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Dentro de cualquier Atlántico

13 de enero de 2017 12:27:21 CET

Dentro de cualquier Atlántico hay una piscina iluminada. Una zanja cuyo fondo es fango y ciénaga sin más vida que su sombra cuando el sol se inclina. Sigo los pasos del mapa. Pero olvido el mapa. Encero el suelo de barro y escribo sobre lo que no sé hablar. No. Escribo sobre la que no sabe hablar. Un yo denso de hábito arbustivo. Ese yo que no es más que una cepa rarificada sin ese que no se sabe. Hablar. Una pequeña palabra. Un . Un no sabe. ¿Qué no sabe? Leer el mundo. No sabe leer posos de piscinas. Ver su carácter al fondo. Hay tres filas de dos puntos al horizonte. Tres puntos en vertical debajo. Debajo estoy yo. Soy la que no sabe hablar. Hablar dentro del no hablar. Que es lo mismo que hablar para no escribir por ejemplo que soy un cuadernillo rubio donde plagiar espirales idénticas. Patrones. Patrones del que sigue mi mano primera. Un boj. Dos boj. Tres boj. Patrones concluyentes. Dentro de la zanja hay un lobo enganchado a mi nuca. Eso sí es un patrón concluyente. Borra mi cabeza porque ya soy otro cuento dentro de este cuento. Grita. Blancanieves está preparando una tarta. Ella dice que escribir es el gerundio de un enano. Más lejos no hay fonética. La vida es un borrador. Un boceto calvo en el que repetimos patrones de barcos que no tienen patrones ni moldes de madre. No hablo. No me gusta hablar. Mientras la voz del me da vueltas el yo. Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. ¿Escribir plurales? Femenino singular que no se sabe si no escribe. Escribo entonces para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como . Pro-nombres que pronombran depósitos de agua. Escribo para restaurar el orden. En-cubierta. Camino en cubierta sin voz. Camino y el pasado camina conmigo y es un tiempo mononucleado. El grito está vivo. Hace mucho tiempo allí no había nada. Aquí el miedo me mantiene ilesa. Mientras, Blancanieves destruye la métrica con sus manos macrófagas. El fin anunciado de toda escritura... a mano.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Ruiz de Viñaspre

Ni siquiera monstruos

13 de enero de 2017 10:41:56 CET

Sombras que se deslizan bajo mi ventana. Ahí fuera: ruido de motores, ladridos, frenazos deportivos, politonos de móviles. Aquí dentro: noticias de actualidad, teletipos, última hora, y en medio de todo este nerviosismo, zas, salta la foto de un niño. Hoy. Es un niño guerrero, africano, de unos siete u ocho años, no más, que posa vestido con uniforme de soldado, pantalones de camuflaje que le quedan anchísimos y se le escurren, boina ladeada, botas mar­cia­les, mirando desafiante a la cáma­ra, ¿me estás amenazando tú a mí?, un cigarrillo colgado del labio, va armado con un lan­za­lla­mas casi más grande que él, dispuesto a quemarlo todo, a arrasar con todo: la aldea, la es­cue­la, su familia, el planeta en­te­ro, un tenedor que ha llegado hasta sus pies, empujado por el río. Sus ojos, sin embargo, y es lo terrible de la instantánea, siguen siendo inocentes, de una pureza satinada.

Oh boy.

Este niño asesino da miedo, no por lo que pueda hacer, sino por lo que antes le han hecho a él. Para que este niño sea capaz de matar, han tenido que matarle a él primero. Secarle el corazón a base de drogas, borracheras, palizas y vejaciones sexuales. Extirparle la sonrisa. Desviarle la sangre y colocarle, en su lugar, una bolita de plomo. Es el mundo en que vivimos. Hoy. Siete u ochos años. No hay otro.

Quemarlo todo. Y después sentarse a fumar un cigarrillo, dos cigarrillos, ¿quieres tú uno?, con toda tran­qui­lidad, sobre los escombros calientes del Vaticano.

El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero. No engaña.

