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Configurar sentido descendente

Culminación del patronazgo de San Benito de Nursia

15 de mayo de 2015 13:27:33 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De los caminantes de llanura

De los mercaderes de comestibles, especialmente de carne

De los archiveros

De los agricultores

De los ingenieros

De los curtidores

De los moribundos

De los granjeros

De la villa de Heerdt cerca de Düsseldorf en Alemania

De las enfermedades inflamatorias

De los arquitectos italianos

De los que padecen la enfermedad renal

De la villa de Nursia

De los religiosos (entiéndase pertenecientes a congregaciones religiosas)

De los escolares

De los criados

De los espeleólogos

Del sentimiento exhausto

De las brumas de traición

Del equipo de soldados que elimina perros

Del hombre pez que habita en la piscina

De quien abrasa en secreto

Del prelado Oppas

De la selva de materias predicables

De quien come niños ajenos

Del desarrollo inane

Del animal ímprobo

Del fresno

De la grasa ambigua

Del rostro fascinante

Del zafiro

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

Cavernas del sentido

15 de mayo de 2015 13:16:40 CEST

 

sombra

proceso en círculo 

no cegado

sombra

sin amor selva

pura

y cae la sombra

en el regazo de la vida

himno a la muerte

que se remansa

en su propio seno

gravedad del ser

gravedad

de la sombra

sombra

y sombra te invoco

en la escarcha blanca

 

 i ara les fletxes de la nit

 obrin cavalls dins

 l’herba de la matinada

 

 

    [con una cita de Jenaro Talens]

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

El canto de la alondra

15 de mayo de 2015 12:49:46 CEST

A Virginia Cowley Swinnerton

 

 

Nada puede domar la violencia, vencida

la razón por un súbito desmayo

en que sólo se escucha

su grito encerrado. Nada detiene

al libertinaje, como ya anunciara otro

divino marqués. Nada lo detiene.

Es cierto —y yo no sé cómo

y de qué modo nos sucederá algún día

amor mío. Pero el tabú

sólo existe para ser violado. Yo siento

que me pierdo en ti y siento que

me inunda un gran océano

de sangre. Mas tú mi dulce amada

me ayudaste a salir de la marea,

limpiaste mis ojos y tomándome

la mano con cariño así entonabas: “Tras

el canto de la alondra murió Julieta;

y tu grito se desvaneció entre mis brazos”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Veyrat

La hierba de las noches

4 de mayo de 2015 08:37:07 CEST

Para Orson 


  Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esa frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por preguntarse si hubo de verdad testigos.

  No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra llena de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo? ¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de empleo. Videntes.

  De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está uno solo, atento, como si quisiera captar señales Morse que un interlocutor desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca…

  Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard Marciano, “Georges”, Unic Hôtel, calle de Montparnasse… Si no recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día, pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve.

  ¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras. Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.

  Ese domingo por la tarde, durante el paseo, intenté recordar qué ponía en la libreta negra, que lamentaba no llevar en el bolsillo. Horas a las que había quedado con Dannie. El número de teléfono del Unic Hôtel. Los nombres de las personas con quienes me encontraba allí. Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano. El número de teléfono de Aghamouri en el pabellón de Marruecos de la Ciudad Universitaria. Breves descripciones de diversas zonas de ese barrio que tenía el proyecto de titular “Los adentros de Montparnasse”, pero, treinta años después, descubrí que se título lo había usado ya un tal Oser Warszawski.

  Un domingo de octubre a media tarde me llevaron, pues, mis pasos a esa zona por la que otro día de la semana habría evitado pasar. No, no se trataba de una peregrinación de verdad. Pero los domingos, sobre todo a media tarde y si uno está solo, abren en el tiempo algo así como una brecha. Basta con colarse por ella. Un perro disecado al que uno quiso cuando estaba vivo. Cuando estaba pasando delante del edificio grande, blanco y beige sucio, el número 11 de la calle de Odessa –iba por la acera de enfrente, la de la derecha-, noté algo así como si saltase un muelle, esa clase de vértigo que le entra a uno precisamente cada vez que se abre una brecha en el tiempo. Me quedé quieto con la vista clavada en las paredes del edificio que rodeaban el patinillo. Allí era donde Paul Chastagnier aparcaba siempre el coche cuando vivía en una habitación del Unic Hôtel, en la calle de Le Montparnasse. Una noche, le pregunté por qué no dejaba el coche delante del hotel. Puso una sonrisa apurada y me contesto, encogiéndose de hombros: “Por precaución…”

  Un Lancia rojo. Podía llamar la atención. Pero, entonces, si quería resultar invisible, ¿a quién se le ocurría escoger esa marca y ese color…? Luego me explicó que un amigo suyo vivía en ese edificio de la calle Odessa y que le prestaba el coche a menudo. Sí, por eso lo dejaba aparcado allí.

 “Por precaución…”, decía. Yo no había tardado en caer en la cuenta de que aquel hombre de alrededor de cuarenta años, moreno, siempre muy atildado, con trajes grises y abrigos azul marino, no tenía ninguna profesión concreta. En el Unic Hôtel lo oía hablar por teléfono, pero la pared era demasiado gruesa para que fuera posible seguir la conversación. Sólo me llegaba la voz, seria y a veces cortante. Silencios prolongados. Al tal Chastagnier lo había conocido en el Unic Hôtel al mismo tiempo que a otras cuantas personas con quien había coincidido en ese mismo establecimiento: Gérard Marciano, Duwelz, de cuyo nombre no me acuerdo… Con el tiempo, sus siluetas se han vuelto borrosas y sus voces inaudibles. Paul Chastagnier destaca con mayor precisión por los colores: pelo muy negro, abrigo azul marino, coche rojo. Supongo que pasó una temporada en la cárcel, como Duwelz y como Marciano. Era el de más edad y ya ha debido de morirse. Se levantaba tarde y quedaba con la gente a cierta distancia, hacia el sur, en esas zonas interiores que están alrededor de la antigua estación de mercancías cuyos nombres tradicionales también a mí me resultaban familiares: Falguière, Alleray e, incluso, algo más allá, la calle de Les Favorites… Cafés desiertos a los que me llevó a veces y donde creía seguramente que nadie podía localizarlo. Nunca me atreví a preguntarle si tenía una prohibición de residencia, aunque fue una idea que se me pasó a menudo por la cabeza. Pero, en tal caso, ¿por qué aparcaba el coche rojo delante de esos cafés? ¿No habría sido más prudente para él ir a pie y discretamente? Yo por entonces iba siempre andando por aquel barrio que estaban empezando a derruir, siguiendo las hileras de solares, de edificios pequeños de ventanas tapiadas y tramos de calles entre montones de escombros, como después de un bombardeo. Y aquel coche rojo allí aparcado, aquel olor a cuero, aquella mancha llamativa que resucita los recuerdos… ¿Los recuerdos? No. Aquel domingo a última hora de la tarde ya me estaba convenciendo de que el tiempo no se mueve y de que si de verdad me colase por la brecha me lo volvería a encontrar todo intacto. Y, más que cualquier otra cosa, ese coche rojo. Decidí ir andando hasta la calle de Vandamme. Había allí un café al que me había llevado Paul Chastagnier y donde la conversación se fue por derroteros más personales. Noté incluso que estaba a punto de hacerme confidencias. Me propuso, con medias palabras, que “trabajase” para él. Le di largas. No insistió. Yo era muy joven, pero muy desconfiado. Más adelante, volví a aquel café con Dannie.

  Ese domingo era casi de noche cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: la calle Vandamme ya no existía.

