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La forja de un escritor: Rafael Chirbes, ensayista

20 de mayo de 2019 08:23:35 CEST

 Novelar es, ante todo, saber mirar

Chirbes (2010: 205)

 

 

El “taller” del escritor es una feliz designación del espacio, tanto físico como simbólico, en que los textos literarios toman cuerpo: un espacio atravesado de referencias, (re)lecturas, vivencias e ideas que generan interpretaciones varias de cuanto nos rodea. Es el núcleo esencial donde, a veces, un pensamiento en desarrollo fructifica y alcanza su sentido al hacerse público mediante el registro impreso, entre otras en forma de novela, aportándonos una nueva mirada sobre el mundo. A Rafael Chirbes, escritor de raza, le importa esa dimensión pública: cómo las razones de uno pasan a otro y ayudan a que el artista cree imaginarios de la manera propia de su tiempo, que ayuden “a componer o fijar ese espacio mental y hasta moral que es la sensibilidad de una época” (2002: 10).

En su taller, Chirbes viene centrando su mirada particularmente en el devenir de la España contemporánea. De sus textos se deduce que, si un novelista nos entrega con su obra la radiografía de su tiempo, también nos entrega la suya propia. Por un lado, lo ha logrado mediante una extraordinaria vertiente ficcional, hoy integrada por nueve novelas encabezadas por Mimoun (1988). Por otro, a través de una afinada y sólida vía ensayística, reveladora de cómo se ha forjado como escritor.

No pocos autores se acompañan de textos teóricos en torno a su quehacer literario, aunque en tantos difieran la intención y el resultado. Sin embargo, los de Chirbes, atinado observador, desvelan su utillaje mental y creativo, exponen planteamientos iluminadores de los entresijos de su novelística, pergeñan un discurso coherente y poderoso sobre aspectos del entresiglos XX-XXI y, con frecuencia, lo muestran como testigo lúcido del periodo que Carlos Blanco Aguinaga —tan admirado por él— denomina la Segunda Restauración, esto es, la transición del franquismo a la democracia con la vuelta de los Borbones.

Hasta ahora, El novelista perplejo (2002) y Por cuenta propia. Leer y escribir (2010) —dedicado a Blanco Aguinaga— son los títulos en que Chirbes ha recopilado textos de variada factura: charlas, conferencias, prólogos, artículos y notas breves, muchos de ellos escritos con voluntad de ser impresos:

Una de las grandes desolaciones del escritor —de la que nunca se cura— es la de no saber nunca si ha acertado al colocarse en el lugar que le permite contemplar el dolor y la esperanza de su tiempo. Por eso, los novelistas, además de novelas, escribimos textos en los que intentamos exponer nuestra intención, justificar nuestro trabajo. (2002: 88)

Los textos del primer libro se disponen sin organización temática, pero el segundo distribuye las aportaciones en cuatro apartados: maestros; contemporáneos; memorias y maniobras; y a modo de epílogo: cuestiones domésticas. Son, pues, significativos títulos que anuncian las claves de lectura de su obra ensayística en general. Así, en primer lugar, sus textos se ocupan de la función de la literatura y del escritor en el siglo XXI, aun cuando en ocasiones Chirbes visite otras épocas desde el presente. Caben ahí textos dedicados a la tradición en que él se inscribe y de la cual se nutre, mas también a autores contemporáneos por los que siente afinidad. En su búsqueda del sentido de la escritura (por qué y para quién se escribe), con mucho tino Chirbes pone por escrito preocupaciones relacionadas con el arte y la literatura, y sobremanera con la novela, que para él constituye un “espacio donde se plantea un problema moral, un ejercicio de pedagogía” (2010: 18). Así, especialmente le interesa cuál es el estatus de la novela y a quién representa el novelista de hoy; la responsabilidad civil del escritor cuyo reto es escribir la novela que su tiempo solicita; la defensa de lo estético como ideológico y el análisis de la (trans)formación del gusto como forma de dominio, que combate en sus escritos.

