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Cambio de domicilio

4 de febrero de 2019 08:33:04 CET

Gonzalo tenía treinta y dos años, trabajaba desde hacía tres en una clínica veterinaria y estaba a punto de casarse con una mujer a la que no quería. Había estado diciéndoselo durante los seis meses que llevaban de preparativos y durante las cuatro horas que llevaba bebiendo. Le irritaba la aparente falta de utilidad de haber querido a alguien durante seis años. Mónica nunca había tenido mucho misterio como mujer: siempre había sido franca con él, le había dicho desde el principio que deseaba tener hijos y formar una familia. Si no había sido más animosa o estimulante desde luego no había tratado de engañarle fingiendo que lo era.

Pidió otra copa más y se la bebió lo más deprisa que pudo, como si tratara de hacerse daño. “El que no tenga una casa ahora ya no tendrá ninguna” decía un verso de Rilke que había hojeado en un libro que se estaba leyendo una compañera en la clínica veterinaria. Mientras bebía casi le parecía que lo había escrito dirigiéndose a él. Era un miércoles y apenas había gente en el bar, sólo una pareja que tenía aspecto de haberse conocido hacía poco tiempo y dos mujeres que parecían haber salido del trabajo a las tantas. El bar mismo tenía un aspecto desastrado y provisional.

Cuando salió del bar aún recordaba la frase. Le producía, igual que entonces, un dolor agudo y descubierto que parecía llevar hasta otro dolor, como si se tratara de uno de esos hilos de los cuentos infantiles que siguen los protagonistas en la penumbra. Él seguía ahora el hilo fino y dorado de aquella frase por las calles de Madrid, se detenía, bebía otra copa, dudaba si llamar o no a Mónica, decírselo, acabar con todo de una vez. Lo pensó también cuando entró en aquel Club y cuando esperó durante diez minutos a que salieran las chicas para presentarse.

“Hola, soy Katia”.

“Hola, soy Eva”.

“Hola, soy Dona”.

“Jazmín”.

“Yo soy Mani”.

Trató de retener sus nombres mientras se preguntaba con vaguedad si iba a ser capaz de tener una erección después de lo que había bebido y volvió a pensarlo al elegir instintivamente a la chica menos parecida a Mónica y al sentir la excitación sexual, cauta, destructiva. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca” pensó.

Volvió a entrar la mujer madura.

“Qué”.

De pronto había olvidado su nombre. Le pareció de mala educación responder sencillamente: la negra.

“La negrita” contestó.

“Dona”.

“Sí, eso, Dona”.

Luego hubo un salto: el ruido de los pasos al otro lado de la puerta, su vulnerabilidad, los hábitos higiénicos de Dona, la cama decepcionantemente pequeña, la intensidad de su olor, las sábanas de celulosa de un tacto desagradablemente plástico. Nunca había estado con una mujer negra y le pareció que había cierto tipo de belleza con la que una mujer blanca era absolutamente incapaz de competir. Parecía un cuerpo creado sólo para marcar el contraste con el cuerpo de Mónica. La excitación que le producía su acento brasileño, su distinción y su sonrisa, más que distraerle de sus pensamientos conseguía que se pusieran de manifiesto de una forma intensamente dolorosa. La sostenía en sus brazos, era real, lo estaba haciendo. Era misterioso también: no se sentía culpable. Era una experiencia frontal pero sentía que el alcohol le hacía vivirla un poco a hurtadillas, como si la imagen del espejo fuera tan sólo la de dos Bouvier de Flandes a los que hubiesen traído a la clínica para que se aparearan. No sabía por qué tenía la necesidad de ser cariñoso con ella, de evitar la defensa de sus gestos y actitudes más profesionales y llevarla hasta otro terreno, uno tal vez sencillamente amistoso, como si se tratara de una amiga exótica.

“Ah, entonces eres dulce” dijo Dona poniendo unos ojos muy raros.

A él le pareció un poco absurdo contestar que sí, que era dulce, de modo que no contestó nada y se limitó a sonreír por lo que parecía un cumplido, cosa que tampoco terminaba de estar clara.

“Dame tu cuerpo” dijo Dona como si tradujera literalmente de otra lengua una frase procaz sin saber que aquí sonaba casi tierna y apropiada. Y él le dio su cuerpo y se corrió antes de lo previsto apoyando la cara contra su hombro y acariciando con la nariz aquella piel ajena e incomprensible que parecía una chaqueta de cuero.