  Me metí por la puerta acristalada de uno de esos edificios, más o menos en el sitio en que entrábamos en la calle de Vandamme. Luz de tubos de neón. Un corredor largo y ancho que flanqueaban tabiques acristalados, tras los que había una sucesión de oficinas. A lo mejor quedaba un tramo de la calle de Vandamme, encerrado en esa mole de edificios nuevos. Al pensarlo, me entró una risa nerviosa. Seguía por el corredor de las puertas acristaladas. No veía el final y la luz de neón me hacía guiñar los ojos. Pensé que aquel corredor transcurría, sencillamente, por el antiguo trazado de la calle de Vandamme. Cerré los ojos. El café estaba al final de la calle, que prolongaba un callejón sin salida que se topaba con la pared de los talleres del ferrocarril. Paul Chastagnier aparcaba el coche rojo en el callejón sin salida, delante de la pared negra. Encima del café había un hotel, el hotel Perceval, porque así se llamaba una calle que también habían borrado del mapa los edificios nuevos. Lo tenía todo anotado en la libreta negra.

 En los últimos tiempos, Dannie no se sentía ya muy a gusto que digamos en el Unic –como decía Chastagnier- y había tomado una habitación en el hotel Perceval. En adelante quería evitar a los demás, sin que yo supiera a quién en concreto: ¿Chastagnier? ¿Duwelz? ¿Gérard Marciano? Cuanto más lo pineso ahora más me parece que empecé a notarla preocupada a partir del día en que me llamó la atención la presencia de un hombre en el vestíbulo y detrás del mostrador de recepción, un hombre de quien me había dicho Chastagnier que era el gerente del Unic Hôtel y cuyo apellido consta en mi libreta: Lakhar, y tras el que viene otro apellido: Davin, éste entre paréntesis.

  La conocía en la cafetería de la Ciudad Universitaria, donde iba yo a menudo a buscar refugio. Vivía en una habitación del pabellón de los Estados Unidos y me preguntaba por qué, porque no era ni estudiante ni norteamericana. Después de conocernos no se quedó ya en ese pabellón por mucho tiempo. Alrededor de diez días apenas. No me decido a poner entero el apellido que anoté en la libreta negra después de nuestro primer encuentro: Dannie R., pabellón de los Estados Unidos, bulevar de Jourdan, 15. A lo mejor vuelve a ser el suyo ahora –después de tantos otros apellidos- y no quiero llamar la atención por si todavía está viva en algún sitio. Y, sin embargo, si leyera ese apellido en letras de molde, a lo mejor se acordaba de que lo había llevado en determinada época y me daba señales de vida. Pero no, no me hago demasiadas ilusiones al respecto.

  El día en que nos conocimos, escribí “Dany” en la libreta. Y corrigió personalmente, con mi bolígrafo, la ortografía exacta de su nombre: Dannie. Más adelante me enteré de que ese nombre, “Dannie”, era el título del poema de un escritor a quien admiraba yo por entonces y a quien veía a veces, en el bulevar de Saint-Germain, saliendo del hotel Taranne. A veces se dan curiosas coincidencias.

  La tarde del domingo en que se fue del pabellón de los Estados Unidos, me pidió que fuera a buscarla a la Ciudad Universitaria. Me estaba esperando delante de la entrada del pabellón con dos bolsas de viaje. Me dijo que habían encontrado una habitación en un hotel de Montparnasse. Le propuse que fuéramos a pie. Las dos bolsas no pesaban mucho.

  Tiramos por la avenida de Le Maine. Estaba desierta, como la otra tarde, que también era una tarde de domingo, a la misma hora. Era un amigo marroquí de la Ciudad Universitaria quien le había hablado de ese hotel, el amigo que me presentó en la cafetería cuando nos conocimos, un tal Aghamouri.

 Nos sentamos en un banco a la altura de la calle que va siguiendo la tapia del cementerio. Anduvo mirando en las dos bolsas para comprobar si se había dejado algo. Luego seguimos andando. Me iba contando que Aghamouri vivía en ese hotel porque uno de los dueños era marroquí. Pero, entonces, ¿por qué había vivido también en la Ciudad Universitaria? Porque era estudiante. Y además tenía otro domicilio en París. ¿Y ella también era estudiante? Aghamouri iba a ayudarla a matricularse en al facultad de Censier. No parecía muy convencida y dijo esta última frase como por decir algo. No obstante, me acuerdo de que una tarde a última hora la acompañé en metro hasta la facultad de Censier; había línea directa de Duroc a Monge. Lloviznaba, pero no nos importó. Aghamouri le había dicho que había que ir por la calle de Monge y por fin llegamos a la meta: algo así como una explanada, o más bien un solar rodeado de casas bajas a medio derruir. El suelo era de tierra y teníamos que andar con ojo, en la penumbra, para no meternos en los charcos. Al fondo del todo, había un edificio moderno que seguramente estaban acabando de construir porque aún tenía andamios… Aghamouri nos estaba esperando en la entrada y la luz del vestíbulo iluminaba su silueta. Tenía una mirada menos intranquila de lo habitual, como si le diera seguridad estar delante de esa facultad de Censier pese al solar y a la lluvia. Todos esos detalles me vuelven a la memoria desordenados, a trompicones: y a menudo se enturbia la luz. Y es algo que contrasta con las notas tan precisas que hay en la libreta. Esas notas me resultan útiles para darles un poco de coherencia a las imágenes que van a saltos hasta tal punto que el celuloide de la película corre el riesgo de romperse. Curiosamente, otras notas referidas a unas investigaciones que hacíalo por las mismas fechas acerca de sucesos que no viví –se remontan al siglo XIX e incluso al XVIII- me parecen más límpidas. Y los nombres que tienen que ver con esos sucesos lejanos: la baronesa Blanche, Tristan Corbière y Jeanne Duval, entre otros, y también Marie-Anne Leroy, guillotinada el 26 de julio de 1794 a la edad de veintiún años, me suena de forma más cercana y familiar que los nombres de mis contemporáneos.

  Ese domingo a última hora de la tarde, cuando llegamos al Unic Hôtel, Aghamouri estaba esperando a Dannie sentado en el vestíbulo en compañía de Duwelz y de Gérard Marciano. Fue esa tarde cuando conocí a estos últimos. Quisieron que fuéramos a ver el jardín que había detrás del hotel, con dos mesas con sombrillas. “La ventana de tu cuarto da a este lado”, dijo Aghamouri, pero aquel detalle no parecía importarle mucho a Dannie. Duwelz, Marciano. Intento concentrarme para darles un simulacro de realidad; busco qué podría resucitarlos, aquí, ante mis ojos, que me permitiera, tras todo este tiempo que ha pasado, notar su presencia. Qué sé yo, un aroma… Duwelz tenía siempre mucho empeño en ir atildado: bigote rubio, corbata, traje gris, y olía a un agua de toilettes cuyo nombre recordé muchos años después, porque me encontré en la habitación de un hotel un frasco olvidado: Pino silvestre. Por unos segundos, el aroma a Pino silvestre me trajo a la memoria una silueta que va, de espaldas, calle de Le Montparnasse abajo, un rubio de andares premiosos: Duwelz. Luego nada, como en esos sueños de los que no queda, al despertar, sino un reflejo impreciso que se va borrando según transcurre el día. Gérard Marciano, en cambio, era moreno, de piel blanca y bastante bajo; siempre te clavaba la mirada, pero no te veía. Tuve más trato con Aghamouri, con quien quedé varias veces a última hora de la tarde en un café de la plaza de Monge cuando salía de clase en Censier. Siempre me quedaba con la impresión de que quería hacerme alguna confidencia importante, porque, si no, no me habría hecho ir allí para verme a solas y lejos de los demás. Era un café tranquilo cuando caía la tarde, en invierno, y estábamos solos y amparados al fondo del local. Un caniche negro apoyaba la barbilla en la banqueta y nos observaba guiñando los ojos. Cuando recuerdo algunos momentos de mi vida se me vienen versos a la memoria y a menudo intento recordar de quién eran. El café de la plaza de Monge al atardecer lo relaciono con el siguiente verso: “Las uñas afiladas de un caniche golpeando las baldosas de la noche”…

  Íbamos a pie hasta Montparnasse. Durante esos trayectos, Aghamouri me había desvelado algunos detalles, muy pocos, referidos a él. Acababan de echarlo, en la Ciudad Universitaria, de su habitación en el pabellón de Marruecos, pero nunca supe si había sido por motivos políticos o por otros. Vivía en un piso pequeño que le habían prestado en el distrito XVI, cerca de la Casa de la Radio. Pero le gustaba más la habitación que tenía en el Unic Hôtel, que había conseguido gracias al gerente, “un amigo marroquí”. ¿Por qué no dejaba entonces el piso del distrito XVI? “Es que ahí vive mi mujer. Sí, estoy casado”. Y me di cuenta de que no me diría nada más. Nunca contestaba a las preguntas, por cierto. Las confidencias que me hizo –aunque, ¿pueden realmente llamarse confidencias?- me las hizo de camino, de la plaza de Monge a Montparnasse, entre prolongados silencios, como si andar lo animase a hablar.

