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Muerte y futuro de Gracq

27 de enero de 2017 12:29:16 CET

Ha muerto Gracq, me dijeron. Yo estaba en París, en el café Bonaparte, cuando supe que había muerto Gracq aquella misma mañana. En un primer momento, a pesar de la edad del escritor, 97 años, permanecí incrédulo ante la noticia. Yo acababa de llegar aquel mismo día a París y no podía creer que, a las pocas horas de volver a estar en aquella ciudad, se hubiera muerto Gracq, precisamente el escritor sobre el que en mi casa de Barcelona, poco antes de subirme al avión, acababa de escribir un texto de homenaje que había enviado al suplemento Babelia. Ahora tenía que pensar a Gracq de una forma ligeramente distinta. Lo imaginé inmortal. Recordé que, en A lo largo del camino[1],  Gracq decía que lo que llamamos inmortalidad no es a menudo sino una continuidad mínima de existencias en biblioteca, capaces de ser movilizadas de vez en cuando para avalar la moda o el carácter literario de la época.

 

La continuidad mínima de existencia de la obra de Gracq en bibliotecas está sobradamente asegurada y sería una sorpresa que sucediera lo contrario, pues ya en vida era un clásico. Perdurará su genial El mar de las Sirtes[2], pero perdurará también sin duda su obra ensayística, ya que contiene opiniones sobre la literatura francesa que no pasarán de moda; son comentarios muy penetrantes, de una agudeza singular, en los que para los autores comentados tiene críticas, movimientos que reprobar, pero también palabras de admiración que componen fragmentos que respiran una pasión por la literatura difícilmente igualable. Gracq comunicaba pasión por la lectura. Tiene precisamente comentarios muy perspicaces acerca del arte de la lectura y las diferentes variantes del mismo: “Es divertido pasar del Diario de Gide a los Cuadernos de Valéry: de un espíritu que sólo se anima con sus lecturas a otro a quien la producción mental ajena ofusca, y que sólo admite a título de corroboración –muy a menudo indeseada- de su propio pensamiento. Quienquiera que piense, y piense al margen de él, lo arremete: es de aquellos para quienes los libros de los otros invaden por naturaleza su espacio vital propio, y sienten la concreción de un pensamiento ajeno como una medio insolencia”[3].

 

Como lector, Gracq estaba mucho más próximo a Gide, por supuesto. Aunque  inmensamente crítico con lo que leía, era generoso. Era un cazador de fragmentos que intuía que podían describir en su esencia misma la poética de un escritor. Así sucede, por poner un solo ejemplo, con un fragmento de Valéry Larbaud en Gaston d´Ercoule, que a Gracq le parece más que suficiente para comprender la naturaleza de la escritura feliz de ese autor: “Estación, en una tarde de verano: el mundo abierto de par en par y tranquilo y luminoso en los extremos de la bóveda”.

 

No se puede estar más alegre y abierto al mundo que Larbaud en ese fragmento. Como lector, al igual que Gide, Gracq también estaba extraordinariamente abierto al mundo. Es la antitesis del lector egocéntrico y avaro;  de Paul Valéry a fin de cuentas. A éste le definió así: “Sombrío exclusivamente mental que se desarrolla a partir de un pensamiento esencialmente fragmentario, parecido a esas soberanías desmigajadas y dispersas del antiguo Sacro Imperio, para las cuales cualquier masa estatal limítrofe significaba peligro”.

 

Al “sombrío exclusivamente mental”, Gracq oponía la apertura al mundo de Gide o la alegría de Larbaud, ambas procedentes de su escritor posiblemente más admirado y que a mí me parece que era Stendhal, de quien nos dice: “No tiene maravillas concretas, mientras que un Huysmans sólo tiene de éstas. En la página de Stendhal hay diez veces menos que espigar para el discurso francés de un candidato que en la de Balzac o Flaubert; como novelista, sólo destaca por sus conjuntos, porque reside aproximadamente en su movimiento (siempre ese allegro del que hablaba el otro día, verdaderamente, en toda la extensión de la palabra, vivace: ser sensible o no, es casi una cuestión de ritmo mental, de longitud de onda íntima: el alegro de Mozart me parece tan excesivo como me alegra el de Stendhal”[4].

Esa justa medida de la alegría de Stendhal es la que complace a Gracq, sospechamos que rendido metafóricamente siempre ante la alegría contenida, pero general, de su maestro. Es como en el amor. Podemos amar detalles, pero cuando amamos el conjunto, amamos su alegría y ritmo generales, estamos sin duda perdidamente enamorados, no hay disimulo posible.

 

La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque[5], por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq[6] . Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.

 

Fueron días felices, de prólogo lento y jamás tan disfrutado.  Desde el balcón de mi cuarto de albergue se divisaba toda esa zona boscosa que es el escenario de la búsqueda interior del joven oficial francés Grange en Los ojos del bosque. Estaba yo bien cerca de los lugares donde transcurría la acción de esta novela que  Gracq  había publicado en 1958 y  que fue  la última de las suyas, pues tras ella se desvió del camino narrativo adentrándose en sus cuadernos de notas y en otras obras fragmentarias de orden ensayístico.

 

Allí en las Ardenas, en mi balcón sobre el bosque, descubrí o confirmé (ya no recuerdo) que en su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en definitiva, en  ese “dejadme en mi rincón y pasad de largo” que Gracq atribuía a su ascendencia vendeana, se oían sin duda los ecos esenciales de Hölderlin y de Robert Walser; ecos  que, a fin de cuentas, convivían con los de los antepasados del escritor, aquellos hombres que vencieron, masacraron en sus tierras a las tropas de la Convención. De hecho, Gracq fue siempre un digno heredero de ellos, un gran experto en resistir a París. Basta recordar cuando en 1951 rechazó el premio Goncourt. Fue asimismo un superviviente y un resistente de la escritura desde su legendaria La literatura en el estómago, libro profético que avanzaba el circo mediático actual. Que no haya edición española de ese panfleto debe atribuirse a las perversidades del propio mercado. Ahí, en ese opúsculo, Gracq lo dice todo sobre lo que pasa ahora –ahora mismo- en el mundillo de la literatura.

 

André Bretón consideró surrealista a Gracq cuando éste en 1938  publicó El castillo de Argol[7],  su primera novela. Pero yo creo que esa alabanza hablaba más del tradicionalismo profundo de Breton que del propio Gracq, pues en realidad  el autor de  Los ojos del bosque  poco tiene  de experimental  y lo que traía a colación con su castillo de Argol era nada menos que la leyenda del Santo Grial, tratada con una sagrada seriedad que hoy desconocen los Dan Brown de turno.  Tal vez lo que revelaban los elogios de Breton era lo mucho que había en el surrealismo de clasicismo y  de feliz regreso al simbolismo medieval. Después de todo, para Gracq ir tras el Grial era, más que buscar un objeto milagroso, cifrar la esencia de la condición humana. Cifrarla fue siempre su objetivo y yo creo que la cifró, por ejemplo, cuando habló del vacío y del grito de la zumaya en la linde más cercana a los ojos de aquel bosque lleno de terrores ante el que me asomé yo durante unas semanas mientras escribía mi prólogo feliz.

 

Gracq ha muerto. Al releer recientemente El mar de las Sirtes, me ha parecido ver que esta novela se halla muy conectada con el aire de nuestro tiempo y alineada con lo más renovador de las tendencias narrativas de estos comienzos de siglo. No deja de ser sorprendente que esto ocurra con un libro que, cuando apareció en 1951, fue visto como una narración brillantemente anticuada, de un sublime clasicismo extemporáneo. Pero lo cierto es que, releída ahora, El mar de las Sirtes no sólo parece contener  la belleza extrema de la más absoluta modernidad, sino que, además, se diría que, cargada de la electricidad estática de una vieja biblioteca, esta novela se proyecta de forma inquietante, como el propio volcán Tängri de su séptimo capítulo, hacia nuestro futuro.

 

 Justo es reconocer que también yo la vi de forma parecida, como brillantemente anclada en el pasado, cuando hace unos años pude leerla por primera vez en la magnífica traducción al español de José Escué. Reconocí ya entonces muchas de sus virtudes (precisión verbal, rigor de la lengua y sintaxis implacable: formalismo de carácter esencial, donde la elaboración por medio de las palabras respondía a un fondo concreto, a un pensamiento, a una concepción muy elevada del arte),  pero  me equivoqué al creer que El mar de las Sirtes, por sus aciertos formales y sus ecos decimonónicos, sería estudiada en el futuro, en amable asincronía, al lado de las obras de Balzac o Stendhal.

 

Releída ahora, lo primero que me ha parecido ver es que  su método narrativo es sorprendentemente contemporáneo, pues acoge con hospitalidad variadas tendencias literarias que el autor absorbe, intertextualiza y transforma, lo que le relaciona, aunque sea sólo de forma oblicua, con ciertas técnicas posmodernas o, mejor dicho, borgianas de trabajo. Y es que El mar de las Sirtes no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros. Esto no hace más que confirmarnos que, como dice Gracq, el genio no es más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino más bien la enorme materia literaria que le precede.

 

En El mar de las Sirtes esta delicada operación con la materia literaria se ha hecho, por otra parte, fondeando en las aguas de la tradición más noble y más radicalmente revolucionaria de la poesía. Y ésta es una de las vertientes por las que entronca con lo más avanzado de las tendencias novelísticas actuales, porque seguramente la novela del siglo XXI poseerá altos registros poéticos, o no será.  Sospecho que Gracq es nuestro contemporáneo también en este aspecto. Es, ante todo, un poeta de la novela, como lo prueba el hecho de que Nerval,  Rimbaud y Breton vertebren El mar de las Sirtes confirmando, de pasada,  que escribir se relaciona raramente con un impulso plenamente autónomo: “El mimetismo espontáneo cuenta mucho: no hay escritores sin inserción en una cadena de escritores ininterrumpida”. 

 

De Nerval  extrae el lenguaje de la locura, de la libertad expresiva en su faceta más vagabunda, y encuentra en este autor una inyección omnipresente del recuerdo, “una canción del tiempo pasado que vuela y que se desarrolla a partir de las llamadas incluso más tenues de lo reciente como de lo lejano, y que no veo en ningún otro escritor”. Con Rimbaud le ocurre algo por el estilo, con el añadido de que es un autor que indefectiblemente siempre le sobrecoge y le fascina hasta el punto de caer hipnotizado bajo su influjo  de la misma manera que puede retenerle en su balcón durante horas una tarde de mal tiempo en Sion: “furor deshecho que se concentra virgen de nuevo,  inconcebible desencadenamiento de energía equivocada”. Y en cuanto a Breton lo esencial de la obra de éste lo halla en Nadja y su alma errante capaz de vivir acontecimientos previstos con anterioridad y de llevar al lector y al autor  por una realidad donde todo es insólito.

 

El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval y Nadja, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de El mar de las Sirtes. Cuando la percibimos ahora tan contemporánea, comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que provocaron sus innovadoras bacterias literarias entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días  –eran tiempos modernos- de 1951, el año en el que apareció el “anticuado” libro de Gracq y  fue premiado con aquel legendario Goncourt que rechazó.