Detroit. Hoy toca hablar de Detroit, acordarse de Detroit, en el estado de Michigan, no sé por qué. Detroit está en bancarrota. Es una ciudad fantasma, un urbanismo de huecos, en el que apenas vive nadie, aparte de unas cuantas hordas de policías sin control, asolada por los chillidos de ratas. Las calles son túneles de una mina de carbón a cielo abierto, el Chernóbil del ca­pi­ta­lis­mo. El gobierno, si te instalas en aquel verte­de­ro de almas, te regala una casa. Cuatro pa­re­des ruino­sas, imagi­no, un charco tóxico de césped, todo roto, negro, traumatizado. Cochambre por todas partes. Cañerías retorcidas. Un tablero de ajedrez empotrado entre dos árboles, con agujeros de bala. En el aire flotan centenares de plumas diminutas, parece un exterminio de aves a gran escala. Puedes respirar en Detroit todo el oxí­ge­no que desees, eso sí, sin res­tric­cio­nes. El gobierno te permite atascarte los pulmones con todas aquellas plumas.

En Detroit llueven gallinas.

Detroit no es una metáfora, sino una realidad palpable. Algo que suda y sangra y vomita, acurrucado en un portal, con tiritona y una aguja clavada en el brazo. Quizá un destino, una sobredosis del mundo moderno o un lugar de vacaciones ideal para enfermos terminales o de­sem­plea­dos, véngase usted una temporada a Detroit y tráigase a su familia, con todos los gastos pa­gados, verá qué bien, nosotros le invitamos. ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? No­so­tros, ya sabe usted, la Marca, la única que existe, para la que todos trabajamos de un modo u otro. Usted y yo, por ejemplo. Todos nosotros. La Marca Única. Por lo demás, no hay metáforas, la metáfora no existe, todo es atroz­men­te literal.

Un tren. Acaba de pasar un tren, impulsado por un largo pitido. Noto en el suelo la onda vibratoria que sube hasta mis rodillas, coquetea con la tapa de la tetera, con las hojas del té ya frías, la carpeta con mis anotaciones, recortes de periódicos, informes médicos, dibujos y mensajes enviados por los niños desde tan lejos, ahora, con su caligrafía gorda de colorear monstruos. Hablan mucho de monstruos, de cómo son los monstruos, papi, de si los monstruos planean atacarnos o no, papi, con sus naves espaciales y sus ojos que echan chorros de rayos gamma, y en qué momento. Su nueva casa les gusta, dicen, porque desde un rincón del piso de arriba pueden ver un triángulo de arena en el que hacen caca los perros, y eso les en­tu­sias­ma. Que un perro haga caca en la vía pública, a la vista de todos, eso es algo fabuloso. Mi exmujer va a casarse de nuevo. Eso pone el mensaje. Ellos tendrán pronto –o tienen ya, no lo sé– un nuevo padre. Dos padres. Un padre duplicado. El otro y yo. No me lo esperaba, soy re­por­te­ro grá­fi­co, cazador de fotos, carezco de ima­gi­na­ción para in­ven­tar­me nada.

Ni siquiera monstruos. 

Detroit y yo. Ambos somos tan reales. Una foto. Demasiado reales, diría. Existimos aquí y ahora, en este punto concreto del universo. Desde el espacio un satélite nos podría fo­to­gra­fiar, re­trans­mi­tirnos en directo a cualquier rincón del globo. Todos estamos en todos lados, ahora, sin necesidad de movernos; milagros del yo tecnológico. Todos estamos en parte tristes, en parte alegres, en parte solos. Otra foto. Y otra más. Un avión desovando bombas. Estatuas gigantes de Buda en medio de la selva en llamas. Cientos de rostros, de manos, de eya­cu­la­cio­nes, una ola humana que crece y palpita, con su cenefa de espuma sucia, hasta desbordarse; una calle de Beirut con bi­ci­cle­tas y mariposas, la posibilidad de ser feliz o desgraciado en cualquier sitio, la alegría de un río, la soledad de la viuda, los zapatos del muerto colocados con todo cuidado encima del ataúd. Alguien (pero, ¿quién?) tuvo la de­fe­ren­cia de abrillantarlos hasta el mareo, se tomó la molestia de anudar los cordones en lazadas virtuosas, medir la distancia exacta desde las punteras hasta los bordes del féretro, para que quedasen simétricos, todo tan calculado y perfecto que casi entraban ganas de gritar. Y allí quedó expuesta, en el centro de la capilla ardiente, entre gimoteos de plañideras, aquella obra maestra de la ciencia fu­ne­ra­ria: los zapatos de un hombre muerto en­ci­ma de su ataúd.

Pregunta: ¿cuántas palabras se necesitan para nombrar la perplejidad? ¿Cuántas?