  Había algo que me intrigaba. ¿Era de verdad estudiante? Cuando le pregunté qué edad tenía, me contestó: treinta años. Luego pareció arrepentido de habérmelo dicho. ¿Podía uno seguir siendo estudiante a los treinta años? No me atrevía a hacerle esa pregunta por temor a molestarlo. ¿Y Dannie? ¿Por qué quería ser estudiante también? ¿Así de sencillo era matricularse de la noche a la mañana en esa facultad de Censier? Cuando los miraba a los dos en el Unic Hôtel, la verdad es que no tenían pinta de estudiantes; y allá lejos, por la zona de Monge, el edificio de la facultad, a medio construir al fondo de un solar, me parecía de pronto que pertenecía a otra ciudad, a otro país, a otra vida. ¿Era por Paul Chastagnier, Duwelz y Marciano y por los demás a quienes veía de refilón en la oficina de recepción del Unic Hôtel? Pero nunca me encontraba a gusto en el barrio de Montparnasse. No, la verdad es que esas calles no eran muy alegres que digamos. Según las recuerdo, llueve a menudo, mientras que en otros barrios de París los veo siempre en verano cuando pienso en ellos. Me parece que Montparnasse se apagó a partir del final de la guerra. Más abajo, en el bulevar, La Coupole y Le Select tenían aún cierto resplandor, pero el barrio se había quedado sin alma. Ya no había en él ni talento ni corazón.

  Un domingo por la tarde estaba solo con Dannie, en la parte de abajo de la calle de Odessa. Empezó a llover y nos metimos en el vestíbulo del cine Montparnasse. Nos sentamos al fondo. Estaban en el descanso y no sabíamos qué película ponían. Ese cine inmenso y destartalado me hizo sentirme tan incómodo como las calles del barrio. Había en el aire un olor a ozono, como cuando se pasa junto a una reja del metro. Entre el público, unos cuantos soldados de permiso. Al caer la tarde tomarían los trenes de Bretaña, en dirección a Brest o a Lorient. Y en rincones apartados se ocultaban parejas accidentales que no le harían ni caso a la película. Durante la sesión se oirían sus quejas, sus suspiros y, bajo sus cuerpos, el chirriar cada vez más fuerte de las butacas… Le pregunté a Dannie si tenía intención de quedarse mucho más en el barrio. No. No mucho. Habría preferido vivir en una habitación amplia en el distrito XVI. Era un sitio tranquilo y anónimo. Y nadie podría ya localizarlo a uno. “¿Por qué? ¿Tienes que esconderte? –No, qué va. ¿Y a ti te gusta este barrio?”

  En apariencia, había querido zafarse y no responder a una pregunta embarazosa. Y yo ¿qué podía responderle? Qué más daba que este barrio me gustase o no. Ahora me parece que estaba viviendo otra vida dentro de mi vida cotidiana. O, para ser exactos, que esa otra vida iba unida a la vida diaria, bastante gris, y le daba una fosforescencia y un misterio de los que en realidad carecía. Así es como los lugares que nos resultan familiares y que volvemos a ver en sueños muchos años después adquieren un aspecto raro, como aquella calle de Odessa, tan mustia, y aquel cine Montparnasse que olía a metro.

  Ese domingo acompañé a Dannie al Unic Hôtel. Había quedado con Aghamouri. “¿Conoces a su mujer?”, le pregunté. Pareció sorprenderla que yo estuviera enterado de su existencia. “No –me dijo-. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. No tengo mérito alguno si reproduzco esta frase exactamente, porque consta en la parte de debajo de una de las hojas de la libreta, debajo del nombre “Aghamouri”. En la misma página hay más notas que no tienen nada que ver con ese barrio triste de Montparnasse, ni con Dannie, Paul Chastagnier o Aghamouri, sino que se refieren al poeta Tristan Corbière y también a Jeanne Duval, la amante de Baudelaire. Había dado con sus direcciones, ya que pone: Corbière, calle de Frochot, 10; Jeanne Duval, calle de Sauffroy, 17, hacia 1878. Más adelante, hay páginas enteras dedicadas a ellos, lo que tendería a demostrar que para mí tenían mayor importancia que la mayoría de los vivos con los que tuve que ver por entonces.

  Esa noche, dejé a Dannie en la puerta del hotel. Vi de lejos a Aghamouri, que la estaba esperando a pie firme en medio del vestíbulo. Llevaba un abrigo beige. Eso también lo apunté en la libreta, “Aghamouri, abrigo beige”. Seguramente para contar, andando el tiempo, con un punto de referencia, con la mayor cantidad posible de detalles nimios referidos a esa etapa de mi vida, breve y turbia. “¿Conoces a su mujer? –No. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. Frases que sorprendemos cuando nos cruzamos con dos personas que van charlando por la calle. Y nunca sabremos a qué se referían. Un tren pasa por una estación a demasiada velocidad para que se pueda leer el nombre de la estación en el cartel. Entonces, con la frente pegada al cristal de la ventanilla, nos fijamos en unos cuantos detalles: que se cruza un río, que hay un pueblo con campanario, que una vaca negra está meditabunda debajo de un árbol, apartada del rebaño. Albergamos la esperanza de que en la estación siguiente leeremos un nombre y sabremos por fin en qué comarca estamos. Nunca he vuelto a ver ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar entre varios caminos. El tiempo de los encuentros, como ponía en la tapa de un libro que encontré en los puestos de los libreros de lance de los muelles. Precisamente ese mismo domingo por la tarde en que dejé a Dannie con Aghamouri, iba andando, no sé por qué, por el muelle de Saint-Michel. Fui bulevar arriba, tan lúgubre como Montparnasse, quizá porque no había el barullo de los días de entresemana y las fachadas estaban apagadas. En la parte de más arriba, donde desemboca la calle de Monsieur-le-Prince, pasadas las escaleras y la barandilla de hierro, una cristalera grande e iluminada, la parte trasera de un café cuya terraza daba a las verjas del jardín de Le Louxembourg. Estaba a oscuras todo el local, menos esa vidriera tras la que solían demorarse hasta muy entrada la noche unos cuantos clientes ante una barra semicircular. Esa noche había entre ellos dos personas a las que reconocí al pasar: Aghamouri, por el abrigo beige, de pie y, a su lado, Dannie, sentada en uno de los taburetes.

  Me acerqué. Podría haber abierto la puerta acristalada y acercarme a ellos. Pero me contuvo el temor de ser un intruso. ¿Acaso no estuve siempre, por entonces, aparte, en la posición de espectador y diría incluso de ese a quien llamaba “el espectador nocturno”, aquel escritor del siglo XVIII que me gustaba mucho y cuyo nombre aparece en varias ocasiones, junto con algunas notas, en las páginas de la libreta negra? Paul Chastagnier, cuando estábamos los dos por la zona de Falguière o de Les Favorites, me dijo un día: “Es curioso… usted escucha a la gente con mucha atención… pero está en otra parte…” Detrás de la luna del café, bajo la luz de neón excesivamente fuerte, Dannie no tenía ya el pelo castaño, sino rubio; y el cutis, aún más pálido que de costumbre, lechoso y con pecas. Era la única persona sentada en un taburete. Detrás de ella y de Aghamouri había un grupo de tres o cuatro clientes, con copas en la mano. Aghamouri se inclinaba hacia ella y le hablaba al oído. La besaba en el cuello. Dannie se reía y bebía un sorbo de un licor que reconocí por el color y que pedía siempre que íbamos a un café: Cointreau.

