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Los cuadernos del naturalista

16 de febrero de 2015 08:30:19 CET

La cartera vertiginosa

También había habido un inglés. El idilio no duró mucho, apenas diez días, y la ruptura volvió a ser una decisión dolorosa, que la hizo sentir una vez más el carácter efímero de sus afectos, la imposibilidad de cumplir algún día esos vagos ensueños de estabilidad sentimental que de hecho no dejaban de acompañarla. “He nacido para ser amante”, le decía, como dándole a entender que su vida amorosa sólo podía consistir en esa entrega fulminante y ciega, en ese aturdimiento del corazón, y en esa tristeza no menos reiterada y feraz. Que todos sus amores estaban sujetos al capricho, al albur de los encuentros y de los días, que era como si viviera en un mundo móvil, donde todo -como sucedía en los viajes en barco, en los cambios de turno de las fábricas, en las páginas de los periódicos y en las competiciones olímpicas- se sometía a esa mudanza inmisericorde de los seres y de las cosas.

 

Con el inglesito había pasado eso mismo. Le había acosado desde el primer momento, durante semanas, fascinada por su desamparo, por esa presencia dubitativa, esa confusa expectación, tan propia de los hombres en tierras extrañas, y finalmente, al lograr su propósito, todo se había revelado un fracaso más. Tal vez por eso le había quedado una terrible propensión a meterse con él. A adoptar posturas de desafío, de estricta venganza, como si aún le estuviera reprochando el que ese amor hubiera venido a coincidir con los otros, la sinrazón a que se habían visto reducidos de nuevo todos sus sueños.

 

Un día le conoció en un bar. Estaban juntos y ella se levantó de la mesa para saludarle. La miró largamente mientras lo hacía. Le gustaba preguntarse por ese misterio de su presencia tan real. El misterio de su adaptabilidad, de esa capacidad tan suya para moverse por aquellos lugares, como si fueran su medio natural, y a la vez el de su extrañeza, el sentimiento de que sólo estaba allí de paso, preparándose para otra cosa, de que no podía saberse quién era de verdad, lo que hacía allí, cuáles eran sus verdaderos deseos.

 

Al volver a su lado ella se lo dijo. “Es el inglesito”. Le observó atentamente y no le gustó. Le pareció afectado, levemente histérico, con ese calculado desarreglo que siempre le había parecido un signo de mediocridad. Naturalmente, celoso como estaba de su presencia, no se calló lo que pensaba. Ella se limitó a encogerse de hombros, levemente ofendida, como poniendo en duda que él pudiera opinar en una materia en la que indudablemente le faltaba experiencia. De pronto, y señalándole el grupo de chicas que le acompañaba, cuatro o cinco, que efectivamente le miraban y seguían embelesadas sus bromas, como un pequeño gallinero portátil, sentenció displicente. “Pues arrasa”.

 

Luego empezó a verle. No vivía muy lejos de su casa, y se le encontraba con frecuencia, llevando una larga gabardina y una cartera de cuero. Se desplazaba a una velocidad prodigiosa, dando pequeños saltitos, adelgazándose en sus movimientos, como si de un momento a otro, y a través de una de esas fisuras en el continuo espacio-tiempo a que eran tan proclives los escritores de ciencia ficción, fuera a abandonar esa calle, la ciudad en que estaban, ante sus ojos alucinados. Entonces empezó a inquietarle. Su delgadez, su disposición al salto, su cara afilada y sus movimientos veloces y suaves como los galgos, le parecieron dueños de un inequívoco encanto, de su hermosura fatal, algo cómica, que le obligaba a dejarlo todo en suspenso para mejor contemplarla. ¿Por qué iba siempre a aquella velocidad, qué llevaba en aquella sempiterna cartera? ¿Tal vez algo relacionado con sus amantes, con ella también, puesto que había formado parte de esa secreta congregación?. Perturbado por estos encuentros llegó a tener hasta una fantasía homicida. Le esperaba en uno de los portales de la calle armado con una escopeta, y tan pronto le veía aparecer disparaba sus dos cartuchos con la ciega determinación con que lo hacían los cazadores ante las apariciones súbitas de las liebres, de las codornices, de las gallinitas de agua.