En segundo lugar, principalmente afronta la Guerra Civil española y sus consecuencias hasta nuestros días (exilio, posguerra, transición, recuperación interesada de la memoria), y así aborda la degradación y la pérdida de viejos referentes (lucha de clases, revolución, burguesía o proletariado); la deliberada desmemoria de la transición y su discurso oficial; los comportamientos abusivos del poder y del capital; el espíritu permisivo y republicano característico de buena parte de la mejor cultura española, “periódicamente derrotado por embates de intransigencia” (2002: 8). Respecto de la última novela española de la memoria, Chirbes la viene a definir “consoladora narrativa de los sentimientos, al servicio de lo hegemónico […] calculada retórica de las víctimas con la que se restituye la legitimidad perdida en los ámbitos familiares del poder” (2010: 16). En estas situaciones, cree que “hay que indagar en las razones por las que lucharon y por las que perdieron” (2010: 17), por ende sin edulcorar el discurso de víctimas y verdugos ni recurrir a lo sentimental como recurso narrativo más efectista. En ambas recopilaciones, notable presencia adquiere Walter Benjamin cuando Chirbes se posiciona acerca de la memoria y de la justa lucha por apropiarse de su legitimidad.

En tercer lugar, en ambos libros consta un espacio reservado para otros intereses personales del escritor, desde la gastronomía hasta su relación con el campo editorial. Así, aunque no me detenga en ellos, en este espacio cabe indicar dos títulos inscritos en la vertiente no ficcional de Chirbes: Mediterráneos (1997) y El viajero sedentario (2004), donde se adentra en las muchas ciudades que ha conocido, si bien en una entrevista reconoció que no se cansa de volver a Valencia, París, Roma, Nápoles, Salamanca y Fez (López de Abiada, 2011: 14).

 

En el taller de Chirbes: la voz de la verdad

Una consideración que Chirbes subraya es que todo texto es saqueo, una apropiación. Desvela sus predilecciones en primera persona y, en el caso de la literatura, opta por aquella que le plantea un dilema moral al lector: el Tirant, La Celestina, Garcilaso y Quevedo; Cervantes en su conjunto, como Galdós y Aub; Blasco, Clarín, Machado, Cernuda, Vallejo, Marsé, Vázquez Montalbán, Gil de Biedma, Méndez, Pinilla, Zúñiga, Goytisolo, Pombo o Barba. Además, incorpora su conocimiento de la literatura occidental y en sus escritos se congregan alusiones o comentarios extensos sobre Dante, Bocaccio, Chateaubriand, Zola, Proust, Ruskin, Ibsen, Ford Madox Ford, Rilke, Broch o Pavese. Con ellos confluyen en su galería personal otros nombres de relieve, desde Voltaire, Nietzsche, Picasso y Goya a teóricos de la literatura como Luckács, Bajtín o Todorov.

Así, sus ensayos conforman un lugar de encuentro, de recepción, asimilación y reacción, con hacedores de la literatura y del arte, con sus críticos, lectores y espectadores, y a la postre compendian el saber de Chirbes, iluminan nuestro devenir histórico y brindan una metáfora de la creación artística —marcadamente literaria—. Igualmente sirven para trazar su biografía al descubrirnos el autor aspectos de su infancia nada fácil, de su formación como historiador en el tardofranquismo o de sus distintos trabajos: librero, periodista, profesor, crítico literario y reportero en Sobremesa, revista de gastronomía, vinos y viajes. A finales de los años ochenta, consiguió ocupar un lugar en el campo literario al publicar en Anagrama. Para ello contó con una amiga escritora, Carmen Martín Gaite, a quien dedica varios escritos y cuya complicidad fue determinante para entrar en contacto con Jorge Herralde, sobre quien volveré, cuya relación cordial refiere Chirbes en “El escritor y el editor” (2010: 273-292).

Ante todo, sus textos nos ofrecen su perplejidad ante el mundo. En ellos subyace un rotundo valedor de la literatura responsable y activa que, bajo el signo del realismo, él mismo practica: “Cada época provoca su propia injusticia y necesita su propia investigación, su propia acta” (2002: 35). En efecto: Chirbes observa, escucha, interviene con voluntad de conocimiento, crea y nos entrega su visión del mundo con personajes que son opciones morales y portadores de los estigmas de un tiempo, el nuestro, de sus inquietudes estéticas, sociales, artísticas y humanas, mas también de sus fracasos.

La mirada del artista es premisa basilar en sus ensayos. En este sentido, del retrato de Dyer que pintó Bacon, escrutado en detalle por Chirbes, su análisis nos regala uno de sus autorizados comentarios: “Todo pintor, todo artista busca un camino u otro, y esa elección y no otra es su forma de respuesta a los problemas que el arte plantea en cada momento, que no son problemas sólo de técnica, sino de espacio mental, moral” (2002: 53). En este territorio de la mirada, un texto clave es “El punto de vista” (2002: 69-90), donde Chirbes liga al placer estético la percepción de alguna parcela de la realidad desde un lugar nuevo. Según él, precisamente el problema del novelista es encontrar ese lugar desde el cual organizar y comprender mejor la infinita variedad que la vida propone. Por ello, afirma, del intercambio de puntos de vista la narrativa extrae “su carácter de experiencia a la vez pedagógica y ética” (2010: 26).