Luego, al pagar, descubrió que se había dejado en casa su tarjeta de crédito y que sólo llevaba encima la de la cuenta que había abierto en común con Mónica para que los invitados a la boda ingresaran el dinero de sus regalos. Pagó con ella. Al salir respiró aliviado el calor tibio de aquella noche de primavera y como si se deslizara se sentó en un banco y marcó con lentitud el teléfono de Mónica. Contestó una voz soñolienta.

“¿Sí?”

“No me puedo casar contigo” dijo.

“¿Qué?” respondió Mónica.

“No me puedo casar contigo, no te quiero, ¿lo entiendes?”

“Has bebido”.

“Sí, he bebido, no se trata de eso, también acabo de acostarme con una puta y tampoco se trata de eso. Se trata de que no puedo casarme contigo”.

“¿Qué has dicho?”

“He dicho que no puedo casarme contigo”.

Hubo un silencio sepulcral.

“¿Dónde estás?” preguntó Mónica.

 “No creo que sea una buena idea”.

Se la imaginaba en su piso compartido, sentada sobre la cama, mirando tal vez hacia el techo de la habitación: la lámpara blanca y redonda, como un ojo artificial, podía verla desde allí, seguía teniendo su belleza ordinaria y doméstica. Por primera vez se sintió un monstruo. Se manifestaba como un verdadero vértigo, un vértigo incomprensible, una suspensión global de la vida, sólo comparable a la que había sentido a los veintiún años cuando murió su madre.

“Dime donde estás, por favor” repitió Mónica.

“En la calle Atocha, casi a la altura de la estación”.

“Quédate allí. Dime que me vas a esperar, júramelo”.

“Te espero”.

Mónica colgó el teléfono. Cuando llegó le pareció que estaba más guapa que de costumbre. Eran casi las tres de la madrugada. Ella se tendría que levantar a las siete de la mañana, eso si conseguía dormir, lo pensó como si, a pesar de estar a punto de abandonarla, no pudiera evitar seguir teniendo con ella consideraciones cotidianas y pequeñas. La quería con la lealtad con la que se quiere a la casa en la que se ha sido niño y tal vez con el mismo fastidio. Sentía alrededor del cuello una especie de soga trenzada, la que se siente al abandonar esa casa o al verla vacía y sin muebles. Mónica se sentó a su lado.

“Tengo ganas de matarte” dijo pero con una voz tan rara que nadie lo habría creído, sólo él. La veía de perfil, inclinada y mirándose la punta de los zapatos, su rostro tenía la misma redondez de siempre, pero ahora como si algo hubiese vaciado en él la resolución y la lentitud. Era una presencia extraña y familiar con aquellas mejillas carnosas y aquellos ojos afiebrados.

“¿Sabes qué?” dijo al final.

“Qué”.

“Lo veía venir, todo esto, desde hace meses, deberías habérmelo dicho antes”.

“Sí, tal vez”.

Por fin pudo entrever la furia contenida de Mónica.

¿Tal vez?”.

Ella se tapó la cara con las manos apoyando los codos en las rodillas. Sabía que no iba a llorar, Mónica no lloraba así como así, pero mantuvo las manos pegadas al rostro durante varios minutos.

“Qué vergüenza” susurró muy bajo y luego comenzó a repetir como un mantra enloquecido: “qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…”.

Todavía estuvieron unos segundos en silencio. Él tenía ganas de poner la mano sobre la de Mónica, más que como un gesto cariñoso como una manera de romper aquella dialéctica teatral. Actuaban sin querer.

“¿Es una decisión firme?” preguntó Mónica.

“Sí”.

“No habrá vuelta a atrás”.

“No, no la habrá”.

“No sé si podré encargarme yo de deshacer todo lo de la boda, le pediré a alguien que lo haga …Tengo ganas de morirme”.

“¿Quieres que te acompañe?”

“Sí”.

Caminaron en silencio tres manzanas. Parecía sencillamente una noche a la salida de un cine o un teatro, una noche normal. Era una zona de quietud antinatural,  los dos se habían vuelto un poco repugnantes, también la ciudad se había vuelto repugnante.

“¿De verdad te has acostado con una puta?”

“Sí”.

“Vete ya” dijo.

Él trató de besarla pero ella retiró la cara de inmediato. Le dolió que hiciera eso. Parecía increíble: aquello que le había torturado durante un año entero, que le había quitado la alegría, que le había hecho arrastrarse de culpabilidad durante todos aquellos meses, aquella ansiedad había sido resuelta en una conversación de quince minutos. Estaba hecho.

