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Bajo la raíz

8 de abril de 2019 08:56:38 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una tarde de sol, dentro de varios siglos,

una mujer morena como yo

se tumbará tal vez a descansar

sobre esta misma tierra

donde una vez estuvo la casa de mis padres.

 

La mujer del futuro extenderá los muslos

mientras observa en calma el viaje de las nubes.

Será feliz, casi seguramente

el mundo en torno le parecerá

subordinado,

a salvo.

Tan suyo, sobre todo.

Sí, sólo suyo, y considerará

que el verano y el sol le pertenecen.

 

Entonces ya hará años que no está

la casa de mis padres,

ni tampoco la huella

de haber estado nunca.

 

La tarde avanzará, apacible y serena.

La mujer jugará a arrancar hierbecillas

del mismo suelo donde pasé mi infancia.

Cantará, compondrá una guirnalda,

mirará al cielo, se quedará pensando…

 

La contemplo quién sabe desde dónde.

Y no sabría decir

si soy yo quien la mira

o bien otra mujer desde el pasado

es quien de pronto me está mirando a mí.

 

Escrito en Lecturas Turia por Raquel Lanseros

Wislawa Szymborska: un millón de deslealtades

29 de marzo de 2019 12:06:16 CET

Cuando en 1996 le fue concedido el Premio Nobel de Literatura a Wislawa Szymborska se dio un histórico caso. De repente, dos premios Nobel de Literatura, de los mejores del pasado siglo, se verían reunidos en una misma ciudad, Cracovia, de las más bellas de Europa. Los dos eran polacos: el gran poeta, novelista y ensayista Czeslaw Milosz y la igualmente inmensa poeta y, a lo largo de su vida también atípica articulista y autora de textos breves en prosa, Wislawa Szymborska. Los dos pertenecían a una sufrida nación, Polonia, pulverizada varias veces, de forma vergonzosa, a lo largo de la Historia, por los diversos pactos y repartos territoriales llevados a cabo por sus poderosos y avariciosos vecinos, principalmente el Imperio Ruso, Prusia y también Austria. Una nación que devocionaba, como una segunda religión patriótica, por encima de todo, la poesía.

Los itinerarios geográficos y biográficos de ambos habían sido distintos. Disidentes ambos del comunismo implantado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial en aquellos países del Este de Europa, ideología en la que ambos habían militado al igual que otros muchos de su generación, Milosz emprendería el camino del exilio, una práctica tristemente tradicional para los polacos a lo largo de su atribulada historia, mientras que Wislawa Szymborska, nacida en el seno de una familia burguesa en 1923, en Kórnik, cerca de Poznan, desde los 6 años viviría siempre en Cracovia, hasta su fallecimiento en 2012.

Nacido en 1911 en la Lituania zarista, unida desde hacía tiempo a Polonia, Czeslaw Milosz ocupó diversos puestos diplomáticos de la Polonia Popular desde 1945 a 1951, año en que rompió definitivamente con el régimen, instalándose en Francia. En 1961 comenzaría a dar clases de literaturas eslavas en la Universidad de Berkeley. Tres décadas después, en los años 90, una vez le fue concedido el Nobel de Literatura en 1980, y una vez llegada la democracia a su país tras una transición pacífica, comenzó a pasar cada vez más temporadas en Cracovia, instalándose por fin de forma definitiva allí, hasta su fallecimiento en 2004.