 

Una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Syrtes y de la morosa espera que cruza  toda la trama de esta novela en la que Gracq nos va contando cómo se aísla el espíritu de la historia a base de concentrar el proceso que llevó a la explosión de una guerra, tal como él lo vivió antes de 1939. Y es que al  tiempo que nos cuenta todo esto, va dirigiendo sus espirituales pasos hacia una visión, más bien escalofriante, del terrorífico y estéril, tembloroso porvenir que a Occidente le espera. Porque ahí está otro de los aspectos que hacen tan actual a este libro. Percibe el futuro. Debido  a esto, la misma novela es una sorprendente aproximación a  lo que nos está sucediendo ahora, es la narración  de una espera y  el anuncio de una renovación que nunca llega, una historia de iniciación, y naturalmente la oscilación entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del relato en sí, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo. Esa  gloriosa afirmación no hace más que confirmar que nos encontramos ante un libro excepcional sobre nuestro presente, un libro que quizás estemos comenzando a poder leer hoy, puesto que nos habla, a través de su  noble y moroso palabreo intertextual, de nuestra veneciana  decadencia de ahora.

 

Y si digo veneciana es porque la trama, que sirve de pretexto para intentar descifrar y aislar el espíritu de la historia   se ocupa de un imaginario lugar, el señorío de Orsenna, que es una especie de Venecia en los días de su ocaso final y dónde  el héroe rompe con su vida fácil y pide ser destinado al sur, en la línea fronteriza de las Sirtes, descubriendo allí una guerra olvidada entre dos estados ficticios, enfrentados desde hace siglos por motivos que ya ni se recuerdan. Esta historia de El mar de las Sirtes  posee una trama tan lenta como el atardecer terrible de una civilización de antiguo esplendor, ya apagándose. Estamos ante una novela de la inactividad y  de la ensoñación solitaria y de un contagio nebuloso entre la trama y el estilo.

 

La trama se arrastra detrás del estilo, que avanza a zancadas. Y es en el fondo una trama de luz fría y terriblemente moderna,  importando poco si es  ficción o realidad, verdad o mentira. Muy especialmente con libros como el de Gracq  poco importa resolver esa trasnochada disyuntiva, y digo trasnochada pues, a fin de cuentas,  la tarea de la literatura ha sido siempre ocuparse del sentido y no de la verdad, y esto que digo es algo que no por casualidad parece que sólo tienen  realmente presente los narradores de vanguardia de estos  principios de siglo XXI.

 

Por literatura de percepción  no entiendo una literatura profética, porque ésta es algo muy distinto y sin duda nada interesante.  Por El mar de las Sirtes  lo que fluye es  una extraña retahíla de iluminaciones de estirpe rimbaudiana, algo así como una gran sabiduría de percepción del futuro, en la línea de un Kafka, por ejemplo. Como se sabe, uno de los aspectos más seductores de la literatura se encuentra en el hecho de que algunas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta; un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de avanzarse. Kafka fue un buen ejemplo de esto porque percibió hacia donde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka vio el panorama más allá en la evolución. Eso explica que le gustara tanto otro libro de marcado acento perceptivo, Bouvard et Pecuchet, donde hay ya un espléndido diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental. El libro de Gracq se sitúa en esta corriente de escritores con espejos que tienen la capacidad de adelantarse. Parece conocer el núcleo de nuestro problema actual: la situación de absoluta imposibilidad, de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político.

 

Hasta el siglo diecinueve, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser  central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo veinte, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles. Sus  mundos empezaron  a no coincidir uno con otro. Flaubert primero y Kafka después fueron los maestros  de esta sutil, decisiva inversión. Musil iba a ser el último de este brillante eslabón cerrándolo con su monumental obra abierta, El hombre sin atributos, donde presentaba un nuevo modo de narrar que se constituía en un permanente ensayo de la vida. Su obra cerró todo un ciclo de la narrativa europea,  y para algunos fue el último de nuestros novelistas, pues terminada la segunda guerra mundial, ya no quedó nada narrable en el continente. Hoy, en lo que entendemos por nuestro presente, ya puede decirse que no pasa nada, porque en realidad todo ya ha pasado, todo acabó. Ahí creo que habría que inscribir ese “Cela c´est passé”, que es una de las palabras clave de Rimbaud  y a la que el propio Gracq dice que no se le concede la atención que merecería.

 

 Esa calma y esas descripciones surrealizadas de paisajes que siguen  a todo eso que cesó podría ser el contexto en el que Gracq  sitúa la trama de su novela, cuya inactiva  acción  sucede en una especie de inmensa sala de espera que recuerda a una ciudad de antiguos esplendores como Venecia en los días de su decadencia final, o al mismísimo  apagado crepúsculo occidental de nuestros días. Y sí, en efecto. Todo eso estaría dando pleno sentido a que un escritor, tan consciente de la asimetría con el lenguaje político como Gracq, viviera durante tantos años apartado radicalmente. Para bien o para mal (probablemente para lo segundo), en Occidente el brillo y horror de otro tiempo se fue y todo ahora ya pasó. Toda la historia europea ha acabado por ser la historia de un gran vacío provocado por ese inmenso orgullo de pensar que, muertos los dioses, nosotros somos lo único  inmortal que existe. Ese extraordinario desafío nos llevó a la conquista del mundo. Y es que, como dice Félix de Azúa, un vacío tan grande nos provocó tal desesperación que inevitablemente terminamos por convertirnos en la cultura más guerrera que ha existido nunca. ¿Para qué? No lo sabemos. Es la nuestra una pura actividad sin fin, una enloquecida carrera hacia la nada. Y ese es  precisamente el paisaje moral y literario que  prefigura Gracq en su tan  perceptiva El mar de las Sirtes, publicada nueve años después de la muerte de Musil –sin que eso signifique más que eso: nueve años después-  y donde el género novelístico es abordado  como género supremo de la utopía y como instrumento idóneo para enseñorearse nuevamente de la irrealidad  en una época en la que –precisamente lo mismo que está sucediendo en nuestros días- la realidad está  perdiendo todo sentido si no es que lo perdió ya del todo.

 

 Toda esa atmósfera gracquiana alcanza en El mar de las Sirtes su cumbre máxima cuando, en el séptimo capítulo, vemos aparecer, fantasmagórico, el volcán Tängri, una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despega del horizonte. A veces esa memorable iluminación, esa imagen volcánica me evoca al propio Gracq  y su papel –creo que va a crecer después de su muerte-  en la historia de la renovación de las tendencias narrativas: “Allí estaba. Su luz fría irradiaba como un manantial de silencio con una virginidad desierta y constelada de estrellas”.

 

 



[1] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[2] J. Gracq, El mar de las Sirtes, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[3] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[4] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[5] J. Gracq, Los ojos del bosque, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[6] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[7] J. Gracq, El castillo de Argol,, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

En los últimos tiempos, las librerías se han llenado de textos que abordan el problema de la desigualdad. Fruto de las crisis económica y social por las que pasa nuestra sociedad, múltiples académicos han decidido aportar todo su saber en un tema que es recurrente en la literatura. Porque desigualdades siempre ha habido, aunque su presencia en las sociedades ha ido cambiando con el tiempo. Además, como veremos a continuación, muchos de estos trabajos no son sólo de autores españoles. Es decir, el resurgimiento de la desigualdad como tema de interés se ha producido más allá de nuestras fronteras. Pero, ¿qué dicen todos estos libros?

 

Antes de responder a esta pregunta, me gustaría dejar claras mis intenciones. El principal objetivo de este artículo es revisar algunos de los trabajos más relevantes que se han publicado en los últimos años sobre esta cuestión, con el deseo de animar al lector a que se aproxime a esta temática. Así, espero que tras leer estas líneas, algunos de los lectores decidan hacerse con alguno de los libros que aquí se citan y realizar su propia lectura crítica.     

 

Si uno va a un estantería de una librería cualquiera, descubrirá que la literatura sobre desigualdad tiene múltiples enfoques. Dicho en otras palabras, no existe una visión única de la desigualdad y está siendo abordada desde varias perspectivas. Así, algunos autores como Pierre Rosanvallon (La sociedad de los iguales, RBA, 2012) han preferido una visión mucho más filosófica e histórica de este tema. A lo largo de su trabajo, el historiador francés realiza un recorrido por las diferentes acepciones y significados que ha tenido la idea de la igualdad en nuestra historia. Junto a esta visión más “descriptiva”, en la parte final de su libro incluye un capítulo mucho más propositivo donde presenta su idea de  cómo debería ser la sociedad moderna. Para Rosanvallon, en la sociedad de los iguales la idea de igualdad tendría un significado mucho más ligado a la relación social entre sus individuos que un concepto de distribución igualitarista. Es decir, Rosanvallon hace hincapié en aspectos que van más allá de los meramente económicos, centrándose también en cuestiones como los derechos.

 

Desde luego que esta visión es tremendamente enriquecedora y relevante. El historiador francés recupera de alguna forma la idea de ciudadanía que presentó en su momento Thomas H. Marshall en su influyente texto: Ciudadanía y Clase Social (Alianza Editorial, 1992). Para este sociólogo británico, la idea de ciudadanía se construye sobre la consecución de tres tipos de derechos: civiles, políticos y socioeconómicos. Sólo cuando los alcanzamos podemos ser considerados como ciudadanos plenos.

 

Para ambos autores la igualdad sería algo más que la distribución de la riqueza: también afectaría a nuestras relaciones dentro de la sociedad con los demás ciudadanos y la adquisición de derechos. Es decir, un primer acercamiento al tema de la desigualdad dejaría de lado las cuestiones más economicistas para centrarse en la visiones más filosóficas y jurídicas de este concepto. El reciente trabajo de Rosavallon entraría dentro de esta perspectiva y permite construir una idea de la igualdad mucho más reflexiva.

 

El segundo conjunto de análisis son mucho más cuantitativos y su enfoque se acercan bastante más a la economía y a la sociología que a la filosofía o el derecho. No obstante, como señala Thomas Piketty en la introducción de su libro (El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, 2014), sería un error considerar al conjunto de las ciencias sociales como compartimentos estancos. Dicho en otras palabras, no podemos entender los datos económicos sin complementarlos con perspectivas históricas o análisis más sociodemográficos. Por ello, su texto es un recurrido por varios siglos de desigualdad. Su mayor valor añadido es haber sido capaz de medir la distribución de la riqueza y de los ingresos desde el siglo XVIII hasta la actualidad en una veintena de países desarrollados. A través de diversas técnicas estadísticas y tras un tedioso trabajo de investigación, Piketty nos presenta una foto de la desigualdad en los últimos 350 años. Además es una imagen muy completa, con datos muy novedosos que aportan una gran información.

 

Su evidencia empírica muestra una de las conclusiones más relevantes de su trabajo: en varias etapas de nuestra historia la acumulación de capital y de patrimonio ha crecido con más vigor que la economía y los ingresos. Estas divergencias en el crecimiento están detrás del auge de las desigualdades en las sociedades. Pero cada país ha seguido su propia trayectoria. De hecho, considera que no todos tenemos la misma capacidad de hacer crecer nuestro capital. Por ello, el aumento de la desigualdad no siempre se ha producido al mismo tiempo y de la misma forma en todas las sociedades y para todos los individuos. No obstante, Piketty sí que concluye que desde la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad nuestras economías han pasado por tres etapas claramente diferenciadas. Entre 1914 y 1945, los países desarrollados pasaron por una fase de gran destrucción de capital como resultado de las dos guerras mundiales. Esta etapa dio paso a una segunda fase y la sitúa en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo de tiempo las sociedades occidentales experimentaron una disminución de la desigualdad que se frenó en los años 70, que es cuando comienza la tercera fase. Así, en los últimos cuarenta años las diferencias sociales han vuelto a crecer de forma muy significativa fruto de una mayor acumulación de capital y riqueza frente a economías que crecían de forma mucho más lenta.