De igual modo, y abundantemente, reflexiona sobre sus principios constructivos: cómo surge, con quién dialoga, qué equilibrios mantiene con sus contemporáneos y con la tradición, a favor de quiénes y en contra de qué habla Chirbes. También escribe sobre aquellos que legitiman el canon y considera buenas novelas las que “nos enseñan a mirar, surgen de releer y actualizar el género; de ponerlo en cuestión” (2010: 190). Para Chirbes, no cabe la inocencia narrativa y toda novela “tiene la obligación de llevar incorporado el saber novelesco y la reflexión en torno a ese saber de cuantas la han precedido” (2002: 79). Estas son un enorme almacén de materiales con el que un novelista puede abastecer su taller, e incluso “los maestros literarios hay que buscarlos fuera del género en muchas ocasiones” (2010: 205); él mismo cita a Lucrecio, Marx y Fernando de Rojas, y a las voces previamente apuntadas añade otras básicas en su concepción de la novela: Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Pilniak, Mailer, Updike o Roth.

Por otra parte, también examina el desplazamiento de la novela por otros medios y así la polémica acerca de la vida o la muerte de la novela, que Chirbes minoriza al considerar que será diagnosticable sólo en la medida en que mantenga o no el pacto con la sociedad o con los sectores sociales cuya sensibilidad nutre (2002: 17). En sus textos reactiva su radical defensa del contexto histórico y su postura contraria a los formalismos —botón de muestra es la opinión vertida sobre los cosmopolitas orteguianos y su rechazo al realismo (2010: 120)—. Sin la vinculación dentro-fuera, escribe, “la literatura me parecería un soberbio aburrimiento” (2002: 83). Para Chirbes, “una obra no puede trabajar con certezas, ser una consigna: el lenguaje literario acaba reflejando las tensiones de su tiempo utilizando caminos que ni el propio autor imagina” (2010: 22). En la novela, pues, se entremezclan lo público y lo privado, “una forma de respuesta a esa pregunta que el escritor lleva consigo de manera permanente” (2002: 89). De ahí que su narrativa se asiente en el entorno de un intelectual que, como fabulador, le interesa lo que ocurre fuera del libro e interviene, por ejemplo, contra la crisis moral de la sociedad española reciente en la epatante novela En la Orilla (2013), muestra sin par de las posibilidades del realismo en nuestros días. Como hace con Benjamin respecto de la memoria, disemina la presencia de Galdós o de Aub en muchos textos para plantear las complejas relaciones entre verdad y mentira, ficción y realidad; para valorar el juego de perspectivas y los límites entre novela, biografía e historia; o bien para exigir la reparación de una injusticia.

Su paradigmático interés por la memoria es el eje sobre el que pivota su narrativa y tantos de estos ensayos; una memoria que, también entendida como ajuste de cuentas con el presente, incluso relaciona con la lengua en que uno escribe (“De lugares y lenguas”, 2002: 117-136). Fundamental es su voz con relación a la dictadura franquista y también a “esa larga traición llamada transición” (2002: 119), que, insiste en ello, “no fue un pacto sino la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más” (2002: 109). Chirbes se considera heredero de la derrota, tras la voluntaria excavación que lo llevó a aquel tiempo de herencia silenciada y complementó su formación sentimental y política en una España de lucha esperanzada que pasó al “desencanto”, al “pasotismo”, de la gran ilusión a la ocasión, al pelotazo.

Lo expuesto hasta aquí configura un articulado universo temático en su primer libro. Como antes he mencionado, ya el índice del segundo, Por cuenta propia, explicita los apartados comentados y el escritor nuevamente enfrenta cuestiones que le importan. Así, bajo la etiqueta “Maestros” reúne cuatro dilatadas contribuciones: sobre La Celestina, que tanto admira porque instauró la veta realista de la narrativa española y convirtió la lectura en un “ejercicio de sospecha” (2010: 47); la novela de guerra y su relación con la verdad en Svevo, Céline, Mann, Dos Passos, Musil, Barbusse, Graves, Remarque, Kraus o Hemingway; una tercera sobre el significado de Cervantes para un lector de hoy:

La voluntad de desafío del novelista que sabe que se salva o condena en su propia literatura; y que su moral se expresa en la propia organización del texto, y no en un discurso que pide prestado al exterior, es la mejor lección que creo que puede extraer el novelista contemporáneo de la literatura de Cervantes (2010: 111).

