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Configurar sentido descendente

Javier Navarrete: "No hay experiencia más libre que la música por la música"

Visto y no visto, pero queda en la memoria. Como en un truco de magia, el arte es capaz de meterse en la piel del relámpago. Hace no mucho, Jordi Balló dedicaba un artículo al tapiz de Miró destruido en el atentado de las Torres Gemelas. No fue la única pieza perdida: también se evaporaron, entre otras, de Lichtenstein y Calder. La del barcelonés habitaba en el vestíbulo de la Torre Dos. Por fortuna, el encargado de tejerlo en 1974 se negó a levantar una reproducción. De aquel tapiz sólo quedan algunas fotografías “y, sobre todo, la filmación que le dedicó Pere Portabella”.

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Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

El otro Vargas Llosa

2 de noviembre de 2017 08:50:38 CET

                      

Narrar es hacer mundo. La obra de un autor configura un universo que surge desde su voz. Una ruta con particularidades: modos de la prosa; imágenes; contextualizaciones históricas; voces; temas; peculiaridades de los personajes. Pero debo confesar que me apasionan los autores que se atreven a perturbar la coherencia de ese mundo propio, los que se atreven a seguir explorando más allá del territorio inicial que trazan sus palabras.

La década del setenta tiene un especial interés para los lectores de Vargas Llosa porque es el momento cuando el escritor peruano, ya enaltecido y aclamado por la crítica mundial, procura abandonar el ámbito de su propio universo literario.

“Totalidad”, “ambición infinita”,  “catedrales narrativas” podrían ser hasta ese momento definiciones útiles a la hora de resaltar la aspiración contenida en sus tres primeras novelas. De allí la perplejidad que despertaron los dos títulos de ficción que aparecieron en esos años: Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), piezas que de inmediato fueron etiquetadas como literatura menor, como perdonables divertimentos.

En palabras de Armas Marcelo, para ciertos lectores y críticos era imposible que el autor de obras desmesuradas, excesivas, inabarcables, hubiese desembocado en esos tonos de la intimidad humana, en esos desarrollos anecdóticos que no dudaban en convocar la risa y el regodeo sentimental. Recordemos que hasta ese momento Vargas Llosa se había mostrado tajante al decir que el novelista era un competidor de Dios en tanto voluntad organizativa de mundos paralelos y que el humor convertía las ficciones en un sub-género de limitadas capacidades expresivas. Pero durante la década del setenta Vargas Llosa no escuchó el coro entusiasta de quienes comentaban su producción, ni tampoco la verbosidad de sus anteriores prejuicios estéticos. Por el contrario, hizo algo más cercano al ejercicio de la literatura: escuchó la propia voz que su relato iba modulando; escuchó el libro que estaba escribiendo en ese momento y detectó dentro de él esa fuerza inagotable de la risa, del humor, del desparpajo y  el exceso.

El escritor peruano comprendió que de poco servían sus conceptos sobre la novela si no se dejaba arrastrar por la deliciosa corriente que emanaba de aquel relato selvático y disparatado que iba apareciendo entre sus manos. Así, el humor se convirtió en la columna vertebral de Pantaleón y las visitadoras e hizo posible una de las piezas más brillantes de su autor. Un humor conseguido especialmente a través de la estrategia del contraste entre la ampulosidad, la rigidez de los informes redactados en el almidonado lenguaje militar, y las situaciones procaces que se van sucediendo en la novela. Explosiva combinación; especie de mundo rabelesiano reorganizado en los esquematismos castrenses. No olvidemos que Mark Twain, al  referirse a los tipos de cuentos que generaban la risa, resaltaba el “cuento humorístico” pues según su concpeto representaba una escala más elevada de la inteligencia y la estética. Categoría que podía alcanzarse mediante una estrategia que resumía en estos términos: “ El cuento humorístico se cuenta con un tono serio; el cuentista hace todo lo posible para ocultar que sospecha, siquiera vagamente de que sea de algún modo gracioso”. 

Por otro lado, necesario es reseñar los diversos los elementos que configuran Pantaleón y las visitadoras. Así lo que en un principio parece la dinámica constructiva del autor para exhibir la complejidad del mundo se transforma luego en la unidad que explica el sentido general de la novela. Las apariciones de un fanático, las tensiones de una familia en la que combaten dos mujeres, el vacío de un personaje que sólo sabe existir dentro del orden cuartelario, la aparición de una muchacha enloquecedora, un inescrupuloso locutor de radio, la mediocridad del mundo militar, avanzan a saltos, aparentemente dispersos, hasta que las páginas finales de esta obra los van anudando con feroz contundencia.

Desde luego nos encontramos frente a una novela donde la técnica resulta apasionante: mezcla de documentos oficiales, libretos de radio, formas dialogadas, vasos comunicantes, cartas. Las objeciones de lectores y críticos de aquella época no podían referirse a la “armazón” de la obra porque esta ofrece una jugosa complejidad; lo que había cambiado en relación a los títulos anteriores era su tratamiento: ya no se trataba de lanzar las grandes preguntas que explicasen la realidad y la violencia latinoamericana, sino de jugar con las pasiones humanas y mirarlas con gesto divertido, risueño, como ya había comenzado a hacer en esos mismos años otro narrador peruano: Alfredo Bryce Echenique, de quien un crítico como Donald Shaw destacaba: “ su comicidad deliciosa”.

Pero como adelantábamos, una vez transitado el camino del humor, Vargas Llosa iría todavía un poco más allá en su exploración de otro tipo de novela diferente al que había emprendido en sus inicios. Por eso La Tía Julia y el Escribidor es ni más ni menos que la escenificación folletinesca (y con juegos autoficcionales) de amores imposibles propios de la música o la ficción popular. Ya no sólo hay un distanciamiento de la novela que intenta explicar los grandes males de América Latina desde voces complejas y abarcantes, sino un regodeo en la mínima anécdota, en la pequeñez de personajes que sólo intentan explicarse y vivir la perplejidad de sus existencias.

Narración que trabaja el mundo marginal y decadente de las ficciones masivas, Vargas Llosa en esta otra novela desarrolla un tipo de discurso  que suele asociarse a las obras de Manuel Puig, autor que en palabras de Vivas Lacour se singulariza pues en sus relatos: “aparece constantemente lo masificado, lo artificial, siempre asociado al deleite del público común(…)” y se trabaja: “lo marginal, lo  estereotipado, incluso lo cursi”.

Gran salto expresivo el ofrecido por Vargas Llosa en esta pieza narrativa cuando podemos relacionar este texto con un autor tan divergente a su estética como fue Puig, y al que el propio peruano ha definido como escritor de poderosa imaginación pero sin grandes ideas. Porque independientemente de las opiniones que pueda ofrecer Vargas Llosa sobre la novela sostenida en segmentos de la cultura popular, muchos coinciden en señalar la filiación de este libro suyo con esa corriente narrativa.  No en vano Cabrera Infante dijo en el 2000: “ La Tía Julia y el escribidor no habría podido tener ese título sin la precedencia de Puig”.

Risibles, exagerados radioteatros llenos de incestos, amores contrariados, catástrofes,  movilizan una pieza en la que por una parte se desarrolla la ficción degradada y ramplona que brota de los dramones folletinescos, y por el otro, como en una suerte de espejo (distorsionador quizás, pero espejo al fin) la historia de un enamorado y casi adolescente Vargas Llosa. Recurso que no es la única referencia duplicada de este libro pues “Varguitas” y el escribidor aparecen en un principio como figuras antagónicas, uno anhelante de los grandes discursos de la literatura; el otro enfrascado en el trabajo incesante de sustituir la realidad gracias a una imaginación mediatizada por las ficciones populares. Pero la novela lentamente los va aproximando, va revelando las sutiles conexiones que se desarrollan entre uno y otro, y la corriente de simpatía que surge entre ambos revela cómo para la formación literaria del joven artista, será fundamental la pasión enfermiza de ese escribidor que de manera quijotesca desarrolla una fijación por el trabajo que lo hunde en la locura.

Es aquí, al ver en ambas novelas el despliegue de un desternillante humor y el acercamiento a la cultura popular y a materiales aparentemente degradados, cuando intuyo cómo Vargas Llosa con inteligencia y valentía se dedicó en la década del setenta a desviar la trayectoria de su propio trabajo. Un desvío que como lector yo sitúo en un terreno peculiar, pues pudiese evocar a Puig en su rescate de los materiales innobles de la ficción masificada, y  también pudiese aproximarnos a Alfredo Bryce Echenique, con sus desmesurados juegos de humor y sentimentalidad.

De alguna manera, uno de los autores fundamentales del Boom de la narrativa hispanoamericana, se atrevió en la década del setenta a participar de los nuevos registros que novelistas posteriores a él (los agrupados en los equívocos nombres del boom junior o el post boom) comenzaban a explorar. Hipótesis que me resulta perturbadora y fascinante. La literatura que se contiene a sí misma, pero que también contiene la pluralidad de otra literatura que comienza perfilar un futuro. El vigor de un Vargas Llosa capaz de redescubrir nuevas voces en su consolidada voz; su valentía al salir de sí mismo, de la seguridad de sus propios éxitos, para explorar la posibilidad de mundos novelescos que en sus tres primeras novelas no hubiese podido alcanzar.

Una manera de crecer desconociéndose; conociéndose en los otros.  

Bibliografía:

JJ. ARMAS MARCELO, Vargas Llosa: el vicio de escribir, Random House Mondadori, Barcelona, 2008.

Alfredo BRYCE ECHENIQUE, La suprema ironía cervantina,  Editorial complutense, Madrid, 2010.

Guillermo CABRERA INFANTE, “La última traición de Manuel Puig”, El País, 24 de julio de 1990.

Fernando IWASAKI, Mario Vargas Llosa: entre la libertad y el infierno, Estelar, Barcelona, 1992.

Mark  TWAIN,  Cómo contar un cuento,  Langre, San Lorenzo de El Escorial, 2010.

José María POZUELO YVANCOS,  Figuraciones del yo en la narrativa, Cátedra Miguel Delibes, Valladolid, 2010.

Donalld L. SHAW, Nueva narrativa hispanoamericana, Cátedra, Barcelona, 1992.

Mario VARGAS LLOSA,  Cartas a un joven novelista, Ariel/Planeta, Barcelona, 1997.                  

La tía Julia y el escribidor, Punto de lectura, Madrid, 2006.

Pantaleón y las visitadoras,  Bruguera, Barcelona, 1980.

Carmen Victoria VIVAS LACOUR, “Las estéticas rechazadas trasforman los espacios de legitimación: la reconciliación con el “gran público” de Manuel Puig”. Revista Lingüística y Literatura, Universidad de Antioquia, año 29, Número 53, enero-junio 2008, pp.37-49.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Méndez Guédez

Ángel Crespo y la salvación por la palabra poética

6 de octubre de 2017 08:58:49 CEST

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     En el mes de junio de 1966 –es decir, casi exactamente un año antes de que comenzase el autoexilio de Ángel Crespo  y cuando éste llevaba veinte participando de una manera muy activa en la vida literaria española cuyo negro aislamiento de la posguerra había contribuido a oxigenar no solamente con su poesía sino también con su crítica de arte y literatura, sus traducciones y las revistas que había dirigido o codirigido- se publicaba en ABC una entrevista con él (anónima aunque dentro de la conocida sección de “El escritor y su espejo” ) a la que pertenece el siguiente fragmento:

    

     “-Usted es un gran defensor de la vanguardia artística y desde la Revista de Cultura brasileña que dirige está ofreciendo al público español ejemplos de la avanzada poesía de vanguardia. Su Docena florentina ¿será un libro de este tipo? 

    “-No, no es eso exactamente. España es un país de presupuestos culturales distintos de los del Brasil (aunque entre unos y otros haya puntos de contacto interesantes ) y no se puede hacer ahora aquí lo que se hace allí. Por otra parte, creo que una obra debe renovarse partiendo de elementos que ella misma lleve en germen que fructifiquen en contacto con aportaciones exteriores, claro está. Mi poesía ha estado siempre dentro de una línea en la que he tratado de conjugar un modo de hacer muy acendrado en la tradición lírica española con mis experiencias personales, tanto vitales como literarias. Quiero decir que, en una forma que he trabajado mucho y he contrastado con poetas españoles, tanto los medievales como los pre-renacentistas –por ejemplo- he querido integrar procedimientos modernos tales como la libertad de imágenes aportada a la poesía mundial por el surrealismo y las de los demás ismos. Todo ello, como es lógico, partiendo de mi experiencia vital, de mis vivencias del campo manchego, tanto como de las que me ha proporcionado mi actividad de crítico de artes plásticas, y mi contacto con la realidad española en general (…) Yo nunca me he sentido tentado a abandonar la parte de artesano de la palabra que todo poeta debe tener. No creo en una poesía en la que se descuida el lenguaje como no creo en una pintura en la que se descuida la técnica y no creería en una arquitectura en la que el arquitecto descuidase el material con que trabaja.”

 

     En aquel momento, y precisamente con Docena florentina, libro que aparecería poco después, Ángel estaba a punto de concluir lo que se convertiría en la primera extensa etapa  de su obra poética, comenzada en 1950 con Una lengua emerge[1] y continuada con la serie de otros ocho libros[2]  que jalonarían su vida desde Claro: oscuro (1975)   hasta Iniciación a la sombra , aparecido en 1996, año siguiente al de su muerte.

     En 1966 estaba, pues, “en medio del camino” de su vida, título que en 1971 daría –en homenaje a Dante, a quien estaba traduciendo entonces, pero también en alusión al momento de su obra propia- al volumen que recogió su primera época y que apareció en Barcelona cuando nosotros vivíamos ya en Puerto Rico y él hacía unos años que se había alejado de la escena literaria española.

     Los años 60 habían sido los de la lucha por el realismo en que se embarcó una buena parte de los poetas españoles que se contaban entre  los opositores a la dictadura franquista y Ángel había participado de una manera a la vez intensa y peculiar en esta batalla por el realismo –en pleno auge cuando nosotros nos conocimos- comulgando con los ideales de su generación en cuanto a la necesidad de apoyar la denuncia  de la falta de libertad y de la injusticia social que se vivía en España pero condenando a la vez la utilización en poesía del lenguaje prosaico que había impuesto el realismo marxista. Es a esta peculiaridad a la que se refería, sin duda Rafael Soto Vergés cuando, al hacer una reseña de Suma y sigue –el libro que apareció dentro de la Colección Colliure en 1962- señala el “naturalismo latente, que no llega a serlo porque está animado por el soplo del símbolo” de los libros anteriores y, a propósito del reseñado indica “la función mediadora –técnica y temática- de su poesía entre el prosaísmo neoilustrativo de ciertas tendencias actuales justificado por ideas ético-sociales, y el vigor expresivo y estilístico abandonado por muchos poetas a tenor de una mayor eficacia ideológica”.

      La complejidad de la posición –a la vez realista y visionaria- en la que Ángel se había colocado entonces (que le habría de valer la separación de sus compañeros de la generación realista) era absolutamente coherente con lo que había sido su poesía desde 1950: es decir, la época que Leopoldo de Luis calificaría en 1960 de mágico-realista al hacer una crítica de la Antología que le publicó José Albi (también en 1960)[3] y señalar que su realismo-mágico  no adultera la realidad sino que la desentraña y que su misterio brota de las cosas. Ahondando más en el problema y tomando posición en la cuestión de la generación realista, el hispanista italiano Mario Di Pinto publicó, en 1964, un extenso estudio sobre la poesía de Crespo [4]  en el cual llega a la conclusión de que éste es un poeta “de actitud realista” ya que su primera formación y la primeras etapas coinciden con la crónica literaria de los últimos veinte años y participan de las convicciones y las polémicas del grupo al que está ligado ideológicamente , pero que “en seguida se distingue , aun dentro de la temática realista, por una preocupación estilística más puntual, una perseguida y alcanzada personalidad expresiva que sus mismos compañeros de generación reconocen. Se advierte en su poesía , más abierta y consciente que en otras, la voluntad de conciliar el lenguaje lírico con el narrativo” Y añade: “Caballero Bonald ha puesto en evidencia el carácter personal –y original en la poesía actual- de esta fusión de técnicas expresivas: ‘Acaso como ningún otro español de hoy Crespo gusta de yuxtaponer cualquier derivación de tipo simbólico a una premeditada apoyatura en el lenguaje de coloquio común’”.

 

    

    2

 

Todas estas informaciones querría que sirviesen para situar, en medio de su curso, la trayectoria de un poeta que (como observaba Oreste Macrí en la reseña que en su momento dedicó al libro de Di Pinto) a pesar del aparente realismo de entonces se manifestaba como uno de los herederos del simbolismo europeo, y para explicar el por qué la crítica lo califica de “independiente”, cosa que realmente fue pues si entró en las cuestiones más palpitantes de su momento histórico lo hizo con espíritu crítico y sin alejarse de su concepción inicial de la poesía como palabra salvadora, asunto para entrar en el cual quiero empezar citando -como he hecho en otras ocasiones- las declaraciones con que se presentaba la revista Deucalión[5], que él fundó en 1951 y que fue su primera gran empresa cultural.

    Haciendo referencia al héroe griego que daba nombre a la revista y que según los antiguos mitos había repoblado la tierra después de que ésta hubiera sido castigada por los dioses con un diluvio, se lee en las palabras liminares de su número 1: “Venimos, como Deucalión, tirando piedras a nuestras espaldas; pretendemos, también, salvarnos del diluvio inevitable. Consultamos, asimismo a los dioses y, como él, esperamos que nos acompañen.// El arte toma palabras y elementos heridos de muerte por la inanición y el cansancio y los trueca en cosas pimpantes, vivas y vivificadoras. E imprime al color sentido de música o da a la palabra temblor de víscera. El arte y la poesía son, en su actuar, deucaliones eternos.// Reunimos aquí los deucaliónicos frutos. Queremos dar a luz en estos cuadernos todo lo que trascienda sentido salvador”.

    Encubiertas por las referencias mitológicas, estas declaraciones –que Ángel redactó junto con su juvenil compañero de aventuras literarias en Ciudad Real Fernando Calatayud- aludían a las circunstancias de la España de la inmediata posguerra en la que todo debía ser reconstruido y de ellas quiero destacar la fe en el poder vivificador del arte, la condición de seres vivos con que se conciben las palabras, y la voluntad de ejercer una misión salvadora a través del arte. En estas ideas y propósitos se advierte ya el núcleo de la poética propia de Ángel Crespo, que entonces había realizado –a través del postismo- el aprendizaje de las vanguardias  y lo había incorporado a su comprensión de la función de la poesía  de la manera siguiente: “Si la poesía no sirviese para liberarnos no serviría para nada. Tal vez esa liberación siga caminos ocultos, como se dice de los de Dios, pero los resultados son innegables: única liberación sin concesiones y sin estériles derramamientos de sangre”[6].

               Salvación por el arte, liberación a través de la poesía: ¿Cómo entender estas definiciones poniéndolas en relación con la obra de Ángel Crespo? Para contestar a la pregunta tenemos que tener en cuenta que el desarrollo de su obra, unido al de su vida, se divide en las grandes etapas mencionadas antes que, a su vez, pueden subdividirse en otras dos. Si las dos más extensas están separadas por la fecha de su salida de España, dentro de la primera  se pueden señalar con claridad  dos momentos diferentes que se corresponden con el cambio de década, mientras que en la segunda se marca  una diferencia entre la poesía de los años 70 y 80, en la que se trasluce la relación con los distintos países en los que vivió, y la de los 90, más abstracta y hermética[7].             

               Empezando por la primera de todas ellas hay que decir que cuando aparecen Una lengua emerge y Deucalión el poeta y sus compañeros de aventura-entre quienes se contaban artistas plásticos como Gregorio Prieto, Francisco Nieva, Ángel Ferrant, Antonio Saura,  Santiago Lagunas, Agustín Redondela y Agustín Úbeda, y poetas como Carlos Edmundo de Ory, Gabriel Celaya, Carlos de la Rica, Miguel Labordeta, José Albi, Ricardo Gullón, Manuel Álvarez Ortega, Camilo José Cela, Gabino-Alejandro Carriedo, Antonio Fernández Molina, José Manuel Caballero Bonald, Miguel Pinillos, Antonio Murciano, Gloria Fuertes…- estaban dominados por el optimismo y el  deseo de “querer tener fé” en el resultado de sus esfuerzos que alentó a muchos intelectuales y artistas de la inmediata posguerra en la tarea de reconstrucción de la vida del país y de recuperación de la brillante cultura española anterior a la guerra.

              Tras su participación en el postismo, el aprendizaje (autodidacta) de su adolescencia  y la aparición de su primer libro, Ángel sabía muy bien lo que quería y –como explica en su “Autolectura en Parma”[8], la idea de la salvación supuso entonces  para él la busca y la afirmación de su propia personalidad mediante la comprensión del mundo que le rodeaba (que  se le aparecía lleno de misterios) y de su situación respecto a él, a través de una palabra poética que sólo podría iluminarlo si era nueva y propia, surgida de  la circunstancia vital única del poeta en su mundo. Y si era capaz de enlazar la herencia del pasado con la apertura hacia el futuro, que es en lo que residiría su función curativa, liberadora.

              Ambas cosas juntas podríamos decir que definen la utilidad personal y la función social del arte que Ángel buscó en aquel momento y desde el punto de vista formal están muy ligadas a las ambiciones de la pintura moderna (cuya crítica ejercía) que concebía la obra de arte como un objeto autónomo, capaz de contener su propio significado gracias a su forma. Sería interesante incluir aquí ejemplos de lo que digo pero, por no salirme de los límites de este artículo, remito al lector a poemas como“El heredero” de La cesta y el río (1957) o “El lobo” y “Junio feliz” de Junio feliz (1959), en los que resulta muy patente esa libertad surrealista de las imágenes, ese mundo visionario a que se refiere el mismo autor, y esa aura mágica de que hablan los críticos que he citado al principio con las que el poeta se enfrenta a las experiencias de su adolescencia descubriéndose a si mismo y a sus reacciones al escuchar el aullido nocturno del lobo desde la casa familiar en el campo, descubrir el incomprensible sentimiento de culpa que le invade en el piso ciudadano y solitario, o encontrarse con los abuelos ya desaparecidos en las tierras que fueron suyas.

               La misma calidad de pieza artística y autónoma que buscaba para la expresión de sus propias emociones la exigía Ángel Crespo en la poesía comprometida y, con el propósito de reunir y estimular a quien pudiese estar de acuerdo con é,l fundó en 1960, con Gabino-Alejandro Carriedo, la nueva revista Poesía de España que jugó un papel en la unificación de un lenguaje generacional que no ha sido aún estudiado y que –cansados de la presión a favor de las tesis marxistas de sus compañeros de lucha política- sus fundadores dejaron de publicar tres años después de su aparición . Para entonces, Ángel ya había tomado nuevas posiciones en la defensa de la salvación colectiva por el arte en la Revista de Cultura Brasileña que había fundado con la complicidad de João Cabral de Melo Neto[9] ,correligionario de lucha política y estética, y que dirigió en solitario hasta 1970 cuando, viviendo ya nosotros en Puerto Rico, renunció a ocuparse de ella.

     Desde la Revista de Cultura Brasileña –que por ser editada por la Embajada del Brasil en Madrid no pasaba la censura franquista- pudimos difundir a nuestro gusto (pues yo también participé en la tarea) entre los intelectuales y artistas españoles un tipo de poesía experimental de intención revolucionaria, tanto en la intención como en la forma, que estaba en estrecha relación con las vanguardias europeas y, así, apoyar el propósito que Ángel explica claramente en las declaraciones a Leopoldo de Luis para su Antología de la poesía social de 1965 donde se lamenta de que  la social española del momento esté más cerca del tremendismo –que considera una supervivencia romántica- que del realismo porque “se ha tenido en cuenta lo que se dice pero no la manera de expresarlo” y con ello “se ha empobrecido el lenguaje y, así, se ha producido esa crisis de expresión que ha conducido a la no menos triste de valores, que también padecemos” porque “¿cómo puede facilitarse un cambio de circunstancias sociales con una técnica conformista?”.

     Como he mencionado al principio, en aquel año de 1965 Ángel había escrito ya los poemas de Docena florentina que se publicaron en la colección “Poesía para todos” -que fue otro de los lugares de encuentro de la generación realista junto con la Colección Colliure, la recién citada Antología de De Luis y Poesía de España- pero, como he escrito en otro lugar, en este librito de título a la vez minimalista y culto, “a cuya génesis formal no fue ajeno sin duda el concretismo brasileño ni el collage de  culturas e imágenes de las lecturas recientes de Ezra Pound a que le había llevado el estudio del concretismo, emergen los temas de la libertad personal en la elección de patria y de compañía (“Una patria se elige”), el rechazo a la sociedad capitalista (“Cambios”,“Ponte Vecchio”,…), la crítica a la opresión nacionalcatólica (“Savonarola”, Galileo Galilei”)…) así como también el tema del exilio propio, casi augurado por la figura de Dante (“Dante Alighieri”) a quien –después de haber leído en la adolescencia como viajero por los infiernos y encontrado en la juventud como ‘il miglior fabro’ con la ayuda de Eduardo Chicharro, contempla ahora como el hombre político y exiliado que cumplió lejos de la patria su destino de poeta”[10]. Se trata, pues, de un libro fronterizo entre la primera época y la segunda de su obra y de su vida y de una despedida de la inmersión en las luchas del tiempo histórico de la España en que le había tocado nacer y vivir su juventud. En agosto de 1967, cuando los dos nos fuimos a Puerto Rico, en cuya Universidad nos habían ofrecido trabajo, Ángel tenía cuarenta y un años y dejaba en Madrid una buena posición como abogado y un puesto destacado en el mundo literario para emprender una nueva vida.

     El alejamiento de las luchas españolas –políticas y literarias-, la adaptación a un país de diferente clima y cultura y la dedicación a los trabajos que le imponía la vida académica iban a determinar de una manera muy directa el cambio de rumbo de su obra pues ahora se encontraba enfrentado de nuevo a su soledad, y a la necesidad de encontrarse otra vez a si mismo como en los tiempos adolescentes pero era poseedor de una experiencia que no iba a desperdiciar y  su poesía que es la parte más íntima de su obra, va a conducirle hacia la exploración de la propia conciencia y de sus relaciones con el mundo ya no de manera ingenua e intuitiva como en su juventud  sino conscientemente de modo “más metafísico que espiritualista y quizás un tanto enlazado, mucho más que con el platonismo, con las interpretaciones actuales y [suyas] personales del esoterismo eterno, es decir, poético” como  explicaba en la “Autolectura” ya mencionada que pronunció en la Universidad de Parma en 1982. Esa busca de la salvación,(de la liberación) por caminos esotéricos y espiritualistas  es paralela a la que emprendieron otros poetas no realistas de su generación (algunos unidos ocasionalmente a las revistas del realismo mágico) como Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta y José Ángel Valente quienes –como Ángel-  tiene como antecedentes famosos dentro de la poesía española moderna a autores comoJuan Ramón Jiménez y  Valle- Inclán,  A ellos les convienen las palabras del crítico rumano Alejandro Busuiceanu quien , al hablar en la España de la posguerra de una poesía del conocimiento del tipo que Ángel buscaba afirmaba: “ Toda actividad de orden creador se caracteriza por el esfuerzo del espíritu de escaparse a la realidad inmediata y de la tiranía de la lógica racional para alcanzar la libertad reveladora de lo irreal, lo irracional o, si se quiere, de aquella presencia abstracta y absconsa que presentimos pero que queda inaccesible al conocimiento lógico, racional (…) Toda la poesía moderna empezando por Baudelaire y llegando hasta los más inquietos poetas actuales, es el reflejo de este esfuerzo, a veces feliz, a veces desesperado, de penetrar por el pensamiento o por la visión reveladora en lo trascendental. El logro o el fracaso de este atrevido intento definen la posición del poeta y su actitud ante  el sentido del mundo”[11].

   

  3

 

   Esta aventura del conocimiento superior, entendida como la salvación del espíritu,  y emprendida con todo el rigor y  la pasión de una prueba iniciática empieza a reflejarse en la poesía de Ángel a partir de Claro: oscuro (1978) donde aparecen las figuras de sus dioses sin nombre que encarnan las fuerzas de lo desconocido y que continúan presentes en El aire es de los dioses (1982) y la mayor parte de los libros recogidos en El bosque transparente ( 1983), libro de libros en el que, sin embargo, se incluye uno,  Donde no corre el aire (1981) donde el lenguaje mitológico cede terreno al alquímico –es decir, el de las referencias directas a los diferentes estados de una materia que se transforma- que va a expandirse en los dos últimos libros: Ocupación del fuego(1990) e Iniciación a la sombra (1996) y que refleja el último grado de un proceso de purificación , a la vez místico y alquímico que había comenzado con la búsqueda de lo misterioso en las realidades terrestres de su adolescencia y, después de atravesar las luchas de la vida ciudadana y las creaciones humanas del arte, se sublima en la materia elemental del el aire, el fuego, la luz y las sombras[12].

     Como en diferentes estudios y escritos sobre otros autores Ángel se ha referido a la alquimia como transformación espiritual y a la poesía como alquimia es posible usar esta palabra –que aparece por primera vez en sus trabajos sobre Dante - para entender su propia poesía y aplicarla a la transformación que va experimentando  su propia obra. Así, al referirse al poeta portugués Jorge de Sena, en una ponencia titulada “Una lectura alquímica de las Metamorfoses de Jorge de Sena” que presentó en un Simposio sobre el portugués celebrado en la Universidad de California en 1981[13], y refiriéndose a la posibilidad de experimentar una metamorfosis personal a través de las actividades del espíritu, trae a colación un párrafo del libro hermético La luz que surge por si misma de las tinieblas donde se afirma que “la materia de la que se obtiene la piedra [filosofal] es única y, sin embargo, la poseen tanto los pobres como los ricos. En su craso error, el vulgo la desecha como si fuera cieno, o la vende frecuentemente a precios ridículos, cuando es materia inapreciable para los filósofos avisados”, y lo comenta del modo siguiente: “¿No será esta materia el espíritu? ¿Única base pensable de la inmortalidad, único agente realmente transmutador, metamorfoseador, al alcance del hombre, de todos los hombres? (…) Me atrevo a glosar que la piedra filosofal, según Jorge de Sena, o bien es el espíritu del poeta que, en principio, es libre y a él solo pertenece, o bien es la palabra poética –precipitado único, piedra filosofal del espíritu”.

     Por mi parte, no puedo por menos de citar aquí, como colofón de estas palabras introductorias a los textos sobre Ángel Crespo que publica la revista Turia  los versos finales del poema titulado “Mi palabra” que aparecen en Una lengua emerge , como sabemos primer libro del poeta:

……

¿A dónde irás, vendrás?

Tú, suspensa en el aire

-y nacida de mi-,

cómo será posible que no quedes

y que te vayas para siempre ya?

¿Toda tu fuerza acaba

en esa vibración que hace que el aire

se conmueva, una pizca

de polvo haga caer

en una hoja?

 

Pero tú, mi palabra,

no te puedes perder.

la sangre de mi espíritu

no se puede perder, no nos podemos

perder, palabra mía.

¿A dónde irás, iremos?

 

    A sus veinticuatro años Ángel Crespo había encontrado ya intuitivamente que su salvación dependía de la palabra y andando el tiempo identificaría la palabra poética con “el precipitado único, la piedra filosofal del espíritu”.

     Toda su larga y variada travesía estuvo guiada por aquel hallazgo sin que  ello le hiciese renunciar a lo que a él le gustaría llamar su vertiente exotérica: es decir, a su primer compromiso con la apertura de la cultura española al mundo pues su aportación directa  a ella después de su exilio no iba a ser solamente la poesía que continuaría escribiendo y publicando sino también los estudios y grandes traducciones que emprendió desde su establecimiento en Puerto Rico y continuó durante los años en que, tras su regreso a España, vivió en Barcelona y en Calaceite, empezando con la Comedia de Dante y terminando con la obra de Fernando Pessoa y los poetas italianos del siglo XX, sin olvidar a la poesía brasileña y la portuguesa, la francesa medieval o un terreno tan desconocido como la retorromana, ni las colaboraciones en la prensa cultural que emprendió a principios de los años 80 y continuaría hasta su muerte.

 



[1] Entre Una lengua emerge y Docena florentina Ángel Crespo publicó Quedan señales, La Pintura, Todo está vivo, La cesta y el río, Oda a Nanda Papiri, Puerta clavada, Suma y sigue, Cartas desde un pozo y No sé cómo decirlo.

[2] Entre Claro:oscuro e Iniciación a la sombra aparecieron Colección de climas, Donde no corre el aire, El aire es de los dioses, Parnaso confidencial, El ave en su aire y Ocupación del fuego.

[3] Ángel Crespo, Antología poética, selección de Ángel Crespo y José Albi. Ediciones de la revista Verbo, 1960.

[4] Este estudio de Di Pinto es el Prefacio a Ángel Crespo, Poesie. A cura di Mario Di Pinto, Salvadores Sciacia Editore, Caltanissetta-Roma, 1964.

[5] Diputación de Ciudad Real, departamento Provincial de Seminarios, marzo de 1951-septiembre de 1953. Existe una edición facsímil de 1986, editada por la Diputación Provincial de Ciudad Real.

[6] Cf Ángel Crespo, Antología poética. Selección de Ángel Crespo y José Albi, cit.

[7]Al pensar en la poesía de los años 90 me refiero, sobre todo, a Ocupación del fuego´e Iniciación a la sombra.

[8] Esta Autolectura fue pronunciada en la Universidad de Parma, en 1982, a invitación del prof. Gaetano Chiappini.

[9] El poeta brasileño Joao Cabral de Melo, que era entonces Cónsul de su país en Sevilla, había estado antes destinado en los Consulados de Barcelona y Madrid, donde entabló una estrecha amistad con Ángel Crespo.

[10]Cf. Pilar Gómez Bedate, “Para situar la obra de Ángel Crespo”, en la revista Ínsula, 670, p. 3.

[11] Cf.  Ínsula, 39, 15 de marzo de 1949, p.8.

[12] Un tratamiento más detallado de este asunto lo he hecho en Ínsula,.670 cit. y en “Una aproximación a los dioses de Ángel Crespo: de Claro:oscuro a Ocupación del fuego”, en VVAA, En Florencia, para Ángel Crespo y su poesía, Atti della Giornata di Studi, 1999, Florencia, Alinea Editore, 2000.

[13] Este estudio se publicó por primera vez en VVAA, Studies on Jorge de Sena, Santa Barbara, Universidad de California, 1981. Posteriormente en A.Crespo, Por los siglos, Valencia, Pre-Textos, 2001.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Gómez Bedate

El gigante enterrado

6 de octubre de 2017 08:52:06 CEST

 

 

CAPÍTULO UNO

 

Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que más tarde Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran kilómetros de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que les eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban estas tierras. La gente que vivía en los alrededores —uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres— es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos, y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo sacar comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.

            En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se le recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.

            En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez esos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían «aislados» en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos excavados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones —«edificio» sería una palabra demasiado grandilocuente— junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.

            No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que, en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, hubierais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, no hubierais tenido garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.

            Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Estancia en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego, cuando vivían con sus hijos. De hecho, esta idea era la que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.

             Tal vez ese fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento helado aún se hacía notar, incluso con la capa de Beatrice con la que se había envuelto. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que, para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.

            Se puso lentamente de pie, lamentado haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería volver a recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, le parecía que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental —una que llevaba mucho tiempo posponiendo— y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.

            Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar por ellos guiándose por el tacto hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las «puertas» de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de este arreglo no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado demasiado no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la estructura y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.

            Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas.

            Estuvo tentado de despertar a su esposa. Porque una parte de él le decía que, si en ese momento ella estuviese despierta y hablase con él, cualquier última barrera que todavía se interpusiese entre él y su decisión acabaría por desmoronarse. Pero aún faltaba un poco para que la comunidad se levantase y diese comienzo un nuevo día de trabajo, de modo que se acomodó en la banqueta baja en la esquina de la estancia, todavía envuelto en la capa de Beatrice.

            Se preguntó si esa mañana la niebla sería muy espesa y si, a medida que la oscuridad se disipase, descubriría que se había ido filtrando en su estancia a través de las grietas. Pero de pronto sus pensamientos se alejaron de esos asuntos y regresaron a lo que llevaba un tiempo preocupándole. ¿Los dos habían vivido siempre así, en la periferia de la comunidad? ¿O en algún momento del pasado las cosas habían sido muy diferentes? Hacía un rato, en el exterior, habían vuelto a su mente algunos recuerdos fragmentarios: una fugaz imagen de sí mismo recorriendo el largo pasillo central de la madriguera rodeando con el brazo a uno de sus hijos, caminando un poco inclinado, no a causa de la edad como podía suceder ahora, sino simplemente porque quería evitar golpearse la cabeza con las vigas debido a la escasa luz. Probablemente el niño estaba hablando con él; acababa de contarle algo divertido y ambos se reían. Pero ahora, como hacía un rato en el exterior, no lograba que nada quedase fijado en su cabeza, y cuanto más se concentraba, más difusos parecían hacerse los recuerdos. Tal vez todo esto no fuesen más que imaginaciones de un viejo chiflado. Tal vez Dios nunca les hubiese dado hijos.

            Acaso os preguntéis por qué Axl no se dirigía a los otros aldeanos para que le ayudasen a recordar su pasado, pero no era tan sencillo como pueda parecer. Porque en esta comunidad raras veces se hablaba del pasado. No pretendo decir que fuese tabú. Quiero decir que en cierto modo se había diluido en una niebla tan densa como la que queda estancada sobre las zonas pantanosas. Simplemente a estos aldeanos no se les pasaba por la cabeza pensar en el pasado, ni tan siquiera en el más reciente.

            Por poner un ejemplo de algo que llevaba cierto tiempo preocupando a Axl: estaba seguro de que no hacía mucho tiempo había habitadoentre ellos una mujer con una larga melena pelirroja, una mujer considerada fundamental para la aldea. Cuando cualquiera se hacía una herida o enfermaba, era a esta mujer pelirroja, experta en sanar, a la que se recurría. Y sin embargo ahora ya no había ni rastro de ella, pero nadie parecía preguntarse qué había sido de aquella señora, ni se lamentaban de su ausencia. Cuando una mañana Axl mencionó el asunto a tres vecinos mientras trabajaban juntos rompiendo la capa de hielo que cubría un campo, su respuesta le dejó claro que no tenían ni idea de sobre qué les estaba hablando. Uno de ellos incluso había hecho una pausa momentánea en el trabajo en un esfuerzo por recordar, pero había acabado negando con la cabeza.

            —Tuvo que ser hace mucho tiempo —sentenció.

            —Yo tampoco recuerdo en absoluto a esa mujer —le había asegurado Beatrice cuando él le sacó el tema una noche—. Axl, tal vez la imaginaste en sueños porque te gustaría contar con alguien así, pese a que tienes una esposa que está a tu lado y que es capaz de mantener la espalda erguida mejor que tú.

            Eso había sucedido en algún momento del otoño pasado, y habían permanecido tumbados uno junto al otro en su lecho, completamente a oscuras, escuchando cómo la lluvia repiqueteaba contra su refugio.

            —Es cierto que en todos estos años apenas has envejecido, princesa —le había dicho Axl—. Pero esa mujer no era un sueño, y tú misma la recordarías si dedicases un momento a pensar en ella. Hace tan sólo un mes estaba ante nuestra puerta, un alma bondadosa preguntando si necesitábamos que nos trajera algo. Seguro que lo recuerdas.

            —¿Pero por qué deseaba traernos algo? ¿Tenía alguna relación de parentesco con nosotros?

            —-Creo que no, princesa. Sólo trataba de ser amable. Seguro que lo recuerdas. Aparecía a menudo ante la puerta preguntando si teníamos frío o hambre.

            —Lo que pregunto, Axl, es ¿por qué tenía con nosotros esas deferencias?

            —Yo también me lo preguntaba entonces, princesa. Recuerdo haber pensado: vaya, he aquí una mujer que se preocupa por atender a los enfermos, y sin embargo nosotros dos estamos tan sanos como el resto de la comunidad. ¿Tal vez se habla de alguna plaga inminente y ella ha venido para examinarnos? Pero resulta que no hay ninguna plaga y esa mujer simplemente está siendo amable. Ahora que hablamos de ella, me vienen más recuerdos a la cabeza. Se quedó allí de pie y nos dijo que no nos angustiásemos cuando los niños se mofaban de nosotros. Eso fue todo. Y no volvimos a verla.

            —Axl, no sólo esa mujer pelirroja es fruto de tu imaginación, sino que además resulta que es tan tonta como para preocuparse por unos cuantos niños y sus juegos.

            —Eso es lo que pensé entonces, princesa. Qué daño pueden hacernos unos niños que simplemente pasan el rato por aquí cuando fuera hace un tiempo de perros. Le dije que ni se nos había ocurrido pensar en eso, pero ella insistió amablemente. Y recuerdo que entonces dijo que era una pena que hubiéramos pasado tantas noches sin una simple vela.

            —Si a esa mujer le apenaba que no dispusiésemos de una vela —había dicho Beatrice—, al menos en algo tenía toda la razón. Es un insulto que se nos haya prohibido tener una vela en noches como esta, teniendo unas manos tan firmes como las de cualquiera de ellos. Mientras que hay otros que tienen velas en sus estancias, pese a que cada noche se les sube la sidra a la cabeza o incluso tienen niños que corretean como salvajes. Y sin embargo es a nosotros a quienes nos quitan la vela, y ahora, Axl, apenas puedo ver tu silueta pese a que estás pegado a mí.

            —No tienen ninguna voluntad de ofendernos, princesa. Simplemente es el modo en que siempre se han hecho las cosas, no hay más motivo que ése.

            —Bueno, tu mujer imaginaria no es la única que considera que es desconcertante que nos tengan que quitar la vela. Ayer, o tal vez fue anteayer, fui hasta el río y al pasar junto a las mujeres estoy segura de que les oí decir, cuando creían que ya no podía oírlas, la desgracia que era que una pareja que todavía camina perfectamente erguida como nosotros tuviera que pasar todas las noches a oscuras. De modo que esa mujer con la que has soñado no es la única que piensa de este modo.

            —No es fruto de mi imaginación. Te lo repito, princesa. Hace un mes aquí todo el mundo la conocía y tenía una palabra amable para ella. ¿Cuál puede ser la causa de que todos, incluida tú, os hayáis olvidado por completo de su existencia?

            Al recordar ahora, en esta mañana de primavera, la conversación, Axl se sintió casi preparado para admitir que había estado equivocado con respecto a la mujer pelirroja. Después de todo, era un hombre de edad avanzada, propenso a las confusiones ocasionales. Y sin embargo, este asunto de la mujer pelirroja era uno más de una sucesión de episodios desconcertantes. Resultaba frustrante que ahora no le vinieran a la cabeza algunos de los múltiples ejemplos, pero había muchos, de eso no había duda. Estaba, sin ir más lejos, el incidente relacionado con Marta.

            Era una niña de nueve o diez años que siempre había tenido reputación de no temerle a nada. Todas esas historias que ponían los pelos de punta sobre lo que les podía suceder a los niños que se iban por ahí solos no parecían hacer mella en su afición por la aventura. De modo que la tarde en que, cuando quedaba menos de una hora de luz diurna, con la niebla avanzando y los aullidos de los lobos audibles en la ladera de la colina, se corrió la voz de que Marta había desaparecido, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo alarmado. Durante un rato, varias voces gritaron su nombre por toda la madriguera y se oyeron pasos corriendo arriba y abajo por los pasadizos mientras los aldeanos revisaban cada dormitorio, los huecos excavados como almacenes, las cavidades bajo los travesaños, cualquier escondrijo en el que una niña pudiese esconderse para divertirse.

            Y entonces, en pleno pánico, dos pastores que regresaban de su turno en las colinas entraron en la Gran Sala y empezaron a calentarse junto al fuego. Mientras lo hacían, uno de ellos comentó que el día anterior habían visto a un águila volando en círculo sobre sus cabezas, una, dos y hasta tres veces. No había duda, dijeron, de que era un águila. Sus palabras se propagaron rápidamente y al poco rato se congregó alrededor del fuego una multitud para escuchar a los pastores. Incluso Axl se apresuró a unirse a los demás, ya que la aparición de un águila en su país era desde luego una novedad. Entre los muchos poderes que se les atribuían a las águilas estaba la capacidad de ahuyentar a los lobos, y en otros lugares, se decía, los lobos habían desaparecido gracias a esos pájaros.

            Al principio los dos pastores fueron ávidamente interrogados y les hicieron repetir la historia que contaban una y otra vez. Progresivamente se empezó a extender el escepticismo entre sus oyentes. Se habían oído historias parecidas muchas veces, señaló alguien, y siempre habían acabado resultando infundadas. Otro de los presentes recordó que esos mismos pastores habían contado la misma historia la primavera pasada y después no se produjo ni un solo avistamiento. Los pastores negaron con indignación haber contado nada de eso en el pasado y la multitud no tardó en dividirse entre los que se pusieron del lado de los pastores y los que afirmaban recordar vagamente el supuesto episodio del pasado año.

            A medida que la trifulca se avivaba, Axl notó que le invadía esa sensación familiar y agobiante de que algo no cuadraba y, alejándose del griterío y los empellones, salió al exterior para contemplar el cielo del anochecer y la niebla que se deslizaba a ras de suelo. Y al cabo de un rato, las piezas empezaron a encajar en su cabeza: la desaparición de Marta, el peligro, cómo no hacía mucho todo el mundo la había estado buscando. Pero esos recuerdos ya se estaban haciendo confusos, de un modo parecido al de un sueño que se diluye durante los segundos posteriores al despertar , y fue sólo mediante un supremo acto de concentración que Axl logró retener la imagen de Marta mientras las voces a sus espaldas seguían discutiendo sobre el águila. Y entonces, mientras seguía allí plantado, oyó la voz de una niña canturreando para sí misma y vio emerger a Marta de entre la niebla ante él.

            —Eres muy rara, niña —le dijo Axl al verla venir brincando hacia él—. ¿No tienes miedo de la oscuridad? ¿De los lobos o de los ogros?

            —Oh, sí que les tengo miedo, señor —le respondió con una sonrisa—. Pero sé cómo esconderme de ellos. Espero que mis padres no hayan estado preguntando por mí. La semana pasada encontré un escondrijo perfecto.

            —¿Preguntando por ti? Por supuesto que han estado preguntando por ti. ¿Acaso no ha estado la aldea entera buscándote? Escucha el alboroto que hay ahí dentro. Eso es por ti, niña.

            Marta se rió y comentó:

            —¡Oh, déjelo ya, señor! Ya sé que no me han echado de menos. Y oigo perfectamente que ahí dentro no están hablando a gritos sobre mí.

            Cuando la niña dijo esto, Axl pensó que sin duda tenía razón: las voces que llegaban desde el interior no discutían sobre ella, sino sobre otro asunto completamente distinto. Se inclinó hacia la entrada para escuchar mejor y cuando cazó al vuelo una frase suelta entre los gritos empezó a recordar la historia de los pastores y el águila. Se estaba preguntando si debería explicarle algo de eso a Marta cuando de pronto ella pasó junto a él y se deslizó hacia el interior.

            La siguió, imaginando el alivio y la alegría que generaría la reaparición de la niña. Y sinceramente, se le pasó por la cabeza que al entrar con ella le atribuirían parte del mérito de su regreso. Pero cuando los dos se asomaron a la Gran Sala, los aldeanos seguían tan enfrascados en su trifulca con los pastores que sólo unos pocos se tomaron la molestia de volver la cabeza hacia él y la niña. La madre de Marta sí se apartó de la multitud lo suficiente para decirle a su hija: «¡De modo que aquí estás! ¡No se te ocurra volver a desaparecer así! ¿Cómo tengo que decírtelo?», antes de volver a dirigir su atención a la disputa alrededor del fuego. Al verlo, Marta sonrió a Axl como diciéndole: «¿Ves lo que te decía?» y desapareció entre las sombras en busca de sus amiguitos.

             

 

Escrito en Lecturas Turia por Kazuo Ishiguro

Menú del día

29 de septiembre de 2017 14:35:59 CEST

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Escrito en Lecturas Turia por Charles Simic

Amanecer

18 de septiembre de 2017 10:09:26 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A bordo de un rompehielos

de seis mil toneladas y dieciocho mil caballos,

leo tu libro, querido amigo, y leo

que el tiempo se ensombrece

en la obsesión de huir, sobre todo

de ti mismo, acechado

por el hastío, esa partida

de luz morada, casi negra,

que tanto cansa, repetida

y última.

Pero de uno mismo no se huye;

uno se engaña

simplemente,

con el frío de las horas contadas

que nadie recuerda; y negocia 

un viaje hacia la primera aurora

en la lejanía

del horizonte, donde los fantasmas

son sólo el hielo que nos hace

y el aire nuevo limpia el pulmón

que apenas te sostiene.

Este barco nos lleva a los dos

mientras escribo,

con tu furia y mi sosiego,

hasta el lugar de los principios.

 

Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

Heinrinch Böll: el escritor, el hombre

18 de septiembre de 2017 10:03:55 CEST

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

Tiempo de mudanzas

11 de septiembre de 2017 13:01:54 CEST

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

Esqueletos en el armario

11 de septiembre de 2017 12:56:19 CEST

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

Nacimiento

4 de septiembre de 2017 09:50:13 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay viento, y el silencio
Lo acuna:
Es algo que quiere ser nacido.

Pues no puedes dormir
Abandona la cama.
Asómate al cristal:
La habitación y el mundo a oscuras.

Arriba, en el mural del cielo ,

Se desborda el osario
Y nada allá , ni aquí, palpita.

El Niño ha sollozado.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Brines

Viaje de Unamuno, con Portugal al fondo

4 de septiembre de 2017 09:46:40 CEST

                              I

Hará cosa de cincuenta años, por la parte de la provincia de Orense que hace linde con Portugal, en torno de Celanova y sus parroquias, creo que se llegó a hacer muy popular una insólita orquesta que, a pique de las fiestas del verano, llegaba para amenizar las verbenas bajo los farolillos del atardecer; tan insólita que estaba compuesta por un solo individuo. Pocas veces, pues, se puede hablar más propiamente de un hombre-orquesta, de uno, por tanto, que era capaz de constituirse en su misma individualidad como una sociedad completa, o sea, en la pura contradicción del modelo según el que reconocemos a las orquestas como tales. Para redundar en esa condición paradójica, este hombre, además, se presentaba cargando a cuestas con un bombo, que llevaba pintado en el derredor de la tripa este nombre: “Orquesta O Solo”. Algunas veces pregunté al historiador Feliciano Novoa, que me contaba de estas andanzas, sobre el aspecto físico de aquel individuo, y hoy me ha quedado que O Solo debía ser un hombre pequeño, delgado, muy moreno, con bigote fino y lacio, con el pelo negro pegado al cuero de la cabeza, por lo normal vestido con una camisa blanca y un pantalón negro bastante rozado del polvo y el uso, todo lo cual le caracterizaba como lo que por allí se llamaba un “lechugino portugués”. Probablemente, al otro lado de la sierra del Laboreiro y a ojos vista de portugueses, entre los que también actuaba, O Solo se convertiría justamente en un “lechugino español”, pero en todo caso, unos y otros, portugueses y españoles, lo verían por igual como a un extraño, alguien que solitariamente llegaba desde afuera. Mientras ellos hacían con su fiesta celebración de su comunidad de usos, costumbres y memorias, y lo hacían juntos y bien orquestados, O Solo llegaba entre ellos como solamente un hombre, es decir, en la desligación de quien no es miembro de ninguna comunidad, de manera que, al contrario de los paisanos que hacían en su fiesta el cuento de sus vidas, la del músico errante no podía contar para nadie, ni en realidad nosotros podemos contarla hoy, de tan poco como sabemos de ella[1] .

Aquellos paisanos metidos en fiestas y arropados aún bajo sus cuentos colectivos, es muy posible que por aquel entonces todavía creyeran escapar con ellos a la labilidad y fugacidad existencial de las vidas, puramente fortuitas, de los individuos errantes. La desnudez de estos venía a consistir, pues, en una desposesión de lo que Kierkegaard, en sus cavilaciones sobre la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna, llamaba “determinaciones sustanciales” —Estado, familia y destino—, constitutivas de las viejas comunidades tradicionales como mundos enteros en cuya plenitud de significación las vidas particulares se abrevaban de sentido, salvándose así de lo desligado de las existencias… desorquestadas. Tal como parecía pensar Aristóteles, el cometido de los personajes de la tragedia y la epopeya era hacer avanzar una acción mediante su inserción en una trama, es decir, en “una acción entera y completa”, con sus hechos concatenados a sus consecuencias, de ahí que se pueda decir que la trama tiene un gran interés en ellos. Pero lo que no tiene trama, en radical distinción de las tragedias, Aristóteles nos dice que es aquel arcaico realismo burlesco y carnavalesco en que se manifestaban las sátiras viejas al albur de caminos, en el errabundaje propio de las borracherías festivas dionisianas. Estas comparsas no actuaban en las ciudades, sino en los komos o aldeas, de cuyos extramuros procedería en fin la comedia y sus acciones ni completas ni conexas, sin argumentos ni tramas y —lo que importa más todavía— sin imitación de los héroes serios, sino en toda caso de alguna persona real, tan irrepetible como cualquier mortal individuo existente.

                                                           II

Cuando el tiempo es únicamente entendido como una trama, un argumento que la lógica causal encauza a un desenlace (lo que modernamente llamaríamos un proceso), ya decía Hannah Arendt que lo normal es que los individuos no signifiquen demasiado —que no cuenten, que la narración no tenga interés en ellos— salvo precisamente como elementos combustibles para empujar el movimiento de la acción, insignificantes, diríamos que cómicos, en su propia entidad. ¿No daría risa la aparición de O Solo con sus bártulos en la plaza del pueblo en fiestas? Este hombre no tomaba parte en la fiesta, solamente la amenizaba, y yo he pensado a veces en él. Me acuerdo de él cuando pienso en la soledad; también cuando las criaturas individuales se me presentan bajo la amenaza de las universalizaciones especulativas, los planes históricos, las teorías sociales y las aniquilaciones gnósticas o nihilistas que por lo visto exige la implantación de otro mundo más perfecto… Me acuerdo también de O Solo cuando pienso en la identidad de una persona o una comunidad construida sobre un antagonismo con las otras. Igual que para O Solo, aquella marca divisoria entre España y Portugal tenía para Unamuno una desde luego que natural (aunque no oficial) permeabilidad cuando desde 1908 o 1909 hizo la crónica de sus viajes a un lado y otro de la frontera ibérica que luego fueron publicadas en el libro Por tierras de Portugal y España en 1911. Pienso en O Solo y pienso en Unamuno al pensar en Portugal y España como si fueran en la realidad lo que todavía pueden ser en la metáfora, esto es, tierras últimas, pasos últimos antes del definitivo Abenland o último confín postrimero tras el que, según la imagen mítica, todo desaparece, es decir, toda expectativa de desenlace favorable, fracasa. Y también pienso en el tipo de fijeza, igualmente mítica, que tuvo la imagen caracteriológica de “lo portugués”, versión casera de “lo trágico”, en la que la postrimería geográfica contagiaba su desvanecimiento frente el abismo a un tipo humano que se reproducía, incluso, en conocidas personalidades egregias (la del desdeñoso Diego Velázquez o la del taciturno Antonio Machado, del que Juan Ramón Jiménez decía que era un “que más da” y un “medio portugués”), como portavoces del lema que viene a decir que nada merece la pena dado que todos los sueños, esfuerzos y promesas de futuro se han de perder en la negra indiferenciación del mar y del olvido. Unamuno mismo dejó escrito en sus crónicas viajeras que “la vida no tiene para él (para el pueblo portugués) un sentido trascendente”, esto es, ningún destino —desenlace— en ningún sentido. Pero sintió una preferencia por Portugal creo que inseparable de la querencia trágica de su espíritu. Por aquellos años de la primera década del siglo XX, visitaba el país al menos una vez al año. Viajaba a Coimbra en busca del poeta Eugénio de Castro o a Amarante en busca de Teixeira de Pascoaes, desde cuya casa solariega quería ver la caída de la comarca de Traz-Os-Montes sobre las laderas que recogen al Miño, es decir, bastante cerca de la parte por donde O Solo cosechaba sus triunfos orquestales. Estos últimos “hombres trágicos” todavía se duelen o, por decirlo más unamunianamente, a ellos todavía les duele esa muerte o final de mundo con el que desapareció un universo de creencias en gran medida tejido —tramado— en forma de relatos comunitarios, pero también la muerte o derogación de las modernas expectativas históricas. Son trágicos, pues, a la antigua y a la moderna, si seguimos a Kierkegaard. Lo que muere ante ellos es en todo caso un relato o historia argumental en el que de una manera u otra quedaba articulada la unidad de lo pensado y lo existente.

A poco contacto que hayamos tenido con Unamuno, sabremos que la esperanza de perduración —el futuro por antonomasia favorable de todos los relatos— es el asunto propiamente suyo, y es con este asunto con el que la tragicidad de los que consideró cuasi hermanos portugueses debió venir a él como el afluente al río que lo recoge. Por de pronto, el Unamuno de los viajes a Portugal es el inmediatamente posterior a la acuñación de sus ideas definitivas acerca de la Historia, a partir, sobre todo, de la publicación de Paz en la guerra, en 1897. No se trata ya del joven Unamuno de fe socialista, progresista o historicista —el que creía en el cumplimiento de un relato—, sino el posterior a lo que los críticos llamaron “crisis religiosa”, de la que dio testimonio en los cuadernos que sólo los editores, muchos años después, llamaron Diario íntimo. Nada seremos capaces de desentrañar de su pensamiento acerca de la Historia —acerca del Tiempo específicamente argumental y narrativo— si no es en recuerdo de aquella novela, a cuya segunda edición (veintiséis años después, en 1923) puso un importantísimo prólogo; pero tampoco entenderíamos nada si no es vinculando la ya defraudada esperanza histórica en la emancipación humana, con la desesperada y trágica esperanza religiosa que cuando comienza el siglo es ya la proa de su pensamiento. Religión e Historia, es decir, “verdad en misterio” y “verdad sin misterio”, aparecen en todo caso como los elementos en liza, con sus dos tramas respectivas. Mientras la Historia, y por antonomasia la idea liberal, hegeliana y socialista de la Historia aparece orientada a su final favorable tras vencer (“superar”, diría la semántica ideológica apropiada) toda resistencia en la pugna antagonista, la Religión, parece pensar Unamuno, hace poner ojos en una eternidad a la que precisamente el éxito mundano o histórico hace resistencia, es decir, una eternidad que no se podrá deducir jamás de la luz o relumbrón o éxito obtenidos en el mundo; y de ahí su querencia hacia lo que aquí resulta invisible, secreto o escondido: la intrahistoria. Es por entonces cuando visita con cierta frecuencia a sus amigos portugueses, a los que considera tan pesimistas como al historiador Oliveira Martins, el autor de la Historia de la civilización ibérica, del que dice que era “un pesimista, es decir, un portugués. El portugués es constitucionalmente pesimista”, etc.

 

                                                           III

Que no haya Naturaleza sino sólo Historia, viene a ser, en pocas palabras, el trágico y dialéctico propósito moderno —la modalidad específica de tragedia, diríamos— que se le presentará a Unamuno bajo el horror de una idea del Tiempo en el que el pasado ha de ser tomado por pasado (“el muerto al hoyo…”, se dice en castellano): “Lo pasado, pasado (…) ¡Frases terribles —escribirá—. Sí, para los que viven en el tiempo fugitivo, para los que pasan por su carrera como un móvil por su trayectoria, como la tierra por su órbita, perdiendo la pasada posición a cada posición nueva. Hay que vivir recogiendo el pasado, guardando la serie del tiempo, recibiendo el presente sobre el atesorado pasado, en verdadero progreso, no en mero proceso”. Porque, ¿qué pasa entonces —pensamos, invitados por Unamuno— con los otros, los amortizados, los que no interesan al argumento que es contado y ven cómo su peripecia vuelve siempre al olvido y a la nada de la indiferenciación de lo real? Ninguna luz de mundo alumbrará su condición, ni podrán invocar en su ayuda justicia alguna, que no sea, claro está, la de Quien, precisamente y como se dice en el Evangelio, “ve en lo escondido”, en lo oculto al relumbrón de gloria y desapercibido al tejido de la historia.

Al pasar un día por la pequeña Guarda, sobre la línea de Beira, en lo que no era sino ciudad a trasmano o dejada de la mano de las guías de viaje, Unamuno se hace su pregunta: “¿Qué tendrá este Portugal —pienso— para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por defuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé; pero, cuanto más voy a él —dice—, más deseo volver. He llegado a creer si no será que estos extremos occidentales se han dado de manos espirituales con los extremos orientales, los de la India, y han llegado al triste meollo de la sabiduría, a la comprensión de la vanidad de todo esfuerzo…” Y eso era sin duda, dicho en un solo pasaje, lo que Unamuno ya llevaba previsto desde adentro de sus ojos al acercarse a Portugal. “Representárame Portugal —dice— como una hermosa y dulce muchacha campesina que da espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma, etc. (…). Porque para Portugal el sol no nace nunca; muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.” No será esta la única figura literaria bajo la que cree ver a los seres sin salvación narrativas, los que no pueden esperar nada de ningún progreso ni proceso; los reconocerá en Constança de Eugénio de Castro o en la igualmente pobrísima Mariana del Amor de perdiçao, de Camilo Castelo Branco; así que ya podemos saber que es en esta literatura romántica y moderna portuguesa, habitada por los seres en desdicha a los que no espera ninguna redención argumental, en la que concreta su aprecio Unamuno, en simetría con el desprecio que le merecía la heroica, platónica o renacentista a la que como cualquier otro país Portugal se había afiliado en su Siglo de Oro. “El culto del dolor —escribió, tras decirnos en unas líneas de esos seres especiales— parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal”. Porque el Unamuno de aquellos años 1907 o 1908 es el pensador en quien ha hecho crisis la confianza en el optimismo progresivo de la razón liberal y su esquema repleto de conceptos sin actos o, lo que es lo mismo, de ideas sin cosas, desencarnadas, esenciales: “mi idealismo, mi socialismo, mi anarquismo, mi fenomenismo…”. Y es, además, no un huido de la religión tradicional, sino un exilado, que supo, como sus hermanos mayores Agustín, Pascal, Kierkegaard…, que el retorno intelectual a la confianza cordial (a la sencillez lenta, escondida, de la vida intrahistórica) es imposible, que el jarrón roto no podrá ser recompuesto, que no podremos simular no saber lo que sabemos y que en la reflexión no seremos nunca capaces de rescatar –ése es el loco sueño de las restauraciones— lo que la propia imaginación reflexiva nos presenta como perdido con la acción ingenua o tácita. Y ésa es la tragedia: “¡Santa sencillez, una vez perdida no se recobra!”, exclama en el Diario. Así que la tan reiterada alusión, en Paz en la guerra, novela del sitio carlista del Bilbao de 1874, a la “trama lenta de la vida” o a “la marcha del telar de la vida ordinaria”, apunta a quienes no tienen historia ni significan nada en ella (pese a que, como el muchacho protagonista, Ignacio, todo lo midan en la comparación con esos personajes de la mitología, la leyenda y la historia épica que significan, en efecto, mucho o todo en una historia: Sansón, Fierabrás, Oliveros, Roldán, Simbad, El Cid, Cabrera, o el bandido José María mismo, tanto le da), pero por eso mismo son eternos, es decir, viven en esa eternidad de la vida trágicamente perdida para el que la piensa desde la historia. Si el lector recuerda la novela, también recordará la fiesta, la verbena, la broma continua —la comedia— en que vive la gente anónima del Bilbao sitiado mientras la historia corre, allá en el monte, de mano de la guerra. Las filosofías dialécticas, tanto como las propulsiones restauradoras, representan igualmente acciones puestas en marcha por la lanzadera de un conflicto de base, de alguna guerra; si tomamos como paradigma la operación hegeliana básica, veremos al modelo estampar su patrón sobre todas las réplicas posteriores que pretendieron entender la realidad como un proceso argumental orientado a la reposición sintética de la totalidad, al rescate de algo perdido. Por el contrario, la novela de Unamuno quiere serlo de la paz, aunque —esto es lo trágico— quien reflexiona en ella esté tan lejos de la paz oscura y lenta de “los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gustan en la historia…”.

En los trágicos poetas y escritores portugueses a los que toma, como a Kierkegaard, por hermanos (los suicidas Antero de Quental o Camilo Castelo Branco, los desesperados o desesperanzados Eugénio de Castro o Teixeira de Pascoaes, en fin, en ese “pueblo suicida”), Unamuno pareció encontrar a los últimos hombres dolientes, desgarrados, anteriores a los nuevos hombres adaptados (“el hombre ideal del racionalismo es el hombre autómata —dice—, perfectamente adaptado al ambiente [todos cuyos] actos son reflejos, y como no hay roce alguno entre su proceso interior psíquico y el proceso exterior o cósmico, [tampoco] hay conciencia). Es decir, que creyó encontrar a los últimos hombres anteriores al paso de la socialización por Europa y al labrado que sobre Europa estaba haciendo la historia acelerada hacia un sintético e inmanente final feliz. “El saber de la tragedia rebasa cualquier didáctica”, decía Paul Ricoeur, “pero sin embargo enseña algo”. Ese algo quizá no consista, sin embargo, en un saber, al modo de algún conocimiento, sino en saber, sencillamente, de manera tal que, en la reflexión retrospectiva, la felicidad o la plenitud toman imagen de ignorancia. El suicida de la moderna literatura de la desesperación se nos presenta como el descubridor, a través de la razón crítica —su saber— de una verdad, por supuesto inexistente, a la que no obstante ha atribuido las notas de la Unidad perdida y las de una Justicia que tras inculpar al mundo de imperfecciones es capaz de condenarlo a la aniquilación en aras de la implantación de la plenitud. Fiat iustitia et pereat mundus es así el inevitable lema nihilista y conclusivo de todas las acciones revolucionarias o restauradoras de la historia en el siglo XX; se puede escuchar en las propias palabras de Antero de Quental o en las de quien Unamuno llamaba “el gran Camilo” —insignes suicidas—, o en las continuas invocaciones de Teixeira, bastante nietzscheanas, a la fusión en el Uno originario, y también en las de “la muerte libertadora” de la que hablaba a Unamuno su fraterno corresponsal don Manuel Laranjeira.

 

                                                                       IV

La famosísima frase del trágico Macbeth acerca de la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”, nos habla, sin embargo, de una modalidad del Tiempo rebelde a ese destino pre-escrito y por lo general dorado de las narraciones argumentales, tal como se presentaba a la imaginación anticipatoria de Lady Macbeth la coronación de su esposo, tan envuelta en resplandores que era capaz de atraer la acción hasta su plenitud realizada, pero más exacta y elocuentemente se dice allí que “hasta la sílaba final del tiempo escrito”. Y está bien dicho: “la sílaba final del tiempo escrito”; porque ese es el tiempo trágico y épico, el de lo predicho y prefigurado en las historias, el opuesto a aquel otro tiempo vivo, libre, sin trama ni argumento que en efecto se parece más a “un cuento contado por un bobo, lleno de ruido y de furia”.