 

Estas tesis han generado una enorme controversia en el mundo académico y no han sido aceptadas siempre con el mismo grado de satisfacción. Algunas de estas críticas, como la que realizó el editor del The Financial Times, Chris Giles, se centraron en la construcción de la base de datos y las posibles incorrecciones que podía tener la parte más estadística. Piketty contestó a estas críticas con un extenso artículo, desmontando gran parte de estos argumentos.

 

Quizás el análisis más riguroso y crítico de la obra de Piketty aparece en el número de diciembre del año pasado en la revista: The British Journal of Sociology, que dedicó un número especial a analizar con detenimiento los principales argumentos del libro de Piketty. Los artículos aparecen firmados por académicos tan relevantes como Anthony B. Atkinson, David Soskice o David Piachaud. Me voy a detener en uno de ellos, el de David Soskice: “Capital in the twenty-first century: a critique”.

 

Soskice cree que el principal argumento de Piketty se fundamenta en dos supuestos un tanto débiles que no necesariamente funciona como el economista francés cree. El primero de ellos tiene que ver con el papel de los ahorradores. Según el modelo teórico que presenta el libro, los dueños del capital ahorrarán parte de sus ganancias para luego reinventirlas y así seguir aumentando su riqueza. Pero Soskice considera que este argumento no es plausible por dos razones. En primer lugar, la inversión no la realizan los ahorradores, sino los empresarios. En segundo lugar, en una etapa de tanta incertidumbre y débil crecimiento económico como fueron los años 80 y parte de los 90, ¿por qué los empresarios iban a invertir ante unas expectativas de bajo crecimiento? Es decir, desligar la acumulación de capital y la inversión del crecimiento de la economía como si fueran factores independientes no parece del todo correcto, especialmente en las últimas décadas.

 

La segunda crítica de Soskice se centra en el análisis “histórico” que hace Piketty del periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial. El mismo economista francés reconoce la vocación interdisciplinar de sus argumentos. Como se ha señalado anteriormente, Piketty considera que un análisis económico, para que sea riguroso, debe tener en cuenta más disciplinas además de la economía: historia, sociología, antropología, etc. En cambio, el modelo que presenta Piketty del periodo tras 1945 deja de lado aspectos tan relevantes como los cambios tecnológicos que pueden explicar tanto el crecimiento económico como la acumulación de capital. Es decir, el economista francés no presenta un relato completo de lo que sucedió en las sociedades desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX. Por ello, Soskice considera que los argumentos de Piketty son incompletos.

 

Una segunda conclusión que me gustaría destacar de este libro es la visión optimista del economista francés, quien cree que el avance de la desigualdad se puede corregir y para ello propone establecer un impuesto transnacional sobre el capital. Es decir, se trataría de gravar con una tasa el origen de la desigualdad. Pero lo cierto es que no deja de ser un voluntarismo difícil de traducir en una decisión política. Dicho de otra forma, no parece tan sencillo como Piketty cree la posibilidad de establecer este tipo de impuesto.

 

Pero al margen de todas las controversias, de lo que nadie duda es que El capital en el siglo XXI es ya una obra de referencia. Toda la controversia y lo ríos de tinta que ha generado lo ha convertido en un libro que seguirá dando que hablar. Seguramente pasará el tiempo y los científicos sociales seguiremos recurriendo a este texto a la hora de hablar de la desigualdad.

 

Dentro de esta perspectiva analítica hay una segunda obra que ha aparecido en los últimos tiempos y que sin poseer la misma riqueza empírica, analiza de forma muy brillante la misma cuestión. Se trata del trabajo de Branko Milanovic: Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global (Alianza Editorial, 2012). En los diferentes capítulos del libro el autor analiza las diferencias sociales entre personas, la desigualdad entre naciones y las diferencias socioeconómicas en el mundo. Para ello recurre a historias que resumen de forma muy gráfica muchos de sus argumentos. A diferencia del trabajo de Piketty, Milanovic ha escrito en realidad un ensayo. Pero su capacidad explicativa y su rigurosidad en el empleo de los datos también convierten a este libro en una obra a ser considerada en cuenta dentro de los debates sobre la desigualdad.

 

Finalmente, dentro de nuestras fronteras merece la pena citar tres trabajos distintos que ofrecen una perspectiva muy interesante sobre la evolución de la desigualdad en España. El primero de ellos fue publicado en 2013 por José Saturnino Martínez: Estructura Social y desigualdad en España (Catarata). Este sociólogo canario recorre a través de los distintos capítulos cómo ha cambiado nuestro país desde los años 70 hasta ahora en términos de clase social, ofreciendo además una perspectiva comparada. Para ello recurre no sólo a indicadores internacionales como el índice Gini o los informes PISA, sino que además utiliza los microdatos de las encuestas del Instituto Nacional de Estadística para presentar una fotografía lo más exacta posible de cuestiones tan relevantes como nuestro mercado laboral y sus diferencias internas o las desigualdades de género. La aportación de José Saturnino es doble. Por un lado, ofrece datos inéditos y difíciles de encontrar en otros trabajos. Por otro lado, muchas de sus explicaciones y argumentos a la hora de entender las desigualdades en nuestro país son en ocasiones contraituivos y novedosos.

 

El segundo de los trabajos es de próxima aparición en la editorial Catarata y ha sido elaborado por el sociólogo Ildefonso Marqués Perales. Su trabajo analiza una de las desigualdades más intrigantes y complejas que existen: la igualdad de oportunidades. Al igual que el trabajo de José Saturnino, el valor añadido de este texto radica tanto en la novedad de sus datos como de sus argumentos. Esta obra presenta cómo ha cambiado la igualdad de oportunidades en nuestro país desde los años 60 hasta ahora, cuestionando hasta qué punto vivimos en una sociedad abierta. Así, el trabajo muestra un retroceso muy evidente de la igualdad de oportunidades en España desde mediados de los años 90, aumentando de forma muy contundente el vínculo social entre padres e hijos. Es decir, el ascensor social, la posibilidad de cambiar de clase social respecto al punto de partida familiar, se ha debilitado en España especialmente en los últimos 20 años.

 

El tercero de los trabajos ofrece una perspectiva totalmente distinta. Se trata del Informe sobre la Desigualdad que elabora la Fundación Alternativas. Se trata de una obra colectiva donde en los diferentes capítulos se abordan cuestiones muy de actualidad relacionadas con esta cuestión. El primer Informe se elaboró en 2013 y ofrece análisis sobre el mercado de trabajo, el desempleo de los inmigrantes, las mujeres y los jóvenes o sobre la capacidad redistributiva de nuestras políticas sociales. Esta última cuestión merece una reflexión un poco más extensa.

 

Si en algo coinciden muchos estudios es que la capacidad de generar redistribución por parte de nuestro estado del bienestar es más bien reducida. Esto tiene mucho que ver con los componentes del gasto público, que benefician especialmente a los que se llaman insiders. Es decir, aquellos que tienen una posición más o menos cómoda en el mercado laboral disfrutan además de un generoso estado del bienestar. En cambio, los denominados outsiders, que suelen ser los colectivos más débiles de la sociedad (mujeres, jóvenes e inmigrantes), no sólo poseen peores condiciones laborales, sino que además el estado del bienestar es más bien parco con ellos. Es por esta razón por la que nuestro estado del bienestar tiene un alcance más bien modesto a la hora de generar igualdad.

 

El Informe de la Fundación Alternativas analiza de forma pormenorizada esta cuestión, presentando un estudio riguroso sobre aquellas políticas públicas que tienen una mayor capacidad de redistribuir la renta. Frente a éstas, también muestra los componentes del gasto público que son más bien limitados a la hora de generar igualdad.

 

En definitiva, la cuestión de la desigualdad ha generado un enorme interés en la literatura más reciente. Desde luego que el contexto por el que pasan nuestras sociedades ha ayudado a este interés. Es decir, es difícil entender el resurgir de los trabajos sobre la desigualdad sin detenerse en la situación económica por la que pasa especialmente Europa. Así, el contexto socioeconómico explica en gran parte porqué han aparecido muchas de estas publicaciones.

 

No obstante, sería una conclusión incompleta. Como se ha señalado anteriormente, la presencia de la desigualdad en las sociedades es algo que se viene observando desde el principio de los tiempos. Quizás no con la misma dimensión e intensidad que en la actualidad. Pero el porqué de las diferencias sociales, cómo seríamos capaces de corregirlas y qué consecuencias tienen para la sociedad en las que se producen han suscitado un enorme interés en cada momento histórico.

 

Seguramente, responder a estas cuestiones no sólo no tienen una única respuesta, sino que además todavía hay un gran margen para explorar nuevas políticas públicas. La evidencia empírica, aunque es rica, también tiene un enorme margen de mejora, tal y como ha demostrado el trabajo de Piketty. Por todo ello, es previsible que en el futuro sigan apareciendo nuevas publicaciones sobre desigualdad. Mientras tanto seguiremos debatiendo sobre cuáles son las mejores formas de combatirla, cómo se manifiesta la desigualdad en nuestras sociedades y qué grado de diferencias sociales son soportables para una sociedad. La desigualdad no es una cuestión menor. Si los individuos creen que viven en una sociedad injusta donde el mérito y su esfuerzo no se ajusta a los resultados que obtienen, es muy probable que sea el primer paso para la desafección y el rechazo al sistema político en el que viven. Es por ello que la crisis social por la que pasa nuestro país ha acabado generando en una crisis política. Aunque eso es otra historia….    

 

              

 

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Urquizu

  1. De vuelta a casa.

 

El 8 de septiembre de 1945 Isaiah Berlin viajaba con destino a Moscú. En el ambiente de la Europa que sobrevolaba todavía resonaban los ecos de la guerra mundial. Hacía tan sólo un mes que las hostilidades habían cesado en el Pacífico. La foto de la capitulación japonesa sobre la cubierta del acorazado Missouri y las imágenes de los hongos atómicos que habían arrasado Hiroshima y Nagasaki estaban grabadas en la retina de la gente. El mundo recobraba la paz pero no la ilusión. Se había perdido tanto que era imposible recuperar el optimismo. Ya nada volvería a ser igual y en el horizonte se presentían nuevas tensiones y dificultades.

 

Un día antes nuestro protagonista había aterrizado en Berlín. Entre las ruinas de la antigua capital del Reich de los Mil años había tenido la oportunidad de ver cómo los vencedores se miraban con recelo. Una especie de telón de odio se iba interponiendo entre los antiguos aliados según transcurrían los meses. ¿Qué se hizo de la camaradería vivida durante aquellos años de lucha contra el nazismo? Berlin había regresado a Inglaterra en la primavera después de pasar la guerra en Washington. Al otro lado del Atlántico desempeñó labores de información para el Foreign Office, ganándose una excelente reputación ya que los memorandos que firmaba habían sido altamente valorados por el ministro Eden y por Winston Churchill. De hecho éste había dicho que estaban tan bien escritos que cuando los leía tenía la impresión de disfrutar de un apasionante cuadro de los asuntos norteamericanos[1].