 

Pero aun en esa fantasía el rumano le seguía venciendo. Le veía caer al suelo tras el disparo, desarmarse como los cestitos de mimbre mal trenzados, como las varillas de los paraguas, pero sólo para seguir corriendo en todas las direcciones al conjuro de su velocidad. Era como esos esqueletos que en las barracas de feria se dispersan ante un redoble de tambor, pero cuyos huesos sigue viviendo y agitándose por su cuenta sin que parezca afectarles para nada la disgregación del conjunto. Se agrupaba metros más adelante, como esos mismos esqueletos fosforescentes, lleno de júbilo, obstinado en su loco existir, recuperando con su unidad aquella cartera no menos vertiginosa en la que guardaba el secreto -tal vez- de ese corazón que a él siempre le negaría sus más decisivas dulzuras.

 

La viajera

¡ Cuántos viajes!. En sólo dos meses había ido a Biarritz (con el portuguesito), a Burgo de Osma, a París (donde se había hecho amiga de un japonés, y de un negrito africano), y lo tenía todo dispuesto para pasar ese fin de semana en Oviedo, en compañía del Hombre del Gato. Por si esto fuera poco ya tenía preparado un viaje a Praga durante las Navidades, y no dejaba de hablar de un largo recorrido que al menos duraría dos de los meses del verano, y en que pensaba conocer México. Esa pasión por el viaje era sin duda una de las grandes inclinaciones de su vida, y uno de los temas recurrentes de su conversación, en la que una y otra vez volvía a referirse a los itinerarios que había hecho, o a los que no dejaba de proyectar, como si nada existiera más importante para ella que ese continuo exponerse, esa búsqueda impostergable que le llevaba de un lugar a otro como arrastrada por corrientes impetuosas, por súbitos huracanes de desasosiego. “Eres la mujer bala”, le decía él, que no podía dejar de sentir un inequívoco pavor cuando ella se disponía para una nueva salida.

 

Un día le acompañó en los instantes que precedían a una de esas salidas. El tren partía a las doce de la noche, y fueron a su casa para terminar de preparar el equipaje. Un pequeño bolso de playa en el que metió un pantalón vaquero y dos libros, y que ella se colgó al hombro con la naturalidad no del que se dispone a recorrer cientos de kilómetros, sino a cruzar simplemente el pasillo que le separa del cuarto de aseo. Antes de salir puso un disco. La música llenaba el espacio de una dolorosa melancolía, y se abrazaron durante unos minutos. ¡Cómo le habría gustado retenerla contra su pecho, decirle que se quedara con él, que el porvenir del amor dependía de la quietud y el silencio de los amantes, y que estando juntos ninguno de aquellos viajes era ya imprescindible!. Las calles brillaban con la lluvia, que acababa de caer, y en su paseo hasta la estación fueron pasando bajo las farolas como por una explanada llena de delicadas hogueras. “La ciudad a la que vas, le dijo, no puede ser más hermosa que esta”. Pero ella se limitó a sonreírle desatenta, mirando nerviosa su reloj de pulsera, como temiendo que la hora de salida del tren pudiera precipitarse bruscamente e ir a perder por un descuido la ocasión del viaje.

 

“Yo sólo soy del aire, le decía ella a menudo. Cualquiera puede llevarme consigo”. Y él la miraba con ojos agrandados por el espanto, temiendo que uno de esos viajes fuera a ser el definitivo y que ya no volviera nunca, o que lo hiciera dueña de una vida secreta, aficionada a otras palabras, u otras costumbres (tal vez llenas de ferocidad, o de dulzuras incomprensibles que él no supiera satisfacer), como decían que los antiguos comerciantes lo hacían a las remotas especias, las sedas o los animales de las ciudades que dejaban atrás.

 

Vivía con ese temor, el de perderla para siempre. No sólo cuando viajaba, sino allí mismo en la ciudad detenida, donde ella seguía conservando esas actitudes veloces, ese ímpetu que le acometía antes de viajar. Sus encuentros se daban por eso con ese sobresalto, con esos quiebros inesperados, como si siempre estuviera corriendo hacia el próximo tren, como si la esperara el sueño de una nueva aventura, y no pudiera postergar por más tiempo el momento de su inicio. Aparecía como las bandadas de pájaros, como los bancos de peces, y al momento ya se había ido de su lado dejando diseminadas a su alrededor las provincias dispersas de su alma, como el mapa ya gastado de uno de sus viajes. Era -pensaba él- como esos niños que se ven llegar a toda carrera, que se detienen ante el escaparate encendido y que al instante, burlando el cerco de la memoria, la invisibilidad vibrante de los pensamientos, el tam-tam monótono del corazón en celo, vuelven a alejarse veloces y resplandecientes, dejando apenas en la deslumbrada retina la forma dolorosa de su fuga.