Tu mejor amigo, el perro decía el póster que estaba en su despacho. Y junto a él, otro de una marca de comida para gatos: ¿Es que no vas a darle de comer lo mejor a tu sultán? El primero era el primer plano de un cachorro de Dogo en un escorzo inquietantemente erótico, el segundo un gato de Angora sobre un cojín con borlas. Aquellos pósters estaban allí desde antes de que él llegara y no era improbable que continuaran estándolo el día que se fuera, junto al desplegable de la anatomía interna de un gato y un perro cuya función era la de explicarles a los dueños las dolencias de sus sultanes y de sus mejores amigos. Las consultas duraban de diez a dos y de cuatro a seis. Una noche a la semana tenía guardia. La sala era pequeña y blanca, tenía una mesa y tres sillas, un pequeño armario con vacunas y material clínico, y una mesa de metal para examinar a los animales, olía a una mezcla indefinida entre perro y gato, a sudor animal un poco enrarecido por el ambientador. Siempre se le habían dado bien los perros. Sentía por ellos un reconocimiento que había sido una de las pocas experiencias vivas y constantes de su vida. Le gustaban sus cuerpos robustos o pequeños, las diferencias de su carácter, la superficie mullida de sus patas, sus dientes, sus lenguas estropajosas y jadeantes, los rasgos de sus facciones, sus negros hocicos húmedos como si desde que era consciente de sí mismo hubiese tenido con ellos una especie de coquetería mutua. Le gustaba liberarles de sus enfermedades y llamarles por sus nombres, que casi nunca olvidaba (no así los de sus dueños) y sentir aquel extraño brillo de sus ojos, la supuración inquieta de su miedo cuando entraban en la consulta y él conseguía tranquilizarles. Era extraño, a veces le parecía hasta poder ver con claridad no sólo sus dolencias sino hasta sus frustraciones caninas. Era una capacidad difusa, como la de quien tiene una naturalidad para entender a cierto tipo de personas y no a otras.

Desde hacía dos meses, los que habían transcurrido desde que rompió su compromiso con Mónica, había algo que se había modificado también en aquel espacio. Algo parecido a una inquietud, un miedo. Los perros lo entendían también. Hasta Rambo, un viejo Pastor Alemán artrítico de más de quince años al que pasaba consulta con frecuencia, le llegó a ladrar furiosamente en una de las visitas. El desenlace de su relación con Mónica había sido mucho más penoso de lo que había previsto y no sólo porque hubiesen perdido los anticipos del banquete de bodas y del viaje de novios o porque Mónica hubiese tenido que llamar a la modista para cancelar un vestido que ya estaba prácticamente terminado. Sus amigos, que eran casi todos comunes, habían cerrado filas en torno a Mónica. Se había quedado prácticamente solo. También su dolor se parecía muy poco al que había previsto. Más que una tristeza puntual o una violenta nostalgia de Mónica tras aquellos dos meses la ausencia comenzó a manifestarse como si le hubiesen inoculado un veneno. A veces se veía atrapado en una especie de razonamiento desquiciado, el dolor de no saber cómo se encontraba Mónica, de no poder llamarla y el amor que sentía aún por ella, y la indiferencia, y la pasión que había tras aquella indiferencia, y la quemazón que le producía su soledad y de pronto el vuelco anómalo de sentirse mejor, como en un poema burlesco… ¿cómo soportaba aquello la gente? En cierto modo le parecía haber ingresado por primera vez en un mundo real y desprotegido. Se miraba en el espejo del cuarto de baño de la clínica y había allí un cuerpo real sin demasiada belleza, unas espaldas cargadas, una mirada brillante, común y marrón, un pelo demasiado lacio, una boca ridículamente pequeña. Nunca había sido un hombre guapo pero había gestionado su fealdad ordinaria con una dosis de seguridad que ahora le faltaba por completo. Le dolía haberle contado a Mónica el asunto de la prostituta. Le dolía haber bebido aquella noche. Le torturaba salir de la consulta por la tarde y recorrer aquel camino familiar hasta su casa como si Madrid, aquel Madrid habitual, muelle y alborotado, estuviese ahora constantemente frío, impertinente y rígido, repleto de francotiradores sentimentales.