 

Prueba de la buena impresión causada fue el nuevo destino que se le había confiado en Moscú. Isaiah Berlin tenía la misión de sondear el estado de la disidencia rusa. Los británicos sospechaban que su situación estaba a punto de empeorar. Stalin había aunado durante la guerra los esfuerzos de todos los rusos para arrojar a los alemanes del país. Tras obtener la victoria el panorama había cambiado. La Guerra Fría que se entreveía en el horizonte no iba a ser una guerra patriótica sino ideológica. Eso significaba que aquellos que no estuviesen al lado del régimen soviético pasarían a ser sospechosos de estar en su contra. La URSS se sabía mucho más poderosa que antes de la invasión nazi y se aprestaba a proyectar su fuerza después de que los acuerdos de Yalta le hubiesen atribuido el control de media Europa.

 

Isaiah Berlin intuía todo esto y le fascinaba el panorama que se abría ante él. Viajaba a las entrañas de un Leviatán revolucionario que estaba decidido a disputar a las democracias liberales el liderazgo del planeta. Con todo, la sensación de vértigo que le producía el viaje no sólo se debía a las circunstancias históricas y políticas que acabamos de describir. Para Berlin aquel destino suponía psicológicamente regresar al país en el que había nacido treinta y seis años antes. En realidad, si algo le atraía de todo aquello era afrontar la experiencia de reencontrarse con su pasado. Algo que le seducía pero que a la vez le inquietaba ya que no estaba exento de ciertos peligros, pues, a pesar del tiempo transcurrido seguía siendo básicamente un exiliado político.

 

Sumido en un amasijo de emociones confuso y desafiante, Berlin pisó por fin suelo soviético después de veinticinco años de ausencia. Lo hizo llevando una maleta repleta de ropa de invierno, puritos suizos con boquilla y unas botas para Boris Pasternak que las hermanas de éste le mandaban desde Inglaterra. Ya hemos dicho que tenía 36 años, a lo que hay que añadir que estaba soltero, tenía aspecto bonachón, veía las cosas con ojos de miope y lucía en la solapa de su biografía la brillante escarapela que le proporcionaba ser un profesor de Oxford que disfrutaba de poderosos protectores en el gobierno británico. Con esta aureola que envolvía la desnudez de su condición de judío nacido en Letonia antes de la revolución, Isaiah Berlin cruzó el control de pasaportes sin levantar sospechas entre los agentes de la NKVD. De hecho, como cuenta Ignatieff en su biografía sobre Berlin, lo hizo tan rápido y todo fue tan bien que “con su habitual buena suerte, llegó a Moscú a tiempo de asistir a una fiesta en la embajada, en la que hizo contactos que le abrirían las puertas de la comunidad artística rusa durante su estancia”[2].

 

Precisamente aquel primer encuentro con la intelectualidad le reveló nada más llegar lo que sospechaba: que detrás de la máscara amable del todavía aliado soviético se escondía el rostro de una tiranía amenazante. De hecho, a las pocas horas de aterrizar ya había sentido los latidos del miedo en el pulso de las conservaciones que intercambió con los invitados. Entre ellos estaban el director de teatro Alexander Tairov, el escritor Korney Chukovsky y Serguei Eisenstein. En todos había percibido lo mismo: una mueca disimulada de sufrimiento que los meses posteriores confirmarían. Pero no adelantemos acontecimientos. Dejemos a nuestro personaje sumergido en la penumbra del pesimismo que le transmitieron aquellos primeros testimonios de las víctimas de una dictadura que se había propuesto sojuzgarlo todo, empezando por la espontánea creatividad de los artistas. 

 

  1. Viaje a los confines de la Noche Cerrada.

 

Para Berlin aquello que había vivido en la embajada no era nuevo ya que suponía reabrir viejas heridas alojadas en la memoria. No hay que olvidar que había nacido en Riga, el 6 de junio de 1909, en el seno de una familia judía perteneciente a la secta heterodoxa de los hasidi. Su padre había sido un rico comerciante de mentalidad anglófila y de ideas liberales. La Primera Guerra Mundial hizo que la familia se estableciera en 1915 en la antigua San Petersburgo, viviendo en esta ciudad tanto la revolución como el derrumbe del gobierno de Kerensky y la toma del poder por los bolcheviques. De hecho, fue por aquel entonces cuando, siendo todavía un niño, tuvo la oportunidad de presenciar el primer ejercicio consciente de un acto de disidencia. Lo protagonizó el periódico liberal Día, que utilizó su cabecera para denunciar la creciente arbitrariedad del régimen leninista. Así fue rebautizándose con los nombres sucesivos de Tarde, Noche, Medianoche y Noche Cerrada, hasta que al cabo de cinco días de utilizar este último nombre fue cerrado definitivamente[3].

 

Y aunque en 1921 abandonó el país con su familia, lo cierto es que el ambiente de opresión y arbitrariedad que había vivido hasta ese momento permaneció en el recuerdo, incluso después de instalarse en Inglaterra y adaptar completamente su mentalidad a la atmósfera de seguridad típica de la clase media británica. Producto de ella y de la formación recibida en Oxford mientras estudiaba Ciencias Clásicas e Historia Moderna, Berlin llegó a ser el primer judío que accedió a la condición de fellow en el elitista colegio de All Souls. Con estos antecedentes biográficos a sus espaldas, no es de extrañar que después de aquel primer contacto con el Moscú de Stalin, Berlin volviese a revivir la experiencia de aquella Noche Cerrada que tuvo la oportunidad de experimentar cuando el comunismo comenzaba a dar sus primeros pasos. Es cierto que aquellas impresiones de su juventud se habían relajado con el trato que había mantenido con sus colegas de Oxford, muchos de ellos comunistas. Al lado de ellos había mantenido largas conservaciones en el Pink Lunch Club mientras preparaba su estudio sobre Marx. ¿No había escuchado a Maurice Bowra y a Stephen Spender afirmar con ardor que la URSS era un faro de esperanza para las clases trabajadoras frente al capitalismo y las degradadas democracias burguesas?

 

Sin embargo, había bastado una sola noche en la Rusia soviética para desterrar cualquier atisbo de admiración hacia ella. Los días posteriores le convencieron de ello. Es más, estaba seguro de que si sus amigos hubieran podido acompañarlo por las calles de Moscú hubieran compartido también esta impresión. ¿Acaso no habrían experimentado la misma repugnancia intelectual que él mismo había sentido cuando vio en la “Biblioteca Lenin” cómo los estudiantes de doctorado tan sólo podían citar los libros que no habían sido previamente censurados?[4]. En aquellas circunstancias era evidente que la URSS no podía ser tenida como guía para nadie. Se había convertido en la patria de un dogma cuyos confines eran los de aquella Noche Cerrada que Isaiah Berlin había vivido cuando era niño.

 

Por delante tenía una estancia de varios meses y una misión que cumplir. Se sentía vigilado y percibía a sus espaldas el movimiento de figuras con gabardina que aparecían y desaparecían sin dejar rastro. Aquello era incómodo pero por el momento no pasaba de ahí. Tenía que ser capaz de fotografiar con la misma habilidad que había mostrado en Washington la atmósfera de miedo que se palpaba a su alrededor. Sabía que era cuestión de tiempo, aunque lejos estaba de sospechar que lo haría provisto del rostro inesperado que ofrece el amor.    

 

3. Relatos de Moscú.

 

Durante las semanas siguientes Isaiah Berlin no sólo hizo su trabajo cotidiano en la cancillería, sino que visitó a su tío Leo, un hermano de su padre que era profesor de Dietética en la Universidad de Moscú, así como a otros parientes que vivían en la ciudad. Con ellos compartió noticias y disfrutó de algún que otro momento entrañable a su lado. Pero no fue hasta principios de otoño cuando pudo por fin cumplir el  encargo que le habían hecho las hermanas de Boris Pasternak. Lo hizo una tarde luminosa y de temperatura inusualmente cálida. Se desplazó en tren hasta la dacha en la que residía el novelista a las afueras de Moscú. El ambiente en el que se desarrolló el encuentro parece sacado de una obra de teatro de Chéjov. Tuvo lugar en el porche del jardín y propició las confidencias de los protagonistas. De hecho, al poco de hacerle entrega de las botas que le mandaban sus hermanas, Pasternak recordó que no las veía desde hacía diez años, cuando viajó a París para asistir al Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura que había organizado André Malraux. De repente, y como si pensara que no tenía mucho tiempo antes de que el profesor inglés que había ido a verle se fuera, evocó aquellos días del mes de junio de 1935:

 

-         Ilya Ehrenburg me entregó el discurso que tenía que leer, dijo Pasternak, y yo me negué a hacerlo.

 

Después siguió hablando. Describió la sala donde se celebrada el Congreso y cómo sus palabras habían caído como un jarro de agua fría sobre la ardiente militancia comunista de la mayoría de los asistentes.

 

- No organicéis ninguna resistencia al fascismo, les había dicho. Los escritores debemos mantenernos al margen de la política…  

 

Berlin se imaginaba al novelista pronunciando aquellas palabras. Su voz sombría y melancólica tenía que haber conmocionado al auditorio. De hecho, había en su tono una nota de dolor y distancia que daba aún más fuerza expresiva a sus recuerdos.

 

-         Nadie parecía entender nada. Pero lo más desgarrador fue el momento en el que decidí no seguir hablando y permanecer en silencio.

 

En aquella actitud estaba dicho todo. El compromiso de Pasternak había sido personal. Colocaba a cada uno de los que le habían escuchado ante el reto de interpretar el porqué de todo aquello. Para Isaiah Berlin el testimonio de Pasternak demostraba que la historia no era algo inevitable. Incluso bajo la más férrea y opresiva de las circunstancias el hombre seguía conservando un papel decisivo en la formación del mundo histórico. Podía elegir sus propias metas y asumir las consecuencias de ello. ¿Por qué Pasternak había hecho lo contrario de lo que se esperaba de él? ¿Por qué había sido capaz de expresar de aquel modo su disidencia y de enfrentarse abiertamente con el estalinismo? La respuesta era clara. Porque quería ser Boris Pasternak y desarrollar una identidad propia que estuviera atrapada dentro de sus particulares fines y metas. Frente a lo que pensaba Marx, la vida humana no se sustentaba en una estructura de necesidad económica que, removida por la revolución, habría de traer una sociedad perfecta. Berlin había estudiado el marxismo y sabía muy bien que, como todos los monismos, fallaba también por su base: en creer que existían unos valores objetivos, universales, verdaderos e inalterables que podían ser sistematizados en un todo ordenado y coherente capaz de gobernar la vida de los hombres individual y colectivamente[5].

 

Pasternak demostraba con su conducta que no era cierta la tesis del materialismo histórico por la cual “la verdadera libertad sería inalcanzable mientras la sociedad no se tornase racional, esto es, mientras no superase las contradicciones que dan lugar a ilusiones que distorsionan la comprensión” del mundo y de su estructura, que para Marx y sus seguidores en la URSS estaba regida fundamentalmente por la necesidad económica[6]. En la actitud de Pasternak se plasmaba lo contrario. Se veía a un hombre que se resistía a ser un objeto natural casualmente determinado. Marx había transmutado la necesidad histórica en autoridad moral y Pasternak impugnaba esta lógica de raíz, pues, en la observación de su conducta se podía apreciar que la libertad no sólo seguía siendo posible sino que era antropológicamente inevitable. De hecho, el individuo nunca podía renunciar a tener que elegir. Precisamente en esta necesidad estaba el fundamento de su propia libertad, pues era una libertad agónica que estaba indisolublemente ligada a la conducta.