Titular: las autoridades chinas han decretado oficialmente que los baños públicos de Pekín no podrán tener más de dos moscas.

Hasta dos moscas es legal. Una más, y a partir de ahí se extiende el territorio convulso de la ilegalidad, los sobornos, las delaciones, el crimen.

Raro.

Se enciende. Se apaga. Se enciende. Se apaga. Así, durante cerca de media hora, o más. Vaya, los vecinos de enfrente deben de estar practicando (se enciende) alguna clase de juego con los interruptores de la luz que (se) desconozco (apaga).

Se enciende.

En el colegio, una vez, a los once o doce años, me hicieron repetir curso, porque dijeron que iba demasiado adelantado para mi edad. Adelantado, yo. Lo dijo el supervisor enviado por el ministerio de Educación y Cien­cia, un hombre calvo, atildado, con gafas de miopía de pasta y media sonrisa manchada de café con leche, traje de pana de bolsillos abultados, semibarba semisucia, labios libidinosos, después de ins­pectorear un rato mi expediente y me­ro­dear por allí, olfateándolo todo, abriendo y cerrando ar­chi­va­do­res, como un lobo pálido. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo tímido, encoge un hom­bro, se rasca una rótula (la derecha, si mal no recuerdo) y a continuación no cede. Se man­tiene firme, rocoso, ana­creón­ti­co, tras negarse a firmar aquel acta: no y no. Yo no. No firmo eso. Que no. Yo no dicto las leyes, sino que me limito a cumplirlas: las leyes me dictan a mí. No es culpa mía, ni de nadie, la normativa es la normativa y uno no puede saltársela. ¿Cómo po­dría­mos vivir sin la normativa, quiere decírmelo usted? Yo no podría, ni nadie. Fija en mí sus ojos de color ladrillo. Aparta el papel con asco. No es nada per­so­nal, no me juz­ga él, que es un simple delegado, sino la Educación y la Ciencia.

Tampoco era una metáfora, claro. La Educación y la Ciencia me apuntaron con sus ín­di­ces majestuosos y dictaron su sentencia: tú no.

El cosmos giró y me dio la espalda, dejándome abandonado en aquella esquina precisa. El supervisor me dio, al salir, un cachete místico en la mejilla, de falsa complicidad, y eso fue lo peor de todo. Lo más humillante. Un paso atrás. Una mancha en mi expediente. La huella ino­por­tu­na de un pulgar en la tarta.

Conclusión: repito curso.

Se apaga.

Hubo, pues, que retrasar los relojes y volver al pasado, a la edad media, vivir o revivir de nuevo lo que ya había vivido o semivivido antes. Me obligaron a camuflarme de repetidor para aprobar de nuevo un curso que ya tenía apro­ba­do. Entré en la noria de las repeticiones, las duplicidades y los si­mu­la­cros. Otra foto. Aburridísimo, entre alumnos desconocidos que no sabían mi nombre y se dirigían a mí llamándome Fer, Fido o tú, ese de ahí. Lejos de mis amigos de la ruta escolar, a los que tuve que renunciar a la fuerza, se­pa­rar­me de ellos y no volví a ver, solo de lejos, de vez en cuando, en el recreo, con pena y bo­ca­di­llos, ya éramos otros.

En el aula: bostezos lacrimógenos, el tedio hecho migraña, los techos cada vez más bajos, los suelos cada vez más altos, hormigueo en las piernas, la misma solución al mismo pro­ble­ma de álgebra o religión, las sem­pi­ternas bata­llas per­di­das o ganadas por los mismos re­ye­zue­los borrosos a lomos de corceles con crines de óleo, cuánta mono­to­nía, qué horror, el Tigris y el Éufrates, la du­pli­ca­ción arbórea de las monocotiledóneas.

Entonces fuera, en el patio, ocurrió algo: estalló la primavera. Floreció un almendro. Poco después otro almendro, contagiado, relajó con suavidad su puño blanco. La pelota de ba­lon­ces­to se quedó congelada en el aire, inmóvil, sus­pen­di­da en la duda eterna de encestar o no en la canasta. Y allí sigue.

Quién sabe qué hubiese sido de mí sin repetir aquel curso. Ahora podría ser abogado. O detective. O teniente coronel. O controlador aéreo. O escritor. O escritora. O padecer agora­fobia y estar soltero y sin hijos. Me perdí un montón de cosas, algunas interesantes y otras no tanto.