Y si una excelente biografía sobre Wislawa Szymborska –Trastos, recuerdos, editorial Pre-Textos- publicada en 2012 por dos conocidas escritoras y periodistas polacas, Anna Bikont -ganadora del Premio Europeo 2002 por Nosotros los de Jedwabne, impresionante documento sobre un terrible pogromo llevado a cabo en Polonia una vez finalizada la guerra- y Joanna Szczesna , nos acercaba a esta escurridiza y discreta autora que rehuyó toda su vida cualquier tipo de sobreexposición pública y espectacularidad, que se alejó permanentemente de los focos, evitando recitales y entrevistas, la lectura ahora de sus maravillosas y poco convencionales Prosas reunidas[1], este estupendo, sutilísimo, hipercrítico, a ratos muy divertido, y siempre escasamente rutinario -como ella misma lo fue siempre- volumen de reseñas para la prensa, nos acerca a lo más parecido a un fiel, constante e involuntario autorretrato. La esencia misma de Wislawa, en estado puro. Algo parecido a una autobiografía sentimental, intelectual, estética y existencial, todo reunido y encapsulado a un mismo tiempo, en cada ocasión de la que se tratara y en apenas unas cuantas líneas. Su delicado sentido del humor, su agudeza, su penetrante y nada vulgar inteligencia, su espíritu crítico que nunca se dejaba avasallar por opiniones extrañas o por el mainstream ambiental,  todo ello se da cita, sea el tema que sea, en reducidos espacios, y ya se ponga a hablar de la figura de El Cid o el Quijote, de la antigua Roma, del “milagro” de los Ensayos de Montaigne, de fenómenos sobrenaturales y de anticipación, de sus queridos animales y de zoología fantástica, de músicos y cantantes de ópera, de ese idolatrado jazz que se oiría el día de su funeral, de los diarios de Mann y de Gombrowicz, de los enigmas de la era neandertal, del último de los Jagellones y los cuentos y costumbres de la antigua Polonia, de la naturaleza de los sueños, del humor a través de épocas, autores y países, del fatídico siglo IX en la Europa Occidental, de “la provincia fantasma de Lodomeria” mencionada siempre junto a Galitzia en los títulos de los emperadores austríacos, de las diversas “máscaras” de Jaroslav Hasek o de las no menos numerosas polémicas y batallas que siempre han rodeado el mundo literario, estuviera o no Witkacy por medio.

Szymborska conocería a Milosz –como recordará en uno de los mejores textos del volumen, titulado Nerviosismo, en este caso bastante tardío, de 2001, publicado cuando ya colaboraba con unas muy celebradas columnas en el periódico más influyente de Polonia, y prácticamente de toda la Europa Central, Gazeta Wyborcza- en un recital, cuando ella era joven y apenas había empezado a escribir. La figura mítica de Milosz, su sola presencia, imponía una autoridad indiscutible entre todas las de su época. “¿Qué pinta la poesía de Czeslaw Milosz en Lecturas no obligatorias?”, se pregunta la propia Szymborska, ironizando, sobre el papel canónico de este inconmensurable poeta en toda referencia a la gran literatura del pasado siglo y del actual que se precie. Lo conoció en febrero de 1945. Se hallaban todos en el Stary Teatr de Cracovia, donde tenía lugar un hecho histórico: el primer recital de poesía desde el final de la guerra. Como recuerda Szymborska, en aquella época, "era una persona relativamente leída en cuanto a prosa, pero con conocimientos prácticamente nulos en cuanto a poesía”. La mayoría de los nombres le resultaban desconocidos, aun así “escuchaba y observaba” a algunos de aquellos poetas “insoportablemente grandilocuentes” o a otros, por el contrario, inseguros, cuya voz se quebraba y el papel temblaba entre sus manos. Pero de repente llegó alguien que no tenía nada que ver con ninguno de los allí escuchados. Anunciaron “a alguien llamado Milosz”. Alguien que “leía con serenidad y sin histrionismos”. Alguien que le hizo decirse para sí misma: “Ahí tienes a la auténtica poesía y a un poeta de verdad”.

Años más tarde, cuando Milosz era un apestado del régimen, relegado y prohibido en su país, Szymborska lo volvería a ver a finales de los años cincuenta en un café de París. Sin lograr vencer el “nerviosismo” que la agarrotaba siempre que se hallaba frente a él, no llegó a decirle –como contará ella después- nada, ni siquiera unas simples noticias, “que le hubiesen hecho feliz”. Es decir: que sus libros prohibidos “todavía eran leídos en Polonia”, que se transcribían en copias introducidas ilegalmente en el país y que, en definitiva,  los jóvenes no le habían olvidado en absoluto. Una vez obtenido el Nobel, dieciséis años después que Milosz (“cada uno en su propio reino”) Szymborska, como cuenta, nunca perdería esta sensación casi colegial cuando se hallaba en su presencia: “Ni hoy –confesaría en este mismo texto- tengo la menor idea de cómo tratar al Gran Poeta. Cuando estoy cerca de él, sigo sintiéndome tan nerviosa como antes”.