 

Con los años Berlin iría decantando esta visión de la libertad y dándole una nota cada vez más antropológica y agonista, especialmente a partir de sus lecturas de Vico y Herder. Con todo, en la actitud que había mostrado Pasternak en París ya se plasmaba a su entender el ejercicio de una libertad que estaba básicamente condicionada por unas raíces psicológicas tan profundas que escapaban a la lógica de cualquier carácter prescriptivo de tipo racional y monista. Los fines y las metas de Pasternak habían sido suyas. Tan suyas que después de desafiar al régimen soviético, había vuelto a Moscú para afrontar el desenlace que acarreaba su disidencia. ¿Se podía explicar aquello? Berlin pensaba que sí. Bastaba con asomarse al rostro de aquel hombre que tenía delante para comprenderlo. En su cara se refleja la identidad de un ser autocreativo. Alguien de cuya conducta no podía descubrirse ninguna estructura axiológica que fuese absolutamente intercambiable, por ejemplo, con la suya o con la que cualquier otra persona.

Berlin y Pasternak compartían ideas y valores, pero los fines que regían sus respectivas vidas eran un producto de sus conciencias particulares. Así pasaba con todos los hombres, que hacían esto o aquello de acuerdo con sus elecciones particulares. Las consecuencias que se desprendían eran inmediatas: se generaba un pluralismo valorativo que minaba la solidez de cualquier cosmovisión monista. Si cada hombre defendía internamente sus creencias por ser suyas, entonces, desaparecía un patrón superior que determinase objetivamente si eran correctas o incorrectas. De este modo, el monismo marxista que actuaba como el patrón metafísico que jerarquizaba el bien y el mal sufría también un cuestionamiento directo a través de la conducta que había mostrado Pasternak y, con él, aquellos disidentes que se habían enfrentado con el régimen soviético y que seguían haciéndolo.

 

De poco servían las férreas prescripciones que imponía el comunismo auxiliado por la violencia y la propaganda. Podía restringir la capacidad de elegir pero no impedía que la libertad siguiera su curso psicológicamente, y hasta desplegar sus efectos de forma secreta, tal y como tuvo la oportunidad de vivir el propio Berlin ese mismo día cuando, tras despedirse de Pasternak, emprendió el camino de vuelta a Moscú. Y así mientras esperaba el tren, una pareja de jóvenes trabaron conversación con él de forma inesperada. Había empezado a llover y los tres se refugiaron en una marquesina apartada. Allí hablaron de literatura y Berlin percibió que sus interlocutores mostraban un indisimulado entusiasmo por los literatos prerrevolucionarios. Cuando les preguntó si les gustaba la literatura soviética la respuesta no se hizo esperar: “¿Y a usted?”. Luego, comenzaron las confidencias y hasta las críticas al sistema. Finalmente cuando llegó el tren decidieron separarse. Hicieron el viaje en silencio como si nunca hubieran hablado entre ellos[7]. Sin embargo, para Berlin aquel incidente volvió a poner de manifiesto lo que había pensado durante su conversación con Pasternak. Que la disidencia estaba en cualquier sitio, oculta detrás de un ejercicio secreto de la libertad, pues como escribiría muchos años después: “Si la creencia en la libertad –que se basa en el supuesto de que los seres humanos tienen a veces la capacidad de elegir y que esto no se explica por completo mediante las explicaciones causales del tipo de las que se aceptan, digamos en Física o en Biología- es una ilusión necesaria, ésta es tan profunda y está tan adentro que no se la considera como tal ilusión. Sin duda podemos intentar convencernos a nosotros mismos de que estamos sistemáticamente engañados, pero a no ser que intentemos aclarar las implicaciones que lleva consigo esta posibilidad y cambiemos nuestros modelo de pensar y de hablar para tenerla en cuenta constantemente, esta hipótesis sigue siendo falsa; es decir, veremos que es impracticable incluso mantenerla seriamente si hay que tomar nuestra conducta como prueba de lo que podemos resignarnos a creer o a suponer, no sólo en teoría, sino también en la práctica”[8].

 

 

 

4. Destino Leningrado.

 

Los días posteriores a la visita que hizo a Pasternak estuvieron marcados por la monotonía de su trabajo en la embajada. Sus encuentros con él continuaron, aunque también frecuentó el trato con otros intelectuales, alguno de ellos miembro de la intelligentsia que era afín al partido comunista. Con todo, las numerosas tareas que le confiaban y las salidas nocturnas -iba al ballet, al teatro y a la ópera todas las noches- hacían que aplazase lo que para él suponía un destino apetecido desde que había llegado a Moscú: Leningrado, la ciudad de su niñez y de la que tan sólo le separaban unas pocas horas de tren. Finalmente la noticia de que las mejores librerías de viejo de todo el país se encontraban allí fue lo que hizo que removiese todos los obstáculos cotidianos que hasta entonces habían entorpecido su escapada.

 

El 12 de noviembre cogió el Flecha Roja que comunicaba ambas ciudades. El tren cubría el trayecto de noche y viajó en coche cama junto a una compañera del British Council, Brenda Tripp[9]. Tras tomar habitaciones en un hotel del centro, decidieron deambular por las calles de una ciudad que todavía mostraba las huellas del durísimo asedio al que había sido sometida durante la Segunda Guerra Mundial. Según cuenta la que fue su acompañante durante aquellos días, nada más llegar a Leningrado Isaiah Berlin fue presa de un ataque de nostalgia. Se trasladaron hasta la casa de su niñez y allí, de pie en medio del patio, absorbió la atmósfera fría y húmeda del lugar, rebrotando el pasado y las imágenes de unos años que nunca fueron del todo olvidados[10]. De hecho, como muchas décadas después reconocería, los ecos de los disparos que escuchó durante la revolución nunca se extinguieron en su memoria, ni el fragor de las huelgas, ni sobre todo los gritos que acompañaron al asesinato de un antiguo policía zarista que fue golpeado hasta su muerte por una turba que lo había reconocido por la calle[11].

 

Berlin había vuelto a Leningrado, y eso significaba explorar el abismo de su identidad. Por lo pronto suponía asomarse al que había sido muchos años atrás y, de paso, asumir la experiencia de tener que palpar la sustancia de un tiempo que había modelado su personalidad después de veinticinco años de acción. Desde que había vuelto a Rusia esta reflexión le había acompañado, pero al encontrarse de nuevo en la ciudad de su infancia resurgió con toda su viveza. Esto tenía una trascendencia especial en su caso ya que, como luego estudiaría de la mano de Vico, los hombres desarrollan sus particulares horizontes valorativos en contacto con un condicionante cultural que mediatiza la percepción que cada uno tiene de las cosas[12]. En su caso esto no era tan simple. No hay que olvidar que tras el exilio de su familia, Berlin había elegido una plataforma cultural distinta a la de su niñez, pues, nació ruso y se hizo inglés, aunque conservando su lengua materna ya que siguió leyéndola y, sobre todo, hablándola con otro niño ruso en el colegio[13]. Todo ello tuvo su reflejo en la compleja y poliédrica psicología de Berlin. Hasta el punto de afirmar éste -cuando ya era un anciano- que su compromiso personal nunca había sido con un concreto horizonte valorativo sino con varias constelaciones de valores que había seleccionado personalmente mediante el ejercicio de un voluntarismo que, en ocasiones, había sido radical[14].

 

Para el liberal que ya era Berlin por aquellas fechas en las que visitó Leningrado, aquel viaje fue una dura experiencia de introspección. Básicamente supuso la tarea de hurgar en los entresijos inconscientes de su personalidad con el propósito de explicarse a sí mismo o, si se prefiere, de analizar cómo había ido forjando su ser en función de una serie de elecciones radicales que le habían obligado a decidir entre inconmensurables. Quizá  por eso dijera dos décadas después cuando reflexionaba sobre la figura de John Stuart Mill que: “Para él, el hombre se diferencia de los animales no tanto por ser poseedor de entendimiento o inventor de instrumentos como por tener capacidad de elección; por elegir y no ser elegido; por ser jinete y no cabalgadura; por ser buscador de fines, fines que cada uno persigue a su manera, y no únicamente de medios. Con el corolario de que cuanto más variadas sean esas formas tanto más ricas serán las vidas de esos hombres; cuanto más amplio sea el campo de intersección entre los individuos, tanto mayores serán las oportunidades de cosas nuevas e inesperadas; cuanto más numerosas sean las posibilidades de alterar su propio carácter hacia una dirección nueva o inexplorada, tanto mayor será el número de caminos que se abrirán ante cada individuo y tanto más amplia será su libertad de acción y de pensamiento”[15].

 

De ahí que al volver a uno de los lugares en los que precisamente se evidenciaban más trágicamente las intersecciones que él mismo había experimentado a lo largo de su corta pero ya compleja biografía, no fuera de extrañar que tuviera la sensación de hallarse “suspendido entre el mundo tremendamente real del pasado y el irreal del presente”[16]. Leningrado suponía para Isaiah Berlin volver a los orígenes de sí mismo y confrontarse con aquel que había llegado a ser. La impresión debió de ser fuerte, pero no tanto como la experiencia que llegó a vivir unas pocas horas más tarde, cuando de repente el amor irrumpió en su vida a lomos de una pasión que vivió con tintes adolescentes.

 

5. Breve encuentro.

 

Al día siguiente de su llegada a Leningrado, Brenda Tripp e Isaiah Berlin decidieron iniciar su ruta por las librerías de viejo más afamadas. Casi al final de la perspectiva Nevsky descubrieron una que no figuraba en su lista y que estaba repleta de libros prerrevolucionarios. Su nombre era “Librería de Escritores” y la regentaba un judío que nada más entrar les invitó a pasar hasta el fondo del local, a una especie de habitación separada por un cortinón en la que se custodiaban los libros más preciados. Allí, entre primeras ediciones de Tolstoi, Dostoievski, Turguéniev y Gogol trabaron conservación con un crítico literario e historiador, Vladimir Orlov, que pronto les puso al día de cómo estaban las cosas del mundo artístico en la ciudad. Berlin preguntó por casualidad que había sido de los escritores más conocidos de Leningrado. Concretamente mencionó a Mijaíl Zoshchenko y Anna Ajmátova. La sorpresa vino a continuación. Zoshchenko estaba allí mismo, leyendo en un butacón medio desvencijado, pero el estado de salud del escritor era tan lamentable que sólo fue posible un simple apretón de manos. Más suerte parecía augurarle el nombre de la famosa poeta. Orlov le dijo que vivía muy cerca y que si quería podían hacerle una visita. Berlin se mostró encantado, pues aunque no había leído nada de ella, sin embargo, sabía por Maurice Bowra que era una de las voces más importantes de la poesía rusa y una mujer de leyenda, tanto por su talento como por su belleza, había sido amante de pintores y literatos, y amiga de Modigliani y de Ossip Mandelstam[17].

 

Una simple llamada telefónica franqueó el paso hasta ella. Brenda Tripp decidió volverse al hotel mientras que Berlin y Orlov iniciaron su paseo hasta el piso de Ajmátova. La tarde era gris y fría. Había empezado a nevar cuando llegaron a un antiguo palacio rococó situado a la vera del canal Fontanka. Allí, en el tercer piso vivía Anna Ajmátova con su ex marido, la mujer de éste y su hijo. Los esperaba en su habitación, que estaba desnuda de casi todo. Tres sillas, una mesa, un arcón y, junto a la cama, un boceto que le había hecho Modigliani durante su visita a París en 1911. Al verlos entrar se levantó majestuosa. Berlin se acercó y se inclinó como en los viejos tiempos ante aquella mujer que tenía veinte años más que él y que mostraba en el rostro y en sus gestos la desnudez del sufrimiento infligido por la tiranía a millones de víctimas.