Además del plantel de poetas y novelistas desesperados y suicidas, está entre los dilectos de Unamuno aquel ilustre historiador-artista que decíamos, Oliveira Martins. Oliveira fue muy amigo de Antero de Quental, pero la predilección unamuniana no se debe, claro, a la cercanía del poeta, sino al descubrimiento en el historiador, por decirlo así, de alguna especie de resistencia al optimismo narrativo que los historiadores europeos de la época parecieron hacer suyo comanditariamente. Esto exige una cierta exploración. Don Marcelino Menéndez Pelayo, según recuerda el propio Unamuno, puso al historiador portugués entre los que él llamaba “historiadores artistas” y así, bajo ese tipo o clase, es como primeramente lo menciona dando por bueno el ojo de don Marcelino. ¿Quiénes son estos “historiadores artistas”? En un artículo o breve ensayo que tituló El pedestal, decía Unamuno: “Oliveira (…), uno de los más grandes historiadores artistas del pasado siglo, tan grande como Michelet o Taine, Macaulay, o Carlyle…”. Lo primero para el encomio fue, pues, situarlo entre aquellos que practicaron el “arte” de componer la historia  al modo de una trama argumental, “escrita” —como se decía en Macbeth— a manera de un relato consecuente. (Así pues, lo que es Historia para Hegel podría ser, en mucho, lo que era Poesía para Aristóteles). No hacemos sin embargo más que pasar unas poquísimas páginas y vemos que el todavía algo joven catedrático de Salamanca se lo ha vuelto a pensar, para negar, finalmente, la calificación de Menéndez Pelayo. Su admirado Oliveira Martins no podía ser, en fin, uno de aquellos artífices en cuya composición literaria aparece la vida purificada de carne y hueso y sacrificada, en suma, a un desenlace o a la gloria especulativa de un tiempo escrito, tal y como parecía esperar, por ejemplo, Michelet que sucedería cuando fuera zanjado el combate entre Cristianismo y Revolución. (Es precisamente contra la poesía teleológica, episódica y romántica de aquella narrativa contra la que conspiraron después, durante el siglo XX, todos los realismos historiográficos o literarios o cinematográficos que llegaron a su apogeo hacia la mitad de la centuria. Los historiadores anti-románticos y anti-micheletianos de Annales, los narradores de la nouvelle vague, los pintores informalistas, surgieron en reacción descriptiva a los modos narrativos de las historia concatenadas según acciones progresivas y amortizantes)[2]. Y en 1923, fecha del prólogo decisivo, Unamuno ya se ve capaz de echar los ojos hacia atrás lo bastante como para ver que aquella de la novela bilbaína fue para él la primera pero también la última ocasión en que lo descriptivo (es decir, lo realista, lo cómico) y lo narrativo (lo idealista, lo que  mueve la acción) compartieron páginas de novela, porque a partir de entonces las tomará como cosas de distinto género; por un lado irán los libros de andar y ver, y por otro los de contar las historias: “En esta novela —escribió en aquel crucial prólogo que decíamos— hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisaje y celajes y marinas”. Y además de darnos cuenta del deslinde de géneros, también dice allí cuál es el concreto precedente de sus meditaciones narratológicas: “… al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación (…) este relato del más grande y fecundo episodio nacional…”. Así que sería verdaderamente inútil intentar escapar a la indicación que exactamente localiza en los Episodios así llamados “Nacionales” por don Benito Pérez Galdós el modelo o peralte del otro episodio que Unamuno mismo dice haber escrito con Paz en la guerra, lo cual nos informa de su índole irónica o paródica (y eso por si los propios episodios galdosianos no hubieran tenido un carácter ya irónico con respecto a las crónicas de las gestas y los reyes, asimismo concatenadas, causales y, finalmente,… episódicas). No hace falta, por lo demás, rebuscar mucho para dar con uno al menos de los precisos loci en los que, tras la Primera Serie (la más romántica, es decir, la más narrativamente “artística”), don Benito va modificando su perspectiva hasta dar cabo a la Segunda con una declarada voluntad realista, es decir, descriptiva, proclive a fijarse, sobre todo, en aquella otra “vida lenta oscura y profunda” de quienes no significan apenas nada para la Historia: unos veinte años antes de que don Miguel escriba su novela, en cierta página de El equipaje del rey José y más o menos a la llegada de los franceses en huida a la Puebla de Arganzón cuando la batalla de Vitoria, leemos que uno de los personajes dice: “¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos (…). Sabemos por los libros las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías, horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada”. Y sigue: “Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre (…); y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano…”. Y a Fulano y Mengano a la fuerza es por lo demás que los veamos aquí, no ya como de la misma familia de aquel O Solo que tocaba en la verbenas de Celanova y sus parroquias, excluido de la historia del lugar, sino a los tres como entre “los incontables” en cuya tumba sin gloria están llamados a descansar igualmente Constança y Mariana, el Ignacio de Paz en la guerra y el propio Salvadorillo Monsalud que tan se siente expulsado de su bando como para acabar militando a favor de franceses. “Era aquello —dice el mismo Salvador en el episodio siguiente, La segunda casaca— como el despertar un sainete después de haber soñado tragedias”. Así que comedia es, pues, y bien trágica, por dolorosa y sangrienta, la historia moderna, sólo presta a la descripción realista, estática y puramente matérica (como se decía de las pinturas de los años 50 en las que no había nada que contar y todo por describir), tras que todos los relatos “artísticos” hayan resultado gangrenados por la sospecha.                                   

                                                   *  *  *

Ramón Gómez de la Serna vio en su Automoribundia a Portugal como “una ventana hacia un sitio con más luz, hacia un más allá más pletórico”. Pero en el prólogo escrito para presentar una edición de Por tierras de Portugal y España recordó haber visto, desde el autobús que partía de la plaza de la catedral de Salamanca al despunte del alba, a los mendigos que quedaban atrás, al sol de las piedras, convertidos en encarnaciones personales de la eternidad. Aquellos mendigos, me hago yo idea que pensaba Ramón, son la eternidad porque no significan nada en ninguna disposición argumental del tiempo; así que resulta bastante inocuo y absurdo hacerles, cuando el autobús arranca, un gesto de despedida; ellos no ocupan ningún puesto en una línea de cifras dispuestas según la distribución sucesiva de las fechas y ante ellos no puede haber adiós o bienvenida porque no los dejamos atrás cuando partimos, ni podemos esperar hallarlos, allá adelante, cuando el viaje llegué al final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]          “Los incontables” se titula un parágrafo del libro de José Luis Pardo La intimidad, (Pre-Textos, 1996, p. 208), en el que exploró, con tino admirable, la condición de quienes, precisamente y a fuerza de no pintar nada en historia ninguna, no tienen nada que contar y de ellos apenas se puede contar nada, excepción hecha, claro, de esa misma carencia de papel propio en ningún argumento. Pero eso ya no sería contar o narrar, de ahí que “los incontables” resulten únicamente accesibles a la descripción —lo que no se cuenta—, es decir, a esa relación de caracteres que conforma lo que en español llamamos su “pinta”.

 

[2]           Aunque, en realidad, la descripción se había hecho reina de la literatura ya en el mismo siglo anterior. La educación sentimental puede muy bien ser leída como la novela paradigmática de los objetos y su acumulación fortuita sobre las consolas de 1840, con tantísimas páginas que parecen apuntar a aquella “enumeración infinita “ en la que para Albert Camus habría de acabar un realismo que fuera llevado a su colmo; de hecho, a ese álgido extremo de la descripción acumulativa llegó, me parece a mí, esa nueva tradición, en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (útil también para comprobar que realismo y realidad no siempre son términos mutuamente condicionados). Para señalar algún apogeo de lo descriptivo —que es el de lo fortuito— frente a las acciones narrativas y concatenadas en las letras en español, quiero acordarme de dos ejemplos: el de los poemas así construidos como enumeraciones por Jorge Luis Borges y el de la peripecia familiar, por lo demás sin trama ninguna, que José Emilio Burucúa, también argentino, fue desgranando al escribir La enciclopedia B-S. (Periférica, 2011).

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Para un clásico de la novela española contemporánea como Juan Marsé, cada año que pasa deviene en conmemoración. Si en el 2016 celebramos con una reedición el medio siglo de Últimas tardes con Teresa, el capítulo de efemérides se completaría con los cuarenta años de la publicación en España de Si te dicen que caí. Ambos títulos, capitales en la obra de Marsé, sufrieron el acecho de la censura franquista. Saltarse el lápiz rojo del censor de turno era mucho más duro que la tarea de escribir. Pese a las lecturas del marxismo, que pretendía ver en el Pijoaparte la encarnación de la conciencia de clase, era el sexo lo que realmente perturbaba a los censores, mucho más que el antifranquismo. Más que las connotaciones políticas, al Director General de Información, Carlos Robles Piquer, le preocupaba sobre todo que Marsé cambiara la palabra “muslo” por “antepierna”.

Y otro reconocimiento. Nuestro premio Cervantes 2009 recibió el pasado 13 de octubre el Premio Liber 2016 al autor hispanoamericano más destacado como reconocimiento a su "trayectoria con proyección universal vinculada a sus raíces barcelonesas".

El escritor recuerda cuando el periodista Manuel del Arco le comunicó que Últimas tardes con Teresa había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el museo Marés. Marés… Marsé. Personajes de novela como Manolo el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmelo por una torre burguesa de Sarrià. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, a la que presenta “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.

Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa -ahora se ha vuelto a reeditar en su cincuentenario con una nueva portada- Arturo Pérez Reverte elogió en el prólogo el carácter inmarcesible de la novela: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos -si quisieran- los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Si los encontronazos con el lápiz rojo se saldaron favorablemente en Últimas tardes con Teresa –ganadora del Biblioteca Breve del 65 y publicada en el 66 por Seix Barral-, no sucedió lo mismo con Si te dicen que caí. La novela hubo de ver la luz en México y no se editó en España hasta 1976. De todo ello heos conversado con el escritor.

 

Si te dicen que caí significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas”

 

- ¿Qué representaron Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí en su producción literaria?

-Ultimas tardes con Teresa significa para mí, entre muchas otras cosas relacionadas con su primordial impulso narrativo, una manera de agradecer y homenajear la gran novela del siglo XIX, la que en mis lecturas adolescentes me abrió el camino hacia le verdadera literatura. En cuanto a Si te dicen que caí, se trata de una novela que, más allá de sus primeros buceos en la memoria personal, más allá del deseo de recuperar la libertad y los sueños mediante las voces infantiles que recreaban la derrota cotidiana de la España infausta de los años cuarenta, significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas, apoyándome en las aventis, un juego que los chavales de mi barrio convirtieron en arte. Las aventis, relatos inventados que contenían hechos reales o casi, están ahí al servicio del asunto nuclear de la novela: la imaginación infantil reelaborando, mediante mentiras, la triste realidad de la dictadura franquista. 

-Si te dicen que caí vio la luz en México, al no poder pasar la censura franquista. ¿Cómo surgió esa posibilidad editorial?

-En 1973, un amigo me dio a leer en un periódico la convocatoria del Premio Internacional de Novela México convocado por vez primera por Editorial Novaro. Yo tenía la novela terminada y la total convicción de que la censura franquista no permitiría su publicación en España, así que, de acuerdo con mi agente Carmen Balcells, decidí probar y la envié a México.

 

“Conocí personalmente a Buñuel en México, ¡que tío más listo!”

 

- ¿Qué sintió al ganar el Premio Internacional de Novela de México?

- Significó la posibilidad de ver publicada una novela que en España no vería la luz hasta 1976, después de la muerte de Franco. Significó un premio de 10.000 dólares, visitar México por vez primera y conocer personalmente a Juan Rulfo y a Luis Buñuel.

- ¿Cómo recuerda aquellos encuentros?

-Fui invitado a la proyección privada de un documental y en la entrada me presentaron a Buñuel. Le comenté que en mi viaje a México hice escala en Paris y en un cine del barrio latino había visto su última película, El discreto encanto de la burguesía, que fue aplaudida. “¿Sí?”, me dijo Buñuel muy interesado, “¿y había mucha gente?” “Bueno, el cine estaba lleno”, le respondí. “Ya”, repuso él, “pero esos cines del Barrio Latino son tan pequeños...” comentó con una sonrisa escéptica. Poco después, iniciada la proyección del documental, bastante plasta y dedicado a la mayor gloria del pintor Gironella, amigo de Buñuel y también en la sala, el cineasta aragonés, sentado en la fila de butacas delante de la mía, se levantó encorvado y apretándose el estómago con la mano y exclamó con ronco y teatral vozarrón: “Me duele mucho la barriga”, y se despidió de aquella encerrona y se largó. Y yo me dije: ¡Qué tío más listo!

 

Juan Rulfo, un genio

 

- ¿Y Juan Rulfo?

-Le conocí durante una cena a la que me invitó un amigo suyo, y en la que, nunca lo olvidaré, el autor de Pedro Páramo se presentó con su ejemplar de Últimas tardes con Teresa para que se lo dedicara. Nos contó que había dejado de beber y pidió una coca-cola, la única que había en la casa, pero durante la cena se las apañó para simular que su codo tropezaba accidentalmente con la botella y la hacía caer al suelo, por lo que pidió disculpas y un vasito de vino, ya que no había otra cosa… Un genio.

- ¿Qué conserva en la memoria del México de los primeros años setenta?

-La cortesía de la gente y ciertos resabios machistas.

-Si te dicen que caí padeció un via crucis censor y, digamos, algunos problemas tipográficos. ¿Se puede considerar la más accidentada de sus novelas?

-Sin duda. Con Carlos Robles Piquer, el máximo responsable de la censura en los años sesenta, había ya entablado relación para levantar la prohibición de Ultimas tardes con Teresa, y lo conseguí, pero con Ricardo de la Cierva, su sucesor en el cargo en la década siguiente, todos mis intentos para que autorizara la publicación en España de Si te dicen que caí fueron inútiles. Me mintió. Me dijo que estaba haciendo lo imposible para conseguir el visto bueno de altas instancias, cuando, lo supe años después, no hizo absolutamente nada. La novela no se publicaría en España hasta tres años después de la primera edición mexicana, es decir, en 1976. Como he dicho, un año después de la muerte de Franco.

-En 1997 recogió el premio que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. ¿Era la culminación de su larga relación con México?

-Ese premio fue una gratísima sorpresa y una alegría muy íntima y personal, pues llevaba el nombre de mi admirado maestro Juan Rulfo. Después he visto que el nombre del Premio Juan Rulfo ha sido sustituido por el Premio Feria del Libro de Guadalajara, y no conozco la razón de ese cambio, que lamento. Yo me quedo con el Premio Rulfo, que significó tanto para mí.

-Además de Juan Rulfo, ¿qué autores le han interesado más de la literatura mexicana?

-No estoy al corriente de muchos autores actuales. He conocido y admirado a José Emilio Pacheco, a Sergio Pitol, a Federico Campbell, a Jorge Ibargüengoitia, a Monterroso.

- ¿Qué recepción ha tenido su obra en Hispanoamérica?

-No tengo ni idea. Sé que ha interesado a algunas personas.

Y seguimos con las conmemoraciones. En 2017 se cumplirán sesenta años del primer artículo de Marsé. Lo publicó en la revista Arcinema. Era el kilómetro cero de una faceta periodística que culminó en los años setenta en revistas como Don, Bocaccio -cabecera de la gauche divine que comandaba Oriol Regàs- y en los turbulentos años de la Transición en la revista Por Favor –permanentemente acosada por expedientes y multas administrativas- con dos secciones memorables: Confidencias de un chorizo y Señoras y señores. En la última entrega de la sección -retomada en los años ochenta en el diario El País- Marsé esboza su autorretrato: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”.

El escritor se confesaba en el documental de Xavier Robles Un jardín con ranas de cartón más deudor del cine que de la literatura y recordaba su condición de hijo adoptivo “una historia que sería novela aparte que no voy a escribir nunca”. Una historia que reconstruyó con todo detalle Josep Maria Cuenca en la biografía Mientras llega la felicidad, de 2015. El título alude a la afirmación de un escritor que imprime carácter a cada novela: “Los momentos más felices de la vida se dan cuando uno consigue dejar de pensar en sí mismo”.  En el citado documental de Robles, Marsé ya avanzaba unas cuartillas de lo que iba a ser su próxima novela. Con una foto de Robert-Louis Stevenson en la estantería y el lema que preside su despacho –“El esmero es la única convicción moral del escritor”- leía un fragmento de carga autobiográfica que reflejaba a las claras sus encontronazos con los responsables de la mala fortuna de sus novelas en la gran pantalla... esos que él llama “peliculeros”. Los directores de cine han provocado serios desperfectos en la adaptación de sus novelas: Jordi Cadena, Gonzalo Herralde, Vicente Aranda, Fernando Trueba... Pero de todos los que engloba bajo el epígrafe de “peliculeros”, el que más daño le hizo fue el productor Andrés Vicente Gómez cuando se cargó el guión de “el embrujo de Shanghai” de Víctor Erice que acabó rodando Trueba con los resultados -malos- de todos conocidos.

En el verano del 82, el narrador de la novela se encuentra con un productor “prepotente y mercachifle” y el director Juan Antonio Bertrán, “distinguida gloria del cine español de los años cincuenta”. Ambos “peliculeros” se proponen llevar a la pantalla un guion basado en un hecho real acaecido en 1949: una prostituta estrangulada en la cabina de proyección del cine Delicias. La descripción no deja dudas sobre la identidad del director que inspira el personaje: “Autor de una filmografía muy crítica con la Dictadura, valiente y bien intencionada pero, lamento decirlo, bastante plasta. Las orejeras ideológicas de este director constriñeron su indudable talento y todas sus películas de denuncia, tan celebradas antaño, adolecen de una fastidiosa monserga ideológica y política. Han envejecido mal debido a su didactismo maniqueo y hoy lucen unos resabios panfletarios marca PCE que dan grima”. Marsé nos presenta a Bertrán (Bardem) “muy a gusto bordeando el panfleto y, según pude comprobar en nuestra primera entrevista, seguía empeñado en ello”.

Finalmente, la primera novela que Marsé publicó desde la concesión del premio Cervantes –Caligrafía de los sueños (2011)- no se refería a los “peliculeros” sino a los personajes de posguerra que seguían transitando por el Carmelo y las empinadas calles de adoquín del barrio de Gracia y el parque Güell. Ringo se llama el adolescente quinceañero que nos remite al propio Marsé y esos padres adoptivos de esa historia personal que nunca iba a ser una novela pero que atraviesa todas sus ficciones.

 

“Yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad”

 

- ¿Caligrafía de los sueños es su novela más autobiográfica? Esa evocación del anticlericalismo paterno, de la madre enfermera, del taller de joyería y el tostadero donde trabaja Ringo...

-Me gustaría afirmar que todo es inventado. Me gustaría jurarlo. Porque tendría más mérito, y a menudo, más solvencia. Porque en este país, después de lo visto y oído –y lo que nos queda por ver y oír, me temo-, yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad. Pero sí, algo de eso que todos hemos convenido en llamar realidad testimonial está en algunos episodios de la novela. Algunas situaciones retocadas, reinventadas, otras tan verídicas y asombrosamente vividas que a mí mismo me cuesta creer que ocurrieran.

-Obsesionado por las “ratas azules” que infestan los cines de barrio en la posguerra, el padre de Ringo se adscribe al bando de los vencidos pero su hijo no comparte esa asunción de la derrota e intenta buscar su propio futuro. En sus novelas anteriores la figura del padre no aparecía con tanto detalle introspectivo.

-Mi padre constituye en varias de mis novelas un cierto subtema: el de una ausencia, una no presencia que de algún modo se nota. El padre ausente está siempre ahí, es una constante, pero nunca el tema central. En Caligrafía de los sueños está más presente y activo, pero sigue siendo un personaje del que no hay que fiarse mucho, aunque es un hombre de palabra. En realidad, sigue siendo un fantasma, pero se deja ver más, y sus actos son menos de fiar que sus palabras.

 

“Me entiendo bien con los perdedores”


- ¿De entre sus personajes novelescos, ¿con cuál de ellas se siente más identificado?

-Me entiendo bien con los perdedores. Con la desdichada Montse, con el exboxeador Jan Julivert Mon, con el pirado capitán Blay, con la prostituta Balbina, con el Pijoaparte y con la criada Maruja, con Sarnita y con todos aquellos chavales de cabeza rapada que contaban historias sentados en las aceras del barrio en Si te dicen que caí.

-Después de Caligrafía de los sueños llegó el relato Noticias felices en aviones de papel. ¿Cómo nació esa historia?

-De la fotografía en portada de un libro sobre el gueto de Varsovia, editado por Wydawnictwo Parma Press, con textos y fotos del Instituto Judío de Historia. Me impresionó la mirada de unos chavales descalzos y harapientos sentados en el bordillo de la acera, me trajo recuerdos de la posguerra en Barcelona. Yo había visitado Varsovia años atrás y estuve en la única calle que se conservaba del gueto, muy parecida a la calle Nowolipie que aparecía en la foto. Además de evocar la calle mediante una invención, quería contar algo sobre una anciana de vida supuestamente frívola que evoca dolorosos fantasmas y un muchacho solitario que debe aprender a ser una persona solidaria y tolerante.

-De nuevo los trazos del Marsé adolescente. Sueños, tebeos, padre huidizo... ¿La adolescencia permite más sinceridad a la hora de narrar?

-Tengo mis dudas acerca de cómo narrar desde el punto de vista de un adolescente. ¿Esta novelita ostenta ese punto de vista? No estoy seguro. Me manejo muy mal con las teorías. El protagonista es un chaval de quince años, de acuerdo, pero no es ese chaval el que cuenta lo que pasa. Si fuera así, según yo lo entiendo, se deberían haber respetado ciertas normas... Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre está llena de humo y de olores a refritos diversos.

-La anciana polaca quiere hacer aviones de papel con buenas noticias... Al final califica este país de “gritón y malhablado” ¿Es una alusión al periodismo de trinchera que de los tertulianos?

-La señora se queja de que en los periódicos no hay muchas noticias felices para los niños, ni para los adultos, podía haber añadido; dice que este es un país gritón y malhablado y acusa a la prensa escrita de lo mismo, cuando en realidad esa descalificación la merece mucho más la radio y la televisión con sus chillonas, vacuas, carroñeras e incívicas tertulias.

-Uno de sus personajes afirma que “la memoria es una abeja muerta que nos acaba picando”. ¿A qué se refiere?

-Proviene de una frase del viejo Walter Brennan en una película de Howard Hawks: “¿A usted nunca le ha picado una abeja muerta?” Pero no me pregunte qué significa...

 

“Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje”

 

- ¿Qué papel ha de asumir el escritor en estos tiempos de comercialismo a la desesperada y piratería digital rampante?

-La imagen del escritor comprometido hoy se considera poco menos que una reliquia, y lo que en todo caso priva es el intelectual al servicio del poder, el figurón pesebrero, un monigote bien relacionado para captar prebendas. El verdadero intelectual pinta poco, y con gobiernos mercachifles que desprecian la cultura, aún pinta menos... Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la de siempre, la de una foto de Balzac que tenía cuando era chaval, un Balzac en camisón escribiendo a la luz de una vela, es decir, la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje.

Corría 2014 y la que hasta el momento es la última novela de Marsé andaba por los cien folios. El título original se modificó levemente –de Una puta muy querida a Esa puta tan distinguida-, o la novela sobre la desmemoria que, también, nos acaba picando cual abeja muerta. La reconstrucción del crimen de una prostituta –a cargo del hombre que la mató, trasunto del asesino de aquella Carmen Broto que inspiró Si te dicen que caí- ha de nutrir el guión de una película que acabará siendo otra cosa para desesperación del guionista. El ajuste de cuentas con los “peliculeros” sirve a Marsé para abordar “las añagazas y las trampas que nos tiende la memoria, sea esta histórica o personal”. En un principio, Esa puta tan distinguida debía formar parte de Caligrafía de los sueños pero tomó tanto vuelo que el autor decidió que sería otra novela. Reaparecen personajes, como el falangista y la señora Mir con la cabeza sobre los raíles del tranvía en la calle Torrente Flores. La realidad como semillero de la ficción. En Esa puta tan distinguida, apunta Marsé, podría pesar más la realidad que la ficción pero solo en apariencia: “Hay algunos toques a lo real bastante evidentes, todos en clave de humor, pero yo considero mucho más solvente la parte inventada, porque es la que afecta al nervio central de la novela”.

-Su valoración, tan negativa, de las adaptaciones de sus obras al cine y de su experiencia en el trabajo cinematográfico se deja notar...

-Pero no es el asunto central de la novela. Cualquiera que haya escrito para el cine sabe eso: no pocas expectativas se pueden frustrar, por falta de entendimiento o por intereses ajenos, por motivos comerciales o por desidia.

-El juicio sobre el cine español que se desprende de la novela es demoledor.

-El cine español me ha planteado siempre, incluso sus mejores películas, un problema de credibilidad. No sé exactamente a qué se debe. Se trata de un antiguo desencuentro con lo más creíble y cercano, lo que las personas solemos hacer todos los días en la realidad, que puede se increíble y absurda, por supuesto, pero “increíblemente creíble”. Hay excepciones como las películas de Berlanga, Erice, Gutiérrez Aragón, José Luis Borau, José Luis Cuerda y, sobre todo, las de Luis Buñuel, incluidas las mexicanas, donde los actores suelen ser increíbles, pero las películas son perfectamente creíbles.

 

“Escribo porque estoy en descuerdo con un mundo que no está bien parido”

 

- ¿Qué escritores le han ayudado más a reinventarse a sí mismo?

-Baroja, Galdós, Stevenson, Dickens, Cervantes, Rodoreda, Stendhal, Tolstoi, Chéjov, Hemingway, Cheever, Faulkner, Chesterton, Rulfo, Onetti, Margarit, Mendoza, Gil de Biedma, Ferrater, Simenon, Coetzee... Y Proust, Flaubert, Kafka, Pla, Scott Fitzgerald, Nabokov, Carver, Vila Matas, Lowry, Machado (Antonio), Capote, Cernuda, Pàmies, Melville, Borges y Flannery O’Connor.

- ¿Y cómo contempla la literatura española actual?

- Quizá necesite menos adjetivos y más sustantivos, pero en mi opinión goza de buena salud.

Después de publicar Esa puta tan distinguida, Juan Marsé ya trabaja en otros proyectos novelescos que, por supuesto, no nos va a desvelar: “El porqué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa... O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergi Doria

John Banville: artesano y artista

27 de junio de 2017 08:57:20 CEST

 

 

Nam est aliquis ac nescio an maximus etiam ex secretis studiis fructus ac tum pura voluptas litterarum, cum ab actu, id est opera recesserunt et contemplatione sui fruuntur.

(Quint. inst. 2, 18, 4)

           

 

 

 

           

 

 

El pasado 4 de junio, el secretario del jurado del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 leía un acta que compendia oportunamente la línea de un novelista cuya prosa “se abre a deslumbrantes espacios líricos, a través de referencias culturales, donde se revitalizan los mitos clásicos y la belleza va de la mano de la ironía. Al mismo tiempo, muestra un análisis intenso de complejos seres humanos que nos atrapan en su descenso a la oscuridad de la vileza o en su fraternidad existencial. Cada creación suya atrae y deleita por la maestría en el desarrollo de la trama y en el dominio de los registros y matices expresivos, y por su reflexión sobre los secretos del corazón humano”. 

De acuerdo con aquéllos que lo consideran decadente, distanciado, difícil y arrogante, él se tiene por autodidacta y “posthumanista”. Con prácticas alusivas y formas barrocas, ya sea bajo la presión del simbolismo o mediante la digresión filosófica, la intensidad de su escritura y el lirismo de su prosa lo acreditan como uno de los estilistas irlandeses más notables de su generación. Inmediatamente después de leer Dubliners, a los 12 años, comenzó a escribir “horribles imitaciones” de la obra de Joyce con la vieja Remington de su tía. Pero también el humor negro y el ingenio de Beckett, así como las instancias narrativas de Nabokov han ejercido su influjo, sin preterir a Nietzsche, “el gran filósofo de nuestro tiempo”. En un momento de su adolescencia quiso ser pintor: advirtió que no tenía aptitudes para ello, mas aquella aplicación le serviría para contemplar la experiencia de una suerte minuciosa y condensada, y como metáfora de repetición intertextual. Hace de la literatura un medio para filtrar la compleja y ambigua realidad, y una manera de reconocer la raleza del mundo que nos rodea. Al cabo, toda obra de arte exhibe una “textura de cicatriz” y la novela es como la vida misma: “una aventura cómica con irrupciones ocasionales de lo trágico”. Quizá por eso emplea narradores poco fidedignos, que dudan y desvarían, desconectados y desplazados, cuando no odiosos y canallescos. Parecidos, pues, a los escritores, que, según ha observado, son seres como cualquier otro, sólo que un poco más obsesionados. Y, efectivamente, cuanto más viejo se hace uno, más confundido se encuentra, lo cual es bueno para el artista, supuesto que favorece el concurso de la intuición, los sueños, las fantasías y los recuerdos. Hablando de confusión e indeterminación, la lengua de Irlanda (Hiberno-English, Irish English o también llamada, imprecisamente, Anglo-Irish) no tan directa, más oblicua, con sus diferencias fonológicas, sintácticas y léxicas respecto a otros acentos del inglés, le proporciona esa ambigüedad poética que requiere y que, a veces, realza con un lenguaje arcano. Toda vez que “la frase es el mayor invento de la civilización”, considera su oficio un privilegio y, cuando escribe, se abstrae de todo lo demás, empeñado sólo en escoger cuidadosamente las palabras que han de formar la oración perfecta. Sorprendido de que, en una época dominada por la televisión y la música pop, todavía hay gente que lee, ha declarado su modesta ambición en la vida, cual es la de cambiar la novela completamente. Y puesto que estamos ante un género cada vez más maltrecho, se ha arrogado el deber de protegerlo. Dado este contexto, no tiene inconveniente en decir alto y claro lo que piensa, como cuando sostuvo en una reseña que Saturday, el libro que acababa de publicar Ian McEwan, era “espantosamente malo”.[1]

John Banville tiene 68 años y vive en la punta norte de la bahía de Dublín. Nació en Wexford y se formó con los Hermanos Cristianos y en el St. Peter’s College de su ciudad natal. Siempre cáustico, el maestro de la ironía recuerda con frecuencia que la educación religiosa es muy importante para un escritor, pues lo impregna de sentido de culpa, lo cual conviene al narrador de ficciones. Una vez completada la educación secundaria, en lugar de ir a la universidad y hacerse arquitecto, como quería su madre, ansioso por escapar del ambiente familiar, se puso a trabajar de administrativo en la aerolínea Aer Lingus, lo que le permitió viajar por el mundo a un coste ínfimo. Realmente debió de ser la parte más sugestiva del empleo: como él mismo recuerda, el hecho de poder volar de Londres a San Francisco por dos libras, en primera clase (de la época), tuvo que significar mucho para un joven inquieto en un país pobre y aislado del mundo, durante la década de los sesenta en el siglo pasado. Tras vivir un par de años en California, donde conoce a la que después sería su esposa, vuelve a casa en 1969 para dedicarse al periodismo y la literatura. Primero fue redactor del Irish Press; luego, desde 1988 y a lo largo de diez años, desempeño el cargo de director literario en The Irish Times. Desde 1990 colabora regularmente en The New York Review of Books no como crítico literario, sino como reseñador de libros, pues le gusta establecer la diferencia entre uno y otro: el primero ha de situar la obra en la tradición; el segundo tiene que introducirla al público lector. En todo caso, las reseñas y los artículos literarios lo redimen del “tormento constante” de la ficción y le proporcionan el “placer del artesano”.

El profesor Imhof[2] lo situó en el contexto internacional de la denominada ficción postmodernista: un novelista “crítico” o metaficcional que, altamente preocupado por la forma, trasciende los géneros narrativos irlandeses para escrutar las posibilidades de la novela y hallar una voz propia, consciente de que se encuentra en la era posterior a Joyce y Beckett. Más tarde, Joseph McMinn[3] lo considera en el ámbito de la teoría literaria contemporánea, particularmente el postmodernismo y el feminismo, argumentando que su obra está muy influida por las mitologías románticas y modernistas de la imaginación creativa, como las expresadas por Coleridge y Wallace Stevens. Finalmente, Berensmeyer[4] intentará demostrar que el autor es “metaficcional” en el sentido de que su obra trata de la creación de ficciones en unos contextos que no implican necesariamente el proceso de la escritura, como son los de la ciencia y el arte.

Con objeto de compendiar la obra y extraer su temática cardinal, frecuentamos la interesante “perspectiva crítica” del Dr. Nick Turner[5], según la cual nos hallamos ante un “novelista filosófico preocupado por la naturaleza de la percepción, el conflicto entre imaginación y realidad, y el aislamiento existencial del individuo”. En sus primeras creaciones –Long Lankin (1970), Nightspawn (1971) y Birchwood (1973)–, marca el territorio no realista, fija una tendencia a las ideas metafísicas, consolida la prosa barroca y orienta la meditación poética hacia las relaciones de la memoria y la fantasía, para concluir con una advertencia decisiva en boca del narrador:

“We imagine that we remember things as they were, while in fact all we carry into the future are fragments which reconstruct a wholly illusory past. That first death we witness will always be a murmur of voices down a corridor and a clock falling silent in the darkened room, the end of love is forever two spent cigarettes in a saucer and a white door closing”.[6]

Esos fueron, pues los comienzos del aprendizaje: una colección de relatos, a la manera de Joyce, vinculados por la trama y la cronología, que exploran las emociones del miedo, los celos y el deseo en la vida cotidiana, y cuyo título evoca una popular balada acerca del crimen gratuito. Luego, con un narrador ya conocido, pero ahora en primera persona, y con ecos de Beckett y Nabokov, y con citas de T.S. Eliot, se adereza la primera novela, la cual es un thriller psicológico ambientado en una isla griega en vísperas de un golpe militar, pero también es una parodia que socava los fundamentos de la narrativa tradicional, desfigurando los contornos del narrador, el autor y el personaje. Y, finalmente, con elementos de novela gótica y de realismo mágico, el “poeta que escribe prosa” sigue el modelo estructural de Proust: el protagonista, “a la búsqueda del tiempo equivocado” vuelve a la decadente mansión familiar para descubrir que su primo es su hermano, fruto de una relación incestuosa entre su padre y su tía. El “sujeto de la obra” es un autor implícito que deambula por una trama circular tratando de encontrar un sentido en el pasado, rememorándolo y dándole forma narrativa, con objeto de ordenar el caos, entender el presente y dar significado a las cosas.

Después de su “novela irlandesa”, Banville, tratando de sortear la etiqueta, se aleja de la temática de su país y se pone a escribir sobre la invasión normanda del siglo XII, pero aquello, sin saber cómo, se transformará en un libro acerca del fundador de la astronomía moderna. Entretanto, ha recuperado al Arthur Koestler de su adolescencia, supuesto que le sigue fascinando todo lo relacionado con el proceso creativo y, como al autor de The Sleepwalkers, también a él le interesan sobremanera los paralelismos entre la invención científica y la creación artística. Así pues, en la denominada “tetralogía científica”, pulsará las estructuras astronómicas o matemáticas como “lenguajes” alternativos de conocimiento y someterá la epistemología a un examen implacable. Son tres ficciones “históricas” sobre Copérnico, Kepler y Newton, respectivamente, más un cuarto volumen –Mefisto (1986)– que, como el título sugiere, es un relato fáustico en torno a un prodigio matemático que empieza y termina con la palabra “casualidad”.

Doctor Copernicus (1976) se abre con un epígrafe de tres líneas que pertenecen a un largo poema en el que Wallace Stevens medita sobre la naturaleza de la realidad, la percepción humana y la imaginación poética[7]. La vida (y la obra) del protagonista, desde su infancia hasta su muerte, se dispone en cuatro partes. Ya desde el mismo principio, el niño inocente se recrea en “cuestiones enigmáticas” sobre el “objeto mismo” y las palabras que lo nombran, que por sí solas no significan nada, pues sólo son signos arbitrarios. Es la disonancia entre las cosas y los nombres:

“Everything had a name, but although every name was nothing without the thing named, the thing cared nothing for its name, had no need of a name, and was itself only”.[8]

Los padres mueren muy pronto y los cuatro hermanos quedan a cargo del tío Lucas, canónigo influyente, que decide orientar a los dos chicos, Nicolás y Andreas, hacia la Universidad de Cracovia. Ya en el colegio, el primero aprende con demasiada facilidad y, por lo general, le aburren las materias. Hay un profesor que le aconseja que tenga cuidado con los enigmas, pues ejercitan la mente, pero no enseñan a vivir, y le advierte que todas las teorías son sólo nombres, mientras que el mundo es una cosa. Es el canónigo Wodka, que le muestra su observatorio y lo introduce en la historia de la cosmología basada en la teoría de Tolomeo, una hipótesis que, formulada en Alejandría trece siglos antes, aún era aceptada universalmente. El corazón del muchacho, todavía incólume ante los escrúpulos de la ortodoxia, se colma de felicidad.

“Out there was unlike here, utterly. Nothing that he knew on earth could match the pristine purity he imagined in the heavens, and when he looked up into the limitless blue he saw beyond the uncertainty and the terror an intoxicating, marvelous grave gaiety”.[9]

En la universidad se dedica a las humanidades y la teología, como su tío, ahora obispo, había dispuesto. Abstraído por el estudio, se aparta del mundo y descubre su problema: si bien no puede contradecir al universo real, siente que debe hacerlo o desesperar. Por eso, en el choque con el profesor Brudzewski, astrónomo y matemático, cuando éste trata de “justificar los fenómenos”, afirmando que la astronomía no muestra al universo tal como es, sino como nosotros lo observamos, Copérnico, que no cree en palabras, sino en cosas, afirma que el conocimiento debe convertirse en percepción.

En 1496, el ya canónigo Koppernigk y el vago de su hermano parten hacia Italia, unidos por “correas de odio y pavoroso amor”, con objeto de estudiar en Bolonia y Roma. Nicolás obtiene el doctorado en derecho canónico, en un acto ritual que adquiere ribetes de farsa cuando se confunden los textos y el nombre del doctorando, del que se dan hasta cinco transcripciones distintas, reflejo asimismo de la realidad. En todo caso, la caliente y caótica Italia renacentista colisiona con su carácter prusiano, escéptico y frío, lo mismo que la relación con el aristócrata Girolamo. Incapaz de liberar al hombre físico, se refugia una vez más en la ciencia, tratando de buscar la esencia por medio de la astronomía, admitiendo que lo fundamental no eran los teoremas, sino la relación entre ellos: el acto de creación.

“Out of nothing, next to nothing, disjointed bits and scraps, he would have to weld together an explanation of the phenomena. The enormity of the problem terrified him, yet he knew that it was that problem and nothing less that he had to solve, for his intuition told him so, and he trusted his intuition – he must, since it was all he had”.[10]

La segunda sección empieza y acaba con una misma pesadilla para proyectar la traumática relación con su hermano, el cual, a estas alturas, está a punto de morir corroído por la sífilis. Encontramos a un Copérnico de 33 años en el castillo de Heilsberg, donde, además de médico, secretario y factótum, tendrá que actuar como aliado en las conspiraciones de su tío. Él, que no era ni alemán ni polaco, ni siquiera prusiano, en el conflicto del rey de Polonia con los Caballeros Teutónicos, tendrá que aceptar el ejercicio maquiavélico que le brinda el Gran Maestre Albrecht, quien, echándole en cara que no comprende los “conceptos abstractos”, le asegura que los dos son los “creadores de ficciones supremas”. La práctica de la medicina era un espacio de escondite desde donde podía dedicarse a sus verdaderas aficiones. Y seguía dándole vueltas a su teoría, la cual en sí no era errónea, pero carecía de alguna conexión fundamental. Había algo que fallaba y que convertía la astronomía en un “proceso progresivo de fracaso”, hasta el punto que el autor deja de creer en su libro, y a la crisis espiritual se yuxtapone una tribulación intelectual:

“He had believed it possible to say the truth; now he saw that all that could be said was the saying. His book was not about the world, but about itself. More than once he snatched up this hideous ingrown thing and rushed with it to the fire, but he had not the strength to perform that ultimate act”.[11]

Tras la muerte de su tío, es nombrado prepósito de tierras y, en contra de su voluntad, se convierte en un hombre público que llega a estar alarmado por las responsabilidades de los asuntos de estado. El capítulo se cierra con unas cuantas cartas de varios obispos sobre política eclesiástica, pero antes se presenta la historia de Anna Schillings, una prima lejana del canónigo que se convertirá en su focaria. Y en ese pasaje, la tercera persona narrativa parece mantener un monólogo, o un “diálogo interiorizado” con el lector.

La tercera parte es una versión subjetiva, en primera persona, a cargo del discípulo Rheticus, un luterano de Wittenberg. Es él quien publica Narratio Prima, una glosa de De revolutionibus orbium mundi, y quien, con gran esfuerzo y dedicación, logra que se divulgue este libro finalmente, pero se sentirá traicionado, porque no aparece ni una sola mención de su nombre, así que está aquí para vengarse, creando incluso personajes imaginarios y situaciones ficticias, con objeto de lanzarlos contra su maestro. Sabemos ahora que esa procrastinación constante de Copérnico se explica por el miedo al ridículo, debido a la falta de pruebas en su teoría, y a la enormidad del descubrimiento, que podía causar una gran conmoción de carácter teológico, eclesiástico y epistemológico. Las reticencias se exponen abiertamente:

“My book is not science – it is a dream. I am not even sure if science is possible. […] We think only those thoughts that we have the words to express, but we acknowledge that limitation only by our wilfully foolish contention that the words mean more than they say; it is a pretty piece of sleight of hand, that: it sustains our illusions wonderfully, until, that is, the time arrives when the sands have run out, and the truth breaks in upon us”.[12]

La última sección vuelve al punto de vista de una tercera persona omnisciente que narra la decadencia física y mental del protagonista, y su muerte. En el momento de la agonía es visitado por los espíritus de Osiander y Andreas. El primero le comunica que ha cambiado el título del libro: ha sustituido mundi por coelestium, buscando la seguridad que le proporciona la distancia. Su hermano, por otra parte, surge como  “un ángel redentor”, pues no predica la desesperación, sino la aceptación. Y nos conduce a la preocupación temática cardinal:

“It is the manner of knowing that is important. We know the meaning of the singular thing only so long as we content ourselves with knowing it in the midst of other meanings; isolate it, and all meaning drains away. It is not the thing that counts, you see, only the interaction of things; and of course, the names…”[13] 

Todos los intertextos, notas, alusiones, referencias…, la estructura circular (u orbital), las estrategias de variación y repetición, las citas anacrónicas de científicos modernos, la fusión de formas clásicas y románticas, etc., nos llevan a la conclusión de que, en lugar de una historia ficcional o ficción histórica, estamos ante una “novela de ideas” y, como las demás de la tetralogía, una “parábola de la imaginación creativa”.[14]

Sigue a continuación una enigmática trilogía “artística” –The Book of Evidence (1989), Ghosts (1993) y Athena (1995)–, comparada por algunos con la de Beckett. Ahora Freddie Montgomery, una narrador simpático y, a la vez, desagradable, existencialmente inseguro o náufrago, sirve de coartada intertextual y anagramática para situar un dilema ético en un contexto de identidad quebradiza. Se han establecido paralelismos de El libro de la pruebas con El extranjero y con Crimen y castigo. Como la obra de Camus, ésta también “explora una personalidad malvada y la personalidad del Mal”[15]. En efecto, ambas se basan en el crimen “accidental” de un inocente y en las dos ocasiones, el asesino confiesa algo más que su culpa. En todo caso, los acontecimientos medulares del asesinato y la fuga subsiguiente se basan en el asunto de Malcolm Macarthur, quien, en 1982, mató a una enfermera dublinesa a la que quería robar el coche. El excéntrico acreditado en los círculos sociales de la ciudad, que había engañado a mucha gente con una sarta de ficciones sobre su pasado y su linaje, aporreó a la joven con un martillo y huyó, dejándola moribunda en el asiento trasero. Luego buscó refugio como invitado en la casa del entonces Fiscal General de Irlanda, y allí sería arrestado con el escándalo consiguiente.[16]

 A los 38 años, Frederick se encuentra en prisión, encerrado “como un animal exótico”, a punto de ser juzgado por robo y asesinato. Entre tanto, bajo la forma de confesión dirigida al juez, adereza lo que podríamos denominar unas “memorias desde la cárcel”. Se trata, por tanto, de un relato subjetivo de las experiencias, sentimientos e ideas de un narrador desorientado, poco fiable, que se inventa los nombres y, tal vez, los personajes, y que atribuye el crimen a “un fallo de la imaginación”. Su monólogo dramático, discontinuo, plagado de incisos y digresiones, no persigue la apología ni la defensa, sino que es un intento de explicar los actos de un hombre que hizo lo que hizo porque no podía hacer otra cosa. El joven de buena familia,  otrora científico brillante, profesor en una universidad americana, dedicado a la estadística y a la teoría de las probabilidades, aquél que siempre había considerado la materia como un torbellino de colisiones azarosas, ha vivido los últimos años, a la deriva por las islas del Mediterráneo, una vida que “fomentaba ilusiones”. A causa de un coqueteo fatal con el mundo de las drogas, víctima de un chantaje, tendrá que volver a Irlanda en busca de dinero; pero su madre ha malvendido la colección de cuadros que constituía su patrimonio para pagar las deudas que dejó su padre. Tratando de seguir el rastro de las pinturas, se topa con una que le fascina en gran manera, un retrato holandés anónimo que intentará robar. En el curso de la sustracción, se cruza en su camino una joven criada, a la que secuestra y golpea hasta la muerte.

“It was incomprehensible. Even still, when I say I did it, I am not sure I know what I mean. Oh, do not mistake me. I have no wish to vacillate, to hum and haw and kick dead leaves over the evidence. I killed her, I admit it freely. And I know that if I were back there today I would do it again, not because I would want to, but because I would have no choice.”[17]

La segunda parte sigue las deambulaciones de Frederick por Dublín, guarecido en la casa de un viejo amigo que lo acoge sin preguntas, hasta que lo detiene la policía. Conmocionado, perplejo, en un  estado de desapego onírico, observa que ya no va a tener que fingir ante sí mismo que era lo que no era. Lo que no es óbice para que se sienta responsable de su acto: había destrozado una vida que era irreemplazable y que, de algún modo, tenía que ser reemplazada. Al final, el narrador convierte el texto en testimonio y lo entrega a un inspector para que lo guarde “con las otras ficciones”,  pues, “¿qué es la verdad?”, se pregunta. “Todo. Nada. Sólo la vergüenza”, se responde.            

El autor ha cultivado la agudeza y el humor negro especialmente en The Untouchable (1997), un “roman à clef” libremente basado en la figura de Anthony Blunt, el historiador de arte británico y espía soviético que se desenmascara, al tiempo que medita sobre la naturaleza de la traición, cuando examina la vacuidad de su vida. Y más recientemente, ha regresado al melodrama gótico existencial con Eclipse (2000) y Shroud (2002), donde vemos a un narrador en crisis, ajeno a sí mismo, perseguido por los “fantasmas” de sus recuerdos personales y la soledad, prisionero del pasado o atrapado en la impostura. Con su decimocuarta novela, El mar (The Sea, 2005), Banville ganó el prestigioso Man Booker Prize. En una reñida competición frente a otros cinco destacados, entre los que Julian Barnes era el favorito, se impuso este “magistral estudio del recuerdo del dolor, la memoria y el amor”. El texto, cargado de referencias literarias y analogías pictóricas, reclama un relato acerca del mar y la infancia, pero el narrador, como instancia reguladora de la omnisciencia, interrumpe al emisor con la historia de su esposa, y entonces el discurso, fragmentado e indirecto, o por medio del diálogo interiorizado, se transforma en un ensayo elegíaco sobre el fin de la inocencia y el principio del envejecimiento. La trama fluctúa constantemente entre el pasado y el presente; avanza, retrocede y da vueltas, marcando el itinerario de un viaje que realiza la memoria (o la conciencia) en pos de la pérdida y la muerte. El relator nos resulta familiar: contrariado por la imprecisión del lenguaje y la inexactitud de las reminiscencias, ve los episodios como un cuadro vivo, pero puede perder el hilo de la narración; con su visión limitada de la vida, se convierte en otro esteta a la deriva o, tal como él mismo se ve, “una persona de escaso talento y más escasa ambición, agrisada por los años, insegura y errante y que necesita consuelo y el efímero alivio del olvido que provoca el alcohol”. Es un historiador del arte que lleva mucho tiempo atascado en una monografía sobre Pierre Bonnard, el “nabí” intimista que, si bien anduvo fascinado por la perspectiva, pintaba el mundo absteniéndose de comentar la vida, pues evitaba toda revelación subjetiva en sus complejas composiciones, tanto narrativas como autobiográficas. Muy adecuado para un intermediario entre el emisor y la narración que, en un sueño, intenta redactar su testamento con una máquina de escribir a la que le falta la letra “I” (yo). Un erudito, ora sarcástico, ora lírico, que, cansado de la definición de los demás, siempre ha querido ser otra persona, y al que ahora no le gusta nada lo que otea en el espejo del cuarto de baño.

“El pasado late en mi interior como un segundo corazón”, confiesa Max Morden en el momento de iniciar su peregrinación mental, impulsado por una visión en la que su viaje nunca acaba, mientas que él no llega a ninguna parte, y no pasa nada. Perplejo, doliente y solitario tras el reciente fallecimiento de su esposa, encogido bajo el control de su hija única, busca en la bebida un anestésico emocional; con problemas de identidad, en otoño, es decir, fuera de temporada, decide volver al pueblo costero donde veraneó con sus padres hace más de cincuenta años, cuando tenía diez u once (no puede recordarlo con exactitud). Así que, intentando evadirse de una pérdida actual y con objeto de administrar sus efectos colaterales, va a enfrentarse a un trauma remoto cuando rememore aquel verano decisivo, durante el cual conoció a los “dioses” de la familia Grace y, con ellos, descubrió la amistad y el amor, si bien en aquella “extraña marea” afloró asimismo la incomunicación, la aflicción y la muerte. Así y todo, como en las novelas de Banville las cosas no son lo que parecen y por más que algunas imágenes se tornen presagios, el lector ha de esperar a que se descubra el enigma en un sorprendente clímax epifánico, al final de este viaje evocatorio. En cualquier caso, el narrador sólo ha buscado cobijo y redención, una liberación del presente intolerable; otra cosa es que haya logrado exorcizar sus fantasmas:

“To be concealed, protected, guarded, that is all I have ever truly wanted, to burrow down into a place of womby warmth and cower there, hidden from the sky’s indifferent gaze and the harsh air’s damagings, That is why the past is just such a retreat for me, I go there eagerly, rubbing my hands and shaking off the cold present and the colder future. And yet, what existence, really does it have, the past? After all, it is only what the present was, once, the present that is gone, no more than that. And yet.”[18]

Las últimas novelas publicadas hasta la fecha son The Infinities (2009) y Ancient Light (2012). La primera, otra vez alusiva y autorreferencial, está inspirada en el mito de Anfitrión, que el autor ya adaptó para la escena en el año 2000, a partir de una versión del alemán Heinrich von Kleist. Narrada por Hermes, presenta las travesuras de unos dioses griegos que interfieren con una familia reunida en torno al lecho de muerte de un matemático ilustre. En Antigua Luz, un viejo actor de teatro recuerda su primer amor de adolescente con la madre de su mejor amigo, veinte años mayor que él. De nuevo la forma confesional genera la doble trama habitual del presente frente al pasado, con objeto de cuestionar si hay alguna diferencia entre la memoria y la invención. Pero no podemos acabar el esbozo sin nombrar a Benjamin Black, el alter ego de Banville, su “oscuro hermano gemelo”, al que deriva la energía literaria que le sobra. Con este seudónimo ha publicado ocho novelas policiacas, la mayoría de ellas ambientadas en el Dublín de los años cincuenta y protagonizadas por Quirke, un patólogo solitario, bebedor y algo lerdo, pero caballeroso y tenaz, que aún cree en cierto tipo de justicia. La serie se inicia con una trama de tenebrosos intereses familiares, titulada El Secreto de Christine (Christine Falls, 2006), y se completa con La rubia de ojos negros (The Black-Eyed Blonde, 2014), en la que, a petición de los herederos de Raymond Chandler, se resucita al célebre detective Philip Marlowe.

Según ha manifiestado el autor, este nuevo rumbo literario es favorecido por la lectura de algunas obras de George Simenon, que no son las historias del comisario Maigret, sino esa narrativa denominada roman dur, una literatura existencial superior a la de Sartre o Camus. Advierte asimismo que, mientras John Banville puede escribir doscientas palabras al día, Benjamin Black llega hasta las dos mil en una mañana, algo que no se explica porque el primero componga con pluma estilográfica y el segundo, directamente en el ordenador, sino porque a aquél lo distingue la reflexión; a éste, la espontaneidad. Uno es el artista; el otro, el artesano. Así y todo, Black, citando al propio Chandler, aclara que le importa poco quién mata al mayordomo, pero le importa mucho el estilo.        

 

 

 

  



[1]              Seguimos varias entrevistas del novelista, principalmente la de Belinda McKeon, para The Paris Review <(http://www. theparisreview.org/interviews/5907/the-art-of-fiction-no-200-john-banville>; la de Juan J. Delaney, para La Nación <http://www.lanacion.com.ar/1030412-soy-un-poeta-que-escribe-en-prosa>, y la de Mark Sarvas para el blog The Elegant Variation <http://marksarvas.blogs.com/elegvar/the_john_banville_interview/>.

[2]              Rüdiger Imhof, John Banville. A Critical Introduction. Dublin: Wolfhound Press, 1989. Es la primera introducción crítica a las obras de Banville publicadas hasta la fecha, es decir, hasta Mefisto (1986). Se trata de una reflexión profunda en el entorno de la ficción irlandesa contemporánea, pero también en relación con la tradición literaria, la experimentación postmodernista y la sensibilidad artística.

[3]              Joseph McMinn, The Supreme Fictions of John Banville. Manchester and New York: Manchester University Press, 1999. En la introducción se relaciona la obra de Banville con la literatura irlandesa, europea y americana. El análisis de los textos, desde Long Lankin (1970) hasta The Untouchable (1997), se centra en el interés del autor por los sistemas de conocimiento y las formas de representación, haciendo especial hincapié en el uso de los cuadros como metáforas.    

[4]              Ingo Berensmeyer, John Banville: Fictions of Order. Heidelberg: Universitätsverlag C. WINTER, 2000. El estudio posterga las cuestiones de sucesión periódica o de construcciones taxonómicas y se dedica a las consideraciones teóricas de “autoridad”, “autoría” y “autenticidad”. Asimismo hace uso de las novelas para explorar las posibilidades de comunicación literaria en relación con el discurso científico y estético. 

[6]              John Banville, Birchwood, London: Granada, 1984, p. 12.

                “Imaginamos que recordamos las cosas como fueron, pero, en realidad, lo único que trasladamos al futuro son  fragmentos con los que reconstruimos un pasado totalmente ilusorio. La primera muerte que presenciamos siempre será un murmullo de voces por un pasillo y un reloj que se queda parado en la habitación oscura, y el final del amor se reduce a dos cigarrillos gastados en un platillo y una puerta blanca que se cierra”.

[7]              El poema se titula Notes Toward a Supreme Fiction (1942) y en él sostiene el vate de Pennsylvania que la realidad está cambiando constantemente y que la imaginación –la suprema ficción– es la mejor forma de comprender esa realidad variable. En ese contexto, el poeta ha de ofrecer una ficción que satisfaga, de la misma manera que, en otro tiempo, la creencia en una deidad personal procuró gozo espiritual. A su vez, esa ficción dispensa una fe por la que el ser humano puede vivir y morir.  

[8]              John Banville, Doctor Copernicus. London: Paladin Grafton Books, 1976, p. 13.

                “Cada cosa tenía un nombre, pero a pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que definían, a las cosas  no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas”. John Banville, Copérnico. Madrid: El País, 2005,  p. 11. Traducción de María Eugenia Ciocchini.

[9]              Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.32.

                “Allí fuera todo era absolutamente distinto, nada de lo que él conocía en la tierra podría igualar la prístina pureza que él imaginaba en los cielos, y cuando miraba hacia arriba en el azul infinito, más allá de la duda y el terror, contemplaba una embriagadora, maravillosa y majestuosa alegría”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 33.

[10]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.95.

                “Tendría que forjar una explicación de los fenómenos partiendo de la nada, o de casi nada,  juntando trozos y piezas destartalados. La enormidad del problema le producía pánico, pero sabía que debía intentar  resolverlo, pues su intención así se lo indicaba. Él se fiaba de su intuición, tenía que hacerlo, ya que era lo único con que contaba”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 105-106.

[11]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.128.

                “Le había parecido posible decir la verdad, ahora veía que todo lo que podían decirse eran palabras. El libro no hablaba del mundo, sino de sí mismo. Más de una vez cogió aquel horrible manuscrito dispuesto a tirarlo al fuego, pero no tuvo el valor para cometer aquel acto definitivo”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 142.

[12]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.220.

                “Mi libro no es ciencia, es solo un sueño; ni siquiera estoy seguro de que la ciencia sea posible. […] Sólo concebimos pensamientos que podemos expresar con palabras,  pero admitimos esta limitación con la idea, obstinadamente estúpida, de que las palabras significan más de lo que dicen. Es un bonito truco de magia que mantiene el engaño maravillosamente, hasta que llega el momento en que la verdad irrumpe con toda su fuerza ante nosotros”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 243.

[13]             Vid. John Banville, Doctor Copernicus, p.251.

                “Lo que importa es la forma de conocer. Conocemos el significado de una cosa en particular sólo si nos contentamos con percibirla en medio de otros significados; pues en cuanto intentamos separarla, todo su significado se desvanece. Ya ves, lo que cuenta no son las cosas, sino la interacción entre ellas y, por supuesto, los nombres…”. Vid. John Banville, Copérnico, p. 279.

[14]             Vid. Rüdiger Imhof, pp. 74, 97. Es la necesidad de trascender los límites del lenguaje para acceder a la realidad de las cosas. Y como  indica Berensmeyer, el conflicto, ya expresado en los libros anteriores, radica en la incapacidad de llegar a la realidad sin el concurso de las creaciones ficcionales. Vid. Ingo Berensmeyer, p. 133.

[15]             Vid. Joseph McMinn, p. 103.

[16]             En 2012, mientras Banville era entrevistado en el Trinity College, pudo verse entre el público a Macarthur,  puesto en libertad poco tiempo antes. El escritor se fue nada más terminar la entrevista, pero el ex convicto se quedó al cóctel. 

[17]             John Banville, The Book of Evidence. London: Picador, 1998, p. 150.

                “Resultaba incomprensible. A pesar de todo, cuando digo lo hice no estoy seguro de a qué me refiero. No se me entienda mal. No es mi intención vacilar, titubear y arrojar hojas secas sobre las pruebas. La maté, lo reconozco libremente. Y sé que si hoy volviera a estar allí, volvería a hacerlo, no porque quisiera, sino porque no me quedaría otra opción”. John Banville, El libro de las pruebas. Barcelona: Anagrama, 2000, p. 164. Traducción de Horacio González Trejo. 

[18]             John Banville, The Sea. London: Picador, 2012, p. 60-61.

                “Esconderme, protegerme, guarecerme, eso es lo único que realmente he querido siempre, amadrigarme en un lugar de calor uterino y quedarme allí encogido, oculto de la indiferente mirada del sol y de la severa erosión del aire. Por eso el pasado supone para mí un refugio, allí voy de buena gana, me froto las manos y me sacudo el frío presente y el frío futuro. Y, no obstante, ¿cuál es la verdadera existencia del pasado? Después de todo, no es más que lo que fue el presente una vez el presente ya ha pasado, no más que eso. Pero vaya”. John Banville, El mar. Barcelona: Anagrama, 2006. Traducción de Damián Alou.

                    

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Górriz Villarroya

 

Sigue teniendo presente a Azcona, pero si fija el pensamiento en él, las nubes bajan como una persiana y la luz desaparece. Son las anécdotas de recuerdos compartidos las que devuelven luminosidad a su conciencia, y hablan por él de la relación. Una relación que se remonta a mitad de los ochenta. El primer contacto personal lo propició Eduardo Ducay, el productor de El bosque animado. Le había dejado el guion para ver si le apetecía dirigirlo. José Luis Cuerda lo leyó y le pareció que podía moverse dentro de él como pez en el agua. Aceptó en seguida, sin ver la necesidad de cambiar nada. “Después, como suele pasar siempre, durante el rodaje y, más tarde todavía, durante el montaje, hubo alguna modificación. La que mejor recuerdo, porque incluye a otra de las personas con la que más a gusto he trabajado, Luis Ciges, es la morcilla que introdujo en la secuencia en la que entrega un ternero como regalo a la familia D’Abondo. Él me había preguntado al principio del rodaje si yo era un director como Berlanga, que le dejaba improvisar, o por el contrario, si era de los maniáticos que se empeñaban en que se dijeran los diálogos como estaban escritos en el guion. Le contesté muy serio que era de los maniáticos. Y quiso probarme: cuando íbamos a rodar la escena con la familia D’Abondo, me dijo: ‘José Luis, ¿me dejas que, después de regalarles el ternero, les diga que otro día les traeré unas gallinas de colores?’. Le respondí que sí. Se puso tan contento y colocó su estupenda morcilla”.

-¿Cómo era compartir escritura con Azcona –casos de La lengua de las mariposas y Los girasoles ciegos-?

-No escribimos nunca juntos. Él lo hacía en su casa y yo, al principio, en cafeterías, solo, a mano y con mayúsculas -porque no entendía mi propia letra-. Cuando aparecieron, primero, las máquinas de escribir eléctricas; después, los preordenadores –Amstrad-; y, por último, los Appel -del primer modelo, tamaño maceta, al recién llegado; en paralelo y con intercambio telefónico continuo de instrucciones para su manejo-, Azcona y yo hablabamos más de los dichosos aparatos que del guión en sí. Como siempre escribimos adaptaciones, nuestro método era seleccionar el material a utilizar de la obra literaria, reordenarlo y hacer con ello un tratamiento de unas veinte o treinta páginas. Yo le sugería añadidos y reorganizaciones, si lo creía oportuno. Los comentábamos y pactábamos el resultado a enseñar al productor. Azcona hacía un tratamiento más extenso y el productor le daba el visto bueno o pedía algún cambio. Atendidos, o no, esos cambios -yo recuerdo que, con mi visto bueno a esas alturas del proceso se solían aceptar con muy pocas excepciones y que también eran muy pocos-, Azcona escribía el guion y éste iba a misa. Azcona siempre dijo que, como escritor –él siempre quiso ser poeta o novelista-, el autor de un guión debía asumir el papel de puta: satisfacer a la clientela –productor-, que paga, o director que, en definitiva a la hora de rodar y de montar siempre hará lo que le de la gana con el guion -si el productor le deja, añado yo-.

-¿Por qué El bosque animado la escribe Azcona en solitario?

- La adaptación de la novela de Wenceslao Fernandez Florez se la encargó Ducay, el productor, sin contar previamente con ningún director. Ducay siempre se ha considerado un productor a la americana y la verdad es que lo ha hecho muy bien, con resultados espléndidos la mayoría de las veces.

- Ustedes dijeron que había una película en El árbol de la ciencia. ¿Qué la frustró?

- Somos no pocos los que hemos querido adaptar esa novela de Baroja. Los personajes y las situaciones tienen una urdimbre dramática y psicológica de primera magnitud. Pero muy pocos lo intentaron porque todos sabíamos la cerrazón de su sobrino y coheredero Pío Caro, que, casi con toda seguridad, quería dirigirla él.

- El 29 de agosto de 2008 se estrena Los girasoles ciegos. En julio de 2007 a Azcona se le había detectado un cáncer pulmonar ya avanzado. ¿Cuándo se entera?

- Me enteré en un curso de verano en Almería, ese mismo julio de 2007. Participábamos Manolo Gutiérrez Aragón, Vicente Molina Foix, Ángel Sánchez Harguindey, Manolo Vicent, Rafael Azcona y yo. A la hora de comer, coincidí con Rafael, camino del bufet. Íbamos con nuestras bandejas en las manos para recoger el condumio, cuando Azcona me confesó: “José Luis, estoy muy malito”. Yo sabía que tenía algunos achaques, pero no le di importancia. Pocos días antes de su muerte lo invité por el telefonillo del portal de su casa para que bajara a tomar algo. Bajaron Susan y él. Rafaél ya no hablaba. Se fueron a hacer algún recado y yo no me atreví a acompañarlos. No soportaba la idea de que aquella podía ser la última vez que nos veíamos. Y así fue.

- Dentro del ciclo “Joyas del Cine Español”, usted participó junto a José Luis García Sánchez y a Fernando Trueba en un coloquio-homenaje, y destacó su honradez. Trueba apuntó que tal vez si hubiera nacido en otra época -“en esta”-, habría sido guionista-director, no sólo guionista. ¿Cómo lo ve?

- Sabía tanto de dirección como de guión. Había aprendido la narrativa cinematográfica de primera mano con sus colegas italianos del neorrealismo, y repetía, siempre que venía a cuento, máximas del tipo: “No le pongas pie a la foto”, lo que se esté viendo no necesita ser dicho. Y era un enemigo a muerte de la infección sentimental. No soportaba la televisión actual. El ir a saco al corazón del espectador le parecía una indecencia insoportable. Hubiera dirigido tan bien como escribía; pero dudo que le apeteciera tener a un productor, a un distribuidor o a una actriz o actor estrella a sus espaldas, mientras escribía un guión, dándole su opinión sobre el mismo, o intentando imponerla, cosa que un director evita con dificultades durante su trabajo.

- ¿Qué etapa de la obra de Azcona prefiere, si es que hay alguna?

- Siempre que me han preguntado cuál es para mí la mejor película de la historia de cine he respondido una que se titula Plácido-El apartamento, podría adherir otras diez y entraría alguna más de Azcona Berlanga. Cuando me pidieron una lista de mis diez directores favoritos, me salieron cien.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Pegada contra un muro

26 de junio de 2017 09:16:36 CEST

Pegada contra un muro

observo el bullicio de los parques,

los niños de padres sonrientes,

los balancines como catapultas.

Yo resisto en presentes imperfectos

porque adoro jugar en los desvanes:

maletas, longanizas, ropa vieja,

cartas sin enviar, fotografías,

hilachas de otoño, jaulas de pájaros.

Recomponer los trozos de nostalgias

que ni siquiera me pertenecieron.

Me gusta calentarme con la lumbre

de ese sol solitario y mortecino.

Un sol perfecto para ahondar en madrigueras

y negar el vaivén de los columpios

o asomar el hocico hacia la noche

y ver una lluvia de asteroides.

Espejos nocturnos, como luciérnagas

a la deriva que nadie más ve

porque nadie más mira.

Una bicicleta pende del techo

e invoca un dolor antiguo,

un sonido a pozo,

un sabor a cuchillo y a cerezas.

Los antiguos amores ya están calvos.

Algunos hay, incluso, que están muertos.

En ti, rosa marchita y viento helado.

Vivir agota más en resistencia.

Dejar que el mar te arrastre.

Desobedecer sin discrepar,

-seguir de frente-,

arranca la piel, te desolla el ansia

como a un cordero de meses

atado boca abajo en un nogal

cuya sangre chorrea y se desliza

calle abajo densa como el mercurio.

Nadie recordará el daño.

Vendrá la lluvia y se llevará el rastro.

Solo tú percibirás

el escozor del músculo desnudo

del que desobedece

pero ya no intenta

convencer a otros.

Duele el cansancio como un valle

horadado por un glaciar azul.

Solo hay líquenes ásperos y oscuros.