Miembro del Partido Comunista, como muchos jóvenes intelectuales polacos tras acabar la segunda guerra mundial, los dos primeros libros de Szymborska seguirían la “ideología oficial” y las reglas estéticas del realismo socialista. Una adhesión de los primeros años, en los que llegó a firmar poemas dedicados a Lenin o Stalin (una exigencia, por otra parte, para todo aquel que quisiera seguir publicando o trabajando en revistas) que más tarde, incluso en el momento feliz de la concesión del Nobel, pasado casi medio siglo, le sería miserablemente recordado por algunos. Porque el desengaño, como en tantos otros casos, como en el citado de Milosz, no tardaría en llegar. Así lo expresaría más tarde, ya en la década de los 90: “Después de la fuerte crisis de los años cincuenta, comprendí que la política no era mi elemento. No considero aquellos años totalmente perdidos. Me dieron una resistencia ante cualquier tipo de doctrina”. En 1958, durante un viaje a París realizado con el luego célebre y genial autor del teatro del absurdo Slawomir Mrozek, y otros, entraría en contacto con la principal revista del exilio polaco, Kultura, y con su directo, el influyente intelectual Jerzy Giedroyc, comenzando su distanciamiento del comunismo. En 1966, en solidaridad con el gran filósofo Leszek Kolakowski, expulsado del POUP (Partido Obrero Unificado Polaco) Szymborska devolvería su carnet del Partido, siendo inmediatamente expulsada de la revista Zycie Literackie (Vida Literaria) donde dirigía, desde 1953, la sección de poesía. En esta publicación, sobre todo tras el “deshielo polaco” de 1956, apareció lo mejor de la época. Allí es donde Szymborska publicaría su famoso y delicioso ciclo de Lecturas no obligatorias, recogido ahora en el espléndido volumen de sus Prosas reunidas. Un ciclo muy personal, que llevaba cien por cien su propio e inconfundible sello, dedicado a comentar libros no necesariamente de autores célebres y no necesariamente catalogables como solemnes, “serios” e inmortales. Al contrario, en ocasiones rozando lo extravagante y pintoresco, sus textos estaban siempre llenos de gracia y de una genial y fascinante desenvoltura que habría hecho las delicias de un erudito jocoso, amante de las paradojas y de los datos irrisoriamente absurdos como Umberto Eco. O de un formidable teorizador de la “ligereza”, entendida como una de las bellas artes, de la talla de Italo Calvino.

A este género de revistas, y a este tipo de responsables que a Szymborska siempre le dieron alas para escribir a su gusto, de lo que le apetecía, revistas en cierto modo heroicas que luchaban por plantar las discretas semillas de toques algo más veladamente liberales y no tan plúmbeos como era habitual en la estricta doctrina del quehacer cotidiano comunista,  esta gran poeta les rendirá un emocionado recuerdo, en forma de homenaje retrospectivo, en su texto de 1995  Con el silbato colgando del cuello. Un texto que llevaba el subtítulo de La vida en Przekrój. Przekrój fue el primer magazine semanal polaco –de contenido cultural, social y político- que apareció en Cracovia, recién acabada la guerra mundial, en 1946. En un contexto de aburrimiento generalizado, o como Szymborska diría, de “aburrimiento forzoso, aburrimiento pegajoso” (“la vida en la República Popular de Polonia era aburrida, ya sé que no es el principal reproche que se le puede hacer, que hay al menos una docena más, pero que era aburrida es un hecho: aburrida y gris, gris y monótona”), todo era igual y uniforme, a la vez que tediosamente represivo (“todos los periódicos informaban sobre los mismos hechos con las mismas palabras, en las tiendas, dondequiera que fueses, siempre había los mismos productos, si es que había”). De ahí su cariñoso recuerdo hacia aquel rara avis que fue el factótum principal de la revista evocada, el que le imprimió su sello: “En aquel contexto se tiene que entender qué significaba en aquellos tiempos la revista Przekój, con Marian Eile como redactor jefe, por qué era tan leída y por qué se agotaba tan rápido. Simplemente porque Eile proporcionaba pequeñas sorpresas a la gente, la arrastraba a divertimentos no programados por los de arriba y se esforzaba por ensanchar su campo visual (…) Una historia que se interrumpe con los infames sucesos de 1968, cuando Eile se vio obligado a dejar la redacción”. Cuando Szymborska habla de “infames sucesos”, se refiere a una detestable campaña antisemita, instigada desde el gobierno comunista, en la que se forzó a dejar los puestos de trabajo y fueron expulsados de la Universidad y de la administración un gran número de judíos. A Marian Eile le sucedería lo que a otros muchos periodistas e intelectuales judíos que fueron perseguidos y purgados a lo largo y ancho del país. Es el momento en el que muchos judíos polacos emigraron bien a Israel o a los Estados Unidos. Se calcula que si antes de la campaña antisemita había unos 40000 judíos en Polonia después tan solo quedaron en el país unos 5000.