 

La parsimoniosa

Pero no, sus movimientos no tenían siempre esa velocidad súbita, esa urgencia inmisericorde del deseoso. No siempre estaba corriendo hacia esos horizontes que como el Polo Sur, las islas de la Polinesia, la Amazonía, o el Desierto Interminable, habían constituido el objetivo preferente de los viajeros de todos los tiempos. Aun en esos instantes, los de preparación del viaje, y en medio de la loca excitación, había otra en ella. Una otra lenta, parsimoniosa, que podía hacerse presente en un simple gesto, en una palabra dicha al voleo por lo precipitada. Que creaba al surgir un ámbito de silencio, de contenida expectación, dejando en suspenso todos aquellos preparativos, y que parecía contener las promesas de una aventura aún más decisiva que la otra. Un simple gesto, el ir a tomar un libro, un objeto cualquiera, y en el que la mano se demoraba por unos instantes eternos, como olvidada de por qué se había extendido; una simple expresión dicha al azar, bastaban para dejar en suspenso, desnaturalizada, aquella actividad febril de la viajera. Cuando se detenía ante algo que sin embargo no pensaba llevar consigo, cuando se volvía hacia él como arrebatada por una premonición dolorosa, cuando al pasar a su lado tendía la mano para tocarle sólo un instante, como si las yemas de sus dedos segregaran el más poderoso de los venenos y tuviera miedo que de prolongar ese contacto él pudiera morir. Todos sus gestos estaban dictados entonces por la atención más extrema, contenían la cálida y rotunda afirmación de aquello a lo que se dirigían. En la una, la viajera, la actividad parecía preexistir a su objeto, como la sed preexistía al deseo del agua que habría de beberse, o la voluptuosidad al cuerpo ignorante que habría de satisfacerla; en la otra no deberse al deseo mismo, aunque más tarde habrían de surgir de ella todos los deseos que existían, sino el decidido propósito de ocuparse de aquel o aquello que la reclamaba.

 

“La sembradora”, pensaba él. Y era en verdad como si al tiempo que se movía en pos de ese algo o alguien fuera dejando caer pequeñas porciones de sí misma, en una siembre no deliberada pero luminosa y tenaz. Como si lo hiciera sin darse cuenta, en un estado pueril de conciencia que recordaba el de las muchachas hipnotizadas. Pendiente siempre de esa otra voluntad que la ordenaba lo que tenía que hacer, una voluntad que no estaba fuera de los seres o de las cosas sino que surgía de ellos como un fenómeno extremo de la atención que se les debía, que suscitaba el deseo de entregarse y descansar del peso de vivir sobre sí. Una voluntad previa al deseo mismo, que sin embargo nacía lento e irremediable de cada uno de sus actos, como la planta lo hace de la simiente, o el paisaje del sueño del existir diurno.

 

¡Con qué cuidado se movía entonces para que esos estados se prolongaran, duraran infinitamente, para que no se despertara jamás! ¡Cómo sentía sin embargo en el corazón mismo de ese delirio que eso no era posible, que tampoco entonces la pertenecía, y que esas tareas a las que se entregaba no tenían que ver con su amor!. Que también en esos instantes iba sólo a lo suyo, de tránsito, y que, como a las reinas las atenciones de sus sirvientes, podía llegar a fastidiarla una solicitud excesiva que tratara de distraerla de sus verdaderos pensamientos. Que a la postre, y a la pregunta de dónde la gustaría vivir, también ella habría podido responder lo que la viajera, pues que ambas sólo buscaban escuchar y extrañarse. No pensar en el mañana, descubrir el acceso a esas ínsulas extrañas donde nadie había ido desde la creación del mundo, de donde no se podía volver.