Y madrigueras.

Y ocultarse.

Y mirar

la noche y el sol de otoño

y lo imperfecto

y pegarse contra un muro

y odiar los parques.

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Sonia San Román

Entre los muchos casos singulares que he vivido como editor, la trayectoria de Rafael Chirbes ha sido quizá (o sin quizá) la más singular de los autores de Anagrama. Y desde luego con un resultado espectacular: confirma el triunfo de un escritor con una vocación profunda, con un rigor indesmayable, al servicio exclusivamente de la literatura, de la mejor y más crítica literatura a contrapelo de todas las facilidades, de la gran literatura incluso en estos tiempos tan poco propicios.

Un autor de quien hemos publicado sus nueve novelas. Chirbes debuta en 1988 con Mimoun, a la que siguen En la lucha final (1991), La buena letra (1992) y Los disparos del cazador (1994): cuatro novelas breves, de extensión inferior a 200 páginas, y con una excelente acogida crítica todas ellas, excepto En la lucha final, que tuvo recensiones discretas y cuya reedición Chirbes ha descartado. Después empieza una ambiciosa suerte de “trilogía”  de novelas independientes conformada por La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003). Y finalmente dos novelas definitivas, que se pueden considerar un “díptico”: Crematorio (2007) y En la orilla (2013).

Asimismo Anagrama ha publicado sus cuatro libros de ensayo literario y de viajes: El novelista perplejo (2002), El viajero sedentario. Ciudades (2004), Mediterráneos (2008) y Por cuenta propia (2010).

Y, paralelamente a su consagración como escritor indispensable prosigue, su despliegue internacional, al que prestaré especial atención.

***

El manuscrito de Mimoun apareció en la editorial gracias a los buenos oficios de Carmen Martín Gaite, a quien con demasiada frecuencia le llegaban textos de escritores que querían publicar en Anagrama y ella los leía con tanta diligencia como extremo rigor. Pero Mimoun logró superar la severa criba. Alentó a Chirbes a presentarse a nuestro premio de novela, del que quedó finalista. Las reseñas españolas fueron perspicaces: así Álvaro Pombo escribió: “Chirbes ha sabido inventar una nueva voz”, Javier Goñi la definió como “una espléndida novela” y Carmen Martín Gaite la adjetivó como “hermosa e inquietante”.

***

Con Chirbes actuamos también como agentes literarios para sus traducciones, como con tantos escritores en lengua española. Así, entre otros y durante muchos años, con Álvaro Pombo, Carmen Martín Gaite, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Javier Tomeo, José Antonio Marina o Roberto Bolaño.

Mimoun, pese a ser la primera novela de un autor desconocido, consiguió traducciones de cuatro editoriales: dos excelentes editores independientes con quienes sostenía una estrecha relación, Klaus Wagenbach en Alemania y Pete Ayrton (Serpent’s Tail) en Gran Bretaña, una minúscula y efímera editorial, Microart, en Italia y Rivages en Francia.

Me detendré en los países en los que la obra de Chirbes ha sido más difundida, que son Alemania (muy en primer lugar) y Francia, seguidos por Italia, Holanda y Grecia. Y debe mencionarse, en lugar muy destacado, la extraordinaria labor de tres traductoras, Elke Wehr y luego Dagmar Ploetz en Alemania, y Denise Laroutis, responsable de la traducción de toda su obra en Francia.


Alemania

Después de Wagenbach, la prestigiosa editora independiente Antje Kunstmann tomó el relevo en 1994, con Los disparos del cazador, y ha ido publicando toda la obra narrativa de Chirbes con un éxito espectacular, muy superior al de  cualquier otro país. Los libros de Chirbes se han publicado no sólo en edición trade por Antje Kunstmann, sino que también ha conseguido ediciones de bolsillo, de club, escolares, etc.

Aparte del excelente trabajo de su editora, resultó fundamental el apoyo del gran pope de la crítica literaria Reich-Ranicki en su programa televisivo muy influyente Das Literarische Quartett.


Francia

Rivages era una editorial, vinculada al grupo Payot, con cuyo editor literario, Gilles Barbedette, responsable de literatura extranjera, tenía muchas afinidades y una buena amistad. Entre sus primeros títulos figuraban autores comunes, Daniele del Giudice, Andrea de Carlo, Grace Paley y pronto Javier Marías. Años después empezó en su catálogo Rafael Chirbes. Por desgracia Barbedette falleció prematuramente y en Rivages se han producido cinco cambios de director editorial, con los consabidos trastornos. Sin embargo, la editorial ha seguido fiel a Chirbes  y han publicado todas sus novelas. No en vano la recepción crítica de Chirbes en Francia es inmejorable.

Recientemente Rivages ha pasado a manos de la editorial Actes Sud, ha conseguido una mayor estabilidad, y su nueva directora, Alzira Martins, es una entusiasta de Rafael Chirbes, de quien se apresta a publicar En la orilla.


Italia

Además de Microart (Mimoun) y Le Lettere (La buena letra), Frassinelli emprendió las ediciones de La larga marcha y La caída de Madrid. Luego siguió Garzanti con Crematorio. Ahora Feltrinelli ha tomado el relevo, tras esa dispersión editorial: publicarán en septiembre de 2014 En la orilla, traducida por el novelista Pino Cacucci. Chirbes participará en septiembre en el festival de Mantova y confiamos en la recuperación progresiva de su obra en Italia para que tenga la difusión que merece.


Holanda

En este país una pequeña y entusiasta editorial, que publicó a algunos de los mejores autores españoles, Menken, Kasander & Wigman, capitaneada por Paul Menken, publicó cuatro novelas de Chirbes, empezando por Los disparos del cazador, a la que siguieron La caída de Madrid, Los viejos amigos y Crematorio. Próximamente la editora Nelleke Geel publicará En la orilla en el nuevo sello independiente Meridiaan.


Grecia

En dicho país Eikostou Protou publicó La buena letra, Graphes La larga marcha, Agra Los disparos del cazador y Kedros publicará En la orilla.

***

En España los mejores críticos literarios, así como grandes novelistas, se percataron muy pronto de la calidad de Rafael Chirbes y las ventas no fueron nada desdeñables, en especial las de La larga marcha y La caída de Madrid. Sin embargo, este autor tan poco amante de amiguismos, de vinculaciones con ningún circuito de poder, durante décadas recluido en un pueblecito de Extremadura y luego en otro de Valencia, fue, en cierto modo, para el gran público y también para el “poder literario” (digamos el entramado de grandes premios institucionales, para abreviar), un escritor “oculto”, secreto o semisecreto hasta la publicación en 2007 de Crematorio. Con esta novela obtuvo su primer galardón importante, el Premio Nacional de la Crítica, al que siguieron el Cálamo (de la librería Cálamo de Zaragoza), el de la Crítica Valenciana, el de Turia, el Qwerty de PTV y el Dulce Chacón, que contribuyeron a fijar la atención en un autor ya para muchos de primerísima fila. Una buena adaptación en forma de serie televisiva apoyó su creciente popularidad.

Seis años después, en 2013 se decidió por fin a librar En la orilla, no en vano Chirbes es un escritor lento, riguroso, con un elevado grado de autoexigencia (y la consabida inseguridad), cuyas obras precisan una maceración prolongada. La recepción fue, de inmediato, extraordinaria, como si fuera el libro necesario que tantos lectores y críticos literarios estuvieran esperando.

***

Poco después de la publicación en marzo de En la orilla, el 19 de mayo de 2013, el periódico ABC realizó una sonada “Gran Encuesta de ABC”, entre un centenar de escritores, editores, agentes literarios y personalidades de la cultura para elegir La mejor novela española del siglo XXI. Resultó ganadora La Fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa (quien goza de doble nacionalidad, peruana y española), seguida de Crematorio de Rafael Chirbes. En palabras de ABC, “destaca enormemente, en un verdadero tú a tú con el ganador, la obra Crematorio de Rafael Chirbes, que desde la óptica realista ha sabido retratar la profunda crisis (económica, moral, casi total) de la sociedad española de manera dolorosa y fidedigna”.

En tercer lugar figuró Tu rostro mañana de Javier Marías y luego Soldados de Salamina de Javier Cercas, La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón, Los enamoramientos de Javier Marías, La piel fría de Albert Sánchez Piñol, El mal de Montano de Enrique Vila-Matas, Rabos de lagartija de Juan Marsé y El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón.

También figuró (con dos votos) En la orilla, recién editada y por tanto aún poco leída.

En el resumen de los autores más votados figuró en primer lugar Mario Vargas Llosa con 12 votos por La Fiesta del Chivo, seguido por Rafael Chirbes con 10 votos (8 para Crematorio y 2 para En la orilla), y en tercer lugar Javier Marías con 9 votos (6 para Tu rostro mañana y 3 para Los enamoramientos). Después, Javier Cercas (8 votos), Enrique Vila-Matas (7 votos), Carlos Ruiz Zafón (4 votos), Juan Marsé (3 votos) y Alberto Sánchez Piñol (3 votos).

***

Desde inicios de 2014 En la orilla tuvo una segunda vida aún más pujante. Empezó con las listas de los suplementos culturales.

En El País fue elegido mejor libro del año, en ABC mejor libro en lengua española, en El Mundo mejor novela en lengua española, mientras que en La Vanguardia, en el apartado “Ficción en castellano”, figuró en segundo lugar. Entre otras distinciones cabe destacar la del blog de Fernando Valls La Nave de los Locos, en el que colaboraron doce de los más prestigiosos críticos literarios españoles y en el que Crematorio obtuvo diez votos y Daniela Astor y la caja negra de Marta Sanz resultó finalista.

En enero de 2014 se le otorgó el Premio Francisco Umbral. En abril el Premio Nacional de la Crítica (por segunda vez, caso infrecuente en la historia de dicho galardón, después de Crematorio) y en mayo el Premio de la Crítica Valenciana.

En mayo de 2014 se produjo otro coup d’effet: en la encuesta elaborada por los críticos literarios de El Mundo sobre las 25 mejores novelas españolas de los últimos 25 años, tres novelas de Chirbes fueron seleccionadas: En la orilla en primer lugar, Crematorio en tercero y La larga marcha en octavo.

La lista íntegra está formada por las siguientes novelas: En la orilla, Rafael Chirbes; La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina; Crematorio, Rafael Chirbes; Rabos de lagartija, Juan Marsé; Juegos de la edad tardía, Luis Landero; El hereje, Miguel Delibes; Verdes valles, colinas rojas, Ramiro Pinilla; La larga marcha, Rafael Chirbes; El día de mañana, Ignacio Martínez de Pisón; El mal de montano, Enrique Vila-Matas; Los peces de la amargura, Fernando Aramburu; Corazón tan blanco, Javier Marías; El metro de platino iridiado, Álvaro Pombo; Galíndez, Manuel Vázquez Montalbán; La ruina del cielo, Luis Mateo Diez; El embrujo de Shanghai, Juan Marsé; Estatua con palomas, Luis Goytisolo; Romanticismo, Manuel Longares; La leyenda del César visionario, Francisco Umbral; El corazón helado, Almudena Grandes; Soldados de Salamina, Javier Cercas; La saga de los Marx, Juan Goytisolo; El espíritu áspero, Gonzalo Hidalgo Bayal; El cazador de leones, Javier Tomeo; Los girasoles ciegos, Alberto Méndez.

El boca-oreja se expandió, lógicamente, de forma espectacular y como resultado las ventas de En la orilla en el primer semestre de 2014 fueron incluso muy superiores a las de 2013, un fenómeno inusual en estos tiempos de rapidísima rotación.

***

Entretanto el número de traducciones de En la orilla se ha incrementado significativamente. A sus habituales editores,  Antje Kunstmann en Alemania y Rivages en Francia, se han unido Feltrinelli en Italia, Meridiaan en Holanda, Celanders en Noruega, Kedros en Grecia, Assírio & Alvin en Portugal y People’s Republic of China Publishing House en China. Y, en el difícil mercado anglosajón, Harvill Secker lo publicará en Gran Bretaña, mientras que en Estados Unidos la editora Barbara Epler, de New Directions, ha comprado los derechos de En la orilla y también de Crematorio. New Directions es una prestigiosísima editorial literaria, fundada en 1936, que se ha distinguido por su infalible gusto literario. Ha publicado, entre otros, a escritores en lengua española como Borges, Bolaño, Marías, Vila-Matas o Aira, mientras que en otras lenguas, por mencionar algunas traducciones recientes, a Sebald, Tabucchi, Nabokov, etc.

En la orilla se ha publicado ya en Alemania, en enero de 2014, y ha sido muy celebrada.

Así, el crítico y novelista Paul Ingendaay, quien ya calificó en su día La larga marcha como “una obra maestra en todos los sentidos” y que conoce a fondo el panorama literario español, escribió en Frankfurter Allgemeine, periódico del que fue corresponsal durante años en Madrid, una amplia reseña:

Rafael Chirbes golpea con la bola demoledora en su grandiosa novela sobre la ruina de España. Pero tampoco deja en pie mucho en lo que se refiere a nuestro cuento del bienestar (…). En la orilla se leerá como la novela de la crisis española. La crisis de la construcción, la crisis de la deuda, la crisis económica. La crisis familiar. La crisis institucional. La crisis de los sentidos en general. Y ni siquiera estaría mal. Sólo que los escritores no piensan con las expresiones de los tertulianos. Chirbes no quería que su gran alabada novela anterior, Crematorio, que se publicó en 2008 en alemán, se entendiera como la novela del desenfreno del boom inmobiliario, del mismo modo tampoco entiende En la orilla como el libro de la crisis. Su novela trata sobre el alma humana en el inicio del siglo XXI, y esto lo podemos generalizar tranquilamente y referirlo a la sociedad industrial occidental (…). Se puede equiparar al portugués Antonio Lobo Antunes como su alma gemela (…). Una claridad y brillantez que corta el aliento (…). Es como si la propia palabra se alzara en contra de la destrucción que ella misma describe”.

Ralph Hammerthaler en su reseña del SüddeutscheZeitung escribió:

En la orilla se desarrolla en un solo día, así como sus novelas La caída de Madrid y Crematorio. Un día le sobra a Chirbes para convocar en brutales monólogos interiores tiempo y pasado de sus actores. Aquí ya nadie habla del futuro (…). Parece como si Rafael Chirbes hubiera escrito la novela de la crisis española. Por suerte el libro contiene muchas más cosas. Chirbes trata en él sus grandes temas sobre la muerte y el pasado enlazados de novela a novela”.

***

Reich-Ranicki, el gran prescriptor

Marcel Reich-Ranicki fue durante muchos años de su larga vida el más prestigioso crítico alemán, el “pope” por antonomasia, y estuvo al frente del muy influyente programa televisivo dedicado a los libros Das Literarische Quartett.

Un programa determinante para la difusión de la buena literatura en Alemania, a menudo con resultados espectaculares (y no siempre positivos: así, Reich-Ranicki, colérico, destrozó ante las cámaras con sus propias manos un ejemplar de un libro de Günter Grass). Dos autores españoles fueron bendecidos por Reich-Ranicki. El primero fue Javier Marías en dos ocasiones: en 1996 por Corazón tan blanco y en 1998 por Mañana en la batalla piensa en mí. El segundo fue Chirbes, en tres ocasiones y en años consecutivos: por La larga marcha en 1998, por La buena letra en 1999 y por La caída de Madrid en 2000. El impacto para Marías y para Chirbes en dicho país fue enorme, tanto en consideración literaria como en número de lectores.

Reich-Ranicki, por ejemplo, afirmó que La larga marcha era “el libro que necesitaba Europa”, y añadió que en “La larga marcha se habla una y otra vez de una ‘nueva España’, y todo el que cree en la posibilidad del cambio deposita en esa idea siempre el mismo ingenuo entusiasmo. Lo que ocurre con Rafael Chirbes es que ha escrito una historia de las grandes esperanzas y las grandes promesas, pero también de los grandes desencantos”.

A título informativo, entre los autores traducidos al alemán, el único escritor en lengua española con tres títulos escogidos, además de Gabriel García Márquez por Cien años de soledad, Del amor y otros demonios y Doce cuentos peregrinos, ha sido Rafael Chirbes.

También fueron escogidos con tres títulos Paul Auster, Louis Begley, Milan Kundera, Imre Kertész y Cees Nooteboom. Y con cuatro António Lobo Antunes, Vladimir Navokov y John Updike y con cinco Philip Roth.


A modo de apéndice:

Inventario sucinto de glosas de la crítica alemana y francesa

 

De un modo sucinto, incompleto y provisional, el lector encontrará aquí reunidos textos significativos sobre la repercusión de la obra de Chirbes, en Alemania y Francia, incluso desde sus primeros títulos. Un inventario similar de las críticas de comentaristas españoles constituiría en sí mismo un volumen, por lo que me he limitado a dejar constancia significativa de los premios y distinciones que ha obtenido.

 

ALEMANIA

- La buena letra

“Profundiza en la dimensión filosófica de la literatura (…). Vuelve a poner en danza el trinomio de la literatura mundial –al amor, el sufrimiento y la muerte– (…). Una obra maestra” (T. Paprotny, Hamburger Abendblatt).

- Los disparos del cazador

“Una obra densísima e inteligentemente configurada (…). Revela una maestría que va mucho más allá del mero oficio narrativo” (Frankfuter Allgemeine Zeitung).

“Su lenguaje sereno y límpido modifica el tenor moral de la narración, que debe mucho a Graham Green y Joseph Conrad” (Sueddeutsche Zeitung).

“Una obra escrita con cuidado y exactitud” (Der Spiegel).

“Maestría técnica” (Die Tageszeitung).

“De improviso se infiltra en nuestras mentes y despliega un efecto inquietante” (Berliner Morgenpost).

“Lenguaje cristalino que dibuja las imágenes y recuerdos de modo agudo y exacto” (Facts).

-  La larga marcha

“Gracias al espléndido trabajo de la traductora Dagmar Ploetz, Rafael Chirbes ha sido vertido al alemán en toda su esencia y al mismo nivel que las grandes figuras literarias mundiales. Un doble golpe de suerte” (Tilman Spengles, Der Spiegel).

“Rafael Chirbes sólo ha publicado dos novelas cortas en alemán y ambas  bastaban para poner de manifiesto que es un narrador consistente (...). Sin embargo, se diría que La larga marcha pertenece a otro autor: emocionante y variopinta, aunque no de un modo incómodo, sensible y al mismo tiempo precisa, bien concebida y de una estructura sumamente refinada. Una obra maestra en todos los sentidos (...). Esta extraordinaria novela nos permite percibir la magnitud de la violencia, la esperanza y el pertinaz tradicionalismo que España empezaba a dejar a la espalda hace veinte años” (Paul Ingendaay, Frankfurter Allgemeine).

“Esta novela ha llegado con ‘zarpas de terciopelo’ ‘ovillándose como un gatito’. Habla de un modo muy perturbador de un país extraño pero al mismo tiempo conocido. Un país donde la voz de la naturaleza humana fue silenciada y que estaba gobernado por el crudo lenguaje de la violencia. La larga marcha de Rafael Chirbes habla de un país en  medio de Europa, la España de Franco; habla de las vidas de dos generaciones bajo la campana de cristal de una dictadura sumamente larga (...). Rafael Chirbes (1949) consigue describir este período agitado con la mirada comprensiva de quien ha sido testigo. Sus personajes son reales y estimulantes” (Patrick Horst, Hamburger Abendblatt).

“El retrato que hace Chirbes de la sociedad española se sitúa en la frontera donde convergen la reproducción fotográfica y la concentración poética. Como si el objetivo de una cámara enfocase el mundo sin ceder a la frialdad de los instrumentos técnicos, Chirbes controla magistralmente sus malabarismos (…). Un realismo admirable: el tipo de literatura que sin juicios y con  una sinceridad que desarma coloca en su sitio fragmentos de nuestra realidad” (Stephanie Gerhold, Berliner Morgenpost).

“El escritor español Rafael Chirbes ha escrito un libro muy importante para su país. Ante todo, esta novela es una obra de arte que retrata la historia reciente de España (...). La novela examina el oscuro legado de la división y la dictadura. Este libro es especialmente significativo para la España moderna, como Hijos de medianoche, de Salman Rushdie, lo fue para la India. Y, al igual que ese libro, La larga marcha posee una belleza incomparable y es una gran obra maestra en la que se reflejan muchas facetas del pasado” (Ulrich Selich, Handelsblatt).

“Un libro extraordinario cuyo lenguaje preciso y poético ayuda a comprender el período que se extiende desde el final de la guerra civil hasta la muerte de Franco. El conocimiento y la comprensión de este oscuro periodo invariablemente proporcionan la clave para entender el presente; y quizá no sólo en el caso de la sociedad española” (Göttinger Drucksache).

 

FRANCIA

También en este país, pese a carecer del efecto Reich-Ranicki, la obra de Chirbes gozó de una temprana y sostenida reputación.

Así, la perspicaz Martine Silber, tan atenta a la literatura española, ya afirmó en su día en Le Monde: “Con La buena letra y Los disparos del cazador Rafael Chirbes se ha situado entre los mejores novelistas contemporáneos”.

- La caída de Madrid

“En una novela llena de sensibilidad y de sutileza, Rafael Chirbes retrata con talento la sociedad española ante la muerte de Franco (...). La finura del libro reside en la complejidad de los personajes, cuyo apariencia social se ve iluminada por los matices de una introspección, de un cara a cara con su pasado y su futuro, con los otros, sus amigos y enemigos, y sobre todo con la historia, la caída de un orden establecido que se hunde en lo desconocido (…). Al ritmo de las largas frases, el lector se deja a veces acunar, dulzonamente, y a veces sacudir, vertiginoso, por el relato a ratos sensual y a ratos violento, pero permanece esclavo del narrador, sin poder anticiparse nunca, sin ser en ningún momento capaz de dominar el torbellino que le arrastra. ¡Más dura será la caída!” (À voir lire).

- Los viejos amigos

Los viejos amigos, una vez más, estremecerá a sus lectores y los llevará a interrogarse sobre la amistad, el paso del tiempo, las ilusiones perdidas, la escritura, la historia, el dinero, la traición y todo lo que contiene la vida (…). El lector pasa así de un tema a otro. Las teselas del mosaico de este ‘colectivo’, como dice Chirbes, se ajustan, las historias de los personajes se cruzan, se superponen, los destinos y los caracteres desfilan. Al hilo del relato teje una tragicomedia humana, eminentemente balzaquiana, inscrita en su tiempo, en nuestra historia. Y no se preocupen, después de haber publicado La caída de Madrid, en el año 2000, Chirbes decía ya que no podría seguir escribiendo porque había escrito su mejor novela. Los viejos amigos sin duda sólo son una dura etapa, sin duda será necesario que las hojas que sigue amontonando se organicen para que cobre cuerpo, quizá a pesar de él, otra novela que se inscribirá en esta obra global y vigorososa” (Martine Silber, Le Monde).

“Un cuarto de siglo después de la muerte de Franco, los antiguos componentes de una célula comunista se reúnen para cenar. Aburguesados. Envejecidos. Embrollados consigo mismos y con el mundo. En lo que a él respecta, Rafael Chirbes está en plena forma (…). La revolución, la fiebre activista, se desarrollaba hace treinta años. Ahora son todos cincuentones, incluso más viejos. Los negocios han prosperado, la movida obliga. Han hecho dinero con la construcción, la promoción inmobiliaria, el marketing, el mercado del arte, los medios de comunicación, la cultura (...). Cierto que amaron la revolución (...).  Se comprende, sin embargo, desde las primeras líneas, que Rafael Chirbes (nacido en 1949) no sucumbe a las cobardías del autoescarnio, esa suave violencia que se infligen los rentistas narcisistas de la renuncia (…). El lector descubre la complejidad de los personajes a medida que se mezclan las voces y las miradas que se dirigen unos a otros…Todo se sostiene: la psicología, la política, la estética. Bajo las facetas fascinantes de este caleidoscopio, la base es firme, irrompible (…). La novela de Rafael Chirbes capta con un solo gesto, en el mismo instante, la fealdad y la belleza, los tiempos que se entremezclan, el presente y el pasado. Y lo hace con un vigor que no contiene, esta vez, la menor desilusión…” (Jean-Maurice de Montremy, Avant-Critique).

“Al igual que en La caída de Madrid, que se desarrollaba en un solo día, la víspera de la muerte del viejo dictador, Rafael Chirbes recurre al monólogo. No se entrega ni a un ejercicio de escarnio sobre los compromisos de los personajes ni a una evocación nostálgica de su juventud militante. Se sitúa en el lado de la crueldad, de la violencia y de la negativa a la resignación. Y para ello despliega una prosa sorprendente, que tuerce y amasa la lengua para engullirnos junto a sus protagonistas nunca caricaturescos, a la vez  perturbadores y patéticos. Por poco que el lector se avenga a que le arrastre y le sacuda el ritmo obsesivo de esta novela, emerge de ella con un nudo en la garganta, casi hipnotizada por este torrente verbal” (Paris-Match).

- Crematorio

 “Aquí está el dinero-rey, la frustración, el trastorno, la falta de reparto, las ilusiones perdidas. El mundo de Misent es el de la especulación llevada al extremo, servida por la droga, el sexo, la corrupción. Aquí, destruir el medio ambiente es mostrar tu poder. En cuanto a la destrucción de los demás, no es más que afirmarte. Sin embargo, no se busca a los inmundos, a los canallas. Ni tampoco a los héroes. La novela de Chirbes se lee como un testamento de época (…). En Los viejos amigos (Rivages, 2006) se reunían alrededor de una mesa unos antiguos militantes antifranquistas que habían pasado por el aro, cumplida la cincuentena.  De la misma manera, la pregunta que plantea, con más dolor y más intensidad, es la siguiente: ¿cómo hemos podido llegar a esto? Pero es un hecho. Toda la sociedad corre hacia un apocalipsis patético y grotesco. Aguardamos  las olas que van a inundarlo todo” (Xavier Houssin, Le Monde).

Crematorio es la quiebra de una época –la nuestra–, y de un país: el suyo. España con un fondo de negocios turbios, escándalos inmobiliarios, traiciones privadas, como captada en el alba macilenta que sigue a una noche de fiesta (…). Novelas como otros tantos retratos de grupos con desilusiones, exentas de todo  folclorismo, cultivadas, elegantes, enlutadas, en las que resuenan los ecos de los tan amados Broch, Döblin, Mann o Musil. Después de este sublime Crematorio, fúnebre y  peligroso punto final, Rafael Chirbes aguarda en su pueblo cerca de Valencia, releyendo a su maestro Braudel, que algo suceda. Ha encontrado la eternidad…” (Olivier Mony, Le Figaro).

“El texto avanza con largos monólogos interiores, de acuerdo con una técnica muy sutil, que recuerda al Faulkner de Mientras agonizo o de ¡Absalón, Absalón! Pero toda comparación sería descortés, tan poderosas son las frases de Chirbes que hacen única esta obra, tanto por su mensaje como por su forma. La novela según Chirbes sigue siendo el género total que engloba todos los demás, la poesía, el panfleto, la historia, la reflexión filosófica y la meditación sobre el arte, todos los estilos, del elegíaco al obsceno, en una impresionante ola de pensamientos, sensaciones, narraciones que aspiran a agotar la descripción de un mundo deshecho” (Bernard Fauconnier, Le Magazine Littéraire).

“Chirbes muestra que el cadáver franquista se remueve todavía en los ruedos donde bulle una jauría detestable, la de los arribistas y los especuladores. Son el blanco favorito del escritor, el más feroz y el más balzaquiano de la generación de posguerra. Es una  sociedad que baila con el diablo mientras desembarcan mafiosos y prostitutas rusas. ‘Quería hacer la autopsia de nuestra alma a principios del siglo XXI’, ha dicho Chirbes. Su sulfuroso Crematorio es el más despiadado de sus libros, porque en él explora los bastidores de una España que huele a carroña” (A. C., Lire).                                                                        

 

Chirbes par lui-même

 

 

Este informe polifónico parece pertinente terminarlo dándole la palabra a su protagonista. Un Chirbes que sigue siendo el escritor antidivo de siempre, algo abrumado por su éxito in crescendo, requerido aquí y allá, con una especie de informal “ruta Chirbes” en torno al pueblecito donde vive, Beniarbeig, con problemas de salud ya superados, con la perspectiva de los correspondientes viajes promocionales de sus traducciones... Confío en que más o menos pronto me diga las consabidas palabras  rituales “Sí, escribo, pero no tengo nada…” y, un día, más adelante, “Oigo voces”, la contraseña mágica, la garantía que ya está encarrilando un nuevo proyecto.

Cuando iba a sumergirme de nuevo en sus ensayos literarios, la lectura de un blog, “Después del hipopótamo”, me ofrece una síntesis excelente. Su autor, cuyo nombre no consta en dicho blog, propone, a partir de una selección de textos del libro de Chirbes Por cuenta propia, lo que denomina una “entrevista falsa a un escritor auténtico”. Los textos vienen precedidos de unas preguntas del autor del blog y “nacen de las respuestas de Chirbes, aunque es obvio que tal vez se planteó cuestiones diferentes y, sin duda, superiores a las mías”.

***

Escribir una novela, ¿es una cuestión de oficio? ¿Se siente más seguro ahora que al principio de su carrera?

El novelista se encuentra ante cada obra tan desprotegido como el jugador de ruleta que, en cada tirada, vuelve a empezar desde cero. La literatura no surge por acumulación de esfuerzos, aunque el esfuerzo sea imprescindible: uno puede adquirir  desenvoltura, eso que llaman oficio, habilidades que más bien lastrarán las alas de una nueva novela. Conocemos tipos poco brillantes capaces de escribir espléndidas novelas y, por el contrario, gente con cabezas magníficamente amuebladas que naufragan al intentar el género narrativo. No sabemos muy bien de dónde surge la fuerza de las novelas. La mayor parte de las veces los autores no tenemos la lucidez necesaria para saber qué es exactamente lo que estamos haciendo.

Cuando comienza una novela, ¿tiene clara su estructura?, ¿conoce ya su final?

En ninguno de mis libros he tenido una idea demasiada clara ni de cuál era el tema de lo que estaba escribiendo, ni de los instrumentos de los que me servía, prácticamente hasta que lo he tenido terminado. No creo en la escritura automática, en la inconsciencia, pero sí en que escribir supone una excavación en un túnel oscuro: estoy convencido de que todos mis libros han nacido de esa inmersión en lo que podría llamar mi subconsciente…

Pero si hay algo que destaca en ‘En la orilla’ es su elaborada estructura, su orden…

No hay orden novelesco sin punto de vista, que es tanto como decir que no hay novela sin que el autor ponga a prueba su fuste ético. Encontrar ese lugar desde el que mirar y escribir yo diría que es el único verdadero problema al que se enfrenta el novelista, ya que se trata nada más y nada menos que de poner en orden y dotar de sentido la infinita variedad en la que se le ofrece la vida. Por eso los grandes maestros de la narrativa no vienen sólo de los que mejor dominaron el oficio; a veces hay que buscarlos fuera del género: puedo decir que mis novelas deben tanto a Marx o a Lucrecio como a Balzac y a Proust.

Y ese “fuste ético”, ¿debería obligar al escritor a separarse del poder?

Hoy, en un tiempo y un lugar en los que los novelistas posan en las páginas de sociedad de los dominicales de los periódicos y compiten en brillantez, miramos hacia atrás, y nos decimos que la gran narrativa del XIX fue la escuela formativa de la sensibilidad burguesa; sin embargo, sus contemporáneos no lo vieron así. Los novelistas sufrieron marginación, agresiones, desprecios, procesos. El novelista está obligado a ser un animal atento, liebre, pulga; a saber escapar un minuto antes de que el poder lo colonice.

Pero, a pesar de que la lectura y la escritura sean actos solitarios, ¿tiene un novelista una obligación con la sociedad?, ¿o, al menos, con los perdedores de la sociedad en la que vive?

En mis primeras novelas, muchos lectores creyeron que yo quería hacer una crónica del franquismo, más bien arqueología. Pero no era así. El país había emprendido otros rumbos y era como si lo que yo había vivido en mi primera infancia y me había ayudado a ser quien era, no hubiese existido nunca. Me dolía pensar que el tremendo aporte de sufrimiento de aquella gente había resultado inútil. Los arribistas de ambos bandos habían tomado el poder de la nueva España y escribían la historia a su medida. Los recién llegados – muchos de los cuales se apresuraban  a enriquecerse – no tenían la difusa sensación de culpa que marcaba a la vieja capa dominante, engordada  a la sombra de la dictadura. A su manera, reproducían comportamientos que tenían que ver con los que mantuvieron quienes llegaron al poder al final de la guerra civil.

¿Qué es ser novelista en el siglo XXI?

Aparentemente, novelista y novela se encuentran en un escalón bastante elevado en la consideración social. Se habla de unos y otras en los periódicos, en las revistas, en la televisión, y, pese a ello, uno tiene la impresión de que las novelas hablan cada vez menos por sí mismas y de que lo hacen en voz cada vez más baja. Se quedan en la mesilla de noche, al lado del frasco con las pastillas y del vaso de agua. Son, cada vez más, un asunto de estricta vida privada. En cierto modo, es normal. Se lee a solas.

Y esa publicidad, ¿sirve para que leamos más?

En la sociedad contemporánea, se habla excesivamente de los autores, y de los libros que escriben, en vez de leerlos. Los autores hablamos demasiado. El público cree conocer a un autor o un libro porque ha oído hablar de ellos en la radio o en la televisión, porque ha leído las críticas que los periódicos publican sobre ellos, o incluso ha escuchado y visto al autor responder con soltura o brillantez en un programa de televisión. Lo que se dice de un libro ha pasado a ocupar el lugar de lo que dice un libro. La escritura parece ser más bien la excusa para que se levanten las carpas del circo mediático.

¿Cuál es el futuro de la novela?

Personalmente advierto en la novela una capacidad de resistencia y una tozudez admirables: cuando se la da por muerta, renace con cualquier excusa. Para Roth, la novela acabará siendo un hobby para un pequeño grupo de aficionados, del mismo nivel que los coleccionistas de sellos o de soldaditos de plomo. Yo no estoy tan seguro de que eso vaya a ser así, ni de que deba ser así.

Aún así, ¿añora algo de las novelas del pasado, de los grandes clásicos?

Permítanme que hoy eche de menos aquellas novelas que, en unas pocas páginas – a veces, sólo en unas pocas líneas -, suspendían tu código para imponerte el suyo. Te exigían silencio, pero, a cambio, te llevaban a una estación de tren en la que olías el humo de las máquinas, y, desde tu butaca o desde el hueco cálido de la cama, recibías el aire cortante de la madrugada de San Petersburgo. Era excitante. Novelistas que aspiraban a regalarte el mundo.

   

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Herralde

Sin los cinco sentidos

19 de junio de 2017 13:10:52 CEST

           Para Giselle


 

 

 

 

 

 

¿Qué persigue el ciclón exasperadamente?

¡Ya no sé dónde estás de tanto ser distancia!

De puerto en puerto voy como un barco en la noche

dando tumbos, buscando tu resplandor de faro.

¿Dónde estarás ahora que estás dentro de mí?

Las olas son montañas de llanto por tu ausencia.

¡Me estoy quedando ciego de no mirar tus ojos!

¡De no tocar tu cuerpo estoy perdiendo el tacto!

Tu piel es el temblor de todas las banderas.

¿A qué sabe el delirio cuando se para el mundo?

¿A qué huelen las cruces que nos clava la muerte?

¡Me estoy quedando sordo de no escuchar tu voz!

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

Fuego Blanco

19 de junio de 2017 13:07:19 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Este sol cegador de fuego blanco

Roto por frescas sombras negras

Que tachonan la tierra como salpicaduras

Me pone limpiamente en paz

Para llenar de nuevo mis pulmones

De una antigua inocencia

Que respiraba vida a ojos cerrados

 

Y vivir vuelve a ser nadar de sí en sí

Dejando siempre atrás cualquier quizá

Tener el día limpio sin tener que lavarlo

Recibir siempre antes de pensar en pagar

No tener nada que perder ni en que perderse

Ni tener nunca nada que ganar

Que es tener todo ya ganado

Estar inerme frente al fuego blanco

y cegador del sol

Sintiendo que en mi piel la brisa fría

Me habla en su emocionante lenguaje indescifrado

Y esperar la llegada del momento que viene

Como esperar ser bendecido.

Escrito en Lecturas Turia por Tomás Segovia

Luis Buñuel, socio ignoto

2 de junio de 2017 11:35:31 CEST

El secretismo, o gusto por los secretos, es una constante en el laberíntico carácter de Buñuel poco estudiada aún por exegetas y analistas. Y, sin embargo, se da tanto en las películas como en la vida personal del director aragonés.

Dejando a un lado aquellas, y puestos a hablar sólo de la biografía, nadie ha podido deducir a través de sus palabras, casi siempre contradictorias, en qué punto dejó, por ejemplo, varias de las diferentes carreras emprendidas, suponiendo que llegara a concluir alguna. Y otro tanto cabría decir de su posible adscripción a un partido comunista, fuera el español o el francés, pues tampoco solía manifestarse con claridad al respecto. [1]

Sobre las etapas que conformaron tan ajetreada vida, existen testimonios para todos los gustos, algunos de amigos íntimos incluso, pero pocos parecen concluyentes. Y es que, cuando se le preguntaba, Buñuel confirmaba a veces el hecho en cuestión, otras lo daba por supuesto y, en más de un caso, rebatía su mera posibilidad con total aplomo.

¿Desempeñó trabajos de espionaje a favor de la República, en París, durante la guerra civil, como parecen indicar ciertos encuentros con una dama de la alta sociedad, o se limitó a trabajar refugiado en la embajada de Marcelino Pascua, antiguo compinche de correrías por el Madrid de la primera Dictadura, el de la “Resi” y las verbenas de San Antonio? ¿A dónde iba en los frecuentes viajes de salida y entrada en Francia durante los últimos meses de la contienda? ¿Cómo consiguió su empleo en el MOMA de Nueva York, apenas terminó ésta? ¿Sólo por una carta de Rockefeller a la ínclita Iris Barry, figura tampoco bien estudiada, por cierto?.

Ni la familia llegó a conocer la magnitud real o el verdadero desenlace de algunos incidentes al ser relatados por el propio cineasta en el seno del hogar, agrandando o recortando con frecuencia sus proporciones. Sirvan como botón de muestra las memorias de la esposa, [2] o un caso que citamos de primera mano y bien puede calificarse de significativo a distintos efectos.

A principios de los años ochenta, Rafael Buñuel, el hijo menor, con quien mantenemos buena y vieja amistad, contó cómo, en una solemne cena de Nochebuena, su padre y otro invitado decidieron –a instancia del primero, sin duda- cargarse el gran árbol de Navidad que presidía la mesa, por considerarlo símbolo de cuanto él, como buen surrealista, detestaba más: la religión, la sociedad burguesa, el capitalismo opresor, etc. Pero que, intimidados a fin de cuentas por el ambiente amistoso, ambos fueron aplazando e momento del destrozo, pasando del primer plato al segundo y de éste al postre, sin atreverse por fin a cumplir su propósito, posponiendo el arrebato para mejor ocasión.

Así nos lo contó Rafael y así lo archivamos en nuestra memoria, por considerar la anécdota ejemplo de comprensible, y al fin humana, cobardía. Pero hete aquí que, un par de años después, en situación de andar uno recogiendo información con destino a cierta biografía del director Henri d’Abbadie d’Arrast – amigo de Edgar Neville y, a través suyo, de buena parte de la colonia hispana emigrada a Hollywood en los principios de la etapa sonora para hacer spanish versions de los films americanos de mayor éxito-, hablamos con José López Rubio, escritor, director, y presente en la famosa cena. “¿Cómo que no se atrevieron?”, exclamó el autor de Celos del aire. “¡Ya lo creo que sí!”, añadió, irritado todavía con el recuerdo de semejante escándalo. Y pasó a proporcionar los datos completos del mismo.

Había ocurrido en casa del humorista Antonio Lara, Tono, en la Nochebuena de 1930, y en presencia de Charles Chaplin y de su enamorada por entonces, Lita Grey; el cómplice de Buñuel era el actor Julio Peña, y la reacción se produjo a raízde que el también actor Rafael Ribelles, asistente al banquete en compañía de su esposa, igualmente cómica, María Fernanda Ladrón de Guevara, se ofreciera para recitar fragmentos de En Flandes se ha puesto el sol, poema dramático de Eduardo Marquina que gozaba de gran predicamento desde su triunfal estreno, veinte años atrás.

Considerando los tales versos de un patriotismo insoportable y rancio, Buñuel y Peña se levantaron al unísono para emprenderla con el abeto de marras hasta abatirlo, pisoteando ramas y regalos con auténtica fiereza, en medio de las imprecaciones e insultos de rigor. Chaplin no salía de su asombro, bastante mayor todavía que el del resto de los comensales, conocedores a la postre del carácter nacional por una parte, y de la rabia iconoclasta de Buñuel, por otra.

López Rubio nos proporcionaría, además, el remate de la historia, éste si verdaderamente chapliniano. Encantado, pese a todo, con la invitación de amigos tan peculiares, Charlot propuso corresponder celebrando la Nochevieja en su mansión angelina. Y allí, refiriéndose al árbol que daba la bienvenida a los invitados, bastante más reluciente y lujoso –es de suponer- que el de Tono, le dijo en un aparte a Buñuel, apenas llegado éste a la casa: “Si lo van a derribar ustedes, mejor que lo hagan al principio, porque luego, con la cena, el desbarajuste es tremendo”. “Yo no me dedico a eso”, parece ser que refunfuñó, un tanto cortado, el de Calanda.

“Era muy mentiroso”, ha declarado repetidamente y con cariño quien mejor le conocía o, en cualquier caso, uno de sus primeros y más fieles admiradores, el incombustible Pepín Bello:[3] compañero de Residencia, testigo impar de andanzas dentro y fuera de la misma y, según testimonio de varios de sus contemporáneos, el verdadero inspirador de algunos de los frutos más sonados de aquel “enigma sin fin”.[4]

Mentiras o tergiversaciones que, por supuesto, alcanzaban al propio Bello sin que él hubiera llegado a enterarse, como pudimos comprobar en la apertura oficial de la “Sala Buñuel y su entorno” del Museo Reina Sofía, de Madrid. [5] Interrogado sobre las actividades ateneístas del director aragonés, su paisano Pepín[6] contestó con rotundidad: “Ninguna”, pasando a explicarnos que la docta casa, aquella que según Pla fue conocida en el siglo XIX como “la de Holanda” por su alto rigor intelectual,[7] jamás había significado nada para ninguno de ellos.

El Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid, fundado en 1820 de acuerdo con los vientos que impulsaran años antes la mítica Constitución de Cádiz –la denostada Pepa-, era considerado por los discípulos de Jiménez Fraud, al entender de Bello por lo menos, algo así como un nido de carcamales, auténtica cueva de “putrefactos”, en connivencia con los poderes tradicionales del país pese a las protestas que alguna de sus figuras más relevantes pudieran hacer de laicidad, liberalismo o progresía.

Y ante nuestra insistencia sobre la condición, documentada, de socio de Buñuel, todavía se permitió añadir:

- Lo dudo.

La circunstancia de que sólo dos residentes –el poeta Pedro Garfias y el pintor y también poeta José Moreno Villa-[8] figuren apuntados en los correspondientes anales, parecía confirmar la incredulidad de Bello. Incluso el alma mater de la casa, el venerado don Alberto, como si hubiera hecho suyo el rechazo de huéspedes tan influyentes, llegó a pedir la baja en la institución. [9]

Y, sin embargo, don Luis Buñuel Portolés, nacido en la localidad de Calanda, provincia de Teruel, el día 22 de febrero de 1900, según consta en dichos anales, se dio de alta en el Ateneo exactamente el 10 de octubre de 1924, declarando como profesión la de “estudiante”, y como domicilio, el de la Residencia en la Colina de los Chopoas, es decir: Pinar, 17. Pagó las setenta y cinco pesetas a que ascendía por entonces la cuota de entrada, y quedó registrado como socio de pleno derecho con el número 11.153.

¿Por qué ocultó Buñuel tal inscripción?. Existe la posibilidad, claro, de que su íntimo amigo, al cabo de stenta y nueve años, que es cuando se le hiciera la pregunta, hubiese olvidado el hecho, pero Pepín –nosotros preferimos seguir llándole así- es hombre tenido como de excelente memoria aun hoy en día y, por otra parte, ninguno de sus contemporáneos hizo nunca, en relación con el de Calanda, la menor alusión a tan contradictorio empadronamiento.

-Pues ahí está el detalle-, como hubiera dicho su compatriota Cantinflas, una vez que, en 1949, Buñuel se nacionalizara mexicano. O, si lo prefieren, por ser palabra que parece inventada a propósito del creador de La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, el intríngulis de la presente semblanza.

Por desgracia, la quema, robo y destrucción de documentos llevada a cabo en el casón de la calle del Prado a raíz de la guerra civil o, mejor dicho, de la victoria que le siguiera, como muy bien se encargó de precisar Fernando Fernán-Gómez en su famosa frase final de Las bicicletas son para el verano, no permiten reconstruir hoy los pasos del cineasta, suponiendo que diera alguno, por las salas y biblioteca del mismo a lo largo de los siete años y ocho meses trascurridos desde el día de su inscripción hasta el 10 de junio de 1932, fecha en la que, de acuerdo con el mismo registro, causara baja voluntaria en las filas de socios.

Pero sí podemos recordar sus movimientos en Madrid y fuera de España, durante ese mismo periodo, y aventurar, aun a costa de cierto riesgo historiográfico, las razones por las que pudo inscribirse, así como las que le llevarían, pasado el tiempo indicado, a decir adiós a la institución.

Sobreseídos los estudios de ingeniería agrónoma que un día le permitieran salir de su cuasi natal Cesaraugusta, y abandonados igualmente los de Ciencias Naturales, inmerso ya de lleno en el ambiente intelectual y creativo de la “Resi”, Buñuel parecía abocado sin remedio al ejercicio de la literatura como único medio de satisfacer los afanes de relevancia y brillo personal que desde niño le obsesionaban, según testimonio unánime de sus hermanos y el de quienes llegaron a compartir la primera juventud a orillas del Ebro.

Otras salidas, la pintura o la música, pongamos por caso, quedaron excluidas ab initio ante la poca disposición demostrada para su ejercicio. Con todo, aquellos de la “Resi” eran momentos de indecisión, que Max Aub ha descrito con claridad: “Lorca quería ser poeta (ya lo era) y Dalí, pintor. Pero los demás no estaban muy seguros de por dónde iban a tirar. Alberti pretendía ser pintor, y Buñuel trataba de escribir poemas”. [10]

Así que, tras un periodo de cierto gamberrismo de corte anárquico, durante el cual consiguió dar la campanada ante afines y contrarios, a lo largo y a lo ancho del callejero capitalino, Buñuel emprende colaboraciones en revistas culturales de cierta envergadura –Ultra, Horizonte, Alfar-; asiste a homenajes públicos –el de Araquistain, sin ir más lejos-; ofrece alguna que otra conferencia; visita exposiciones; acude a estrenos sonados –el de Santa Isabel de Ceres, de Vidal y Planas, a quien se tomaría por un Genet avant l´homme, [11] y se deja caer por diversas tertulias de escritores y artistas: la del Café Castilla, la del Platerías, la de la Granja del Henar y, sobre todo, la celebérrima de Pombo, conformada a mayor honor y gloria de su máximo oficiante, el proteico Ramón.

Aun cuando Buñuel hablara luego con cierto despego de la famosa cripta, la verdad es que fue asiduo de ella y que siempre consideró a Gómez de la Cerna –según transcribe sus apellidos el pendolista Carriére en la edición princeps de Mon dernier soupir- [12] el autor de mayor talento, o al menos de mayor originalidad, en las letras españolas de por entonces.

Buñuel acudía a sus convocatorias, se disfrazaba de lo que fuera preciso, lo cual no le costaba ningún esfuerzo porque siempre le encantó hacerlo, tanto de caballero romántico como de Don Juan y hasta ¡de monja!, eligiendo años después, al autor de Cinelandia como coguionista de su primer proyecto cinematográfico, inspirado en las páginas de un periódico imaginario, escrito de pe a pa por el propio Ramón, y cuyo título habría de ser El mundo por diez céntimos.

Propósito nunca cumplido, dicho sea de paso, al habérselo quitado de la cabeza el egocéntrico y avispado Dalí durante un posterior veraneo de ambos en Cadaqués. En su lugar, parece ser que el catalán le aconsejó rodar juntos unos cuantos sueños propios y entremezclarlos al buen tuntún: la salida de un ejército de hormigas de la mano, burros muertos sobre pianos de cola o el ojo de la madre del aragonés, rasgado por una cuchilla de afeitar. El perro andaluz, en suma.

Volviendo a los comienzos literarios, el problema principal radicaba en el trabajo descomunal que a Buñuel le costaba redactar, sobre todo poesía. Alberti lo explicaría muy bien: “...sufría muchísimo y se pasaba las noches, según me contaban Federico (Lorca) y los demás, escribiendo sus cosas literarias con un gran dolor, con un gran esfuerzo, hasta que insensiblemente fue descubriendo su verdadero camino...” [13] Las críticas y aun los relatos se le daban bastante mejor, según puede advertirse en la recopilación de su obra literaria preparada, todavía en vida del cineasta, por el referido profesor de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal. [14] Eso sí, todo a costa de un enorme sacrificio.

La idea de abandonar Biología  para pasarse a Filosofía y Letras le vino durante un viaje a Toledo, ciudad de la que siempre se proclamó partidario –como sabemos, en 1923 fundaría la orden que pretendía acoger a sus devotos, y allí situaría la acción de Tristana, casi medio siglo después-, pero fue Américo Castro quien, camino esa vez de Alcalá, dio el empujón definitivo al informarle de que muchas universidades extranjeras, en particular norteamericanas, pedía sin cesar lectores de Literatura o de Historia españolas. ¿Por qué no ser uno de ellos?

Buñuel, que en el fondo buscaba salir de la capital como antes lo había hecho de la provincia, siempre en pos de escenarios idóneos para su talento, vio el cielo abierto. Además, los Estados Unidos significaban a su entender –y nunca dejarían de hacerlo en buena medida- el non plus ultra, el paradigma de la modernidad. Así que eligió la rama de Historia como la más apropiada. Corría el año 1921.

Y fue al terminar esos estudios, o darlos por concluidos –que en esto tampoco nadie se ha puesto de acuerdo, ni el mismo Buñuel si fuéramos a tomar sus palabras al pie de la letra-, cuando nuestro hombre decidió inscribirse como miembro del Ateneo madrileño. Con un cierto retraso a decir verdad, porque hubiera sido antes, durante la etapa universitaria, cuando más le habrían valido las ventajas de la institución, empezando por la de su biblioteca, una de las mejores de aquel Madrid, veintitantos mil volúmenes, y frecuentadísima por estudiosos e investigadores quienes, tras la lectura y el estudio –o quizá en sustitución de ambos, vaya usted a saber-, discutían sobre lo divino y lo humano en la célebre Cacharrería de abajo.

Con retraso, y buena dosis de discreción además, como explica la circunstancia de que su confidente Pepín quedara al margen del paso dado. Quizá, Buñuel creyó conveniente para desarrollar futuros trabajos y así codearse con personalidades relevantes del mundo académico, siguiendo en eso la pauta marcada por el encuentro con don Américo. Su padre había muerto en mayo del año anterior y, él como hijo mayor y favorito de la madre que era, se consideraba ya el cabeza de familia, sin necesidad por tanto de rendir cuenta de sus actos a nadie, excepto en el terreno económico, pues seguía dependiendo de la viuda Portolés.

La rama de Historia no le llevó a cruzar el océano pero sí facilitó, poco después de su ingreso en el Ateneo, la travesía de los Pirineos con un plan bajo el brazo, lo cual tampoco era desdeñable. Enterado de la existencia en París de cierta Societé Internationale de Cooopération Intellectuelle –rama o fruto de la flamante Sociedad de Naciones-, en cuya primera línea figuraba el filósofo gerundense don Eugenio d’Ors, Buñuel acudió a Pablo de Azcárate, [15] siendo informado de que un par de cursos de francés e inglés podrían colmar la preparación necesaria para formar parte de la susodicha Societé, cuyos objetivos nadie fue capaz de especificarle con entera claridad, ni siquiera el citado Xenius, con quien el futuro cineasta mantenía una buena relación.

De ahí que, cumplidas las Navidades de aquel año –el 7 de enero de 1925- Buñuel llegase a París, dejando poco menos que sin efecto su flamante condición ateneísta. Y el primer movimiento, al día siguiente, fue acudir a la tertulia que don Miguel de Unamuno, desterrado a la sazón por el general Primo de Rivera, mantenía un tanto a la española en el café La Rotonde ante un selecto grupo de compatriotas e hispanoamericanos: César Vallejo, Pablo Neruda, Joan Miró o Pancho Cossío, entre otros. Gesto demostrativo a todas luces de su decisión de mantenerse ligado al mundo intelectual y literario, único horizonte que por el momento vislumbraba nuestro hombre para alcanzar la preeminencia.

Curiosamente, el cine no formaba parte aún de sus propósitos, al menos de los más directos. Él declaró en varias ocasiones que fue Las tres luces, una película de Fritz Lang rodada en 1921 y estrenada en España poco después, el origen de su definitiva vocación. [16] Pero también pudo verla en el Vieux Colombier de París, donde se reestrenaría a bombo y platillo, como homenaje y reparación al maestro vienés por la indiferencia con que el film –una historia fáustica, repleta de efectos fotográficos, en la que el personaje de la Muerte jugaba principalísimo papel- fuese recibido en Alemania. Conversión o deslumbramiento que bien podrían explicar el que, sin previo aviso, ese mismo año Buñuel iniciara súbitamente sus colaboraciones en la revista Cahiers d’Art como crítico cinematográfico.

El resto de las actividades parisinas es de sobra conocido para pormenorizarlo aquí. Se apunta a la Academie de Cinema, regida por el prestigioso realizador Jean Epstein, con el que Buñuel establecería una estrecha relación; hace publicidad visual para una marca de muebles; ayuda y actúa de figurante en la versión de Carmen dirigida por Jacques Feyder, con Raquel Meller en el papel central; es pluriempleado en Les aventures de Robert Macaire y en Maupras, ambos títulos rodados por el mismo Epstein en 1925-26; corre con la puesta en escena –curiosa experiencia- del Retablo de Maese Pedro de Falla en Ámsterdam y, ya en 1927, trabaja de ayudante en una película de Josephine Baker, La sirena del Trópico, [17] envía críticas a La Gaceta Literaria de Giménez Caballero, escribe en un velador del café Montparnasse su Hamlet, tragedia cómica, bosqueja un guión sobre la figura de Goya, con miras a las próximas celebraciones en Zaragoza del centenario de la muerte del pintor, y durante un viaje a España presenta diferentes películas al equipo de la Revista de Occidente.

Son años de actividad frenética, con un fin superior: devorar etapas en la carrera hacia el triunfo. Sigue actuando de ayudante en films de Germaine Dulac, del maestro Epstein –trabaja con él nada menos que en El hundimiento de la casa Usher, [18] sobre Allan Poe-, y planea con su admirado Ramón el rodaje de una ópera prima, proyecto desbaratado por Dalí durante las vacaciones navideñas de 1928, y sustituido por Le chien andalou, como ya se ha dicho.

Probablemente no ha habido en el campo cinematográfico debut más sonado que el de Buñuel, sólo comparable, en términos creativos, al de Orson Welles con Citizen Kane en el Hollywood inmediatamente anterior a la segunda guerra mundial. El escándalo que siguió al estreno parisino de Le chien –el 6 de junio de 1929 en Le Studio des Ursulines-, habría de conducirle en volandas al exigente grupo surrealista, capitaneado por Breton y Aragon. Se desbordan los comentarios, los aplausos y los insultos. En Madrid, proyectado por primera vez en el cine Royalty, Giménez Caballero llega a presentarlo como “una desesperada llamada al crimen”.

Jean Cocteau introduce a Buñuel en el particular –hoy diríamos exclusivo- reino de los barones de Noailles, que inmediatamente le acogen en su corte y acuerdan producir el proyecto siguiente de este nuevo “enfant terrible espagnol”, habiendo sido Picasso el anterior. Vuelven a trabajar juntos el aragonés y el catalán, éste sometido ya a la influencia de su futura Gala, a quien es tradición que Buñuel intentó estrangular en Cadaqués. Y L’age d’or aun antes de estrenarse, le vale al primero un pasaporte para el ansiado Hollywood, bajo contrato como director francés por el casi omnímodo Irving Thalberg, de la Metro Goldwyn Mayer.

Pero hasta California llega el eco del nuevo escándalo parisino ante esa segunda película. Cinco días después de darse a conocer públicamente en la sala Studio 28, comisarios de Action Française –cuyo radicalismo habría de ser recreado por Buñuel treinta y cuatro años después-, [19] en connivencia con representantes de la Liga Anti-judía, destrozan el local. Y las críticas, los aplausos y los insultos vuelven a llover, ahora en la distancia, sobre el director

Thalberg no sabe qué hacer con asalariado tan conflictivo, quien durante seis meses vaga por los platós de la Metro, curioseando rodajes ajenos, hasta que Greta Garbo le expulsa de uno suyo. [20] A partir de entonces, el aragonés sólo se acerca a los estudios de Culver City para cobrar el sueldo especificado en el contrato: doscientos cincuenta dólares a la semana. Por no tenerlo mano sobre mano, Thalberg le llama para que, como español, eche una ojeada a la actuación de Lili Damita en un film de ambiente hispano. Pero Buñuel se niega, pretextando que está allí como realizador francés. “Además –añade-, no me da la gana asesorar a una puta”. [21] Es el final del primer capítulo hollywoodiense de Buñuel. A través de Frank Davies, supervisor del departamento de producciones en español, Thalberg le devuelve a Europa y, ya en París, el aragonés toma un taxi cuando la República española apenas cuenta con veinticuatro horas de vida –no con un año más, como el inefable Carriére anotara en el susodicho Soupir- para presentarse en Zaragoza y seguir viaje a Madrid. Asiste a un mitin anarco sindicalista en la plaza de toros, y al día siguiente vuelve a Francia donde ocasionalmente se incorpora a los rodajes de las versiones hispanas que, por aquella época, se realizan en los estudios de Joinville, bajo el control del escritor canario Claudio de la Torre.

Pero la alegría dura poco en casa del pobre, y tras los primeros momentos de entusiasmo popular, comienzan los incidentes que habrían de desembocar, al cabo de cinco años, en la infausta guerra civil. El 11 de mayo, veintitantos días después del cambio de régimen, se produce la quema de conventos en Madrid y, en pleno arrebato republicano y surrealista, Buñuel propone a Breton volver juntos a España para incendiar, además, el Museo del Prado. De paso, destruirían el negativo de L’age d’or. “Así eran los surrealistas”, escribió Max Aub con desdén y cierto deslumbramiento, [22] refiriéndose sin duda a otra quema, la llevada a cabo por Louis Aragon del manuscrito de su novela La defense de l’infini, precisamente en un hotel de la madrileña Puerta del Sol, en 1928.

Breton, futuro autor de L’amour fou, [23] debió sentir al escuchar a Buñuel un escalofrío similar al que embargara a Chaplin durante la famosa Nochebuena en casa de Tono, aun cuando consiguiera hacerle desistir de tan radicales propósitos. Propósitos que hoy han de parecernos de dudosa sinceridad, por lo menos.

El prestigio de Buñuel en París se ha consolidado, entre tanto. La también exclusiva reunión de 1932 en el castillo de Hyères, propiedad de los Noailles, con la crema de la sociedad intelectual de entreguerras –santones como Giacometti, Desormieres, Poulenc, Christian Berard, Auric, Markevitch, Pierre Colle, Henri Sauguet o Igor Stravinski- viene a confirmarlo. Y surge la posibilidad de realizar un nuevo film, tan violento, mordaz y surrealista como los anteriores, aunque en apariencia perteneciera al género documental: Las Hurdes. [24]

Vuelve a España para preparar el rodaje y, una semana antes de su comienzo, el 10 de abril de aquel mismo año decide darse de baja en el Ateneo. La gran universidad libre de España, según lo bautizara Francisco Giner de los Ríos, no significaba ya ninguna plataforma para el de Calanda, abandonado de una vez por todas el proyecto literario y en trance de convertirse en figura universal del recién bautizado Séptimo Arte.

La rebelión del ejército español en julio de 1936 pareció dar definitivamente al traste con tales perspectivas pero, por fortuna, sólo vino a suponer en el arto profesional del director un episodio de extrema dificultad, pese a la inmensa tragedia que conllevaba. Y el premio del Festival de Cannes, en 1951, a su film mexicano Los olvidados, tras un largo paréntesis de trabajos más o menos oscuros en Nueva York, Los Ángeles y México DF, vendría a significar la resurrección del ave fénix, tras haber sido el nombre del aragonés poco menos que arrumbado, o constituir una simple nota en el enloquecido periodo de la vanguardia europea de los veinte. En el día de San Isidro de 1996, cuando la actriz Verónica Forqué –hija de otro afamado director aragonés, por cierto- hiciera entrega solemne del cuadro del pintor José Luis de Palacio donado por EGEDA [25] para que engrosara la formidable colección de retratos de ateneístas ilustres, no faltó quien manifestase sorpresa y hasta cierto reparo en cuanto a la inclusión de Buñuel en tal galería.

Y es que, a fin de cuentas, se trataba de un socio ignoto.



[1] Hoy parece definitivamente establecido que ingresó en el PCE durante la primavera de 1932, quizá a la vuelta del rodaje de Las Hurdes o justo antes de su inicio. Lo confirma una carta del propio Buñuel al máximo preboste del movimiento surrealista, André Breton, con fecha 6 de mayo de aquel año, aparecida en la Biblioteca Nacional, de París. Sigue sin saberse, no obstante, cuándo causó baja en el mismo, si es que lo hizo ya que no siempre era cumplida tal formalidad.

[2] Jeanne Rucar: Memorias de una mujer sin piano, Madrid, Alianza Editorial, 1995.

[3] Entrevista concedida a Jesús Ruiz Mantilla en El País el 7 de mayo de 2004.

[4] Referencia a la relevante obra del profesor Agustín Sánchez Vidal Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Barcelona, Editorial Planeta, 1996.

[5] Inaugurada con la asistencia de la entonces ministra de Cultura, Pilar del Castillo, y de Rafael Buñuel el 28 de mayo de 2003.

[6] Cuando cumplió cien años –el día 13 de mayo de 2004- Bello fue homenajeado en la Residencia de Estudiantes con unas jornadas –celebradas del 18 al 20 del mismo mes- en las que participaron los profesores e historiadores: Ferrán Alberich, Román Gubern, Juan José Lahuerta, Ricard Más Peinado, C. Brian Morris, Agustín Sánchez Vidal y Andrés Soria Olmedo.

[7] En su admirable descripción de la capital durante los primeros años treinta. Madrid, el advenimiento de la República. Madrid, Alianza Editorial, 1986.

[8] El primero aparece en una relación de socios sin mayor precisión, mientras que Moreno Villa consta que ingresó el 1 de septiembre de 1913, causando baja el 1 de octubre de 1920.

[9] Con fecha 3 de junio de 1925.

[10] En Conversaciones con Luis Buñuel, Madrid, Editorial Aguilar, 1985.

[11] Buñuel le emplearía como traductor en los estudios de doblaje de la Warner, de Hollywood, mediados los años cuarenta.

[12] Libro de memorias (Robert Laffont, París, 1982), dictado por el director a su guionista Jean-Claude Carrière y traducido en España como Mi último suspiro, Barcelona, Plaza & Janés, 1982

[13] Recogido en la citada obra de Max Aub.

[14] Introducción y notas a Luis Buñuel. Obra literaria, Zaragoza, Editorial Heraldo de Aragón, 1982.

[15] Don Pablo de Azcárte, catedrático de Derecho en distintas universidades, alcanzaría el puesto de secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones en 1933.

[16] Der Müde Tod, Fritz Lang, 1921.

[17] La siréne des Tropiques, Henri Etiévant/Mario Nalpas, 1927.

[18] La chute de la maison Usher, Jean Epstein, 1928.

[19] En el film Le journal d’une femme de chambre, 1964.

[20] Seguramente, del de Susan Lenox: Her Fall and Rise, Robert Z. Leonard, 1931.

[21] Habida cuenta de que esta actriz de origen francés no hizo otra película con MGM, cabe suponer que se trataba de The Bridge of San Luis Rey, primera versión de la novela de Thornton Wilder, ambientada en un Perú dieciochesco. Se había rodado muda el año anterior pero el estudio decidió añadirle alguna sonorización a posteriori, práctica corriente para no excluir un costoso producto de la imparable carrera del cine hablado. Y su director, el mediocre Charles Brabin, hubo de aceptar la componenda. Por otra parte –lo cual aliviaría sólo en cierta medida el exabrupto de Buñuel-, Lili Damita, futura esposa de Errol Flynn, gozaba fama de mujer sentimentalmente ajetreada.

[22] Max Aub, en la obra citada.

[23] París, Editorial Gallimard, 1937.

[24] Título alternativo: Tierra sin pan.

[25] Verónica, hija de José María Forqué. EGEDA: siglas de Entidad de Gestión de Derechos Audiovisuales.

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Borau

Foto de Farrah Fawcett como origen del mudo

2 de junio de 2017 11:27:17 CEST

Ese bañador rojo con la curva en el vientre

luciendo la sonrisa de las gotas doradas,

con la dura pericia ágil de dos rubíes

dispuestos a volar el blindaje de un cuerpo.

No eres un ángel, Farrah, no has podido ser nada

más que susurro ungido con las alas partidas

por la boca dentada de la voracidad.

No quedan dedos, Farrah, que no hayan modelado

esa frescura rubia de tus piernas al sol.

¿Posaste alguna vez sobre la arena?

Las plantas de tus pies, el pulgar de tu beso,

¿sintió la torcedura de mi cuchillo de ante?

¿Has sido alguna vez algo mejor que un póster?

Y qué hay mejor que un eco colgado en la pared

como los sueños, Farrah, por qué hay que ser mejor

que tu imagen de un día como diosa del mundo.

 

Dime si de verdad tu ambición superaba

las palabras de esmalte, el carmín de tu idioma.

 

La vida es el cartel de mujeres sin cielo

con los muslos de nubes: ellas nos amamantan

como tú nuestra infancia de domingos pequeños

mientras eras posible, poco antes de ser Farrah,

cuando la leche parda sobre el cáliz caliente

arropaba al ocaso con tu gasa encendida,

bajo la placidez astral de los veranos

eternos de las chicas que olvidaron su nombre.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

Las lecciones de Antonio Machado

2 de junio de 2017 10:25:18 CEST

El 22 de febrero de 2007 participé en Colliure en un homenaje a Antonio Machado. Hacía 68 años de su muerte. Fue una experiencia de profunda emoción para mí. Escribí entonces el poema “Colliure”, publicado en mi libro Vista cansada (2008). Ahora me gustaría argumentar en prosa las razones de esta emoción, es decir, explicar la conciencia de haber homenajeado a una figura decisiva en la tradición a la que yo he querido sumarme como poeta, profesor y ciudadano.