Unos artículos publicados, ya fuera primero en Zycie Literackie, y más tarde en otras revistas como Pismo u Odra, en las que Wislawa divagaba maravillosamente, observando el centro de las cosas pero también las invisibles y elocuentes periferias a menudos descuidadas en primeras y convencionales visiones distraídas de las cosas o los seres que pueblan el mundo. Sumamente libre, radicalmente original, de una capacidad de estupor y de sorpresa único y autónomo, que carecía de escuelas y modas, como dice Manel Bellmunt, el excelente traductor y autor del prólogo de este volumen de prosas, “en ocasiones Szymborska se olvidaba ex profeso de las obligaciones del articulista y divagaba sobre temas que guardaban poca o ninguna relación con el libro, centrándose, rara vez, exclusivamente en la obra en cuestión”. Cada uno de sus textos se convertía así en una rara joya mestiza, mitad delicada pieza poética, ensayo de todo y de mucho más a lo Montaigne y narración de microhistorias siempre cautivadoras. Precisamente Montaigne, uno de sus escritores favoritos (“uno de los mayores logros que haya alcanzado el alma humana”) se convierte en el núcleo de uno de sus mejores textos. Alguien, un maestro, que parece hecho a su medida. Una “mentalidad crítica que no encajaba para nada –como explica la poeta- en ninguno de los dos bandos del fanatismo religioso, que guerreaban aquellos días”. Es decir, los católicos y hugonotes. El hecho de rendirle homenaje al autor admirado de los célebres Ensayos, le da pie a Szymborska para elaborar una fantástica reflexión sobre el misterio del azar y la posteridad. ¿Qué hubiera sucedido si en una de las caídas del caballo durante aquellos frecuentes viajes llevados a cabo por el “bondadoso Señor Michel de Montaigne”, a la edad de treinta y tantos, cuando ya había comenzado a proyectar “su magna obra” en la torre de su pequeño castillo “y las primeras frases ya ennegrecían algunas de sus hojas” su autor no llegara a sobrevivir del percance ocurrido en uno de los muchos caminos repletos de peligros? Por otro lado, como señala Szymborska, en aquellos días de pavorosa intransigencia “nada más sencillo que encontrar un millar de deslealtades en un escritor que piensa por cuenta propia”. En su recuento de estupores y “milagros” (el texto lleva por título El milagro de los Ensayos) en torno a esa obra que iluminó la humanidad a lo largo de los siglos posteriores, Szymborska propone no perder de vista nunca el indescriptible regalo del destino que son cada una –no sólo la de Montaigne- de las obras maestras que nos han acompañado en nuestras vidas: “Si el destino hubiese conseguido desbaratar su creación -la creación de los Ensayos- probablemente otra obra o conjunto de obras se habrían convertido para nosotros en la cúspide intelectual máxima del siglo XVI. No tendríamos ni idea de que ese lugar de honor se debería a una simple victoria por incomparecencia del adversario. No hay lugar en el abigarrado tejido de la historia para los espacios en blanco. Es decir, los hay, pero no hay manera de confirmar su existencia”. Afortunadamente, tanto Montaigne como Szymborska mucho después, desafiaron esa inquietante ley de los espacios en blanco. Han permanecido y permanecerán eternamente entre nosotros.

 

 

 

 



[1] Wyslawa Szymborska, Prosas reunidas, traducción y prólogo de Manel Bellmunt Serrano, Barcelona,  Malpaso, 2017.

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Monmany

La razón humilde

15 de marzo de 2019 08:31:37 CET

Octavio Paz conoció a Ortega y Gasset siendo un poeta todavía muy joven, cuando Ortega era un hombre ya mayor y de no muy buena salud, hacia 1953. Al evocar ese encuentro mucho tiempo después, Paz se preguntó abruptamente, entre paréntesis y sin contestarse: ¿por qué nunca empleó por escrito el registro familiar? La pregunta nacía de una sorpresa. No imaginaba detrás del estilo solemnizante del Ortega maduro su evidente cordialidad, jovial y divertida, la conversación chispeante y hasta procaz de Ortega (pese a lo cual Ortega desaconsejó a Paz, en la misma entrevista, el cultivo de la poesía y taxativamente recomendó que aprendiese alemán si quería hacer alguna cosa seria en la vida).