Aparte esa escritura que es forma de conocimiento del novelista, también de Cervantes aprecia la presencia de un mundo conflictivo en donde no caben discursos unívocos. Si con él habla de “gran literatura”, no es de extrañar que, en la tradición generosa del autor del Quijote, en otro escrito reivindique a Galdós, explore su rechazo y manifieste su interés por el juego de perspectivas.

Después, renovando aspectos abordados en El novelista perplejo, en el segundo apartado (“Contemporáneos”) explora Los Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite; recoge su epílogo a la edición alemana de Gran Sol, de Ignacio Aldecoa; visita un territorio que le es propio: la gastronomía, que relaciona con la memoria, y lo hace de la mano de quien considera un maestro: Vázquez Montalbán; también comenta Ahora tocad música de baile (2004) de Andrés Barba, cuya mirada lo atrapó por ser una reflexión acerca de la realidad que obliga a mirar a partir de seres que viven “en un mundo abandonado por los dioses” (2010: 193). Seguidamente, retoma la vigencia de la novela, hoy libre de ataduras: al no cumplir ya función informativa ni decoradora, el novelista puede “trabajar hacia dentro con más libertad” (2010: 200). Frente al modelo ideológico mitigador del papel de ciudadano, considera todavía vigorosa la capacidad de resistencia y la ejemplifica tras su lectura de Roth, Swift, La Capria, Pombo o Sánchez Ostiz. En esta línea, al detenerse en el novelista en el siglo XXI y el estatus de la novela (“cada vez más, un asunto de estricta vida privada”, 2010: 206), el escritor se muestra molesto por la complicidad que la narrativa contemporánea establece con el lector advirtiéndole que está ante una novela, género que “se ahoga en un exceso de aptitudes: agoniza por una sobredosis de inteligencia” (2010: 212).

En “Memorias y maniobras”, Chirbes comienza desgranando la apropiación de la figura de Max Aub, olvidada incluso mientras los suyos, los socialistas, gobernaron en España. Prosigue con el “Principio de Arquímedes” de la literatura, “según el cual la presencia de un nuevo elemento en un espacio desaloja a otro” (2002: 103), lo cual muestra reivindicando el lugar de los exiliados, ocupado tras la contienda. En el extenso “De qué memoria hablamos”, afirma que “la memoria histórica pone las bases de un método de justicia” (2010: 227) y, como ya apuntaba en El novelista perplejo, insiste en que ello pasa por integrar a los testigos y alzarse frente al relato dominante.

En su vuelta a la transición, critica con dureza la formación de la España posfranquista, señala cómo se construyeron otros relatos, se canonizó el concepto de “moderación”, se aceptó la derrota, se pasó de la resistencia a la abundancia y supuso “un segundo saqueo de la memoria de los vencidos” (2010: 247). Así, en “Una nueva legitimidad”, considera retórico e interesado el setenta aniversario de la proclamación de la Segunda República celebrado en 2001. Como en la llamada literatura de la memoria, que ve una moda, considera el neorrepublicanismo una de sus variantes. La sensación “pegajosa” que por entonces lo invitó a alejarse de homenajes, la siente ante otros asuntos de actualidad que le importan como la “cuestión gay” (2010: 253), si bien desconfía de su resolución por la complaciente invocación a la normalidad y porque intuye “que encierra un mensaje artificial, forzado” (2010: 253). Concluye el apartado con una nota sobre la literatura en Europa, donde Chirbes advierte la existencia de quienes hoy se empeñan en pasar de la retórica a la verdad (como es su caso). Por último, en “Cuestiones domésticas” publica el breve texto titulado “Trabajo”, donde afirma que “una casa y un libro son expresiones de la sorprendente dureza interior que guarda ese frágil animal humano al que cualquier accidente tumba” (2010: 294). Además, incorpora un magistral texto, antes referido, sobre su vínculo con Herralde.

¿Qué supone editar en Anagrama, sello de calidad en el campo cultural, del que Chirbes se nutre con frecuencia, como evidencian los textos que lee? Sus novelas y ensayos forman parte de esa novela-río que, según Herralde, es el catálogo de Anagrama, editorial que, frente a las obras de consolación, fomenta obras de provocación, como señalara Giulio Einaudi de los editores culturales (Cesari, 2007: 6). Es más, Herralde se define por la “política de autor”: seguirlo, publicarlo todo, como hace con Chirbes, favoreciendo incluso su traducción por editores foráneos.