Antonio Machado es lo más parecido que tenemos en España a un poeta nacional. Citamos sus versos en nuestras conversaciones y los políticos repiten sus sentencias en los discursos. Sus poemas son leídos, cantados, estudiados. Ante las rutinas sociales, siempre cabe la posibilidad de salir corriendo y mirar hacia otro lado en nombre de la originalidad. Se queda mejor con una impertinencia. Pero creo que en el caso de Machado, y soportando la crisis social que vivimos, no conviene evitar la pregunta sobre su valor en la educación sentimental de los españoles. Por eso quiero empezar esta reflexión con alguno de sus versos más citados:

Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Se trata de una declaración de orgullo cívico, en la que se mezclan los datos biográficos y las intenciones poéticas. El famoso “Retrato” prologa a Campos de Castilla se publicó por primera vez en 1908, en una galería de retratos que publicaba el periódico El Liberal. Un poco antes, el 16 de abril de 1907, Machado había recibido el nombramiento oficial como catedrático de Francés del Instituto de Soria. Era su primer trabajo, una verdadera conquista a los 32 años. No había sido buen estudiante, le había costado mucho acabar mal y tarde el bachillerato. Más que en la enseñanza oficial, su formación humana maduró en el ambiente de la Institución Libre de Enseñanza, al amparo del magisterio de Francisco Giner de los Ríos. Los lazos con la Institución le venían a través de su padre, Antonio Machado y Álvarez, y de su abuelo, Antonio Machado Núñez. La austeridad moral, la disciplina ética, la ilusión de unir la educación y el trabajo para modernizar el país, fueron una lección institucionista, a la que Machado rindió homenaje con motivo de la muerte de Francisco Giner en un conocidísimo poema. La labor sustituye al clericalismo: “¡Yunques sonad, enmudeced campanas!”. Giner pide: “Hacedme / un duelo de labores y esperanzas. / Sed buenos y no más…”. Se resume así la idea del trabajo como un factor esencial en la generación del sentimiento de ciudadanía. A través  del trabajo se llega al compromiso esperanzado de reformar la vida española. Se comprende que, desde esta postura ética, fuese tan importante encontrar trabajo y pagar con el dinero de un salario el traje, la casa, el pan y la cama. Machado estaba orgulloso de su puesto conseguido en el instituto.

Pero sentía también un especial orgullo poético. En los años del modernismo, había cobrado importancia la leyenda del artista bohemio, del poeta maldito, del dandi. Manuel Machado, en un maravilloso poema, “Adelfos”, redondeó un desplante lleno de orgullo personal:

Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,

lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...

¡Que la vida se tome la pena de matarme,

ya que yo no me tomo la pena de vivir…!

Su hermano Antonio tampoco le debe nada a nadie, pero más que un alejamiento de la sociedad, recurre a sus gotas de sangre jacobina y a su torpe aliño indumentario para defender una idea cívica de la poesía. 1907 no había sido sólo el año en encontrar un humilde trabajo como profesor en un humilde instituto, sino también el año en el que estaba madurando un buscado cambio poético.

Hay otra estrofa del “Retrato” muy citada, pero a veces no del todo entendida en su valor:

Desdeño la romanza de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

Tendemos ahora a identificar esta estrofa con la búsqueda de originalidad, la voz única, frente al eco de los imitadores y los epígonos. Pero conviene entender bien el sentido de estos versos. En la tradición en la que se había formado Antonio Machado, la deriva simbolista del romanticismo, lo verdaderamente prestigioso eran los ecos. Lo peligroso para el poeta eran las voces. El gran Gustavo Adolfo Bécquer había sido el poeta de los rumores, los murmullos, la niebla, los ecos, el cendal, la gasa. Acaba así la rima XXIV:

Dos ideas que al par brotan,

dos besos que a un tiempo estallan,

dos ecos que se confunden,

eso son nuestras dos almas.

Don Gustavo Adolfo había ironizado en la rima XXVI sobre el prosaísmo decimonónico y sobre la retórica poética grandilocuente, el oro falso del lenguaje:

Voy contra mi interés a confesarlo,

no obstante, amada mía,

pienso cual tú que una oda sólo es buena

de un billete del Banco al dorso escrita.

No faltará algún necio que al oírlo

se haga cruces y diga:

¡Mujer al fin del siglo diez y nueve,

material y prosaica!... ¡Boberías!

¡Voces que hacen correr cuatro poetas

que en invierno se embozan con la lira!

¡Ladridos de los perros a la luna!

Tú sabes y yo sé que en esta vida

con genio es muy contado quien la escribe

y con oro cualquiera hace poesía.

Dos pájaros de un tiro, el prosaísmo y el falso oro de la poesía retórica. Frente a ese falso oro, Bécquer y los poetas simbolistas se refugian en el matiz, la sugerencia, el eco, la alusión. A Antonio Machado le llegó esta poética del propio Bécquer y de Paul Verlaine. Recibió un código estético basado en el fracaso del lenguaje como un correlato del fracaso de la sociedad. El signo lingüístico siempre ha sido una metáfora del contrato social. Cuando el contrato fracasa y se hunden las ilusiones públicas, el lenguaje entra en crisis, porque es también una realidad social. Constituye un problema de primera magnitud para la poesía,  ya que su materia de trabajo es un lenguaje envenenado. Por citar a Bécquer una última vez, podemos resumir el riesgo de la escritura con una estrofa de la rima I:

Yo quisiera escribirle, del hombre

domando el rebelde, mezquino idioma,

con palabras que fuesen a un tiempo

suspiros y risas, colores y notas.

Lenguaje mezquino, no sólo rebelde. La escritura se hace simbolista, se refugia en la alusión, el eco, el suspiro, la nota, que puede plasmar una verdad del alma. Sólo es puro aquello que es presocial, pre-histórico, como el silencio. Esta fue la estética en la que maduró la primera poesía de Antonio Machado, en esa obra maestra que es Soledades. Galerías. Otros poemas (1907). Antonio Machado se había alejado del modernismo retórico dominante en la primera edición de Soledades (1903), a favor de un simbolismo de matices suaves e íntimos. Más que la argumentación o que la realidad de las palabras mismas, era importante la palpitación del alma contagiada:

La fuente de piedra

vertía su eterno

cantar de leyenda.

Cantaban los niños

canciones ingenuas,

de un algo que pasa

y que nunca llega:

la historia confusa

y clara la pena.

Seguía su cuento

la fuente serena;

borrada la historia,

contaba la pena.

Ese era el reto de la escritura, inyectar un algo que no puede confundirse con un argumento. Es clara la pena, pero la historia confusa. El poeta identifica su palabra con el murmullo de la fuente. Pero a lo largo de la composición definitiva de sus Soledades Machado empieza a hacerse preguntas que abren nuevas perspectivas y dudas en los códigos del simbolismo. La originalidad en poesía tiene mucho que ver con la necesidad de hacer preguntas. Una estrategia de rarezas es menos eficaz que una pregunta a tiempo. La evolución del género es un encadenamiento de preguntas oportunas. Y Machado preguntó. ¿Qué es la intimidad, la verdad sentimental, ese territorio que la ideología subjetiva define como un espacio puro, no contaminado por la historia? ¿Qué cantamos al encerrarnos en nuestra subjetividad más profunda? Hay un poema de Soledades que a mí me parece muy importante en este sentido. El poema XXXVII dialoga con la noche, la mensajera de su intimidad oculta, y le pregunta “si son mías las lágrimas que vierto”. En el simbolismo los códigos poéticos se basan en el concepto de expresividad, que etimológicamente se relaciona con el de exprimir. El poeta se exprime para sacar su zumo interior, el de la verdad esencial humana, y la metáfora tradicional de ese zumo suelen ser las lágrimas.

¿Son mías las lágrimas que vierto?, pregunta Machado, que es como preguntar si la condición humana, la verdad subjetiva, cae de las nubes, se forma como un alma independiente y sagrada, o es en realidad algo que se forma con la historia, junto a los demás, un territorio que participa como otro cualquiera de las energías de la sociedad. A partir de aquí los códigos de la poesía de Machado sufren un vuelco. La noche contesta:

Yo nunca supe, amado,

si eras tú ese fantasma de tu sueño,

ni averigüe si era su voz la tuya,

o era la de un histrión grotesco.

Y después matiza todavía más la gravedad de su respuesta:

Yo me asomo a las almas cuando lloran

y escucho su hondo rezo,

humilde y solitario,

 ese que llamas salmo verdadero;

pero en las hondas bóvedas del alma

no sé si el llanto es una voz o un eco.

Ahora el sentido de la conciencia poética es otro. Primero, se trata de comprender que los sentimientos, las verdades interiores, forman parte de nuestra educación sentimental, de nuestra historia, porque la vida es una conversación y nos definimos como seres sociales. Hay muchas cosas que parecen nuestra verdad original y sólo son un eco de las corrientes de opinión de la sociedad, de los valores y las ideologías impuestas. En segundo lugar, debemos elegir nuestra voz, saber distinguir nuestra propia opinión. Machado se define como ciudadano, como individuo social, comprende que no hay verdades al margen de la historia, y luego asume la tarea de buscar la suya propia. Ese es el significado profundo de un acto poético que se separa de las purezas antisociales para responsabilizarse cívicamente de su voz, como se responsabiliza de su trabajo, del traje que le cubre, de la mansión que habita y del lecho en el que descansa.

El “Retrato” de Campos de Castilla no es sólo una declaración ética, sino una afirmación de que su palabra poética es inseparable de su compromiso cívico. Por eso en Campos de Castilla cambia de tono, y recoge poemas con voluntad de regeneración, de estirpe institucionista, propia de discípulo de Giner de los Ríos. Los artículos que escribe en la época insisten también en este punto. La educación de los ciudadanos y el trabajo, entendido como primer compromiso de socialización individual, son el fundamento de una ilusionada voluntad colectiva que espera un país más justo. Se trata de crear Estado y tejido social al mismo tiempo, porque el Estado no es algo ajeno al tejido social, sino su formulación más madura, más justa, en las gotas de sangre jacobina de Machado.

Pensando en la situación española, en el año 1913 publica un artículo titulado “Sobre pedagogía”, en el periódico El porvenir castellano. Dice nuestro profesor de francés: “Mientras no se descienda a estudiar al hombre del campo, no acabaremos de explicarnos los más rudimentarios fenómenos de la vida española. De los dos elementos que nos empujan –no dirigen, porque no puede dirigir lo inconsciente-, que nos mueven o nos arrastran a un porvenir catastrófico, están ausentes las huellas de la ciudadanía. Ambos son campesinos. Estos elementos son la política y la Iglesia, o por decirlo claramente, los caciques y los curas”. Machado sabe que lo inconsciente es también parte de la historia, y la educación sentimental de España estaba en manos de los caciques y los curas. Estaban ausentes de nuestro país las huellas de la ciudadanía.

Ese es el motivo de que don Antonio se presente en su “Retrato” de manera orgullosa, nada más, pero nada menos también, como un ciudadano. Y que nadie se extrañe de carácter despreciativo con el que utiliza aquí la palabra política, como nadie debe extrañarse tampoco del empeño con el que Federico García Lorca defendió en su correspondencia de los años 20, ante su familia y ante don Fernando de los Ríos, que su drama Mariana Pineda no era una obra política. En la Restauración, para los intelectuales comprometidos y cívicos, la política no formaba parte de la España real. Era tan sólo una farsa de la España oficial, el juego de los caciques, el cambio de turno entre liberales y conservadores, las dos caras de la misma mentira. Se suelen utilizar mucho unos versos de Machado para hablar de las “dos Españas”. Todos nos acordamos: “Españolito que vienes / al mundo te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón”. Pero casi siempre se olvida que Machado no hablaba de las dos Españas de la Guerra Civil, de los demócratas y los reaccionarios, sino de los liberales y los conservadores, las dos Españas de la Restauración, sometidas por igual a los caciques y a la Iglesia. Los unos y los otros te engañarán, son la farsa de los turnos sin alternativa, las dos caras de una única moneda.

Antonio Machado, como tantos escritores e intelectuales de su tiempo, vivieron con pasión el sueño republicano, un deseo patriótico de que la nación se vertebrara, de que la España real se uniera con la España oficial, consiguiendo un nuevo prestigio y un nuevo sentido para la política. Esta es la tradición, la estirpe machadiana, en la que yo quiero justificar algunas de sus lecciones, decisivas para mi trabajo como poeta, profesor y como ciudadano.

Como poeta, acudí pronto a estas meditaciones de su “Proyecto de un Discurso de Ingreso en la Academia Española”: “Una nueva sensibilidad sería un hecho biológico muy difícil de observar y que, tal vez, no sea apreciable durante la vida de una especie zoológica. Nueva sentimentalidad suena peor y, sin embargo, no me parece un desatino. Los sentimientos cambian a través de la historia, y aún durante la vida de un individuo. En cuanto resonancias cordiales en boga, los sentimientos varían cuando estos valores se desdoran, enmohecen o son sustituidos por otros”.

Los sentimientos son parte de la historia, un argumento para definir cualquier forma renovada y real de política. Ahora que la política ha comprendido esto y defienden dentro de sus idearios sociales las políticas de igualdad, de libertad y dignidad en las vidas privadas; ahora que estamos intentando renovar el significado social de palabras como hombre, mujer, sexualidad y libertad, me atrevo a recordar con orgullo que la poesía, la poesía representada por Antonio Machado, apostó por las transformaciones en la sentimentalidad. En una época dominada por los cambios formalistas, estilistas y llamativos de la vanguardia, Machado se atrevió a decir que sólo nacería una nueva lírica, o una nueva sociedad, cuando fuésemos capaces de vivir una nueva sentimentalidad.

A principios de los años 80, Javier Egea, Álvaro Salvador y yo, formados en el magisterio de Juan Carlos Rodríguez, presentamos nuestra poesía como la búsqueda de una sentimentalidad otra. Intentamos defender que la libertad no suponía sólo el derecho a votar, sino que debía significar sobre todo un cambio profundo en la sociedad española. Intentamos también romper las polémicas ingenuas entre compromiso y pureza o intimidad y realismo. Entre los que entendían el compromiso político como una divulgación panfletaria y los que se vanagloriaban de su calidad estética por su alejamiento de la realidad, las lecciones de Antonio Machado nos fueron imprescindibles en un ambiente entonces muy politizado. Se podía indagar en la intimidad sin ser un reaccionario y mantener la vinculación y el compromiso cívico sin caer en la superficialidad de los panfletos. La apuesta ética de Machado era fértil como lección porque coincidía con su originalidad poética. Pocas tareas son tan radicales y de tanta complicidad con el sentido social de la historia como la superación de la estirpe simbolista en una mentalidad que tiende a recortarle la dimensión social a la palabra libertad para confundirla con el egoísmo individual.

Estas reflexiones sirven también para justificar la herencia machadiana que asumí como profesor. La nueva pedagogía no puede fundarse sólo en un aprovechamiento de los avances tecnológicos, sino en la formulación de un nuevo contrato social, o pedagógico, en el que los valores de la ciudadanía sean capaces de ofrecer respuestas al mundo en el que vivimos, respuestas desde luego planetarias, donde la formación de los ciudadanos, la educación humanística de las conciencias, los valores, sean tan importante como el aprovechamiento de los avances científicos y técnicos. Debido a un complejo de inferioridad frente al paradigma del saber científico, los humanistas han insistido en presentarse en los últimos años a través de unos protocolos teóricos y unos vocabularios de tono cientifista. Ha sido un doble error. En primer lugar, porque quien se avergüenza del sentido abierto, social,  interpretativo, de las humanidades, renuncia a unos valores fundamentales para el saber y la educación democrática. Ninguna metáfora mejor que el propio hecho de la lectura si se quiere caracterizar la modernidad desde sus mejores posibilidades. Pero en segundo lugar, se ha facilita algo aún más peligroso: que los científicos y los técnicos se desentiendan del fondo humanista que hay en sus tareas, esa parte de responsabilidad social y de poesía que motiva su trabajo.

Frente a las modas del descrédito y frente al clericalismos monetario de los tecnócratas, conviene que los humanistas nos declaremos humanistas como el mismo orgullo sin vergüenza que empleó Antonio Machado para retratarse como un poeta cívico en tiempos de bohemia. Y frente a los dogmas y las certezas, recordemos aquí unas palabras de Antonio Machado, pertenecientes a las lecciones de Juan de Mairena. Las he repetido durante 30 años para empezar o concluir mis cursos universitarios: “Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaros, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo –no el demonio de Sócrates-, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos”.

El Daimon de Sócrates no era signo del mal, sino un intermediario entre los hombres y los dioses. La verdad de Machado no era una herencia divina, sino su responsabilidad cívica, su necesidad de hacerse día a día, y no como un alma esencial, sino como un borrador. De ahí que las lecciones de Antonio Machado hayan tenido también una decisiva significación ética, un valor civil. Las razones del civismo son inseparables de un modo de entender el trabajo. En esta responsabilidad de hacerse como ciudadano y poeta, Antonio Machado y Juan de Mairena, se plantearon el sentido de la libertad. Nos advirtieron que no se trata sólo de poder decir lo que pensamos, sino también de poder pensar lo que decimos. El libro de Juan de Mairena se publicó en 1936, año de un golpe de Estado que enseñó a los españoles lo importante que es el poder decir lo que pensamos. Ahora en el 2012, con el control mediático del mundo, que sustituye la experiencia histórica por la realidad virtual, debemos recordar a Machado, intentar hacernos dueños de nuestras propias opiniones y aprender a pensar lo que decimos.

Estos son algunos de los motivos por los que yo me emocioné el 22 de febrero de 2007 ante la tumba de Machado. Hay, sin embargo, uno más que no me gustaría pasar por alto. Hice ese viaje junto al poeta y profesor Ángel González. Sus ensayos sobre el poeta sevillano han iluminado el valor radical de una poesía con apariencia sencilla. Pocas cosas tan originales en la lírica española como el atrevimiento de cambiar el significado del eco y de la voz. Ángel, como otros amigos de la generación del 50, asumió también la tradición machadiana del poeta cívico.

A esa tradición me sumé. El hundimiento de la democracia europea y del humanismo que ahora vivimos no me ha pillado entre princesas, artefactos barrocos o falsos cientifismos. A Antonio Machado se lo debo.  

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis García Montero

Los amores posibles

2 de junio de 2017 10:18:09 CEST












Cuando se es virgen se piensa que

todos los amores son posibles

Erri de Luca

 

 

TERMINÓ LA GUERRA y continué enviándoles cartas de amor a los pilotos. Me despertaba con las primeras luces del alba, les sonreía a las fotos colgadas del espejo y me sentaba a escribir. Dorian dejaba demasiada carne en la corteza del melón y se dormía pronunciado mi nombre, con esa respiración de perro trufero sin suerte. A Marcelo nunca podrían derribarlo: tenía el cuerpo musculado de un fauno y había nacido para que yo le contemplase desnudo en una cama del Hotel Tannhäuser. La tristeza de Holden, aleación de cuatro partes de derrota y una de futuro, era el mayor de los animales terrestres. A veces mis caricias o la oscuridad luminosa de un cine conseguían diluir la ausencia de otra mujer. Y el dolor daba paso a algo parecido a la esperanza.

Escribía a diario a mis pilotos porque afuera todo era gris. Calentaba el café de puchero, cerraba los sobres, dejando un rastro velado de carmín, me ponía el abrigo que perteneció a mamá y salía al encuentro del buzón de correos agujereado por la metralla.

Al regresar a casa y cambiar las flores de las tumbas, me sentía en paz.

En el vecindario decían que estaba loca, que no era más que una solterona amargada, pero ahora que ha estallado de nuevo la guerra, la única casa que no han bombardeado, la única que sigue en pie, es la mía.

 

 

REBELIÓN EN LA GRANJA

 

 

Liebre: corredor que participa en las carreras de

mediofondo para imprimir un ritmo vivo capaz

de permitir a otros corredores un buen tiempo.

 

 

DESDE HACE AÑOS pago las facturas marcando tiempos de record y abandonando en las últimas vueltas: me derramo en el tartán para que otros alcancen la gloria.

Poco antes de la maldición de los despertadores, salgo a entrenar. Me gusta escuchar el fuelle de mi respiración desafiando al repartidor de periódicos montado en su bicicleta, mientras la ciudad duerme. Al regresar a casa, recibo como premio el ademán despectivo del portero, que no me conoce oficio ni beneficio, y una ducha. Desayuno formulando preguntas al retrato que le hice a Marta el día que se marchó. 

En el vestuario, las estrellas del mediofondo revisan ante el espejo su nuevo corte de pelo y sus tatuajes tribales, y luego realizan estiramientos con sus iPods de última generación, concentrados, supersticiosos y egocéntricos. Ni siquiera se percatan de mi presencia: yo no me alojo en hoteles de cinco estrellas, sino en pensiones de trabajadores que roncan hasta el alba, no entreno en centros de alto rendimiento, no aparezco en la publicidad de las grandes marcas deportivas y no soy una amenaza en la pista. Como hijo de minero, sufro la invisibilidad de los microbios.

Tras el disparo inicial, me coloco en cabeza, con el zumbido del público como paisaje de fondo, forzando la marcha hasta que, hiperventilando y medio desmayado, siento la amenaza de los calambres. Apenas me queda un resquicio de aire en los pulmones, así que trato de buscarlo en los recuerdos. Mis amigos me lanzaban en las discotecas para que entablara conversación con chicas que siempre lloraban en mi hombro y terminaban en sus brazos. Soy una liebre sentimental.

Llega la hora de las medallas. Suena la campana que indica que debo retirarme y dar paso a los verdaderos protagonistas. Y no dejo de pensar en la soledad de los entrenamientos pisando la escarcha o soportando la lluvia, en el dolor de las lesiones, en la ausencia definitiva de Marta. En un acto de rebelión, decido competir, incrementando el ritmo ante la sorpresa y la ira de atletas, entrenadores y patrocinadores que me dan de comer y que nunca volverán a contratarme. 

Un último esfuerzo, ya casi llego.

A veces las liebres no son cazadas. A veces las liebres escapan.

 

MI BRAZO FANTASMA

Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.

 

GÓNDOLA

Enfrascado en sus pensamientos, el gondolero veneciano avistó las costas de Tahití

 

FOTOGRAFÍA AÉREA

Un hombre llamó a mi puerta y me ofreció una fotografía aérea de mi pueblo. Colgada en la pared del comedor, me siento orgulloso de las murallas romanas, de los palacios exóticos y de ese mar que nunca tuvimos.

Me preocupa el avance de las tropas enemigas.

 

OJO POR OJO

Cuando el grillo se durmió, los vecinos cantaron todo el día.

 

MANICOMIO

Todo el mundo lee novelas para evadirse de la realidad. Al final lo conseguirán.

 

VOCABULARIO

Dicen que los perros pueden aprender hasta 150 palabras.
..
Mi perro me mira desde el borde del agujero sin saber qué hacer y yo me maldigo por haber malgastado su vocalubario con el inicio del Quijote.

 

PREMIO

Siempre jugaba al número que le tatuaron a mi abuelo en Mauthausen, hasta que un día me tocó. Ahora mi abuelo me pertenece.

 

MAYO DEL 68

Bajo los adoquines de la ciudad estaba la playa, ese infierno de sombrillas y turistas sonrosados.

Mejor no levantar los adoquines.

 

TRAS LA PARED

Los oigo copular a todas horas, tras la pared de mi habitación.

Quizás debí emparedarlos por separado.

 

MEMENTO MORI

Todos los días hacía el mismo recorrido y allí, en ese punto del camino, no había ninguna tumba. Era una cruz tosca de piedra, sin basamento, con un sencillo epitafio: De un tiro aquí murió la Chana (2006-2008). Como homenaje a un animal de compañía, probablemente una perra, me pareció esperpéntico. Esos seis kilómetros de subidas y bajadas, atravesando un bosque de hayas y cruzando un río, entre el ulular del viento en las copas y una vegetación asfixiante, formaban parte de mi disciplina diaria: corría para escapar de un temario insufrible de oposición. ¿Funcionario de prisiones? Tú lo que quieres es cumplir el sueño erótico de todo tío: convertirte en el carcelero de una prisión de mujeres, se burlaban mis amigos. Pero yo no sería reponedor de supermercado toda la vida. A la semana siguiente, una nueva tumba acompañaba a la de la perra. Aquí yace Miriam Santolaria Urtaín, ahogada en un estanque por vanidad (1985-2008). Cuando leí la necrológica en el periódico, decidí cambiar la ruta para siempre. Pero el día en que salieron las listas y conseguí la plaza de funcionario, con la adrenalina de un atleta llegando el primero en unas olimpiadas y, al mismo tiempo, con esa tranquilidad de futuro resuelto, me dejé guiar por el instinto. El bosque estaba muy silencioso. Un sudor frío, precedido de un bisbiseo en el aire, me anticipó la desgracia. Quedé paralizado ante una nueva tumba: Aquí yace Oscar Sipán Sanz, eterno opositor (1974-2008). Paso las horas vagando por los alrededores de mi tumba, pidiéndole a Dios que me despierte de esta pesadilla, sin alejarme jamás de lo único que me ata a la vida.

 

ADONDE QUIERAS IR, CON QUIEN QUIERAS ESTAR

“Se abrazaron y se besaron

y el uno arrinconó la oscuridad del otro”. 

 

HUBERT SELBY JR

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, descubrió… corta, corta. Repetimos. Sr. Ortiz, por favor, no mire a cámara. Míreme a mí, con naturalidad, le explica la periodista enrollando el cable del micrófono con una mano y consultando el móvil con la otra.

Borra todo rastro de emoción, se ajusta las gafas al tabique nasal, inspira, expira y retoma la entrevista:

Nos encontramos con Sebastián Ortiz, que ayer, en este desmonte cercano al río Ebro, en el término municipal de El Burgo, descubrió los restos óseos de un cadáver. Los investigadores creen que pudieron ser desplazados en la última riada. Sr. Ortiz, ¿dónde encontró el esqueleto?

Encontré a la mujer…

¿Cómo sabe que se trata de una mujer? Todavía no hay dictamen del forense.

Por el tamaño de la cabeza y de la mandíbula, además de las zapatillas, que correspondían a unos pies pequeños, del treinta y poco... No recordaba que tuviese los pies tan pequeños.

¿Está insinuando que la conocía?, le pregunta muy nerviosa, detectando la exclusiva.

Sebastián Ortiz da un paso atrás y contesta con la mirada perdida:

Enjabonada en la bañera, con el pelo a lo garçon, parecía una huerita triste con los recuerdos cosidos a besos y un pubis como de lana vieja. Le gustaba hacerse una madeja en la cama y escuchar los bufidos del viento golpeando las contraventanas, abandonarse a los presagios, arquear el lomo como un gato erizado al levantarse, reblandecer el pan en la leche caliente y escribir su nombre en harina. Por mucho que los psiquiatras le explicaron, con esa serenidad de los locos, que los miedos anidan en el árbol genealógico y que a veces Dios reparte las cartas con la cabeza en otro sitio, ella lloraba todo el tiempo, como las gaseosas de papel.

La última nochevieja destripó las uvas, como siempre, y levantó la copa muchas veces, brindando por una vida sin andamios, para terminar borracha y enmantada y despedirse con esta frase, en un susurro, después de hacer el amor: adonde quieras ir, con quien quieras estar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Oscar Sipán

Nupcias

19 de mayo de 2017 08:52:18 CEST

                                                       

1

 

Nadie se había percatado de que  Ezequiel no estaba cuando llegó la novia.

Por la alfombra tendida en la escalinata del Santo Reducto, en aquel mediodía en que la primavera de Solba hacía brillar el ramo nupcial como una perla, la novia ascendió reposando la mano en el brazo de su padre, con algunas damas revoloteando detrás, y según alcanzaban el atrio hubo un imprevisto revuelo entre quienes allí aguardaban

No estaba Ezequiel, no estaba el novio al lado de la madrina, para recibir a la novia, y componer la comitiva que ya debía ir desfilando hacia el interior de la iglesia, donde el órgano arrancaba las primeras notas de la marcha nupcial.

Nadie se había percatado entre los familiares y amigos más cercanos, como si en el nervioso bullicio que unos y otros protagonizaban, con la madre de Ezequiel en el centro de atención y su padre a un lado, la presencia crucial se hubiese esfumado o la ausencia del novio perteneciera a uno de esos números de magia que suscitan improvisadas desapariciones. 

Alguien pudo llegar a pensar burlonamente que el novio ni siquiera existía. Probablemente alguno de los taimados amigos de Ezequiel, acaso acostumbrados a las ausencias que denotaban las fugas o al juego de sus inventos y malabarismos.

El novio llegó con el movimiento escurrido de quien viene sin que nadie adivine de dónde, tomó del brazo a la madrina que era la que apenas había reaccionado en el desconcierto, y se sumaron a la comitiva.

La ceremonia discurrió según lo previsto. Nada alteraba la solemnidad de un acto en el que los novios intercambiaban la complicidad de algunas sonrisas.

Los invitados, que llenaban las naves del Santo Reducto, asistían encantados, con ese gesto común que atestigua un deseo colectivo de felicidad.

Apenas hubo otro diminuto revuelo al final de la ceremonia, tras las últimas fotos en el altar, mientras la novia descendía y recibía los primeros besos y felicitaciones de los familiares más allegados y alguna amiga, cuando los novios eran reclamados para ir a la sacristía con sus testigos, y Ezequiel tampoco estaba.

Del interior de la sacristía a los peldaños del altar, en el voy y vengo confuso en que se solicitaba la presencia de los contrayentes, fue el nombre de Ezequiel el más insistentemente reclamado.

El novio no estaba al lado de la novia y, aunque el desconcierto fue menos aparente, el padre de Ezequiel sintió un amago de congoja que reiteraba su inquietud.

El padre de Ezequiel era, entre todos los presentes, el más preocupado, sin duda porque conocía mejor que nadie a su hijo, sobre todo en las vicisitudes inesperadas con que tantos disgustos había tenido que sobrellevar.

Siempre en Ezequiel había algo sorprendente, igual en sus estudios o en sus trabajos, que en sus enfermedades y ocurrencias.

Algo podía suceder cuando menos se esperase. Una matricula de honor en vez de un suspenso o la expulsión del Colegio cuando era el primero de la clase, la mejor oferta al ejecutivo más brillante y el fiasco de una operación financiera maravillosamente planeada. Las peores inversiones en el negocio familiar, a las que el progenitor se había negado y, a la vez, las mejores transacciones por Ezequiel asesoradas. Una salud de hierro, refrendada en sus cualidades deportivas, y el límite de la septicemia o las úlceras alborotadas.

Un chico contradictorio, podía haber dicho su padre en algún momento, si se hubiera avenido a entender lo que el hijo significaba en el desorden familiar, con el grado de generosa comprensión que hubiese sido necesario, pero don Bento había padecido demasiado y en el destino del vástago constataba por encima de todo el desatino, y la conciencia de la contradicción ya no era suficiente.

Por eso fue el primero en percibir las solapadas ausencias de Ezequiel en aquella mañana, cuando todavía apenas indicaban un descuido, sin que nadie se percatase, pero que él comenzó a advertir, orientado en el presentimiento de sus congojas y, por supuesto, avalado por la inquietud.

Los novios fueron a hacerse la fotografía al Estudio de Benamar, que era el fotógrafo más clásico de Solba, el único retratista superviviente de otra época, y mientras los acompañantes, sobre todo las amigas de la novia, se encargaban de retocar su vestido, reordenando los tules y ajustando el velo, cuando ya el retratista se disponía a accionar el dispositivo de su máquina, el novio no se encontraba al lado de su pareja.

La extrañeza se correspondía ahora no ya con el resultado del desconcierto, sino con la sensación de un descontrol que hacía más ingrata la sorpresa.

No era posible que Ezequiel no estuviese allí. No existía ningún otro sitio donde pudiera estar, aunque en el rápido repaso a las circunstancia de con quién había venido o dónde quedaba cuando los coches se fueron del Santo Reducto, nadie podía asegurar nada a ciencia cierta.

Las fotografías de la novia solitaria, que el retratista hizo de acuerdo a la innata inspiración técnica, en repetidos disparos, lograron que los presentes sostuvieran estupefactos el mismo gesto que ella no logró evitar, a pesar de los requerimientos del fotógrafo.

Ninguno de los invitados, que se arremolinaban en los jardines de los Salones Encomienda, supo que el novio no había estado con la novia en el Estudio de Benamar, y en el encuentro de ambos nadie escuchó disculpas o explicaciones, apenas tenían tiempo de saludar a unos y otros, urgidos por tantos requerimientos.

El padre de Ezequiel se enteró del incidente justo en el momento en que los invitados, tras la copa en el jardín, hacían su entrada en el Salón Morado, el más grande y elegante de Encomienda, donde se celebraba el banquete, y observó a su hijo, ligeramente alejado de la novia, con la colilla de un cigarrillo en los labios, los hombros encogidos, y el gesto ausente de quien no acaba de enterarse de lo que sucede a su alrededor.

Fue entonces cuando don Bento decidió hablar con él, aunque sólo fuera un instante, antes de sentarse a la mesa donde los novios y sus allegados presidirían el banquete.

Pero no lo logró. La novia llegaba al Salón, entre aplausos, tomada del brazo por su padre y padrino, y el novio no acompañaba a su madrina y madre, que avanzaba desorientada entre las mesas, con más requerimientos que atenciones, tan perdida la mirada como los pasos.

Ezequiel se sentó el último. La novia, a su lado, había sufrido un sobresalto al verlo, como si el novio fuese una aparición que no se correspondía exactamente con el verdadero, o en la presencia de Ezequiel hubiese algún desarreglo que lo trastocaba. Posiblemente algo de lo que don Bento también se percataba, con la indignación que ya hacía reflotar la congoja.

Era visible la corbata torcida del novio, un lamparón en las solapas del chaqué, el pelo revuelto y, lo peor, los ojos enrojecidos que denotaban cierta aspereza, en lo que podría considerarse algo así como el malestar de la mirada.

A la novia le sobrevino un llanto flojo al cortar la tarta. Ezequiel acababa de dejar caer caer un trozo en el vestido. La crema se derramó por el tul antes de que un avispado camarero lograra evitarlo.

Una novia llorosa y un novio hirsuto abrieron el baile con el vals más estático que los invitados recordaran en sus existencias festivas.

Un novio que en los brazo de la novia parecía un espectro, y una novia que apenas se dejaba sostener, como si de un maniquí se tratase, ya que el novio daba la impresión de que poco a poco, en la creciente inmovilidad, se estaba diluyendo y acabaría por escurrirse dentro del chaqué, mientras ella quedaba tiesa, erguida en la figura inerte.

Bailaron los invitados.

Se retiraron los novios a la mesa presidencial y cuando ya don Bento estaba a punto de echarle la zarpa al espectro, Ezequiel hizo un rápido quiebro y se fue del Salón como el mismísimo fantasma que aparentaba.

Los novios se alojaron en el Hotel Conmemoración, a las afueras de Balboa.

La felicidad de la noche de bodas tuvo el contraste de un amanecer lluvioso, que depositó el frío de los cristales de la ventana en las pupilas despiertas de la novia, al tiempo que su mano rastreaba el vacío de la cama, donde el novio había dejado un hueco húmedo.

Ezequiel no estaba en la habitación, pero ella no se asustó.

La noche había colmado la felicidad de lo que recordaba como un día lleno de sensaciones extrañas, una jornada que poco a poco se disipaba en su pensamiento, como si al disiparse abriera una perspectiva distinta en lo que podría ser el futuro de su matrimonio.

Ezequiel regresó a la habitación cuando ella todavía no había decidido levantarse.

Venía vestido con el chaqué, chorreando agua por todas partes, y mientras se desvestía ella le preparó un baño de agua caliente, y lo acompañó desnudo a la bañera, mientras él tiritaba y aseguraba que el largo paseo bajo la lluvia, al amanecer de aquel día tan malo, era lo que mejor justificaba el amor que la tenía, y la promesa de hacerla feliz por encima de cualquier tentación de perderla…

Fue en ese momento cuando ella supo que aquella promesa no se cumpliría, y cuatro día después Ezequiel desapareció sin dejar rastro.

Ese chico nunca debió casarse, fue lo único que se le ocurrió pensar a don Bento para justificar lo que tanto temía, y volvió a recordar las angustias familiares causadas por el niño que no estaba en la cuna, el adolescente que no regresaba del colegio y el joven huido al que los guardias devolvían a casa, con las narices rotas y el estupor de unos ojos vidriados, que nadie se atrevía a suponer lo que podían haber visto en cualquier rincón remoto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Mateo Díez

Vida crisálida

19 de mayo de 2017 08:46:23 CEST

Así es la vida

un inmenso holograma

pura apariencia que se despliega

( en el vacío).

Justificada en cambio

en secuencias que nombró Fibonacci

(interminables).

Disquisiciones de un dios a

5000 fotogramas por segundo,

crisálidas rompiendo

capullos en flor.

Escudriña la explosión

de formas y colores

geometría atada a cal y canto

de un modo perfunctorio.

Yo soy solo escribiente

de la obra de la vida.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Domínguez

La belleza y la pena

19 de mayo de 2017 08:41:13 CEST

Son muchos los momentos de las historias de Miguel Delibes en que la naturaleza parece ponerse a hablar de igual a igual con los personajes. En El camino, por ejemplo, podemos leer este fragmento: Si La Mica se au­sentaba del pueblo, el valle se ensombrecía a los ojos de Da­niel, el Mochuelo, y parecía que el cielo y la tierra se tornasen yermos, amenazantes y gri­ses. Pero cuando ella regresaba, todo tomaba otro aspecto y otro color, se hacían más dulces y cadenciosos los mugidos de las vacas, más incitante el verde de los prados y hasta el canto de los mirlos adquiría, entre los bar­dales, una sonoridad más matizada y cristalina. Acontecía, en­tonces, como un portentoso re­nacimiento del valle, una acen­tuación exhaustiva de sus posibilidades, aromas, tonali­dades y rumores peculiares. En una palabra, como si en aquel valle no hubiera ya otro sol que los ojos de La Mica y otra brisa que el viento de sus palabras. Daniel ve las cosas transfiguradas por el senti­miento amoroso, y su mirada es una celebración de la vida.

 

Todos los grandes persona­jes de Delibes tienen un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e in­saciable (El camino). Esa mirada es la del niño protagonista de Las ratas. El Nini, el chiquillo, sabía ahora que el pueblo no era un desierto y que en cada obrada de sembrado o de baldío alentaban un cente­nar de seres vivos. Le bastaba agacharse para descubrirlos. Unas huellas, unos cortes, unos excrementos, una pluma en el suelo le sugerían, sin más, la presencia de los sisones, las co­madrejas, el erizo o el alcara­ván. Una mirada que sólo pue­de nacer de una atención extrema, de un conoci­miento que no remite al mundo de las ideas, sino al de los senti­mientos: un conocimiento entrañado.

 

Sólo entonces la naturaleza se ofrece a cuantos saben me­recerla. El paisaje en las nove­las de Delibes es siempre natu­raleza que se ofrece. Hay que responder a esa llamada, conseguir que se quiebre la racha de escasez (La caza de la perdiz roja). Porque la naturaleza, ante los ojos de quien no se detiene a escucharla, es un lugar indiferente, desierto, un lugar sin voz. Así suele ver el campo el hombre de la ciudad, así lo ve Columba, en Las ratas, que no soportando la mo­notonía del pueblo sólo piensa en marcharse. Para la Colum­ba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chas­quido frenético del chotaca­bras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni. el seco ladrido del búho rival.


El aprendizaje básico es aprender a mirar. Un aprendizaje que los libros no pueden ofrecer (ni El Nini ni Daniel necesitan ir a la escuela) y que sólo puede darse como ciencia infusa. Ante los grandes personajes de Delibes tenemos la sensación de que han recibido un don inexplicable. Su figura remite a la de los san­tos porque su saber no es interesado, y porque su vida se da en continuidad con las otras criaturas del mundo. Son niños -Daniel, El Nini-, o idiotas -Azarías-, o en todo caso seres que conservan un resto de inocencia, una parte no contami­nada, libre de culpa, un segmento aún activo de esa naturaleza adánica que se hace patente en su franciscanismo, en la relación que tienen con los anima­les. A Pa­cífico, en Las guerras de nues­tros antepasados, no le pican las abejas; El Nini cría y domes­tica un zorrito; y Azarías, en Los santos inocentes, consigue que una grajilla baje a comer a sus manos. El Nini entre los hombres del pueblo es como Jesús entre los doctores, y la abuela Benilde, en Las gue­rras de nuestros antepasados, por días y en algunos sitios tiene corona. Hay en todos ellos una relación de continuidad con la naturaleza, de cuyo cuer­po se diría que no han termina­do de desgajarse del todo. Pacífico sufre si se podan los árboles, tiene tiritonas cuan­do en el camueso se anuncian la aparición de las primeras yemas; y el tío Ratero, en Las ratas, se niega a abandonar su cueva y a cambiarla por una ca­sa. La cueva que le hace igual a las ratas de agua, los animales de los que vive, y donde constituye su familia, cuyo callado misterio quedará fijado en nuestra memoria en estas líneas inolvidables en las que Delibes rinde tributo a todas las Sagradas Familias del mundo del mito: Mata­ba la llama, pero dejaba la brasa y al tibio calor del rescoldo dormían los tres sobre la paja; el niño en el regazo del hombre, la perra en el regazo del niño y, mientras el zorrito fue otro compañero. el zorro en el rega­zo de la perra.


La figura de estos inocentes, de estos desposeídos, no es leja­na de la del cazador. Todos ellos tienen una relación de honda comunicación con su medio. Todos le conocen íntimamente, llegan por momentos a confun­dirse con él; y todos obtienen de esa relación un sentimiento de familiaridad y plenitud. Nos reía­mos a carcajadas como dos men­guados. Era por doña Flora y por la media liebre y por el cielo azul intenso. y por el campo abierto a lo largo y a lo ancho y por nuestras fuertes pisadas pa­ra recorrerlo (Diario de un cazador). Esta risa es también la de El Nini ante las camadas de las liebres, y expresa un sentimiento de complicidad con el mundo. Porque tanto para El Nini como para Lorenzo, el cazador, el mundo está abier­to, es el ámbito de la posibilidad renovada, infinita, jovial. Distin­guía como nadie a las aves por la violencia o los espasmos del vuelo o por la manera de gorjear; adivinaba sus instintos; co­nocía con detalle sus costum­bres; presentía la influencia de los cambios atmosféricos en ellas y se diría que, de haberlo deseado, habría aprendido a vo­lar (El camino). Germán, el Tiñoso, busca sin saberlo transformarse en un pájaro, y El Nini y Pacífico claman por una metamorfo­sis que les permita confundirse con lo que ven. El mundo para ellos es un solo cuerpo. La boca de Anita (Diario de un cazador) es una nidada de besos, y la gotita que cuelga de la nariz del Barbas (La caza de la perdiz roja) se confunde con una gota de rocío. El diente del Bisa (Las guerras de nuestros antepasados) ha­cía cuej-cuej-cuej, como las ga­viotas reidoras de la charca, y los pelos de la barba del Barbas, salpicados por su propia saliva, brillan como los tallos trunca­dos de los rastrojos.

 

Pero la naturaleza también es conflicto, destrucción. Delibes conoce dema­siado bien al ser humano como para ignorar una verdad así. Por eso sus personajes nun­ca responden a la imagen del buen salva­je. La vida es para ellos  lucha, pérdida constante. No se rebe­lan contra la muerte. La muerte irrumpe en sus vidas como un fenómeno na­tural, que todo lo trastorna, como un pedrisco o un nublado ante cuya ley no cabe hacer nada. La muerte del hombre no es distinta de la de los anima­les. El suicidio del jabalí, en Las guerras de nuestros antepasados, es equivalente al de la abuela Benilda, que de hecho induce; y la muerte de su mila­na lleva a Azarías al asesinato. Los personajes de Delibes no retroceden ante la brutalidad de las cosas. El universo es para ellos un conflicto de contrarios -una guerra de todo contra todo- donde todas las fuerzas son extremas y excesivas. El Nini no se escandaliza por­que el Ratero mate a un mucha­cho, por una simple cuestión de competencia; Pacífico asesina al hermano de su novia sin otro motivo aparente que el de la territoriedad; y Tochano en un arranque dispara contra su pe­rro sin más, por pura rabia. Este lado brutal, ciego, que no acierta a expresar sino descontento, de­sazón ante el mundo y la vida misma, constituye el corazón mismo de la una de las novelas menos conocidas de Delibes El Tesoro. En ella, un grupo de arqueólogos acude a clasificar un hallazgo arqueológico  y deben enfrentarse a la oposición que su llegada provoca en las gentes del pueblo. El tesoro no es para estas gentes una mera colección de piezas arqueológicas, meros signos de tiempos pretéritos; ni siquiera un valor de cambio, traducible a una cuenta banca­ria. Es un centro, un lugar privilegiado de comu­nicación cósmica, de regenera­ción. Es desde esta perspectiva desde la que hay que entender la negativa de los campesinos, dirigidos por el Pa­po (que por cierto cojea, como Edipo), a que les arrebaten esa riqueza. La pérdida sería irreparable, ya que en el mundo del mito es gracias a esos tesoros ocultos, que la vida, la fertilidad de los campos y de los animales, esté asegu­rada.

 

Es el propio Delibes, por bo­ca del alcalde del pueblo, el que nos da la clave de una interpre­tación así. Hágase car­go, señor. Es la fiebre del oro. Esa presencia del oro, de las pepitas, también aparecía en Las guerras de nuestros ante­pasados, e incluso, en la forma de un billete de lotería, en el Diario de un cazador, y es una obsesión en la mente del alcalde y de Lorenzo. Obse­sión por la existencia de una riqueza oculta, que se ofrecerá de una sola vez, como una cosecha inagotable. La idea de acceder al mundo de la abundancia alude a la edad de oro, a la existencia de un reino donde todos los deseos serán satisfechos.

 

El hallazgo del tesoro es, en suma, el encuentro con lo valioso, con aquello capaz de dar sentido a las cosas. Es el mismo encuentro del cazador con sus piezas lumino­sas, vibrantes; y el de los enamorados, cuyos cuerpos en el amor son semejantes a esos cuerpos claros y pausaditos de la caza, ante los que no es posi­ble reprimirse. Una ganga vi­no a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba tan reposada que le vi a la perfección el colla­rón y las timoneras picudas (Diario de un cazador). ¿No ve así, con esa claridad, el enamo­rado al ser que quiere, la madre a su niño pequeño? El caza­dor caza porque no puede repri­mirse, y luego se come su pieza; y el acto amoroso termina tam­bién con un banquete. La pági­na más hermosa de El tesoro es precisamente la descripción de el Papo comiéndose una pera. Recostó en la muleta todo el peso de su cuerpo y, con la mano izquierda, extrajo del morral de cazador que portaba, una pera, que miró y remiró varias veces, antes de arrancar­le el rabillo y clavarle en el pezón la uña negra y larga de su pulgar. Parsimoniosamente desgajó un pedazo y se lo llevó a la boca. Sus pausados ademanes denotaban el mismo regodeo que el del gato ante el ratón acosado. No es fácil leer estas líneas sin sentir una mezcla de turbación y respeto. Sentimos al Papo en pose­sión de una sabiduría oculta, de una aptitud no contaminada pa­ra distinguir esa pulpa y hacerla suya, como cuando viendo el reguerillo de zumo que le corre por la mano se la lleva a la boca para chupársela. Su brutalidad, su rencor, es de pronto delicadeza. ¡Qué dife­rencia entre esta escena y la de los arqueólogos clasificando el tesoro en la caja del banco! La escena de la pera contiene todas las contradicciones de la vida, que es brutal y delicada, vibrante y abyecta, luminosa y oscura a la vez. Sí, el Papo es el heredero natural de los dueños del tesoro, y es a los seres como él a quienes pertenece verdaderamente, como posibi­lidad, como fábula.

 

El Tesoro es una reescritura del Diario. En ambas novelas se nombra una pasión absorbente -la arqueolo­gía en Gero, la caza en Lorenzo- que lleva a sus protagonistas a la naturaleza, y en ambas hay un conflicto amoroso que se resuelve en la última página. La mirada del cazador no es sin embargo la del arqueólogo. La del arqueólogo busca ratificar un saber pre­vio, la naturaleza es para él un palimpsesto que debe des­cifrar. La mirada del cazador es ardiente, la del cuerpo que actúa, que arriesga. El arqueólogo habla para clasificar, para definir; el cazador es como Adán, un creador de lenguaje. Constata lo que ve, y sus nombres son una respuesta a la incitación constante y diversa de las cosas. El mundo de Delibes es más próxi­mo en esto al de Antonio Ma­chado que al de Jorge Guillén, en cuya obra hay siempre un yo que se entusiasma, que se arrebata, que se mira a sí mismo, en una suerte de encendido narcisis­mo. A Delibes y a Machado les basta con asombrarse. El asombro que lleva al nombre, al simple acto de señalar y de decir mira. El asombro de Azarías declarando interminablemente el nombre de su amor, milana bonita, milana bonita, el asombro que lleva a una suerte de tartamu­deo inconsciente a la propia prosa de Delibes, que se repite, que vuelve a decir lo mismo, que se articula sobre frases, palabras ya escri­tas, en una suerte de imposibili­dad de desapego, de persisten­cia del hechizo.

 

La reali­dad también aquí, como en la obra de Machado, mezclándose con los sueños. No hay cosifica­ción del paisaje, que vibra, que inexplicablemente se ofrece co­mo algo casi irreal, hecho de la materia de los sue­ños. Ahora veo a la madre don­de antes no la veía: en el montón de ropa sucia, en el bando de gorriones que revolotea en la terraza, en el Talgo que pasa cada tarde o en el Sagrado Cora­zón iluminado. Pero cuando la madre se afanaba en silencio, no la veía, ni sabía que en sus movimientos había un sentido práctico. No ver lo que no hay, en una suerte de delirio de la subjetividad, sino ver donde an­tes no se veía. Ver el mundo en los dos planos, el de la presencia y el de la transfiguración.

 

El descendi­miento de la milana, en Los santos inocentes, la re­surrección del niño del Mele en el Diario de un cazador, el pájaro muerto junto al cadáver del Tiñoso en El camino, son algunos ejemplos de lo que acabo de decir. En las novelas de  Delibes siempre hay un momento en que la historia se transforma en Misterio. Es curioso que todos estos momentos nos lleguen de mano de  los desposeídos. En la obra de Miguel Delibes siempre ha habido una mirada compasiva hacia el otro. Es una mirada que guarda en su interior la eterna  pregunta por el sentido de las cosas, como si nuestra pobre vida sólo pudiera encontrar justificación en ese encuentro con los demás. Es esto lo que sucede en las últimas páginas de El hereje, cuando en uno de las escenas más conmovedoras  de nuestra literatura, Minervina aparece para acompañar a Cipriano, su antiguo niño, hasta la hoguera, en un gesto que viene a decirnos que si bien la muerte no puede evitarse la misión del hombre es hacer, como pedía Quevedo, de su propia vida  polvo enamorado.

 

Jorge Luis Borges dijo que hay dos tipos de narradores, los que todo lo basan en la expresión, y los que poseen el arte de la alusión y la sugerencia. Miguel Delibes pertenece sin duda a este segundo grupo. Es un escritor realista, pero no se limita a pasear un espejo por un camino, como pedía Stendhal (cosa, por otra parte, que tampoco hizo él), aunque muchas veces pueda parecerlo. Es verdad que nos muestra en sus libros un mundo definido y concreto, el campo castellano, su explotación y su miseria, o la pequeña y mezquina vida de las provincias españolas durante el franquismo, pero sólo para llevarnos a un instante de apertura, de revelación de otra verdad. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de encantamiento. Y la obra de Delibes está salpicada de ellos. Es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que le hace ser el gran escritor que es.

 

En un cuento de I. B. Singer, dos muchachos judíos, quieren huir del gueto de Varsovia. El muchacho consigue una vela, y la encienden para celebrar una de sus fiestas. Y, animados por el poder de esa luz, que despierta en ellos una fuerza  y una esperanza nuevas, emprenden la huida y logran burlar el cerco de sus verdugos y escapar de la muerte. En La mortaja también el niño protagonista encuentra una luz así, la luz que desprende una luciérnaga. El cuento es terrible, pues nos enfrenta al egoísmo y la mezquindad de los hombres, pero el niño encuentra gracias  a esa luciérnaga, como los niños del cuento de Singer, la fuerza para enfrentarse a la muerte de su padre y a la miseria que le rodea. Y al terminar de leer el relato algo nos dice que está preparado para enfrentarse a los problemas de la vida. Ese diálogo entre la belleza y la pena que según Rilke es la realidad más honda del corazón humano, constituye el centro de la obra de Delibes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Juan Marsé múltiple

12 de mayo de 2017 13:16:39 CEST

 

 

 

 

Si te fijas mucho, si de verdad quieres ver lo que miras, no te dejes deslumbrar por el sol.

Historia de detectives

 



Alguien que lleva 45 años publicando libros y cuenta con novelas tan notables como Últimas tardes con Teresa, Si te dicen que caí, Ronda del Guinardó, El embrujo de Shanghai y Rabos de lagartija, o cuentos como “Teniente bravo” e “Historia de detectives”, me parece que posee un lugar asegurado en la historia de la literatura en castellano. No en vano, Juan Marsé tiene en su haber todos los reconocimientos importantes que se conceden en el idioma, como el Premio de la Crítica, el Nacional de narrativa, el Premio Juan Rulfo y el Cervantes. Con 80 años cumplidos sigue en activo como escritor y no parece estar dispuesto sino a completar la nueva novela que se trae entre manos.

Quién sea nuestro autor no parece fácil de dilucidar, pero después de la aparición de la biografía de Josep Maria Cuenca[1], han quedado desvelados algunos de los misterios que habían convertido sus orígenes en casi legendarios: su nacimiento y la relación con sus padres biológicos y adoptivos, los Faneca y los Marsé. Asimismo se ha clarificado la posible vinculación entre vida y obra, o cuál es el auténtico talante de la persona que a veces se enmascara tras los narradores o protagonistas de sus libros. Disponemos, además, de un impagable autorretrato, pues quizá resultaba inevitable que alguien que ha escrito dos libros de retratos literarios acabara contemplándose él mismo en el espejo. Y así lo hizo y por partida doble en Señoras y señores (1975 y 1988).

Las primeras semanas de vida de Juan Marsé en la Barcelona de 1933 han tenido hasta hace bien poco un cierto hálito legendario. Rosa Roca, su madre, murió al poco de nacer él, por una complicación en el posparto. Su padre, Domingo Mingo Faneca, chófer de una familia adinerada de Sarriá, se había quedado viudo con una niña de cinco años, llamada Carmen, y un niño de semanas, Juan, por lo que acabó cediéndoselo a los Marsé, compañeros de militancia política, quienes finalmente lo adoptaron. Así, quien iba a ser Juan Faneca Roca se convirtió en Juan Marsé Carbó y pasó de residir en la vivienda del servicio de una elegante casa de Sarriá a otra de la barriada de La Salud, en los bajos del número 104 de la calle Martí, en Gracia, donde vivirá hasta que en 1966 se case con Joaquina Hoyas, con quien tendrá dos hijos: Sasha y la escritora Berta Marsé, autora de dos libros de cuentos.

            La mayor parte de su infancia la pasó Marsé con sus abuelos, en el campo, pero en 1943 regresa a Barcelona para vivir con sus padres adoptivos. Entre esa fecha y 1946 estudió en el Colegio del Divino Maestro, pero ni de aquel centro ni de su director guarda buenos recuerdos. Muy pronto, a los 13 años, entra como aprendiz en un taller de joyería, que tampoco rememora con agrado. Sí parece claro que el cine tuvo una importancia decisiva en su formación intelectual. Marsé ha contado en numerosas ocasiones que en esos años sus “vías de escape eran el cine y los libros”: alquilaba novelas y asistía a las sesiones dobles de los cines de barrio. El cine, prefería los westerns y el cine negro norteamericano de los años treinta y cuarenta, fue para él una forma de evadirse de una realidad terrible, pero sobre todo el acicate ideal para sus sueños y mitos. Sus primeros libros fueron La isla del tesoro (le gusta afirmar que lo tiene todo: “aventura, misterio y escritura transparente”) y Veinte mil leguas de viaje submarino, donde se encontraría con algunos de sus personajes favoritos, como Long John Silver, Jim y el capitán Nemo, a los que habría que sumar obras de Salgari, Edgar Wallace, Balzac, Stevenson y Stendhal, junto con las novelas policíacas de la Biblioteca Oro, las de Conan Doyle, o las que editaba Janés, obras de Somerset Maugham o Lajos Zilahy, Cecil Roberts, Stefan Zweig y Maxence van der Meersch.

            Para Marsé la novela por excelencia es la del XIX, aquella en la que se cuenta una historia con personajes para fascinar al lector. No obstante, suele recordar con entusiasmo el descubrimiento de Faulkner. Asimismo, entre los narradores españoles sus preferidos son Cervantes, Galdós, Clarín (“La Regenta me la sé casi de memoria”, ha declarado)[2], Valle-Inclán y Pío Baroja. Pero, además, siempre le han gustado las novelas de Dickens, Tolstoi, Chesterton, Joseph Roth, Nabokov y Juan Carlos Onetti. Marsé distingue con buen tino a los prosistas de los novelistas. Así, Joyce, Cela, Luis Martín-Santos y Juan Benet, sostiene, pueden ser grandes prosistas pero le parecen novelistas mediocres. Con lo cual no es difícil deducir que su novela ideal sería aquella capaz de hacerle olvidar que está leyendo, de conmover y entretener al lector, dotando de verdad y vida la historia relatada.

            En sus inicios como escritor resulta fundamental la figura de la escritora Paulina Crusat, quien lo alienta para publicar nada menos que en la revista Ínsula dos relatos: “Plataforma posterior” (1957) y “La calle del dragón dormido” (1959); y lo anima a presentarse al Premio Sésamo, que gana en 1959 con “Nada para morir”. Marsé es un autor singular porque su formación literaria e intelectual fue autodidacta, a diferencia de la mayoría de autores de su grupo. Con su primera novela, Encerrados con un solo juguete (1960), se presenta al premio Biblioteca Breve, que ese año declararon desierto, pero el intento le sirve para trabar amistad con los miembros de la editorial Seix Barral, sobre todo con Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, con quien compartía inclinaciones políticas y gustos literarios.

En esta primera novela Marsé pretendía plasmar el “callejón sin salida a que estuvo abocada cierta juventud de postguerra”[3]. Leída hoy nos interesa en especial la falta de inquietudes e ilusiones, y las extrañas relaciones que se crean entre Tina, Andrés y Martín, los jóvenes protagonistas. Podríamos definirlos,  respectivamente, como abúlica, indiferente y sádico, quienes viven aburridos y amargados, únicamente interesados por ese “solo juguete” que aquí es el sexo. Entre ellos y sus padres, que han padecido la guerra, se abre por tanto un abismo insondable, resumido en la queja de Andrés: “Demasiados años lamentando lo que ya no tiene remedio, no quiero saber nada más, no deseo conocer más detalles, ni de un frente ni de otro. ¡Estoy harto!”[4].

            A instancias de Carlos Barral, Castellet le consiguió una bolsa de viaje para ir a París con el fin de aprender francés y en el futuro ganarse la vida como traductor. Entre las gentes que trató, destacaría a los componentes de Ruedo Ibérico, sobre todo a José Martínez y a Antonio Pérez, quien poco después, en un segundo viaje a la capital francesa, le encontraría trabajo como “garçon de laboratoire” en el Instituto Pasteur que dirigía Jacques Monod. En París se hace militante del PCE y luego, al regresar a Barcelona, del PSUC, aunque su afiliciación solo duró entre 1961 y 1967, por la intransigencia y puritanismo del partido en materia sexual. En los últimos años, Marsé se ha definido políticamente como un escéptico con mentalidad de izquierdas.

            Su empeño por abandonar el trabajo en el taller de joyería lo lleva a escribir durante 1961 su segunda novela, Esta cara de la luna (1962), de la que nunca se sintió del todo satisfecho, de ahí que se haya negado a reeditarla. En esta obra insiste en la separación entre padres e hijos, representados aquellos por una “generación de hamaca y balancín con fábrica al fondo”, y estos por un personaje, Miguel Dot, que pasará de la oposición revolucionaria al cinismo más descorazonador, uno de esos falsos rebeldes que volveremos a encontrar en Últimas tardes con Teresa.

            Durante estos años su vocación se decanta definitivamente por la escritura. Así, en el verano de 1965 concluye en Nava de la Asunción, Últimas tardes con Teresa (1966), con la que por fin obtendría el prestigioso Premio Biblioteca Breve, no sin polémica, y el definitivo reconocimiento como escritor. Su origen se halla en la imagen de una verbena durante la Noche de San Juan. En particular, se relatan los delirios amorosos entre Teresa, la fantástica, una niña bien de Barcelona, y Manolo el Pijoaparte, un atractivo charnego que vive en las barracas del Monte Carmelo, a quien la joven confunde con un obrero revolucionario. En este sorprendente equívoco se basa la narración, historia de dos mitos paralelos, pues ambos confunden al personaje que se han inventado con la persona. Pero además novela paródica de la literatura social, de los libros de amores de verano y del activismo subversivo universitario protagonizado por algunos niños bien. Por último, es también una obra sobre la imposibilidad de ascender socialmente y la inoperancia del antifranquismo de salón de ciertos burguesitos catalanes.

            Su siguiente novela, La oscura historia de la prima Montse (1970), un relato sobre diversas tomas de posición moral, no obtiene tanto éxito. En ella, el pariente pobre, mestizo y algo resentido, Paco Bodegas, y su prima y amante malcasada, Nuria Claramunt, evocan la vida de Montse, su hermana, una joven desvalida que encarna a la perfección la inocencia, pues se ha creído –por “la monstruosa educación familiar recibida” (p. 307)- casi todo lo que le contaron sobre la existencia... Así, la novela es el recuerdo de una destrucción. En su desenlace llegamos a comprender por qué Montse se quitó la vida cuando vio que no se sostenía su ideal de ajustar la conducta a “aquel viejo sueño de integridad, de ofrecimiento total, de solidaridad o como quiera llamarse eso que la había mantenido en pie, con sus grandes ojos negros alucinados y el corazón palpitante, frente a miserables enfermos, presidiarios sin entrañas y huérfanos de profesión”.

Lo que lleva a la pobre Montse a su desgraciado final es, pues, su deslumbramiento por el expresidiario Manuel, que no es otro que Manolo Reyes, el antes llamado Pijoaparte, quien sigue aspirando al bienestar burgués. Pero también la ya indicada desilusión que le produce la hipocresía de su acomodada familia. La diferencia fundamental con aquella narración de 1966 estriba en que si Teresa representaba la frivolidad, Montse Claramunt simboliza el prototipo de la entereza ante la adversidad, aunque es cierto que ambas padecerían un “espejismo amoroso”. En resumidas cuentas, esta narración no debe dejar de leerse como una burla feroz de la hipócrita burguesía catalanista y católica (“mandarines de la catalanidad”, “benefactora y limosnera burguesía”, los llama), con su empalagosa caridad de catequesis, de la que el arribista Salvador Vilella es un buen paradigma. Pero donde quizás el sarcasmo alcance cotas más elevadas sea en el relato de la “terrible maquinaria” de los Cursillos de Cristiandad en Vich, en los capítulos 14-19, un claro injerto dentro de la novela, así como en la parodia de las crónicas sociales sobre los bailes de debutantes propias de la revista ¡Hola!.   

            Cuando a Marsé se le ha preguntado por sus personajes femeninos (sólo hay que recordar la importancia que tienen Tina, Teresa y Montse en las novelas recién comentadas), ha respondido que sus protagonistas son muchachas que se adelantan a su tiempo, por lo que la sociedad o la familia terminan pasándoles factura. Pueden tener en común, aclara, “cierta romántica capacidad o voluntad de ensoñación, de adecuar su ideal de la personalidad –reprimida por el entorno familiar y social, la educación recibida y la estrategia moral de una clase- a una realidad social anhelada por ellas, más justa y más libre, pero que todavía no existe”[5].

Muy pronto Marsé toma la decisión de no ganarse la vida sólo escribiendo novelas, entre otras razones, porque se da cuenta de que al ritmo que trabaja no le es posible. Y como tampoco le gustaba hacer de intelectual, es decir, dar conferencias, escribir artículos de opinión, etc., opta por ejercer de periodista en diversas revistas (Bocaccio, Don y Por Favor), escribir guiones o publicar libros sobre cine, como la manera más sensata de hacerlo. Los trabajos que Marsé escribió para Por favor los recogería en Confidencias de un chorizo (1977) y Señoras y señores (1975 y 1977, 1988). Este último título, en realidad, se componía de dos volúmenes distintos, formados por retratos “morales” realizados a partir de la descripción de los rasgos físicos de los personajes, adobados con un gran sentido del humor, sin que faltase a veces su vitriólica ironía. La edición de 1988 recogía las colaboraciones en el diario El País, donde resucitó la sección. En este nuevo siglo ha publicado varios libros dedicados al cine, su otra gran pasión, tales como Un paseo por las estrellas (2001) y Momentos inolvidables del cine (2004), donde recrea noventa y nueve escenas de otras tantas películas que prefiere.

            Si te dicen que caí (1973) quizá sea su mejor novela y probablemente una de las mejores españolas del siglo XX[6]. Esta constituye el relato de la infancia, del recuerdo de lo que aquella época fue en los barrios del autor. Como la obra se prohíbe en España por la censura, aparece primero en México, donde obtuvo el I Premio Internacional de Novela. Así, utilizando distintas voces que se complementan y contradicen, se narra en ella, entre la ternura y la crudeza, el pasado de Java, Sarnita y los otros niños kabileños, quienes se cuentan aventis (historias, aventuras) para que se imponga “la verdad verdadera”, mientras intentan sobrevivir en una complicada y sórdida Barcelona recién salida de la guerra, en la que la corrupción campa por sus respetos[7].

            Acaso sea en esta obra, como en ninguna otra de las suyas, donde puede observarse mejor de qué modo utiliza Marsé la escenografía urbana. Al igual que ocurre en sus demás narraciones, el espacio es real, aunque no aparezca en la realidad tal y como él nos lo presenta, pues el autor opta por crear un “cóctel de barriadas”, hasta formar, al fin y a la postre un “barrio mental (...), un compuesto flexible de La Salud, el Carmelo, el Guinardó y Gracia”. Lo cierto es que aquí nos encontramos también con toda una serie de personajes, lugares y motivos omnipresentes en su literatura: las huérfanas de la Casa de Familia; Carmen Broto, la prostituta rubia platino asesinada, que también es Aurora y Menchu; las bandas de pistoleros anarquistas; la Capilla de las Ánimas y sus alrededores, donde los chicos juegan, torturan a las jóvenes y se cuentan aventis; la Fiesta Mayor del barrio; las funciones de Els Pastorets, etc.

En 1977 publica Marsé un cuento en la revista Bazaar, “Parabellum”, en el que relata en síntesis lo que sería La muchacha de las bragas de oro. Con ella obtiene, en 1978, el Premio Planeta. En esta obra se produce, en suma, una confrontación entre los valores tradicionales del escritor y exfalangista Luys Forest y los modernos de su joven sobrina Mariana. En realidad, la novela trata -lo ha explicado muy bien José-Carlos Mainer- de las culpas contraídas durante la guerra civil y la postguerra. Y, sin embargo, el autor no duda en utilizar a este escritor falangista para reflexionar acerca del oficio, sobre el modo de convertir la realidad en ficción manejando verdades y mentiras. La novela puede leerse también como una respuesta a Descargo de conciencia (1976), las memorias de Pedro Laín Entralgo en las que se presenta como un intelectual franquista arrepentido.