Decidió cambiar de casa el mismo día que le mordió el Doberman en la consulta. Fue un accidente común, no era la primera vez que le ocurría. Y conocía al perro además, fue excesivamente confiado y excesivamente despistado. Sabía que era un perro nervioso pero insistió en quedarse solo con él para que se tranquilizara, luego, instantáneamente, sintió miedo y el perro lo notó. Se acercó hasta él y antes de que el dueño hubiese cerrado la puerta ya le había mordido en la mano. Tuvo al menos un gesto profesional; le agarró con fuerza los testículos y el perro abrió las mandíbulas de inmediato, dolorido. Fue un instante, apenas un segundo, sintió el anonadamiento de la violencia del animal, su excitación fría y caliente, su miedo, se miró la mano blanquecina por el mordisco y de inmediato la sangre, no podía mover los dedos. La herida resultó ser de menos gravedad de lo que había parecido al principio pero había sido lo bastante escandalosa como para que su propia jefa se asustara. Le resultaba divertido que alguien como aquella mujer, que llevaba trabajando casi veinte años como veterinaria, fuese aún tan sensible a la imagen de una herida abierta. Le pusieron la antitetánica y le dieron cinco puntos. Esa misma tarde el médico le dio una baja laboral de una semana. Al salir de la consulta se vino abajo. El mal humor de la herida mezclado con la necesidad de estar una semana en recuperación se combinaron provocando un desamparo absoluto. Llamó a Mónica y escuchó lentos y difusos, los timbrazos de la llamada. Sabía que a aquella hora ella salía del trabajo. Se la imaginó furiosa, sorprendida. Imaginó su número en la pantalla de su teléfono móvil. Le sorprendió que respondiera.

“No puedes llamarme así” dijo Mónica y tras un silencio “¿No estás en la clínica?”

“No, estoy en casa, me ha mordido un perro esta mañana”.

“¿Estás bien?”

“Sí, sólo unos puntos, estaba distraído”.

Y del modo más imprevisible Mónica contestó:

“Tal vez me pase luego”.

Cuando sonó el timbre y le abrió la puerta le asombró y le llenó de ternura comprobar que Mónica había pasado por su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Se había maquillado un poco y echado perfume. La coquetería de Mónica siempre le había conmovido, aquella coquetería que se articulaba con frases que ansiaban su negación inmediata, estoy hecha un asco.

“Qué guapa estás” dijo.

Mónica sonrió con tristeza. Se besaron en la mejilla y se sentaron en la cocina. Ella quería té, él se bebió una cerveza. Estaban tristes los dos. Mónica parecía desmejorada, más pálida o más delgada que de costumbre. Llevaban más de dos meses sin verse. Le preguntó qué tal estaba y ella contestó que estaba triste con una sencillez que le desarmó. A ratos le parecía que hubiesen estado separados sin más por un largo viaje pero sin la alegría propia del reencuentro y sin embargo estaban allí, como siempre y a la vez en absoluto como siempre, ella se acercaba un poco hacia él y él sentía su disposición y su tristeza. Desnudarse tuvo la complicación de la venda y el dolor puntual de la mano. No recordaba cómo había comenzado la situación. De pronto estaban desnudándose sin más, sin haberse besado siquiera. El frío de la casa, a pesar de que en el exterior hiciera un buen día, les punteó la piel a los dos. No sabía dónde estaba. No sabía si la quería o no. Sabía que era extraño sentir a Mónica de aquel modo, como si lo que le hubiese llevado a su casa, más que el deseo, fuese una especie de tristeza erotizada de hacer el amor con él de aquella forma. Le pareció que las formas de su cuerpo habían cambiado también, sin dejar de ser las mismas. Algo había lavado aquellos pechos, que ahora le parecían más suaves al tacto, la tersura húmeda de su sexo, la mirada de sus ojos. Le miraba ahora con una ansiedad determinada y frontal, como si quisiera apropiarse de todo, engullirlo y hacerlo suyo para, después, regurgitarlo y comerlo despacio en soledad.

“¿No tienes un condón?”

Sí, lo tenía. Tristeza de usar un condón con Mónica, con quien nunca lo había usado.  Espirales y descensos y luego una calma, la del olor de Mónica retenido, la de la ráfaga impetuosa con la que de pronto se apretó contra él y le susurró en el oído:

“No he dejado de pensar en ti ni un segundo”.

Al terminar se encerró en el baño y estuvo allí durante casi veinte minutos, hasta que él llamó suavemente a la puerta.

“Enseguida salgo” respondió.

Cuando la vio salir se había lavado la cara y arreglado el pelo. Había estado llorando. Se despidieron en la puerta y en aquella ocasión ella le besó en los labios.