A Chirbes, valga apuntarlo, el novelista que lo atrapa “no busca consolar, sino descifrar” (2010: 19), no debe pelear con colegas sino únicamente con su propia obra, en pro de su calidad. Anagrama encaja bien con su postura, ya que entre los propósitos de la editorial está “la exploración en torno a los debates políticos, morales y culturales más significativos de nuestro tiempo, con cierta predilección por aquellas incursiones más arriesgadas y polémicas” (Herralde, 2009: 8). Coincide también con su editor al considerar la novela de hoy “una esclava más del promiscuo harén de […] los grandes grupos mediáticos”, caracterizados por su disposición “no sólo de las factorías de producción artística, sino también de los santuarios de su canonización: detentan los códigos del gusto” (2002: 18-19). Responsable de parte de la reciente historia de la narrativa en español, de Anagrama proceden autores a los que Chirbes vuelve: Carmen Martín Gaite, Álvaro Pombo o Félix de Azúa. Lector voraz, Chirbes reconoce la conveniencia de que todo escritor “emparente su obra con ciertos autores y ciertos libros cuya compañía a veces honra y a veces sólo justifica” (2002: 111). Con relación a tal linaje, afirma: “En cualquier arte, cada nuevo artista busca a sus antecesores y los pone en contacto entre sí” (2002: 63).

Actualmente, Chirbes se sitúa con ventaja en el campo literario, donde ocupa un lugar privilegiado y su voz se inscribe con positiva sanción crítica en la historia literaria[1]. Además, Chirbes dialoga bien con posturas críticas coetáneas, como las de Constantino Bértolo (2008) o Marta Sanz (2014), autora a quien Chirbes prologa su nueva versión de La lección de anatomía (2014), que admira como ejemplar literatura de intervención y gozosa representación de vida. Así, respetado por la crítica y el público lector, no solamente en España, Chirbes es de igual modo figura señera para escritores afines como Alfons Cervera, Luis García Montero, Moisés Pascual, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón.

En suma, en su taller particular, reconocido por las instancias de mediación y de legitimación del campo cultural, leído y ajeno a los brillos mediáticos, Chirbes adopta una posición de defensa ante las ofensas de la vida. Más cerca del rencor que de la emoción que la literatura despierta, en sus ensayos, como he tratado de sintetizar, exhibe su perplejidad sin expresiones alambicadas, vivifica a sus fantasmas y desmenuza cuanto le preocupa, regresando a los temas que he expuesto con una solvente visión cívica y combativa. Sus miradas, los que él llama “escritos”, en su conjunto posibilitan el acceso al taller de la que Herralde (2006: 77) define “la voz de la verdad”: “una voz que pregunta y se interroga, que celebra y se indigna, que gusta de ir (o tiene que ir) a la raíz de las cosas, duela lo que duela […] sabueso inevitable a la caza de la verdad”.

 

BIBLIOGRAFÍA

Bértolo, Constantino (2008). La cena de los notables. Cáceres: Periférica.

Cesari, Severino (2007). Colloquio con Giulio Einaudi. Torino: Einaudi

Chirbes, Rafael (2002). El novelista perplejo. Barcelona: Anagrama.

----- (2010). Por cuenta propia. Leer y escribir. Barcelona: Anagrama.

Herralde, Jorge (2006). “Rafael Chirbes: la voz de la verdad”, en Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos. Barcelona: Anagrama, pp. 77-85.

----- (2009). Biblioteca Anagrama. 40 años de labor editorial. Barcelona: Anagrama.

López de Abiada, José Manuel (2011). “Entrevista a Rafael Chirbes”, en López Bernasocchi, Augusta; López de Abiada, José Manuel (eds.). La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes. Madrid: Verbum, pp. 12-20.

Sanz, Marta (2014). No tan incendiario. Cáceres: Periférica.

----- (2014). La lección de anatomía. Prólogo de Rafael Chirbes. Barcelona: Anagrama.

Vara, Natalia (2014). “Narrativa 2013: iluminaciones para un tiempo de crisis”, Ínsula, 808, abril de 2014, pp. 2-5.



[1] En abril de 2014, por ejemplo, el almanaque de Ínsula dedicado a la narrativa de 2013 se abría con En la orilla bajo un revelador título: “Iluminaciones para un tiempo de crisis” (Vara, 2014). Considerada la mejor novela del año, obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, que Chirbes añadía así al conseguido con la anterior: Crematorio (2007).