En Un día volveré (1982) se narra el regreso al barrio del pistolero Jan Julivert Mon, quien tras pasar doce años en la cárcel, en apariencia desea recobrar el amor de su cuñada y llevar una existencia más plácida. Pero este hombre derrotado que ha ido perdiendo sus antiguas inquietudes políticas, debe enfrentarse al personaje mitificado en que lo han convertido los suyos, quienes durante su ausencia esperaban de él una conducta heroica. Frente a la complejidad estructural de Si te dicen que caí, ésta es una novela lineal que muestra el mundo del barrio desde los ojos de un adolescente, Néstor; y la vida de la pequeña burguesía degradada por los efectos de la represión de la postguerra. Lo que se presenta, en contraste, son las esperanzas de diversos personajes y en lo que la realidad las ha acabado convirtiendo. Así, Jan Julivert quiere olvidar su pasado y vivir tranquilo, mientras que Néstor, su sobrino, espera un acto heroico de su parte, una venganza ejemplar que restituya el equilibrio perdido. En realidad, lo que esta melancólica narración presenta son las esperanzas de estas gentes en 1959, fecha en que transcurre la acción.

A finales de agosto de 1984, durante sus vacaciones en L´Arboç, Marsé sufre un infarto. Desde entonces no fuma, bebe con prudencia, sigue una dieta controlada e intenta llevar una vida tranquila. Ese mismo año se publica Rondá del Guinardo, una obra maestra de la novela corta. Su acción transcurre en un espacio acotado durante un tiempo reducido, a caballo entre el relato del presente y los recuerdos del pasado, que no es otro que el “paisaje moral” de la infancia de Marsé. Lo que se narra es el recorrido que emprenden juntos los dos protagonistas: Rosita, una chica de casi 14 años, recogida en un orfanato, y un innominado inspector de policía. Se trata de un vía crucis de miseria, dolor y sordidez. Lo que singulariza a esta narración es la depuración de elementos, su singular estructura, el recorrido mismo por el Guinardó. La media distancia en que se desenvuelve tiene algo de la intensidad, concisión y redondez del cuento, sin que por ello carezca de ese carácter expansivo que suele definir a la novela. La misma historia que se narra, esto es, la de una joven que debe ir a reconocer el cadáver de quien parece ser que fue su violador, exige altas dosis de contención. La acción transcurre a lo largo de medio día, durante el 8 de mayo de 1945, el día de la capitulación de Alemania. Cuando concluya la jornada sabremos que ni Rosita es la niña inocente que era, ni el inspector el tipo duro, vencedor en la guerra, que había sido, pues ambos han sido derrotados.

Un poco después, en 1986 aparece su único libro de cuentos, Teniente Bravo. La pieza que da título al volumen, la más sobresaliente del conjunto[8], se inspira en un hecho real que vivió él mismo en su servicio militar en Ceuta. Durante años se la estuvo relatando a sus amigos hasta cerciorarse de que la narración había adquirido el ritmo, la intriga y los matices necesarios para poder ser transcrita. En este grotesco episodio un teniente tan loco como soberbio se empecina infructuosamente en saltar el potro ante la tropa. El cuento, que baraja humor y patetismo, puede leerse asimismo de manera alegórica, lo ha explicado muy bien Cecilio Alonso, como “la descomposición de unas formas épicas del poder y del dominio social, que marcaron negativamente la vida española desde 1939”[9].

“El fantasma del cine Roxy”, un homenaje al cine preferido por el autor, se basa en una anécdota real, el diálogo entre un director de cine y un guionista que lo crítica; sin duda alguna, el mismo Marsé. A este relato le dedicaría Serrat una canción que lleva el mismo título. Por su parte, “Noches de Bocaccio” constituye una burla del esnobismo, de la tonta frivolidad y del vanguardismo papanatas de las gentes de la llamada gauche divine. “Historia de detectives”, el otro cuento destacable del volumen, arranca con una cita del Libro del desasosiego, de Pessoa, que bien puede valer como resumen argumental no sólo de esta narración sino de una buena parte de la obra de Marsé. Dice así: “como los niños pobres que juegan a ser felices”. No en vano, esta pieza podría haberse desgajado perfectamente de Si te dicen que caí o de la misma Ronda del Guinardó, sin que ello significase poner en duda su valor como cuento. En este relato, Mingo Roca (el nombre del personaje proviene del apelativo de su padre biológico y del apellido de su madre) recuerda un episodio de su infancia, junto a aquella pandilla de trinxas encabezada por Juanito Marés[10], cuando jugaban a detectives y espías, y perseguían a la gente para luego contarse lo que les había sucedido, o en realidad lo que les hubiera gustado que les sucediera. Pero sobre todo se relata, al fin y a la postre, la historia del ahorcado de la calle Legalidad, sus celos, el amor por su mujer..., las penurias y el dolor sin fin de la postguerra.

Con  El amante bilingüe obtiene en 1990 el Premio Ateneo de Sevilla, de la editorial Planeta. Se trata de un sarcástico relato en el que, tras la soterrada burla de la política nacionalista imperante en Cataluña, se plantea la imposibilidad de llegar a ser feliz sin enmascararse. Más en concreto, se cuenta en primera persona, diez años después de transcurridos los hechos, lo que tiene que hacer un catalán de origen humilde, e incluso folletinesco, para reconquistar a su exmujer, Norma Valentí, una burguesa catalana que padece una curiosa inclinación sexual por los charnegos más característicos, tan atractivos como primarios. La novela es, en verdad, la historia de un fracaso, pero también una burla de la política lingüística de la Generalitat, llevada a cabo durante el mandato de Convergència. El deterioro del emblemático Walden 7, de Ricardo Bofill, edificio financiado por la Banca Catalana de Jordi Pujol, en donde reside el protagonista, funciona como símbolo de la degradación de la existencia del personaje, aparte de como parodia de ciertos delirios intelectuales herederos del 68. Pero, sobre todo, la novela, cuya trama se halla compuesta con un gran distanciamiento, está llena de humor, siempre teñido por una lúcida mala leche que le permite a Marsé plantear sin ambages una cuestión silenciada por la sociedad catalana.

El embrujo de Shanghai (1994) fue una novela afortunada pues obtuvo el reconocimiento dentro y fuera de España: el Premio de la Crítica y el Aristeion Europeo de Novela. En ella cuenta ahora Marsé una historia de traiciones y desengaños, de “cómo los sueños juveniles se corrompen en boca de los adultos”, según se afirma en el inicio. Asimismo, debe relacionarse con la primera obra del autor, tanto por su esquema compositivo general como por el espacio en que transcurre gran parte de la acción, la torre de Anita y Susana, aunque aparezca situada en la calle Camelias en lugar de en la del Laurel. Por lo demás, el añorado progenitor de aquella primera novela aparece finalmente en Shanghai, como el ingeniero Esteban Climent Comas.

En el relato se alternan dos tramas argumentales: la primera transcurre en una Barcelona gris, en los últimos años cuarenta; mientras que la segunda se desarrolla por un lado en el exilio penoso y oscuro de los luchadores antifranquistas, en Toulouse, sin duda mitificado por los republicanos que se quedaron en España, y por otro en el exilio fabuloso, de película, de la lejana Shanghai de 1948, durante las vísperas de la victoria comunista de Mao. Si el primer exilio se presenta como un mundo real, el segundo resulta inventado. Así, Nandu Forcat evoca para los jóvenes Dani y Susana, como si les contara una aventi china, las peripecias de Kim, el padre de la joven, en la exótica ciudad. Según Marsé, la infancia sería el único territorio donde tienen cabida la esperanza, la ilusión y los sueños. Por su parte, Daniel (quien posee mucho del niño que fue Marsé) recuerda su infancia desde el presente, los paseos con el esperpéntico capitán Blay en busca de firmas mediante las cuales denunciar la `contaminación´ del barrio, además de las tardes que pasó con Susana, la niña tísica, y cómo lograron sobrevivir en una triste postguerra al calor de los relatos de Forcat sobre las andanzas de Kim en Shanghai.

Con su siguiente novela, Rabos de lagartija (2000), Marsé volvió a obtener el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa. Los protagonistas de esta obra son la familia Bartra, la madre embarazada y el hijo, Rosa la pelirroja y David; pero también Víctor, el padre huído; Juan, el hermano mayor muerto; y el pequeño Víctor, quien recuerda los hechos años después, por medio de lo que le han contado y él se imagina. La peripecia central es producto del “funesto combate” que se nombra en la novela y se genera por el enfrentamiento de dos deseos contrapuestos: el del inspector Galván, colado por la pelirroja, a la que quiere conquistar mientras ella se deja querer, y el de David quien se empeña en desenmascararlo para desacreditarlo ante su madre. La novela podría leerse, por tanto, como el desarrollo de las artimañas del joven a fin de que su madre no se encandile con un policía bien parecido, quien se muestra solícito y los ayuda, aunque al fin y a la postre represente el régimen represor, pues sólo les muestra su mejor cara.

La acción empieza en 1945, con el bombardeo de Hiroshima, el año de la `bomba atomicia´, como la llama la abuela Tecla, y acaba en 1951, coincidiendo con la huelga de tranvías en Barcelona y la muerte de David, una vez éste ha asumido la verdad, tras pasar a la acción e intentar defenderla con su cámara de fotos, la única y mejor arma que posee. Casi toda la trama transcurre en la casa familiar, un consultorio médico realquilado próximo a un barranco. Desde allí se evoca la trayectoria del padre, un resistente, convertido en el fantasma que se arrastra con el culo ensangrentado; la del doctor libertario P. J. Rosón-Ansio y también los avatares del moribundo perro Chispa. Pero las historias se gestan en el toma y daca constante, lleno de ironía y sarcasmo, que David mantiene sucesivamente con su padre, sus hermanos Víctor y Juan, con el piloto derribado de la RAF, con el policía, al que le toma el pelo siempre que puede y con su amigo Paulino Bardolet, Pauli, un gordito homosexual que tiene almorranas y del que se aprovecha sexualmente su tío, además de las charlas con la abuela Tecla.

Canciones de amor en Lolita´s Club (2005) transcurre en el presente y la acción predomina sobre la reflexión. En ella, un policía bravucón, solitario y justiciero regresa a la casa familiar con la amenaza de ser expedientado y un pasado lleno de actuaciones brutales. Lo que se cuenta, por tanto, es la vuelta del hijo pródigo, su redención por amor, tras desencadenar una serie de conflictos que lo enfrentan no sólo con los miembros de su familia sino también con casi todos los estamentos sociales con los que se topa. Pero la novela es, ante todo, una historia sentimental, una tragedia amorosa con el trasfondo de un presente agitado por los atentados etarras, el tráfico de emigrantes y el blanqueo ilegal de dinero. Gran parte de la acción transcurre en un modesto burdel de carretera, donde trabaja Milena, la prostituta colombiana que enfrenta y transforma la existencia de los gemelos Fuentes.

Quizá sea en Caligrafía de los sueños (2011) donde la presencia de lo autobiográfico sea mayor que en ninguna otra de sus narraciones. Lo que se nos cuenta, en síntesis, son dos historias: el paso de la pubertad a la madurez, con la búsqueda de la identidad y el descubrimiento de la vocación de Ringo, trasunto del joven que fue el autor; y las cuitas sentimentales de Victoria Mir, Vicky, una mujer madura, sedienta de felicidad. Ambas narraciones aparecen entrelazadas no sólo por desarrollarse en un mismo espacio físico y porque la segunda proceda de la versión que el chico nos proporciona de los hechos, sino también porque la conducta de la señora Mir le muestra al joven Ringo el tipo de realidad que debe procurar eludir, tratando de no quedar engullido por ella: la del mero costumbrismo tragicómico. Así, regresa el autor a su mundo literario habitual y a sus temas predilectos, en la Barcelona de 1948, una ciudad gris y “ratonera”; contrapone apariencia y realidad, pues casi nada resulta ser lo que parece; muestra la precaria existencia y la solidaridad entre los derrotados por la guerra, junto con el despertar de la vocación y los impedimentos que surgen para llevarla a cabo y el descubrimiento de la orfandad por la ausencia frecuente del padre y el aprendizaje de la piedad, así como el despertar del deseo. Marsé baraja aquí a la perfección lo trágico y lo cómico, lo sublime y lo grotesco.

Y aunque ya ha anunciado que está trabajando en una nueva novela, provisionalmente titulada Una puta muy querida, la última publicada ha sido Noticias felices en aviones de papel (2015), con la que regresa al género de la novela corta y a varios de los mimbres que reconocerán sus lectores: el barrio de Gracia; una madre comprensiva y generosa (Ruth) y un hijo adolescente, silencioso y esquivo (Bruno); un padre ausente y cantamañas (Amador Cano Raciocinio); los niños con sus cabezas rapadas (los hermanos Rabinad); y una vecina mochales, la señora Pauli. En esta ocasión el tema es la memoria, “la abeja muerta que pica”. Los protagonistas adultos poseen un pasado que ha marcado su existencia, pues los padres de Bruno, en los años setenta, vivieron en Ibiza en una comuna hippie; mientras que la señora Pauli había nacido en Varsovia siete décadas atrás, aunque llevara desde 1942 en Barcelona, después de morir su familia en los campos de exterminio alemanes, y desaparecer su novio, un joven boxeador, durante la guerra. En 1941, con la ayuda de un oficial alemán que se enamora de ella, Hanna consigue llegar a Barcelona, para acabar convirtiéndose en corista del Paralelo.

            Como suele ser habitual en su obra, Marsé se nutre del pasado, aunque en esta ocasión sea a través de los ecos de la pesadilla nacionalsocialista, de la persecución de los judíos. Sin embargo, la historia no es lo que al principio del relato pudiera parecer, pues el autor baraja varias tramas que transcurren en tiempos y espacios diferentes: Varsovia durante la Segunda Guerra Mundial, la Barcelona de su infancia y la de 1989, todas ellas trenzadas con maestría. Se trata, en suma, de un relato sobre el acceso a la madurez de un joven que va conociendo la amistad, el sufrimiento y el peso de la historia, junto con la solidaridad y la compasión. Tras haber padecido el egoísmo y la degradación del padre, ahora reconvertido en “vendedor de imposturas y patrañas”, el joven Bruno primero lo rechaza, para acabar estimándolo después. Como también aprende a distinguir lo que tienen de auténticos recuerdos los delirios de la señora Pauli. Si esta nunca pudo olvidarse del balcón de su casa en el gueto de Varsovia, tampoco Marsé consigue alejarse de aquellos niños pobres sin escuela de su infancia que fumaban y soñaban en la calle.

            Dentro del conjunto de su obra, la crítica ha destacado la adecuación de su estilo al mundo narrado; su innegable habilidad, sobre todo a partir de ese gran equívoco que es Últimas tardes con Teresa, para dar con un tono capaz de mostrar a la perfección los conflictos que se generan en Barcelona durante los primeros años de la postguerra. En un país en el que se optó por olvidar el franquismo, Marsé se ha nutrido precisamente de esos materiales de derribo que han ido alimentado su memoria, desechos de una sociedad que se creyó impoluta pero que resultó esconder la basura bajo la alfombra. Por consiguiente, sus historias, una combinación feliz de imaginación y memoria a partes iguales, infalibles hechizando al lector, constituyen la mejor manera de combatir “la olla podrida del olvido”, para decirlo con una frase de Un día volveré. En su caso, la novela no pretende ser un arte de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido. De ahí que sus personajes y su mundo sean los propios de la durísima postguerra española, con los barrios de su infancia, la niñas bien de la burguesía, el proletariado, la oposición clandestina... Los vencidos, en suma. Un espacio fijado en el tiempo por esa ficción que es siempre la memoria.

Marsé se vale de dos registros lingüísticos diferentes: el más literario (e incluso lírico, en ocasiones) del narrador, y otro más suelto y espontáneo, propio del diálogo. La divergencia entre ellos, la natural y frecuente transición entre uno y otro, no entra en conflicto. Antes bien, hace que la historia fluya con absoluta normalidad. El narrador aporta entidad y sentido al marco en el que se desenvuelve la acción, así como a los diversos elementos que aparecen en el espacio. De hecho, lo presenta muy someramente, junto con los personajes. En los diálogos, en cambio, utiliza Marsé una lengua literaria basada en el habla cotidiana: pone en boca de sus criaturas un idioma mestizo, un castellano diglósico, plagado de catalanismos, variante esta que puede oírse todavía hoy en Barcelona, en barrios cuya convivencia entre burgueses catalanes y emigrantes era frecuente.

            Una parte importante del oxígeno de sus mejores páginas suele proceder del humor que acostumbra a enriquecer con ironía y sarcasmo. Quizá por ello, aquel que prefiere Marsé provenga de cierta dosis de mala leche, de la sana indignación que produce lo injusto o arbitrario. El humor constituye, en definitiva, la mejor “estrategia para hacer más soportable la verdad”, “la expresión más noble de la verdad”[11]. Su más acusada veta es la tragicómica, la cual tal vez alcance su cumbre mayor en el cuento “Teniente Bravo”. Pero también el humor puede ser en ocasiones una defensa, y de este modo lo utiliza David en Rabos de lagartija en relación con el inspector Galván, el enamorado complaciente.

            Así las cosas, parece que Marsé se haya pasado la vida soportando con cachazuda paciencia algún que otro sambenito, o bien intentando aclarar este o aquel malentendido. Primero, Carlos Barral y cía. se empeñaron en que fuera la quintaesencia del escritor obrero, aunque él nunca estuviera por una labor que quizá le iba a proporcionar réditos a corto plazo pero que, a la larga, lo hubiera condenado sin duda al olvido, como a tantos otros que se apuntaron a aquella ocasional estética. Marsé sólo aspiraba a ser un contador de aventis; un narrador intuitivo capaz de conmover y entretener a los lectores con unas historias que en el fondo, enmascaradas en mayor o menor medida, él mismo había vivido.            Que la vida no es como la esperábamos ya lo mostró Chejov con absoluta lucidez, y nos lo recordó Gil de Biedma. Años después, Elías Canetti nos mostraría lo poco que suele quedar de cuanto soñamos, aunque pese lo suyo... De hecho, estas son también las lecciones de Marsé, pues los sueños juveniles se corrompen con la madurez. En definitiva, junto a unas cuantas narraciones memorables, Marsé nos ha dejado otros tantos personajes inolvidables, como esa dorada Teresa que va y viene sin cesar; o el iluso arribista Manolo Reyes, el Pijoaparte; o tal vez ese “luchador que ha dejado de luchar” que es Jan Julivert Mon; o Java, el niño Sarnita y Aurora/Ramona; o incluso la prima Montse, Susana, la pelirroja Rosa y la señora Mir, Vicky, o aquel otro personaje bajito, moreno, de pelo rizado, que siempre andaba enredando entre las chicas... Todo ese mundo de memoria e imaginación desatada lo ha levantado un individuo que se retrata a sí mismo como “bajo, poco hablador, taciturno y burlón”, un escritor que en un país en el que cada vez hay más gente con deseos de formar parte del rebaño, ha sido capaz de mantener su voz propia, discordante, ajena a las componendas y parabienes del poder, ya sea este local, autonómico  o nacional. Y así esperamos que continúe mientras nos llega esa nueva novela cuyo título definitivo no será probablemente Una puta muy querida, pues también se lo cambiará poco antes de que entre en imprenta. FERNANDO VALLS

           

             



[1]. Vid. Josep Maria Cuenca, Mientras llega la felicidad. Una biografía de Juan Marsé, Anagrama, Barcelona, 2015.

[2]Vid., por ejemplo, en Ronda del Guinardo, el pasaje en que Rosita recuerda a su violador, inspirado en las líneas finales de La Regenta, en donde se habla de “su boca sin dientes, que olía a habas crudas y era resbalosa y blanda como un sapo”.

[3]. Cf. El Pijoaparte y otras historias, Bruguera, Barcelona, 1981, p. 49. En este volumen de imprescindible consulta, muy poco utilizado por la crítica, respondiendo a las preguntas de Lolo Rico Oliver, el autor comenta, una a una, todas sus obras.

[4]. Encerrados con un solo juguete, Lumen, Barcelona, 1999, p. 206.

[5]. Vid. El Pijoaparte y otras historias, p. 114.

[6]. Al menos eso se deduce de la encuesta de la revista Quimera, núms. 214-215, abril del 2002, dedicado a “La novela española del siglo XX”.

[7]. Puede verse mi artículo “Teoría y práctica de la aventi en Juan Marsé”, Ínsula, núm. 755, noviembre del 2009, pp. 23-27.

[8]. En una encuesta publicada por la revista Quimera, núms. 242 y 243, abril del 2004, en un monográfico dedicado al cuento español del siglo XX era recordado, junto a “Cabeza rapada”, de Jesús Fernández Santos, como los mejores relatos de la centuria pasada. 

[9]. Cf. “`Teniente bravo´. Juan Marsé”, Quimera, ibid., pp. 68 y 69. 

[10]. El autor, como es habitual en él, juega aquí con la similitud de los nombres de los personajes con los suyos propios. No sólo vuelve a utilizar el Marés/Marsé sino que también se dice que la madre de Mingo se llama Berta Roca. Lo que nos hace recordar que las dos madres de Marsé, la biológica y la adoptiva, se llamaban, respectivamente, Rosa Roca y Berta Carbó.  

[11]. Vid. Juan Cruz, “Juan Marsé. El escritor descalzo”, Gentleman, núm. 2, noviembre del 2003, p. 55. 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Valls

Venus del espejo

5 de mayo de 2017 12:34:18 CEST

La veo tan moderna, tan poco preocupada

por lo que las generaciones

futuras digan de ella,

que no puedo evitar pensar en sus iguales

de hoy y de cualquier tiempo.

Pienso en cuántas posaron para cuántos mediocres,

cuántas fueron amantes del artista de turno,

cuántas quisieron serlo,

cuántas soñaron con la inmortalidad

de su cuerpo y su gesto,

nunca la de su nombre.

Tampoco hacía falta tanto:

una figura deseable,

un pudor que podía ser vencido

y alguna tonelada de vanidad hambrienta.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Bautista

Árbol

5 de mayo de 2017 12:29:01 CEST

Ese árbol pequeño

no busca amparo

en ninguna mirada humana.

Cada día se recibe a sí mismo

hasta alcanzar sin memoria

su honda plenitud,

y así repartir su gracia

sin escuchar otra respuesta

que el vuelo quieto

de su propia respiración.

Ese árbol eres tú,

solitario canto enamorado,

en medio de un paisaje

que mudo también te responde

hasta amanecer

en todo lo que no sabes

pero que ya te inunda con su luz.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Niña en la orilla

5 de mayo de 2017 08:43:00 CEST

 

Tu mejor baza: hallarte en la frontera,

con un pie a cada lado. Como quien

salta para esquivar la raya tenue

de espuma en que terminan de morir

las olas, o se rinde a su caricia

y con los pies mojados se estremece

al experimentar la sensación

de hallarse en otro medio, de ser otro,

de haberse convertido en uno más

de los que chapotean sin reparos

a pocos metros de la orilla, dueños

de un mundo más ruidoso y arriesgado

(y que no es, todavía, el universo

de sólidas rutinas que gobiernan

a su manera los adultos). Juegas

en una de esas charcas como espejos

que hace el mar en la orilla. Retrocedes

al tiempo sin edad en que estrenabas

el tacto de la arena, el estallido

del agua bajo tus andares torpes,

el frescor como un don de la intemperie.

Puedes hacerlo todavía sin

acusar la impostura del adulto

cuando juega a ser niño, sin fingirte

otra distinta a la que eres: una

sombra líquida más entre las muchas

siluetas inasibles que el sol último

recorta contra la textura densa

de la arena mojada. Todavía

puedes tumbarte impunemente sobre

la lámina encendida y agitar

los brazos para provocar, de nuevo,

una lluvia de esquirlas luminosas,

como si el cielo fuera a deshacerse

sobre ti, sobre quienes te rodean,

bañándonos de luz agradecida.

Todavía te sabes animal

de la orilla, pez tibio, azogue vivo,

manojo de algas, nácar encendido,

rumor de caracola, comezón

de criatura traslúcida que busca

confundirse en la trama movediza

del fondo. Barro de la orilla eres,

arcilla modelada por el mar,

tocada por el sol que da la vida.

Y juegas como entonces, como siempre,

Sin dar el paso que te lleve fuera

del círculo privilegiado, en pos

de esas otras siluetas que destellan,

agua por la cintura, más allá

de donde rompe el oleaje, al filo

del mar inabarcable. Te levantas.

Te comparas con ellos. Eres casi

tan alta como alguno de ellos. Brilla

tu pelo al sol y tu cintura alcanza

el raso igualador del horizonte.

Y te unirías al tropel, de no

quedar en ti, por poco tiempo, un resto

de esa perplejidad con que los niños

miran a los que apenas han dejado

de serlo y ya campan al margen, fuera

de aquella protección interesada

que les brindaban los adultos. Tú

todavía te sientes protegida

por la mirada atenta del adulto,

a salvo de cualquier temor que no

responda a sus temores prefijados.

Tomas de nuevo posesión del charco

y tus manos deshacen el espejo

en el que empiezas a entreverte otra.

Y dura demasiado ese temblor,

Como si ya las aguas no supieran

devolverte la imagen de quien fuiste,

de quien ya pronto dejarás de ser.

Escrito en Lecturas Turia por José Manuel Benítez Ariza

Hace cuatro años publicó un punto de inflexión llamado La ridícula idea de no volver a verte (2013). Con aquel libro fundó una etapa que es en la que se encuentra. Decía allí que sólo siendo absolutamente libre se puede bailar bien, hacer bien el amor y escribir bien, “actividades todas ellas importantísimas”. De seguido cuestionaba si lo estaba siendo en ese momento y respondía que no. Le siguieron El peso del corazón (2015) y, ahora, La carne (2016).

Saluda y bebe un trago de agua. “Totalmente libre puede que no llegue a ser”. Parece nerviosa pero es imposible: para ella hacer entrevistas debe de ser como para Penélope hacer jerséis. Verbalmente es capaz de lanzar el córner y rematar de cabeza. Sabe qué quiere decir y cómo, no hace falta que nadie le dé pie. Y sabe, sobre todo, que la libertad es un don que no se halla entre las cosas sino muy por encima; en eso se parece a la claridad. Dice que está más a gusto que nunca, y vuelve a beber.

-¿Por qué es tan difícil la libertad?

-Porque nos borra. Decía Julio Ramón Ribeyro que una novela madura exige la muerte del autor, no literalmente, claro. Habla de la muerte del yo, de su desaparición. Debes dejarte atravesar libre y totalmente por la novela.

- Lo importante no es controlar la vida sino dejar fluir el arte.

- Mientras lo estás practicando, sí.

- Usted convierte la expresión de manchar folios, tan material, en una ascesis.

 

“Escribir es un camino zen”

 

- Puede parecer exagerado, no lo es. Diría que escribir es un camino zen. Últimamente me he liberado hasta de las expectativas de escribir una buena novela. Ello forma parte del camino de la libertad –del irse borrando-.

- ¿Usted cree que sus lectores entienden esto?

- No tienen por qué. Su punto de vista no es el mío.

- Si se borra y desaparece, será para aparecer de otro modo. ¿Hablamos de consciencia e inconsciencia?

- Totalmente: la libertad tiene que ver con dejar circular el inconsciente. Las novelas nacen del mismo lugar que los sueños.

- Y usted se coarta.

- Todo el rato. Desde pequeña, mi visión del mundo ha estado marcada por una parte muy racional [subraya el adverbio, y traza una línea horizontal imaginaria con la mano]. Por otra parte, he sido una loca. Lo que la gente entiende por realidad a mí me parece un empequeñecimiento de lo real. Lo mensurable limita y empobrece. La realidad incluye fantasía y delirio -el nazismo fue un delirio que cambió el siglo XX-. Para mí ha estado claro desde siempre.

¿Desde siempre? Su narrativa ha cambiado en cuatro décadas, no cabía ser de otro modo. Empezó a trabajar con 19 como periodista, nada más entrar en la facultad. Eran los años últimos del franquismo, donde “ibas a pedir trabajo y te decían que no contrataban mujeres. Podían hacerlo. No estaba prohibido. Para ser aceptada, manifesté un lado hiperracional. Discutía de tú a tú con los tíos”. Es decir, guardó la parte onírica, o, tal vez, sólo la dejaba entrever en su faceta más privada. Cuenta en La estúpida idea…: “Era difícil que te tomaran en serio siendo mujer; en consecuencia, había que parecerlo más bien poco. Había que mimetizarse (…) vivíamos y follábamos como hombrecitos (…) las fantasías eran vagarosas tontunillas de mujer. Por eso mis primeras novelas son todas realistas, y sólo pude comenzar a liberarme de esa represión o mutilación mental con mi quinto libro, Temblor, en 1990”. Contaba casi 40 años.

 

“En periodismo hablas de lo que sabes y, en ficción, de lo que no sabes que sabes”

 

- A desembarazarse de esa pulsión de realidad, ¿le asiste un alejamiento del periodismo?

- Al comienzo, no, ahora sí estoy harta de ser periodista. He aprendido y, sobre todo, conocido muchos mundos, no sólo geográficos. Ha sido un oficio estupendo pero un oficio, y no hay nadie que trabaje más de cuatro décadas en lo mismo sin cansarse. Pero para escribir bien novela no necesité alejarme de él. El periodismo escrito es un género literario, no el que se ejerce en radio y televisión, pero el nuestro es igual a cualquier otro, y capaz de la misma altura. En periodismo estás hablando de los árboles y en ficción intentas hablar del bosque. Son niveles distintos. En periodismo hablas de lo que sabes –te documentas, preguntas, entrevistas,…-, y, en ficción, de lo que no sabes que sabes.

- No sabe que sabe… pero acaba sabiendo. Ofrece referencias puntuales.

- En ficción, la documentación es súper peligrosa. Hay grandes novelas lastradas por un exceso de este tipo. Lo mismo que la consciencia, puede tumbar un proyecto. Sí cabe con mucho cuidado y en escenarios concretos. Historia del rey transparente (2005), ambientada en el siglo XII está muy documentada en apariencia, pero el proceso fue inverso: me dio por leer un par de años Historia Medieval, y no sólo Historia: Chrétien de Troyes, los Lais de María de Francia, cosas de ese tipo. Fruto de ello, se me ocurrió la novela. La documentación se hizo carne.

 

“Cada vez practico una literatura más mestiza”

 

-Me refería más a una documentación no implícita, a esas adendas que sitúa en varios libros. En El amor de mi vida cada uno de los 45 relatos va seguido de una bibliografía [en total, cientos de referencias]. En El peso del corazón recomienda “vivamente” al lector el documental Hasta la eternidad (2009), de Michael Madsen, sobre Onkalo. En otros volúmenes informa hasta de qué personas le aconsejaron qué títulos durante el proceso de escritura.

-Ah, bueno… esa información es complementaria y se debe a que me gustan los híbridos. Cada vez practico una literatura más mestiza. Somos hijos de nuestros padres y nuestras madres literarios, que, en nuestro caso, han roto las paredes del mundo. La novela de hoy intenta reflejar la realidad, y yo la veo mezclada de fantasía y divulgación. En el XIX escribían ¡con tantas limitaciones! Novelones maravillosos, pero propios del siglo XIX. Un escritor tenía tantas deudas convencionales contraídas que, si escribía en primera persona, se veía obligado a añadir: ‘He encontrado este manuscrito en la biblioteca de mi abuelo’. En caso contrario, el lector no lo entendía.

-Pasa en el Quijote: Cide Hamete Benengeli.

-El Quijote fue rompedor. Gracias a todos los ejemplos habidos desde entonces, podemos hacer lo que nos da la gana, es una maravilla. De la unión de lo fantástico y lo real sale la Realidad. Cervantes fue el primero en darse cuenta. Lo que él hizo repercutió en todos.

Hay, pues, una trabazón entre lo que dan unos y reciben otros, aunque los segundos no sean los destinatarios prioritarios de los primeros. Esta es una idea presente en su obra entera, en primer plano o de tapadillo. En el caso de Cervantes y los escritores contemporáneos, positiva. Si hablamos de energía nuclear [Onkalo es un cementerio finlandés de residuos], negativa. Leyendo a Montero da la sensación de que hasta el mal humor de un sidneyés al levantarse por la mañana repercutirá sobre la atmósfera nocturna de Madrid. Sensación compensada por la sonrisa de hoja perenne que profesa y que invita al aliento.

[“Lo que Fieldman venía a decir es que todo lo que hacemos repercute en los demás. Si cometemos actos malignos, malignizamos el mundo (…) Hay toda una serie de investigadores que sostienen que los seres vivos se influyen entre sí por medio de unos campos de fuerzas que reciben diversos nombres: campos biológicos, o posicionales, o morfogenéticos… por ejemplo, según Rupert Sheldrake, los seres vivos están interrelacionados por un campo mórfico que hace que los actos individuales de las criaturas repercutan, o resuenen, como él dice, en las demás criaturas de la misma especie”. Instrucciones para salvar el mundo, 2008]

Los autores están conectados, asimismo los géneros. Fruto de su afición por la mezcolanza, en 2011, Alexis Grohmann, de la universidad de Edimburgo, la incluyó en Literatura y Errabundia, libro centrado, además de en ella, en Javier Marías y Muñoz Molina. Le agrada la definición, escritora errabunda, “eso es ser libre también”, habla rauda como un tren pasando por un túnel. La carne incluye biografías, otra debilidad, sobre todo de escritores y artistas. Montero incluye fragmentos de vidas de malditos, “todos reales menos uno, no vamos a decir cuál”, y todos extraordinarios de increíbles. La protagonista, Soledad, se mira en ellos como ante un espejo. Culta y reconocida en su profesión, no pocas veces se ha sentido marginada, al borde del abismo, “un monstruo”, afirma, igual que Adam, el gigoló al que contrata para dar celos a un examante. Igual es cierto eso de Satoshi Kanazawa: los inteligentes hacen todo mejor excepto las cosas prácticas y terrenales tales como encontrar pareja, educar a un hijo y hacer amigos. El resto de energías Soledad las gasta en la exposición que le han encargado en la Biblioteca Nacional sobre los aludidos. En un momento, da cuenta de ella y explica: “Ser maldito es saber que tu discurso no puede tener eco porque no hay oídos que lleguen a entenderte. En esto se parece a la locura. Ser maldito es no coincidir con tu tiempo, con tu clase, con tu entorno, con tu lengua, con la cultura a la que se supone que perteneces. Ser maldito es desear ser como los demás pero no poder. Y querer que te quieran pero sólo producir miedo o quizá risa. Ser maldito es no soportar la vida y, sobre todo, no soportarte a ti mismo”. Se está definiendo a sí. Tiene sesenta años. Ha encontrado una vía de escape en el sexo, pero no ha conocido el amor y teme morir sin hacerlo. La novela dice sin decir que, además de saber desear, hay que saber querer. Entretanto, Soledad se aferra al sexo, que puede consolarte “o volverte loco, liberarte o humillarte. Ayudar a que una relación tóxica se cierre como una argolla, o a hacerte revivir. El sexo puede ser absolutamente todo”. Vuelve a servirse agua. La libertad es interior, pero termina contaminándolo todo, la vida entera, y, en los escritores, la obra; existe aquí y refracta allá. La de Rosa Montero tiene que ver, además, con cierta comprensión inalcanzable para la niña de doce años que cree ser. La madurez no se alcanza ganando edad, sino perdiendo miedos. La última es la novela que con menos ataduras ha escrito.

 

“La gente carga el amor de cosas que no son”

 

-La actriz Gwyneth Paltrow dice que el sexo es su mejor truco de belleza [a Montero se le escapa una risa]. ¿Lo ligamos demasiado a los sentimientos? La Paltrow, por ejemplo, no tiene pareja. Igual por salud, deberíamos unirlo menos [ahora reímos los dos].

-Me parece, en efecto, que el sexo sin amor cabe. Incido porque hay mucha gente incapaz de reconocerlo. También le digo que hacerlo no implica practicarlo todo el día. Se puede asumir dentro de una responsabilidad. Si no, te pasa como a Soledad. Lo que quiero decir es que el sexo está mitificado y, cuando mitificas algo, puede convertirse en germen de conflicto. Su presencia es importante, no desmesurada. Pero, allá cada cual, oiga, que tener pareja es complicado, todos lo sabemos. Lo que me apena es ver parejas que funcionan, e igual llevan quince años y, después de una infidelidad, tiran todo por la borda. No tiene objetivamente esa importancia. No la tiene. La gente carga el amor de cosas que no son.

-¿Está demasiado moralizado?

-Por completo. Lo hemos trascendentalizado. Existe el sexo por el puro placer, ¡y qué maravilla!

-Aunque unido al amor...

-… es más entretenido [ríe, malévola].

-¿Sólo entretenido? [río ahora yo]

-Más excitante. Mucho mejor.

-Y conduce a otra dimensión.

-Cómo no: cuando estás de subidón pasional-afectivo-fusional eres eterno. ¡Eterno!

-¿Nos puede enamorar el sexo? He leído que durante su práctica se liberan oxitocina y hormonas que generan lazos afectivos. Igual puedes empezar por el sexo y quedarte prendado.

-Es una propuesta interesante. No me cabe la menor duda de que el sexo es una vía de conocimiento de primer orden, al nivel de cualquier otra -una conversación profunda, por caso-. No a la primera, pero sí una forma rápida y efectiva de conocer una parte muy íntima del otro, y no hablo de la desnudez, sino de su manera de ser. Y, como es una forma de conocer al otro, claro que puede serlo de enamorarse. Igual que puede ocurrir en una de esas conversaciones durante las que algo hace clic. Pasa poco, pero pasa: estás hablando con alguien, un compañero de trabajo, al que durante tres años no prestaste atención y, un día, tomando una copa de la oficina, en una esquina os ponéis a hablar, y tras una hora de intimidad, le empiezas a conocer por primera vez. Pues, en el sexo, igual. Es una oportunidad.

-En La carne, igual que en otros trabajos, junto al erotismo está la muerte. Hablar de ella, ¿es un signo de vitalidad?

-[por primera, y única vez, la respuesta no es inmediata] No lo sé. Lo que sé es que hablar de ella debería ser lo más normal. A veces me preguntan por qué escribo sobre la muerte. ¡Pero cómo no voy a escribir sobre ella! Me dejan pasmada. “Tú no te mueres, ¿no?”. [incrédula]

 

“No alcanzaremos cierta serenidad sin haber llegado antes a un acuerdo con nuestra propia muerte y con la de los demás”

 

-La historia de la literatura no ha dejado de hacer otra cosa.

-¡Claro! [y aguza la voz:] ¡Toda la vida está hecha contra la muerte! ¡Toda! Todo lo que hacemos, día a día, va contra la muerte. ¡Cómo no vamos a pensar en ella! Para vivir tenemos que hacer algo con la muerte, asumir su presencia. Por eso escribí La ridícula idea…, que, en realidad, es un libro sobre la vida y sobre el modo de intentar vivir más plenos. No alcanzaremos cierta serenidad sin haber llegado antes a un acuerdo con nuestra propia muerte y con la de los demás. Por eso, aunque es un libro sobre la vida, habla de la muerte. Quizá [me corrige] la pregunta que me quería hacer es: ‘Si uno piensa a menudo en la muerte, ¿puede vivir bien, o vivir mejor?’. Son dos polos. La verdad, siempre he tenido una consciencia aguda del paso del tiempo. Me recuerdo con diez años diciéndome: “Mira, Rosita, qué tarde tan bonita. Disfrútala porque en seguida se hará de noche y estarás durmiendo. En seguida estarás por la mañana en el colegio… un rollo. Y, en seguida te habrás hecho adulta: otro rollo. Se habrán muerto tus padres y, en seguida pasará más, y morirás tú”. Que no es nada aterrador porque lo que digo es: “Mira, Rosita, qué tarde tan bonita. Disfrútala”. O sea, llegamos a su enunciado: cuando eres muy consciente de la muerte, eres muy consciente de estar vivo. Sí.

-Y esa reflexión temprana, ¿tiene que ver con los cuatro años de postración que sufrió de los cinco a los nueve?

-No. Conozco a personas que estuvieron enfermas en la cama cuatro años como yo, que son directores de banco y que carecen de toda noción sobre el asunto. Mi enfermedad y mis pensamientos proceden de un mismo origen, que es otro.

-¿Romanticismo? [reímos porque fue tuberculosis lo que la postró; la misma enfermedad que acabó con la madre de Marie Curie, de quien se ha ocupado literariamente]

-No. Las enfermedades tienen un factor sicosomático. El cuerpo dice cosas de ti. Es elocuente.

-¿Lo deja ahí?

-No estoy en un diván de analista.

 

Posiblemente como reacción a un momento de cambios profundos en el mundo, convivimos con un rearme de la edad entendida como algo positivo, y el cinismo entendido como algo protector. Se viene a la cabeza Contra la juventud, de Pablo D’Ors -aunque no contra los jóvenes, matizó-. A menudo confundimos juventud con adolescencia, aunque los dos periodos, es cierto, se comunican, a veces, luminosamente. “Es doloroso haber dejado atrás Venecia (…) Para nuestro castigo fuimos adolescentes”, dice Gimferrer en un poema de Arde el mar. Y: “Tiempo destruye a tiempo (…) Lejos anduve, lejos quedó todo”, en otro. La juventud como lugar de ideas y empuje, futura morada de nostalgias; la madurez es ir con el freno echado, desconocerse camino de la muerte, donde esperan la ceniza o los gusanos. Con el freno puedes controlar la dirección, difícilmente avanzar, y el mundo existe en tanto hay avance. El de Montero se produce hacia una escritura depurada y más profunda. Al escuchar los versos de Gimferrer, exclama, en voz baja: “¡Qué bonitos!...”, y explica que en la mayoría cumplir años delata poco más que una merma en la capacidad de seguir imaginando y jugando. “Una parte esencial de la vida es jugar. Como en el arte. ¿Se imagina a un artista viejo? Yo no”.

-“Lo que importa no es lo que se tiene, sino lo que se añora”.

-Lo dice Miguel, el matemático. Soledad envidia a Ana porque tiene juventud, vida por delante, un hijo y unos padres. ¿Qué más quiere?, da igual si le va mal en un momento. “Ser viejo era tener un pasado irremediable y carecer de tiempo para enmendarlo”. Lo importante es aprovechar la vida, tópico pero cierto.

 

“Escribes para aprender, y para poner luz sobre las cosas que te angustian”

-Pensamiento propio de La ridícula idea…, de El peso del corazón, de Lágrimas en la lluvia (2011)… Las conexiones también afectan a sus libros.

- Todos los escritores afrontamos continuamente las mismas obsesiones. Tú no escribes para enseñar nada, escribes para aprender, y para poner luz sobre las cosas que te angustian.

- Pero cada vez de un modo: La carne no podría haber sido escrito hace diez años.

- De ninguna manera. Desde La ridícula idea… me siento en plenitud. Tanto El peso del corazón como éste se escribieron desde otro lugar.

- El propio de la libertad.

- Sí, como de vuelo.

- …y de madurez.

- Madurez, dígalo sin miedo. La novela es un género de madurez, al contrario que la poesía. Ahora escribo mejor. La carne pienso que es mi mejor novela.

-Estoy de acuerdo. Sin embargo se alude a que a partir de cierto momento el lector se refugia en biografías, ensayos, diarios, memorias… y poesía.

-Eso pasa cuando caducamos, si se muere el niño que llevamos dentro. Dejar de consumir novela es un síntoma de envejecimiento… mala cosa. De la misma manera que las arterias se endurecen, se endurece la imaginación.

-De envejecimiento, que no de sabiduría.

-De envejecimiento, que no de sabiduría. Exacto. De envejecimiento. Puro y duro.

-O sea, usted es una niña que practica un género maduro.

-Podemos decirlo así. Supongo que una cosa es sentirse joven y otra serlo.

 

 

-¿Cómo incide la cultura en el envejecimiento? ¿Libera o es fuente de escepticismo?

-¿No habíamos quedado en que envejecer no es sinónimo de hacerse sabio? La sabiduría no viene de fábrica. Únicamente la adquieres si te la curras, y emprendes el camino correcto y no paras de esforzarte… dentro de una vida, por lo demás, que no es lineal, que tiene idas y venidas, agujeros. La vida es larga y consta de muchas vidas, no todas buenas.

-Usted afirma llegarse por la cuarta o la quinta.

-Y eso me alegra porque hay estudios, varios, que hablan de la forma en u de la felicidad. La gente es feliz de joven. Sigue una bajada y la parte más baja, la más negra, coincide con los cuarenta años.

-Tiene sentido.

-Sentido… ¿hasta qué punto?... porque la vejez es una edad heroica. La debes conquistar. Decía Bette Davis que envejecer no es para cobardes.

-En El peso del corazón Bruna Husky enuncia: “Hacerte mayor es irte convirtiendo en rehén de tu cuerpo. Tú creías que tu cuerpo eras tú”. Lo dice Bruna, pero lo dice usted porque ella es su alter ego. Si las neuronas son carne, y nosotros somos ellas, confirmaremos que sí resultamos ser nuestro cuerpo.

-A ver, no sabemos qué somos, seguimos preguntándonoslo, pero sobre todo somos carne… carne eléctrica.

En más de una ocasión ha confesado saber lo que es sentirse feúcha -“En esos papeles que tocan en la familia, a mi hermano le tocó ser guapo, valiente y vago”-. Igualmente admite que no le ha ido mal. Pero que sonríe porque no le gusta cómo luce seria en las fotos. Seria o no, de cerca parece como si la escritura, o el beber agua, o el cumplir años, le rejuvenecieran; y su simpatía es contagiosa como esas pandemias que combate la OMS. Y, claro, le gustan bien parecidos. “Por qué le gustarían tanto los guapos. Por qué tendría esa maldita debilidad, esa fijación”, leemos en La carne, cuyo narrador habla de Soledad como Montero de sí misma en La ridícula idea…: “Para mi vergüenza, me gustan los guapos. No es justo, no es racional, no casa con mis principios ni con mis ideas”. Todo está conectado, pero para qué preguntar las nexos con sus personajes si atribuir al narrador rasgos del autor es de primerizos, y, en todo caso, siempre hay concomitancias: el autor es normal que se filtre en lo que escribe, sean descripciones físicas o temperamentales. Para qué preguntar, si sabemos que para confeccionar a Soledad se fijó en una conocida. Y, sobre todo, cuando nos recuerda en La loca de la casa (2003) que toda biografía es ficcional y toda ficción autobiográfica, citando a Barthes en un post scriptum que termina: “Todo lo que cuento en este libro es cierto (…), responde a una verdad oficial documentalmente verificable. Me temo que no puedo asegurar lo mismo sobre aquello que roza mi propia vida”.

-Meterse como personaje de ficción, ¿no es vanidoso?

-Al contrario. Es un juego de los míos, entre la realidad y la fantasía. En La hija del caníbal (1997) ya mencioné a una Rosa Montero escritora, pero negra y guineana. Lo primero, es normal que Soledad hable conmigo porque conoce mis ensayos biográficos. Lo segundo, Soledad no dice que Montero sea importante, al revés: la pone a parir. De igual modo, sale Ana Santos Aramburu, directora de la Biblioteca Nacional.

-¿Es posible un amor muy intenso y no caer en el patetismo –o en la obsesión, o en la locura-?

-Ya lo creo. Puedes tener un amor muy intenso, y que sea conmovedor y sano. Cosa distinta es perder el juicio, como sucede en la pasión o el amor pasional. El amor pasional, decía san Agustín, es el deseo de sentirse enamorado. No vemos al otro, nos enamoramos del primero que pasa. Amas el amor [página 29 de La carne]. Y puedes desembocar en toxicidades.

 

“Quedarse en la fase del amor pasional, no alcanzar el real, es un poco tonto porque es un proceso centrífugo”

 

-Nuestro amor, el romántico, procede del siglo XIX.

-Eso de ‘Estoy enamoradísimo’ y ‘Es mi media naranja’, es un invento delirante que te pone en contacto con tu parte más oscura y herida. La gente hasta hace poco se casaba con quien le tocaba, o escogían los padres, o por simple conveniencia. El amor romántico masivo es un invento reciente. Suele estar ligado al sexo y el sexo es animal, o sea, evolutivo. Digo suele porque el amor, incluso el romántico, o sobre todo, puede darse sin sexo. Pero si andas más o menos equilibrado, vivirás un amor pasional eterno de tres meses, lleno de frenesí, y, luego, menos mal -si no, no podrías vivir-, mirarás cómo es de verdad la otra persona, valorarás si te gusta realmente y si cabe una relación. Irás haciendo cesiones y, con suerte, se convertirá en una relación de amor cotidiana y tangible.

-Sabiendo que el delirio es ilusorio, ¿por qué hay gente que vuelve a caer?

-Porque siente apetencia por el subidón químico. El yonqui sabe que toma droga, pero el paraíso en que le coloca es demasiado grande y él es demasiado incapaz de reaccionar. Quedarse en la fase del amor pasional, no alcanzar el real, es un poco tonto porque es un proceso centrífugo. Desgraciado aquel que no lo conozca, ya que es uno de los grandes sueños de la humanidad, pero más desgraciado el que sólo conozca ese.

-Lo débil, ¿es la carne o son las neuronas?

-Las neuronas son carne [nuevas risas]. Lo que llamamos consciencia, o yo, o alma, o espíritu, o identidad, es un chisporroteo de briznas de carne sometido a sopas bioquímicas y procesos degenerativos. Débil es todo.

-Atribuimos a las neuronas inteligencia, pero da la sensación de que en ocasiones no piensan: abocándonos a amores imposibles, personas fatales, relaciones tóxicas…

-Le recomiendo Incógnito (2013), de David Eagleman. Es uno de los ensayos más importantes que he leído. Eagleman, que es neurocientífico, dice que el yo consciente es como un polizonte en un trasatlántico, una imagen preciosa. O sea: damos importancia a un elemento minúsculo en nuestro sistema neurológico, que es el que nos hace ser como somos.

-Hasta en las personas más con los pies en el suelo.

-En todas. Nada que hacer. El yo consciente es mínimo.

-¿Están dando la razón a Freud los neurólogos?

-Freud hablaba del inconsciente y estos hablan de la carne. Esa es la diferencia.

-No pequeña, pero ambos coinciden en que nuestro comportamiento no viene motivado principalmente por eso que damos en llamar racionalidad.

-Eso sí. Porque es un polizonte. Debemos atender a la neurociencia, nos enseña a conocernos de un modo científico, sin presunciones. La prefiero a la sicología.

-Bruna fue a un sico-guía. ¿Usted ha ido al sicólogo?

-Tres veces, cada una durante un año, o año y pico.

-Y, ¿después de 2009?

-¿Después de la muerte de Pablo? Esa fue la última.

-¿Cuánto le duró el duelo?

-… Duró. Al cabo de un año pensé que me vendría bien ayuda porque deseaba superarlo y por mis medios veía que me iba a costar. A mí me fue bien, pero no hay que poner normas. Si dura, que dure. Estoy en contra de establecer decálogos. Hay que tomárselo con calma. Hombre, si notas que puede ser patológico, busca ayuda, que puedes recibirla sin que lo sea. Ir a sicólogos y terapeutas de cualquier tipo me parece interesante en muchos sentidos.

“Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí (…) La pena aguda es una enajenación. Te callas y te encierras”, dice de Curie. O de ella. O de usted, lector. Muchos acuden al sicólogo en sus libros y entrevistas.

-Llevan años detrás de una pastilla que borre los malos recuerdos. Usted se ha ocupado del tema, y mencionado que el Instituto Tecnológico de Massachusetts valora la implantación de recuerdos. ¿El dolor es malo? Lo característicamente humano, ¿no es sentir y, por tanto, ser feliz unas veces e infeliz otras?

-Estoy con usted. Por eso en Lágrimas en la lluvia hablo de un lugar en el que se borran los recuerdos, y Bruna y Yiannis se niegan a acudir. Pero conozco situaciones traumáticas. Hace veintipico años visité una fundación danesa que trataba a personas que habían sido torturadas -principalmente en Latinoamérica, pero no sólo-. Lo que intentaban allí era eliminar de algún modo recuerdos que impedían vivir. Si son dolorosos, no los magnifiquemos. Me repatea el dicho “el sufrimiento enseña”. Te enseña si no te mata. Y muchas veces mata. No nos engañemos: la persona va a sufrir de todos modos… así que cuanto menos, mejor.

 

“Hay desconsuelos que sería maravilloso erradicar”

 

-Usted ha manifestado alegrarse de haber pasado “crisis angustiosas” porque le han ayudado a “agrandar” su conocimiento del mundo.

-Esa es mi elección, y la de mis personajes, que escogen recordar a sus muertos. Pero no se la impondría a nadie: hay desconsuelos, ya digo, que sería maravilloso erradicar.

-Se anda tras el uso de la tecnología para superar las limitaciones biológicas. ¿El transhumanismo será un humanismo?

-Terminaremos siendo clones. Yo ya tengo cuatro tornillos en la espalda y una placa de titanio. Por no hablar de una lentilla intraocular y tres implantes dentales. No me da miedo. Es fascinante. Abre interrogantes, indudablemente. ¿Qué será humano y qué no cuando tengamos personas mayoritariamente parcheadas, injertadas, artificializadas. ¿Dónde está el yo?

-Sus novelas acaban bien o, cuando menos, abiertas a un camino de luz.

-La narrativa del siglo XX es de antihéroes. Yo misma creí estar escribiendo sobre perdedores. Hasta que una vez, en un acto público, me escuché que estaba trabajando en “una novela de supervivencia, como todas las mías” [Instrucciones para salvar el mundo]. Me quedé patidifusa.

 

“Creo en la capacidad increíble del ser humano para volver a ponerse en pie”

 

-Más que supervivencia, advierto esperanza. No happy endings, pero casi.

-Que el final sea esperanzador forma parte de mi visión profunda de la vida. No comparto que sea finales felices. Son finales abiertos.

-Abiertos y nada aciagos: Temblor, La hija del caníbal, Crónica del desamor (1979), Instrucciones para salvar el mundo, El peso del corazón,…

-Sin duda, el personaje termina mejor que como empieza. Salvo en Te trataré como una reina, que es novela negra y desesperanzada. Yo también creo ser una superviviente. Y creo en la capacidad increíble del ser humano para volver a ponerse en pie. Gracias a esa capacidad de adaptación nos hemos convertido en un virus para el planeta. ¡La especie tiene un éxito impresionante!

-Además de traslucir lecturas científicas y divulgativas, su escritura participa del relato, la memoria y la biografía. ¿Y poesía?

-Debo de ser el único español que no ha escrito un solo poema [ríe, maliciosa, a salvo de los pequeños naufragios en que mucho narrador neto incurrió al principio de su carrera]. ¡Ni en una servilleta de bar! Seguramente porque empecé a escribir prosa ¡a los cinco años!

-¿Tampoco la lee?

-Leo muy poca. Me quedo antes con la prosa poética que con la poesía: me gusta más Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke, que su Libro de horas.

-Sin embargo, antes ha citado a dos que la cultivaron -Chrétien de Troyes y María de Francia- y cuando habla de la importancia de la infancia cita recurrentemente a Wordsworth [“El niño es el padre del hombre”].

-Hombre, si quieres pensamientos redondos tienes que acudir a poetas.

 

“Ni pena ni miedo. Me siento representada por esas palabras de Raúl Zurita”

 

-Tiene tatuado un verso de Raúl Zurita [en la nuca, “Ni pena ni miedo”].

-Me siento representada en esas palabras.

-Le sigue.

-Conozco bastante de él. Hay cosas que me encantan y otras que no, ya que responden a una parte ensimismada y narcisista que no me interesa.

Ha sabido leer que la profunda pena del poeta comenzó tras el fallecimiento de su padre y de su abuelo, cuando tenía dos años. “Ni pena ni miedo” es un verso que Zurita mandó excavar en el desierto de Atacama. “Sólo puede verse desde el aire. Tiene 3.140 metros de longitud”, dice Montero, que se pregunta si los grandes poetas lo son justamente porque no pueden salir de ellos mismos. Ha escrito que Zurita “aletea de ansias de vida como un pájaro encerrado en una jaula demasiado pequeña”, diagnóstico similar al que rescata de Carmen Laforet en La estúpida idea…: “Eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño”. La mirada de Montero está tan viva que sus ojos simulan ser aves a punto de echar el vuelo camino de las nubes. En 1993, dejaron a Zurita escribir poemas en el cielo de Nueva York. Formó palabras con las estelas de cinco aviones. El humo era luz en mitad del firmamento azul que tan bien describió Juan Ramón en su Diario de un poeta recién casado. Y “el arte es una herida hecha de luz”, refiere Montero de Braque, otra vez, en La estúpida idea… “Mi dios es hambre”, puso Zurita. Hambre pasó también Curie: “En su familia no había ni un céntimo para pagar los estudios a la niña (…) En Varsovia, la familia pasó por enormes apuros económicos, hasta el punto de poner una especie de pensión en su casa y alquilar habitaciones a estudiantes (…) En su leyenda consta que, durante los cuatro años que estudió en La Sorbona, se alimentaba de pan, chocolate, huevos y fruta (…) y tenía que romper el hielo de la palangana para lavarse”.

-Con la de poetas malditos que hay, y no se ha fijado en ellos para la exposición de la Biblioteca Nacional [que endosa a Soledad en la novela]

-Hay una mención a Stéphane Mallarmé, pero, sí, faltan… [se queda pensando] ¿y no hay ningún poeta en la lista?

-No lo aseguro, pero, que recuerde, están Maupassant, Philip K. Dick, María Lejárraga, Pedro Luis de Gálvez, Anne Perry…

-… Ya, ya… pues lo lamento, podría haber hablado de Rimbaud, desde luego, un maldito-malditísimo, de cómo se pegaba tiros y acuchillaba con Verlaine, otro que tal.

-De los que habló en Pasiones. En las primeras páginas de La carne desliza la figura de Marga, la poeta y escultora que se descerrajó un tiro a los veinticuatro por amor a Juan Ramón. No sé si está en la nómina.

-Tendría que repasarla detenidamente. Es verdad que, a su modo, Marga fue maldita. Era una artista importante. En la novela la introduzco para preguntarme si el amor camufla el desequilibrio, o si es posible matarse por amor fuera del libreto operístico.

-Al comienzo hablamos de periodismo. Usted no ha sido una periodista-tipo, ha sido más colaboradora que redactora.

-El trabajo es el mismo, ¿qué más da?

- El suyo es más creativo.

- No necesariamente. Estuve unos años en nómina en El País.

- ¿Sentada todos los días en la redacción?

- Solamente me senté mientras fui redactora-jefa del dominical.

- Un año.

- Año y pico… La verdad es que siempre he ido por libre. Pero si haces reportajes tampoco andas todo el día en la redacción. Vas y vienes.

- La mayoría hace la noticia ramplona del día, eso usted no lo ha tocado.

- Sí lo he tocado. He hecho noticias cotidianas y pequeñas también, ¿eh?

- Sería en el Arriba, pero eso es tanto como remontarse a su época de prácticas.

- No deja de ser hacer el día a día. Y dos o tres piezas por jornada. Siendo colaboradora.

- Experiencia docente, ¿tiene?

- No me gusta dar clase. Lo hago cuando no tengo más remedio, o a cambio de algo. Acepté dar clases como profesora invitada en Estados Unidos para vivir en el país, y conocer la vida de sus universidades increíbles y sus campus maravillosos… era una experiencia vital que me interesaba. Sacrifiqué dos años y medio.

 

“Los medios de comunicación estamos instalados en el desastre, pero albergo esperanza”

 

-En La carne, Ana [joven periodista que ya salió en Crónica del desamor] está en el paro y debe doscientos treinta euros de luz. Tristemente es tópico hablar de lo dañado que está el oficio; lo que le pregunto es si ve reversión. Llevamos mucho así.

-Los medios de comunicación fuertes son fundamentales para una democracia; en algún momento el sistema tendrá que autorregularse. Seguimos en la travesía del desierto, pero no del periodismo en sí, sino del modelo de mercado. Los digitales no dan dinero. En España, como sabe, los medios han sido el segundo sector más afectado por la crisis después del ladrillo. Los medios se han quedado en el esqueleto. Tenemos a la tercera parte de redactores haciendo cuatro veces más trabajo. Para colmo, no hay correctores. En las actuales condiciones, aunque siendo un genio, es imposible hacer buen periodismo. Y, para rematar, los medios andan entrampados con los bancos, por lo que su pierden libertad, y no sólo eso: desesperados, apuestan por temas absurdos y sensacionalistas. Estamos instalados en el desastre. Pero albergo esperanza.

 

“Europa ha sido un andrajo toda la vida. Somos unos cobardes”

 

- La democracia está cuestionada en Europa…

- … y en todo el mundo.

- En los setenta, protagonizó la obra de teatro Contrapunto de Europa (en papel, en 1978) de Alfredo Castellón. De fondo, Vietnam y Estados Unidos. El texto arrancaba: “Europa era un andrajo / vestida de derrota / en su mitad inferior / y el centro”. ¿Volvemos al andrajo?

-Europa ha sido un andrajo toda la vida. Somos unos cobardes. Los medios hallarán salida… si el sistema democrático perdura [risa nerviosa]… porque vivimos la mayor crisis de legitimidad que ha habido. Hay que refundar el sistema porque fuera de la democracia lo que hay es llanto y crujir de dientes, y a eso vamos.

-A pesar de su carácter autocrático, ¿hay algo que agradecer a Putin?

-[por primera vez abandona la sonrisa] ¿Agradecer a Putin?

-Distintos sectores están poniendo en valor su actuación en el desastre sirio.

-La putinización me parece que uno de los mayores peligros a que estamos enfrentados.

-Fue de los pocos en ver la desestabilización que conllevarían las bautizadas primaveras árabes.

-La idea era buena, por desgracia no salió. Reina una complejidad difícil de analizar, que Putin y personajes como él contribuyen a enrarecer más. Las primaveras no salen porque hay jugadores que perderían peones en ese tablero del mundo.

-Europa ha estado inactiva, eso sí.

-Europa es un espanto. Su inactividad es su fracaso. Si la reacción a la crisis de refugiados es el Brexit, apaga y vámonos.

-Merkel ha dado un giro en su política de acogida.

-Merkel es el único líder europeo que ha arriesgado su credibilidad para ayudar. O sea, un respeto. Hay mucha manipulación. No sólo se pueden colar terroristas entre los refugiados. De España está partiendo gente para unirse al Isis. Hay que preguntarse por qué no representamos una opción atractiva y democrática.

Coge aire y bebe agua por última vez.

[“A veces pienso que todos los seres humanos estamos unidos por lazos intangibles, que la especie se toca y nuestras mentes se rozan, que formamos un todo capaz de moverse al unísono a través del éter, como un cardumen de peces en el mar del tiempo. Qué pena que, pese a esa profunda y delicada sintonía, no consigamos dejar de matarnos los unos a los otros”. El peso del corazón.]

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Insidias

12 de abril de 2017 12:08:02 CEST

Esta mañana me dedicaron una placa

Conmemorativa en la casa donde nací.

Después, fui al otorrinoetcétera.

Más tarde rotularon una calle con mi nombre.

A continuación me recibió el cardiólogo

quien comentó que debía cuidarme.

A la una visité un instituto

(Los niños recitaron perplejos

varios poemas míos).

Poco después me esperaba el dentista

y me habló sobre la higiene

y que una persona como yo

debía dar ejemplo.

Al terminar el almuerzo con las autoridades

Inauguramos un taller literario

-que preside mi nombre, por supuesto-

en el Hogar del Pensionista.

Acto seguido me fui al neurólogo

y luego al psiquiatra,

quien me recomendó que abandonara el escaparate.

Sobre las siete, al gimnasio,

donde me di un buen tute para estar en forma

cuando dos horas después me nombraran

hijo predilecto de la ciudad.

No ha sido posible. Al atardecer

He muerto y el sacerdote ha oficiado

una misa por el eterno descanso de mi alma.

Pero tampoco ha habido suerte

para mi alma, y ya estoy a la vez

en la muy fugaz gloria de la tierra

y en el furor más largo del infierno.

Baudelaire, Marlowe, Verlaine o Pavese

se preguntan quién será el desgraciado

que acaba de llegar y ya crepita,

como la castaña que es, a la brasa.

 

Son, naturalmente, insidias del sueño.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Hernández

El descuartizador

12 de abril de 2017 12:02:29 CEST

 

Teníamos un pacto,

algo  entre caballeros,

yo aprendía a reír y él me respetaba,

pero no cumplió

y empezó por llenarme la barriga,

siguió quitándome el pelo a mechón limpio,

lo de la miopía y el astigmatismo vinieron por decantación,

más tarde la acumulación de desastres,

el desempleo de larga duración

fuera el café y otras chucherías,

el mapa de las arterias a punto de reventar

ni huevos ni grasas,

y el sexo con profesionales y poco esfuerzo.

Me quedaba mucho por hacer,

eso sí,

contemplar atardeceres,

recordar libros,

el chismorreo, deporte muy completo,

la maledicencia,

la genuflexión,

todas esas cosas.

Me dijo,

no hay más,

apréndelo de una vez.

Y saben que hice

obedecí

y aquí estoy

vivito y coleando.                                           

Escrito en Lecturas Turia por Mario Hinojosa

La zurcidora

12 de abril de 2017 11:58:26 CEST

 

ante la fractura de cuatro hojas, John lleva en el reloj un trébol, en la otra, un andén

cualquiera con tres manos de frente sabe que no son lo mismo, y lo más sencillo es llegar tarde a parte alguna

cualquiera, bálsamo o belleza, ha dejado de saber y escucha al pez enredado en la locomotora  de la confusión.

 

ante el vaso roto que el ave del paraíso comparte con el gorrión, John ata con el pañuelo de su hermana un zapato al ánfora y lanza el otro al cable del telégrafo, cebo entre los tiburones de la ominosa omisión.

 

cualquiera sabe que hay cosas que es más fácil entender descalzo, como nadie sabe que un cordón sobre un pañuelo es el idioma a las puertas del mercado donde la mucha agua pasa bajo los puentes.

 

y no hay castigo ni perdón delante del día que se ha marchado dejándonos la cautela de todos sus dones

dejándonos una idea fija en el aire,

la rana nenúfar del fracaso y juventud de lo desconocido.

 

de eso no puedo estar segura, piensa Fanny, hoy un poco más tonta de lo habitual, creyendo que su dulzura puede zurcir un calcetín.

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Gonzalo Hidalgo Bayal: nos configura lo que leemos

12 de abril de 2017 11:53:17 CEST

Tiene los ojos sucios de lecturas y limpia la mirada. El bolígrafo es un esqueje en sus manos. Igual que las lecturas. Todavía no se ha puesto con la rutilante biografía completa de Kafka. Sin echarla un ojo –“A las librerías de Plasencia no ha llegado”-, se la pidió a los Reyes [la conversación tiene lugar a finales de diciembre]. Le basta conocer el segundo tomo de Reiner Stach, de 2002, traducido en 2003, como Los años de las decisiones, también por Carlos Fortea. “Hubiera preferido la obra en tres tomos, la verdad. Han tenido que partir el segundo libro”.

- ¿Qué le parece La transformación en lugar de La metamorfosis?

- Prefiero La metamorfosis. Me da igual si fue un error la primera traducción, cuya autoría ignoramos, aun atribuida a Borges. La metamorfosis tiene una dimensión poética inexistente en La transformación, que no sé si triunfará a largo plazo: para nosotros hay dos metamorfosis: la de Ovidio y la de Kafka.