 

El registro familiar, el sermo humilis o la poética de lo humilde es parte de la herencia más viva de la tradición realista de la novela del siglo XIX. No ha tenido siempre buena prensa ni ha disfrutado en todos los tramos de la historia reciente de una respetabilidad alta. Sin embargo, sigue siendo uno de los motores centrales de la creación novelesca y la lectura literaria. Es también la poética que coloca más abiertamente a la novela en la zona de frontera con la crónica, con el periodismo o con la historia (posible) del presente. Se atreve incluso, a veces, a adelantarse a la pereza, la cobardía (o la probidad) de la historiografía. Dicho de otro modo: algunos novelistas de la democracia han sido capaces de contar y conjeturar mejor que los buenos libros de historia lo que fue la vida cotidiana durante la república y la guerra o a lo largo del franquismo. Han sido fuentes insustituibles para comprender la naturaleza estratificada, interconectada y al mismo tiempo difusa del pasado; son las que han dado cuenta de los espacios ambiguos, de las falsas determinaciones, de las aparentes firmezas, de las presuntas traiciones.

 

No son esos ámbitos en absoluto ajenos a la narrativa de Ignacio Martínez de Pisón. Incluso sus novelas más intimistas o más psicológicas han anclado sus tramas a fechas y lugares concretos, a espacios sociales y momentos históricos determinados. Sus tres últimos libros, sin embargo, han acentuado de forma muy marcada la sensibilidad histórica habitual en sus relatos, y el origen de esa inflexión está en una espléndida novela factual o ensayo de historia narrativa, Enterrar a los muertos (2005). Pero a pesar de su acertadísima combinación de intriga novelesca sin ficción, crónica veraz y narración histórica, sus dos obras siguientes regresaron a la novela de ficción: Dientes de leche (2008) y El día de mañana (2011).

 

Sin embargo, ya no eran lo mismo. El narrador volvía a la función mediadora y transparente de voz neutra porque prestaba su lenguaje a los personajes protagonistas, bien de forma directa o indirecta. Renunciaba a actuar desde la autobiografía o el yo más o menos visible del historiador o del ensayista y aspiraba a construir una ficción, una novela de ficción. Pero lo hacía con una atadura ética nueva, que antes había sido sólo un auxilio de la imaginación del novelista y ahora se convertía en pieza muy central de la novela: ahora la historia vivida y real era parte biológica de la novela y sin esa historia verídica el relato perdía buena parte de su significado. Dientes de leche necesitaba contar qué y quiénes habían sido las tropas fascistas italianas en la guerra civil y cómo vivieron en casa la victoria franquista y el franquismo. El día de mañana fue ya abiertamente, además de una espléndida novela, una lección de historia precoz, adelantada, aun por escribir por parte de los mismos historiadores: la segunda mitad del franquismo y el tránsito a la democracia es todavía etapa ampliamente anegada de tópicos redentores de quienes fabricaron ese tiempo.

 

Las razones son múltiples. El tiempo heroico de la victoria o la derrota total han sido el ámbito común de la investigación histórica y también de la novela, mientras que la lenta salida del subdesarrollo, todavía bajo el franquismo, ha sido material de exploración más difícil y menos nítida. Se desdibujan los perfiles porque el tiempo pasa, el régimen sigue pero las cosas cambian desde muchos ángulos. Nuevas generaciones se pusieron en marcha a mediados de los años sesenta, mientras vivían todavía los actores de la guerra, los responsables de la victoria y también de la resistencia, todos por cierto asumiento nuevos papeles o nuevas variantes de sus antiguos papeles.

 

Félix de Azúa intentó esa exploración sin acabar de salirse con la suya. Momentos decisivos es una novela inteligente de 2000 que dejaba insatisfacciones propiamente novelescas. Sin embargo, contenía una idea motor que comparece en casi todos los intentos de contar ese pasado muy opaco y simplificado. En el epílogo evoca Azúa el fracaso del general que soñó “haberlo dejado todo atado y bien atado, como si el tiempo pudiera encadenarse a un peñasco y ofrecer su hígado a las rapaces. No sabía que la transformación entraría por una puerta inesperada, no mediante luchas políticas o militares, que tanto temía, sino a través de la sutil vida doméstica, de la rutina de todos los días que erosiona continentes enteros sin avisar, a traición. No habría levantamientos, ni revoluciones, ni matanzas épicas, no habría Historia, sino algo más profundo y tan eficaz como para cambiar la faz del mundo.”

 

 

                                   *          *          *

 

 A principios de 2008, cuando acababa de publicar Dientes de leche, Martínez de Pisón quiso recordar en más de una entrevista que llevaba viviendo 26 años en Barcelona. Hoy serán ya treinta, y confío que sigan siendo más pese a todos los pesares secesionistas que Pisón observa (yo también) con algo más que aprensión, quizá incluso con algo de sentido difuso de injusticia o de abuso. La pregunta inmediata que le hacía en La Vanguardia el periodista era más directa y previsible: ¿Por qué no escribe sobre Barcelona? Pisón contestaba con una primicia que transcribo íntegra: “Preparo ahora una novela sobre un confidente de la Brigada Político-Social de la policía en la Barcelona franquista, cuento las cosas feas que hizo. Pero no juego a hacer de Barcelona un personaje: no creo que una ciudad lo sea, por mucho que Barcelona haya devenido género literario”.