Siempre es así. Una nimiedad lo altera todo, un detalle del tamaño de un alfiler es suficiente para mostrar las discontinuidades en el tejido de la realidad. Algo chirría, un breve corte de luz, nada, una recolocación de las moléculas de ozono, una frase de más o de menos, un cambio de billetes de última hora, un ma­len­ten­dido ridículo, una broma desafortunada a nuestro jefe (aquel martes nos levantamos ariscos), parece que no tiene importancia y sin embargo ahí comienza el primer paso que nos conducirá, andando el tiempo, tras una larga cadena de tropezones, nuevos errores y fal­si­fi­ca­cio­nes de pruebas, a terminar empuñando una pistola en una sucursal bancaria, publicando una novela o vo­cean­do klínex en los se­má­foros.

A partir de cierto punto, todo es descenso.

En los últimos tiempos ni siquiera dormíamos juntos, demasiada intimidad, lo hacíamos en habitaciones se­pa­ra­das, cada uno en un extremo del pasillo, disimulando, por los niños, fingiendo que todo iba bien a pesar de que, desayunos en familia, ¿te sirvo más zumo? Una vida pequeña, sin sobresaltos, de cotizaciones sociales y arroz hervido, sostenida por la arga­ma­sa del ahorro y la moderación en las costumbres. Un destino previsible, sellado, de cuando en cuando un zarandeo interior, apenas un zumbido de la sangre correteando por las arterias, ¿hay alguien ahí? Y nunca pasa nada. Y de pronto ocurre algo que desestabiliza el cuadro y raja los interruptores de la luz. Todo es distinto. La fruta sabe a prodigio. Huele a tormenta. La pata de cabra de la motocicleta ya no sujeta nada. Antes de que nos demos cuenta, ya le hemos dado la espalda a todo eso. Estamos hablando solos, en un cuarto con cicatrices. Un escritor debe hacerse cargo de su propio relato. Tus padres en contra, tu pareja en contra, tus hijos en contra, tus amigos en contra. Tú sigues adelante. Escribir es siempre una traición. 

Y aquel supervisor del ministerio de Educación y Ciencia, por qué me acuerdo tanto, cualquiera sabe qué habrá sido de él, con su calva y su media sonrisa manchada de café con leche, miopía destellante de las gafas, encogimiento de hombros, semibarba semisucia, picor en la rótula (derecha). Le atro­pe­lló un autobús al salir del centro escolar, aquella misma mañana, y murió al instante.

No lo vio venir. Fue un escándalo de luz, que le cegó. Cruzó la calle sin mirar a los lados, y aquel festín de dolor y hierros se precipitó sobre él, aniquilándolo. Cristales en el pelo, gafas rebotadas y gomosas estirándose indefinidamente. El conductor del autobús se saltó el se­má­fo­ro. No fue culpa de nadie. Fue culpa de todo el mundo. Más tarde alguien (pero, ¿quién?) colocó sus zapatos encima del ataúd. Simétricos. Dos pequeñas jaulas de tiempo y pasos. Esa foto.

Te visten con traje y corbata negros, te peinan duro y apretado, hoy vas a ver a tu primer muerto real. Aprendes una nueva palabra: sepelio. En la boca, cuando la pronuncias, tiene la textura car­no­sa y ligeramente grasa de una patata cocida, pelada.

No fue así: retiro lo dicho. Falleció de viejo, mucho más tarde, en una residencia de ancianos, sin acordarse de nada, ahogado con un hueso de aceituna. Murió sin molestar a nadie, a una hora cómoda para todo el mundo. En otra versión de la historia, todavía vive. Yo, que escribo esto, le permito seguir viviendo, tantos años después. Consigo que salga de su tumba, con su hueso de aceitu­na bailándole en la mejilla, y recupere el aliento, el lenguaje es capaz de eso, de lo imposible, levántate y anda. Aprovecha la ocasión y huye, sal co­rrien­do, supervisor, no te detengas. Vive. Cambia de pro­fe­sión, de país, de sexo, hazte músico ca­lle­je­ro o madre superiora. ¿No sería Dios, aquel hombre? O al menos una es­pe­cie de subdios de tercera categoría, enviado para ocuparse de todo el papeleo pendiente. Aquel funcionario tenía la ex­clu­si­vi­dad de las palabras. Podía con­se­guir que el reloj detuviese sus manecillas con solo chasquear los dedos. Podía duplicar, si así se le an­to­ja­ba, los cursos. Podía separar amigos, disolver fa­mi­lias, alborotar calendarios. Podía enviar niños al pasado (y quizá tam­bién al futu­ro), en misiones de­li­ran­tes, como astronautas del tiempo.