 

Para Berlin esta relación trabada por casualidad fue “el acontecimiento más importante de su vida” porque a partir de él “concibió un odio hacia la tiranía soviética que iba a informar prácticamente todo lo que escribió en defensa del liberalismo occidental y las libertades políticas a partir de entonces”[18]. Lo que había estado buscando desde su llegada a la URSS había cobrado forma ante él. Anna Ajmátova era la expresión plástica de las penurias físicas e intelectuales de una sociedad que soportaba con estoicismo los efectos de una revolución que, sin embargo, había sido hecha para redimirla del pasado y sus injusticias. Por eso al escuchar su voz quedó atrapado por la fascinación que le transmitió alguien que lo había perdido todo pero que había sido capaz de sobrevivir en medio de todas las dificultades imaginables[19]. Ajmátova era, en realidad, la otra cara de sí mismo, pues, cuando él abandonaba Rusia en 1921, comenzaba para la poeta el itinerario de dolor que desde entonces nunca había dejado de acompañarla. De hecho, ese mismo año su primer marido, Nikolai Gumilyov, había sido ejecutado por conspirar contra Lenin. A partir de ese momento no pudo publicar y tuvo que ganarse la vida con traducciones y trabajando como bibliotecaria en un instituto agrario. Las sucesivas purgas ordenadas por Stalin fueron reduciendo el círculo de sus amigos e, incluso, su hijo desapareció durante un año para luego aparecer recluido en las profundidades del gulag siberiano.

 

Si Berlin hubiera permanecido en Rusia en vez de exiliarse probablemente hubiera compartido un destino semejante. Esta circunstancia fue lo que estimuló la empatía que desde el principio sintió hacia aquella mujer que no ocultaba sus heridas. En aquel primer encuentro, Berlin y Ajmátova hablaron de la guerra y de algunos poemas de ella. Fue una visita breve, que se interrumpió antes de tiempo por culpa de un amigo de Berlin que acudió a buscarlo desde el hotel en el que se alojaban[20]. Con todo, esta circunstancia no impidió que al día siguiente volvieran a verse y que esta vez el encuentro se prolongara hasta la madrugada. Fue entonces cuando la complicidad que había surgido el día anterior se transformó en algo más.

 

Mucho se ha hablado y discutido sobre la semana que compartieron Isaiah Berlin y Anna Ajmátova en Leningrado[21]. Baste citar ahora el poema que evoca uno de los momentos que compartieron juntos y que Ajmátova tituló En la realidad: “Y se fue el tiempo y el espacio se fue, / y de la noche blanca vi todo a través: / los narcisos en cristal en tu mesa, / y el humo azul del cigarrillo, / y aquel espejo, donde como en agua tersa, / ahora te reflejarías en su brillo. / Y se fue el tiempo y el espacio se fue… / Y que tú ya me ayudes tampoco puede ser”[22]. Más allá de la historia de amor que surgió al comienzo de la Guerra Fría entre un profesor de Oxford y una poeta perseguida por las autoridades comunistas, lo relevante de su encuentro reside en las consecuencias intelectuales que tuvo, especialmente para Berlin, ya que atribuyó a su pensamiento una beligerancia ideológica que hasta entonces se había mantenido latente o, si se prefiere, en un segundo plano. De hecho, esto se puso de manifiesto un mes después, a la vuelta de su estancia en Leningrado y tras enfrascarse nuestro protagonista en la composición de un memorando que reprodujo con precisión el estado en el que se encontraba la disidencia literaria e intelectual al comunismo.

 

6. Algo más que un memorando.

 

Isaiah Berlin ocupó el mes de diciembre en la redacción de un texto que remitió al Foreign Office. Llevaba tres meses en la URSS y su entorno de relaciones superaba con creces lo que se esperaba de él. A sus espaldas tenía ya una serie de experiencias e informaciones que le permitían emitir un análisis lo suficientemente documentado sobre cuál era el estado en el que se encontraba la intelectualidad rusa a finales de 1945. Su relación con Ajmátova había acelerado las conclusiones que hasta entonces venía madurando. Después de despedirse de ella y regresar a Moscú, se dedicó a escribir el informe. Quería ser concluyente y mostrar una imagen lo más precisa posible de la situación. No cabe duda de que consiguió este objetivo. Como señala Ignatieff al describir A Note on Literature and the Arts in the RSFSR in the Closing Months of 1945, el texto de Berlin logró transmitir a los lectores de Whitehall la sensación de que los únicos portavoces aceptables de la cultura rusa seguían siendo los miembros de una intelectualidad prerrevolucionaria envejecida, pero elocuente, “profundamente civilizada, sensible y exigente que no se dejaba engañar” por el régimen. En realidad, Berlin elaboró un memorando extraordinariamente ambicioso: una “historia de la cultura rusa en la primera mitad del siglo XX, una crónica de la malhadada generación de Ajmátova. Era probablemente la primera exposición occidental sobre la guerra de Stalin contra la cultura rusa”. De hecho, en cada una de sus páginas se advertía “la huella de lo que Ajmátova –y también Chukovsky y Pasternak- le dijeron sobre sus experiencias en los años de persecución”[23].

 

Para Isaiah Berlin, la URSS que conoció durante aquellos meses era una tiranía que proscribía la creación y toda manifestación de la libertad espiritual o personal. De hecho, la crítica al régimen o la disidencia tan sólo podían desenvolverse secretamente. La lógica totalitaria imponía una violencia homogeneizadora que estaba al servicio de una estructura social planificada donde los rasgos individuales no tenían cabida. La sociedad soviética no exteriorizaba ninguna pluralidad. Bajo sus leyes no había margen para poder elegir, ni siquiera a los amigos. Todo estaba férreamente administrado. La complejidad se laminaba a todos los niveles y no había margen de maniobra para esa diferencia que identifica naturalmente a los hombres. En la URSS no operaba la dinámica del pluralismo. Se gobernaba por un monismo que había decretado por la fuerza una cosmovisión total que daba respuesta a todas las preguntas, constituyendo un todo coherente que desterraba cualquier posibilidad de conflicto. Como le había reconocido Ajmátova durante una de sus conversaciones: “Usted viene de una sociedad de seres humanos, mientras que nosotros aquí estamos divididos entre personas y [verdugos]”[24].

 

En la URSS las metas eran colectivas y nada por debajo de ellas era tolerado. Bajo una estructura así, la indecencia institucional tenía sus consecuencias: la vulneración constante de una escala axiológica de valores fundamentales que llegaba incluso a la negación de la idea misma de humanidad. Al igual que había sucedido en la Alemania hitleriana, el comunismo había logrado introducir un sistema que proscribía sistemáticamente los derechos humanos. El objeto de sus instituciones no era otro que humillar a las personas e imponerles un espacio público dentro del que no pudiera darse nunca una coexistencia de valores que fueran dispares entre sí[25]. Desprovisto de un entorno de justicia razonable, el determinismo ideológico en el que se fundaba el marxismo había fijado un monismo que unificaba la existencia del conjunto de la sociedad. De este modo, en la URSS operaba una visión antropológicamente materialista que despreciaba todo aquello que no estuviera al servicio último del triunfo de la revolución. En realidad, era un formidable Leviatán que había sido capaz de edificar su poder sobre la base de un sufrimiento colectivo infligido a un pueblo al que se unificaba a la fuerza, o si se prefiere, a golpes de violencia, mentira y manipulación utópica.

 

Hasta aquí nada nuevo. En el fondo, Isaiah Berlin ya sabía todo esto después de haber estudiado durante casi seis años el pensamiento de Marx. Con todo, el paréntesis temporal que pudo vivir en la Rusia de Stalin a finales de 1945 y, particularmente, la relación que entabló con Anna Ajmátova, le descubrieron toda la crudeza que encerraba la práctica totalitaria en el que incurría el comunismo. De hecho, en Pasternak y, sobre todo, en Ajmátova, encontró cristalizado el testimonio de aquellos que padecían cotidianamente un régimen que no admitía discrepancias ni disidencias a la verdad oficializada mediante el terror y la propaganda. Gracias a la experiencia personal que cosechó de primera mano durante su estancia al otro lado del Telón de Acero, Berlin extrajo una conclusión que al cabo de los años llegaría a demostrar toda su certeza: que la batalla que la sociedad rusa libraba todos los días con su resistencia al comunismo impedía que éste fuese inevitable. ¿No le habían dicho Pasternak y Ajmátova que durante la guerra los soldados rusos se transmitían de memoria sus versos a pesar de que estaban prohibidos? Es más, ¿acaso los prisioneros del gulag no habían sido capaces de coser “los poemas de Ajmátova encuadernados con corteza de tronco de abedul” y llevarlos “consigo entre sus harapos”?. En todos estos hechos, pensaba Berlin, se ponía de manifiesto el deseo de mucha gente de hacer el esfuerzo de seguir viviendo de pie, esto es, manteniendo la orgullosa verticalidad que, según su amigo el poeta Auden, identificaba la esencia de la dignidad del hombre. Y es que detrás de cada uno de esos hechos estaba el deseo de elegir por sí mismo, de fijar unas metas que colisionaban frontalmente con las establecidas por el poder. Por eso, pensaba Berlin, “la cultura rusa” tarde o temprano “rompería algún día sus grilletes soviéticos” y sería libre[26].

 

Y es que para el que luego llegaría a ser un aventajado discípulo de Herder, el ideal de una sociedad perfecta estaba abocado al fracaso. Era, como explicaría después en Vico y el ideal de la Ilustración: “un intento de soldar atributos incompatibles: características, ideales, talentos, propiedades, valores que pertenecen a normas diferentes de pensamiento, acción, vida, y por lo tanto no pueden ser desprendidos y unidos en un todo”[27]. Su relación con Ajmátova lo había demostrado y el tiempo evidenciaría también la imposibilidad de que pudiera mantenerse la estructura monista sobre la que se sustentaba el comunismo. Quizá por eso mismo Anna Ajmátova escribió refiriéndose a sus encuentros con Berlin que: “No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”[28].

 

7. Despedida en forma de addenda.    

 

La tarde del 4 de enero de 1946 se vieron por última vez. Berlin había llegado de Moscú e iba camino de Helsinki. Volvía a Inglaterra y tomaba la ruta que siguió con su familia cuando se fueron al exilio. Había entregado ya su memorando y antes de abandonar el país quería despedirse de la mujer que había sido su primer amor. El encuentro fue breve, un intercambio de regalos y unas pocas palabras. Él le entregó un ejemplar en inglés de El castillo de Kafka y una antología de poemas de los hermanos Edith, Osbert y Sacheverell Sitwell que había sido publicada en 1930. Ella, a su vez, le regaló varios ejemplares de su poesía, todos ellos dedicados. Uno de los libros tenía incluso un poema que había compuesto expresamente para él. Su historia de amor quedó sellada con una despedida escrita en la que Ajmátova le decía a Berlin: “Sabes muy bien que no voy a celebrar / el día más amargo de nuestro encuentro. / ¿Qué dejarte en recuerdo? / ¿Mi sombra? ¿De qué puede servirte un fantasma? /”[29].