 

Ese es y no es el argumento de El día de mañana, quizá porque por entonces la novela apenas debía ser el embrión del libro aparecido finalmente en 2011. Más allá de la ironía final, Barcelona no será quizá un personaje, pero sin duda sí lo es la atmósfera tibia y turbia de una sociedad reticular, dotada de una amplia gama de vulgares grisuras localizadas en Barcelona y sus distintas clases y espacios. Los destellos que emite la luz de Bocaccio o los cameos de Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma son deslumbrantes para el lector pero en la novela comparecen como parte de un mundo real sin héroes: no son mucho más que Mateo Moreno, inspector de policía. La clase media y menestral que comparece dispersamente en la obra, al hilo de las biografías de sus protagonistas, no está ahí tampoco como material de relleno ni es mero paisaje de fondo sino el fondo mismo. Constituye el retrato fractal y veraz de una España más sumisa que agitada, con ciudadanos ocupados en remediar sus vidas con sanadores milagrosos y curanderos, con rutas en algún caso vistosas y elitistas, con activismo político arriesgado a veces y a veces apenas testimonial, con pequeños negocios sin grandes expectativas y una voluntad común de salir adelante sin heroísmos contagiosos.

 

Así que es Barcelona pero no es Barcelona. O no lo es mucho más que cualquier capital con sus brillos locales y sus afanes, donde actúa la policía secreta aunque presumiblemente con menos trabajo que en grandes capitales como Madrid o Barcelona. Ese cambio de rasante en la sociedad, esa agitación exigua pero efectiva de las capas sociales, educadas o no, fue parte de aquel paisaje que arranca de principios de los años sesenta y desemboca en la Constitución de 1978. Es el marco histórico que cubre con plena conciencia la novela: los primeros pasos del desarrollo capitalista desde el subdesarrollo puro y duro.

 

Y, por fin, el confidente, de quien Pisón creía en 2008 que contaría “las cosas feas que hizo”. Si fuese verdad, esta no sería la espléndida novela que es. Es sólo una media verdad y en ella reside la inteligencia y la honradez del escritor: el tejido secreto de las motivaciones del confidente no están nunca definitivamente claras, ni nadie podrá ir más allá de la conjetura. Ni siquiera el novelista o el narrador comparece por ninguna parte como voz sancionadora del bien o el mal, la bendición o la reprobación de una biografía espiada a través de testimonios ajenos, contradictorios, voluntariamente desinformados y voluntariamente firmes en puntos de vista que sólo el lector –por medio de la ironía estructural de la novela- descubre falibles o insuficientes.

 

Para el joven militante comunista embarcado en calentar la protesta contra el juicio de Burgos en 1970, Justo Gil era “un tipo eficiente, disciplinado, despierto, carente por completo de sentido del humor, rabiosamente antifranquista”. Lógicamente, si “hubiera tenido que elegir a una persona que me mereciera total confianza, casi seguro que le habría elegido a él” (180). En parte, quizá por las mismas razones que hicieron de Justo el hombre ideal para Carmen, cuando los dos eran muy jóvenes. Sin saber bien cómo se ganaba a las personas, “tenía algo que hacía que te sintieras a gusto a su lado: su manera de mirarte, de hablarte... Te hacía sentir que le importabas, aunque en realidad lo acabaras de conocer” (50). Algo así le sucederá al propio inspector o a un inexpertísimo Noel León, el muchacho que le ayudará a construir la casa, convencido de que era “un hombre complejo, profundo, con algo de iluminado y de santón” y ya imbuido, por entonces, de una suerte de redentorismo místico contra el interés y el cálculo, el materialismo de la vida moderna y la ausencia de “valores del espíritu... Impresionaba que un hombre cojo y flaco y lleno de cicatrices mencionara esos valores del espíritu” (312), sobre todo si a esas alturas el lector lleva la cuenta de las pendencias de Justo como confidente de la Brigada Político-Social. 