Un niño es demasiado tiempo.

Tres moscas chinas en un baño público son demasiadas. Sobra una.

Respuesta correcta: para nombrar la perplejidad se necesitan muchas palabras. Todas.

Quemarlo todo.

Oh boy oh boy oh boy.

Se enciende se apaga se enciende.

Ahora tengo una casa propia en Detroit, regalada por el gobierno. Una casa amarilla, regular, sin cimientos ni calefacción ni agua corriente. La bomba de calor está en el sótano, pero no conviene encenderla por precaución. Just in case. No es tan malo como puede parecer. Me distraigo oyendo pasar el sonido antiguo de los trenes, ninguno de los cuales para. Los trenes que uno oye pasar a lo lejos nunca son los que paran; solo paran los otros. Respiro plumas, que flotan en el aire dulzón. Siguen lloviendo gallinas. En el buzón del patio, atra­gan­ta­do con la ho­ja­ras­ca pro­pa­gan­dís­tica de clínicas de desintoxicación y control de plagas, figura un nombre medio ilegible, el del anterior pro­pie­ta­rio, que no logro des­ci­frar. No es asunto mío, y quizá no sea el de nadie. En­tre­cerrando los ojos, bajo la luz de barniz llu­vio­so de las cuatro de la tarde, podría distinguirse Fer, o Fido o cualquier otro. Así y todo, es una casa. Cuatro paredes. De mo­men­to no puedo aspirar a nada mejor, ya digo. Y está en Detroit.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Despedida sin marcha

22 de diciembre de 2016 09:28:58 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abre los ojos para no ver nada.

Un niño que aún no la tiene,

se ha quedado sin lengua. Mira. Abre

los ojos. Y los cierra, sin idioma.

La enfermera le limpia, le retira

el pañal húmedo.

Un niño que su cuerpo no conoce,

que no sabe moverlo,

un coágulo con el que desaprende.

Abre los ojos para mirar nada,

sin respuestas, sin reconocimientos.

El oxígeno burbujea, único

lenguaje en el silencio

del cuarto. Y si los cierra

deja hueca la realidad,

desamparada.

Quién seré yo, al que aprieta

su mano, al que sus ojos nada dicen.

Qué será este lugar donde no ha entrado

por su pie. Tiempo que no le acoge.

Se presenta el neurólogo de guardia.

Quién seré yo que hablo

por lo que no consigue ni escuchar.

Yo, que oigo razones, diagnósticos, y digo

que entiendo sin entender.

Cuando abre los ojos y los cierra.

Un niño abandonado por su padre.

Que soy yo. También padre, ahora,

de mi padre.

Escrito en Lecturas Turia por José Ángel Cilleruelo

Ventanas

22 de diciembre de 2016 09:22:36 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son una ventana abierta al mundo. 

 

El racimo de una región. Un cielo diletante.

La mandíbula del horizonte llenándose como un vaso.

 

Las nuestras antes estaban

hechas de madera vieja;

responso tonto del bosque,

ajuar poroso y podrido, una

rutina de corteza seca día a día perdiendo centro.

 

¿Te acuerdas de cómo se las podía horadar con la uña del dedo meñique?

Mira que te he hablado veces de la conciencia.

 

Cáscara del castaño, quillas de nuestro asombro.

 

Este es el cristalino de la casa ungido por la transparencia.

Pulguitas de luz repican en los marcos.

 

A veces teníamos que poner un tope

improvisado para mantenerlas abiertas.

O no cerraban bien,

y el viento entraba silbante y violador por una grieta

hasta el puro hogar de nuestras casas.

 

¿Cómo prescindir de ellas? ¿Cómo estar sin estar?

 

Por eso ahora sonreímos felices, satisfechos,

emprendimos reformas e instalamos por fin las radiantes, las inteligentes

nuevas ventanas.

Como pájaros oscilobatientes encajan, reverencian.

 

Se abren para dentro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

Julián Sorel a orillas del Ebro

22 de diciembre de 2016 09:17:40 CET

Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

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