  Me preguntaba si le dría al día siguiente: Ayer por la noche te vi con Aghamouri en el café Luxembourg. Aún no sabía qué relación tenían exactamente. En cualquier caso, en el Unic Hôtel no estaban en la misma habitación. Yo había intentado entender qué unía a aquel grupito. Aparentemente, Gérard Marciano era amigo de Aghamouri hacía mucho y éste se lo había presentado a Dannie cuando vivían los dos en la Ciudad Universitaria. Paul Chastagnier y Marciano de llamaban de tú, pese a la diferencia de edad, y otro tanto sucedía con Duwelz. Pero ni Chastagnier ni Duwelz conocían a Dannie antes de que se fuera a vivir al Unic Hôtel. Y, para terminar, Aghamouri tenía una relación bastante estrecha con el gerente del hotel, ese que se llamaba Lakhdar, que iba cada dos días a la oficina que estaba detrás del mostrador de recepción. Lo acompañaba a menudo un tal “Davin”. Esos dos parecían conocer desde hacía muchísimo a Paul Chastagnier, a Marciano y a Duwelz. Todo eso lo había apuntado yo en la libreta negra, una tarde en que estaba esperando a Dannie, hasta cierto punto como si estuviera haciendo un crucigrama o algún boceto, para entretenerme.

 

 

(Fragmento del libro La hierba de las noches, de Patrick Modiano. Traducido por María Teresa Gallego Urrutia, será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Patrick Modiano

Canadá

16 de febrero de 2015 08:34:30 CET

 

 

    Canadá es una obra de la imaginación. Todos los personajes y acontecimientos que aparecen en ella son ficticios. No he buscado ninguna semejanza con gente real, por lo que no debe extraerse de esta historia inferencia alguna. Me he tomado libertades con el marco urbano de Great Falls, Montana, y asimismo con el paisaje de la pradera y con ciertos detalles de las pequeñas poblaciones del suroeste de la provincia de Saskatchewan. La carretera 32, por ejemplo, no estaba asfaltada en 1960, si bien lo está en mi narración. Aparte de esto, todas las omisiones y errores crasos son de mi responsabilidad exclusiva.

 

 

 

 

 

 

1

 

 

    Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes que nada.

    Nuestros  padres  eran  las personas de las que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a acabar como acabaron. Eran personas normales – aunque, claro está, tal afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco.

    Mi padre, Bev Parsons, era un chico de campo que nació en Marengo County, Alabama, en 1923, y terminó la secundaria en 1939, loco de ganas de entrar en el Army Air Corps de los Estados Unidos, el cuerpo que luego se convertiría en la Fuerza Aérea. Entró en Demopolis, se formó en Randolph, cerca de San Antonio, donde quiso ser piloto de combate, pero como le faltaban aptitudes tuvo que conformarse con convertirse en oficial de bombardero. Voló en los B-25, en los Mitchell ligeros y medios que sirvieron en Filipinas, y luego sobre Osaka, donde sembraron la destrucción en la tierra, tanto entre el enemigo como entre la gente inocente. Era un hombre alto, de más de un metro ochenta (apenas cabía en la carlinga del bombardero), encantador, guapo y sonriente, de cara grande, cuadrada y expectante y pómulos huesudos, labios sensuales y pestañas atractivas, largas y femeninas. Tenía los dientes blancos y brillantes y un pelo negro corto del que se sentía muy orgulloso, lo mismo que de su nombre: Bev. Capitán Bev Parsons. Nunca admitió que Beverly fuera un nombre de mujer para la mayoría de la gente. Venía de raíces anglosajonas, decía. «Es un nombre corriente en Inglaterra. Allí Vivian, Gwen y Shirley son nombres de hombre. Nadie los confunde con mujeres». Era un hablador redomado, y, para ser sureño, de mente abierta. Tenía unos modales elegantes y complacientes que deberían haberle llevado lejos en la Fuerza Aérea, algo que no sucedió. Cuando estaba en un recinto cualquiera, sus ojos rápidos de color de avellana buscaban a su alrededor y siempre encontraban a alguien que le prestaba atención: mi hermana y yo, normalmente. Contaba chistes viejos con un estilo teatral del Sur; sabía hacer trucos con las cartas y juegos de manos, y separarse el pulgar y volver a pegarlo, y hacer desaparecer un pañuelo y hacerlo aparecer de nuevo. Sabía también tocar bugui-bugui al piano, y a veces nos hablaba con acento dixie[1]1 y otras veces como Amos ’n’ Andy.[2] Había perdido algo de oído al volar  en  los Mitchells,  y  era muy sensible a esta deficiencia. Pero tenía un aspecto muy  atildado  con su «honrado» pelo corto de soldado y su guerrera azul de capitán, y  por  lo general transmitía una calidez que era genuina y que hacía que mi hermana gemela  y  yo  lo  quisiéramos  tanto.  Tal  vez  fuera  ésa también la razón por la que nuestra  madre se había sentido atraída por él (aunque no pudieran ser más diferentes y poco apropiados el uno para el otro) con la mala fortuna de haberse quedado embarazada a raíz de un apresurado encuentro amoroso después de conocerse en una fiesta en honor de los aviadores que habían vuelto del frente. Fue en Fort Lewis, cerca de donde él estaba haciendo un curso de reciclaje como oficial de suministros, en marzo de 1945, cuando ya nadie lo necesitaba para lanzar bombas desde el aire. Se casaron en cuanto lo supieron. Los padres de ella, que vivían en Tacoma y eran inmigrantes judíos oriundos de Polonia, no aprobaron la boda. Los dos eran personas cultas; en Poznan habían sido profesores de matemáticas y músicos semiprofesionales (daban conciertos de música popular), y después de huir de su país en 1918 habían llegado al estado de Washington a través de Canadá, y se habían convertido – quién lo iba a decir– en celadores escolares. El hecho de ser judíos significaba muy poco para ellos entonces, o al menos para mi madre; felizmente, en aquella tierra donde al parecer no eran judíos, dejaban atrás una vieja, rigurosa y cerrada concepción de la vida.

    Pero que su hija única se casara con el hijo único sonriente y parlanchín de unos tasadores de madera escoceses-irlandeses de las tierras remotas de Alabama no se les había pasado nunca por la cabeza, así que pronto desterraron el asunto por completo de su pensamiento. Y aunque desde cierta distancia pudiera parecer que nuestros padres simplemente no estaban hechos el uno para el otro, es más preciso afirmar que la boda de nuestra madre con nuestro padre fue el presagio de una pérdida, y que su vida cambió para siempre – y no para bien–, como seguramente ella habrá pensado tantas veces.