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lluch Prats

Buñuel y Saura, 1983. Dos aragoneses en el camino

16 de abril de 2019 08:41:55 CEST

Cuenta Carlos Saura que del cine de Luis Buñuel sólo conocía el documental Las Hurdes, tierra sin pan, rodado, y prohibido durante la Segunda República. No fue hasta 1957, en unos encuentros de cine “hispánico” en Montpelier, cuando Saura quedó admirado al descubrir, a través de dos películas, el cine narrativo de aquel aragonés exiliado en México y del que en España apenas se conocía nada. Subida al cielo (1952) y Él (1953), los títulos en cuestión, no sólo entroncaban con “un proceso histórico y un pasado cultural”[1], sino que se referían a una realidad, mexicana o española, daba lo mismo, desde puntos de vista moral y creativo, completamente personales. Es decir, Buñuel había logrado lo que hubiera ansiado cualquier cineasta con ambiciones. Y Saura lo era. “Me impresionó muchísimo”, comentaría más tarde, “pero quizá no supe ver entonces lo que ello pudo gravitar sobre lo que luego yo mismo he hecho.”

 

El primer largometraje que Saura dirigió, Los golfos (1959), fue seleccionado para participar en el festival de Cannes, “milagrosamente”, dice él con modestia. Aquella edición de 1960 fue histórica. Se exhibían nada menos que La aventura, de Antonioni, El manantial de  la doncella, de Bergman o La dolce vita, de Fellini, que fue la que se alzó con el premio mayor, pero especialmente, a efectos de lo que aquí nos ocupa, La joven, una película de Luis Buñuel rodada en inglés, que hablaba del racismo y la solidaridad. No fue entendida en aquel festival, ni tampoco en Estados Unidos, donde se levantó una pequeña campaña contra Buñuel. Pero esto es anecdótico. Lo que importa aquí es que en aquel festival, Saura y Buñuel se encontraron frente a frente por primera vez, acompañados por Pere Portabella, productor de Los golfos. Buñuel tenía sesenta años y Saura, veintiocho. Se entendieron a la primera y cada uno se interesó por las películas del otro. Diez años atrás, Buñuel había sorprendido en Cannes con Los olvidados (1950), que podría tener algún parentesco con Los golfos, no en su forma pero sí en que ambas películas heredaban de algún modo el espíritu del neorrealismo. Sin embargo, no era el neorrealismo el principal punto de contacto artístico entre los dos autores, uno veterano, el otro en sus inicios, tanto como la intención de crear un mundo visual más complejo en el que la imaginación y lo onírico tuvieran la misma importancia que la realidad misma. En un entusiasta artículo publicado en la revista francesa Positif[2], Saura aseguraba que “Buñuel ha prolongado una tradición literaria que procede de la novela picaresca, de Quevedo y de Valle Inclán, pero añadiendo la influencia determinante de Pérez Galdós.” (…) Por otro lado, “el surrealismo se integra perfectamente a la manera de ser de Buñuel: es un movimiento que preconiza un inconformismo perpetuo, y es al mismo tiempo una actitud moral, sin la cual Luis no hubiera aceptado tal movimiento.”

 

Los dos aragoneses iniciaron una amistad que les iba a durar para siempre. Saura, junto a Portabella, tuvo algo que ver en el hecho de que Buñuel regresara por fin a España a dirigir una película; como se sabe, ésta fue Viridiana (1961), que conquistó Cannes pero espantó desde al mismísimo Franco hasta a los censores españoles, que decidieron dar por no existente la película. Aquello fue una catástrofe, y Buñuel regresó a México. Cuatro años más tarde, Saura le reclamó como actor para el breve personaje de un verdugo en Llanto por un bandido (1964). A Buñuel le divirtió la idea, como poco después también la de hacer de cura en En este pueblo no hay ladrones (1964), del mexicano Alberto Isaac. Por su parte, Saura había aparecido junto a Rafael Azcona también disfrazado de cura en El cochecito (1960), de Marco Ferreri. A estos anticlericales les divertía jugar.