Los temas de Kafka son, con variaciones, los mismos en ese relato que en sus novelas. Muchas veces se dice que el primer libro de un autor prefigura el resto de su obra, como si en él encontrase como por accidente una linterna kilométrica de la que ya no se va a separar. “En general disponemos de cuatro ideas y sobre ellas nos movemos, escribamos siete libros o catorce. Uno es lo que es. Da lo que da”. Gonzalo Hidalgo Bayal no es una excepción y en el primer título publicado, Certidumbre de invierno (1986) –antes había escrito la novela Mísera fue, señora, la osadía (1988)-, halla eco la raigambre de su pensamiento, con versos que son autopsias -“Vivir limita en un dolor estéril”- y que hallan rápida y lógica continuación en la novela El cerco oblicuo (1993) -“El quiosquero, siempre con un optimismo injustificado”-. Lucidez rayana en el humor de quien sabe, contra la máxima, que querer no es poder, y que el humor no tiene que ver con la jocosidad –en El espíritu áspero (2009) rebosa-. Aquellos libros ochenteros llegaron tras una juventud recogida parcialmente en Campo de amapolas blancas (2008). De su parte, la crítica –acaban de otorgarle el reivindicativo Tigre Juan por Nemo (2016)-, y un público no mayoritario pero esmerado y fiel. Campo de amapolas… es una historia basada en hechos reales no exenta de elaboración. Cuenta la historia de un amigo junto al que compartió lecturas de Leopardi, Sartre y Camus. De este último aprendieron a resumir el mundo en una frase: “Los hombres mueren sin haber sido felices”.

 

“Al cumplir años, la vida se degrada y te proporciona una perspectiva escéptica o indiferente”

 

- ¿Se puede ser existencialista después del existencialismo?

- Al modo poético, como experiencia personal y manera de entender el mundo, el existencialismo probablemente sea, no sé si decir, inmortal. Gran parte de la juventud tiende, o tendía, a interpretar la realidad de un modo romántico, doloroso y al mismo tiempo… [suspende la o]

-… ¿placentero?...

-Algo así. Porque engloba una especie de reafirmación basada en la conducta individual. Las cosas en mi época las veíamos literaturizadas o pasadas por el cine. Son los años, entre bachillerato y universidad, en que todo está por decidir. Son los años de las decisiones [vuelve a Kafka], cuando todo es a la vez negro y esperanzado. Al cumplir años, la vida se degrada y te proporciona una perspectiva escéptica o indiferente.

- Pero esos autores no tenían dieciocho años. Quiero decir: el absurdo de la vida no parece incompatible con un pensamiento maduro.

- No lo es, cierto, y mis escritos conservan ese componente. Yo hablaba de mi posición lectora, distinta de la de autor. Si uno lee a los diecisiete La náusea, El extranjero, incluso El existencialismo es un humanismo, se queda con aquello que le afecta intelectualmente. No creo que se sienta lo mismo a los 40. ¡Cómo nos habría gustado conocer a Cioran!, solamente sus títulos ya resultan conmovedores: invitan a la amargura, el pesimismo, la incertidumbre…

- Los del propio Kierkegaard. En esa colección de Orbis [señalo un lateral del despacho] figura El concepto de la angustia.

- Y Temor y temblor, otro buen título, ¿eh?… A Kierkegaard lo leí en Austral.

- A Kafka, ¿lo conocían?

- Sólo La metamorfosis, creo recordar. América y El proceso llegaron en la facultad.

 

“Faulkner me hizo pasar de los endecasílabos a la prosa”

 

Lo que recuerda sin dubitación es que Crimen y castigo cayó a los catorce y Mientras agonizo, a los dieciséis. Poco antes, con el amigo mencionado, se planteó una propuesta lectora de literatura española cuya idea era empezar por el Mío Cid, pasar al Libro de buen amor, La celestina, y así, que resultó heterodoxa. “Perdimos el norte y dimos en Mientras agonizo, en Aguilar [posteriormente la compró en Seix Barral, Anagrama y Cátedra] y fue un descubrimiento. Choqué contra una prosa especialmente intensa y poética. Mi vida cambió: dejé de escribir serventesios. Igual hubiera acabado en las novelas que he escrito, pero Faulkner me hizo pasar de los endecasílabos a la prosa”. El tercer gran deslumbramiento pertenece a Kafka: El castillo, entre El proceso y AméricaEl desaparecido-, según publicación de Max Brod. “Eso llevó a inferir a Benjamin una evolución inexistente, ya que América había sido escrita en primer lugar, y su primer capítulo, ‘El fogonero’, había salido como novelita corta”. A pesar del impacto, releería antes América. “No sé cuándo abordé El proceso, pero fue después de ver, en el 70, la película de Welles”.

- Dice en su prólogo a La metamorfosis –Akal- que el criterio estilístico de Kafka se hallaba próximo al expresionismo checo, con cuyos representantes [Gottfried Benn, Ernst Stadler, Georg Heym…] compartía visión distorsionada y lóbrega de la realidad. ¿Puede haber conexión, entonces, entre Sartre y Camus -o sea, el existencialismo- y los expresionistas? Igual es una línea que atraviesa el siglo.

- Efectivamente, el expresionismo de Kafka no tiene que ver con el de Valle. Kafka te puede afectar personalmente, Valle no. Probablemente sea así, y haya una línea marcada por el absurdo. Si en la época de Campo de amapolas no conocía a Kafka, mucho menos a los poetas expresionistas que fallecieron jóvenes en la Primera Guerra Mundial, tipo Georg Trakl, por quien Kafka sentía admiración. Nuestras lecturas estaban centradas en el periodo de Entreguerras. He leído con más provecho a los novecentistas –y Kafka estaría por edad entre ellos- y a quienes vinieron después de los años cuarenta que a nuestros autores del Cincuenta –a Cela y Delibes acudí lateralmente-.

 

“Dudo que la enseñanza pueda crear lectores literarios”

 

- Ahora los alumnos, ¿pueden con esa novelística? En El espíritu… se afirma que, en estos tiempos, “es discutible que se ejercite la inteligencia en la escuela”.

- Yo no los veo más inmaduros, ¿eh? Esa opinión, ¿corresponde al profesor o al narrador?

- Al narrador.

- El narrador no tiene por qué estar de acuerdo con el autor, aunque ciertamente está controlado por él. Es un tema controvertido. En mi época, dese cuenta, había dificultades de todo tipo: estudiaban Sexto de Bachillerato cincuenta o sesenta personas en el mismo radio comarcal en el que ahora pueden hacerlo dos mil. A los exámenes de ingreso se sumaban las limitaciones económicas y otras de tipo sociológico. Era una cosa de alpinistas. ‘El que llegue, llegue; y el que no, se apañe’. El conocimiento no estaba al alcance de todos, esa es la mayor diferencia respecto de hoy. La Formación Profesional era un recogedero. Hoy un alumno bueno, al acabar Segundo de Bachillerato, dispone de una preparación mejor que la que yo tuve en PREU. Otra cuestión es la competencia lectora. Es verdad que el estudio de Lengua y Literatura estaba mejor antes, en el antiguo BUP. Ahora están juntas las dos asignaturas y prevalece la sintaxis. Los últimos años, impartiendo clase en ESO, era imposible dedicar tiempo a lectura comprensiva; había que cumplir un programa. En tercer lugar tenemos la lectura literaria. Ésta no sé de qué depende. Dudo que la enseñanza pueda crear lectores literarios. El momento en que alguien se hace lector convulso solo depende de ese alguien. No se puede enseñar. Muchos leen empujados en el instituto y, cuando deben ser autónomos, se retiran. Yo lo comparo a la Primera Comunión: se preparan, la hacen y no vuelven a misa ni a comulgar ni a confesarse.

Aunque “se escribe mucho” y “no hay mucho sobre lo que escribir”, y a pesar de que la verdad “en estos tiempos modernos siempre es mediocre y prosaica”, no detecta en sí ningún malestar en la cultura y se lleva bien con el presente. “Es arriesgado pretender leer hacia fuera los libros”. No niega que comparte lo dicho en Nemo -que se escriba demasiado y la verdad sea barata-, pero, sobre todo, a Bayal le interesa ser leído hacia dentro: lo que se dice debe tener justificación interna. “En Nemo, puesto que el personaje decide guardar silencio, todo lo que se acumule en torno a la saturación de las palabras y la malversación de la lengua, tiene sentido. ¿Que luego se pueden sacar conclusiones hacia fuera? De acuerdo”.

- Lo que se diga, al servicio de la idea de la novela.

- Si es coherente dentro, me despreocupo de cómo se reciba fuera. Y eso de que no haya mucho que escribir igual es una frase más redonda que cierta.

 

“Si no hay nada que aportar, mejor callarse”

 

- Pero todos sentimos que sobran palabras, que hay palabrería.

- Eso sí. Ferlosio habló de las cajas vacías refiriéndose al espacio del periódico que hay que llenar de todas-todas, haya algo que decir o no. Se preguntaba: ‘Si un día sale con cuarenta páginas, ¿por qué no lo hace otro con ocho?’. Pues no: pase lo que pase, cuarenta.

- ¿Qué lee más: opinión o información?

- Cada día menos opinión. En casa, leemos en papel y en la red y nos cuesta encontrar una opinión enjundiosa. Hay gente escribiendo a diario, o una vez por semana, o cada quincena. ¿Cómo se puede tener algo de interés que decir con esas frecuencias? En mi blog me he propuesto varias veces publicar al menos doscientas palabras una vez por semana, pero me siento incapaz ¿De qué voy a hablar?: ¿de Susana Díaz?, ¿de FAES? Además, ya lo han dicho todo otros, a favor y en contra. Si no hay nada que aportar, mejor callarse.

- La semana pasada, Julio Llamazares reivindicó a Sartre en su columna, lamentando que Dylan no haya rechazado el Nobel…

- … lo leí. Lo que pasa es que once años más tarde reclamó el dinero a través de un intermediario, según supimos por las memorias de un miembro de la Academia.

-…vaya. El caso es que, entre unas cosas y otras, ha sido como apartado en beneficio de Camus; principalmente con eso de que apoyó el maoísmo a ciegas y sus críticos opinan que a sabiendas de las malaventuras de la Revolución Cultural. Arrabal, Bloom… siguen hablando bien de él, centrados en su obra, pero no cotiza al alza. ¿Usted se reconoce sartreano?

- La edad te cambia. He releído a autores del Cincuenta frecuentados a los veinte, y he salido diciendo [en voz baja]: “Qué cosa más malita y torpe, madre, cómo me pudo entusiasmar”; no hablo [recupera la voz] de Ferlosio, Benet o Aldecoa, naturalmente. ¡Y al revés!: hubo libros de realismo social que en la universidad no me agradaron y ahora sí. Si tuviera que volver a un libro de Sartre, escogería Las palabras, con sus dos capítulos: ‘Leer’ y ‘Escribir’. No me disgustaron Qué es la literatura ni las deliberaciones de El idiota de la familia, sobre Flaubert, al menos las del primer volumen, que es el que leí. El ser y la nada se me escapa y el teatro lo tengo olvidado. De Camus optaría por esa autobiografía moral e intelectual que es su novela póstuma: El primer hombre. La peste nunca me gustó por lo de antes: está escrita con voluntad alegórica y te obliga a leer hacia fuera. Lo mismo me acaba de ocurrir con Las tierras del ocaso, de Gracq. Me gusta cuando es descriptivo y sensorial; aquí hay que suponer que está hablando de los años cuarenta en Francia… no es autónomo.

- Si hay algo para afuera es la poesía. Alegorías, lenguaje –y/o pensamiento- más o menos críptico...

- La poesía se proyecta por encima de nosotros. No me opongo en absoluto. Y si me lo explican en una novela, digo: “Ah, pues bien”. No censuro que un libro vaya hacia fuera -de Nemo se pueden, y tal vez se deben, extraer conclusiones-, aspiro a justificarlo, antes que nada, hacia dentro. Por sí mismo. A que su valor no dependa de lo extrínseco.

- ¿Por qué abandona la poesía?

- No me surge. Para escribir más allá de las bromas parapoéticas de mi blog tendría que esforzarme, y me parece tramposo. Yo no tengo que esforzarme para avanzar en una novela.

- ¿La sigue leyendo?

- Cada vez menos. Releo a los poetas que conozco. Entrar en jóvenes me da pereza. Si es cierto lo que dijo Pla, que quien lee novela después de los cuarenta es tonto, yo soy tontísimo.

- “Los árboles desnudos son apenas / insinuación fugaz de la desidia”. “La luna vaga cómplice, culpable”. En Certidumbre… el mundo parece un trampantojo, ¿de qué?

- De quién: de mí. Pretendía una expresión unitaria y objetiva de la tristeza. Sin intervención de la primera persona. Surgió en el 84-85, y salió en el 86. En contra de la teoría según la cual la lírica es la expresión literaria del sentimiento; el ensayo, del pensamiento; y la novela, de la acción o del movimiento, mi objetivo era que el libro fuera triste sin que el poeta lo estuviera.

Gabriel y Galán no fue un poeta triste. Llama la atención el prólogo que escribió a propósito de él en 1991, logrando encajar a William Blake y Robert Walser. “Me comprometí con Ángel Campos: él haría El miajón de los castúos, de Chamizo, y yo de las Extremeñas; pero no cumplió lo pactado y me quedé solo en el empeño”. La Diputación de Badajoz, por medio de Ricardo Senabre, puso en marcha una colección destinada a publicar con cierta decencia a autores extremeños clásicos –Reyes Huerta…-. Las ediciones debían estar a cargo de gente no especialmente conectada y en ningún caso extremeñista. “Sigue habiendo extremeñistas… el otro día discutí con uno curiosamente a cuenta de Gabriel y Galán, sobre si era o no buen poeta. Tenía habilidades métricas y pare de contar. Yo también puedo escribir un soneto en diez minutos, de metro perfecto; otra cosa es la sustancia… No me importó hacer el prólogo, no es ofensivo y no digo que sea grande”. Manejó primeras ediciones “disparatadas”. Gabriel y Galán falleció a los 34 de apendicitis y legó una obra corta y sin fijar. “Los editores cometieron un desatino dialectal tras otro. Me libré de un nuevo prólogo, años después, a una obra completa que preparaban los nietos, que son extremeñistas, o, por lo menos uno, con el que negocié. No interesaba mi presencia. A mí tampoco me hacía mayor ilusión. Ni siquiera nos poníamos de acuerdo en el criterio de los títulos, algo parecido a lo de La transformación”. Bayal era partidario de mantener los canónicos -Religiosas, Campesinas, Extremeñas, Castellanas- y ellos de cambiarlos. “Buena gana. ¿Cómo salieron? Ni idea. Yo creo que los lectores de Gabriel y Galán no existen porque los muy fieles –en los pueblos pegados a Salamanca, Ahigal: Guijo, Granadilla…- se lo saben de memoria y no precisan leerlo; y los demás no meten en él ni un pie.

- Tampoco es mérito pequeño pasar a la oralidad.

-No lo es, pero, entre otros, ese es el motivo que le lleva a la extinción. Poca gente defiende a estas alturas el castúo, dialecto que también morirá.

 

“Venir de fuera propicia ver lo que los propios no ven”

 

- Ginsberg practicó la poesía oral y le ha servido, si bien no la desligó de la escrita.

- Las banderas de ese poeta pueden seguir más o menos en pie, el mundo del nuestro ha desaparecido. Los poemas dialectales tampoco van más allá de ocho o diez. Él era maestro en Piedrahíta, Ávila. En el fondo, un señorito que vino al campo [extremeño] tras casarse. Aquí se limitaba a ver a los mozos arando, segando, trillando. Ese mundo está sepultado. Mi madre tiene en la mesilla sus obras. No lee bien porque la letra es pequeña, pero le gusta porque se crió en un pueblo y ha vivido el tipo de cosas que cuenta. ¿Alguien lee a su amigo Pereda? Tampoco a otros del XIX, pero a Pereda… [abre los brazos]. Como mucho, podrá pervivir como poeta fundacional. En esta zona, dejemos las cosas claras, hay dos elementos fundacionales: uno, Gabriel y Galán. Dos, Buñuel. Pero como Las Hurdes, tierra sin pan es la intervención del diablo -por llevarlo a Blake-, cuenta con los odios y las fobias de los nativos. Su película viene a ser como Lo que el viento se llevó en Atlanta, pero al revés: aquí no logran encontrar un aspecto positivo. Así que nos movemos entre las Extremeñas y Las Hurdes. Nuestra Ilíada y nuestra Odisea.

- Los dos, oriundos.

- Venir de fuera propicia ver lo que los propios no ven. Con Gabriel y Galán no hay problema por complaciente, pero el año pasado Jesús Santos organizó un congresillo buñueliano en la alquería de Las Mestas [núcleo de Ladrillar, mancomunidad de Las Hurdes] y los hurdanos seguían echando espumarajos por la boca.

 

“Con Las Hurdes, tierra sin pan, lo que pretende Buñuel es mostrar una realidad tristísima”

 

- ¿Es el componente rural lo que les lleva a no cejar?

- … Dicen que Buñuel falseó la realidad, y efectivamente lo hizo, pero era su deber: una cosa es la verdad literaria -o cinematográfica- y otra la histórica. Por ejemplo: la película muestra un niño muriendo y ellos se quejan de que ese niño no murió. De que es falso y está guionizado. ¿Y? Lo que pretende es mostrar una realidad tristísima.

- ¡Qué cosas!: en un filme, cuando hay una boda, ni los personajes son novios, ni se están casando. Esa realidad mostrada, “tristísima”, es una mentira al servicio de la verdad, de la que es equivalente.

- Pero cuando la verdad duele, el pueblo se pone en contra.

- Todavía si fuera un elogio de la pobreza -como algunos nuevos neorruralistas están próximos a cometer- lo entendería. ¿No será llanamente que la recepción popular ha filtrado poca cultura y sus sostenedores no saben no ser susceptibles?

- Marañón escribió un diario curioso durante una visita a las Hurdes para preparar el viaje de Alfonso XIII. Pasa por un sitio, ve a gente famélica y, a continuación, se pega una comilona opípara. En el fondo, no oculta los problemas de inanición. Vio a un hombre, tan enfermo que parecía a punto de morir, matar a un cabrito, comérselo, y curarse. Su enfermedad no era otra que el hambre. Marañón cuenta en esencia lo mismo que Buñuel.

- A él no se enfrentan porque no lo han leído.

-De Marañón no opinan. Difícilmente sabrán quién es; que lean su diario es tarea imposible. Mi edición es en facsímil, no creo que esté distribuido.

- Eso que dice en el precioso volumen La princesa y la muerte (2001) de que los enemigos son más misericordiosos que los amos, ¿procede del agro?

- En la ciudad es posible con los asalariados, pero el origen y el sentido son campesinos, efectivamente. El amo persigue el mayor rendimiento del siervo, sin consideraciones. Hoy ya no lo sé, en estos tiempos convulsos, pero en la tradición los enemigos son iguales. Podemos verlo en la Ilíada. Saben que pertenecen al mismo rango y se respetan; y si muere el de enfrente, el de este lado permite unas exequias heroicas. Mi madre se crio en un pueblo –años treinta y cuarenta- y contaba las prácticas de los amos con los jornaleros. En la moda actual de lo rural, han convertido las migas, qué curioso, en plato turístico: las ofrecen de primero en los restaurantes. Pero, igual que el gazpacho, no era más que un plato de pobre para aprovechar el pan duro. Yo he oído contar a mi madre cómo los ricos mandaban a los criados al campo y les preparaban unas migas muy aceitosas para desayunar. Ingeridas, se expanden y ya no comes en todo el día. Era una táctica para explotar a los jornaleros. Se ahorraban la comida del mediodía o les daban una muy escasa y de bajo coste. Esa deferencia era un modo de crueldad. A los señores jamás se les ocurrió comer migas.

- Ahora que están, como atestigua, de moda la naturaleza y los pueblos, me ha gustado apreciar cierta vindicación de la ciudad en Paradoja del interventor (2006), si a tal cosa llega. Establece que hasta los pájaros se marchan a las ciudades. Puede ser la simple constatación de un hecho, pero acompañada de barrabasadas rurales tales como apedrear a perros que se están apareando; mientras las ciudades emergen como el único sitio donde hay mendigos. Sin descuidar que, en sintonía con Las Hurdes, en épocas pretéritas “se malvivía con una mala huerta y se padecían todas las enfermedades de la tierra”. No sé si hay mirada piadosa hacia el entorno rural. Doy por hecho que sí. Pero también la constatación de que el desarrollo está donde está.

- Recuerdo que a mi pueblo [Higuera de Albalat, Cáceres], acudía de vez en cuando un mendigo. Pasaba unos días en él e iba al siguiente pueblo. No pedía, se limitaba a dejar que los vecinos le socorrieran como bien pudiesen. Iba descalzo, un auténtico pordiosero. Lo comentabas en zonas cercanas y te decían: “Pero si también pasa por aquí”. Esas cosas desaparecieron. Antaño había una mendicidad ambulante rural. De la misma manera que hubo, y hay, una emigración del campo a la ciudad por cuestiones perfectamente comprensibles, también la hubo y la hay de los pájaros. ¿Dónde van a encontrar mejor comida?

- En mi ciudad las cigüeñas salen a comer a los basureros, pero en seguida vuelven. Les gusta la contaminación de la vida moderna. Pasean por el centro de las ciudades. Desde las alturas ven las pastelerías, los hospitales, las bibliotecas, las fuentes, los parques, los museos...

- Pues como las cigüeñas, los demás. Mi pueblo está en cien habitantes… ¿cómo van a ir mendigos? En Plasencia, todavía: tenemos una mendicidad comunitaria. Si salimos y vamos por la calle Sol, encontraremos en un sitio a una chica rumana y en otro a un señor de no sé dónde. Pero, ¿dónde?: en la calle Sol, donde hay aglomeración. En Madrid acostumbro a subir por la calle Torrecilla de Leal hacia Antón Martín para desayunar. Bien, pues más allá del bar Parrondo, al lado de una panadería, se pone una señora, siempre la misma, como si tuviera el sitio reservado, con un letrero muy bonito que dice: ‘Soy una mujer triste’. Tiene que estar en un punto de paso. En las novelas de Galdós eran las puertas de las iglesias, y se armaban unos tinglados parecidos a los que saca Buñuel en Viridiana -Buñuel es rompedor: se supone que, ante la caridad, el socorrido debe responder con agradecimiento. Él da la vuelta al sobreentendido igual que los hurdanos le dan la vuelta a él, pensando que les quiere denigrar cuando les muestra conviviendo con animales… cosa que he visto yo en los años sesenta y setenta: en la misma casa con el burro y el mulo-. Pues ahora la mendicidad se ha desligado de las puertas de las iglesias hacia Callao, Preciados, la FNAC, El Corte Inglés y calles concurridas como la de la Mujer Triste. Ella te dice buenos días cuando te acercas. A veces das y a veces no. Si das, no hay problema: le devuelves el saludo. Pero, si no, ¿contestas? Si contestas y no le das… no queda muy bien, pero si no contestas suena maleducado. ¿Qué haces? No se me escapa que su buenos días es su instrumento de trabajo. Es lo que sustituye al una limosnita por el amor de dios. Si en lugar de estar sentada al lado del recipiente, estuviera de pie a dos metros, no me saludaría. Su buenos días no es el que doy al portero por la mañana. Me crea un dilema, no sé cómo comportarme. Si no le voy a dar, acabo escogiendo la otra acera.

- Es un saludo utilitario, no hay urbanidad.

- Totalmente utilitario. Cuando hablaba de las funciones del lenguaje en clase, contaba que a veces la representativa, que es la neutra, contiene funciones interrogativas o expresivas o exhortativas. Esto es un poco lo mismo. Es un buenos días que de buenos días no tiene nada. Llaman la atención el cartel, bien escrito, igual confeccionado por otra persona, y ese acierto retórico: ‘Soy una mujer triste’. Qué distinto de otros -‘Soy español’, ‘Soy extremeño’…- que caen en la xenofobia mendicante, o aquellos que apelan a la conmoción: ‘Estoy en paro’, ‘Tengo tres hijos’… Yo le doy mi dinero a ella antes que a cualquier otro.

- Su interventor [Paradoja…], ¿podría pasar por mendigo?

- Se convierte casi en uno, va adquiriendo el ropaje… pero no lo era y no lo es. Una vez pasa por una churrería a punto de cerrar, casi de madrugada y no sé si paga algo o le invitan…

- … creo que le invitan…

- … pues luego le invitan una segunda vez, cuando vuelve y dice que solamente quiere oler. Y renuncia a pasar más: si le socorren dos veces y a la tercera le mandan a paseo, él será culpable de convertir un acto generoso en insolidario.

- También le invitan a café en la estación.

- Pero no adquiere perfil pordiosero, se busca la vida... A mí me interesaba ver cómo alguien se va degradando al no contar con recursos, pero también resaltar el rechazo por parte del entorno al personaje que se encuentra en esa situación.

- Luego entabla alguna amistad.

- Con otros llegados de fuera que se han acomodado, pero están en situación parecida: el barquillero, el trapero…

Lo acaba de decir: un principio narrativo suyo consiste en situar en una localidad a un foráneo con problemas de adaptación. Eso pasa en los pueblos, pero también en las ciudades, en diferentes grados y por diferentes motivos. En Mísera… –con alguien que va a la ciudad a investigar sobre el padre-, en Amad a la dama (2002) –con esa especie de indiano rico que llega al pueblo-, en El espíritu… -Gumersindo vive dentro de la ciudad pero al margen-, en Nemo –el entorno más pequeño todavía-. Él se percató de este eje en la presentación del Interventor. “Espero explorar cada vez mejor el territorio. Welles se quejaba de que los críticos censuraban siempre su última película en relación a las precedentes, que eran magníficas”. De acuerdo a las categorías de su admirado Ferlosio en Las semanas del jardín, escribe novelas-ajo. “Hay dos procesos narrativos: el ajo y la cebolla. La cebolla es investigar la verdad por capas y no llegar al fondo hasta el final; son novelas de averiguación -las detectivescas, pero no sólo-. El ajo es el procedimiento de aquellas en que todas las partes están a la misma distancia del centro. Eso, que él aplica como teoría narrativa, lo sería a todo lo que uno escribe. Puede que la segunda novela sea mejor que la primera, y la cuarta sea mejor que la segunda, o al revés. Lo interesante es que todas guarden equidistancia en torno a un centro”. Y el centro de Bayal debe de ser la no asimilación del que llega de fuera por parte del colectivo.

 

“El atractivo de las ruinas viene de ser lo que son y el destino de lo que han sido”

 

- Otro centro suyo es la belleza de las ruinas [“El estímulo elegíaco, fugaz y desolado de las ruinas” –Amad…-; “Preferí cavilar sobre las tristezas del crepúsculo, la seducción de las ruinas” –Nemo-].

- Las ruinas, tan frecuentes en Benet, ¿verdad? Su contemplación me resulta atractiva. Recuerdo un viaje a Grecia, hace mucho. Subimos a Micenas, el reino de Agamenón. Ver que no quedaba nada fue fascinante… El atractivo de las ruinas viene de ser lo que son y el destino de lo que han sido. Si yo voy en coche y veo un edificio flamante, lo desprecio, pero ante uno ruinoso paro, si puedo. El nuevo tiene, a lo sumo, porvenir de esperanza; el derruido emite señales aunque no las sepas descifrar. Pero, cualquier tipo de ruina, ¿eh?, no hace falta irse a Grecia. La caseta misma del guardagujas que sale en el Interventor. Me basé en una a la que dejaron de llegar trenes. Se quedó sin techo y al final sin paredes. Hoy no existe salvo en mi memoria.

-¿Se puede decir que el griego antiguo y el latín son lenguas muertas –que también le fascinan-?

- Desde el punto de vista lingüístico, sí. Pero conservan su vigor. Acudir a los primeros testimonios del castellano medieval es arqueología, lo que no pasa con el latín y el griego. Muchos textos se han perdido, pero los que conservamos mantienen vigente lo mejor de aquellas lenguas, de aquella cultura y de aquella literatura. ¡No puedo comprender tanta sutileza en Lucrecio!, ¡da gusto leerlo! ¿Y las cartas de Plinio?, y eso que no es un autor cimero. ¡Qué clarividentes!, ¡qué inteligentes! Y los frailes medievales… sólo anotan unas palabritas en el margen. Platón y Aristóteles no son ruinas.

- Ellos no. La lengua que usaron, detenida.

- Un amigo me dijo hace poco que después de muchos años leyendo a Kant, por fin había entendido la Crítica de la razón pura. Yo creo que por mucho que lea a Platón y a Aristóteles no llegaré a entenderlos de manera completa.

Tal vez las ruinas sean la más perfecta representación de la imperfección que atañe al hombre. Tal vez en ellas hay algo definitivo que no se puede ya romper. Y eso las acerca a la eternidad, ansiada y lejana, imposible. “La felicidad es imperfección”, dice en Amad… En cambio, en otro libro sostiene que decir precisión es tanto como decir belleza. De esa mezcla de contrarios surge la plenitud en la pócima de la belleza.

- Otro centro suyo es la geometría, presente prácticamente en todos los títulos: El desierto de Takla-Makán, El cerco…, Un artista del billar, Amad…, Nemo. Excepto en El cerco, el cálculo simétrico da idea de una configuración más o menos organizada del mundo.

- Yo creo que sí. Decía Henry Miller que llamamos confusión a un orden que no entendemos. Mis personajes son ordenados y yo, probablemente, dentro del desorden que pueda haber en mi biblioteca, también. En El cerco quise ejemplificar los desvaríos de la razón a base de combinaciones geométricas urbanas.

- ¿Qué lugar ocupa la imprecisión en la geometría? Recordemos el calor humano que hay en lo defectivo.

- Las imprecisiones del narrador son, más allá de lo que yo haya hecho, elementos de verosimilitud. La imprecisión es del narrador. Que la precisión sea bella, sin duda. Hoy admitiría que la imprecisión también lo puede ser. No es incómodo, cuando uno tiene que narrar desde un punto de vista que no es la primera persona, el dejar las cosas en suspenso. Hay cosas que no se saben o no se pueden decir porque sería narrativamente contraproducente. Es mejor ir sembrando imprecisiones capaces de ocultar otros silenciamientos, dejar piedrecitas blancas de Pulgarcito. El narrador omnisciente no tiene por qué saberlo todo, una vez me dijo un alumno: ‘Si el narrador es omnisciente, ¿por qué no lo cuenta todo?’.

- Uniendo la imperfección de las ruinas, la perfección de la geometría, las imprecisiones del narrador y la belleza de la precisión… llegamos sin duda a los jardines, donde también se mete usted. En Nemo vemos que si están cerrados son clausura.

- Los jardines son la negación del paraíso, o del paraíso privado.

- Si la idea es muy redonda, ¿ahoga la belleza?

- Los jardines son objetos de contemplación estética pero nadie vive en el jardín –o sea, en el paraíso-. Y el que vive lo tiene como oficio, no como un destino existencial.

- “Quien vive en el jardín es jardinero y el jardín es su oficio, no su paraíso. El jardín es una aspiración, no un destino: se desea entrar, pero es mejor verlo desde fuera, incluso a distancia, desde lejos, porque en el momento en que se accede al jardín su condición se desvanece. Los jardines son sólo fantasías visuales y crueles”. En Amad.

-Podríamos usar la sentencia de Campo de amapolas y El espíritu…: ‘Custos quoque captivus’ -El carcelero es también un prisionero-. Sería como vivir en el jardín.

-En Conversación dice que la cárcel “no es un lugar relacionado con el pecado, sino con el delito”.

- Y que el delito es un pecado social y el pecado un delito religioso. Y que puede haber pecados que no sean inmorales e inmoralidades que no sean delito.

 

“El estado de esperanza es más venturoso que el de consecución”

 

- ¿La belleza es un delito?

- La belleza puede ser un pecado.

- ¿Las flores detentan belleza o son esclavas de sí mismas?

- No me llaman la atención los paisajes suntuosos.

- Hablemos de lo comestible de las plantas, pues. “El pecado original no es comer la fruta prohibida, sino querer permanecer en el jardín sin convertirse en jardinero”.

- En el momento en el que se entra en el jardín, el jardín deja de ser aquello a lo que se aspiraba.

- Que está en Amad

- Claro, el estado de esperanza es más venturoso que el de consecución. Uno puede sacar unas oposiciones de instituto, y no disfrutarlas… En un porcentaje alto, los fracasos amorosos se producen por entrar en el jardín.

- Pero hay que conservar lo alcanzado.

- La vida es una tarea fatigosa. Todo lo que merece la pena es laborioso de mantener. Hay que darse cuenta de que ser jardinero no es tan malo.

- Antes mencionó la peripecia métrica de las formas poéticas cerradas. En Campo de amapolas…, H califica el soneto de “habilidad estéril” y, en su alegato contra la pintura, testifica que un bodegón “es un soneto”.

- Alguien dijo que no existe el soneto perfecto. Quizás una de las mejores aproximaciones en castellano es el ‘Amor constante más allá de la muerte’… pero sólo los tercetos [y recita a doble velocidad]: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido, / venas que humor a tanto fuego han dado, / médulas que han gloriosamente ardido, / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”. Es probable que en el soneto prevalezca la forma sobre la idea. Decía Fabio Morábito que un poema se escribe verso a verso: cuando escribes el primero no tienes el segundo, ignoras hacia dónde va la palabra. Puede que tenga razón: la forma narrativa consta de un recorrido y, en la poética, uno escribe un primer verso, el que dan los dioses, y no sabe si continuará. Eso me pasó en mi poema favorito de Certidumbre…, que consta de dos versos -un apunte que no halló desarrollo-: “Siembran los hombres con torpeza lenta / su ruda cicatriz sobre la nieve”. Pues cuando uno escribe un soneto, la idea de la prosa interfiere en la poesía. Es probable que prevalezca la habilidad sobre la idea, es muy difícil adecuar una estructura cerrada a una significación inicial amorfa. Entonces, tiene algo de bodegón.

 

“Me declaro juanramoniano y ferlosiano”

 

- ¿Le gusta Juan Ramón?

- Mucho.

- Tuve la impresión de lo contrario. Dice que lleva el intimismo melancólico a la saturación.

- Es que escribió muchos bodegones, ¿eh? Pero si mira lo que hay a su espalda, la balda de abajo entera es Juan Ramón. En la adolescencia hay gente que lee Romancero gitano y escribe a lo Lorca. Yo leí repetidamente a Juan Ramón, sobre todo al primero, y mis composiciones eran puro él, romances plañideros.

- ¿Al primero? El segundo lo pone al nivel de Valéry, Pessoa y Eliot.

- Pero a los quince sólo conocía al primero. Escribí una cosa titulada ‘Los chopos del Jerte’, imitación endeble y descarada, sin darme cuenta, de Arias tristes, Jardines lejanos y Pastorales. No lo citan entre mis influencias, pero, más tarde, el prosista Juan Ramón fue un maestro para mí. Hay dos libros perfectos: Platero…, de prosa lírica, subordinada, con muchas comas; y Españoles de tres mundos, intelectual y constreñido. Me declaro juanramoniano.

- Y Ferlosiano. “Por razón narrativa cabe entender cierta forma de predeterminación esencial y la decidida disposición personal que subyace en el proceso literario, desde la situación preverbal y silenciosa que ilumina el entendimiento del escritor y pone en marcha los mecanismos remotos de la narratividad hasta el comportamiento y los productores lingüísticos resultantes” -El desierto… -.

- El subtítulo de Camino de Jotán es ‘La razón narrativa de Ferlosio’. En ese libro [El desierto…] sólo hay dos cosas con entidad: ‘Elogio del Jeco’ y ‘El argumento y la felicidad’. Las demás son circunstanciales. Quería dar a entender que, escribiera lo que escribiera, Ferlosio es un narrador. Por mucho que elucubre abstrusamente, su exposición es fundamentalmente narrativa porque su razón es una función narrativa antes que intelectual.

- La razón, ¿es lo que te empuja a ser lo que eres por encima de que no quieras serlo?

- Diría que sí, en un escritor polifacético –capaz de poesía, teatro, novela, música y pintura- con la idea viene la forma: si es poesía o relato. Mayoritariamente disponemos de una sola razón, y limitada. La prueba de que se hagan antologías es que mucho de lo que hacemos sobra. La visión optimista es que conseguimos aciertos. La antología corresponde a la razón poética y el resto es la labor del que la lleva a cabo. Hay una predisposición en un sentido u otro que no tiene que ver con lo de ‘¿el poeta nace o se hace?’. La predisposición no tiene que ser innata. Si uno escribe novelas y deja de leer novelas, y pasa a leer poesía, acabará escribiendo poesía. Nos configura lo que leemos. Y viceversa.

- Hay un componente intelectual.

-Sí, porque si yo hubiera tenido unas posibilidades o circunstancias diferentes, lo mismo en lugar de escribir novelas, rodaba películas.

- Y une lo intelectual a lo surreal, normalmente separado. “Ya cuando niño aprendió que todas las combinaciones o vínculos de interés se producen siempre en un plano surreal, puramente intelectual”. El espíritu

- Tenemos un modo de comprender la realidad. Cada cual, el suyo. Y ese modo puede ser surreal. Uno está afectado por su comprensión, que puede ir contra los modos habituales de entender y hasta ser equivocados. Probablemente de una asimilación errónea, surgen las genialidades, las diferencias respecto a la comprensión común de los hechos.

Se dice en Nemo, y funciona hacia dentro y hacia fuera, que, si las palabras mienten, “es mejor no utilizarlas”. A la vista está que a veces la conversación es mejor que el silencio. Entonces la vida parece un jardín habitable.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Larvatus prodeo: variaciones Cercas

28 de marzo de 2017 07:29:00 CEST

La publicación del ensayo El punto ciego (2016) confirma a Javier Cercas como novelista autoconsciente, miembro nato de ese club de escritores que, desde Flaubert y Henry James hasta Mario Vargas Llosa o J. M. Coetzee, han acompañado su obra narrativa de una reflexión sobre los problemas y métodos de la escritura, sobre los mecanismos compositivos del texto, sobre la relación del mundo ficcional con el mundo empírico y, en fin, sobre los engranajes cognitivos que se activan en el lector cuando procesa un relato. Antes de este ensayo, cuya génesis es muy anterior a las lecciones de la cátedra Weidenfeld de Oxford donde desgranó el concepto, Cercas había dejado abundantes pruebas de su condición de escritor crítico.

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Escrito en Lecturas Turia por Domingo Ródenas de Moya

Alemania

9 de marzo de 2017 09:36:11 CET

De las mitologías que inventaron los hombres

para explicar el mundo, prefiero la germánica,

que es la más divertida —y terrible— de todas.

Pero, como el Marqués de Bradomín, detesto

a Wagner, que en sus óperas traicionó las raíces

sagradas de la Deutschtum, convirtiéndolas

en pasto para snobs e hipernacionalistas.

En todo lo demás soy germanófilo.

El Minnesang, Von Eschenbach, el Nibelungenlied,

Hans Sachs, el  Cherubinischer Wandersmann de Silesius,

Jacob y Wilhelm Grimm, el viejo Goethe, Hoffmann,

Von Kleist, Wiene, Murnau, Fritz Lang, Von Báky, Altdorfer, Grünewald, Friedrich..., son dioses de mi Walhalla

privado, talismanes que protegen mi paso

por este mundo, iconos a los que venerar.

Por eso me fastidia el antigermanismo

reinante, como si la cultura germánica

fuese la de la esvástica y la barbarie nazi

y no el fruto de siglos de fértil mestizaje

que dieron a luz gente como Kafka, Brahms, Heine

y tantos otros nombres que Hitler detestaba.

La verdad es que siento a Alemania muy dentro

de mí, como algo propio, familiar, entrañable.

No sé por qué será, pero es así.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

La traición

16 de febrero de 2017 09:11:26 CET


Cuando pronuncio la palabra silencio,

lo destruyo

Wislawa Szymborska

 

 

 

 

 

 

Lo que la Sospecha cree oír cuando nada se escucha

ni anda desnuda la Evidencia detrás de las puertas.

Lo que se calla el algodón, lo que la nieve se guarda.

 

Lo que la sordina pretende de la trompeta.

Lo que el silenciador exige a la pistola.

Lo que el dedo índice solicita de los labios.

 

Aquello que el mudo le dijo al sordo no lo debiste contar

si a estas horas pretendías todavía conservarlo.

 

El sigilo del que roba guantes con manoplas de lana,

del que tapa con resina los agujeros de las flautas.

El mutismo del que calla, la reserva del que otorga.

El silencio encendido de las casas vacías

y el eco sofocado de las cosas llenas.

 

Los secretos llevados de la alcoba a la tumba.

En carrozas funerarias. Con ruedas forradas de felpa.

 

Un crespón negro sobre la mordaza blanca.

Un minuto de ruido por el Silencio muerto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Jiménez Domínguez

Los hombres

16 de febrero de 2017 09:02:27 CET

Sin saber diferenciar entre sangre y barro viejo,

combustible, lágrima, eyaculación, mi boca se cierra 

y se cantea como el filo de un sepulcro.

En presencia de otros hombres 

mi lengua es firme, acepta no probar el resultado.

 

Ellos,

nacidos para el sexo y las corrientes, 

recrean el cielo con el semen del ombligo.

Mi cabeza revestida: anhelo, grieta,

patada.

 

Sin saber apretar tanto las manos, 

golpear tanto los allozos, resisto ante el impulso

de tocarles. Soy bosque y debería ser ejército

-sudor de monedas en la mano,

misiles apretando el cinturón-.

 

Como todo varón conozco mi cuerpo,

germino mis sábanas, aprendo rápido 

a controlar la maquinaria. Rodeado de hombres

afianzo el frío. Deseo

los cuerpos que se me parecen.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristian Alcaraz

     Un lejano día a finales de los sesenta, cuando estaba escribiendo con Angelino Fons el guión de Peppermint Frappé, Carlos Saura se encontró por la calle con Rafael Azcona y le pidió que le echara una mano para mejorar el texto. Los dos vivían en Madrid, eran  vecinos del barrio y se conocían desde hacía  una década. Uno y otro ya habían cosechado cierto prestigio, como director y  guionista respectivamente. Saura había triunfado en el Festival de Berlín con La Caza y Azcona  había escrito para Marco Ferrreri y Berlanga.

Cuarenta años después, en 2007,  Rafael Azcona, que estaba gravemente enfermo, contó para el número 85-86 de Turia dedicado a Carlos Saura que nunca se había sentido coguionista de esa película. Aquel encuentro, en el que Saura le pidió que leyera y diera retoques a ese guión, inauguró una colaboración profesional que se prolongaría durante más de veinte años. ¡Ay Carmela¡   fue el último trabajo juntos, aunque esa colaboración había quedado  suspendida un tiempo por  discrepancias sobre La prima Angélica.

  La primera pregunta vuelve a los orígenes de esa relación: ¿Qué aportó  realmente Azcona al  guión de Peppermint Frappé? “Elías Querejeta, como buen productor que era, pensó que el guión de Peppermint era mejorable –empieza reconociendo Saura- y se le ocurrió que interviniera Rafael.  Azcona dijo que el guión estaba muy bien y que sólo habría que eliminar algunas reiteraciones. Así lo hicimos”.

    Después de  esa primera aportación vino La madriguera, una idea de Geraldine Chaplin cuyo guión firman la propia Geraldine, Carlos Saura y Rafael Azcona. Habían pasado dos años desde el estreno de Peppermint Frappé. Lo que le decidió a Saura a pedirle a Rafael que escribiera ese guión fue su convicción de que era “el guionista ideal para trabajar en el tema.  Eso sí la única condición que puse -asegura Carlos Saura - era que no trabajáramos en un café público sino en casa. Rafael aceptó. En todo caso la aportación de Geraldine fue esencial”.

Ambos siguieron recorrido cinematográfico con  El jardín de las delicias y Ana y los Lobos. Entre la amistad y el oficio de escribir establecieron una relación que el propio Saura califica de peculiar.

    “Rafael exigía que antes de escribir una sola letra –explica el realizador- le contaras el argumento de la película, los personajes, los escenarios. Sólo entonces, si le parecía bien, aceptaba la colaboración. Todas las mañanas trabajábamos en casa,  y más tarde en el hotel de la estación de Chamartín que nos venía mejor a los dos porque yo entonces vivía en la Sierra. Rafael era ordenado y metódico. Escribía lo que habíamos hablado y a la mañana siguiente llegaba con varios folios muy bien escritos con las notas que había tomado, más sus aportaciones. Intercambiábamos opiniones, leíamos en voz alta los diálogos hasta dejar el texto más o menos definitivo”.

    ¿Aceptaba él de buen grado correcciones en caso de que hubiera diferencias de criterio?

    “Siempre me he reservado el derecho de escribir la última versión del guión poniendo o quitando aquello que no me parecía bien. Nuestra relación siempre fue cordial y amistosa, pero debo decir que Rafael era una persona más compleja de lo que parecía. No era dado a confidencias y mantenía un cierto misterio sobre su vida. Tenía sus manías, era misógino, nunca me invitó a su piso y guardaba celosamente a su mujer,  tenía amistades que yo no compartía. Creo que a veces sufría porque no se le reconociera su talento como escritor y guionista. En eso tenía razón”.

    La prima Angélica, su quinta y penúltima película juntos les llevó a la ruptura por una diferencia de criterios sobre el personaje de Angélica. Recupero ahora lo que el propio Saura contó  en la conversación que mantuvimos para el número de Turia al que ya nos hemos referido. “Después de haber terminado La prima Angélica me echó en cara que había construido el personaje de la chica como un ser maravilloso. Me harté, estábamos comiendo, y le grité: mira tú eres un idiota. Y ahí nos enfadamos. Le habían dado a la película el premio especial del jurado del Festival de Cannes. Quise celebrarlo con Rafael y entonces en esa comida que estábamos encantados resulta que nos peleamos”. 

    Al leerle ahora aquello que comentó entonces, el director añade: “ya digo que Azcona era a veces una persona complicada, a veces tierna, a veces violenta. Nuestra separación no fue sólo porque yo dibujara al personaje de Angélica como una chica sensible y delicada, cosa que le fastidiaba, sino por otras razones que incluían su rechazo a ciertas escenas de la película”.

    Le recuerdo que Azcona  nos contó  que  Carlos Saura era muy exigente y que cuando trabajaba en algún guión suyo “iba a su casa o quedábamos en la estación de Chamartín con horario, como las asistentas, aunque también recuerda de aquellas jornadas de trabajo los drymartinis que preparaba Geraldine”.

    “No sé cuándo dijo eso, pero es una graciosa frivolidad -comenta Carlos Saura- que no responde a la verdad, aparte de los drymartinis. Es cierto que prefiero trabajar en un lugar aislado, en casa o en cualquier lugar, pero no en el tumulto del café Gijón en donde Rafael solía hacerlo con Luis Berlanga. Yo no sé trabajar así.  El cine que yo hago requiere una cierta concentración y aislamiento.  Creo que esa es la única manera seria de hacer las cosas. Soy una persona solitaria, me gusta trabajar en casa, escuchar música, que siempre me acompaña, escribir, dibujar, hacer fotografías y compartir mi soledad con mi mujer y mis hijos”.

    Unos catorce años después de  aquella ruptura por La prima Angélica,  Saura y Azcona volvieron a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ El reencuentro llegó por sugerencia del productor Andrés Vicente Gómez.  

    “Fue Andrés quien me instó a que viera la obra de teatro ¡Ay, Carmela! de José Sanchis Sinisterra,  por si veía la posibilidad de hacer una adaptación al cine. Mientras seguía atentamente la representación, en medio de un público enfervorecido, vi con claridad que la obra de teatro tenía en potencia todo lo que necesitaba para hacer una película sobre la guerra de España. Desde el principio decidí que la historia se desarrollara  linealmente y que Rafael Azcona sería el colaborador perfecto para escribirla. Una de las cosas que más me atraía de la obra teatral era su tono de tragicomedia. Unos años antes yo hubiera sido incapaz  de ver la guerra civil con humor -como hicieron por ejemplo los italianos con la contienda europea - pero en ese momento era distinto, había pasado el tiempo suficiente para poder tener una perspectiva más amplia y no hay duda de que así se podían decir cosas que de otra manera resultaría mucho más difícil, por no decir imposible de contar”.

    Debió  de ser complicado volver a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ Pero sobre todo debió de suponer un gran esfuerzo poner nuevamente en marcha su colaboración.

    “El primer encuentro con Rafael no pudo ser más desafortunado –se lamenta Carlos Saura- le encontré  pesado, reiterativo y aburrido. Había cambiado mucho. Había perdido la alegría y el entusiasmo de antes. Ahora era dogmático y afirmaba cualquier cosa con una agresividad y una seguridad  molesta, quizás porque estaba a la defensiva. Era el momento de tomar una decisión. Le dije que  había sido un error llamarle y que era mejor  que nos fuéramos cada uno a nuestra casa. Él estaba de acuerdo. Una vez tomada la decisión me sinceré y le dije todo lo que pensaba sobre su injusta y estúpida postura cuando nos separamos en el restaurante "Jockey" después de La prima Angélica. Le conté lo mucho que me había dolido nuestra ruptura y que hasta ese momento le había considerado un amigo. ¡Yo no tengo amigos!- me replicó Rafael. Pues yo sí -le contesté-, pocos, pero buenos amigos y yo te consideraba uno de ellos. ¡No se puede ser amigo y colaborador! -puntualizó.  ¿Qué quieres de mí? - me preguntó entonces. Le dije que le consideraba  la persona ideal para escribir el guión de ¡Ay, Carmela!. A partir  de ese momento Rafael cambia radicalmente de actitud. Se vuelve otra persona. ¡No me lo puedo creer! Me sorprende su reacción. ¡Esperaba todo lo contrario, incluso estaba preparado para un rapto de violencia!  El caso es que en ese momento volvió a comenzar nuestra colaboración”.

    Le comento a Carlos Saura que quizá después de más de diez años la manera de trabajar de ambos habría cambiado y ello pudo alterar la manera de afrontar el  guión.

    “Con Rafael creamos nuevas situaciones –me responde - y personajes para dar más consistencia al relato. Otros caracteres a los que apenas se alude en la obra de teatro fueron desarrollados con amplitud y adquirieron rango de coprotagonistas. La linealidad de la historia nos permitió  en las poco más de  48 horas durante las  que transcurre la acción hablar de la guerra civil con sus crueldades y contradicciones. Me gustaba mucho que ¡Ay, Carmela! fuera, además, un musical”.

   Saura y Azcona: dos cineastas, un guionista y un director volviendo a trabajar codo con codo, uno al mando casi absoluto, el otro un ser difícil y genial. No debió ser fácil.

    “Mientras trabajábamos redescubrí al Rafael que ya conocía- afirma casi aliviado Carlos Saura- seguía siendo un personaje muy especial, tierno, agresivo, violento, iconoclasta. No fue fácil encajar con él. En nuestra larga y antigua colaboración habíamos tenido sus más y sus menos, aunque desde la actual perspectiva de los años pasados, veo que nuestras diferencias eran pequeñas y se debían más a nuestra terquedad que a otra cosa. En todo caso, en esta nueva etapa era para mí un estímulo y una diversión encontrarme con él todas las mañanas en el bar del hotel de la estación de Chamartín, que volvió a ser nuestro punto de reunión. Sin Rafael yo nunca hubiera podido hacer ¡Ay, Carmela!, que sigue siendo una de mis películas favoritas.       

     Sabemos, porque Carlos Saura nos lo contó en 2007, que  ¡Ay Carmela¡ no ganó el Premio a la mejor película europea en 1990 para disgusto de Bergman. El director sueco había participado en las deliberaciones pero no pudo defender, como hubiera querido, que se hiciera con el galardón. El consuelo fue que  Carmen Maura se llevó, por el papel protagonista, el de mejor actriz europea de aquel año. Luego el musical tragicómico de Faustino y Carmela, entre otros muchos premios, en la quinta edición de los Goya consiguió trece de los quince galardones a los que aspiraba. Entre esos premios Goya se llevó el de mejor guión adaptado que compartieron Saura y Azcona. ¿Cómo lo celebraron? Rafael no era muy aficionado a recoger premios y acudir a galas, ni a la vida social del cine.

   “Fue una gran satisfacción para todos –afirma rotundo Carlos Saura- Creo recordar que Rafael no estaba. Le guardé el Goya que más tarde le entregué”. 

     Le pregunto entonces si, aparte de no haber trabajado juntos durante más de una década mantuvieron la amistad, al menos alguna forma de  relación personal. Azcona volvió a trabajar con Berlanga, escribió en esos años para José Luis García Sánchez, José Luis Cuerda y Fernando Trueba. Y, entre tanto, Carlos Saura siguió su propio camino  escribiendo guiones y dirigiendo películas.

     “La ruptura con Rafael me sirvió para decidirme a escribir en solitario. Escribí -sigue recordando aquellos años- con mucho temor Cría cuervos, y como la cosa funcionó muy bien escribí después Elisa, vida mía; Mamá cumple 100 años,  Carmen, Tango, y algún otro guión. En esa época maduré como escritor y como guionista. 

     Carlos Saura asegura que no se les quedó en el tintero ninguno de  los proyectos que hubieran emprendido juntos y que cuando derivó hacia las películas musicales  “supuso un cambio drástico en mi camino abriéndome un mundo que siempre me había fascinado”. Saura no recuerda que Rafael Azcona apareciera jamás por ninguno de sus rodajes ni de películas con guión suyo. Una vez entregado el libreto nunca se permitió intervenir sobre la marcha de la película.

     Además de trabajar juntos ambos eran amigos, una amistad fuera del mundo del cine.

     “Nuestra relación comienza incluso  antes de mi primera película, Los golfos –rememora Saura- Rafael vivía entonces en un bajo minúsculo de la Avenida de Menéndez y Pelayo, dibujaba y escribía para La Codorniz. Yo creo que malvivía. Ya más adelante se hizo un nombre prestigioso como guionista y cambió de domicilio. A veces nos veíamos tanto en España como en Italia cuando él trabajaba con Ferreri. Ellos se llevaban muy bien. Y también nos veíamos en la época en la que escribía para  Luis Berlanga, por supuesto, y con otros directores. Como ya he dicho, consideraba a Rafael un amigo, un buen amigo, más allá del trabajo común”.

  Repasamos la trayectoria de Carlos Saura en relación a otros cineastas y artistas con los que ha escrito guiones  para  comparar la manera de hacer de unos y otros y entender la diferencia con Azcona. Además de escribir en solitario los guiones de algunas de sus películas, Saura  ha escrito junto a Angelino Fons, Fernando Fernán Gómez, Jean-Claude Carrière, Antonio Gades. Con Elías Querejeta también colaboró en el guión de 33 días proyecto que, a estas alturas y después de varios años intentándolo, y darle muchos quebraderos de cabeza, parece que no saldrá adelante.

     “La idea de 33 días era de Elías –afirma Saura- y fue él quien me llamó para que escribiéramos juntos el guión. Era un amigo y un magnifico productor que nunca se decidió a dirigir, aunque estaba tentado y preparado para ello.  También trabajé con Carrière, una persona maravillosa y un excelente escritor. Con Antonio Gades teníamos una gran complicidad y decidimos firmar juntos el guión y la coreografía en los proyectos que trabajamos juntos en  cine y en teatro, por una razón muy sencilla: consideraba injusto que  la coreografía  no cobrara entonces derechos de autor.  La realidad es que la coreografía le pertenece a Gades y el guión lo escribí yo.  Cada uno de ellos era diferente en su manera de trabajar, incluido Rafael”.

    Esta conversación  la hemos mantenido mientras Carlos Saura preparaba  las maletas para volar a Buenos Aires. En su casa de Collado Mediano hablamos hace años entre jaras, libros, películas, cámaras de fotos, storyboards, de muchos temas, incluido lo que hemos recordado de Azcona. Ahora parece resignado a que una vez más se frustre el rodaje de 33 días,  ese guión sobre el tiempo en el que Pablo Picasso estuvo  pintando el Guernica y para el que  Antonio Banderas debía interpretar al pintor malagueño. Ya camino del aeropuerto de Barajas me confirma que, por problemas de producción,  no saldrá adelante. Pero Carlos Saura tiene ímpetu y está lleno de proyectos. En Buenos Aires se ha pasado la primavera austral  en el Galpón de la Boca, unos estudios en los que ha estado rodando un musical sobre “chacareras, zambas y todo el folclore argentino que me ha gustado desde pequeño como el flamenco o el fado”. De nuevo en España tiene previsto rodar otro musical en la India. Ya nunca podrá trabajar con Rafael Azcona pero del guionista y amigo fallecido aprendió mucho del arte de escribir guiones: “durante años, Rafael Azcona fue mi compañero de viaje y colaborador. A  él le debo,  entre otras cosas, el rigor en la escritura de un guión. Aprendí mucho a su lado”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

Muerte y futuro de Gracq

27 de enero de 2017 12:29:16 CET

Ha muerto Gracq, me dijeron. Yo estaba en París, en el café Bonaparte, cuando supe que había muerto Gracq aquella misma mañana. En un primer momento, a pesar de la edad del escritor, 97 años, permanecí incrédulo ante la noticia. Yo acababa de llegar aquel mismo día a París y no podía creer que, a las pocas horas de volver a estar en aquella ciudad, se hubiera muerto Gracq, precisamente el escritor sobre el que en mi casa de Barcelona, poco antes de subirme al avión, acababa de escribir un texto de homenaje que había enviado al suplemento Babelia. Ahora tenía que pensar a Gracq de una forma ligeramente distinta. Lo imaginé inmortal. Recordé que, en A lo largo del camino[1],  Gracq decía que lo que llamamos inmortalidad no es a menudo sino una continuidad mínima de existencias en biblioteca, capaces de ser movilizadas de vez en cuando para avalar la moda o el carácter literario de la época.

 

La continuidad mínima de existencia de la obra de Gracq en bibliotecas está sobradamente asegurada y sería una sorpresa que sucediera lo contrario, pues ya en vida era un clásico. Perdurará su genial El mar de las Sirtes[2], pero perdurará también sin duda su obra ensayística, ya que contiene opiniones sobre la literatura francesa que no pasarán de moda; son comentarios muy penetrantes, de una agudeza singular, en los que para los autores comentados tiene críticas, movimientos que reprobar, pero también palabras de admiración que componen fragmentos que respiran una pasión por la literatura difícilmente igualable. Gracq comunicaba pasión por la lectura. Tiene precisamente comentarios muy perspicaces acerca del arte de la lectura y las diferentes variantes del mismo: “Es divertido pasar del Diario de Gide a los Cuadernos de Valéry: de un espíritu que sólo se anima con sus lecturas a otro a quien la producción mental ajena ofusca, y que sólo admite a título de corroboración –muy a menudo indeseada- de su propio pensamiento. Quienquiera que piense, y piense al margen de él, lo arremete: es de aquellos para quienes los libros de los otros invaden por naturaleza su espacio vital propio, y sienten la concreción de un pensamiento ajeno como una medio insolencia”[3].

 

Como lector, Gracq estaba mucho más próximo a Gide, por supuesto. Aunque  inmensamente crítico con lo que leía, era generoso. Era un cazador de fragmentos que intuía que podían describir en su esencia misma la poética de un escritor. Así sucede, por poner un solo ejemplo, con un fragmento de Valéry Larbaud en Gaston d´Ercoule, que a Gracq le parece más que suficiente para comprender la naturaleza de la escritura feliz de ese autor: “Estación, en una tarde de verano: el mundo abierto de par en par y tranquilo y luminoso en los extremos de la bóveda”.

 

No se puede estar más alegre y abierto al mundo que Larbaud en ese fragmento. Como lector, al igual que Gide, Gracq también estaba extraordinariamente abierto al mundo. Es la antitesis del lector egocéntrico y avaro;  de Paul Valéry a fin de cuentas. A éste le definió así: “Sombrío exclusivamente mental que se desarrolla a partir de un pensamiento esencialmente fragmentario, parecido a esas soberanías desmigajadas y dispersas del antiguo Sacro Imperio, para las cuales cualquier masa estatal limítrofe significaba peligro”.

 

Al “sombrío exclusivamente mental”, Gracq oponía la apertura al mundo de Gide o la alegría de Larbaud, ambas procedentes de su escritor posiblemente más admirado y que a mí me parece que era Stendhal, de quien nos dice: “No tiene maravillas concretas, mientras que un Huysmans sólo tiene de éstas. En la página de Stendhal hay diez veces menos que espigar para el discurso francés de un candidato que en la de Balzac o Flaubert; como novelista, sólo destaca por sus conjuntos, porque reside aproximadamente en su movimiento (siempre ese allegro del que hablaba el otro día, verdaderamente, en toda la extensión de la palabra, vivace: ser sensible o no, es casi una cuestión de ritmo mental, de longitud de onda íntima: el alegro de Mozart me parece tan excesivo como me alegra el de Stendhal”[4].

Esa justa medida de la alegría de Stendhal es la que complace a Gracq, sospechamos que rendido metafóricamente siempre ante la alegría contenida, pero general, de su maestro. Es como en el amor. Podemos amar detalles, pero cuando amamos el conjunto, amamos su alegría y ritmo generales, estamos sin duda perdidamente enamorados, no hay disimulo posible.

 

La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque[5], por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq[6] . Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.

 

Fueron días felices, de prólogo lento y jamás tan disfrutado.  Desde el balcón de mi cuarto de albergue se divisaba toda esa zona boscosa que es el escenario de la búsqueda interior del joven oficial francés Grange en Los ojos del bosque. Estaba yo bien cerca de los lugares donde transcurría la acción de esta novela que  Gracq  había publicado en 1958 y  que fue  la última de las suyas, pues tras ella se desvió del camino narrativo adentrándose en sus cuadernos de notas y en otras obras fragmentarias de orden ensayístico.

 

Allí en las Ardenas, en mi balcón sobre el bosque, descubrí o confirmé (ya no recuerdo) que en su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en definitiva, en  ese “dejadme en mi rincón y pasad de largo” que Gracq atribuía a su ascendencia vendeana, se oían sin duda los ecos esenciales de Hölderlin y de Robert Walser; ecos  que, a fin de cuentas, convivían con los de los antepasados del escritor, aquellos hombres que vencieron, masacraron en sus tierras a las tropas de la Convención. De hecho, Gracq fue siempre un digno heredero de ellos, un gran experto en resistir a París. Basta recordar cuando en 1951 rechazó el premio Goncourt. Fue asimismo un superviviente y un resistente de la escritura desde su legendaria La literatura en el estómago, libro profético que avanzaba el circo mediático actual. Que no haya edición española de ese panfleto debe atribuirse a las perversidades del propio mercado. Ahí, en ese opúsculo, Gracq lo dice todo sobre lo que pasa ahora –ahora mismo- en el mundillo de la literatura.

 

André Bretón consideró surrealista a Gracq cuando éste en 1938  publicó El castillo de Argol[7],  su primera novela. Pero yo creo que esa alabanza hablaba más del tradicionalismo profundo de Breton que del propio Gracq, pues en realidad  el autor de  Los ojos del bosque  poco tiene  de experimental  y lo que traía a colación con su castillo de Argol era nada menos que la leyenda del Santo Grial, tratada con una sagrada seriedad que hoy desconocen los Dan Brown de turno.  Tal vez lo que revelaban los elogios de Breton era lo mucho que había en el surrealismo de clasicismo y  de feliz regreso al simbolismo medieval. Después de todo, para Gracq ir tras el Grial era, más que buscar un objeto milagroso, cifrar la esencia de la condición humana. Cifrarla fue siempre su objetivo y yo creo que la cifró, por ejemplo, cuando habló del vacío y del grito de la zumaya en la linde más cercana a los ojos de aquel bosque lleno de terrores ante el que me asomé yo durante unas semanas mientras escribía mi prólogo feliz.

 

Gracq ha muerto. Al releer recientemente El mar de las Sirtes, me ha parecido ver que esta novela se halla muy conectada con el aire de nuestro tiempo y alineada con lo más renovador de las tendencias narrativas de estos comienzos de siglo. No deja de ser sorprendente que esto ocurra con un libro que, cuando apareció en 1951, fue visto como una narración brillantemente anticuada, de un sublime clasicismo extemporáneo. Pero lo cierto es que, releída ahora, El mar de las Sirtes no sólo parece contener  la belleza extrema de la más absoluta modernidad, sino que, además, se diría que, cargada de la electricidad estática de una vieja biblioteca, esta novela se proyecta de forma inquietante, como el propio volcán Tängri de su séptimo capítulo, hacia nuestro futuro.

 

 Justo es reconocer que también yo la vi de forma parecida, como brillantemente anclada en el pasado, cuando hace unos años pude leerla por primera vez en la magnífica traducción al español de José Escué. Reconocí ya entonces muchas de sus virtudes (precisión verbal, rigor de la lengua y sintaxis implacable: formalismo de carácter esencial, donde la elaboración por medio de las palabras respondía a un fondo concreto, a un pensamiento, a una concepción muy elevada del arte),  pero  me equivoqué al creer que El mar de las Sirtes, por sus aciertos formales y sus ecos decimonónicos, sería estudiada en el futuro, en amable asincronía, al lado de las obras de Balzac o Stendhal.

 

Releída ahora, lo primero que me ha parecido ver es que  su método narrativo es sorprendentemente contemporáneo, pues acoge con hospitalidad variadas tendencias literarias que el autor absorbe, intertextualiza y transforma, lo que le relaciona, aunque sea sólo de forma oblicua, con ciertas técnicas posmodernas o, mejor dicho, borgianas de trabajo. Y es que El mar de las Sirtes no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros. Esto no hace más que confirmarnos que, como dice Gracq, el genio no es más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino más bien la enorme materia literaria que le precede.

 

En El mar de las Sirtes esta delicada operación con la materia literaria se ha hecho, por otra parte, fondeando en las aguas de la tradición más noble y más radicalmente revolucionaria de la poesía. Y ésta es una de las vertientes por las que entronca con lo más avanzado de las tendencias novelísticas actuales, porque seguramente la novela del siglo XXI poseerá altos registros poéticos, o no será.  Sospecho que Gracq es nuestro contemporáneo también en este aspecto. Es, ante todo, un poeta de la novela, como lo prueba el hecho de que Nerval,  Rimbaud y Breton vertebren El mar de las Sirtes confirmando, de pasada,  que escribir se relaciona raramente con un impulso plenamente autónomo: “El mimetismo espontáneo cuenta mucho: no hay escritores sin inserción en una cadena de escritores ininterrumpida”. 

 

De Nerval  extrae el lenguaje de la locura, de la libertad expresiva en su faceta más vagabunda, y encuentra en este autor una inyección omnipresente del recuerdo, “una canción del tiempo pasado que vuela y que se desarrolla a partir de las llamadas incluso más tenues de lo reciente como de lo lejano, y que no veo en ningún otro escritor”. Con Rimbaud le ocurre algo por el estilo, con el añadido de que es un autor que indefectiblemente siempre le sobrecoge y le fascina hasta el punto de caer hipnotizado bajo su influjo  de la misma manera que puede retenerle en su balcón durante horas una tarde de mal tiempo en Sion: “furor deshecho que se concentra virgen de nuevo,  inconcebible desencadenamiento de energía equivocada”. Y en cuanto a Breton lo esencial de la obra de éste lo halla en Nadja y su alma errante capaz de vivir acontecimientos previstos con anterioridad y de llevar al lector y al autor  por una realidad donde todo es insólito.

 

El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval y Nadja, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de El mar de las Sirtes. Cuando la percibimos ahora tan contemporánea, comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que provocaron sus innovadoras bacterias literarias entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días  –eran tiempos modernos- de 1951, el año en el que apareció el “anticuado” libro de Gracq y  fue premiado con aquel legendario Goncourt que rechazó.