“Prométeme que no me llamarás más” dijo.

“Te lo prometo”.

Durante un cuarto de hora estuvo arreglando un poco la casa. Volvió a hacer la cama, recogió la taza de té y el vaso de su cerveza, recogió el condón usado que había en la mesilla de noche y cuando terminó se sentó a fumar un pitillo en el salón sin poder dejar de pensar: tengo que salir de aquí, tengo que marcharme de esta casa.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

Un episodio más

4 de febrero de 2019 08:30:05 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la noche se oyeron los furgones. Los faros recorriendo las fachadas, metiendo en los cuartos desvelados  intermitencias de luz, páginas de luz, oleadas de luz sobre el recuadro que proyectan los cristales.

Desordenada constelación, la de los clavos en las paredes vacías. Fuera, el cielo cierne su negrura desolada: noche sin señales  ni respuestas.

Al amanecer, chirridos de las vallas cercando al edificio, uniformes desplegando su impávida cadena, la claridad acumulándose en la calle y el día, entrándose en la casa, revela las habitaciones desmanteladas y frías; el vulnerable hogar de la pobreza en espera de su inminente vulneración.

Y de repente, la hora llega.

Por las escaleras un ejército atronando como una carraca siniestra. Un ejército desacompasado de botas, subiendo. Llega al rellano. Jadea.

Y luego, silencio. El silencio mortal que precede al pánico antes de que la jauría se precipite.

En la puerta retumban los golpes. Una vez y otra y otra y otra.

La policía tira la puerta abajo.

Ya entró.

Ya los sacan.

El padre humillado; la fortaleza de la mujer, vencida; las criaturas aterrorizadas, que tiemblan y se apiñan contra la falda de la madre, están fuera.

Objetivo cumplido.

Ya está.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Ay, la poesía

4 de febrero de 2019 08:14:41 CET

Estas son las anotaciones de un lector. Ni soy especialista en literatura polaca ni conozco el polaco, esa compleja lengua eslava. Son meras apostillas de alguien que, como tantos, descubrió los versos de Szymborska en 1996, cuando la Academia Sueca le concedió el Nobel a una “poesía que, con irónica precisión, permite que el contexto histórico y biológico surja a la luz en fragmentos de la realidad humana’’.

 

Antes, gracias a un puñado de traductores ejemplares, nos habíamos adentrado en la lírica polaca de la mano de Miłosz y Herbert. Más tarde, llegó Zagajewski, que nos acercó con la debida maestría Xavier Farré.

 

Hace ahora justo veinte años que pudimos empezar a leer los libros de Szymborska. Por orden de aparición (hablo sólo de lírica y de España), Paisaje con grano de arena, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Poesía no completa, Instante, Dos puntosAquí, Hasta aquí, Saltaré sobre el fuego. y Antología poética (1945-2006)

 

Sus traductores: Ana María Moix, Jerzy Wojciech Slawomirski, Xaviero Ballester, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Calors Marrodán y Katarzyna Moloniewicz. Y sobre todo Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Sus editores: Lumen, Hiperión, Igitur, Fondo de Cultura Económica, Bartleby, Nórdica y Visor.

 

Por eso, a favor de esa intachable tarea, sus versos han llegado a tantos lectores, muchos de ellos, como Fernando Savater, ajenos al mundillo poético. Para el pensador, “su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa (…). Sobre todo nos hace a menudo sonreír”.

 

En todo caso, guste o no, lo que nadie puede poner en duda es la feliz recepción de su obra entre nosotros. La de una autora que ha pasado a formar parte de esa selecta estirpe de mujeres poetas –ahora que tanto se reivindica el papel femenino en la lírica de todas las épocas–, que va de Safo a Bishop, pasando por Dickinson y Ajmátova.

 

Nacida en 1923 en Bnin o en Kórnik, según quién, ella era al fin y al cabo de Cracovia, su lugar, además de Zakopane. Allí vivió la mayor parte de su vida y allí murió en 2012. Aunque no tuvo más remedio que pasar por el purgatorio comunista, con vistas al infierno, sus poemas esenciales, son ajenos a aquel mundo. El suyo es otro, bien distinto. Se me antoja que podría aplicárseles el rótulo que usaba hace poco Damià Alou para referirse a la lírica de Philip Larkin: el de poética de la modestia, pues que a ese tono o manera de decir en voz baja se adapta como un guante, salvadas todas las distancias, cuanto ella escribió. Una frase suya lo explica bien: “La poesía se salva por los pequeños detalles”.