 

En 1966 Saura realizó La caza, *una obra auténticamente personal, que a Buñuel “le interesó muchísimo”. Y no sólo a Buñuel. La caza obtuvo el Oso de Oro del festival de Berlín y recorrió el mundo. “Se la presenté en una proyección privada. Me confesó que le hubiera gustado haber hecho él esa película. Sorprendido, me preguntó cómo había sido capaz de hacer una película con un guión en el que los diálogos son tan vulgares que apenas dicen nada interesante.”[3]

 

A partir de La caza, Carlos Saura confesó abiertamente su admiración por Buñuel, hasta el punto de dedicarle su película siguiente, Peppermint frappé (1967). Y cuando, de nuevo coincidieron en Cannes, donde Saura concursaba con La prima Angélica (premio especial del jurado 1974), Buñuel declaró a su vez la admiración que le producía el cine de su amigo. En esta película, José Luis López Vázquez interpreta su personaje tanto de niño como de adulto, un experimento arriesgado que sin duda entusiasmó a Buñuel. Por su parte, la guerra civil está recordada con horror pero dejando resquicios para el humor, contando la realidad de forma creativa*. Saura ha dicho: “La realidad es mucho más compleja de lo que se dice o se piensa de una manera elemental. Ahí están los sueños, las alucinaciones, nuestros deseos, la memoria, las imágenes de nuestra vida, todo lo que se piensa que puede ser... Todo esto está mezclado en el cine de Buñuel, lo cual le convierte en el pionero.”

 

Saura había descubierto un camino nuevo y reconocía la influencia del maestro que le había abierto los ojos. En España era posible hacer un cine imaginativo, a la española, sobre la realidad española, como con su genialidad hizo en la pintura el aragonés Goya.  ¡En qué hora se le ocurrió a Saura hacer estas declaraciones! A partir de entonces fueron muchos los críticos que minusvaloraron su cine porque, en su opinión, se parecía al de Buñuel. Nada menos cierto, sin embargo. Con miras comunes pero desde personalidades lejanísimas entre sí, las obras de Buñuel y Saura han estado a veces en las antípodas. Buñuel no tiene herederos, como tampoco Saura hasta ahora. “Creo que sería imposible prolongar el cine de Buñuel. Con él se terminó Buñuel. Luis Buñuel era simplemente Luis Buñuel”, Saura dixit.

 

Buñuel regresó de nuevo a España para dirigir una película, la tercera y última en su país. Fue Tristana (1970), proyecto que había quedado aplazado desde el escándalo de Viridiana. Cambió la localización de Madrid a Toledo –“ciudad llena para mí de resonancias, de recuerdos de los años veinte”, escribió Buñuel[4]–, y aun contando con actores que no le interesaban, a excepción de Fernando Rey y Lola Gaos[5], Buñuel realizó una de sus mejores películas[6]. Ese mismo año de 1970 Saura rodó igualmente una de sus mejores obras hasta entonces, El jardín de las delicias, crónica negra sobre la España del desarrollo, “un nuevo análisis implacable sobre la familia”, en palabras de Román Gubern[7]. No hay puntos de conexión entre ambas películas aunque las une en la distancia un mismo ejercicio de crueldad y de ironía. Y de libertad para transgredir normas narrativas.

 

Luis Buñuel falleció en México a los 83 años tras haber dirigido treinta y dos películas, entre ellas algunas fundamentales. Ese mismo año Saura rodaba Carmen, su segunda incursión en el género musical. No sé si Buñuel llegó a conocer Bodas de sangre, la obra maestra que Gades y Saura habían realizado dos años atrás. Pero sabido el escaso interés que Buñuel había mostrado por la música en sus películas, quizás debido a su sordera, y en consecuencia también por el baile, sería magnífico haber conocido su opinión. (En este aspecto Saura y Buñuel no coincidieron: para Saura ha sido primordial jugar con la música en el cine.)

 

El caso es que Saura, con la inestimable ayuda de Agustín Sánchez-Vidal, gran conocedor de Buñuel y de su obra, se embarcó unos años más tarde en realizar una película homenaje al maestro de Calanda en la que el propio Buñuel fuera el personaje protagonista, y rodada precisamente en Toledo, donde Buñuel fue tan feliz en sus años mozos. El resultado fue Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001), una película fresca y joven en la que Saura fantaseó en libertad. Le hizo al amigo un homenaje a veces “muy poco respetuoso”, mostrándole socarrón, “muy divertido, como era él.”[8] Y Saura continuaba: “Estoy seguro de que a él le hubiera gustado verse como un personaje de ficción. Puedo ver su sonrisa.” [9]

 