 

El momento quizá más delicadamente emocionante de El día de mañana está en una escena con potencial carroñero pero finalmente lírica y casi simbólica. El Rata en ese episodio ya no es ese ratón al que van a cazar los dos italianos de la ultraderecha dispuestos acabar con él como se acaba con una rata. Ahora es el niño que fue, contado por él mismo a otro niño, Noel León, y ante la irritación del inspector Moreno. Los chavales del pueblo, cuenta Justo, habían seguido al hombre y a la mula moribunda hasta el cementerio de animales, habían visto cómo le partía las piernas con un hierro para que “nunca volviera a levantarse” y luego se marcharon mientras se acercaban ya los buitres sobrevolando la zona. Pero la mula estaba viva todavía, y Justo volvió: “Mientras yo estuviera delante, los buitres no se acercarían. No quería que se la comieran viva, ¿entiendes, Noel? Miraba los ojos abiertos, casi humanos, de la mula, que parecía que me daban las gracias por estar allí, y tenía claro que no era decente abandonarla así...” Cuando la mula dio el respingo final, “su mirada dejó de ser humana para ser la mirada de un animal muerto. Y entonces sí. Entonces sí que me marché y dejé que los buitres bajaran a comérsela...” (296)

 

¿Es legítimo apurar el paralelismo implícito entre la mula y el propio Rata? ¿No hay algo de desvalimiento en Justo cuando Franco se muere y él acaba cayendo bajo los disparos de la ultraderecha dirigida por los aparatos policiales del Estado, la misma Brigada Político-Social para la que había trabajado, la misma Brigada que había sabido chantajearlo también?

 

Casi parece un palíndromo estructural, por llamarlo así. Lo que antes funcionaba en una dirección funciona leído también en la dirección contraria. Los padres de Noel León son, como su propio nombre indica, palindromistas y en esta novela demasiadas cosas tienden a dejarse leer en dos direcciones con sentidos dispares como para que esa vocación extraña no revele algo de la intención de la novela. Justo muere asesinado por sicarios de la ultraderecha que fomenta la misma policía porque los ha denunciado y ha actuado abiertamente contra ellos: muere como el “rey de los traidores” después de haber sido el confidente traidor de la subversión antifranquista.

 

No hay cuadrícula ética simple para evaluar la biografía de Justo. Se hace confidente como forma de huir de una estafa múltiple pero construye una casa con sus manos y con el corazón puesto en proteger a la mujer estafada, Carmen. Justo no es enteramente comprensible, incluso a ratos es inverosímil, yo creo que deliberadamente inverosímil, porque es humilde y vulgarmente real. Por eso es un gran personaje de ficción: porque es real. Vive en su interior la cábala ilusa de sus fantasías de redención leyendo a los místicos y a Vintilia Horia. Cuidó de su madre con la abnegación integral de su primera juventud y con la misma convicción con la que envía el “fuego purificador” contra la ultraderecha con Franco ya muerto o la fe con la que preserva año tras año la imagen de Carmen “tal como era nueve o diez años antes, cuando la estafó: una jovencita alegre e ingenua, una huérfana desvalida y necesitada de protección”, como una Dulcinea cualquiera en el caletre de un caballero cualquiera: “¿Cómo imaginar que un tipo así –se pregunta Mateo Moreno- podía llegar a enamorarse como se enamoró de Carmen Román?”, que no es un palíndromo, pero casi. O cómo imaginar que aquel otro “clásico chulo” al que “todo el mundo le tenía miedo” en los Hogares Mundet –cuenta el inspector- esperaría por las noches a que todos los demás durmiesen para llorar “como los perrillos que esperan atados a un árbol mientras la dueña entra en una tienda a comprar”, sólo porque “se había enamorado de una chica algo mayor que salía con un taxista”?

 

¿Dónde está el orden previsible de las cosas? ¿Dónde está el orden justo de los juicios sobre las personas cuando se dispone de todos los datos? ¿Y cuándo, teniendo todos los datos, el juicio puede ser justo si es un juicio absoluto? ¿O cómo de absoluto? ¿Hasta dónde? El inspector fabrica varios de esos juicios sobre Justo a medida que lo conoce, y no es exactamente una ayuda técnica, porque es en realidad quien acaba desbarantando las lecturas simples del caso. No hay modo de que se aclare del todo el lector, quizá porque no hay nada que aclarar y es el lector quien ha de asumir la dificultad de enfrentarse a la realidad por encima o por debajo del tópico y la simpleza.