 

Una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Syrtes y de la morosa espera que cruza  toda la trama de esta novela en la que Gracq nos va contando cómo se aísla el espíritu de la historia a base de concentrar el proceso que llevó a la explosión de una guerra, tal como él lo vivió antes de 1939. Y es que al  tiempo que nos cuenta todo esto, va dirigiendo sus espirituales pasos hacia una visión, más bien escalofriante, del terrorífico y estéril, tembloroso porvenir que a Occidente le espera. Porque ahí está otro de los aspectos que hacen tan actual a este libro. Percibe el futuro. Debido  a esto, la misma novela es una sorprendente aproximación a  lo que nos está sucediendo ahora, es la narración  de una espera y  el anuncio de una renovación que nunca llega, una historia de iniciación, y naturalmente la oscilación entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del relato en sí, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo. Esa  gloriosa afirmación no hace más que confirmar que nos encontramos ante un libro excepcional sobre nuestro presente, un libro que quizás estemos comenzando a poder leer hoy, puesto que nos habla, a través de su  noble y moroso palabreo intertextual, de nuestra veneciana  decadencia de ahora.

 

Y si digo veneciana es porque la trama, que sirve de pretexto para intentar descifrar y aislar el espíritu de la historia   se ocupa de un imaginario lugar, el señorío de Orsenna, que es una especie de Venecia en los días de su ocaso final y dónde  el héroe rompe con su vida fácil y pide ser destinado al sur, en la línea fronteriza de las Sirtes, descubriendo allí una guerra olvidada entre dos estados ficticios, enfrentados desde hace siglos por motivos que ya ni se recuerdan. Esta historia de El mar de las Sirtes  posee una trama tan lenta como el atardecer terrible de una civilización de antiguo esplendor, ya apagándose. Estamos ante una novela de la inactividad y  de la ensoñación solitaria y de un contagio nebuloso entre la trama y el estilo.

 

La trama se arrastra detrás del estilo, que avanza a zancadas. Y es en el fondo una trama de luz fría y terriblemente moderna,  importando poco si es  ficción o realidad, verdad o mentira. Muy especialmente con libros como el de Gracq  poco importa resolver esa trasnochada disyuntiva, y digo trasnochada pues, a fin de cuentas,  la tarea de la literatura ha sido siempre ocuparse del sentido y no de la verdad, y esto que digo es algo que no por casualidad parece que sólo tienen  realmente presente los narradores de vanguardia de estos  principios de siglo XXI.

 

Por literatura de percepción  no entiendo una literatura profética, porque ésta es algo muy distinto y sin duda nada interesante.  Por El mar de las Sirtes  lo que fluye es  una extraña retahíla de iluminaciones de estirpe rimbaudiana, algo así como una gran sabiduría de percepción del futuro, en la línea de un Kafka, por ejemplo. Como se sabe, uno de los aspectos más seductores de la literatura se encuentra en el hecho de que algunas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta; un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de avanzarse. Kafka fue un buen ejemplo de esto porque percibió hacia donde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka vio el panorama más allá en la evolución. Eso explica que le gustara tanto otro libro de marcado acento perceptivo, Bouvard et Pecuchet, donde hay ya un espléndido diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental. El libro de Gracq se sitúa en esta corriente de escritores con espejos que tienen la capacidad de adelantarse. Parece conocer el núcleo de nuestro problema actual: la situación de absoluta imposibilidad, de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político.

 

Hasta el siglo diecinueve, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser  central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo veinte, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles. Sus  mundos empezaron  a no coincidir uno con otro. Flaubert primero y Kafka después fueron los maestros  de esta sutil, decisiva inversión. Musil iba a ser el último de este brillante eslabón cerrándolo con su monumental obra abierta, El hombre sin atributos, donde presentaba un nuevo modo de narrar que se constituía en un permanente ensayo de la vida. Su obra cerró todo un ciclo de la narrativa europea,  y para algunos fue el último de nuestros novelistas, pues terminada la segunda guerra mundial, ya no quedó nada narrable en el continente. Hoy, en lo que entendemos por nuestro presente, ya puede decirse que no pasa nada, porque en realidad todo ya ha pasado, todo acabó. Ahí creo que habría que inscribir ese “Cela c´est passé”, que es una de las palabras clave de Rimbaud  y a la que el propio Gracq dice que no se le concede la atención que merecería.

 

 Esa calma y esas descripciones surrealizadas de paisajes que siguen  a todo eso que cesó podría ser el contexto en el que Gracq  sitúa la trama de su novela, cuya inactiva  acción  sucede en una especie de inmensa sala de espera que recuerda a una ciudad de antiguos esplendores como Venecia en los días de su decadencia final, o al mismísimo  apagado crepúsculo occidental de nuestros días. Y sí, en efecto. Todo eso estaría dando pleno sentido a que un escritor, tan consciente de la asimetría con el lenguaje político como Gracq, viviera durante tantos años apartado radicalmente. Para bien o para mal (probablemente para lo segundo), en Occidente el brillo y horror de otro tiempo se fue y todo ahora ya pasó. Toda la historia europea ha acabado por ser la historia de un gran vacío provocado por ese inmenso orgullo de pensar que, muertos los dioses, nosotros somos lo único  inmortal que existe. Ese extraordinario desafío nos llevó a la conquista del mundo. Y es que, como dice Félix de Azúa, un vacío tan grande nos provocó tal desesperación que inevitablemente terminamos por convertirnos en la cultura más guerrera que ha existido nunca. ¿Para qué? No lo sabemos. Es la nuestra una pura actividad sin fin, una enloquecida carrera hacia la nada. Y ese es  precisamente el paisaje moral y literario que  prefigura Gracq en su tan  perceptiva El mar de las Sirtes, publicada nueve años después de la muerte de Musil –sin que eso signifique más que eso: nueve años después-  y donde el género novelístico es abordado  como género supremo de la utopía y como instrumento idóneo para enseñorearse nuevamente de la irrealidad  en una época en la que –precisamente lo mismo que está sucediendo en nuestros días- la realidad está  perdiendo todo sentido si no es que lo perdió ya del todo.

 

 Toda esa atmósfera gracquiana alcanza en El mar de las Sirtes su cumbre máxima cuando, en el séptimo capítulo, vemos aparecer, fantasmagórico, el volcán Tängri, una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despega del horizonte. A veces esa memorable iluminación, esa imagen volcánica me evoca al propio Gracq  y su papel –creo que va a crecer después de su muerte-  en la historia de la renovación de las tendencias narrativas: “Allí estaba. Su luz fría irradiaba como un manantial de silencio con una virginidad desierta y constelada de estrellas”.

 

 



[1] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[2] J. Gracq, El mar de las Sirtes, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[3] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[4] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[5] J. Gracq, Los ojos del bosque, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[6] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[7] J. Gracq, El castillo de Argol,, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

En los últimos tiempos, las librerías se han llenado de textos que abordan el problema de la desigualdad. Fruto de las crisis económica y social por las que pasa nuestra sociedad, múltiples académicos han decidido aportar todo su saber en un tema que es recurrente en la literatura. Porque desigualdades siempre ha habido, aunque su presencia en las sociedades ha ido cambiando con el tiempo. Además, como veremos a continuación, muchos de estos trabajos no son sólo de autores españoles. Es decir, el resurgimiento de la desigualdad como tema de interés se ha producido más allá de nuestras fronteras. Pero, ¿qué dicen todos estos libros?

 

Antes de responder a esta pregunta, me gustaría dejar claras mis intenciones. El principal objetivo de este artículo es revisar algunos de los trabajos más relevantes que se han publicado en los últimos años sobre esta cuestión, con el deseo de animar al lector a que se aproxime a esta temática. Así, espero que tras leer estas líneas, algunos de los lectores decidan hacerse con alguno de los libros que aquí se citan y realizar su propia lectura crítica.     

 

Si uno va a un estantería de una librería cualquiera, descubrirá que la literatura sobre desigualdad tiene múltiples enfoques. Dicho en otras palabras, no existe una visión única de la desigualdad y está siendo abordada desde varias perspectivas. Así, algunos autores como Pierre Rosanvallon (La sociedad de los iguales, RBA, 2012) han preferido una visión mucho más filosófica e histórica de este tema. A lo largo de su trabajo, el historiador francés realiza un recorrido por las diferentes acepciones y significados que ha tenido la idea de la igualdad en nuestra historia. Junto a esta visión más “descriptiva”, en la parte final de su libro incluye un capítulo mucho más propositivo donde presenta su idea de  cómo debería ser la sociedad moderna. Para Rosanvallon, en la sociedad de los iguales la idea de igualdad tendría un significado mucho más ligado a la relación social entre sus individuos que un concepto de distribución igualitarista. Es decir, Rosanvallon hace hincapié en aspectos que van más allá de los meramente económicos, centrándose también en cuestiones como los derechos.

 

Desde luego que esta visión es tremendamente enriquecedora y relevante. El historiador francés recupera de alguna forma la idea de ciudadanía que presentó en su momento Thomas H. Marshall en su influyente texto: Ciudadanía y Clase Social (Alianza Editorial, 1992). Para este sociólogo británico, la idea de ciudadanía se construye sobre la consecución de tres tipos de derechos: civiles, políticos y socioeconómicos. Sólo cuando los alcanzamos podemos ser considerados como ciudadanos plenos.

 

Para ambos autores la igualdad sería algo más que la distribución de la riqueza: también afectaría a nuestras relaciones dentro de la sociedad con los demás ciudadanos y la adquisición de derechos. Es decir, un primer acercamiento al tema de la desigualdad dejaría de lado las cuestiones más economicistas para centrarse en la visiones más filosóficas y jurídicas de este concepto. El reciente trabajo de Rosavallon entraría dentro de esta perspectiva y permite construir una idea de la igualdad mucho más reflexiva.

 

El segundo conjunto de análisis son mucho más cuantitativos y su enfoque se acercan bastante más a la economía y a la sociología que a la filosofía o el derecho. No obstante, como señala Thomas Piketty en la introducción de su libro (El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, 2014), sería un error considerar al conjunto de las ciencias sociales como compartimentos estancos. Dicho en otras palabras, no podemos entender los datos económicos sin complementarlos con perspectivas históricas o análisis más sociodemográficos. Por ello, su texto es un recurrido por varios siglos de desigualdad. Su mayor valor añadido es haber sido capaz de medir la distribución de la riqueza y de los ingresos desde el siglo XVIII hasta la actualidad en una veintena de países desarrollados. A través de diversas técnicas estadísticas y tras un tedioso trabajo de investigación, Piketty nos presenta una foto de la desigualdad en los últimos 350 años. Además es una imagen muy completa, con datos muy novedosos que aportan una gran información.

 

Su evidencia empírica muestra una de las conclusiones más relevantes de su trabajo: en varias etapas de nuestra historia la acumulación de capital y de patrimonio ha crecido con más vigor que la economía y los ingresos. Estas divergencias en el crecimiento están detrás del auge de las desigualdades en las sociedades. Pero cada país ha seguido su propia trayectoria. De hecho, considera que no todos tenemos la misma capacidad de hacer crecer nuestro capital. Por ello, el aumento de la desigualdad no siempre se ha producido al mismo tiempo y de la misma forma en todas las sociedades y para todos los individuos. No obstante, Piketty sí que concluye que desde la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad nuestras economías han pasado por tres etapas claramente diferenciadas. Entre 1914 y 1945, los países desarrollados pasaron por una fase de gran destrucción de capital como resultado de las dos guerras mundiales. Esta etapa dio paso a una segunda fase y la sitúa en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo de tiempo las sociedades occidentales experimentaron una disminución de la desigualdad que se frenó en los años 70, que es cuando comienza la tercera fase. Así, en los últimos cuarenta años las diferencias sociales han vuelto a crecer de forma muy significativa fruto de una mayor acumulación de capital y riqueza frente a economías que crecían de forma mucho más lenta.

 

Estas tesis han generado una enorme controversia en el mundo académico y no han sido aceptadas siempre con el mismo grado de satisfacción. Algunas de estas críticas, como la que realizó el editor del The Financial Times, Chris Giles, se centraron en la construcción de la base de datos y las posibles incorrecciones que podía tener la parte más estadística. Piketty contestó a estas críticas con un extenso artículo, desmontando gran parte de estos argumentos.

 

Quizás el análisis más riguroso y crítico de la obra de Piketty aparece en el número de diciembre del año pasado en la revista: The British Journal of Sociology, que dedicó un número especial a analizar con detenimiento los principales argumentos del libro de Piketty. Los artículos aparecen firmados por académicos tan relevantes como Anthony B. Atkinson, David Soskice o David Piachaud. Me voy a detener en uno de ellos, el de David Soskice: “Capital in the twenty-first century: a critique”.

 

Soskice cree que el principal argumento de Piketty se fundamenta en dos supuestos un tanto débiles que no necesariamente funciona como el economista francés cree. El primero de ellos tiene que ver con el papel de los ahorradores. Según el modelo teórico que presenta el libro, los dueños del capital ahorrarán parte de sus ganancias para luego reinventirlas y así seguir aumentando su riqueza. Pero Soskice considera que este argumento no es plausible por dos razones. En primer lugar, la inversión no la realizan los ahorradores, sino los empresarios. En segundo lugar, en una etapa de tanta incertidumbre y débil crecimiento económico como fueron los años 80 y parte de los 90, ¿por qué los empresarios iban a invertir ante unas expectativas de bajo crecimiento? Es decir, desligar la acumulación de capital y la inversión del crecimiento de la economía como si fueran factores independientes no parece del todo correcto, especialmente en las últimas décadas.

 

La segunda crítica de Soskice se centra en el análisis “histórico” que hace Piketty del periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial. El mismo economista francés reconoce la vocación interdisciplinar de sus argumentos. Como se ha señalado anteriormente, Piketty considera que un análisis económico, para que sea riguroso, debe tener en cuenta más disciplinas además de la economía: historia, sociología, antropología, etc. En cambio, el modelo que presenta Piketty del periodo tras 1945 deja de lado aspectos tan relevantes como los cambios tecnológicos que pueden explicar tanto el crecimiento económico como la acumulación de capital. Es decir, el economista francés no presenta un relato completo de lo que sucedió en las sociedades desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX. Por ello, Soskice considera que los argumentos de Piketty son incompletos.

 

Una segunda conclusión que me gustaría destacar de este libro es la visión optimista del economista francés, quien cree que el avance de la desigualdad se puede corregir y para ello propone establecer un impuesto transnacional sobre el capital. Es decir, se trataría de gravar con una tasa el origen de la desigualdad. Pero lo cierto es que no deja de ser un voluntarismo difícil de traducir en una decisión política. Dicho de otra forma, no parece tan sencillo como Piketty cree la posibilidad de establecer este tipo de impuesto.

 

Pero al margen de todas las controversias, de lo que nadie duda es que El capital en el siglo XXI es ya una obra de referencia. Toda la controversia y lo ríos de tinta que ha generado lo ha convertido en un libro que seguirá dando que hablar. Seguramente pasará el tiempo y los científicos sociales seguiremos recurriendo a este texto a la hora de hablar de la desigualdad.

 

Dentro de esta perspectiva analítica hay una segunda obra que ha aparecido en los últimos tiempos y que sin poseer la misma riqueza empírica, analiza de forma muy brillante la misma cuestión. Se trata del trabajo de Branko Milanovic: Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global (Alianza Editorial, 2012). En los diferentes capítulos del libro el autor analiza las diferencias sociales entre personas, la desigualdad entre naciones y las diferencias socioeconómicas en el mundo. Para ello recurre a historias que resumen de forma muy gráfica muchos de sus argumentos. A diferencia del trabajo de Piketty, Milanovic ha escrito en realidad un ensayo. Pero su capacidad explicativa y su rigurosidad en el empleo de los datos también convierten a este libro en una obra a ser considerada en cuenta dentro de los debates sobre la desigualdad.

 

Finalmente, dentro de nuestras fronteras merece la pena citar tres trabajos distintos que ofrecen una perspectiva muy interesante sobre la evolución de la desigualdad en España. El primero de ellos fue publicado en 2013 por José Saturnino Martínez: Estructura Social y desigualdad en España (Catarata). Este sociólogo canario recorre a través de los distintos capítulos cómo ha cambiado nuestro país desde los años 70 hasta ahora en términos de clase social, ofreciendo además una perspectiva comparada. Para ello recurre no sólo a indicadores internacionales como el índice Gini o los informes PISA, sino que además utiliza los microdatos de las encuestas del Instituto Nacional de Estadística para presentar una fotografía lo más exacta posible de cuestiones tan relevantes como nuestro mercado laboral y sus diferencias internas o las desigualdades de género. La aportación de José Saturnino es doble. Por un lado, ofrece datos inéditos y difíciles de encontrar en otros trabajos. Por otro lado, muchas de sus explicaciones y argumentos a la hora de entender las desigualdades en nuestro país son en ocasiones contraituivos y novedosos.

 

El segundo de los trabajos es de próxima aparición en la editorial Catarata y ha sido elaborado por el sociólogo Ildefonso Marqués Perales. Su trabajo analiza una de las desigualdades más intrigantes y complejas que existen: la igualdad de oportunidades. Al igual que el trabajo de José Saturnino, el valor añadido de este texto radica tanto en la novedad de sus datos como de sus argumentos. Esta obra presenta cómo ha cambiado la igualdad de oportunidades en nuestro país desde los años 60 hasta ahora, cuestionando hasta qué punto vivimos en una sociedad abierta. Así, el trabajo muestra un retroceso muy evidente de la igualdad de oportunidades en España desde mediados de los años 90, aumentando de forma muy contundente el vínculo social entre padres e hijos. Es decir, el ascensor social, la posibilidad de cambiar de clase social respecto al punto de partida familiar, se ha debilitado en España especialmente en los últimos 20 años.

 

El tercero de los trabajos ofrece una perspectiva totalmente distinta. Se trata del Informe sobre la Desigualdad que elabora la Fundación Alternativas. Se trata de una obra colectiva donde en los diferentes capítulos se abordan cuestiones muy de actualidad relacionadas con esta cuestión. El primer Informe se elaboró en 2013 y ofrece análisis sobre el mercado de trabajo, el desempleo de los inmigrantes, las mujeres y los jóvenes o sobre la capacidad redistributiva de nuestras políticas sociales. Esta última cuestión merece una reflexión un poco más extensa.

 

Si en algo coinciden muchos estudios es que la capacidad de generar redistribución por parte de nuestro estado del bienestar es más bien reducida. Esto tiene mucho que ver con los componentes del gasto público, que benefician especialmente a los que se llaman insiders. Es decir, aquellos que tienen una posición más o menos cómoda en el mercado laboral disfrutan además de un generoso estado del bienestar. En cambio, los denominados outsiders, que suelen ser los colectivos más débiles de la sociedad (mujeres, jóvenes e inmigrantes), no sólo poseen peores condiciones laborales, sino que además el estado del bienestar es más bien parco con ellos. Es por esta razón por la que nuestro estado del bienestar tiene un alcance más bien modesto a la hora de generar igualdad.

 

El Informe de la Fundación Alternativas analiza de forma pormenorizada esta cuestión, presentando un estudio riguroso sobre aquellas políticas públicas que tienen una mayor capacidad de redistribuir la renta. Frente a éstas, también muestra los componentes del gasto público que son más bien limitados a la hora de generar igualdad.

 

En definitiva, la cuestión de la desigualdad ha generado un enorme interés en la literatura más reciente. Desde luego que el contexto por el que pasan nuestras sociedades ha ayudado a este interés. Es decir, es difícil entender el resurgir de los trabajos sobre la desigualdad sin detenerse en la situación económica por la que pasa especialmente Europa. Así, el contexto socioeconómico explica en gran parte porqué han aparecido muchas de estas publicaciones.

 

No obstante, sería una conclusión incompleta. Como se ha señalado anteriormente, la presencia de la desigualdad en las sociedades es algo que se viene observando desde el principio de los tiempos. Quizás no con la misma dimensión e intensidad que en la actualidad. Pero el porqué de las diferencias sociales, cómo seríamos capaces de corregirlas y qué consecuencias tienen para la sociedad en las que se producen han suscitado un enorme interés en cada momento histórico.

 

Seguramente, responder a estas cuestiones no sólo no tienen una única respuesta, sino que además todavía hay un gran margen para explorar nuevas políticas públicas. La evidencia empírica, aunque es rica, también tiene un enorme margen de mejora, tal y como ha demostrado el trabajo de Piketty. Por todo ello, es previsible que en el futuro sigan apareciendo nuevas publicaciones sobre desigualdad. Mientras tanto seguiremos debatiendo sobre cuáles son las mejores formas de combatirla, cómo se manifiesta la desigualdad en nuestras sociedades y qué grado de diferencias sociales son soportables para una sociedad. La desigualdad no es una cuestión menor. Si los individuos creen que viven en una sociedad injusta donde el mérito y su esfuerzo no se ajusta a los resultados que obtienen, es muy probable que sea el primer paso para la desafección y el rechazo al sistema político en el que viven. Es por ello que la crisis social por la que pasa nuestro país ha acabado generando en una crisis política. Aunque eso es otra historia….    

 

              

 

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Urquizu

  1. De vuelta a casa.

 

El 8 de septiembre de 1945 Isaiah Berlin viajaba con destino a Moscú. En el ambiente de la Europa que sobrevolaba todavía resonaban los ecos de la guerra mundial. Hacía tan sólo un mes que las hostilidades habían cesado en el Pacífico. La foto de la capitulación japonesa sobre la cubierta del acorazado Missouri y las imágenes de los hongos atómicos que habían arrasado Hiroshima y Nagasaki estaban grabadas en la retina de la gente. El mundo recobraba la paz pero no la ilusión. Se había perdido tanto que era imposible recuperar el optimismo. Ya nada volvería a ser igual y en el horizonte se presentían nuevas tensiones y dificultades.

 

Un día antes nuestro protagonista había aterrizado en Berlín. Entre las ruinas de la antigua capital del Reich de los Mil años había tenido la oportunidad de ver cómo los vencedores se miraban con recelo. Una especie de telón de odio se iba interponiendo entre los antiguos aliados según transcurrían los meses. ¿Qué se hizo de la camaradería vivida durante aquellos años de lucha contra el nazismo? Berlin había regresado a Inglaterra en la primavera después de pasar la guerra en Washington. Al otro lado del Atlántico desempeñó labores de información para el Foreign Office, ganándose una excelente reputación ya que los memorandos que firmaba habían sido altamente valorados por el ministro Eden y por Winston Churchill. De hecho éste había dicho que estaban tan bien escritos que cuando los leía tenía la impresión de disfrutar de un apasionante cuadro de los asuntos norteamericanos[1].

 

Prueba de la buena impresión causada fue el nuevo destino que se le había confiado en Moscú. Isaiah Berlin tenía la misión de sondear el estado de la disidencia rusa. Los británicos sospechaban que su situación estaba a punto de empeorar. Stalin había aunado durante la guerra los esfuerzos de todos los rusos para arrojar a los alemanes del país. Tras obtener la victoria el panorama había cambiado. La Guerra Fría que se entreveía en el horizonte no iba a ser una guerra patriótica sino ideológica. Eso significaba que aquellos que no estuviesen al lado del régimen soviético pasarían a ser sospechosos de estar en su contra. La URSS se sabía mucho más poderosa que antes de la invasión nazi y se aprestaba a proyectar su fuerza después de que los acuerdos de Yalta le hubiesen atribuido el control de media Europa.

 

Isaiah Berlin intuía todo esto y le fascinaba el panorama que se abría ante él. Viajaba a las entrañas de un Leviatán revolucionario que estaba decidido a disputar a las democracias liberales el liderazgo del planeta. Con todo, la sensación de vértigo que le producía el viaje no sólo se debía a las circunstancias históricas y políticas que acabamos de describir. Para Berlin aquel destino suponía psicológicamente regresar al país en el que había nacido treinta y seis años antes. En realidad, si algo le atraía de todo aquello era afrontar la experiencia de reencontrarse con su pasado. Algo que le seducía pero que a la vez le inquietaba ya que no estaba exento de ciertos peligros, pues, a pesar del tiempo transcurrido seguía siendo básicamente un exiliado político.

 

Sumido en un amasijo de emociones confuso y desafiante, Berlin pisó por fin suelo soviético después de veinticinco años de ausencia. Lo hizo llevando una maleta repleta de ropa de invierno, puritos suizos con boquilla y unas botas para Boris Pasternak que las hermanas de éste le mandaban desde Inglaterra. Ya hemos dicho que tenía 36 años, a lo que hay que añadir que estaba soltero, tenía aspecto bonachón, veía las cosas con ojos de miope y lucía en la solapa de su biografía la brillante escarapela que le proporcionaba ser un profesor de Oxford que disfrutaba de poderosos protectores en el gobierno británico. Con esta aureola que envolvía la desnudez de su condición de judío nacido en Letonia antes de la revolución, Isaiah Berlin cruzó el control de pasaportes sin levantar sospechas entre los agentes de la NKVD. De hecho, como cuenta Ignatieff en su biografía sobre Berlin, lo hizo tan rápido y todo fue tan bien que “con su habitual buena suerte, llegó a Moscú a tiempo de asistir a una fiesta en la embajada, en la que hizo contactos que le abrirían las puertas de la comunidad artística rusa durante su estancia”[2].

 

Precisamente aquel primer encuentro con la intelectualidad le reveló nada más llegar lo que sospechaba: que detrás de la máscara amable del todavía aliado soviético se escondía el rostro de una tiranía amenazante. De hecho, a las pocas horas de aterrizar ya había sentido los latidos del miedo en el pulso de las conservaciones que intercambió con los invitados. Entre ellos estaban el director de teatro Alexander Tairov, el escritor Korney Chukovsky y Serguei Eisenstein. En todos había percibido lo mismo: una mueca disimulada de sufrimiento que los meses posteriores confirmarían. Pero no adelantemos acontecimientos. Dejemos a nuestro personaje sumergido en la penumbra del pesimismo que le transmitieron aquellos primeros testimonios de las víctimas de una dictadura que se había propuesto sojuzgarlo todo, empezando por la espontánea creatividad de los artistas. 

 

  1. Viaje a los confines de la Noche Cerrada.

 

Para Berlin aquello que había vivido en la embajada no era nuevo ya que suponía reabrir viejas heridas alojadas en la memoria. No hay que olvidar que había nacido en Riga, el 6 de junio de 1909, en el seno de una familia judía perteneciente a la secta heterodoxa de los hasidi. Su padre había sido un rico comerciante de mentalidad anglófila y de ideas liberales. La Primera Guerra Mundial hizo que la familia se estableciera en 1915 en la antigua San Petersburgo, viviendo en esta ciudad tanto la revolución como el derrumbe del gobierno de Kerensky y la toma del poder por los bolcheviques. De hecho, fue por aquel entonces cuando, siendo todavía un niño, tuvo la oportunidad de presenciar el primer ejercicio consciente de un acto de disidencia. Lo protagonizó el periódico liberal Día, que utilizó su cabecera para denunciar la creciente arbitrariedad del régimen leninista. Así fue rebautizándose con los nombres sucesivos de Tarde, Noche, Medianoche y Noche Cerrada, hasta que al cabo de cinco días de utilizar este último nombre fue cerrado definitivamente[3].

 

Y aunque en 1921 abandonó el país con su familia, lo cierto es que el ambiente de opresión y arbitrariedad que había vivido hasta ese momento permaneció en el recuerdo, incluso después de instalarse en Inglaterra y adaptar completamente su mentalidad a la atmósfera de seguridad típica de la clase media británica. Producto de ella y de la formación recibida en Oxford mientras estudiaba Ciencias Clásicas e Historia Moderna, Berlin llegó a ser el primer judío que accedió a la condición de fellow en el elitista colegio de All Souls. Con estos antecedentes biográficos a sus espaldas, no es de extrañar que después de aquel primer contacto con el Moscú de Stalin, Berlin volviese a revivir la experiencia de aquella Noche Cerrada que tuvo la oportunidad de experimentar cuando el comunismo comenzaba a dar sus primeros pasos. Es cierto que aquellas impresiones de su juventud se habían relajado con el trato que había mantenido con sus colegas de Oxford, muchos de ellos comunistas. Al lado de ellos había mantenido largas conservaciones en el Pink Lunch Club mientras preparaba su estudio sobre Marx. ¿No había escuchado a Maurice Bowra y a Stephen Spender afirmar con ardor que la URSS era un faro de esperanza para las clases trabajadoras frente al capitalismo y las degradadas democracias burguesas?

 

Sin embargo, había bastado una sola noche en la Rusia soviética para desterrar cualquier atisbo de admiración hacia ella. Los días posteriores le convencieron de ello. Es más, estaba seguro de que si sus amigos hubieran podido acompañarlo por las calles de Moscú hubieran compartido también esta impresión. ¿Acaso no habrían experimentado la misma repugnancia intelectual que él mismo había sentido cuando vio en la “Biblioteca Lenin” cómo los estudiantes de doctorado tan sólo podían citar los libros que no habían sido previamente censurados?[4]. En aquellas circunstancias era evidente que la URSS no podía ser tenida como guía para nadie. Se había convertido en la patria de un dogma cuyos confines eran los de aquella Noche Cerrada que Isaiah Berlin había vivido cuando era niño.

 

Por delante tenía una estancia de varios meses y una misión que cumplir. Se sentía vigilado y percibía a sus espaldas el movimiento de figuras con gabardina que aparecían y desaparecían sin dejar rastro. Aquello era incómodo pero por el momento no pasaba de ahí. Tenía que ser capaz de fotografiar con la misma habilidad que había mostrado en Washington la atmósfera de miedo que se palpaba a su alrededor. Sabía que era cuestión de tiempo, aunque lejos estaba de sospechar que lo haría provisto del rostro inesperado que ofrece el amor.    

 

3. Relatos de Moscú.

 

Durante las semanas siguientes Isaiah Berlin no sólo hizo su trabajo cotidiano en la cancillería, sino que visitó a su tío Leo, un hermano de su padre que era profesor de Dietética en la Universidad de Moscú, así como a otros parientes que vivían en la ciudad. Con ellos compartió noticias y disfrutó de algún que otro momento entrañable a su lado. Pero no fue hasta principios de otoño cuando pudo por fin cumplir el  encargo que le habían hecho las hermanas de Boris Pasternak. Lo hizo una tarde luminosa y de temperatura inusualmente cálida. Se desplazó en tren hasta la dacha en la que residía el novelista a las afueras de Moscú. El ambiente en el que se desarrolló el encuentro parece sacado de una obra de teatro de Chéjov. Tuvo lugar en el porche del jardín y propició las confidencias de los protagonistas. De hecho, al poco de hacerle entrega de las botas que le mandaban sus hermanas, Pasternak recordó que no las veía desde hacía diez años, cuando viajó a París para asistir al Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura que había organizado André Malraux. De repente, y como si pensara que no tenía mucho tiempo antes de que el profesor inglés que había ido a verle se fuera, evocó aquellos días del mes de junio de 1935:

 

-         Ilya Ehrenburg me entregó el discurso que tenía que leer, dijo Pasternak, y yo me negué a hacerlo.

 

Después siguió hablando. Describió la sala donde se celebrada el Congreso y cómo sus palabras habían caído como un jarro de agua fría sobre la ardiente militancia comunista de la mayoría de los asistentes.

 

- No organicéis ninguna resistencia al fascismo, les había dicho. Los escritores debemos mantenernos al margen de la política…  

 

Berlin se imaginaba al novelista pronunciando aquellas palabras. Su voz sombría y melancólica tenía que haber conmocionado al auditorio. De hecho, había en su tono una nota de dolor y distancia que daba aún más fuerza expresiva a sus recuerdos.

 

-         Nadie parecía entender nada. Pero lo más desgarrador fue el momento en el que decidí no seguir hablando y permanecer en silencio.

 

En aquella actitud estaba dicho todo. El compromiso de Pasternak había sido personal. Colocaba a cada uno de los que le habían escuchado ante el reto de interpretar el porqué de todo aquello. Para Isaiah Berlin el testimonio de Pasternak demostraba que la historia no era algo inevitable. Incluso bajo la más férrea y opresiva de las circunstancias el hombre seguía conservando un papel decisivo en la formación del mundo histórico. Podía elegir sus propias metas y asumir las consecuencias de ello. ¿Por qué Pasternak había hecho lo contrario de lo que se esperaba de él? ¿Por qué había sido capaz de expresar de aquel modo su disidencia y de enfrentarse abiertamente con el estalinismo? La respuesta era clara. Porque quería ser Boris Pasternak y desarrollar una identidad propia que estuviera atrapada dentro de sus particulares fines y metas. Frente a lo que pensaba Marx, la vida humana no se sustentaba en una estructura de necesidad económica que, removida por la revolución, habría de traer una sociedad perfecta. Berlin había estudiado el marxismo y sabía muy bien que, como todos los monismos, fallaba también por su base: en creer que existían unos valores objetivos, universales, verdaderos e inalterables que podían ser sistematizados en un todo ordenado y coherente capaz de gobernar la vida de los hombres individual y colectivamente[5].

 

Pasternak demostraba con su conducta que no era cierta la tesis del materialismo histórico por la cual “la verdadera libertad sería inalcanzable mientras la sociedad no se tornase racional, esto es, mientras no superase las contradicciones que dan lugar a ilusiones que distorsionan la comprensión” del mundo y de su estructura, que para Marx y sus seguidores en la URSS estaba regida fundamentalmente por la necesidad económica[6]. En la actitud de Pasternak se plasmaba lo contrario. Se veía a un hombre que se resistía a ser un objeto natural casualmente determinado. Marx había transmutado la necesidad histórica en autoridad moral y Pasternak impugnaba esta lógica de raíz, pues, en la observación de su conducta se podía apreciar que la libertad no sólo seguía siendo posible sino que era antropológicamente inevitable. De hecho, el individuo nunca podía renunciar a tener que elegir. Precisamente en esta necesidad estaba el fundamento de su propia libertad, pues era una libertad agónica que estaba indisolublemente ligada a la conducta.

 

Con los años Berlin iría decantando esta visión de la libertad y dándole una nota cada vez más antropológica y agonista, especialmente a partir de sus lecturas de Vico y Herder. Con todo, en la actitud que había mostrado Pasternak en París ya se plasmaba a su entender el ejercicio de una libertad que estaba básicamente condicionada por unas raíces psicológicas tan profundas que escapaban a la lógica de cualquier carácter prescriptivo de tipo racional y monista. Los fines y las metas de Pasternak habían sido suyas. Tan suyas que después de desafiar al régimen soviético, había vuelto a Moscú para afrontar el desenlace que acarreaba su disidencia. ¿Se podía explicar aquello? Berlin pensaba que sí. Bastaba con asomarse al rostro de aquel hombre que tenía delante para comprenderlo. En su cara se refleja la identidad de un ser autocreativo. Alguien de cuya conducta no podía descubrirse ninguna estructura axiológica que fuese absolutamente intercambiable, por ejemplo, con la suya o con la que cualquier otra persona.

Berlin y Pasternak compartían ideas y valores, pero los fines que regían sus respectivas vidas eran un producto de sus conciencias particulares. Así pasaba con todos los hombres, que hacían esto o aquello de acuerdo con sus elecciones particulares. Las consecuencias que se desprendían eran inmediatas: se generaba un pluralismo valorativo que minaba la solidez de cualquier cosmovisión monista. Si cada hombre defendía internamente sus creencias por ser suyas, entonces, desaparecía un patrón superior que determinase objetivamente si eran correctas o incorrectas. De este modo, el monismo marxista que actuaba como el patrón metafísico que jerarquizaba el bien y el mal sufría también un cuestionamiento directo a través de la conducta que había mostrado Pasternak y, con él, aquellos disidentes que se habían enfrentado con el régimen soviético y que seguían haciéndolo.

 

De poco servían las férreas prescripciones que imponía el comunismo auxiliado por la violencia y la propaganda. Podía restringir la capacidad de elegir pero no impedía que la libertad siguiera su curso psicológicamente, y hasta desplegar sus efectos de forma secreta, tal y como tuvo la oportunidad de vivir el propio Berlin ese mismo día cuando, tras despedirse de Pasternak, emprendió el camino de vuelta a Moscú. Y así mientras esperaba el tren, una pareja de jóvenes trabaron conversación con él de forma inesperada. Había empezado a llover y los tres se refugiaron en una marquesina apartada. Allí hablaron de literatura y Berlin percibió que sus interlocutores mostraban un indisimulado entusiasmo por los literatos prerrevolucionarios. Cuando les preguntó si les gustaba la literatura soviética la respuesta no se hizo esperar: “¿Y a usted?”. Luego, comenzaron las confidencias y hasta las críticas al sistema. Finalmente cuando llegó el tren decidieron separarse. Hicieron el viaje en silencio como si nunca hubieran hablado entre ellos[7]. Sin embargo, para Berlin aquel incidente volvió a poner de manifiesto lo que había pensado durante su conversación con Pasternak. Que la disidencia estaba en cualquier sitio, oculta detrás de un ejercicio secreto de la libertad, pues como escribiría muchos años después: “Si la creencia en la libertad –que se basa en el supuesto de que los seres humanos tienen a veces la capacidad de elegir y que esto no se explica por completo mediante las explicaciones causales del tipo de las que se aceptan, digamos en Física o en Biología- es una ilusión necesaria, ésta es tan profunda y está tan adentro que no se la considera como tal ilusión. Sin duda podemos intentar convencernos a nosotros mismos de que estamos sistemáticamente engañados, pero a no ser que intentemos aclarar las implicaciones que lleva consigo esta posibilidad y cambiemos nuestros modelo de pensar y de hablar para tenerla en cuenta constantemente, esta hipótesis sigue siendo falsa; es decir, veremos que es impracticable incluso mantenerla seriamente si hay que tomar nuestra conducta como prueba de lo que podemos resignarnos a creer o a suponer, no sólo en teoría, sino también en la práctica”[8].

 

 

 

4. Destino Leningrado.

 

Los días posteriores a la visita que hizo a Pasternak estuvieron marcados por la monotonía de su trabajo en la embajada. Sus encuentros con él continuaron, aunque también frecuentó el trato con otros intelectuales, alguno de ellos miembro de la intelligentsia que era afín al partido comunista. Con todo, las numerosas tareas que le confiaban y las salidas nocturnas -iba al ballet, al teatro y a la ópera todas las noches- hacían que aplazase lo que para él suponía un destino apetecido desde que había llegado a Moscú: Leningrado, la ciudad de su niñez y de la que tan sólo le separaban unas pocas horas de tren. Finalmente la noticia de que las mejores librerías de viejo de todo el país se encontraban allí fue lo que hizo que removiese todos los obstáculos cotidianos que hasta entonces habían entorpecido su escapada.

 

El 12 de noviembre cogió el Flecha Roja que comunicaba ambas ciudades. El tren cubría el trayecto de noche y viajó en coche cama junto a una compañera del British Council, Brenda Tripp[9]. Tras tomar habitaciones en un hotel del centro, decidieron deambular por las calles de una ciudad que todavía mostraba las huellas del durísimo asedio al que había sido sometida durante la Segunda Guerra Mundial. Según cuenta la que fue su acompañante durante aquellos días, nada más llegar a Leningrado Isaiah Berlin fue presa de un ataque de nostalgia. Se trasladaron hasta la casa de su niñez y allí, de pie en medio del patio, absorbió la atmósfera fría y húmeda del lugar, rebrotando el pasado y las imágenes de unos años que nunca fueron del todo olvidados[10]. De hecho, como muchas décadas después reconocería, los ecos de los disparos que escuchó durante la revolución nunca se extinguieron en su memoria, ni el fragor de las huelgas, ni sobre todo los gritos que acompañaron al asesinato de un antiguo policía zarista que fue golpeado hasta su muerte por una turba que lo había reconocido por la calle[11].

 

Berlin había vuelto a Leningrado, y eso significaba explorar el abismo de su identidad. Por lo pronto suponía asomarse al que había sido muchos años atrás y, de paso, asumir la experiencia de tener que palpar la sustancia de un tiempo que había modelado su personalidad después de veinticinco años de acción. Desde que había vuelto a Rusia esta reflexión le había acompañado, pero al encontrarse de nuevo en la ciudad de su infancia resurgió con toda su viveza. Esto tenía una trascendencia especial en su caso ya que, como luego estudiaría de la mano de Vico, los hombres desarrollan sus particulares horizontes valorativos en contacto con un condicionante cultural que mediatiza la percepción que cada uno tiene de las cosas[12]. En su caso esto no era tan simple. No hay que olvidar que tras el exilio de su familia, Berlin había elegido una plataforma cultural distinta a la de su niñez, pues, nació ruso y se hizo inglés, aunque conservando su lengua materna ya que siguió leyéndola y, sobre todo, hablándola con otro niño ruso en el colegio[13]. Todo ello tuvo su reflejo en la compleja y poliédrica psicología de Berlin. Hasta el punto de afirmar éste -cuando ya era un anciano- que su compromiso personal nunca había sido con un concreto horizonte valorativo sino con varias constelaciones de valores que había seleccionado personalmente mediante el ejercicio de un voluntarismo que, en ocasiones, había sido radical[14].

 

Para el liberal que ya era Berlin por aquellas fechas en las que visitó Leningrado, aquel viaje fue una dura experiencia de introspección. Básicamente supuso la tarea de hurgar en los entresijos inconscientes de su personalidad con el propósito de explicarse a sí mismo o, si se prefiere, de analizar cómo había ido forjando su ser en función de una serie de elecciones radicales que le habían obligado a decidir entre inconmensurables. Quizá  por eso dijera dos décadas después cuando reflexionaba sobre la figura de John Stuart Mill que: “Para él, el hombre se diferencia de los animales no tanto por ser poseedor de entendimiento o inventor de instrumentos como por tener capacidad de elección; por elegir y no ser elegido; por ser jinete y no cabalgadura; por ser buscador de fines, fines que cada uno persigue a su manera, y no únicamente de medios. Con el corolario de que cuanto más variadas sean esas formas tanto más ricas serán las vidas de esos hombres; cuanto más amplio sea el campo de intersección entre los individuos, tanto mayores serán las oportunidades de cosas nuevas e inesperadas; cuanto más numerosas sean las posibilidades de alterar su propio carácter hacia una dirección nueva o inexplorada, tanto mayor será el número de caminos que se abrirán ante cada individuo y tanto más amplia será su libertad de acción y de pensamiento”[15].

 

De ahí que al volver a uno de los lugares en los que precisamente se evidenciaban más trágicamente las intersecciones que él mismo había experimentado a lo largo de su corta pero ya compleja biografía, no fuera de extrañar que tuviera la sensación de hallarse “suspendido entre el mundo tremendamente real del pasado y el irreal del presente”[16]. Leningrado suponía para Isaiah Berlin volver a los orígenes de sí mismo y confrontarse con aquel que había llegado a ser. La impresión debió de ser fuerte, pero no tanto como la experiencia que llegó a vivir unas pocas horas más tarde, cuando de repente el amor irrumpió en su vida a lomos de una pasión que vivió con tintes adolescentes.

 

5. Breve encuentro.

 

Al día siguiente de su llegada a Leningrado, Brenda Tripp e Isaiah Berlin decidieron iniciar su ruta por las librerías de viejo más afamadas. Casi al final de la perspectiva Nevsky descubrieron una que no figuraba en su lista y que estaba repleta de libros prerrevolucionarios. Su nombre era “Librería de Escritores” y la regentaba un judío que nada más entrar les invitó a pasar hasta el fondo del local, a una especie de habitación separada por un cortinón en la que se custodiaban los libros más preciados. Allí, entre primeras ediciones de Tolstoi, Dostoievski, Turguéniev y Gogol trabaron conservación con un crítico literario e historiador, Vladimir Orlov, que pronto les puso al día de cómo estaban las cosas del mundo artístico en la ciudad. Berlin preguntó por casualidad que había sido de los escritores más conocidos de Leningrado. Concretamente mencionó a Mijaíl Zoshchenko y Anna Ajmátova. La sorpresa vino a continuación. Zoshchenko estaba allí mismo, leyendo en un butacón medio desvencijado, pero el estado de salud del escritor era tan lamentable que sólo fue posible un simple apretón de manos. Más suerte parecía augurarle el nombre de la famosa poeta. Orlov le dijo que vivía muy cerca y que si quería podían hacerle una visita. Berlin se mostró encantado, pues aunque no había leído nada de ella, sin embargo, sabía por Maurice Bowra que era una de las voces más importantes de la poesía rusa y una mujer de leyenda, tanto por su talento como por su belleza, había sido amante de pintores y literatos, y amiga de Modigliani y de Ossip Mandelstam[17].

 

Una simple llamada telefónica franqueó el paso hasta ella. Brenda Tripp decidió volverse al hotel mientras que Berlin y Orlov iniciaron su paseo hasta el piso de Ajmátova. La tarde era gris y fría. Había empezado a nevar cuando llegaron a un antiguo palacio rococó situado a la vera del canal Fontanka. Allí, en el tercer piso vivía Anna Ajmátova con su ex marido, la mujer de éste y su hijo. Los esperaba en su habitación, que estaba desnuda de casi todo. Tres sillas, una mesa, un arcón y, junto a la cama, un boceto que le había hecho Modigliani durante su visita a París en 1911. Al verlos entrar se levantó majestuosa. Berlin se acercó y se inclinó como en los viejos tiempos ante aquella mujer que tenía veinte años más que él y que mostraba en el rostro y en sus gestos la desnudez del sufrimiento infligido por la tiranía a millones de víctimas.

 

Para Berlin esta relación trabada por casualidad fue “el acontecimiento más importante de su vida” porque a partir de él “concibió un odio hacia la tiranía soviética que iba a informar prácticamente todo lo que escribió en defensa del liberalismo occidental y las libertades políticas a partir de entonces”[18]. Lo que había estado buscando desde su llegada a la URSS había cobrado forma ante él. Anna Ajmátova era la expresión plástica de las penurias físicas e intelectuales de una sociedad que soportaba con estoicismo los efectos de una revolución que, sin embargo, había sido hecha para redimirla del pasado y sus injusticias. Por eso al escuchar su voz quedó atrapado por la fascinación que le transmitió alguien que lo había perdido todo pero que había sido capaz de sobrevivir en medio de todas las dificultades imaginables[19]. Ajmátova era, en realidad, la otra cara de sí mismo, pues, cuando él abandonaba Rusia en 1921, comenzaba para la poeta el itinerario de dolor que desde entonces nunca había dejado de acompañarla. De hecho, ese mismo año su primer marido, Nikolai Gumilyov, había sido ejecutado por conspirar contra Lenin. A partir de ese momento no pudo publicar y tuvo que ganarse la vida con traducciones y trabajando como bibliotecaria en un instituto agrario. Las sucesivas purgas ordenadas por Stalin fueron reduciendo el círculo de sus amigos e, incluso, su hijo desapareció durante un año para luego aparecer recluido en las profundidades del gulag siberiano.

 

Si Berlin hubiera permanecido en Rusia en vez de exiliarse probablemente hubiera compartido un destino semejante. Esta circunstancia fue lo que estimuló la empatía que desde el principio sintió hacia aquella mujer que no ocultaba sus heridas. En aquel primer encuentro, Berlin y Ajmátova hablaron de la guerra y de algunos poemas de ella. Fue una visita breve, que se interrumpió antes de tiempo por culpa de un amigo de Berlin que acudió a buscarlo desde el hotel en el que se alojaban[20]. Con todo, esta circunstancia no impidió que al día siguiente volvieran a verse y que esta vez el encuentro se prolongara hasta la madrugada. Fue entonces cuando la complicidad que había surgido el día anterior se transformó en algo más.

 

Mucho se ha hablado y discutido sobre la semana que compartieron Isaiah Berlin y Anna Ajmátova en Leningrado[21]. Baste citar ahora el poema que evoca uno de los momentos que compartieron juntos y que Ajmátova tituló En la realidad: “Y se fue el tiempo y el espacio se fue, / y de la noche blanca vi todo a través: / los narcisos en cristal en tu mesa, / y el humo azul del cigarrillo, / y aquel espejo, donde como en agua tersa, / ahora te reflejarías en su brillo. / Y se fue el tiempo y el espacio se fue… / Y que tú ya me ayudes tampoco puede ser”[22]. Más allá de la historia de amor que surgió al comienzo de la Guerra Fría entre un profesor de Oxford y una poeta perseguida por las autoridades comunistas, lo relevante de su encuentro reside en las consecuencias intelectuales que tuvo, especialmente para Berlin, ya que atribuyó a su pensamiento una beligerancia ideológica que hasta entonces se había mantenido latente o, si se prefiere, en un segundo plano. De hecho, esto se puso de manifiesto un mes después, a la vuelta de su estancia en Leningrado y tras enfrascarse nuestro protagonista en la composición de un memorando que reprodujo con precisión el estado en el que se encontraba la disidencia literaria e intelectual al comunismo.

 

6. Algo más que un memorando.

 

Isaiah Berlin ocupó el mes de diciembre en la redacción de un texto que remitió al Foreign Office. Llevaba tres meses en la URSS y su entorno de relaciones superaba con creces lo que se esperaba de él. A sus espaldas tenía ya una serie de experiencias e informaciones que le permitían emitir un análisis lo suficientemente documentado sobre cuál era el estado en el que se encontraba la intelectualidad rusa a finales de 1945. Su relación con Ajmátova había acelerado las conclusiones que hasta entonces venía madurando. Después de despedirse de ella y regresar a Moscú, se dedicó a escribir el informe. Quería ser concluyente y mostrar una imagen lo más precisa posible de la situación. No cabe duda de que consiguió este objetivo. Como señala Ignatieff al describir A Note on Literature and the Arts in the RSFSR in the Closing Months of 1945, el texto de Berlin logró transmitir a los lectores de Whitehall la sensación de que los únicos portavoces aceptables de la cultura rusa seguían siendo los miembros de una intelectualidad prerrevolucionaria envejecida, pero elocuente, “profundamente civilizada, sensible y exigente que no se dejaba engañar” por el régimen. En realidad, Berlin elaboró un memorando extraordinariamente ambicioso: una “historia de la cultura rusa en la primera mitad del siglo XX, una crónica de la malhadada generación de Ajmátova. Era probablemente la primera exposición occidental sobre la guerra de Stalin contra la cultura rusa”. De hecho, en cada una de sus páginas se advertía “la huella de lo que Ajmátova –y también Chukovsky y Pasternak- le dijeron sobre sus experiencias en los años de persecución”[23].

 

Para Isaiah Berlin, la URSS que conoció durante aquellos meses era una tiranía que proscribía la creación y toda manifestación de la libertad espiritual o personal. De hecho, la crítica al régimen o la disidencia tan sólo podían desenvolverse secretamente. La lógica totalitaria imponía una violencia homogeneizadora que estaba al servicio de una estructura social planificada donde los rasgos individuales no tenían cabida. La sociedad soviética no exteriorizaba ninguna pluralidad. Bajo sus leyes no había margen para poder elegir, ni siquiera a los amigos. Todo estaba férreamente administrado. La complejidad se laminaba a todos los niveles y no había margen de maniobra para esa diferencia que identifica naturalmente a los hombres. En la URSS no operaba la dinámica del pluralismo. Se gobernaba por un monismo que había decretado por la fuerza una cosmovisión total que daba respuesta a todas las preguntas, constituyendo un todo coherente que desterraba cualquier posibilidad de conflicto. Como le había reconocido Ajmátova durante una de sus conversaciones: “Usted viene de una sociedad de seres humanos, mientras que nosotros aquí estamos divididos entre personas y [verdugos]”[24].

 

En la URSS las metas eran colectivas y nada por debajo de ellas era tolerado. Bajo una estructura así, la indecencia institucional tenía sus consecuencias: la vulneración constante de una escala axiológica de valores fundamentales que llegaba incluso a la negación de la idea misma de humanidad. Al igual que había sucedido en la Alemania hitleriana, el comunismo había logrado introducir un sistema que proscribía sistemáticamente los derechos humanos. El objeto de sus instituciones no era otro que humillar a las personas e imponerles un espacio público dentro del que no pudiera darse nunca una coexistencia de valores que fueran dispares entre sí[25]. Desprovisto de un entorno de justicia razonable, el determinismo ideológico en el que se fundaba el marxismo había fijado un monismo que unificaba la existencia del conjunto de la sociedad. De este modo, en la URSS operaba una visión antropológicamente materialista que despreciaba todo aquello que no estuviera al servicio último del triunfo de la revolución. En realidad, era un formidable Leviatán que había sido capaz de edificar su poder sobre la base de un sufrimiento colectivo infligido a un pueblo al que se unificaba a la fuerza, o si se prefiere, a golpes de violencia, mentira y manipulación utópica.

 

Hasta aquí nada nuevo. En el fondo, Isaiah Berlin ya sabía todo esto después de haber estudiado durante casi seis años el pensamiento de Marx. Con todo, el paréntesis temporal que pudo vivir en la Rusia de Stalin a finales de 1945 y, particularmente, la relación que entabló con Anna Ajmátova, le descubrieron toda la crudeza que encerraba la práctica totalitaria en el que incurría el comunismo. De hecho, en Pasternak y, sobre todo, en Ajmátova, encontró cristalizado el testimonio de aquellos que padecían cotidianamente un régimen que no admitía discrepancias ni disidencias a la verdad oficializada mediante el terror y la propaganda. Gracias a la experiencia personal que cosechó de primera mano durante su estancia al otro lado del Telón de Acero, Berlin extrajo una conclusión que al cabo de los años llegaría a demostrar toda su certeza: que la batalla que la sociedad rusa libraba todos los días con su resistencia al comunismo impedía que éste fuese inevitable. ¿No le habían dicho Pasternak y Ajmátova que durante la guerra los soldados rusos se transmitían de memoria sus versos a pesar de que estaban prohibidos? Es más, ¿acaso los prisioneros del gulag no habían sido capaces de coser “los poemas de Ajmátova encuadernados con corteza de tronco de abedul” y llevarlos “consigo entre sus harapos”?. En todos estos hechos, pensaba Berlin, se ponía de manifiesto el deseo de mucha gente de hacer el esfuerzo de seguir viviendo de pie, esto es, manteniendo la orgullosa verticalidad que, según su amigo el poeta Auden, identificaba la esencia de la dignidad del hombre. Y es que detrás de cada uno de esos hechos estaba el deseo de elegir por sí mismo, de fijar unas metas que colisionaban frontalmente con las establecidas por el poder. Por eso, pensaba Berlin, “la cultura rusa” tarde o temprano “rompería algún día sus grilletes soviéticos” y sería libre[26].

 

Y es que para el que luego llegaría a ser un aventajado discípulo de Herder, el ideal de una sociedad perfecta estaba abocado al fracaso. Era, como explicaría después en Vico y el ideal de la Ilustración: “un intento de soldar atributos incompatibles: características, ideales, talentos, propiedades, valores que pertenecen a normas diferentes de pensamiento, acción, vida, y por lo tanto no pueden ser desprendidos y unidos en un todo”[27]. Su relación con Ajmátova lo había demostrado y el tiempo evidenciaría también la imposibilidad de que pudiera mantenerse la estructura monista sobre la que se sustentaba el comunismo. Quizá por eso mismo Anna Ajmátova escribió refiriéndose a sus encuentros con Berlin que: “No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”[28].

 

7. Despedida en forma de addenda.    

 

La tarde del 4 de enero de 1946 se vieron por última vez. Berlin había llegado de Moscú e iba camino de Helsinki. Volvía a Inglaterra y tomaba la ruta que siguió con su familia cuando se fueron al exilio. Había entregado ya su memorando y antes de abandonar el país quería despedirse de la mujer que había sido su primer amor. El encuentro fue breve, un intercambio de regalos y unas pocas palabras. Él le entregó un ejemplar en inglés de El castillo de Kafka y una antología de poemas de los hermanos Edith, Osbert y Sacheverell Sitwell que había sido publicada en 1930. Ella, a su vez, le regaló varios ejemplares de su poesía, todos ellos dedicados. Uno de los libros tenía incluso un poema que había compuesto expresamente para él. Su historia de amor quedó sellada con una despedida escrita en la que Ajmátova le decía a Berlin: “Sabes muy bien que no voy a celebrar / el día más amargo de nuestro encuentro. / ¿Qué dejarte en recuerdo? / ¿Mi sombra? ¿De qué puede servirte un fantasma? /”[29].

 

De este modo concluyó una relación que para ambos fue uno de esos sucesos inesperados que generan consecuencias que perduran toda la vida. Cabe preguntarse si cuando se despidieron no quedó prendida del ambiente la promesa de algo más. Es posible. Mario Vargas Llosa cree que hubo incluso algún proyecto a largo plazo que podía haberles unido de manera permanente[30]. Si fue así, el tiempo enfrió aquella vivencia y acabó alojándola en el recuerdo. Ajmátova mantuvo viva la llama de aquella relación durante mucho tiempo. Berlin no tanto. Poco a poco fue envolviéndose en un silencio que tan sólo rompió muchos años después, cuando en 1965 logró que la Universidad de Oxford homenajeara a la poeta rusa con el doctorado honoris causa. Fue entonces cuando se produjo el reencuentro entre ambos, pero no tuvo ninguna consecuencia salvo la alegría de volver a verse después de dos décadas. Con todo, la influencia que ejerció Ajmátova sobre Berlin fue enorme en términos intelectuales. A partir de su vuelta definitiva a la Universidad en abril en 1946, la mayor parte de su actividad académica se localizó en combatir con la fuerza de las ideas al totalitarismo. De hecho el objetivo principal de su pensamiento fue desde entonces estudiar cuáles eran los fundamentos y la proyección de la libertad en la historia[31]. La influencia que sobre esta decisión tuvo su relación con Ajmátova es evidente. Sobre todo porque a su lado aprendió aquello sobre lo que luego él se pasó el resto de su vida teorizando: que “la historia podía verse obligada a ceder ante el puro tesón de la conciencia humana”[32].



[1] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, Madrid, 1999, p. 74.

[2] Ibíd., p. 87.

[3] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993, pp. 19-20.

[4] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., 191.

[5] I. Berlin, El fuste torcido de la humanidad. Capítulo de historia de las ideas, Península, Madrid, 1992, pp. 42-43.

[6] I. Berlin, Karl Marx, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 158.

[7] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 201.

[8] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1993, pp. 138-139.

[9] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 205.

[10] Ibíd., pp. 205-206.

[11] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 20.

[12] I. Berlin, Vico y Herder. Dos estudios en la historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 99-104.

[13] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 21.

[14] I. Berlin, Between Philosophy and the History of Ideas: a Conversation with Stephen Lukes, multicopiado, p. 38, citado por J. Gray, Isaiah Berlin, Novatores, Valencia, 1996, p. 204, nota 17.

[15] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit., p. 249.

[16] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 206.

[17] Ibíd., pp. 207-208.

[18] Ibíd., p. 230.

[19] I. Berlin, Personal Impressions, Hogarth Press, London, 1980, pp. 233.

[20] Ibíd.., pp. 238-239.

[21] G. Dalos, The Guest From the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, Murray, London, 1998, pp. 25-27.

[22] A. Ajmátova, Réquiem y otros poemas, Alfar, Sevilla, 1993, p. 164.

[23] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[24] I. Berlin, Personal Impressions, cit., p. 237.

[25] A. Margalit, The Decent Society, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 1.

[26] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[27] I. Berlin, Contra la corriente. Ensayo sobre historia de las ideas, FCE, México D. F.,  1992, p. 198.

[28] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

[29] Ibíd.., pp. 224-225.

[30] M. Vargas Llosa, “El huesped del futuro”, en El País, 18-diciembre-2005.

[31] R. P. Hanley, “Berlin and History”, en G. Crowder y H. Hardy (eds.), The One and the Many. Reading Berlin, Prometheus Books, N. York, 2007, pp. 159-180.

[32] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

Escrito en Lecturas Turia por José María Lassalle

Bodas

19 de enero de 2017 12:00:52 CET

Llegué tarde al convite de la primera boda a la que me invitaron ese año y no comí nada. Algunos amigos nos pusimos de acuerdo para hacer un bote y comprar un regalo realmente útil, por ejemplo un jamón ibérico de bellota. Los novios no tenían necesidades económicas y no hicieron lista de boda en El Corte Inglés. Les daba asimismo igual que pagaras el cubierto. El grupo de amigos que íbamos a regalarles a los novios algo realmente útil pasamos tanto tiempo intercambiando correos y definiendo qué es la utilidad que al final no les regalamos nada. Puesto que, como ya he dicho, los novios no tenían necesidades económicas, no me sentí culpable. La segunda boda del año se celebró en la terraza del Ada Palace de Madrid. Hacía calor y sirvieron infinitos canapés. Fue una boda de alta alcurnia. Comí hasta verme obligada a desabrocharme el vestido y apenas bailé, pues unos zapatos de tiras me martirizaban los pies. Ello no impidió que volviera a mi casa andando; era incapaz de meterme en la cama con todos esos canapés diluyéndose en mis jugos gástricos. Para el regalo, acordé con la ex mujer de un amigo comprar a medias un set de coctelería. Nuestra idea era esperar a que los novios volvieran de su luna de miel y presentarnos en su casa con el set para estrenarlo en una cena. La ex mujer de mi amigo y yo manteníamos una relación superficial, y a las dos nos costaba encontrar un día libre para llevarles el juego de cóctel juntas. Siempre teníamos cosas mejores que hacer. Pasaron los meses, luego un año. En ese tiempo no hubo más bodas; por separado nos excusábamos ante la pareja por no haberles entregado el obsequio. Los recién casados al principio también se excusaban; tras la boda y el viaje, habían hecho varias estancias en el extranjero (ella estaba terminando su doctorado en París), y tampoco encontraban tiempo para las reuniones sociales. Más tarde dejaron de excusarse, y nosotras de hablar del regalo. Los veíamos cada vez menos; el marido llevaba su anillo, la esposa se lo había quitado porque no le gustaba que la consideraran una mujer casada. Me sentí culpable no por no haberles regalado todavía nada (aunque yo había pagado mi regalo, es decir, ese regalo existía), sino por pensar que ellos opinarían que me importaban muy poco si, habiendo comprado el regalo, no era capaz de quedar con la ex mujer de mi amigo para llevárselo. Supongo que la ex mujer de mi amigo, que tenía el set de coctelería en su casa, se sentía aún peor que yo.

Cuando ya me había olvidado de esa boda me invitaron a otras. Se casó una prima con la que me llevo mal y que no nada en la abundancia. No le hice ningún regalo porque no hacía falta: mi padre le había soltado una cantidad considerable de dinero, y yo le había dejado el anillo de diamantes de mi madre, muerta poco antes. Lo hice enfadada porque sabía que esta prima, que culpaba a la parte paterna de su familia de no haber impedido que su padre dejara a su madre y creía merecérselo todo por considerarse una víctima, no iba ni siquiera a darme las gracias por haberle prestado un anillo que ya no era de mi madre, sino mío. En la boda no se acercó a la mesa donde estábamos sentados quienes pertenecíamos a la rama de su familia paterna. Ella pasaba delante de nosotros una y otra vez, bella porque es realmente hermosa, y ridícula porque caminaba imitando el paso de las modelos, con la cabeza alta y el gesto desdeñoso, luciendo sus atuendos gracias al dinero que le habían dado la parte de la familia a la que odiaba y a la que no se dignó a saludar, y gracias también a mi anillo de diamantes, que lucía como si no fuese yo la que se lo había prestado, sino el fantasma de mi madre. La agradable noche estival se llenó de ruindad y dolores antiguos. En silencio contemplamos la selección de fotos de la novia, que comenzaba cuando su familia no era disfuncional y su hermano aún vivía. No estaba claro si esa selección de imágenes del pasado nos invitaba a reconciliarnos o servía para acentuar su condición de víctima, lo que nos hacía a nosotros, su familia paterna, aún más verdugos. Quizá no era ni una cosa ni otra, quizá ese álbum estaba ahí como mero testigo, pues lo cierto es que no se podía impugnar la selección de fotos ni acusarla a ella de manipuladora. De veras eran hechos felices y cotidianos acaecidos cuando las familias no estaban peleadas ni asoladas por la muerte de los dos únicos miembros capaces de mediar entre nosotros: el hermano de mi prima y mi madre. El convite se celebraba en el patio de un cortijo. Era un sitio bien elegido, bello y modesto, rodeado de olivos entre los que caminé de madrugada con los primos de esta prima, con quienes yo solía alternar en las vacaciones estivales. Nos habíamos ido de la fiesta porque no soportábamos la música hortera que siguió al baile nupcial. Llegué a las cinco de la madrugada y dormí mal, con el estómago revuelto por las mezquindades de las dos familias. Eso incluía de manera preeminente las mías. Me levanté a las siete de la madrugada para vomitar. Me dije que aquella iba a ser la última vez que yo me relacionara con aquella prima y con su madre, y no por rencor o incomodidad, sino por el asco que me producía contemplar mi bajeza. Antes de la boda, estuve convencida de que mi prima y su madre serían capaces de simular que habían perdido el anillo de diamantes de mi madre para quedarse con él. Este pensamiento me avergonzaba, pues sabía que la posibilidad era remota, pero no podía evitarlo. Había sentido durante demasiado tiempo el rencor de mi prima y de su madre, y no podía sino suponerles una vileza que era el espejo de lo que yo era capaz de imaginar sobre ellas desde mi vileza y mi rencor.