La auténtica mesa del rey Salomón permanece escondida en algún lugar de Toledo, y Buñuel, junto con sus jóvenes amigos Salvador Dalí y Federico García Lorca, deciden ir en su busca ya que la leyenda dice que en esa mesa pueden leerse el pasado y el futuro de todas las generaciones. Este divertido filme de aventuras fantásticas sorprendió a los críticos, que calaron poco en su humor. Según Saura, algo parecido le ocurrió a Buñuel, cuyas humoradas cinematográficas fueron escasamente comprendidas: “Hay cosas en el cine de Luis que si no se es español absoluto, español de una generación concreta, son muy difíciles de percibir en todos sus detalles. Son las pequeñas cosas, las pequeñas bromas entre amigos, a veces insignificantes, pero que tienen una especie de código secreto. Por debajo de esa historia del surrealismo que se cuenta, hay un sentido del humor muy especial. Que nunca sabes hasta qué punto es una moral, es decir, una intención de moralizar o si, por el contrario, se está subvirtiendo el orden.[10]

 

A lo largo de su vida, Buñuel dirigió 32 películas. Saura, felizmente en activo, ha realizado ya 40. ¿Todas ellas influidas por Buñuel? En un tiempo, de forma simplista, se daba esto por hecho, y de tal forma que el latiguillo se convirtió en tópico, empañando la independencia de la mirada hacia el cine de Saura. En esto sí se han parecido ambos autores. En cierto sentido, los dos siguen siendo incomprendidos.

 



[1] Carlos Saura, de Enrique Brasó. Ediciones JB, 1974.

[2] Positif, num. 42, noviembre de 1961, citado por Román Gubern en su libro Carlos Saura, editado por el festival Iberoamericano de Huelva, 1979

[3] Entrevista con Saura del Centro Virtual Cervantes en el centenario del nacimiento de Buñuel.

La caza  cuenta la anécdota de tres viejos amigos aficionados a la caza del conejo, cuyos rencores se avivan durante la jornada hasta acabar en un baño se sangre

[4] Citado por Agustín Sánchez Vidal en su libro Luis Buñuel, obra cinematográfica. Ediciones J.C., 1984

[5] Los protagonistas jóvenes fueron la francesa Catherine Deneuve y el italiano Franco Nero, que se correspondían mal con los personajes

[6] “No hay otro filme que, como éste, reúna naturalmente, bajo las zonas transparentes de la conciencia, mayor sencillez y complejidad, mayor delicadeza y horror...”, en palabras del crítico Ángel Fernández-Santos

[7] Román Gubern, op. cit

[8] Declaraciones de Saura con motivo del estreno. Unión, octubre 2001.

[9] Buñuel está interpretado en sus años mozos por el actor Pere Arquillué, y en su edad madura por el Gran Wyoming. Por su parte, Lorca está encarnado por Adrià Collado, y Dalí por Ernesto Alterio.)

[10] Entrevista publicada en Centro Virtual Cervantes con motivo del centenario del nacimiento de Buñuel.

Escrito en Lecturas Turia por Diego Galán

Por favor, que llueva

15 de abril de 2019 08:42:38 CEST

¿Qué sería del tiempo sin nosotros?

¿Para qué serviría esa impostura?

 

Pero el tiempo es un tren rápido y lento,

un tren que necesita nuestra sangre

para arrancar hacia quién sabe dónde.

Sin nosotros la máquina no anda,

sin nuestra sangre el monstruo no se mueve.

 

Hay días, sin embargo, en que la sangre

se espesa demasiado o se calienta

y resulta inservible, no funciona,

atora el mecanismo de las horas

y se escucha el chirrido de los frenos.

 

Dura apenas un mísero segundo,

lo que se tarda en respirar profundamente,

lo que dura un ligero parpadeo,

lo que abarca el espacio de un latido:

de pronto, hacia el abismo, el tren arranca.

 

Y vamos, como en la vieja cinta de los Marx,

echándole más sangre a la caldera,

echándole y echándole la sangre,

la pobrecita sangre que se queja:

el tiempo quema mucho, el tiempo abrasa:

que llueva, por favor, que llueva.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisca Aguirre

Largo noviembre

8 de abril de 2019 09:19:18 CEST

Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.

 

                                                                                                         

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Soler

El nudo

8 de abril de 2019 09:12:46 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cómo desatar este nudo, me digo,

y en él concentro la mirada como para que arda.

Lo que en mis ojos late no es fuego, sin embargo, 

sino impotencia: 

esa parálisis

que nace del temor a la derrota.

Un nudo pareciera provenir del azar, ser inocente

de la tensión que encierra. Pero engaña.

(No hay nudo sin proceso,

sin movimiento previo, sin lazadas)

Podría deshacerlo

si supiera por donde comenzar o hubiera un método

para desenredar esta maraña.

Pero dentro del nudo hay un silencio,

un ensimismamiento, 

la trabazón perversa que nos mueve

de querer desistir

a la esperanza. 

Escrito en Lecturas Turia por Piedad Bonnett

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