 

De este modo concluyó una relación que para ambos fue uno de esos sucesos inesperados que generan consecuencias que perduran toda la vida. Cabe preguntarse si cuando se despidieron no quedó prendida del ambiente la promesa de algo más. Es posible. Mario Vargas Llosa cree que hubo incluso algún proyecto a largo plazo que podía haberles unido de manera permanente[30]. Si fue así, el tiempo enfrió aquella vivencia y acabó alojándola en el recuerdo. Ajmátova mantuvo viva la llama de aquella relación durante mucho tiempo. Berlin no tanto. Poco a poco fue envolviéndose en un silencio que tan sólo rompió muchos años después, cuando en 1965 logró que la Universidad de Oxford homenajeara a la poeta rusa con el doctorado honoris causa. Fue entonces cuando se produjo el reencuentro entre ambos, pero no tuvo ninguna consecuencia salvo la alegría de volver a verse después de dos décadas. Con todo, la influencia que ejerció Ajmátova sobre Berlin fue enorme en términos intelectuales. A partir de su vuelta definitiva a la Universidad en abril en 1946, la mayor parte de su actividad académica se localizó en combatir con la fuerza de las ideas al totalitarismo. De hecho el objetivo principal de su pensamiento fue desde entonces estudiar cuáles eran los fundamentos y la proyección de la libertad en la historia[31]. La influencia que sobre esta decisión tuvo su relación con Ajmátova es evidente. Sobre todo porque a su lado aprendió aquello sobre lo que luego él se pasó el resto de su vida teorizando: que “la historia podía verse obligada a ceder ante el puro tesón de la conciencia humana”[32].



[1] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, Madrid, 1999, p. 74.

[2] Ibíd., p. 87.

[3] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993, pp. 19-20.

[4] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., 191.

[5] I. Berlin, El fuste torcido de la humanidad. Capítulo de historia de las ideas, Península, Madrid, 1992, pp. 42-43.

[6] I. Berlin, Karl Marx, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 158.

[7] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 201.

[8] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1993, pp. 138-139.

[9] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 205.

[10] Ibíd., pp. 205-206.

[11] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 20.

[12] I. Berlin, Vico y Herder. Dos estudios en la historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 99-104.

[13] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 21.

[14] I. Berlin, Between Philosophy and the History of Ideas: a Conversation with Stephen Lukes, multicopiado, p. 38, citado por J. Gray, Isaiah Berlin, Novatores, Valencia, 1996, p. 204, nota 17.

[15] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit., p. 249.

[16] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 206.

[17] Ibíd., pp. 207-208.

[18] Ibíd., p. 230.

[19] I. Berlin, Personal Impressions, Hogarth Press, London, 1980, pp. 233.

[20] Ibíd.., pp. 238-239.

[21] G. Dalos, The Guest From the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, Murray, London, 1998, pp. 25-27.

[22] A. Ajmátova, Réquiem y otros poemas, Alfar, Sevilla, 1993, p. 164.

[23] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[24] I. Berlin, Personal Impressions, cit., p. 237.

[25] A. Margalit, The Decent Society, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 1.

[26] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[27] I. Berlin, Contra la corriente. Ensayo sobre historia de las ideas, FCE, México D. F.,  1992, p. 198.

[28] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

[29] Ibíd.., pp. 224-225.

[30] M. Vargas Llosa, “El huesped del futuro”, en El País, 18-diciembre-2005.

[31] R. P. Hanley, “Berlin and History”, en G. Crowder y H. Hardy (eds.), The One and the Many. Reading Berlin, Prometheus Books, N. York, 2007, pp. 159-180.

[32] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

Escrito en Lecturas Turia por José María Lassalle

Bodas

19 de enero de 2017 12:00:52 CET

Llegué tarde al convite de la primera boda a la que me invitaron ese año y no comí nada. Algunos amigos nos pusimos de acuerdo para hacer un bote y comprar un regalo realmente útil, por ejemplo un jamón ibérico de bellota. Los novios no tenían necesidades económicas y no hicieron lista de boda en El Corte Inglés. Les daba asimismo igual que pagaras el cubierto. El grupo de amigos que íbamos a regalarles a los novios algo realmente útil pasamos tanto tiempo intercambiando correos y definiendo qué es la utilidad que al final no les regalamos nada. Puesto que, como ya he dicho, los novios no tenían necesidades económicas, no me sentí culpable. La segunda boda del año se celebró en la terraza del Ada Palace de Madrid. Hacía calor y sirvieron infinitos canapés. Fue una boda de alta alcurnia. Comí hasta verme obligada a desabrocharme el vestido y apenas bailé, pues unos zapatos de tiras me martirizaban los pies. Ello no impidió que volviera a mi casa andando; era incapaz de meterme en la cama con todos esos canapés diluyéndose en mis jugos gástricos. Para el regalo, acordé con la ex mujer de un amigo comprar a medias un set de coctelería. Nuestra idea era esperar a que los novios volvieran de su luna de miel y presentarnos en su casa con el set para estrenarlo en una cena. La ex mujer de mi amigo y yo manteníamos una relación superficial, y a las dos nos costaba encontrar un día libre para llevarles el juego de cóctel juntas. Siempre teníamos cosas mejores que hacer. Pasaron los meses, luego un año. En ese tiempo no hubo más bodas; por separado nos excusábamos ante la pareja por no haberles entregado el obsequio. Los recién casados al principio también se excusaban; tras la boda y el viaje, habían hecho varias estancias en el extranjero (ella estaba terminando su doctorado en París), y tampoco encontraban tiempo para las reuniones sociales. Más tarde dejaron de excusarse, y nosotras de hablar del regalo. Los veíamos cada vez menos; el marido llevaba su anillo, la esposa se lo había quitado porque no le gustaba que la consideraran una mujer casada. Me sentí culpable no por no haberles regalado todavía nada (aunque yo había pagado mi regalo, es decir, ese regalo existía), sino por pensar que ellos opinarían que me importaban muy poco si, habiendo comprado el regalo, no era capaz de quedar con la ex mujer de mi amigo para llevárselo. Supongo que la ex mujer de mi amigo, que tenía el set de coctelería en su casa, se sentía aún peor que yo.

Cuando ya me había olvidado de esa boda me invitaron a otras. Se casó una prima con la que me llevo mal y que no nada en la abundancia. No le hice ningún regalo porque no hacía falta: mi padre le había soltado una cantidad considerable de dinero, y yo le había dejado el anillo de diamantes de mi madre, muerta poco antes. Lo hice enfadada porque sabía que esta prima, que culpaba a la parte paterna de su familia de no haber impedido que su padre dejara a su madre y creía merecérselo todo por considerarse una víctima, no iba ni siquiera a darme las gracias por haberle prestado un anillo que ya no era de mi madre, sino mío. En la boda no se acercó a la mesa donde estábamos sentados quienes pertenecíamos a la rama de su familia paterna. Ella pasaba delante de nosotros una y otra vez, bella porque es realmente hermosa, y ridícula porque caminaba imitando el paso de las modelos, con la cabeza alta y el gesto desdeñoso, luciendo sus atuendos gracias al dinero que le habían dado la parte de la familia a la que odiaba y a la que no se dignó a saludar, y gracias también a mi anillo de diamantes, que lucía como si no fuese yo la que se lo había prestado, sino el fantasma de mi madre. La agradable noche estival se llenó de ruindad y dolores antiguos. En silencio contemplamos la selección de fotos de la novia, que comenzaba cuando su familia no era disfuncional y su hermano aún vivía. No estaba claro si esa selección de imágenes del pasado nos invitaba a reconciliarnos o servía para acentuar su condición de víctima, lo que nos hacía a nosotros, su familia paterna, aún más verdugos. Quizá no era ni una cosa ni otra, quizá ese álbum estaba ahí como mero testigo, pues lo cierto es que no se podía impugnar la selección de fotos ni acusarla a ella de manipuladora. De veras eran hechos felices y cotidianos acaecidos cuando las familias no estaban peleadas ni asoladas por la muerte de los dos únicos miembros capaces de mediar entre nosotros: el hermano de mi prima y mi madre. El convite se celebraba en el patio de un cortijo. Era un sitio bien elegido, bello y modesto, rodeado de olivos entre los que caminé de madrugada con los primos de esta prima, con quienes yo solía alternar en las vacaciones estivales. Nos habíamos ido de la fiesta porque no soportábamos la música hortera que siguió al baile nupcial. Llegué a las cinco de la madrugada y dormí mal, con el estómago revuelto por las mezquindades de las dos familias. Eso incluía de manera preeminente las mías. Me levanté a las siete de la madrugada para vomitar. Me dije que aquella iba a ser la última vez que yo me relacionara con aquella prima y con su madre, y no por rencor o incomodidad, sino por el asco que me producía contemplar mi bajeza. Antes de la boda, estuve convencida de que mi prima y su madre serían capaces de simular que habían perdido el anillo de diamantes de mi madre para quedarse con él. Este pensamiento me avergonzaba, pues sabía que la posibilidad era remota, pero no podía evitarlo. Había sentido durante demasiado tiempo el rencor de mi prima y de su madre, y no podía sino suponerles una vileza que era el espejo de lo que yo era capaz de imaginar sobre ellas desde mi vileza y mi rencor.

Tras esa horrible boda vino la de uno de mis mejores amigos de la infancia. Se casaba en Manzanares. Hasta ese momento, yo había podido sortear casi todas los enlaces que se celebraban fuera de Madrid, donde vivo, porque ninguno de mis mejores amigos, actuales o antiguos, se había casado. Si no tengo una relación muy estrecha con alguno de los contrayentes o un compromiso familiar ineludible, como el de la prima con la que no me hablo, jamás me desplazo a otra localidad para ir a este tipo de celebraciones. Ésta era una boda tradicional, por la Iglesia, con muchos invitados y lista de regalos en El Corte Inglés. No tenía amigos comunes a los que unirme para comprar algo de la lista (la única persona que también fue amiga de este amigo que ahora se casaba era mi primo, el hermano de la prima con la que no me hablo, y que murió). Lo más barato eran unas maletas de 200 euros. Yo no estaba bien de dinero. Le pregunté a una amiga, casada y con tres niños, cuánto era el mínimo para no quedar mal. Siempre supongo que una casada con hijos sabe más sobre bodas que una soltera sin hijos, como yo. Mi amiga me dijo que ella era una rata y que no daba más de 50 euros. Hice mis cálculos a partir de la información que me había facilitado la que se acusaba de rata. Yo no quería quedar como una rata, y puse 100 euros en la lista de El Corte Inglés. Era razonable pensar que el doble de 50 te excluía de que te considerasen avara. Además, tenía que pagarme el alojamiento en Manzanares y el viaje; esperaba que mi mejor amigo de la infancia fuera comprensivo. Ocurría no obstante que yo ya no solía hablar a menudo con mi amigo, y cuando lo hacía no le mencionaba mi situación económica. Tampoco sabía mucho sobre la suya y sólo podía hacer suposiciones tales como que se había comprado un piso cuando casi nadie de mi generación puede permitirse adquirir una vivienda, si bien esta vivienda estaba en una zona modesta de una ciudad de provincias. Mi amigo trabajaba, junto con unos cuantos empleados más, en un negocio familiar. Yo podía pensar que si el negocio le daba para varios sueldos, una casa y una boda, no tenía una mala situación, lo que no significaba que fuera buena. Podía ser normal, o regular, y en todo caso ya era significativo que hubiese una lista de boda en El Corte Inglés. Mi amigo, además, había llegado a mencionarme que estaban tratando de no despedir a nadie. Me presenté en la boda con el mismo vestido que había lucido en dos convites anteriores. La iglesia era blanca, con un altar barroco de pan de oro; no recuerdo qué dijo el cura porque doy por hecho que los curas sólo dicen variaciones de lo mismo y no les escucho. El banquete tuvo lugar en un castillo convertido en restaurante. Se trataba de un sitio discretamente lujoso, como un parador sin parafernalia. Estaba segura de haber cubierto con mis 100 euros lo que costaría una cena en Manzanares, y de que incluso sobraría algo para que los novios pudieran tomarse un pisco sour en Lima –se iban a Perú de luna de miel-. Cuando empezaron a pasar bandejas de un exquisito jamón comenzaron unas dudas que la cena empeoró. Los entrantes y el pescado eran de calidad; de carne sirvieron un ternísimo lechón ibérico asado. El regalo de los novios consistió en botellas de aceite de oliva virgen extra y vino de Valdepeñas. Aunque el aceite y el vino no fueran caros, se trataba de un buen obsequio, a diferencia de las necesarias pero famélicas pulseras de plástico contra el cáncer que había repartido la prima que me caía mal (su hermano había fallecido a causa de un cáncer de estómago). Comí jamón, comí pescado, comí cerdo. No sobró nada de mis platos y sólo renuncié al postre. Durante la cena, la hermana de mi amigo me preguntó sobre la boda de mi prima, de la que se rumoreaba que había sido tensa. Le contesté que en efecto en la boda había cuchillos debajo de las mesas. Pensé asimismo, aunque esto no se lo dije, que en muchas bodas lo de menos es celebrar la unión, y que lo que más cuenta es lo que los contrayentes y sus familias quieren demostrar a los invitados. Cuanto más acomplejados o rencorosos son los novios, más sirven las bodas como mecanismos de resarcimiento e incluso de escarnio. Me escabullí tras el baile nupcial, y cuando me acosté sólo conseguí marear la cama, que a oscuras se confundía con mi buche, donde la comida se revolcaba, y con mis pensamientos sobre lo que costaban los tres ricos platos y los entrantes. Estaba ya convencida de que mis 100 euros ni siquiera habían bastado para costear mi cubierto. Mi amigo comprobaría que en la lista de El Corte Inglés mi nombre iba seguido de una cantidad miserable. Para torturarme más, al día siguiente, ya en Madrid, me dediqué a averiguar en foros de Internet cuánto era el mínimo que se debía dar en las bodas para no quedar como la rata de mi amiga. Concluí que eran 150 euros. Tenía los párpados llenos de petequias, pues en mitad de la noche había vomitado el lechón, el pescado, el jamón y el vino.