 

La suya, tal la vida, está con lo cercano y lo sencillo sin que por eso tenga atisbos de simpleza o provincianismo. Ya que lo menciono, pocos poetas nos han llevado tan lejos a pesar de carecer de vocación viajera: “Me siento amenazada por todos los horizontes”. Acaso porque, como aprendió de William Blake, “el universo cabe en un grano de arena”.

 

Y porque de vida hablamos, tampoco está de más recordar la más que interesante biografía que publicó Pre-Textos: Trastos, recuerdos, de Anna Bikont y Joanna Szczęsna, donde apreciamos con rigor que lo suyo fue escrivivir.

 

Esta poesía de la realidad (no del realismo) huye de las grandes palabras y de cuanto suene a hueco y pomposo. Imagina lo cotidiano como milagro. Del “despoetizar”, según Zagajewski. O de la “antipoesía”, por decirlo con Parra. No es baladí el dato de que fuera mala lectora de poesía. O, mejor, defensora de que el poeta no leyera sólo versos. La ciencia era otro de sus intereses. Y es que pocos enemigos de la poesía (de la de verdad, quiero decir) más peligrosos que lo poético, entendiendo por tal ese lánguido, rebuscado y relamido romanticismo (mal asimilado) que, como nunca, marca tendencia en esa simpleza ripiosa que algunos denominan ahora “poesía juvenil”.

 

De ahí que se aleje también de las “grandes palabras”, esas que dan en otro grave error lírico: el que pasa por lo gratuitamente hermético y lo falsamente metafísico, por filosófica que al cabo esta sea.

 

Poesía, en suma, contra la humillante prisa y los excesos. Por eso, discreta, elegante, amorosa, frágil y tranquila. Del claroscuro. Ajena al aspaviento y la altisonancia. Sin dramatismos. Próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. Dada a la ilustrada conversación (al lector como ). De muchas preguntas (“la inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”) y algunas respuestas. Inteligente. Ni de la perfección ni del caos. Vital, practicante del lema horaciano del “non omnis moriar”. Que apuesta por la ironía, el humor y hasta por la broma (que cultivó en la intimidad con sus amigos), aunque sepamos de sobra que nada más serio, en el mejor y más hondo sentido, que sus poemas, escritos con la ambición y la voluntad de quien cifra su existencia en el noble pero humilde ejercicio de la Poesía. De quien jamás improvisa y siempre observa lo que le rodea. Nada ingenua. Entre el entusiasmo y la desesperación. Triste, porque el ser humano –escribió–  por naturaleza lo es. De alguien que, como Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Que cree en ella, y no en los poetas.

 

Publicó trece libros. No son tantos. Uno aprecia en cada uno de ellos tantos como poemas contienen. Quiero decir que en Szymborska cada poema está creado como si de un libro completo se tratara. Ella, que por imperativo histórico abominó de lo colectivo, quiso para sus versos la individualidad más plena. La unidad de lo uno y de lo único frente a la dispersión de lo meramente agrupado o reunido. Cada poema como “un todo”, señaló Zagajewski.

 

“La poesía, / pero qué es la poesía”, se preguntó. Tal vez la respuesta esté en otro lugar: “y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”. “Ay, la poesía”.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

Inteligencia emocional

28 de enero de 2019 09:50:12 CET




Para Carlos.

Para Javier.


De uno en uno.

 

 

 

 

A menudo será tan inútil intentar entender tus emociones,

como querer parar un río

o atrapar la niebla con las manos.

(Pero no por eso desistas de intentarlo).

 

Jamás podrás dejar de pisar tu sombra,

tal vez si te acercas despacio consigas no dañarla.

La serenidad de tus huellas te llevará más lejos,

acostúmbrate a caminar junto a los otros.

 

Nunca olvides que te pertenecen tus pasos

y el derecho a equivocarte de sendero.

Llora cuando sientas necesidad de hacerlo,

pero conserva tu risa para después.

Guarda nuestros besos para entonces.

 

A veces la inquietud traerá huracanes sordos a tus sienes,

aprende a gestionar el vértigo, a vivir en la victoria y la derrota,

es  bueno saber perder, pero no menos que aprendas a ganar.

Ponle pasión a todo lo que hagas, pero no te dejes cegar por las pasiones.

 

Habrá preguntas para las que no vas a encontrar respuesta,

no te empeñes en buscar las que no existen

dudar de vez en cuando es saludable. 