Mi madre, Neeva (diminutivo de Geneva) Kamper, era una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se le deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla. Tenía cejas espesas y frente reluciente, de piel fina, tras la que se le traslucían las venas, y una tez pálida de vivir dentro de casa que le daba un aspecto frágil, sin que ella lo fuera en absoluto. Mi padre, en broma, decía que la gente de donde él venía, en Alabama, al pelo de mi madre lo llamaba «pelo de judío» o «pelo de inmigrante », pero que a él le gustaba y que a mi madre la amaba. (Ella nunca pareció prestar mucha atención a estas palabras). Sus manos eran pequeñas y delicadas, de uñas muy cuidadas (se hacía regularmente la manicura) y bruñidas, de las que solía presumir y con las que gesticulaba con aire ausente. Tenía un talante escéptico, y solía escuchar con gran atención cuando le hablábamos; también tenía ingenio, que a veces podía ser mordaz. Llevaba gafas sin montura, leía poesía francesa, y a menudo utilizaba expresiones como cauchemar o trou de cul, que mi hermana y yo no entendíamos. Escribía poemas con tinta marrón que compraba por correo, y llevaba un diario que nosotros no podíamos leer, y normalmente tenía una expresión de perplejidad ligeramente altiva y como estigmatizada, que llegó a ser muy propia de ella, si no lo había sido siempre. Antes de casarse con mi padre y de tenernos rápidamente a mi hermana y a mí, se había graduado a los dieciocho años en el Whitman College de Walla Walla, había trabajado en una librería y posiblemente acariciado la idea de convertirse en poetisa y en bohemia, y la esperanza de llegar a conseguir un trabajo de estudiosa profesora en un pequeño college, casada con alguien diferente del hombre con quien se había casado realmente, un profesor universitario probablemente, que le daría la vida para la que ella creía que estaba destinada. En 1960, el año en que tuvieron lugar los hechos, tenía sólo treinta y cuatro años. Pero tenía ya «arrugas marcadas» a ambos lados de la nariz, que era pequeña y rosada en la punta, y los párpados oscuros de sus grandes y penetrantes ojos verde gris le hacían parecer extranjera y un tanto triste e insatisfecha, lo cual era cierto. Su cuello era delgado y hermoso, y su sonrisa repentina e inesperada dejaba al descubierto unos dientes pequeños y una boca en forma de corazón, de jovencita. Una sonrisa que – salvo a mi hermana y a mí – rara vez ofrecía. Nos dábamos cuenta de que era una persona de apariencia poco corriente, vestida las más de las veces con pantalones anchos color verde oliva y blusas de algodón de mangas holgadas y zapatos de cáñamo y algodón que debía de haber encargado por correo en la Costa Oeste, porque no podían comprarse zapatos de ésos en Great Falls. Y cuando se ponía a regañadientes al lado de nuestro padre, alto y guapo y extrovertido, aún parecía más fuera de lo corriente. Aunque eran raras las veces en que «salíamos» en familia, o comíamos en restaurantes, así que apenas podíamos darnos cuenta de cómo aparecían ante el mundo, entre desconocidos. A nosotros la vida en casa nos parecía de lo más normal.

    Mi hermana y yo entendíamos perfectamente por qué mi madre se había sentido atraída por Bev Parsons, un hombre de hombros fuertes, hablador, divertido, siempre dispuesto a complacer a cualquiera que se encontrase a su alcance. Pero nunca estuvo demasiado claro por qué se había interesado él por ella, una mujer muy menuda (de poco más de un metro cincuenta), introvertida y tímida, apartada de la gente, artística, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando se sentía completamente a gusto. Nuestro padre debía de apreciar de algún modo todo aquello, de percibir que ella tenía una mente más sutil que la de él, y que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz. Decía mucho en su favor que – más allá de las diferencias físicas– mirara al corazón de las cosas humanas, y yo admiraba eso en él por mucho que mi madre no se diera cuenta de ello.

    Pero, en mi cabeza, la extraña unión de unos atributos físicos que no casaban siempre es en parte la causa por la que acabaron mal: no había ninguna duda de que no eran apropiados el uno para el otro y de que no deberían haberse casado ni haber hecho nada de lo que hicieron; tenían que haber tomado caminos distintos después de su primer y apasionado encuentro, con independencia de las consecuencias. Cuanto más estaban juntos, y mejor se conocían, más comprendía ella – al menos – que habían cometido un error, y más extraviadas se volvían sus vidas a medida que pasaba el tiempo – como en esas largas pruebas de matemáticas en las que los primeros cálculos son erróneos, con lo que los siguientes se van alejando más y más del punto en que las cosas tenían sentido –. Un sociólogo de la época – principios de la década de 1960– habría dicho quizá que nuestros padres estaban en la vanguardia de un momento histórico, y se contaban entre los primeros que transgredieron los límites que la sociedad impone, que abrazaron la  subversión y creyeron en credos que exigían ratificación a través de la autodestrucción. Pero se habría equivocado. Nuestros padres no eran personas temerarias en la vanguardia de nada. Eran, como ya he dicho, gente normal a la que le jugaron una mala pasada las circunstancias y los malos instintos, y la mala suerte, que les hicieron aventurarse más allá de las fronteras que – sabían– eran las correctas, y luego fueron incapaces de volver atrás.

    Aunque diré esto de mi padre: cuando volvió del escenario de la guerra, de ser el agente de una muerte silbante que caía del cielo – era 1945, el año en que mi hermana y yo nacimos en Michigan, en la base Wurtsmith de Oscoda– tal vez se había apoderado de él una especie de fuerza de gravedad poderosa e indeterminada, como les sucedió a otros muchos soldados  norteamericanos. Se pasó el resto de su vida luchando contra esta fuerza de gravedad, esforzándose por todos los medios por seguir siendo positivo y por mantenerse a flote, tomando decisiones equivocadas que le parecieron buenas de verdad en su momento, pero finalmente malentendiendo el mundo al que había regresado y convirtiendo tal malentendido en su vida misma. Debió de ser así también para millones de jóvenes, aunque él no lo hubiera sabido ni admitido jamás de sí mismo.

 

 

 

2

 

 

Nuestra familia acabó asentándose en Great Falls, Montana, en 1956, del mismo modo en que tantas otras familias de militares llegaron a donde llegaron después de la guerra. Habíamos vivido en bases de la Fuerza Aérea de Mississippi, California y Texas. Nuestra madre tenía su título y hacía sustituciones de profesora en todos esos estados. A nuestro padre no lo habían destinado a Corea, sino a un trabajo de oficina en el país, en los cuerpos de intendencia. Se le permitió quedarse porque lo habían condecorado por acciones de combate, pero no había superado el grado de capitán. En determinado momento – cuando tenía treinta y siete años y vivíamos en Great Falls –, decidió que la Fuerza Aérea no le ofrecía ya un gran futuro y que, después de haber dedicado veinte años a la vida militar, era hora era de cobrar la pensión y de licenciarse. Razonó que la falta de interés por la vida social de nuestra madre, su renuencia a invitar a la gente de la base a cenar en casa, podía haberle impedido progresar en el escalafón, y puede que no le faltara razón. La verdad, creo, es que si hubiera habido alguien a quien nuestra madre hubiera podido admirar, quizá le habría gustado el lugar. Pero a ella nunca se le ocurrió que pudiera haber nadie de esas características. «Ahí fuera sólo hay vacas y trigo», decía. «No hay una sociedad verdaderamente organizada». En cualquier caso, creo que nuestro padre estaba cansado de la Fuerza Aérea y Great Falls le gustaba como un lugar donde poder salir adelante, incluso sin vida social. Decía que quería hacerse masón.

    Era la primavera de 1960. Mi hermana, Berner, y yo teníamos quince años. Estudiábamos en la Lewis (por Meriwether Lewis) Junior High School, que estaba lo bastante cerca del río Missouri para que desde los altos ventanales yo viera la superficie reluciente del agua, los patos y las aves agrupadas sobre ella, y pudiera vislumbrar Chicago, Milwaukee y la estación de Saint Paul, donde los trenes de pasajeros ya no se detenían, y alcanzar un atisbo del Aeropuerto Municipal de Gore Hill, de donde partían dos vuelos diarios, y al otro extremo, río abajo, divisara la chimenea de la fundición y la refinería de petróleo que estaban más arriba de las cascadas que daban nombre a la ciudad. En días claros, veía incluso los picos brumosos y nevados de la cordillera oriental, a cien kilómetros a lo lejos, que se extendía hacia el sur en dirección a Idaho y en dirección norte hasta Canadá. Mi hermana y yo no teníamos ni idea de lo que era «el Oeste», salvo lo que veíamos en la televisión, ni de lo que era Norteamérica, en realidad, aunque dábamos por descontado que era el mejor sitio del mundo donde poder estar. Nuestra vida real era la familia, y los dos formábamos parte de su laxo bagaje. Y debido al desarraigo creciente de nuestra madre, su retraimiento, su sentimiento de superioridad y su deseo de que Berner y yo no nos acomodáramos a la «mentalidad pueblerina» que en su opinión sofocaba la vida de Great Falls, no teníamos una vida parecida a la de la mayoría de los niños, que habría incluido amigos que visitar, una ruta de reparto de periódicos, boy scouts y bailes. Si nos acomodábamos a aquella vida, pensaba nuestra madre, inevitablemente aumentarían las posibilidades de que los dos acabáramos quedándonos donde estábamos. También era cierto que si tu padre estaba en una base militar – vivieras donde vivieras – siempre tenías menos amigos y raras veces llegabas a conocer a tus vecinos. Todo lo hacíamos en la base, ir al médico, al dentista, a la peluquería, al colmado. La gente lo sabía. Y sabía que no ibas a quedarte mucho tiempo allí, así que para qué molestarse en llegar a conocerte. Las bases llevaban en sí un estigma, como si la gente como es debido no necesitara saber nada de lo que se desarrollaba dentro de ellas, o que la asociaran con ellas de modo alguno; además, mi madre era judía y tenía aspecto de emigrante, y en cierto modo era también una bohemia. Era algo de lo que todo el mundo hablaba, como si proteger a los Estados Unidos de sus enemigos no fuera una labor decente.