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Poética

30 de enero de 2015 14:33:32 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La poesía, 

sus elucubraciones, 

los asedios 

que gravitan en vano 

-teóricos, abstrusos- 

sobre ella. 

La poesía 

que hoy sólo se me antoja 

tan sencilla 

como el gesto de alguien 

que da un vaso de agua 

a otro con sed.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

Un país llamado juventud

30 de enero de 2015 14:28:16 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo veo todos los días (o casi todos) y es natural porque 
David es mi hijo. Pero sólo hoy, tranquilo, mirando como 
sin mirar, lo veo ahí, de pie, al borde de la piscina, alto, 
esbelto, delgado y duro, con un hermoso cuerpo que el sol 
poniente dora con visos de perfección inmadura. Tiene 19 
años, y siento que hoy, por vez primera, veo que mi hijo 
es un espléndido muchacho, atractivo, sensual, calmo, 
y con ciertos temores me pregunto: ¿Será la vida buena 
con él? ¿Le otorgará lo que este momento maravilloso pide 
en silencio, bondad, libertad, belleza, trabajo, luz de futuro? 
Y lo observo otra vez, junto a la piscina, como a un dios perdido. 
Yo también tuve su edad y su físico, hace mucho tiempo. 
Me fui de casa. Me llevaba mal con mi hermano mayor 
y todos pasaban estrecheces. Tuve que hacerme a mí mismo 
y perdí muchas horas hermosas, mucho tiempo, mucha serenidad. 
Una noche (andaba muy mal) me dijeron que si me iba con 
un hombre de aspecto serio, un caballero, me ayudaría… 
Lo hice. Me fui con él. Me ayudó en mis estudios. Apadrinó 
a David. Murió. Nunca lo he dicho. Era (dije) un amigo de mi padre. 
No sé si me creyeron, supongo que sí. Quiero seguirlo ocultando 
y a la par no siento ninguna vergüenza. Fue bello. Me halagaba. 
Me quiso. Y al ver a David, al mirar esas líneas largas junto 
a la piscina, temo, tiemblo, no deseo hablar…Todo es limpio 
si tu corazón es limpio. No debo temer nada, tiene amigos, amigas, 
oyen música, viajan, leen libros que juzgo extraños, tocan la guitarra. 
¿Qué temer? ¿Mi sombra? Callaré. La vida les dará lo que necesiten 
y estarán a la altura. Desnudos también. No temo, no, no hay motivo…

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Homenaje a Bolaño en Chile

23 de enero de 2015 11:54:46 CET

 




Una versión abreviada de este escrito fue uno de los tres textos que leí (el 15 de julio de este año) en el Homenaje a Bolaño, con motivo del 10ª aniversario de su muerte, el día de la inauguración de los actos organizados por “La Ciudad y Las Palabras” en el seno de la Pontificia Universidad Católica de Chile.



                                                                 

 

 

Tenemos en nuestros archivos centenares, miles de textos sobre Bolaño. Para dicha intervención me pareció útil acogerme al libro Bolaño salvaje, publicado en 2008 por la editorial Candaya y compilado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón Patriau, y releer los textos de cinco grandes amigos durante años de Roberto Bolaño, que lo admiraban y fueron admirados explícitamente por él. Se trata, por orden de aparición en dicho libro, de Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Rodrigo Fresán, Alan Pauls e Ignacio Echevarría. Este texto polifónico podría quizá, para este ciclo, titularse Palabras amigas para un croquis de la ciudad de Bolaño

Enrique Vila-Matas escribe: “Sonrío de una manera infinitamente seria cuando recuerdo que en los últimos tiempos muchos de los textos que me disponía a enviar por correo para que fueran publicados pasaban, tal vez en un exceso de celo por mi parte, por una revisión de última hora, provocada por mis repentinas sospechas de que tal vez Bolaño los viera y leyera. Gracias a esto, gracias a que tenía la impresión de que Roberto lo leía todo, pasé a vivir en un estado de constante exigencia literaria, pues él había colocado el listón muy alto y no deseaba decepcionarle, por ejemplo, con algún texto descuidado, con uno de esos escritos en los que, por mil motivos distintos, uno no arde lo suficiente o, lo que es lo mismo, no pone toda la carne en el asador” (…) Y evoca la vinculación literaria de Bolaño con el gran escritor francés Georges Perec:  “La intensidad febril del itinerario literario de sus últimos años, me trae el recuerdo de una mesa nueva roída por la carcoma a la que Perec, con su misterioso talento para sacarle partido a todo, supo convertir en un objeto fascinante” (…) “No me resulta difícil asociar ese intenso y pertinaz itinerario del Bolaño final con la intensidad de escritura del Perec de sus últimos años, ese Perec al que Bolaño admiraba y conocía muy bien. Una red impalpable de precarias galerías une el segundo bloque de Los detectives salvajes con las mil y una historias de La vida instrucciones de uso del ciudadano Perec”. 