La siguiente boda se celebró en el Museo del Traje, en Madrid. El novio se casaba por segunda vez; ella por primera. Se preparó un acto a la americana, en el que el novio, la novia, el hermano del novio y la hermana de la novia soltaron unos breves, simpáticos, tópicos y emotivos discursos. A la novia se le rompió la cremallera del vestido y tuvo que llamar a la modista; la ceremonia se retrasó una hora, en la que los invitados esperamos en los jardines bebiendo vino. Cuando llegaron los novios, ya estábamos un poco borrachos. Los novios no tenían necesidades económicas, así que podía regalarles cualquier cosa que se ajustara a mi presupuesto. No me resultó pesado esperar a la novia porque había muchos amigos con los que hablar. Yo llevaba unas sandalias cómodas, unos pantalones negros, una camisa de seda cruda heredada de mi madre; quienes se me acercaban me decían que había escogido un look oriental, y yo les explicaba que lo único que tenía para ponerme era un vestido que ya lucí ante ellos en una boda anterior, razón por la cual había tenido que improvisar esa facha de jarrón japonés, o chino. Lo que secretamente deseo cuando me invitan a una boda es vestirme como un señor, con un traje de chaqueta y una corbata, el pelo recogido en una cola prieta. Las bodas son el único sitio donde podría satisfacer mi deseo de ir de etiqueta a la manera de un hombre. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, había comprado un set de coctelería que entregué poco después del convite; en mi rapidez había un deseo de reparar la desidia que había tenido a la hora de darles el otro set de coctelería a los otros novios (de hecho, a día de hoy creo que ese set aún sigue en casa de la ex mujer de, precisamente, este amigo al que le entregué el segundo set). La boda transcurrió tranquila, y cenamos canapés en los jardines. La comida no fue muy abundante; por primera vez tras una boda, llegué a mi casa sin ganas de vomitar. Incluso tenía hambre.

Para la siguiente boda tuve que desplazarme a Jaén. Cuando se acercó la fecha, la novia escribió dos e-mails con profusas indicaciones para los invitados. Los e-mails estaban llenos de signos con los que la contrayente expresaba pequeños ataques de entusiasmo. Por ejemplo, a “¡Qué fotos más estupendas van a salir…!” le seguía un :D; “¿con qué os identificáis más, con la armonía, los acordes y los grupos de instrumentos, o con las melodías y el ritmo?” y “¡y bienvenidas pamelas, sombreros y tocados…!” iban seguidos de ;), mientras que a “DJ’Nono” y “¡Antes muertas que sencillas…!” le acompañaba un ^^ que me hizo guiñar los ojos. Los novios habían preparado una ceremonia repleta de “sorpresas y momentazos”, y confiaban en que iba a ser un día “pleno de emociones”. Las emociones consistían en varios cánticos no religiosos que salpicaban la ceremonia, en actores que se levantaban en mitad de la función para declamar textos de Chéjov y de Lope de Vega y en sendos discursos de los novios sobre el amor. El novio fue discreto: dijo que cuando alguien le preguntaba si había encontrado a su media naranja contestaba que se había topado con una fruta completamente distinta. La novia, mi amiga, se había preparado unos cuantos folios, y cuando iba por la mitad de su sermón empecé a desear que se hubiera casado por la Iglesia, pues al menos no tendría la tentación de criticarla a ella por la homilía, sino al párroco. Se había propuesto darnos a todos unas cuantas lecciones. Dijo que el amor consiste en elegir a personas completamente distintas a ti, pues sólo alguien diferente va a ponerte a prueba (¿y qué es el amor sin pruebas?) y te va a permitir aprender lo que necesitas. Quienes eligen a sus iguales, señaló, son personas cómodas que no asumen riesgos, y puesto que el amor es un riesgo, queda claro que esas personas son incapaces de amar. Por otra parte, continuó, tampoco hay amor en esas parejas que llevan toda la vida casadas y que se limitan a criar hijos, traer dinero a casa y ver la televisión por las noches: esa gente son muertos en vida que han renunciado por comodidad y estupidez a la Gran Tarea del Amor (la boda estaba llena de familiares del novio y de la novia cuyo aspecto no hacía pensar en grandes gestas, y sí en sudor, piaras de hijos y tedio consensuado en el mejor de los casos; no pude evitar el pensamiento de que el amor estaba más bien del lado de esas manos callosas y resignadas). El amor, siguió diciendo mi amiga, tampoco es sinónimo de enamoramiento, y quien lo busca en los chisporrotazos del principio de una relación está condenado a quedarse en la superficialidad, en bobas pasiones que conducen no al amor, sino a la inmadurez emocional, la neurosis y el autoengaño. El amor, finalizó, es la construcción de dos personas para llegar a ser mejores de lo que eran cuando estaban solas. A ella además le gustaba decir que había conocido al que iba a ser su marido cuando estaba preparada para amarle, porque sabía que ese iba a ser el reto más difícil y estimulante de su vida. Ese día vomité incluso antes de llegar a la pensión donde pernoctaba. Me tuve que ir al hotel de en frente para que ningún invitado me viera salir congestionada y con el rímel corrido del váter.

No es que este recuento de bodas, más bien escaso, me convierta en una experta. Sin embargo, creo que puedo sacar algunas conclusiones a modo de recapitulación. La primera es que las bodas no cambian tu relación con la persona que te ha invitado. No vas a pensar mejor de ella ni de su boda aunque se haya esforzado por hacer una celebración apoteósica y por facilitárselo todo a los invitados. Tampoco vas a pensar peor. Las bodas son el reflejo de las aspiraciones de quienes se casan, tanto materialmente (no he ido a ninguna boda en la que los novios hayan desistido de toda pompa, si bien creo que pocos reconocerían la importancia que le dan), como en lo que se escenifica (las novias quieren estar tópicamente guapas; los novios dan menos juego, y lo que puede observarse en ellos es su grado de aceptación de las convenciones). Por otra parte las bodas rara vez están relacionadas solo con el amor. Asimismo, se puede señalar que hay una queja general de lo mucho que se come en un convite nupcial, y también cuando la comida no cumple con la abundancia que todo enlace promete, sobre todo para aquellos que están a régimen y han decidido saltárselo. Esas personas se van decepcionadas a casa y a su nevera, llena de lechugas y yogures desnatados. En relación a lo anterior, cabe añadir aquello por lo que mucha gente reniega cuando son invitados a una boda: que son pesadas y poco saludables. Los gruñidos se multiplican cuando el evento sale por un ojo de la cara y encima no hay compensación por acudir, sea porque no conoces a casi nadie (o sí pero no te cae bien, o te resulta indiferente), sea porque te viene fatal (llegaste al convite con estrés porque apenas descansaste el último fin de semana, y saliste de la boda peor de lo que llegaste y con 400 kilómetros encima), sea porque perteneces a la parte de la familia que alguno de los novios odia (y en consecuencia te odian buena parte de los invitados). La conclusión más importante es que suele ser mentira que estés invitado en el sentido más cotidiano de la palabra, que es el de que te conviden, ya que, por lo menos, debes pagarte el cubierto.

Habida cuenta del horror con el que suelen acogerse las bodas, propongo que las invitaciones se planteen de otra manera. Por ejemplo:

Queridos familiares y amigos:

Hemos decidido casarnos y nos gustaría celebrar una boda tradicional, con un banquete en un sitio agradable y sin tener que comprar un vestido de novia de segunda mano ni alquilar un esmoquin. Los tiempos están difíciles, y por ello apelamos a vuestra ayuda para poder promover el evento. Vamos a poner toda nuestra ilusión en organizarlo de la mejor manera para que vuestras aportaciones hagan de este día algo inolvidable para todos.

Os rogamos que no os sintáis culpables si no podéis contribuir. Será una pena que no nos acompañéis, aunque al mismo tiempo estaremos felices por no haberos obligado a afrontar gastos extra.

Podéis hacer vuestra aportación en este número de cuenta XXXX (hemos fijado un mínimo de X euros para cubrir el cubierto).

Os rogamos que pongáis vuestro nombre en el ingreso para poder confirmar vuestra asistencia.

 ¿Acaso no se movilizarían con mejor humor los invitados si considerasen la boda como una empresa suya?

Sin embargo, es probable que este tipo de invitación complicase aún más el problema. Y es que, ¿no ocurre que, si se plantea la cuestión con honestidad, crea mayores obligaciones?

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

Principio de exclusión

13 de enero de 2017 12:35:22 CET

Wolfgang Pauli



El cuervo que a sí mismo

se quitó los ojos

no quería ver la asimetría

de aquellos números,

temía la desigualdad invencible,

ese ordenamiento inverso

que comporta

la impenetrabilidad

de la materia.

Vano es, pues, el intento de los míos

si no puedo incorporarte.

¿Quién mira, al fin?

¿Quién modifica el movimiento?

¿Quién expresa lo que queda dicho?

Derrotada la razón

por el poema

que nadie sabe cómo se escribió,

una vez más

planea en el aire

la sombra de la letra griega.

 

Pero ya Odiseo, el que no se detenía,

se hizo llamar “nadie”...

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

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