    A mí, sin embargo, me gustaba Great Falls, al menos al principio. La llamaban «ciudad eléctrica», porque las cascadas producían electricidad. Se diría que era un lugar tosco, honrado y remoto, aunque seguía formando parte del país sin límites en el que ya vivíamos. A mí no me gustaba mucho que las calles tuvieran números en lugar de nombres, lo cual era confuso, y, según mi madre, se debía a que era una ciudad diseñada por banqueros avaros. Y por supuesto los inviernos eran gélidos e inacabables, y el viento azotaba desde el norte como un tren de mercancías, y la mengua de luz habría desmoralizado a cualquiera, incluso a los espíritus más optimistas.

    Pero la verdad es que Berner y yo no nos sentíamos de ningún sitio en particular. Cada vez que nuestra familia se mudaba a una población nueva – a alguna de las muchas y lejanas de nuestra geografía– y nos asentábamos en una casa alquilada, y nuestro padre se ponía el uniforme azul recién planchado y se iba en el coche a la base que le había tocado en suerte, y nuestra madre empezaba a trabajar en algún puesto docente, Berner y yo tratábamos de pensar el lugar del que diríamos que procedíamos en caso de que alguien nos preguntara. Practicábamos diciéndonoslo el uno al otro camino de cualquiera que fuera el nuevo colegio que nos hubiera tocado esa vez. «Hola, somos de Biloxi, Mississippi.» «Hola, soy de Oscoda. Está más al norte, en Michigan.» «Hola, vivo en Victorville.» Yo intentaba aprender los elementos básicos que los demás chicos conocían, y hablar como ellos, captar las expresiones de argot, andar por ahí como si me sintiera muy seguro estando donde estaba y como si nada pudiera sorprenderme. Y Berner hacía lo mismo. Luego nos mudábamos a cualquier otro sitio, y Berner y yo volvíamos a tratar de ubicarnos una vez más. Crecer de esta manera, lo sé, puede dejarte al margen de las cosas y a la deriva, o bien animarte a ser maleable y a adaptarte, algo que mi madre desaprobaba, ya que ella no lo hacía y mantenía cierta idea de un futuro diferente más acorde con el que siempre había imaginado antes de conocer a mi padre. Nosotros – mi hermana y yo– éramos personajes secundarios en un drama que ella veía desplegarse ante sus ojos de forma incesante.

    Consecuentemente, lo que a mí me empezó a importar de verdad fue el colegio, algo que constituía un hilo constante en mi vida, además de mis padres y mi hermana. Nunca quería que se acabara el colegio. Me pasaba dentro de él todo el tiempo que podía, leyendo detenidamente todos los libros que nos daban, estando siempre al lado de los profesores, imbuyéndome de los olores escolares, que eran idénticos en todas partes y distintos de todos los demás. Saber cosas se convirtió en algo muy importante para mí, con independencia de cuáles fueran esas cosas. Nuestra madre sabía cosas y las apreciaba. Yo quería ser como ella a este respecto, ya que sería capaz de conservar las cosas que sabía, y éstas me acreditarían como alguien polifacético y prometedor, características que eran muy importantes para mí. No importaba si no pertenecía a aquellos lugares: pertenecía a sus colegios. Era bueno en lengua y literatura, en historia, en ciencias y en matemáticas, materias en las que también mi madre era buena. Cada vez que levantábamos el campo y nos mudábamos, lo único que era capaz de infundirme miedo de aquella circunstancia de la vida era que por una u otra razón no pudiera volver al colegio – fuera éste cual fuera –, o que el hecho de marcharme haría  que me perdiera algún saber crucial capaz de asegurarme el futuro y que no pudiera obtenerse en ningún otro sitio. O que tuviéramos  que irnos a algún sitio donde no existiera ningún colegio para mí. (En cierta ocasión se habló de Guam.) Me daba miedo acabar no sabiendo nada, no tener nada en que basarme, nada que pudiera distinguirme. Estoy seguro de que todo eso era herencia de mi madre, que albergaba el temor de una vida sin recompensa. Aunque también podría haber sido que nuestros padres, atrapados en el torbellino de la confusión cada día más densa de sus propias vidas jóvenes – no estando hechos el uno para el otro, probablemente no deseándose físicamente como lo habían hecho de forma breve al principio, convirtiéndose más y más en satélites del otro y acabando por sentir un resentimiento mutuo sin ser demasiado conscientes de ello –, no nos ofrecieron a mi hermana y a mí nada muy sólido a lo que aferrarnos, que es lo que se supone que los padres tienen que ofrecer a sus hijos. Pero culpar a los padres de las dificultades de tu propia vida al final no te lleva a ninguna parte.

 

 

 

3

 

    Cuando nuestro padre se licenció de la Fuerza Aérea a principios de la primavera, todos estábamos interesados en la campaña presidencial que tenía lugar en aquellos días. Nuestros padres estaban los dos a favor de los demócratas y de Kennedy, que pronto resultaría elegido. Mi madre decía que a mi padre le gustaba Kennedy porque creía que tenía cierto parecido con él. Mi padre sentía una profunda antipatía por Eisenhower por razones que tenían que ver con los bombarderos norteamericanos sacrificados para «ablandar a los teutones» tras las líneas enemigas el Día D. Y a causa de su silencio traidor sobre MacArthur, a quien mi padre reverenciaba, y porque se sabía que su mujer era una «borrachina».

    También le disgustaba Nixon. Era un «tipo frío», «parecía italiano» y era un «cuáquero guerrero», lo cual lo convertía en un hipócrita. También le disgustaban las Naciones Unidas: eran demasiado caras y permitían que comunistas como Castro (a quien llamaba «actor de pacotilla») tuvieran voz en el mundo. Tenía una fotografía enmarcada de Franklin Delano Roosevelt en la sala, en la pared de encima del piano espineta Kimball y el metrónomo de caoba y latón, que no funcionaba pero estaba en la casa cuando entramos a vivir en ella. Elogiaba a Roosevelt por no dejarse vencer por la polio, por matarse a trabajar para salvar al país, por sacar a los parajes remotos de Alabama de la Edad Media con la REA[3], y por soportar a la señora Roosevelt, a quien mi padre llamaba «la Primera Mema».

    Mi padre vivía con una fuerte ambivalencia el hecho de ser de Alabama. Por una parte, se tenía a sí mismo como un «hombre moderno» y no como «un paleto», como él decía. Defendía opiniones modernas sobre muchas cosas: la raza, por ejemplo, al haber trabajado codo con codo con negros en la Fuerza Aérea. Pensaba que Martin Luther King era un hombre de principios, y que la Ley de Derechos Civiles de Eisenhower era de una necesidad inaplazable. Y pensaba que los derechos de las mujeres necesitaban también un empujón, y que la guerra era una tragedia y un despilfarro que él conocía muy bien.

    Por otra parte, cuando nuestra madre decía algo despectivo sobre el Sur – lo que sucedía a menudo–, él se quedaba pensativo y declaraba que Lee y Jeff Davis habían sido «hombres de fortuna», pese a que la causa les hubiera hecho errar. Muchas cosas buenas venían del Sur – afirmaba–, no sólo la desmotadora y el esquí acuático. «Tal vez puedas nombrarme una», decía mi madre. «Excluyéndote a ti, por supuesto.»