Juan Villoro, en su prólogo al indispensable libro Bolaño por sí mismo, compilado por Andrés Braithwaite, escribe: “Inflexible en el terreno de los afectos –un militante emocional, con fobias y lealtades de hierro–, Roberto hacía que la conversación literaria se moviera en el terreno de las conjeturas. Compartía con Nabokov la idea de la escritura como simulacro que acepta las condiciones de lo real sólo en la medida que puede reinventarlas” (…) “Rara vez rehuyó hablar de temas personales, pero no le interesaba la literatura personal, sino la autofabulación” (…) “Resulta difícil compartir todos sus juicios porque él mismo desconfía de ellos: A la literatura se llega por azar… [afirma Bolaño] ¿Dije que a la literatura se llega por azar? No, no, no, a la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca”. Así se refutaba a sí mismo, enfáticamente, el propio Bolaño. Villoro cita a Bolaño en una entrevista: “La literatura se parece mucho a las peleas de los samuráis, pero un samurái no se pelea contra un samurái, pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. Y añade Villoro: “Le gustaban saltar las fórmulas del ‘mílite guerrero’ al que el Quijote se refiere en su discurso sobre las artes y las letras”. Y cuenta que en una conversación en un restaurante japonés de Barcelona Bolaño le dijo: “Soy un marine. Donde me pongas, resisto”… Y Villoro subraya: “Ignacio Echevarría ha sostenido con acierto que la figura dominante en Bolaño es la del poeta: el investigador heterodoxo de lo real, el detective salvaje”. Hasta ahora han aparecido dos autores fundamentales de Anagrama, Nabokov y Perec, no en vano Bolaño eligió Anagrama como su editorial por estos y otros autores de su catálogo. Y ahora aparece un tercero, Alain Robbe-Grillet, en la siguiente cita: “Robbe-Grillet ha comentado que se considera un autor policíaco, no en la cuerda de Raymond Chandler, sino en la de Sófocles: escribe de quienes no saben que son culpables. Bolaño rara vez escribe sobre una intriga y no pospone las soluciones al modo de un novelista de deducción policíaca; sin embargo, como Piglia en Respiración artificial o Robbe-Grillet en Reanudación, ordena la trama en torno a personajes que investigan, detectives de una alteridad que se les resiste. Sus continuos encomios a la valentía se inscriben en esta estética. Encontrar es un atrevimiento. Sin embargo, su imaginación no privilegia lo extravagante, sino la novedad de las zonas comunes. Como Perec busca fulgores infraordinarios”. 

Rodrigo Fresán: A partir de citas de Bolaño, recogidas en el libro de Braithwaite, compone una suerte de síntesis: El escritor como samurái, la literatura como destino oscuro, como viaje sin retorno y la brutalidad irremediable de la muerte. Y Fresán afirma que “remiten al bushido o ‘camino del guerrero’ (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradójicamente hiper-vital.” Y más adelante Fresán aventura una sospecha: “Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y de que la tinta sea igual de importante que la sangre” (…) “Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva”. Y se adentra en La Universidad Desconocida, la summa testamentaria de la poesía de Roberto Bolaño, “una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida”. Un libro, al que Fresán rebautiza como Manual para Ser Bolaño y afirma: “Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intencionales epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo” (…) “Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de ríos y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño”. 