 

Nunca sabrás a dónde se va el tiempo,

ni dónde comienza o dónde acaba

Escucha al viento, siempre tendrá algo verdadero que decirte. 

 

Mide la intensidad de tus emociones.

Si vas a subir una montaña

calcula que te queden fuerzas para bajar, 

si vas de paso, no hagas creer a nadie que estarás para siempre. 

 

Nunca llegarás a conocerte del todo, pero tampoco es necesario.

No impidas que te conozcan los demás,

dentro de ti también habitan semillas

que sólo ellos pueden hacer brotar,

tampoco olvides que al lado de las flores crecen las malas hierbas.

Hazte horticultor de ti mismo

y recuerda que la planta debe llegar a ser más grande

que la maceta que la contiene.

 

Serás feliz y querrás serlo siempre,

pero no te atormentes cuando no lo consigas,

nadie dijo nunca que todo iba a ser fácil,

tampoco yo tengo recetas ni certezas que darte.

 

Si alguna vez la razón te dice que no entiende

pregunta al corazón que nunca se equivoca.

 

…y aunque llueva ahí afuera, el mundo seguirá siendo hermoso.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Iglesias Serna

Incluso la gente ordinaria - ¿existe gente así? –, desde el momento en que nos deja, se convierte en leyenda. ¿Qué decir entonces de la gente extraordinaria? Wisława Szymborska, que pasó casi toda su vida en Cracovia, aunque nació cerca de Poznan, reunía en una única persona dos cosas insólitas: era una poeta tremendamente original, y al mismo tiempo una persona, una mujer, con un estilo de vida único e irrepetible. Un estilo, o incluso mucho más que eso, una filosofía vital, una idea de cómo vivir.

Lo que, sin duda, tenían en común su obra y su vida era un pertinaz y obstinado apego a la independencia, a la defensa de la propia otredad, pero una defensa discreta, exenta de cualquier agresividad, o de cualquier elemento doctrinal. Escribir manifiestos poéticos – no, gracias, ella no. Estoy convencido, mejor dicho, me consta, que no le gustaba pronunciarse sobre esos temas. Tampoco le gustaba hablar sobre la época estalinista, cuando siendo una joven poeta se había sometido a las normas del imperante  realismo socialista, cosa que le ha seguido recriminando a voz en grito, incluso después de su muerte, la derecha polaca, esa misma fracción de la derecha anticomunista radical que hizo de Zbigniew Herbert su ídolo (no por razones estéticas, ya que a esos fanáticos les interesan más bien poco la poesía y el arte, sino por admiración hacia su inconformismo político). Es cierto, no le gustaba volver a todo aquello. Recuerdo que en una ocasión, a modo de broma, le puse un disco con canciones de aquella época, con “los éxitos musicales del socialismo” cuyas letras habían escrito conocidos poetas y ella no hizo absolutamente ningún comentario… No fue la mejor de las bromas.

Hace ya mucho tiempo que estoy convencido de que el hecho de que Wisława Szymborska se hubiera equivocado en su juventud es menos importante que la forma en la que más tarde repararía su error. Tardó muy poco en comprender lo que había pasado, lo que había sucedido; inmediatamente después de los acontecimientos de 1956, sonó la voz pura de su poesía, pura y crítica. Para alguien que se toma en serio escribir versos, el darse cuenta – a posteriori – de la presencia de veneno en la propia obra tuvo que ser un trauma gigantesco, permanente y doloroso.

Un lector atento encontrará en prácticamente todos los poemas escritos por Szymborska después de 1956 una huella más o menos evidente de aquel error. En casi todos los poemas descubriremos una cicatriz de los tiempos estalinistas, en casi todos encontraremos la declaración de “esto no se repetirá nunca más”. Esa famosa negatividad de su poesía, esa fascinación por lo que ”no llega a ocurrir”, por lo que podía haber ocurrido, por un encuentro que no llega a producirse, esa fascinación por lo efímero y lo azaroso de la vida humana, esa desconfianza hacia el lenguaje poético, ese convencimiento de que hay que estar siempre controlándolo – por ejemplo, esa “cierva escrita” que corre “a través del bosque escrito” en el poema La alegría de escribir que se encuentra en el eje central de su obra – se inscriben en un incesante diálogo didáctico consigo misma, pero más joven y desorientada.