    En cuanto dejó de ponerse el uniforme azul y de ir a la base, nuestro padre encontró un trabajo de vendedor de coches Oldsmobile nuevos. Sentía que era un vendedor nato. Su personalidad cálida – alegre, acogedora, campechana, segura, locuaz – atraería a los desconocidos y le haría fácil lo que para otra gente era difícil. Los clientes confiarían en él porque era sureño, y a los sureños se les conocía por ser más prácticos y realistas que la gente callada del Oeste. El dinero empezaría a entrar en cuanto acabara la temporada álgida del modelo y entraran en escena los grandes descuentos que pulverizarían los precios. En el trabajo  le dieron un Oldsmobile Super-88 gris y rosa para que lo utilizara en las demostraciones, y que él aparcaba enfrente de nuestra casa en First Avenue SW, donde hacía además su labor publicitaria.  Nos llevaba a dar paseos en él a Fairfield, hacia las montañas, y al este hacia Lewistown, y al sur en dirección a Helena. «Controles de orientación e informativos», llamaba a estas salidas exploratorias, aunque sabía muy poco de cualquiera de los parajes de los alrededores, y en realidad muy poco de coches, si se exceptuaba conducirlos, que le encantaba. Pensaba que era fácil para un oficial de la Fuerza Aérea conseguir un buen empleo, y que debería haberlo hecho nada más volver de la guerra. Habría prosperado bastante más en cualquier profesión civil.

    Con nuestro padre fuera de la Fuerza Aérea y con un trabajo normal y corriente, mi hermana y yo creímos que nuestra vida tal vez había alcanzado al fin un equilibrio estable. Llevábamos cuatro años en Great Falls. Mi madre se desplazaba todos los días lectivos a la pequeña población de Fort Shaw, donde daba clases en penúltimo año de primaria. Nunca hablaba de su trabajo, pero parecía gustarle y a veces hablaba de otros profesores y comentaba que eran gente muy entregada a su tarea (aunque, aparte de eso, no parecía sentir el menor interés por ellos y nunca quiso que vinieran a casa a visitarla, del mismo modo que nunca quiso que nos visitara gente de la base). Al final del verano me veía ya empezando en la Great Falls High School, donde sabía que había un club de ajedrez y una sociedad de debates, y donde también podría aprender latín, ya que era demasiado pequeño y enclenque para practicar algún deporte; no me interesaba ninguno, de todas formas. Mi madre decía que esperaba que Berner y yo fuéramos a la universidad, pero que tendría que ser gracias a nuestro propio talento, porque ellos nunca tendrían el dinero suficiente. Aunque, decía, Berner tenía ya una personalidad demasiado parecida a la suya para conseguirlo, y lo que trataría de hacer probablemente era casarse con algún chico con carrera. En una casa de empeños de Central Avenue encontró varios banderines universitarios, y los colgó de nuestras paredes. Eran banderines que a otros jóvenes se les habían quedado anticuados. En mi cuarto colgó los de Furman, Holy Cross y Baylor. Y en el de Berner los de Rutgers, Lehigh y Duquesne. Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de esas universidades, ni siquiera en qué sitios estaban, aunque yo imaginaba muy bien cómo eran: edificios de ladrillo viejo con árboles frondosos, un río y un campanario.

    Para entonces Berner había empezado a cambiar y ya no era tan fácil llevarse bien con ella. No estábamos en la misma clase desde primaria, porque se consideraba poco conveniente que los mellizos estuvieran juntos todo el tiempo, aunque nosotros siempre nos habíamos ayudado con los deberes y nos había ido muy bien. Ahora se pasaba mucho tiempo en su cuarto, leyendo revistas de cine que compraba en el Rexall, y obras como Peyton Place y Bonjour tristesse, que lograba traer a hurtadillas a casa de no se sabe dónde. Contemplaba su pez en el acuario, y escuchaba música en la radio, y no tenía amigos, como yo tampoco los tenía. A mí no me importaba no estar con ella y llevar una vida distinta, con mis propios intereses y pensamientos sobre el futuro. Berner y yo éramos mellizos dicigóticos – ella había nacido seis minutos antes – y no nos parecíamos nada. Ella era una chica alta, huesuda, desmañada, toda llena de pecas – zurda, y yo diestro–, con verrugas en las manos, ojos verde gris – como nuestra madre y yo –, granos, cara plana y una barbilla pequeña que no era bonita. El pelo lo tenía castaño y áspero, con raya en medio, y la boca sensual – como la de nuestro padre–, y muy poco vello en otras partes del cuerpo – en piernas y brazos–, y casi nada de pecho, al igual que nuestra madre. Solía llevar pantalones, y encima un pichi que la hacía parecer más grande de lo que era. A veces llevaba guantes de encaje blancos para taparse las manos. También sufría de alergia, y llevaba en el bolsillo un inhalador Vicks, y en casa siempre olía a Vicks cuando te acercabas un poco a su cuarto. Mi hermana, para mí, era como una combinación de nuestros padres: la estatura de mi padre y los rasgos de mi madre. A veces me sorprendía pensando en Berner como un chico mayor que yo. Otras, deseaba que se pareciera más a mí para que así fuera más amable conmigo, y pudiéramos estar más unidos. Pero nunca quise parecerme a ella.

    Yo, en cambio, era más pequeño y esbelto, con pelo castaño y liso con raya a un lado, y piel suave con muy pocos granos; rasgos «bonitos», más parecidos a los de nuestro padre, pero  delicados como los de nuestra madre. Y me gustaba ser así, lo mismo que me gustaba la forma en que nuestra madre me vestía: pantalones caqui y camisas limpias y planchadas y zapatos Oxford del catálogo de Sears. Nuestros padres hacían bromas sobre Berner y sobre mí diciendo que veníamos del lechero y del cartero, que éramos «retales». Aunque creo que sólo se referían a Berner. En los últimos meses Berner se había vuelto muy sensible acerca de su físico, se mostraba más descontenta con todo, como si algo le hubiera ido mal en la vida en un corto período de tiempo. En mi recuerdo había un tiempo en el que mi hermana había sido una niña corriente, feliz, guapa, con la cara llena de pecas, que tenía una sonrisa maravillosa y que sabía hacer muecas con las que nos hacía reír a todos. Pero ahora se mostraba escéptica respecto de la vida, lo cual le hacía ser sarcástica y muy diestra en poner de manifiesto mis defectos, pero sobre todo la hacía parecer siempre enfadada. Ni siquiera le gustaba su nombre, a mí sí; me parecía que la hacía única.

   

    Cuando llevaba un mes vendiendo Oldsmobiles, mi padre se vio envuelto en un accidente de tráfico menor – un choque por detrás– en el coche con el que hacía la demostración – que conducía con exceso de velocidad–, y en la base con la que se suponía que ya no tenía nada que ver. Luego se puso a vender Dodges y trajo a casa un precioso Coronet marrón y blanco de capota rígida, con lo que habían dado en llamar «conducción de  sólo apretar un botón», elevalunas eléctricos y asientos giratorios, aletas de última moda, luces traseras rojas y llamativas y antena larga y bamboleante. Aquel coche estuvo aparcado también enfrente de casa durante tres semanas. Berner y yo nos montábamos en él y poníamos la radio, y mi padre nos llevaba a dar paseos más a menudo; bajábamos las cuatro ventanillas y dejábamos que el aire nos entrara a raudales. En varias ocasiones nos llevó a la Senda de los Contrabandistas, donde nos dejó conducirlo, y nos enseñó a ir marcha atrás y a hacer girar las ruedas de forma correcta cuando patinaban en el hielo. Por desgracia

no vendió ni un solo Dodge y llegó a la conclusión de que un lugar como Great Falls – una ruda ciudad rural de tan sólo cincuenta mil habitantes, rebosante de suecos frugales y de alemanes recelosos, y con sólo un pequeño porcentaje de gente adinerada dispuesta a gastarse el dinero en coches caprichosos – no era el más apropiado para que él se dedicara a ese negocio. Se despidió, pues, y consiguió un trabajo de vendedor de coches de segunda mano – los vendía y los cambiaba – en una parcela cercana a la base. Los aviadores estaban siempre a la cuarta pregunta, divorciándose, con querellas, casados de nuevo, encarcelados y necesitados de dinero. Así que compraban y trocaban automóviles casi a modo de moneda. Podía ganarse dinero estando en medio, una posición que a mi padre le gustaba. Además, los pilotos y miembros de la Fuerza Aérea siempre se mostraban dispuestos a hacer tratos con un ex oficial, que entendía su particular problemática y no los despreciaba en absoluto, como hacían otras gentes de la ciudad.