Alan Pauls nos cuenta su deslumbramiento con Los detectives salvajes: “Después de ese verano, que ya consta en mis anales como el verano en el que se me dio por leer Los detectives salvajes, verano que, dicho sea de paso, no leí otra cosa que Los detectives salvajes, y no porque no hubiera incluido otros libros en mi equipaje –porque de hecho los incluí– ni porque la extensión de la novela de Bolaño acaparara la totalidad de mis energías lectoras” (…) “Si no leí otro libro que Los detectives salvajes fue simplemente porque no quedó lugar  –lugar en la literatura, quiero decir– para ningún otro” (…) “Sabemos que no hay libro donde haya tantos poetas activos, mencionados, aludidos, citados, evocados, como Los detectives salvajes”. Pero, sin embargo, afirma Pauls, “ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada –nada, en todo caso, que nos sea dado leer. Un libro inflamado, henchido, rebosante de poetas– y no hay Obra” (…) “Si Los detectives salvajes es un gran tratado de etnografía poética es precisamente porque sacrifica eso, porque hace brillar la obra por su ausencia: porque en el lugar central, en la médula del libro, allí donde deberíamos ver desplegarse las artes, el saber, la intuición, el don de lengua de los poetas” (…) “Lo único que hay son ráfagas de aire, torbellinos hiperquinéticos, una especie de movimiento grupuscular continuo, una compulsión a respirar, a tragar aire, un gregarismo hiperventilado, un atletismo de pulmones rotos y músculos gastados, fugas hacia delante  –todo esto que la gran tradición del melodrama de artista, del Van Gogh de Minnelli en adelante, designa con una expresión perfectamente kitsch y perfectamente irrebatible: sed de vivir, mientras que “lo que se infiltra en la ficción es algo que sólo creíamos conocer (y despreciábamos) bajo la forma del peor de los estereotipos: La Vida misma, la Vida poética. Es el Vitalismo enorme, kerouacquiano, casi emersoniano, podríamos decir, que anima a una novela como Los detectives salvajes: vitalismo contra natura, vitalismo de vanguardia, sí, en la medida que consuma como nunca el principio vanguardista último: la abolición del límite contra las esferas, las prácticas, las órbitas humanas; la extinción de las autonomías y las especificidades; la disolución del arte en la vida. En ese sentido, a lo largo de toda su carrera, no habría escrito sino una sola cosa, un libro único, a la vez entusiasta y doliente, eufórico y fúnebre: una Gran Introducción a la Vida Artística” (…) “La Vida Artística, según Bolaño, aun cuando nunca deje de reconocerle antecedentes en las vanguardias de principios de siglo, siempre aparece fechada en los años 70, una época donde todo ‘de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio’ y todos son ‘escritores o periodistas o pintores o revolucionarios’” (…) “Los años 70, es decir: los años en los que la idea de vanguardia articuló por última vez en un modo de existencia, en una inmanencia vital, la pulsión política y la estética; los años –para decirlo con Bolaño– en que fue joven ‘la última generación latinoamericana que tuvo mitos’”. 

Ignacio Echevarría subraya la importancia de la fractalidad en la obra entera de Bolaño, raíz de Estrella distante que amplía un episodio de La literatura nazi en América. Y afirma que “ligado a este principio de fractalidad, la forma en que la obra entera de Bolaño parece articular una especie de transgénero en el que se integran indistintamente poemas narrativos, relatos cortos, relatos largos, novelas cortas y novelones. En este sentido, la particular estructura de la que es hasta el momento su novela mayor, Los detectives salvajes, constituye el arquetipo de lo que, en una escala superior, viene a ocurrir con la obra de Bolaño en su conjunto: resulta tan plausible segregar sus distintas piezas, dotándolas de una relativa autonomía, como agregarles otras nuevas, independientemente constituidas. La parte funciona como el todo, alcanzándose en cada ocasión una configuración nueva, en absoluto redundante pero sí desde luego insistentemente sondeadora de un mismo territorio moral, que determina unas constantes temáticas y estilísticas.” Y más adelante, “la condición transgenérica que caracteriza la obra entera de Roberto Bolaño, pues, acercaría una primera justificación al ascendente que en tan poco tiempo ha logrado este autor sobre los jóvenes escritores latinoamericanos” (…) “Otra justificación, más convincente todavía, podría aportarla lo que alguna vez se ha optado por calificar, en relación tanto a la figura como a la obra de Roberto Bolaño, como su extraterritorialidad”. Este concepto de extraterritorialidad, según George Steiner, que fue quién la formuló, encarnado por escritores nómadas y multilingües, es “el principal impulso de la literatura actual” y “tiene que ver con el problema más general de la pérdida del centro.”