 

Cuando aun nos falta mucho por saber de Justo, el inspector aparece como portavoz fiable, bien informado. Lo que sabe y piensa tiende a obligarnos a ir matizando el juicio sobre él, o a complicarlo, y empezamos a creer que esta novela es algo más que la denuncia confortable de un confidente letal que muere antes de los 40 años. Quizá se parece a un palíndromo y su inquietante duplicidad de sentido. Para Mateo Moreno,  Justo es en la p. 147 “un cándido. Se las daba de listo pero en el fondo era un cándido”. Pero cien páginas después “es un cabrón” vengativo porque no perdona que haya gente con más suerte que él. Y sólo veinte páginas después es también un “canelo. Un canelo y un cabrón.” El inspector intuye que Justo actúa movido por un sentido privado de la justicia, por el deseo de proteger y compensar a Carmen, aunque “los mierdas como tú no estáis en deuda con nadie, ja, ja.” Pero tampoco está seguro del todo: “eres un canelo y un cabrón, pero más un canelo que un cabrón” (239). ¿O era al revés?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Gracia

Primavera en invierno

15 de marzo de 2019 08:23:36 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un muro al sol, todavía en invierno,

y un cielo azul con cigüeñas que pasan,

tienen ese poder de llamarme de nuevo

a la vieja ciudad donde nací.

 

Y me dejan parado, boquiabierto,

allá donde se funden las afueras

de cara al campo: rocas,

los senderos,

la última espadaña de una ermita

que cae sobre el declive del río…

¿O es que el tiempo

tiene como un regazo, fiel, paciente,

donde guarda mi ausencia —igual que un lecho

con su forma vacante—

hasta la plenitud de mi regreso

en la mañana intacta de la vida?

 

Tengo ahora en los labios un instante de aquellos

que no quiero perder sin que algunas palabras

lo retengan.

Recuerdo

lo llamaréis; mas no,

en realidad es algo muy distinto de eso.

Podríamos llamarlo

primavera en invierno:

a la hora del Ángelus, en un día de marzo,

hay un niño tumbado sobre el suelo

de maderas doradas, con los brazos en cruz,

que recibe el aliento

—de par en par abiertas las ventanas—

del sol, en lo más alto, y el estremecimiento

de sentir que algo sube por el patio

(que es casi un pozo negro)

hasta que llega en forma de palabras

montadas a los lomos del oleaje eterno

de la música.

Luego, ensimismado,

y en total abandono mira al cielo

y su forma perfecta de polígono azul.

 

Mitad felicidad y mitad miedo.

 

Pero si yo tuviera

que elegir de entre todas, primavera en invierno,

tus manifestaciones,

no hallaría una sola. Porque es el mundo entero

cada una de ellas, en un rayo de sol.

 

Lo que siempre llamamos inspiración de un verso

es ese observatorio que, en su día más puro,

es como si alcanzara un cielo abierto

parecido al del mártir.

Cuando pasan

cigüeñas por un río —mi río, el río Duero—

y en los momentos de oro,

es en él en quien pienso.

En esa comprensión de la unidad

que sólo es suya; en el desasimiento,

raíz de la alegría,

y en la dilatación del alma —hasta el orden de un cuerpo—

que es la visión de Dios.

 

Para mí es como un reino

que no nos pertenece

y al que pertenecemos;

del que nada nos dice ni la altura

ni la profundidad, ni cerca y lejos

que sirvieran de luces o señales

al corazón; secreto como un centro

que no está en el pasado

ni en el futuro.

Pero

también es este un reino que aquí se hace fugaz:

en unas pocas horas vuelve el hielo

después de estas mañanas soleadas, azules.

Como vuelve de nuevo

la variedad, la vida…

 

Y entonces, en los dedos,

sólo nos quedan trozos,

pasajes sueltos,

rotos y sueltos como de una canción de amor.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Paul Wittgenstein intenta pelar una naranja

15 de marzo de 2019 08:17:58 CET

















Esta música lleva mucha muerte dentro

y una mano. En alguna estancia, piensa,

prosigue su canción la que le falta.

Invierno de Nueva York: todo está lejos 

-amplísimos pabellones de la ciudad de Viena-

y el paisaje aún existe porque le pone empeño,

salvación o condena de a quien las notas dictan

no solo una existencia, un argumento 

discretamente en marcha, sino cuartos, pasillos,

una serie de casas cuya musculatura

se despierta distinta -ahora blanca, ahora negra-

con cada movimiento. La música es memoria, 

y es deseo: el color que cambia en la naranja,

el único cuchillo que insistió contra el peso

de la fruta, su terca capacidad de resistencia,

el descartado brillo que en el mantel reposa 

certificando el hecho de que cada distancia

supone una avaricia, una promesa

que no aclara de qué

lado de la intemperie caerá su cumplimiento.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Catalán

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