador que ha renunciado a saber, a contaminar el relato con faltas objetividades, a hilvanar un documento de época con protagonistas merecedores de ese título (“Los hijos sin madre siempre se encontraban. Lo había oído una vez. Tenían la tristeza que no era tristeza pero que otros interpretaban como tal. Tenían la tristeza que gustaba de compañía y que era compañía. Solo a veces sentían los hechos de sus vidas sin madres. Tenían sintonías incubadas en una tradición espiritual. No se acariciaban los dorados rincones de la memoria. El mundo era su orfanato”).

Poco importa si lo que se persigue es la verdad o una ficción que haga todo más asumible. Al entender la vida como viaje, los personajes de Lorrie Moore están convirtiendo ambos en un relato en el que la ficción se abre hacia las verdades de la vida. Y luego es el lenguaje quien busca la perfecta armonía entre el decir y el ser, aunque conozca de antemano que esa mano la gana la banca, que esa partida está amañada (“¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre al boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción, falta, lenta, de la devastación ansiosa de la boca”).

 

Una (posible) conclusión

La brillantez de Lorrie Moore en el relato es innegable. Sabe conjugar el paradigma culto con la cultura popular. Sabe también usar la distancia irónica para paliar el sentimentalismo exacerbado, aunque no renuncia a este cuando es necesario. Sabe que el humor salva pero también deja huellas. Y que las trazas de violencia no inmunizan a los lectores pero les pone sobre aviso de la tragedia presentida. De todos los relatos de Lorrie Moore, imposible no mencionar, siquiera como conclusión el titulado “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, perteneciente a Pájaros de América. La descomposición de la pareja ante la enfermedad del hijo, la descomposición de la escritura ante la imposibilidad del decir la tragedia, el lenguaje como trampa y como tabla de salvación ante el miedo inconmensurable por el dolor extremo, la ficción como letrina donde van a desaguar los poderosos sentimientos de culpa.

Todo ello, un ejemplo de la escritura de Lorrie Moore: “Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata”.

 

OBRAS DE LORRIE MOORE

RELATOS

Moore, Lorrie, The collected stories, Londres, Faber & Faber, 2008.

Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

Lorrie Moore, Como la vida misma, Barcelona, Salamandra, 2003 (versión original de 1989). Traducción de Luis Murillo Fort.

Lorrie Moore, Pájaros de América, Barcelona, Emecé, 2000, (versión original de 1998). Traducción de María José Galilea Richard.

Lorrie Moore, Gracias por la compañía, Barcelona, Seix Barral, 2015 (versión original de 2014). Traducción de Daniel Gascón.

 

NOVELAS:

Lorrie Moore, Anagramas, Barcelona, Anagrama, 1991(versión original de 1986). Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Lorrie Moore, El hospital de ranas, Barcelona, Salamandra, 2004 (versión original de 1994). Traducción de Libertad Aguileras y Gabriel Dols.

Lorrie Moore, Al pie de la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2011 (versión original de 2009). Traducción de Francisco Domínguez Montero.

 



[1] La figura del “writer in residence” es habitual en los campus norteamericanos. Algo hay de perverso en este modelo, por otra parte. Estos escritores tienden a contribuir rutinariamnente a ampliar el número de obras centradas en el mundo académico, en una endogamia en ocasiones poco productiva. En otro orden de cosas, y a manera de ejemplos de la narrativa y del cine, no estaría de más echar un vistazo a la novela de Michael Chabon Jóvenes prodigiosos (llevada al cine por Curtis Hanson) y a la película de Todd Solondz Cosas que no se olvidan.

[2] Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

[3] Pájaros de América (Barcelona, Emecé, 2000); Como la vida misma (Barcelona, Salamandra, 2003); Gracias por la compañía (Barcelona, Seix Barral, 2015).

[4] The Collected Stories, Londres, Faber & Faber, 2008. Contiene todos los relatos de sus tres primeros libros y cuatro de los relatos que formarán parte posteriormente de Gracias por la compañía. No me consta la intención de publicar esta recopilación en España. La vida editorial de la obra de Moore ha pasado por vaivenes difíciles de explicar puesto que se ha publicado en tres editoriales distintas.

[5] Doy cuatro ejemplos de entre los muchísimos que podríamos consignar. Queda pendiente el análisis en profundidad de las traducciones de los relatos de Lorrie Moore, un asunto que afecta decididamente al horizonte de expectativas de los diferentes lectores así como a su capacidad de interpretación de los distintos sentidos del texto.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Ritos de paso

18 de enero de 2019 14:37:13 CET

Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

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