“Y en esta época de la globalización”, afirma Echevarría, “la noción de extraterritorialidad subvierte la ya anticuada y más complaciente de cosmopolitismo para sugerir aquellos aspectos de la literatura moderna en que ésta se perfila”, en palabras del propio Steiner, como “una estrategia de exilio permanente.” Y añade: “Es en este sentido en el que esta categoría de extraterritorialidad conviene muy bien a la literatura de Bolaño, que refunda a través de ella una nueva forma de comprenderse a sí mismo y de comprender en general al escritor latinoamericano. En Roberto Bolaño, cabría decir, la nueva narrativa latinoamericana reconoce –y consagra– no sólo un nuevo modelo de escritura: también a un nuevo modelo de escritor”. “Si la obra y la figura misma de Roberto Bolaño ha alcanzado, entre los jóvenes y no tan jóvenes escritores latinoamericanos, pero también entre los españoles, tan rápida y tan importante notoriedad, se debe sin duda a la forma en que resuelve lo que entretanto se ha convertido en una paradójica condición: la de ser y no querer ser escritor latinoamericano. La de escribir y no querer escribir sobre un país –Chile, en este caso– y sobre una región –Latinoamérica- de los que entretanto se ha convertido en su bardo más caracterizado”.

“Pues eso mismo ha devenido Roberto Bolaño en muy poco tiempo: el bardo de Latinoamérica. El cantor de las sucesivas generaciones de jóvenes poetas latinoamericanos que sucumbieron en el abismo de un continente perdido en el que el exilio es la figura épica de la desolación y de la vastedad”.

“En poemas, en relatos, en novelas, Roberto Bolaño viene escribiendo el gran poema épico –destartalado, terrible, cómico y tristísimo– de Latinoamérica; viene escribiendo la epopeya del fracaso y de la derrota de un continente fantasma que alumbró primero el sueño de un mundo nuevo, que animó luego el sueño de la revolución, y que hoy sobrevive únicamente en las formas residuales de la emigración y de la bancarrota”.

“De uno a otro de todos los libros de Bolaño, incluidos los de poesía, hay un motivo recurrente: la visión alucinada de una interminable procesión de jóvenes latinoamericanos precipitándose en el abismo”.

Y recuerda las palabras de Bolaño en su poema “Los pasos de Parra”, “esas ‘generaciones sacrificadas bajo la rueda y no historiadas’, esa procesión de ‘jóvenes latinoamericanos sacrificados’ y constituye la materia de la que está hecha la literatura de Roberto Bolaño.” Y remata su texto con tres palabras clave para la lectura de la obra de Bolaño: tristeza, valentía y una tercera sin la cual las otras dos no alcanzarían toda su potencia: broma. “Este carácter de broma constituye el expediente mediante el cual la literatura de Bolaño –importa subrayarlo– se vacuna e inmuniza contra la infección de la literatura misma, comprendida siempre por él como una enfermedad de la vida”. Y para terminar recordar que entre las acotaciones de Bolaño relativas a 2666, éste escribe “El narrador de 2666 es Arturo Belano”. Y en otro lugar añade, con la indicación “Para el final de 2666”. “Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano”.                                                                                                                                                                                                                        

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Herralde

Mira a lo lejos: rojizas hogueras

23 de enero de 2015 11:49:11 CET

Mira a lo lejos: rojizas hogueras

que no aciertan a prender en la arena.

Seguir de pie, muchas veces,

es no saber morir.

Qué daría yo por tener el horizonte,

una azotea desde la que ondear

como señuelos, el fino

pentagrama de los huesos.

Ojos de niño con los que mirar

la última verja del Paraíso:

todo hermoso, todo perdido.

El silencio nos ha hecho sordos.

Pero no fueron las olas ni el mar

ni los huesos rotos bajo la piel.

Fue la pérdida, el abandono,

el amor que nos reventó por dentro,

que nos devastó a besos la vida,

a la espera de que alguien nos descubriera

y nos identificara como propio.

No es el naúfrago quien está perdido

sino el barco que acierta a recogerlo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Zanón

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