    Al final tampoco duró en este trabajo. Aunque en dos o tres ocasiones nos llevó a Berner y a mí a la parcela de los coches para enseñarnos cómo era aquello. No había nada que nosotros pudiéramos hacer allí más que vagar por entre las hileras de coches, en aquella brisa caliente y aplastante, bajo las banderolas aleteantes y los intermitentes plateados, mirando el tráfico de la base que discurría ante ellos desde los pasillos entre carrocerías y carrocerías que se achicharraban al sol de Montana. «Great Falls es una ciudad de coches usados, no de coches nuevos », decía nuestro padre, con las manos en las caderas, en las escaleras de la pequeña oficina de madera donde los vendedores esperaban a los clientes. «Los coches nuevos te convierten enseguida en un indigente. En cuanto sales de este aparcamiento con el coche has perdido mil dólares.» Aproximadamente por estas fechas – finales de junio– dijo que estaba pensando en hacer un viaje a Dixie, a ver cómo estaban allí las cosas, cómo iban las cosas en aquella tierra de «laterales izquierdos». Nuestra madre le dijo que aquél era un viaje que tenía que hacer por su cuenta, sin llevarse a los niños, y eso le molestó mucho. Y le dijo también que ella tampoco tenía intención de acercarse lo más mínimo a Alabama. Mississippi había sido suficiente. La situación de los judíos era incluso peor que la de los negros, que al menos eran de allí. En su opinión, Montana era mucho mejor porque nadie sabía siquiera lo que era un judío, lo cual zanjaba la discusión. La actitud de nuestra madre ante el hecho de ser judío era que a veces era una carga y otras algo que la distinguía de los demás de un modo que ella juzgaba aceptable. Pero nunca era algo bueno en todos los aspectos. Berner y yo no sabíamos lo que era una persona judía, aparte de que nuestra madre lo era, lo cual, según normas ancestrales, nos hacía oficialmente judíos, que era mejor que ser de Alabama. Nosotros debíamos considerarnos «no practicantes» o «desarraigados », nos decía. Ello significaba que celebrábamos la Navidad y el Día de Acción de Gracias y la Semana Santa y el Cuatro de Julio, y que no íbamos a la iglesia, lo cual estaba muy bien porque, de todas formas, no había ninguna sinagoga en Great Falls. Algún día todo aquello quizá tuviera algún sentido, pero en aquel momento no era el caso.

    Cuando nuestro padre estuvo intentando vender coches de segunda mano durante un mes, un día volvió a casa con uno que se había comprado para él, cambiándolo por nuestro Mercury del 52. Era un Chevrolet Bel Air del 55 rojo y blanco, que había comprado en el negocio de coches de segunda mano donde había trabajado. «Un buen trato.» Dijo que tenía pensado empezar un nuevo trabajo vendiendo granjas y ranchos, algo de lo que reconoció no saber nada, pero se había inscrito en un curso que iba a impartirse en el sótano de la YMCA. Los otros hombres que estuvieran con él en las clases le echarían una mano. Su padre había sido tasador de madera, así que confiaba en tener buena mano para las cosas «de las tierras salvajes»; mejor, en todo caso, de la que tenía para las cosas de ciudad. Además, con la elección de Kennedy en noviembre, se abría un período de vacas gordas, y lo primero que la gente tendría ganas de hacer era comprar tierra. No se estaban haciendo muchas transacciones por la comarca, a pesar de que parecía haber mucha tierra por vender en los alrededores. Los porcentajes de la venta de coches usados, según supo, resultaban una miseria para todo el mundo menos para el patrón. Dijo que no sabía por qué tenía que ser el último en enterarse de aquellas cosas, y nuestra madre estuvo de acuerdo.

    Mi hermana y yo, por supuesto, no lo sabíamos entonces, pero nuestros padres debían de haberse dado cuenta de que habían empezado a alejarse el uno del otro por aquella época – después de que nuestro padre hubiera dejado la Fuerza Aérea y supuestamente se hubiera puesto a buscar un lugar para él en el mundo –, y el hecho de darse cuenta de que se veían diferentes probablemente les hizo empezar a entender que sus diferencias no iban a menguar sino a hacerse más grandes. Todas las mudanzas intranquilas, congestionadas, tumultuosas, de base en base durante años, teniendo que criar sobre la marcha a sus dos hijos, les habían permitido posponer la toma de conciencia de algo de lo que debían haber tenido conciencia desde el principio, probablemente más en el caso de ella que en el de él: lo que al principio les había parecido insignificante se había convertido en algo que a ella, al menos, no le gustaba en absoluto. El optimismo de él, el retraimiento escéptico de ella. Lo sureño en él, lo judío emigrante en ella. La falta de educación en él, la preocupación de ella a ese respecto, y su sentido de insatisfacción por no verse colmada en ese terreno. Cuando ambos se dieron cuenta de ello (o cuando ella se dio cuenta de ello) – reitero que fue después de que mi padre aceptara licenciarse y que cambiara nuestra progresión hacia delante –, empezaron a experimentar una tensión y unos presagios distintos en cada uno de ellos, y en absoluto compartidos. (Esto quedó registrado en varias cosas que escribió mi madre, y en su crónica.) Si hubieran permitido que las cosas siguieran la senda seguida por millares de otras vidas – la cotidiana senda que conduce normalmente a la separación –, nuestra madre habría hecho las maletas y nos habría montado a Berner y a mí en el tren de Great Falls con destino a Tacoma, de donde ella era oriunda, a Nueva York o a Los Ángeles. Si hubiera hecho tal cosa, los dos – cada uno por su lado – habrían tenido una oportunidad de llevar una buena vida en el ancho mundo. Mi padre tal vez habría vuelto a la Fuerza Aérea, ya que dejarla había sido un golpe duro para él. Y podría haberse casado con alguien diferente. Mi madre, por su parte, podría haber vuelto a estudiar una vez Berner y yo hubiéramos ido a la universidad. Podría haber escrito poesía y seguido sus aspiraciones tempranas. El destino les habría repartido mejores cartas.

    Sin embargo, si quienes estuvieran contando esta historia fueran ellos, ésta sería lógicamente diferente, y en ella serían los protagonistas de los acontecimientos por venir, y mi hermana y yo los espectadores, que es una de las cosas que los hijos son respecto de sus padres. El mundo no suele pensar que los atracadores de bancos pueden tener hijos, aunque muchos los tienen. Pero la historia de estos hijos – la de mi hermana y la mía, en este caso – sólo les incumbe a ellos calibrarla, desglosarla y juzgarla. Años después, en la facultad, leí que el gran crítico Ruskin escribió que la composición es la disposición de cosas desiguales. Lo que significa que el autor de la composición es quien determina qué es igual a qué, y qué importa más y qué es lo que puede dejarse a un lado del paso veloz de la vida hacia delante.

 
 

 

 

(Fragmento del libro Canadá, de Richard Ford, publicado por la editorial Anagrama)



[1] Del sudeste de los Estados Unidos. (N. del T.)

[2] . Personajes de radio y televisión muy populares de la época.

(N. del T.)

[3] Rural Electrification Administration: plan del presidente Roosevelt para llevar la electricidad a las zonas rurales más aisladas y deprimidas. (N. del T.)

 

Escrito en Lecturas Turia por Richard Ford

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