Se impone aquí el paralelismo con la obra de E. M. Cioran que, como muy bien sabemos, en su excelente producción ensayística y aforística después de la Segunda Guerra Mundial introdujo indudables referencias al breve episodio de euforia nacional-fascista de su juventud. Lo que une a Szymborska con Cioran es la brillantez; ambos, a pesar de trabajar con una materia literaria distinta y sin perder de vista ni un momento sus antiguas transgresiones, alcanzaron el más alto nivel, se convirtieron en estilistas prácticamente sin parangón. Les une también la “negatividad”, un elemento de negación, de desconfianza, de una cautela radical, la aversión a los enunciados declarativos. Ambos adoptaron la postura del outsider, ambos parecían decir: no pertenecemos a ninguna corriente dominante, no esperéis que nos declaremos nunca a favor de un partido, de alguna agrupación. Lo que los separa, en cambio, es el abandono del humanismo por parte del misántropo rumano, al menos en algunos fragmentos de su obra. Cuando Cioran intenta convencernos de que el ser humano es un defecto de la existencia pocos – en mi opinión – estarán de acuerdo con él a no ser que consideren sus radicales juicios una manifestación de humor negro (lo digo como fiel lector de Cioran, un lector desconfiado, fundamentalmente reñido con el objeto de su admiración y al mismo tiempo incapaz de abandonar la lectura de sus libros).   

Wisława Szymborska eligió otro camino. En su caso, la negatividad afecta a otra cosa -más bien a cierto aspecto-, al escepticismo sobre las posibilidades de la literatura – que tiene su origen en el amor hacia ésta y en una fe primigenia en ella – pero en el fondo conduce a un sentimiento de ternura hacia la gente, hacia el mundo de los seres humanos. En la excepcionalmente original poética de Szymborska florece un humanismo auténtico nacido de la empatía hacia los otros, se desarrollan los motivos tradicionales de la poesía europea: lo elegiaco, la activa búsqueda del bien, la condena de la mezquindad. Todo ello enmarcado siempre en una retórica absolutamente personal de la poeta, como en el conocido poema “Un gato en un piso vacío”, donde tras la descripción de la desgracia de un gato se oculta una estremecedora y al mismo tiempo contenida elegía dedicada al ser más querido. El nombre de esa persona ni siquiera se menciona, su sombra no roza el poema; solo se registra su ausencia. Y aquí nos encontramos con otra de las formas de esa “negatividad”: una máxima discreción.

En el paisaje poético de la Polonia contemporánea Wisława Szymborska es prácticamente la única representante de la Ilustración. Si en su poesía hubiera algún elemento religioso, éste se expresa mediante el incesante asombro ante el mundo, pero aún así, es algo que tiene que ver más con la filosofía que con la religión. La poeta se declaraba, tanto en sus poemas, como en las conversaciones, racionalista, alguien que seguía los descubrimientos científicos, que desconfíaba de la “inspiración” y de otros tipos de “enajenamientos”. Leía mucha literatura de divulgación científica, le gustaba burlarse de los críticos literarios que no sabían nada de la ciencia. Cuando en una ocasión le contamos una historia realmente extraordinaria que sugería que podían ocurrir cosas entre el cielo y la tierra que la filosofía de la Ilustración ni siquiera sospechaba, hizo un comentario absolutamente racional. 

Fue amiga de Czesław Miłosz durante años, desde que ese poeta romántico – que en sus estudios teóricos combatía el romanticismo – se instalara en Cracovia. Se tenían mucho cariño aunque, en realidad, eran tan diferentes como la noche y el día. Había algo cómico y simpático a la vez en sus amistosas desavenencias. Czesław Miłosz, con su voz estentórea y sus – en ocasiones- gestos de vate decimonónico, y la irónica, ingeniosa, escéptica, delgada, discreta y risueña Wisława (la verdad es que Miłosz también reía con frecuencia, con una risa sonora y feliz). Y en ese potencial duelo espiritual, Szymborska, que tenía en alta estima la obra de Miłosz, tan distinta a la suya, no le cedía ni un ápice de terreno al escritor. “Potencial” porque ellos no discutían nunca; eran como dos estados soberanos que habían delimitado con precisión sus fronteras y no tenían ningún interés en entrar en conflicto. Szymborska defendió con éxito su otredad, su identidad personal; estaba dispuesta a luchar por ella tanto en la poesía, como en la vida. Y yo doy fe de ello con un gran cariño hacia Wisława Szymborska, si bien, en lo que a las ideas se refiere, me resulta más próxima la imaginación de Czesław Miłosz…

 

Traducción del polaco: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia

 

Escrito en Lecturas Turia por Adam Zagajewski

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