Tras esa horrible boda vino la de uno de mis mejores amigos de la infancia. Se casaba en Manzanares. Hasta ese momento, yo había podido sortear casi todas los enlaces que se celebraban fuera de Madrid, donde vivo, porque ninguno de mis mejores amigos, actuales o antiguos, se había casado. Si no tengo una relación muy estrecha con alguno de los contrayentes o un compromiso familiar ineludible, como el de la prima con la que no me hablo, jamás me desplazo a otra localidad para ir a este tipo de celebraciones. Ésta era una boda tradicional, por la Iglesia, con muchos invitados y lista de regalos en El Corte Inglés. No tenía amigos comunes a los que unirme para comprar algo de la lista (la única persona que también fue amiga de este amigo que ahora se casaba era mi primo, el hermano de la prima con la que no me hablo, y que murió). Lo más barato eran unas maletas de 200 euros. Yo no estaba bien de dinero. Le pregunté a una amiga, casada y con tres niños, cuánto era el mínimo para no quedar mal. Siempre supongo que una casada con hijos sabe más sobre bodas que una soltera sin hijos, como yo. Mi amiga me dijo que ella era una rata y que no daba más de 50 euros. Hice mis cálculos a partir de la información que me había facilitado la que se acusaba de rata. Yo no quería quedar como una rata, y puse 100 euros en la lista de El Corte Inglés. Era razonable pensar que el doble de 50 te excluía de que te considerasen avara. Además, tenía que pagarme el alojamiento en Manzanares y el viaje; esperaba que mi mejor amigo de la infancia fuera comprensivo. Ocurría no obstante que yo ya no solía hablar a menudo con mi amigo, y cuando lo hacía no le mencionaba mi situación económica. Tampoco sabía mucho sobre la suya y sólo podía hacer suposiciones tales como que se había comprado un piso cuando casi nadie de mi generación puede permitirse adquirir una vivienda, si bien esta vivienda estaba en una zona modesta de una ciudad de provincias. Mi amigo trabajaba, junto con unos cuantos empleados más, en un negocio familiar. Yo podía pensar que si el negocio le daba para varios sueldos, una casa y una boda, no tenía una mala situación, lo que no significaba que fuera buena. Podía ser normal, o regular, y en todo caso ya era significativo que hubiese una lista de boda en El Corte Inglés. Mi amigo, además, había llegado a mencionarme que estaban tratando de no despedir a nadie. Me presenté en la boda con el mismo vestido que había lucido en dos convites anteriores. La iglesia era blanca, con un altar barroco de pan de oro; no recuerdo qué dijo el cura porque doy por hecho que los curas sólo dicen variaciones de lo mismo y no les escucho. El banquete tuvo lugar en un castillo convertido en restaurante. Se trataba de un sitio discretamente lujoso, como un parador sin parafernalia. Estaba segura de haber cubierto con mis 100 euros lo que costaría una cena en Manzanares, y de que incluso sobraría algo para que los novios pudieran tomarse un pisco sour en Lima –se iban a Perú de luna de miel-. Cuando empezaron a pasar bandejas de un exquisito jamón comenzaron unas dudas que la cena empeoró. Los entrantes y el pescado eran de calidad; de carne sirvieron un ternísimo lechón ibérico asado. El regalo de los novios consistió en botellas de aceite de oliva virgen extra y vino de Valdepeñas. Aunque el aceite y el vino no fueran caros, se trataba de un buen obsequio, a diferencia de las necesarias pero famélicas pulseras de plástico contra el cáncer que había repartido la prima que me caía mal (su hermano había fallecido a causa de un cáncer de estómago). Comí jamón, comí pescado, comí cerdo. No sobró nada de mis platos y sólo renuncié al postre. Durante la cena, la hermana de mi amigo me preguntó sobre la boda de mi prima, de la que se rumoreaba que había sido tensa. Le contesté que en efecto en la boda había cuchillos debajo de las mesas. Pensé asimismo, aunque esto no se lo dije, que en muchas bodas lo de menos es celebrar la unión, y que lo que más cuenta es lo que los contrayentes y sus familias quieren demostrar a los invitados. Cuanto más acomplejados o rencorosos son los novios, más sirven las bodas como mecanismos de resarcimiento e incluso de escarnio. Me escabullí tras el baile nupcial, y cuando me acosté sólo conseguí marear la cama, que a oscuras se confundía con mi buche, donde la comida se revolcaba, y con mis pensamientos sobre lo que costaban los tres ricos platos y los entrantes. Estaba ya convencida de que mis 100 euros ni siquiera habían bastado para costear mi cubierto. Mi amigo comprobaría que en la lista de El Corte Inglés mi nombre iba seguido de una cantidad miserable. Para torturarme más, al día siguiente, ya en Madrid, me dediqué a averiguar en foros de Internet cuánto era el mínimo que se debía dar en las bodas para no quedar como la rata de mi amiga. Concluí que eran 150 euros. Tenía los párpados llenos de petequias, pues en mitad de la noche había vomitado el lechón, el pescado, el jamón y el vino.

La siguiente boda se celebró en el Museo del Traje, en Madrid. El novio se casaba por segunda vez; ella por primera. Se preparó un acto a la americana, en el que el novio, la novia, el hermano del novio y la hermana de la novia soltaron unos breves, simpáticos, tópicos y emotivos discursos. A la novia se le rompió la cremallera del vestido y tuvo que llamar a la modista; la ceremonia se retrasó una hora, en la que los invitados esperamos en los jardines bebiendo vino. Cuando llegaron los novios, ya estábamos un poco borrachos. Los novios no tenían necesidades económicas, así que podía regalarles cualquier cosa que se ajustara a mi presupuesto. No me resultó pesado esperar a la novia porque había muchos amigos con los que hablar. Yo llevaba unas sandalias cómodas, unos pantalones negros, una camisa de seda cruda heredada de mi madre; quienes se me acercaban me decían que había escogido un look oriental, y yo les explicaba que lo único que tenía para ponerme era un vestido que ya lucí ante ellos en una boda anterior, razón por la cual había tenido que improvisar esa facha de jarrón japonés, o chino. Lo que secretamente deseo cuando me invitan a una boda es vestirme como un señor, con un traje de chaqueta y una corbata, el pelo recogido en una cola prieta. Las bodas son el único sitio donde podría satisfacer mi deseo de ir de etiqueta a la manera de un hombre. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, había comprado un set de coctelería que entregué poco después del convite; en mi rapidez había un deseo de reparar la desidia que había tenido a la hora de darles el otro set de coctelería a los otros novios (de hecho, a día de hoy creo que ese set aún sigue en casa de la ex mujer de, precisamente, este amigo al que le entregué el segundo set). La boda transcurrió tranquila, y cenamos canapés en los jardines. La comida no fue muy abundante; por primera vez tras una boda, llegué a mi casa sin ganas de vomitar. Incluso tenía hambre.

Para la siguiente boda tuve que desplazarme a Jaén. Cuando se acercó la fecha, la novia escribió dos e-mails con profusas indicaciones para los invitados. Los e-mails estaban llenos de signos con los que la contrayente expresaba pequeños ataques de entusiasmo. Por ejemplo, a “¡Qué fotos más estupendas van a salir…!” le seguía un :D; “¿con qué os identificáis más, con la armonía, los acordes y los grupos de instrumentos, o con las melodías y el ritmo?” y “¡y bienvenidas pamelas, sombreros y tocados…!” iban seguidos de ;), mientras que a “DJ’Nono” y “¡Antes muertas que sencillas…!” le acompañaba un ^^ que me hizo guiñar los ojos. Los novios habían preparado una ceremonia repleta de “sorpresas y momentazos”, y confiaban en que iba a ser un día “pleno de emociones”. Las emociones consistían en varios cánticos no religiosos que salpicaban la ceremonia, en actores que se levantaban en mitad de la función para declamar textos de Chéjov y de Lope de Vega y en sendos discursos de los novios sobre el amor. El novio fue discreto: dijo que cuando alguien le preguntaba si había encontrado a su media naranja contestaba que se había topado con una fruta completamente distinta. La novia, mi amiga, se había preparado unos cuantos folios, y cuando iba por la mitad de su sermón empecé a desear que se hubiera casado por la Iglesia, pues al menos no tendría la tentación de criticarla a ella por la homilía, sino al párroco. Se había propuesto darnos a todos unas cuantas lecciones. Dijo que el amor consiste en elegir a personas completamente distintas a ti, pues sólo alguien diferente va a ponerte a prueba (¿y qué es el amor sin pruebas?) y te va a permitir aprender lo que necesitas. Quienes eligen a sus iguales, señaló, son personas cómodas que no asumen riesgos, y puesto que el amor es un riesgo, queda claro que esas personas son incapaces de amar. Por otra parte, continuó, tampoco hay amor en esas parejas que llevan toda la vida casadas y que se limitan a criar hijos, traer dinero a casa y ver la televisión por las noches: esa gente son muertos en vida que han renunciado por comodidad y estupidez a la Gran Tarea del Amor (la boda estaba llena de familiares del novio y de la novia cuyo aspecto no hacía pensar en grandes gestas, y sí en sudor, piaras de hijos y tedio consensuado en el mejor de los casos; no pude evitar el pensamiento de que el amor estaba más bien del lado de esas manos callosas y resignadas). El amor, siguió diciendo mi amiga, tampoco es sinónimo de enamoramiento, y quien lo busca en los chisporrotazos del principio de una relación está condenado a quedarse en la superficialidad, en bobas pasiones que conducen no al amor, sino a la inmadurez emocional, la neurosis y el autoengaño. El amor, finalizó, es la construcción de dos personas para llegar a ser mejores de lo que eran cuando estaban solas. A ella además le gustaba decir que había conocido al que iba a ser su marido cuando estaba preparada para amarle, porque sabía que ese iba a ser el reto más difícil y estimulante de su vida. Ese día vomité incluso antes de llegar a la pensión donde pernoctaba. Me tuve que ir al hotel de en frente para que ningún invitado me viera salir congestionada y con el rímel corrido del váter.

No es que este recuento de bodas, más bien escaso, me convierta en una experta. Sin embargo, creo que puedo sacar algunas conclusiones a modo de recapitulación. La primera es que las bodas no cambian tu relación con la persona que te ha invitado. No vas a pensar mejor de ella ni de su boda aunque se haya esforzado por hacer una celebración apoteósica y por facilitárselo todo a los invitados. Tampoco vas a pensar peor. Las bodas son el reflejo de las aspiraciones de quienes se casan, tanto materialmente (no he ido a ninguna boda en la que los novios hayan desistido de toda pompa, si bien creo que pocos reconocerían la importancia que le dan), como en lo que se escenifica (las novias quieren estar tópicamente guapas; los novios dan menos juego, y lo que puede observarse en ellos es su grado de aceptación de las convenciones). Por otra parte las bodas rara vez están relacionadas solo con el amor. Asimismo, se puede señalar que hay una queja general de lo mucho que se come en un convite nupcial, y también cuando la comida no cumple con la abundancia que todo enlace promete, sobre todo para aquellos que están a régimen y han decidido saltárselo. Esas personas se van decepcionadas a casa y a su nevera, llena de lechugas y yogures desnatados. En relación a lo anterior, cabe añadir aquello por lo que mucha gente reniega cuando son invitados a una boda: que son pesadas y poco saludables. Los gruñidos se multiplican cuando el evento sale por un ojo de la cara y encima no hay compensación por acudir, sea porque no conoces a casi nadie (o sí pero no te cae bien, o te resulta indiferente), sea porque te viene fatal (llegaste al convite con estrés porque apenas descansaste el último fin de semana, y saliste de la boda peor de lo que llegaste y con 400 kilómetros encima), sea porque perteneces a la parte de la familia que alguno de los novios odia (y en consecuencia te odian buena parte de los invitados). La conclusión más importante es que suele ser mentira que estés invitado en el sentido más cotidiano de la palabra, que es el de que te conviden, ya que, por lo menos, debes pagarte el cubierto.

Habida cuenta del horror con el que suelen acogerse las bodas, propongo que las invitaciones se planteen de otra manera. Por ejemplo:

Queridos familiares y amigos:

Hemos decidido casarnos y nos gustaría celebrar una boda tradicional, con un banquete en un sitio agradable y sin tener que comprar un vestido de novia de segunda mano ni alquilar un esmoquin. Los tiempos están difíciles, y por ello apelamos a vuestra ayuda para poder promover el evento. Vamos a poner toda nuestra ilusión en organizarlo de la mejor manera para que vuestras aportaciones hagan de este día algo inolvidable para todos.

Os rogamos que no os sintáis culpables si no podéis contribuir. Será una pena que no nos acompañéis, aunque al mismo tiempo estaremos felices por no haberos obligado a afrontar gastos extra.

Podéis hacer vuestra aportación en este número de cuenta XXXX (hemos fijado un mínimo de X euros para cubrir el cubierto).

Os rogamos que pongáis vuestro nombre en el ingreso para poder confirmar vuestra asistencia.

 ¿Acaso no se movilizarían con mejor humor los invitados si considerasen la boda como una empresa suya?

Sin embargo, es probable que este tipo de invitación complicase aún más el problema. Y es que, ¿no ocurre que, si se plantea la cuestión con honestidad, crea mayores obligaciones?

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

Principio de exclusión

13 de enero de 2017 12:35:22 CET

Wolfgang Pauli



El cuervo que a sí mismo

se quitó los ojos

no quería ver la asimetría

de aquellos números,

temía la desigualdad invencible,

ese ordenamiento inverso

que comporta

la impenetrabilidad

de la materia.

Vano es, pues, el intento de los míos

si no puedo incorporarte.

¿Quién mira, al fin?

¿Quién modifica el movimiento?

¿Quién expresa lo que queda dicho?

Derrotada la razón

por el poema

que nadie sabe cómo se escribió,

una vez más

planea en el aire

la sombra de la letra griega.

 

Pero ya Odiseo, el que no se detenía,

se hizo llamar “nadie”...

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

Dentro de cualquier Atlántico

13 de enero de 2017 12:27:21 CET

Dentro de cualquier Atlántico hay una piscina iluminada. Una zanja cuyo fondo es fango y ciénaga sin más vida que su sombra cuando el sol se inclina. Sigo los pasos del mapa. Pero olvido el mapa. Encero el suelo de barro y escribo sobre lo que no sé hablar. No. Escribo sobre la que no sabe hablar. Un yo denso de hábito arbustivo. Ese yo que no es más que una cepa rarificada sin ese que no se sabe. Hablar. Una pequeña palabra. Un . Un no sabe. ¿Qué no sabe? Leer el mundo. No sabe leer posos de piscinas. Ver su carácter al fondo. Hay tres filas de dos puntos al horizonte. Tres puntos en vertical debajo. Debajo estoy yo. Soy la que no sabe hablar. Hablar dentro del no hablar. Que es lo mismo que hablar para no escribir por ejemplo que soy un cuadernillo rubio donde plagiar espirales idénticas. Patrones. Patrones del que sigue mi mano primera. Un boj. Dos boj. Tres boj. Patrones concluyentes. Dentro de la zanja hay un lobo enganchado a mi nuca. Eso sí es un patrón concluyente. Borra mi cabeza porque ya soy otro cuento dentro de este cuento. Grita. Blancanieves está preparando una tarta. Ella dice que escribir es el gerundio de un enano. Más lejos no hay fonética. La vida es un borrador. Un boceto calvo en el que repetimos patrones de barcos que no tienen patrones ni moldes de madre. No hablo. No me gusta hablar. Mientras la voz del me da vueltas el yo. Escribo que soy la que escribe sobre aquello que no sabe hablar. No. Sobre aquella que no sabe hablar. ¿Escribir plurales? Femenino singular que no se sabe si no escribe. Escribo entonces para lavar a mano las palabras. Palabras pequeñas como . Pro-nombres que pronombran depósitos de agua. Escribo para restaurar el orden. En-cubierta. Camino en cubierta sin voz. Camino y el pasado camina conmigo y es un tiempo mononucleado. El grito está vivo. Hace mucho tiempo allí no había nada. Aquí el miedo me mantiene ilesa. Mientras, Blancanieves destruye la métrica con sus manos macrófagas. El fin anunciado de toda escritura... a mano.

 

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Ruiz de Viñaspre

Ni siquiera monstruos

13 de enero de 2017 10:41:56 CET

Sombras que se deslizan bajo mi ventana. Ahí fuera: ruido de motores, ladridos, frenazos deportivos, politonos de móviles. Aquí dentro: noticias de actualidad, teletipos, última hora, y en medio de todo este nerviosismo, zas, salta la foto de un niño. Hoy. Es un niño guerrero, africano, de unos siete u ocho años, no más, que posa vestido con uniforme de soldado, pantalones de camuflaje que le quedan anchísimos y se le escurren, boina ladeada, botas mar­cia­les, mirando desafiante a la cáma­ra, ¿me estás amenazando tú a mí?, un cigarrillo colgado del labio, va armado con un lan­za­lla­mas casi más grande que él, dispuesto a quemarlo todo, a arrasar con todo: la aldea, la es­cue­la, su familia, el planeta en­te­ro, un tenedor que ha llegado hasta sus pies, empujado por el río. Sus ojos, sin embargo, y es lo terrible de la instantánea, siguen siendo inocentes, de una pureza satinada.

Oh boy.

Este niño asesino da miedo, no por lo que pueda hacer, sino por lo que antes le han hecho a él. Para que este niño sea capaz de matar, han tenido que matarle a él primero. Secarle el corazón a base de drogas, borracheras, palizas y vejaciones sexuales. Extirparle la sonrisa. Desviarle la sangre y colocarle, en su lugar, una bolita de plomo. Es el mundo en que vivimos. Hoy. Siete u ochos años. No hay otro.

Quemarlo todo. Y después sentarse a fumar un cigarrillo, dos cigarrillos, ¿quieres tú uno?, con toda tran­qui­lidad, sobre los escombros calientes del Vaticano.

El miedo tiene una ventaja sobre el valor: que siempre es sincero. No engaña.

Detroit. Hoy toca hablar de Detroit, acordarse de Detroit, en el estado de Michigan, no sé por qué. Detroit está en bancarrota. Es una ciudad fantasma, un urbanismo de huecos, en el que apenas vive nadie, aparte de unas cuantas hordas de policías sin control, asolada por los chillidos de ratas. Las calles son túneles de una mina de carbón a cielo abierto, el Chernóbil del ca­pi­ta­lis­mo. El gobierno, si te instalas en aquel verte­de­ro de almas, te regala una casa. Cuatro pa­re­des ruino­sas, imagi­no, un charco tóxico de césped, todo roto, negro, traumatizado. Cochambre por todas partes. Cañerías retorcidas. Un tablero de ajedrez empotrado entre dos árboles, con agujeros de bala. En el aire flotan centenares de plumas diminutas, parece un exterminio de aves a gran escala. Puedes respirar en Detroit todo el oxí­ge­no que desees, eso sí, sin res­tric­cio­nes. El gobierno te permite atascarte los pulmones con todas aquellas plumas.

En Detroit llueven gallinas.

Detroit no es una metáfora, sino una realidad palpable. Algo que suda y sangra y vomita, acurrucado en un portal, con tiritona y una aguja clavada en el brazo. Quizá un destino, una sobredosis del mundo moderno o un lugar de vacaciones ideal para enfermos terminales o de­sem­plea­dos, véngase usted una temporada a Detroit y tráigase a su familia, con todos los gastos pa­gados, verá qué bien, nosotros le invitamos. ¿Nosotros? ¿Quiénes somos nosotros? No­so­tros, ya sabe usted, la Marca, la única que existe, para la que todos trabajamos de un modo u otro. Usted y yo, por ejemplo. Todos nosotros. La Marca Única. Por lo demás, no hay metáforas, la metáfora no existe, todo es atroz­men­te literal.

Un tren. Acaba de pasar un tren, impulsado por un largo pitido. Noto en el suelo la onda vibratoria que sube hasta mis rodillas, coquetea con la tapa de la tetera, con las hojas del té ya frías, la carpeta con mis anotaciones, recortes de periódicos, informes médicos, dibujos y mensajes enviados por los niños desde tan lejos, ahora, con su caligrafía gorda de colorear monstruos. Hablan mucho de monstruos, de cómo son los monstruos, papi, de si los monstruos planean atacarnos o no, papi, con sus naves espaciales y sus ojos que echan chorros de rayos gamma, y en qué momento. Su nueva casa les gusta, dicen, porque desde un rincón del piso de arriba pueden ver un triángulo de arena en el que hacen caca los perros, y eso les en­tu­sias­ma. Que un perro haga caca en la vía pública, a la vista de todos, eso es algo fabuloso. Mi exmujer va a casarse de nuevo. Eso pone el mensaje. Ellos tendrán pronto –o tienen ya, no lo sé– un nuevo padre. Dos padres. Un padre duplicado. El otro y yo. No me lo esperaba, soy re­por­te­ro grá­fi­co, cazador de fotos, carezco de ima­gi­na­ción para in­ven­tar­me nada.

Ni siquiera monstruos. 

Detroit y yo. Ambos somos tan reales. Una foto. Demasiado reales, diría. Existimos aquí y ahora, en este punto concreto del universo. Desde el espacio un satélite nos podría fo­to­gra­fiar, re­trans­mi­tirnos en directo a cualquier rincón del globo. Todos estamos en todos lados, ahora, sin necesidad de movernos; milagros del yo tecnológico. Todos estamos en parte tristes, en parte alegres, en parte solos. Otra foto. Y otra más. Un avión desovando bombas. Estatuas gigantes de Buda en medio de la selva en llamas. Cientos de rostros, de manos, de eya­cu­la­cio­nes, una ola humana que crece y palpita, con su cenefa de espuma sucia, hasta desbordarse; una calle de Beirut con bi­ci­cle­tas y mariposas, la posibilidad de ser feliz o desgraciado en cualquier sitio, la alegría de un río, la soledad de la viuda, los zapatos del muerto colocados con todo cuidado encima del ataúd. Alguien (pero, ¿quién?) tuvo la de­fe­ren­cia de abrillantarlos hasta el mareo, se tomó la molestia de anudar los cordones en lazadas virtuosas, medir la distancia exacta desde las punteras hasta los bordes del féretro, para que quedasen simétricos, todo tan calculado y perfecto que casi entraban ganas de gritar. Y allí quedó expuesta, en el centro de la capilla ardiente, entre gimoteos de plañideras, aquella obra maestra de la ciencia fu­ne­ra­ria: los zapatos de un hombre muerto en­ci­ma de su ataúd.

Pregunta: ¿cuántas palabras se necesitan para nombrar la perplejidad? ¿Cuántas?

Titular: las autoridades chinas han decretado oficialmente que los baños públicos de Pekín no podrán tener más de dos moscas.

Hasta dos moscas es legal. Una más, y a partir de ahí se extiende el territorio convulso de la ilegalidad, los sobornos, las delaciones, el crimen.

Raro.

Se enciende. Se apaga. Se enciende. Se apaga. Así, durante cerca de media hora, o más. Vaya, los vecinos de enfrente deben de estar practicando (se enciende) alguna clase de juego con los interruptores de la luz que (se) desconozco (apaga).

Se enciende.

En el colegio, una vez, a los once o doce años, me hicieron repetir curso, porque dijeron que iba demasiado adelantado para mi edad. Adelantado, yo. Lo dijo el supervisor enviado por el ministerio de Educación y Cien­cia, un hombre calvo, atildado, con gafas de miopía de pasta y media sonrisa manchada de café con leche, traje de pana de bolsillos abultados, semibarba semisucia, labios libidinosos, después de ins­pectorear un rato mi expediente y me­ro­dear por allí, olfateándolo todo, abriendo y cerrando ar­chi­va­do­res, como un lobo pálido. Se seca el sudor de la frente con un pañuelo tímido, encoge un hom­bro, se rasca una rótula (la derecha, si mal no recuerdo) y a continuación no cede. Se man­tiene firme, rocoso, ana­creón­ti­co, tras negarse a firmar aquel acta: no y no. Yo no. No firmo eso. Que no. Yo no dicto las leyes, sino que me limito a cumplirlas: las leyes me dictan a mí. No es culpa mía, ni de nadie, la normativa es la normativa y uno no puede saltársela. ¿Cómo po­dría­mos vivir sin la normativa, quiere decírmelo usted? Yo no podría, ni nadie. Fija en mí sus ojos de color ladrillo. Aparta el papel con asco. No es nada per­so­nal, no me juz­ga él, que es un simple delegado, sino la Educación y la Ciencia.

Tampoco era una metáfora, claro. La Educación y la Ciencia me apuntaron con sus ín­di­ces majestuosos y dictaron su sentencia: tú no.

El cosmos giró y me dio la espalda, dejándome abandonado en aquella esquina precisa. El supervisor me dio, al salir, un cachete místico en la mejilla, de falsa complicidad, y eso fue lo peor de todo. Lo más humillante. Un paso atrás. Una mancha en mi expediente. La huella ino­por­tu­na de un pulgar en la tarta.

Conclusión: repito curso.

Se apaga.

Hubo, pues, que retrasar los relojes y volver al pasado, a la edad media, vivir o revivir de nuevo lo que ya había vivido o semivivido antes. Me obligaron a camuflarme de repetidor para aprobar de nuevo un curso que ya tenía apro­ba­do. Entré en la noria de las repeticiones, las duplicidades y los si­mu­la­cros. Otra foto. Aburridísimo, entre alumnos desconocidos que no sabían mi nombre y se dirigían a mí llamándome Fer, Fido o tú, ese de ahí. Lejos de mis amigos de la ruta escolar, a los que tuve que renunciar a la fuerza, se­pa­rar­me de ellos y no volví a ver, solo de lejos, de vez en cuando, en el recreo, con pena y bo­ca­di­llos, ya éramos otros.

En el aula: bostezos lacrimógenos, el tedio hecho migraña, los techos cada vez más bajos, los suelos cada vez más altos, hormigueo en las piernas, la misma solución al mismo pro­ble­ma de álgebra o religión, las sem­pi­ternas bata­llas per­di­das o ganadas por los mismos re­ye­zue­los borrosos a lomos de corceles con crines de óleo, cuánta mono­to­nía, qué horror, el Tigris y el Éufrates, la du­pli­ca­ción arbórea de las monocotiledóneas.

Entonces fuera, en el patio, ocurrió algo: estalló la primavera. Floreció un almendro. Poco después otro almendro, contagiado, relajó con suavidad su puño blanco. La pelota de ba­lon­ces­to se quedó congelada en el aire, inmóvil, sus­pen­di­da en la duda eterna de encestar o no en la canasta. Y allí sigue.

Quién sabe qué hubiese sido de mí sin repetir aquel curso. Ahora podría ser abogado. O detective. O teniente coronel. O controlador aéreo. O escritor. O escritora. O padecer agora­fobia y estar soltero y sin hijos. Me perdí un montón de cosas, algunas interesantes y otras no tanto.

Siempre es así. Una nimiedad lo altera todo, un detalle del tamaño de un alfiler es suficiente para mostrar las discontinuidades en el tejido de la realidad. Algo chirría, un breve corte de luz, nada, una recolocación de las moléculas de ozono, una frase de más o de menos, un cambio de billetes de última hora, un ma­len­ten­dido ridículo, una broma desafortunada a nuestro jefe (aquel martes nos levantamos ariscos), parece que no tiene importancia y sin embargo ahí comienza el primer paso que nos conducirá, andando el tiempo, tras una larga cadena de tropezones, nuevos errores y fal­si­fi­ca­cio­nes de pruebas, a terminar empuñando una pistola en una sucursal bancaria, publicando una novela o vo­cean­do klínex en los se­má­foros.

A partir de cierto punto, todo es descenso.

En los últimos tiempos ni siquiera dormíamos juntos, demasiada intimidad, lo hacíamos en habitaciones se­pa­ra­das, cada uno en un extremo del pasillo, disimulando, por los niños, fingiendo que todo iba bien a pesar de que, desayunos en familia, ¿te sirvo más zumo? Una vida pequeña, sin sobresaltos, de cotizaciones sociales y arroz hervido, sostenida por la arga­ma­sa del ahorro y la moderación en las costumbres. Un destino previsible, sellado, de cuando en cuando un zarandeo interior, apenas un zumbido de la sangre correteando por las arterias, ¿hay alguien ahí? Y nunca pasa nada. Y de pronto ocurre algo que desestabiliza el cuadro y raja los interruptores de la luz. Todo es distinto. La fruta sabe a prodigio. Huele a tormenta. La pata de cabra de la motocicleta ya no sujeta nada. Antes de que nos demos cuenta, ya le hemos dado la espalda a todo eso. Estamos hablando solos, en un cuarto con cicatrices. Un escritor debe hacerse cargo de su propio relato. Tus padres en contra, tu pareja en contra, tus hijos en contra, tus amigos en contra. Tú sigues adelante. Escribir es siempre una traición. 

Y aquel supervisor del ministerio de Educación y Ciencia, por qué me acuerdo tanto, cualquiera sabe qué habrá sido de él, con su calva y su media sonrisa manchada de café con leche, miopía destellante de las gafas, encogimiento de hombros, semibarba semisucia, picor en la rótula (derecha). Le atro­pe­lló un autobús al salir del centro escolar, aquella misma mañana, y murió al instante.

No lo vio venir. Fue un escándalo de luz, que le cegó. Cruzó la calle sin mirar a los lados, y aquel festín de dolor y hierros se precipitó sobre él, aniquilándolo. Cristales en el pelo, gafas rebotadas y gomosas estirándose indefinidamente. El conductor del autobús se saltó el se­má­fo­ro. No fue culpa de nadie. Fue culpa de todo el mundo. Más tarde alguien (pero, ¿quién?) colocó sus zapatos encima del ataúd. Simétricos. Dos pequeñas jaulas de tiempo y pasos. Esa foto.

Te visten con traje y corbata negros, te peinan duro y apretado, hoy vas a ver a tu primer muerto real. Aprendes una nueva palabra: sepelio. En la boca, cuando la pronuncias, tiene la textura car­no­sa y ligeramente grasa de una patata cocida, pelada.

No fue así: retiro lo dicho. Falleció de viejo, mucho más tarde, en una residencia de ancianos, sin acordarse de nada, ahogado con un hueso de aceituna. Murió sin molestar a nadie, a una hora cómoda para todo el mundo. En otra versión de la historia, todavía vive. Yo, que escribo esto, le permito seguir viviendo, tantos años después. Consigo que salga de su tumba, con su hueso de aceitu­na bailándole en la mejilla, y recupere el aliento, el lenguaje es capaz de eso, de lo imposible, levántate y anda. Aprovecha la ocasión y huye, sal co­rrien­do, supervisor, no te detengas. Vive. Cambia de pro­fe­sión, de país, de sexo, hazte músico ca­lle­je­ro o madre superiora. ¿No sería Dios, aquel hombre? O al menos una es­pe­cie de subdios de tercera categoría, enviado para ocuparse de todo el papeleo pendiente. Aquel funcionario tenía la ex­clu­si­vi­dad de las palabras. Podía con­se­guir que el reloj detuviese sus manecillas con solo chasquear los dedos. Podía duplicar, si así se le an­to­ja­ba, los cursos. Podía separar amigos, disolver fa­mi­lias, alborotar calendarios. Podía enviar niños al pasado (y quizá tam­bién al futu­ro), en misiones de­li­ran­tes, como astronautas del tiempo.

Un niño es demasiado tiempo.

Tres moscas chinas en un baño público son demasiadas. Sobra una.

Respuesta correcta: para nombrar la perplejidad se necesitan muchas palabras. Todas.

Quemarlo todo.

Oh boy oh boy oh boy.

Se enciende se apaga se enciende.

Ahora tengo una casa propia en Detroit, regalada por el gobierno. Una casa amarilla, regular, sin cimientos ni calefacción ni agua corriente. La bomba de calor está en el sótano, pero no conviene encenderla por precaución. Just in case. No es tan malo como puede parecer. Me distraigo oyendo pasar el sonido antiguo de los trenes, ninguno de los cuales para. Los trenes que uno oye pasar a lo lejos nunca son los que paran; solo paran los otros. Respiro plumas, que flotan en el aire dulzón. Siguen lloviendo gallinas. En el buzón del patio, atra­gan­ta­do con la ho­ja­ras­ca pro­pa­gan­dís­tica de clínicas de desintoxicación y control de plagas, figura un nombre medio ilegible, el del anterior pro­pie­ta­rio, que no logro des­ci­frar. No es asunto mío, y quizá no sea el de nadie. En­tre­cerrando los ojos, bajo la luz de barniz llu­vio­so de las cuatro de la tarde, podría distinguirse Fer, o Fido o cualquier otro. Así y todo, es una casa. Cuatro paredes. De mo­men­to no puedo aspirar a nada mejor, ya digo. Y está en Detroit.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Despedida sin marcha

22 de diciembre de 2016 09:28:58 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Abre los ojos para no ver nada.

Un niño que aún no la tiene,

se ha quedado sin lengua. Mira. Abre

los ojos. Y los cierra, sin idioma.

La enfermera le limpia, le retira

el pañal húmedo.

Un niño que su cuerpo no conoce,

que no sabe moverlo,

un coágulo con el que desaprende.

Abre los ojos para mirar nada,

sin respuestas, sin reconocimientos.

El oxígeno burbujea, único

lenguaje en el silencio

del cuarto. Y si los cierra

deja hueca la realidad,

desamparada.

Quién seré yo, al que aprieta

su mano, al que sus ojos nada dicen.

Qué será este lugar donde no ha entrado

por su pie. Tiempo que no le acoge.

Se presenta el neurólogo de guardia.

Quién seré yo que hablo

por lo que no consigue ni escuchar.

Yo, que oigo razones, diagnósticos, y digo

que entiendo sin entender.

Cuando abre los ojos y los cierra.

Un niño abandonado por su padre.

Que soy yo. También padre, ahora,

de mi padre.

Escrito en Lecturas Turia por José Ángel Cilleruelo

Ventanas

22 de diciembre de 2016 09:22:36 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son una ventana abierta al mundo. 

 

El racimo de una región. Un cielo diletante.

La mandíbula del horizonte llenándose como un vaso.

 

Las nuestras antes estaban

hechas de madera vieja;

responso tonto del bosque,

ajuar poroso y podrido, una

rutina de corteza seca día a día perdiendo centro.

 

¿Te acuerdas de cómo se las podía horadar con la uña del dedo meñique?

Mira que te he hablado veces de la conciencia.

 

Cáscara del castaño, quillas de nuestro asombro.

 

Este es el cristalino de la casa ungido por la transparencia.

Pulguitas de luz repican en los marcos.

 

A veces teníamos que poner un tope

improvisado para mantenerlas abiertas.

O no cerraban bien,

y el viento entraba silbante y violador por una grieta

hasta el puro hogar de nuestras casas.

 

¿Cómo prescindir de ellas? ¿Cómo estar sin estar?

 

Por eso ahora sonreímos felices, satisfechos,

emprendimos reformas e instalamos por fin las radiantes, las inteligentes

nuevas ventanas.

Como pájaros oscilobatientes encajan, reverencian.

 

Se abren para dentro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

Julián Sorel a orillas del Ebro

22 de diciembre de 2016 09:17:40 CET

Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

A ratos perdidos

16 de diciembre de 2016 10:29:06 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me piden de la revista Turia que les envíe algún escrito inédito, e imagino que seguramente querrán un capítulo de una novela que se esté horneando, un cuento, lo que se dice un trabajo de creación, pero el horno de casa sigue apagado y la masa fría. Defraudando seguramente las expectativas de los editores, busco en los cuadernos en los que, con escasa disciplina, vengo anotando opiniones y recuerdos desde mediados de los años ochenta, y selecciono algunas notas que tienen como banda sonora común un fondo de violencia. Me parece que pueden cobrar algún sentido en estos tiempos en los que, cien años después de la Primera Gran Guerra, se sigue cavando en la inmensa trinchera que va desde Estonia hasta Afganistán. 

  

26 de febrero 2006

Colocando los libros, aparece un tomito minúsculo cuya existencia no recordaba: Textos sobre el poder negro. Me pongo a leerme algunos de Malcom X, duros, violentos, con una claridad de ideas cegadora, textos que sólo puede escribir alguien que está muy seguro de quién es su sujeto histórico y social, el que él define como el negro campesino (el que quiere la tierra), el negro nacionalista (el que aspira a la nación negra) y el negro que desea hacer su revolución, la revolución negra, y sabe que tendrá que hacerla con sangre (la revolución es la tierra, el poder; y nadie cede la tierra y el poder sin sangre). Malcom X no quiere una revolución de negros, sino la revolución negra. En estos tiempos en los que la violencia del islamismo ha pasado a primer plano, sorprende encontrar un texto de Malcom X escrito en el 63 en el que reclama El Corán como religión de venganza. Imagino que este texto que yo no he vuelto a leer desde hace treinta y cinco años, actualmente debe ser de enseñanza obligatoria de jóvenes islamistas en las madrasas de los suburbios estadounidenses. Admira su potencia verbal, su lógica, su definición implacable del mecanismo social. Al leerlo, qué blandos y falaces parecen tantos y tantos textos de política y sociología difundidos en los últimos decenios. Pienso en lo que, desde el poder occidental, han tenido que hacer para liquidar cabezas como ésa, con un mensaje tan claro y poderoso, tan bien armado (en todos los sentidos): corrompieron, asesinaron, infiltraron, hundieron a tres generaciones en un basurero de drogas adulteradas, delación y miseria. Aún están ahí en ese oscuro batiburrillo de sangre de Oriente Medio.

 

El texto (con la historia de la niña china matando a su padre, un chino-Tom) resulta escalofriante, insoportable para nuestra moral, pero nadie puede negarle la lucidez. El poder no se toma por las buenas. Leo a Malcom X y en su cortante prosa resuena Maquiavelo, a quien leí días atrás (por cierto, en uno de los textos Malcom se refiere a los bombardeos a las iglesias de los negros; treinta o cuarenta años después, los periódicos de estos días informan de numerosos incendios en iglesias baptistas del sur de los Estados Unidos: nuevos capítulos para añadir a los discursos del activista de los Black Panters).

 

Algunos ejemplos de la potencia verbal de Malcom X:

“si fueras norteamericano no vivirías en un infierno. Vives en un infierno porque eres negro. Tú vives en un infierno y todos nosotros vivimos en un infierno por la misma razón.

Así que todos somos gente negra, eso que llaman “los negros”, ciudadanos de segunda, exesclavos. Ustedes no son más que exesclavos. A ustedes no les gusta que se lo digan. Pero, ¿qué otra cosa son? Son esclavos. No vinieron en el Mayflower. Vinieron en un barco de esclavos. Encadenados como un caballo, o una vaca, o una gallina. Y los trajeron los que vinieron en el Mayflower, a ustedes los trajeron los llamados Peregrinos o Padres Fundadores de la Patria. Ellos fueron quienes los trajeron aquí”.

 

En otro discurso (éste del 64), dice: “¿quién es el que se opone a la aplicación de la ley? El propio departamento de policía. Con perros policías y con garrotes. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación, ya se trate de la enseñanza segregada, de la vivienda segregada o de cualquier otra cosa, la ley estará de parte suya y el que se les ponga en el camino deja de ser la ley. Está violando la ley, no es representativo de la ley. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación y un hombre tenga la osadía de echarles encima un perro policía, maten a ese perro, mátenlo, les digo que maten a ese perro. Se lo digo aunque mañana me cueste la cárcel: maten a ese perro”. Poco tiene que ver esa violencia que sacudió nuestra juventud con lo que estos días muestran las televisiones, las radios, aprovechando el treinta aniversario de la muerte de Franco: Beatles, hippies, Mary Quant, canciones de Joan Baez y Dylan, florecitas trenzadas en los cabellos, velas. Eso estaba más bien como contrapunto de la verdadera discusión acerca de cómo desalojar del poder al dictador, una discusión violenta, terrible, que era ponzoña, porque nadie está fuera de su tiempo, y ése fue nuestro tiempo. La gran discusión: Ballots o bullets. Todo nuestro idealismo adolescente no conseguía convertir ese malestar en cosa de broma. Pero no sólo era –Malcom X como prueba- un tema español. Era la vigilia de la revolución mundial. No parecía tan lejos. Al capitalismo se le había ido de las manos el poder en medio mundo, y en la otra mitad lo defendía sin parar en mientes. Napalm, guerra química, y degollina. Luego ha restablecido más o menos sus modales corteses, pero, al menos desde la revolución rusa, no había sido así (¿y antes? ¿y esa criminal acumulación de capital en las fábricas de Mánchester, en los campos de algodón de las colonias?, ¿en los de caña, en los de café?, ¿en los latifundios andaluces y extremeños?: A Delibes aún le dio tiempo de escribir Los santos inocentes): a mediados de los sesenta y principios de los setenta, se mataba en Vietnam, en Camboya, en Indonesia. El sudeste asiático se bañaba en sangre. Y también buena parte de África; y América Latina: Bolivia, Perú, Colombia; aún estaba por llegar lo peor en América Latina: las dictaduras de Chile, de Argentina, de Uruguay, las matanzas en Nicaragua, en El Salvador… Era la sangrienta lucha final. A vida o muerte. Veíamos estallar los conflictos cada vez más cerca: la tentación de la muerte se había instalado en Europa: los Baader-Meinhof en Alemania; las Brigate rosse, en Italia; Eta, Frap y Grapo entre nosotros. En aquellos años violentos, se permitió todo. Se fomentaron los golpes de Estado, las guerras sucias, los grupos armados fascistas; se emponzoñó el movimiento izquierdista europeo –infiltrado por los servicios de información, encanallado, encauzado hacia la violencia ciega- y se persiguió de todas las maneras posibles a los Panteras Negras hasta eliminarlos: los reventaron a balazos y a chutes de heroína. Malcom X cuenta las maniobras de los Kennedy para inventarse la figura de Martin Luther King como forma de encauzar el por entonces incontrolable movimiento negro. Malcom X odia a Luther King, al que considera un miserable tío Tom. Lo de I had a dream le parece un eslogan propagandístico inventado y puesto en circulación por los servicios secretos, para dividir un movimiento negro activo, virulento, que no toleraba componendas. Así –y no como hoy nos cuenta la tele- fueron los últimos sesenta, los primeros setenta. Hoy, los vencedores –el pegajoso conglomerado- han restablecido la historia única y algodonosa, lectura unidireccional. No triunfaron los demócratas, ni los republicanos: triunfó la máquina. Los socialdemócratas presumen todavía de que, con ellos, los bancos pueden exhibir paz social y, al mismo tiempo presentarles a sus accionistas mejores resultados económicos (nos lo repiten estos días aquí en España). Nuestro socialdemócrata Zapatero se muestra orgulloso de que las multinacionales y la banca repartan mejores dividendos que cuando gobernaba el PP. Además, se supone que nuestro Bambi es más simpático que aquel ceñudo Aznar.

Malcom X señala la conferencia de Bandung como el lugar en que se escenificó la aparición de contrapoderes. El grupo de países allí representado se convirtió en el gran objetivo a batir. Basta leer en los libros de historia la evolución posterior de cada uno de ellos para calibrar la cantidad de sufrimiento que supuso esa guerra del capitalismo para recuperar su estatus de modelo único, perdido desde la Revolución rusa, reconquistar parcela a parcela los países perdidos en Asia y en África. Hay que leer lo que cuenta Malcom de la Marcha sobre Washington y comparar su versión con lo que los reportajes de la televisión y las películas que hemos visto nos cuentan: comparar las versiones es una lección de historia, que debería proponérseles a los escolares. Martin Luther King no sale nada bien parado. Y ni siquiera a él fueron capaces de tragárselo, ni a los que Malcom X supone que se lo inventaron: Luther King, los Kennedy, Malcom X, todos asesinados.

 

 2 de julio 2006

Antes de acostarme, me pongo El triunfo de la voluntad, de Leni Riffenstal en un dvd que ayer me compré en Valencia, y que incluye también Olimpia. Hitler convirtió a toda esa gente que llena la pantalla en intérprete de un espectáculo total, con momentos de casi insoportable sobrecarga escénica: por ejemplo, ése en que las brigadas de trabajadores empiezan a preguntarse unos a otros en voz alta: ¿Tú de dónde vienes? Y  responden: Yo de tal sitio, y de nuevo la pregunta, Tú, ¿de dónde?, y la respuesta: yo vengo de tal otro, y, en todas las ocasiones, acompañan su respuesta con una frase corta de extrema artificiosidad, que define el lugar nombrado con una característica. Visto ahora, resulta casi imposible creer que esos hombres fueran capaces de decir cosas como que el sitio del que proceden está en los sombríos bosques, u –otros- en los húmedos pantanos. Leen un guión aprendido, pero se han prestado a hacerlo y se supone que no sienten pudor, o vergüenza. El poder del teatro para meterte en su código, aquello que decía La Capria del Huis clos de Sartre, que convierte en estupenda obra de teatro elementos que, fuera de esa trama, serían ridículos. Si te dejas llevar, el teatro te introduce en un mundo que tiene reglas diferentes. Me digo que debería ponerme la película en otra ocasión para reproducir en este cuaderno la secuencia, con los diálogos completos. Hitler y la Riffenstal han invitado a esos hombretones a participar en una obra de teatro colegial, de guión dudosamente creíble, y ellos cumplen con docilidad, ilusionados con su papel. Influye en esa impresión el tono de voz en el que se les pregunta, que es a gritos, y con qué orgullo responden ellos, que se negarían a decir cosas así en cualquier otro lugar, porque se sentirían ridículos. Sin embargo, en este caso se sienten fascinados por el lenguaje que suponen propio de la cultura, un lenguaje elevado, y aceptan el juego que creen que los levanta por arriba de su prosaica existencia cotidiana. Ése es el hechizo de la cultura que en tan peligrosos convierte a los brujos que manipulan la combinación de los ingredientes del bebedizo y gradúan la dosis. Me deprime terriblemente esa sensación humillante. Uno ve la película setenta años más tarde y sabe a lo que llevó todo ese ajetreo, las banderas, lítores, pendones, tambores, uniformes, gritos, tirones de brazo y paso de la oca. El teatrillo infantil. Ves desfilar a esos jóvenes sabiendo que se convirtieron en carniceros antes de cumplir el papel de ovejas en el inmenso matadero. Mataron y se dejaron matar. Gimieron, lloriquearon y ensuciaron los pantalones antes de morir. Ves la película, miles y miles de ojos espléndidamente fotografiados, bocas, manos, caras, músculos, y te preguntas cuántos de ellos llegaron con vida a la primavera de 1945: sólo diez años después de que el documental se rodara, ya era carroña la mayor parte de la carne humana fotografiada por Riffenstal. Y la que quedaba con vida se había convertido en deshecho. Durante la hora y media que dura la película, no consigo apartar de mí una telaraña, un pesar que me encoge el ánimo.

 

En los desfiles que aparecen en la película consiguen ponerme especialmente nervioso los momentos en los que los participantes se ponen a marcar el paso de la oca: me desazona la forma en que levantan al unísono la pierna a cada paso. La precisión y la velocidad a la que lo hacen convierte a esos hombres en una especie de figuras mecánicas movidas por un resorte, sin que, por ello, las figuras dejen de ser sospechosamente humanas, un ser humano al que le hubieran puesto un motor ajeno, le hubieran cambiado desde dentro el juego de sus articulaciones. Los miras marcar el paso de la oca y tienen algo de animalito agresivo (la velocidad con que levantan y bajan las piernas; la rapidez con la que avanzan, el modo cómo yerguen la cabeza, transmiten esa impresión de agresividad animal, pollos o patos furiosos que quieren picotear a un intruso que se ha metido en el corral), pero también de juguete mecánico, aunque todo eso no anula la visión de que se trata de seres racionales que aplican ese forcejeo sobre el propio cuerpo como metáfora del retorcido esfuerzo al que deberá someterse la sociedad que ellos moldeen, la que formen, deformen o conquisten. El complejo juego de símbolos me llega cada vez que veo pasar por la pantalla a un batallón marcando ese paso. Si los que aparecen marcando el paso de la oca son los dos o tres oficiales que preceden al grupo, y la cámara los muestra así, aislados, aunque sigue predominando en su manera de avanzar lo animal -aves zancudas en ejercicio de un juego de coquetería-, hay también una afectación ridícula en sus movimientos: viejas damas pintarrajeadas que se pavonearan ante un grupo de jovenzuelos, convencidas de su capacidad de seducción. Yo le encuentro muchos rasgos femeninos al pavoneo castrense, me ha ocurrido presenciando otros desfiles: como si la marcialidad, así ordenada, milimetrada, codificada en toda una serie de llamativos movimientos, limitase con el ballet, con las contorsiones de las coristas en una revista musical, lo cual, además, no tiene nada de extraño ya que el orden de los ballets de revista se ha inspirado no poco en la quincalla bélica: no me refiero ahora a los amoríos entre oficial y corista, Millán Astray-Celia Gámez, ni a la asiduidad con que la milicia llenaba los teatros de variedades. Cuántas veces no hemos visto en los teatros de varietés a las chicas desfilando con pícara marcialidad y cargando sobre el hombro con un fusil o con algo que lo representa o sustituye. La supervedette, encabeza el desfile o se pone en el centro cuando las chicas se abren en abanico sobre el escenario, y, a veces, lleva una gorra de plato.

 

También resulta muy femenina la forma en que Hitler extiende y recoge el brazo para hacer el saludo a la romana, en él se trata de un gesto más coqueto que marcial, casi un guiño para entendidos (entre los gays se dice, ése entiende, cuando se reconoce a alguien afín) en una fiesta multitudinaria, coquetería que se prolonga en el recogimiento con que recibe los aplausos y vítores de la multitud (obsérvenlo: una quinceañera a la que su novio le dice al oído algo turbador, escabroso. Chaplin lo descifró muy bien en su película: esos mohines). Aunque, a medida que sus discursos avanzan, los gestos se vuelven más explícitos, más teatrales, el movimiento de ojos, brazos y manos se acerca a lo convulso, se escapan del espacio femenino, se descontrolan, y remiten más bien a los catálogos de síntomas que se explican en los tratados de psiquiatría.


15 de diciembre de 2007

Viaje relámpago a San Sebastián. La playa de la Concha desde una habitación del Hotel Londres y desde la cristalera de la cafetería. La mañana, muy fría, despliega un cielo purísimo, una luz que fluctúa entre el acero y el oro. Todo se recorta con nitidez, sobresale, reluce: el barrio de pescadores al pie del Urgull, las torres doradas del Ayuntamiento, un pretencioso juguete. El mar es una lámina, espejo sobre el que se reflejan las edificaciones como en una acuarela impresionista: colores levemente desvaídos, finísimos. En esa calma, sorprende el borde de espuma de las olas al romper en la playa, formando un impecable arco de circunferencia: entre las boyas dispersas en la bahía se ven las cabezas cubiertas con gorro y los brazos que se levantan rítmicamente por encima del agua: son las nadadoras del Club Atlético, mujeres maduras –algunas, ya ancianas- que ni siquiera esta gélida mañana de diciembre renuncian a su baño diario. El termómetro que hay a pocos metros del hotel marca dos grados por encima de cero.

 

A las once de la mañana ya estamos tomando riojas y unos pinchos –mis añoradas gambas con gabardina, crujientes y esponjosas, como hace años que no las tomo, una delicada tortilla- en una tasca que se llama Paco Bueno, en el barrio viejo. Mientras damos cuenta de nuestra consumición, el propietario cierra las puertas metálicas porque hay convocada una huelga general de dos horas en protesta por la ilegalización de Batasuna. Permanecemos en el interior del local, en compañía de unos cuantos hombres con aspecto de jubilados, varios de ellos tocados con txapelas y con ese aspecto tan característico de la tierra: tipos humanos polisémicos, porque parece que concentran en su físico rasgos campesinos, arrantxales y urbanos, como si para tallar sus caras hubieran trabajado en equipo el mar, la tierra y la ciudad, también su pausada manera de caminar, el tono de su voz es extraña mezcla de mar y montaña, de lo rústico y lo urbano. Cuando salimos, las calles que media hora antes bullían de actividad, se han quedado desiertas, reina un ambiente como de mañana de domingo. La ciudad está acostumbrada a estas peculiares ceremonias cívicas que todo el mundo cumple con la misma mezcla de devoción e indiferencia que en los años cincuenta se tenía en las ciudades castellanas por la liturgia religiosa: cumplimiento del deber de conciencia en unos, y en otros un variable temor a perder la consideración por parte de la sociedad; en muchos, una confusa mezcla de ambas cosas. Ser un buen católico te colocaba en una escala de valores que te amparaba más como ciudadano que como persona, salvaba tu día a día más que tu aspiración a la eternidad.

 

En el apacible callejeo, mis acompañantes saludan a buena parte de la gente con la que nos cruzamos, al estilo de quien es alguien en una pequeña ciudad; la gente viste bien, con ropa de calidad y marca, y muchas de las señoras que pasean en pequeños grupos o que caminan a solas, se enfundan en caros y elegantes abrigos de pieles que entonan con la calidad de la arquitectura, el buen gusto de lo que exhiben los escaparates, o la excelencia de los productos que se exponen en la barra de la taberna que hemos abandonado hace un rato: el conjunto transmite la imagen de una sociedad refinada y opulenta lo que, para quien viene de fuera, convierte en bastante inexplicable que, por debajo, exista ese violento enfrentamiento entre españolistas y nacionalistas, y sea uno de los puntos del mundo en que se libra una guerra. No cabe en la cabeza que por detrás de las ostentosas joyerías (consagración de lo eterno) o tiendas gourmet (celebración de lo efímero), por debajo de las elegantes instalaciones de este hotel con sus pretensiones decorativas de vieja aristocracia british, se muevan fabricantes de explosivos, pistoleros que le aprietan a alguien la bocacha de un arma en la sien o en la nuca, confidentes con las manos manchadas de sangre, policías torturadores, pistoleros y matones. Me esfuerzo por armonizar esa doble imagen, por superponer los dos planos ajustando los perfiles de una y otra para que formen una sola figura, pero me cuesta, no lo consigo, más aún cuando por la noche ceno con los organizadores del acto en el que he intervenido, en un saloncito privado del Kursaal. El camino hasta allí: la arquitectura del Victoria Eugenia y el Casino, los globos luminosos del elegante puente del Kursaal, todo tan belle époque, tan hecho para gustar, y esta gente afectuosa, amigable, tan civilizada, tan acostumbrada a comer y beber bien, tan amiga de cocineros y artistas, atravesada por esa latente pulsión de violencia: cuadra todo muy mal, el hedor de la sangre, los miembros esparcidos en mitad de esta calle que pisan zapatos elegantes. El centro en el que he dado la charla se llama Ernest Lluch en memoria del socialista asesinado por Eta. Las luces de Navidad componen consignas políticas –ASKATUT, leo- como si pudiera existir una lucha que compaginara la sangre con el buen gusto. Sí, ya lo sé, el nacionalismo, Franco lo exacerbó, claro que sí, yo estuve en Carabanchel por apoyar a los vascos en el siniestro consejo de guerra que se conoció como Proceso de Burgos, conviví en Carabanchel con Sabino Arana Bilbao, uno de los condenados en el proceso (evidentemente, no el ideólogo decimonónico Sabino Arana Goiri), inteligente y generoso, y con un muchacho bueno y noble que se llamaba Iñaki Aizpuru Zubitu, los recuerdo con afecto, claro que sí, era el franquismo, había que enfrentarse a él, pero Franco se murió hace más de treinta años, y antes de Franco fue lo de Isabel II, fueron las guerras carlistas, el clericalismo y antirrepublicanismo de una gente que luchaba contra esa frágil flor que fue la I República, los siniestros vaticanistas de El intruso de Blasco Ibáñez, los curas montaraces, el oscuro mugido de violencia del que nos habla en sus novelas Baroja y, con una lucidez hiriente, Sánchez Ostiz.

 

A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, otra vez el cielo cristalino y frío, el arco perfecto que forma la puntilla de espuma sobre la arena, los que caminan por la playa, los bracitos que salen intermitentemente del agua y los flotantes gorros multicolores de las mujeres que se bañan a pesar de los dos grados bajo cero de hoy, la sensación de una ciudad hermosa, provinciana y serena, tan lejos del turismo chabacano del Mediterráneo, donde sin embargo nadie tiene la impresión de tener que luchar por nada, ni de que le estén quitando nada, cuando allí sí que les han quitado la historia, la arquitectura, el paisaje, los han despojado de todo, arruinado: a esos sí que los entendería volando con explosivos de dinamita kilómetros de edificaciones, devorando las tripas de las rapaces que se los han estado comiendo a ellos. Y justo esos, se están quietos. Ni pían.

De vuelta, me pongo en el coche la cinta de Mikel Laboa que me acaban de regalar, Xoriak. Escucho esa voz desgarrada, melancólica, tristísima, y me entran ganas de llorar; el acompañamiento musical es a ratos jazz, en otros momentos se vuelve una sonata clásica, o te estremece con la txalaparta: fondo musical trabajadísimo, refinado, complejo, incluso sobrecargado de referencias al jazz, al blues, al soul, pero la voz de Mikel Laboa se impone, posee una hondura extraña, prehistórica, es a ratos voz de la tribu, y en otros momentos grito de animal herido –ese pájaro ciego, al que se refiere en la más hermosa canción del disco, y en la que Laboa le pone música a un poema de Ungaretti. Entre los campesinos era costumbre pincharles los ojos a los jilgueros para que cantaran mejor. Hay una trama sonora culta en el disco, de raíces profundamente urbanas, cosmopolitas, a través de la que se abre paso la voz de Laboa, que parece proceder de la oscuridad de los bosques, o de una herida abierta en el animal humano, lugares auditivos del dolor, topos ante los que uno se arruga temeroso. “Difícilmente deja su lugar natal / quien allá tiene sus raíces. / Difícilmente deja su tierra el árbol; / sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas”, dice la traducción de un poema de Bernardo Atxaga que aparece en el libreto que acompaña al cd. Y también canta Laboa esa otra: “El pájaro / si le hubiera cortado las alas / habría sido mío, / no habría escapado, / pero, /así / habría dejado de ser pájaro/ y era un pájaro lo que yo quería”.

 

Cada uno de estos viajes dejo en casa la novela de Balzac. Me llevo otras lecturas. No quiero leer Splendeurs a salto de mata, y, sobre todo, no quisiera por nada del mundo perder el libro. ¿Cómo volver a encontrar un ejemplar en francés en pocos días? No me resignaría a interrumpirlo a la fuerza: no es un libro salón, es un libro ciudad, un libro mundo. Es París entero, incluso me atrevo a decir que es Francia entera. Sí, el mundo. En Balzac, no hay paisaje: hay economía, clases sociales. El paisaje es un espacio económico. Si habla de un bosque, enseguida lo mide en arpentas de tierra, e inmediatamente le pone el precio y la renta que puede dejar al año, y nombra al propietario que lo tiene escriturado a su nombre. También la vida social –incluido, cómo no, el matrimonio, núcleo financiero- es cuestión de rentas y dotes. La pasión situada fuera de la economía circula por el lado peligroso, y hay que controlarla, poniéndole algún piso, comprando unos muebles y dejando caer un poco de dinero para atarla al circuito de la economía. No es difícil.

 

18 de diciembre

Me cambian la dirección del correo electrónico y, a pesar de que cumplo las instrucciones y compruebo con ayuda telefónica del proveedor de internet que está todo en orden, resulta que ya no puedo entrar como lo hacía antes, ahora todo es más difícil e infinitamente más lento. En esos quehaceres (o quebraderos de cabeza) estúpidos, e intentando responder a las preguntas que me envían para una entrevista, se me va medio día. La otra mitad –la mañana- la he pasado en Denia. De camino, a la ida, a la vuelta, oigo el disco de Laboa que me regaló Hasier Etxeberria. Se me saltan las lágrimas oyendo esa voz desolada que chapurrea o se inventa letras en francés o en inglés, haciendo que Ne me quittes pas pierda la mínima partícula que pudiera quedarle de cursilería al texto de Brel, y se convierta en algo así como el mugido de un buey al que arrastran al matadero y huele la sangre de sus congéneres recién sacrificados; esa voz dolorida que recita historias de pájaros que mueren durante el invierno en los bosques y cuyos esqueletos no encontramos cuando llega el buen tiempo (Atxaga), la que, con palabras de Ungaretti canta: morir como las alondras sedientas; o como la codorniz que, tras cruzar el mar, se rinde junto a las primeras matas de la recién alcanzada costa, porque ya no tiene ganas de volar. Mejor esas muertes que vivir lamentándose como un jilguero al que han cegado. También están los versos que incluí en Crematorio: “si le hubiera cortado las alas al pájaro…” O esos otros: “Les abrís las manos, las ventanas de vuestras casas y vuestros ojos. Alabáis a los pájaros, les dedicáis halagos líricos… Pero los pájaros os rehúyen…“. Todo esto es muy hermoso y muy triste, me eleva y me hace sufrir.

 

Por la noche, me paso un buen rato contemplando un espléndido libraco de fotografía titulado Berlín, que ha publicado Taschen. Un siglo de la vida de la ciudad en imágenes, muchas de ellas tomadas por artistas que tenían una mirada que aún hoy nos sorprende por su originalidad, aunque, desde la perspectiva actual, nos admira, sobre todo, la belleza convulsa, violenta e incluso trágica, de un mundo que se ha ido; hablo de esa gente que construyó la ciudad y luego la vio destruida, que hoy ya no está, pero cuyos cuerpos, sus caras, sus miradas, sus sonrisas o sus gestos de alegría o de preocupación podemos ver, aunque sólo sea en estas reproducciones en papel: eran niños y jugaban, eran jóvenes y bailaban, eran lecheros, eran carpinteros, transportaban cubas de agua en las que se mantenían vivas las truchas destinadas al mercado; remaban junto con otros miles de aficionados una tarde de domingo en aguas del Spree: el hechizo de toda esa gente que no está y de la que las fotografías nos entregan algo de su cuerpo, de su vida; en una sola imagen, nos parece capturar incluso su carácter (como piensan muchos pueblos primitivos: el retrato te roba el alma). El gesto, la pose en los que han sido sorprendidos y que han quedado fijados para siempre, los convierte en ellos mismos y, a la vez, en símbolos: del buen humor, de la felicidad, de la energía, de la laboriosidad, de la crueldad, de la diferencia de clases, de la brutalidad: la fotografía nos devuelve la realidad de entonces, pero sobrecargada de significado: esos personajes que sonríen se nos convierten en la alegría de la juventud; los que beben juntos representan la camaradería; y esos otros son el mundo del trabajo, o la altiva burguesía, o la riqueza, o el poder, o la prostitución callejera: todo lo recogido en las instantáneas del álbum de fotos nos llega sobrecargado, lo particular como metonimia, materialización o concreción de ciertas ideas abstractas. La fotografía las ha convertido en signo, lo particular vuelto universal; el rasgo individual, materia de algo colectivo. La colección de fotografías clasifica el universo urbano (¡el álbum es Berlín a lo largo de un siglo!), lo ordena, lo fija en una edad, en una actitud ante la vida, en una pertenencia: al fijar un momento de verdad, se convierte en una verdad de orden superior: instruye sobre lo general a partir de un rasgo, de un movimiento, de un primer plano o de un plano de detalle.


10 de febrero de 2008

Hacía años que no leía a Walt Whitman. Anoche volví a caer entre sus brazos. Esa tremenda energía. Cogí sus Obras completas porque quería extraer una cita para lo de Leipzig, y ya no pude dejarlo: escribir una novela como el poema de Whitman que se titula Manahatta: en realidad, en esos versos está toda la narrativa sobre la ciudad del siglo XX. Dos Passos y Döblin, desde luego. Pero incluso Selby, con su Última salida para Brooklyn. O las novelas de Henry Roth. Seducido por los versos de Whitman, vuelvo a ponerme la película de Rutmann, Berlín. Sinfonía de una ciudad. Pienso que toda esa gente que va de acá para allá, que trabaja, pasea, camina apresurada, o se divierte, e incluso buena parte de los paisajes urbanos que aparecen en la película, han desaparecido para siempre, ya no están, o sólo están en esas sombras en blanco y negro que muestra la pantalla, como los carreteros y marineros de Whitman están sólo en sus versos. La extraña fuerza de la palabra, de las imágenes (se entiende: del arte), los personajes de los cuadros holandeses, sus habitaciones y despachos, las elegantes ropas. En realidad, Hojas de hierba tiene algo de gran novela lírica, narración en verso. Ni siquiera me atrevería a decir que le falta acción. Todo el poema está marcado por un gran movimiento, a la vez colectivo e íntimo: el nacimiento de una nación y la creación de un yo que crece con ella, que se siente parte de ella, y pone su palabra como material de construcción del edificio patriótico, que es el pórtico de entrada a esa inmensa koiné en la que se agitan los hombres de todas las razas, de todos los oficios, de todas las lenguas: Salut au monde!  

 

Beniarbeig, 12 de septiembre de 2014. El aire trae ceniza en suspensión y huele a resina quemada.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Chirbes

José Manuel Caballero Bonald es una zona baja del Guadalquivir que transcurre parte del año por el centro de la península. Su piel sanluqueña, su rostro, son el mapa a mano alzada de un tesoro escondido en las páginas de su literatura, mezcla perfecta de vida escrita, leída, pensada, intuida y vivida. Las líneas que siguen son el atisbo posible de una prosopografía.

- Hace tres años conversamos en torno a la figura de Ángel Crespo para otra entrevista en Turia. Entonces manifestó no disponer de ganas suficientes para escribir el tercer volumen de sus memorias, ese que, partiendo de la muerte de Franco, contendría el desengaño de la transición y llegaría a nuestros días. ¿Puede que alguno de los movimientos en que está dividido Entreguerras – 2012 - contribuya a paliar ese vacío?

- No, no exactamente. Entreguerras es más bien un recuento de hechos vividos, libros escritos, experiencias que se me habían quedado como traspapeladas en la memoria y que ahora recupero o reconstruyo en este largo poema fluvial. Más que de una prolongación de mis Memorias, habría que hablar de un sondeo complementario, de una revisión selectiva, vista desde otro ángulo, de mi historia personal.

La poesía todo lo puede: historia – La Iliada -, autobiografía – Espacio -, ficción discursiva – Divina comedia -, filosofía moral – De la naturaleza de las cosas -, epístola – Bécquer -. Caballero Bonald acaba de fusionar todos los géneros en uno, el único, aquel que abraza “la máxima temperatura que puede alcanzarse con el manejo de la lengua”: la poesía. Este compendio de vida y literatura pretende ser, con los matices que veremos, el punto final de una carrera con la que ha logrado casi todo el prestigio que pueden otorgar las letras. La hipótesis de que, con él, haya terminado no solamente la literatura, sino la vida, es superada gracias a la sensación de plenitud que produce el trabajo cumplido. Más de tres mil versos: una catarata que aúna, intensa, deshielos del siglo XX y primeros del XXI; una salmodia que bajo la membrana de la ausencia proyecta insegura, pero casi feliz, un monólogo interior que, al final, resulta un tú a tú mantenido con algo parecido a la eternidad.

- El prefacio de Entreguerras salió publicado como fragmento de un libro inédito al final de Ruido de muchas aguas -2010-, la antología sustanciosa que Aurora Luque preparó sobre usted. Hay pocos pero evidentes cambios entre aquella versión y la definitiva. ¿Hasta qué punto modifica la corrección la esencia del impulso primero?

- De todos mis libros, este es, junto con Ágata ojo de gato, el que he escrito con mayor exaltación y el que más trabajo me ha costado. Ha tenido hasta cuatro borradores en los que anduve suprimiendo, añadiendo, variando. Es cierto que toda corrección desvirtúa el sentido primordial de la experiencia que motivó un poema, pero, a fin de cuentas, a mí lo que de veras me importa es el hecho literario consumado, no la fidelidad a las experiencias vividas. La poesía también es un género de ficción.

- Reconoce que Entreguerras posee algo de última voluntad. ¿El autor puede actuar sobre su inspiración, negándola el paso? Antonio Gamoneda planeó el final con Arden las pérdidas y luego nació su nieta y escribió Cecilia.

- Lo que no pienso hacer es plantearme un libro a largo plazo. Ya no me tienta para nada emprender un trabajo así, tampoco me queda ya tiempo y además me flaquea el ánimo. Pero poemas aislados sí que haré, supongo. Un poema, el presunto arranque de un poema, se cruza de repente por la cabeza y no voy a evitar esa tentación. Claro que también puede ocurrir que ya no tenga ninguna necesidad de escribir poesía y me dedique, como quien dice, a la vida contemplativa, que tampoco es mala elección.

- La plana mayor de la crítica ha dedicado una opinión inmejorable a Entreguerras. Debido a la ambición de géneros que ampara, ¿puede que sea su libro de poesía menos poético?

         - Pues yo creo que es un libro eminentemente poético. Aunque las fronteras de los géneros estén más o menos difuminadas, entrelazadas, la poesía constituye claramente el fundamento. O eso es lo que yo he querido hacer. Sin embargo, es posible que el propio torrente reflexivo, el largo proceso acumulativo de la memoria, tienda en algún momento a la narratividad, pero eso sólo ocurre de modo pasajero, lo que domina en todo el libro es el torrente poético.

 

“Intento explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía”

     - Las  primeras  páginas  de  este  poema-río  dejan  claro  que  la memoria tiene

mucho de desmemoria. Usted se presenta ignorante, incrédulo, perdido, equivocado, errático: “cuando ya nada es cierto sino aquello que incluye el rango de duda”. El paso del tiempo otorga distancia con lo sucedido. ¿Favorece el juicio o lo nubla?

- No lo sé, o quizá no me interese mucho saberlo. Me aturde un poco andar metiéndome en esos atolladeros mentales… El paso del tiempo oscurece los recuerdos, qué duda cabe, pero también ordena el caos general de la memoria. Y lo que yo he pretendido es eso: bucear en mi memoria, organizar el desorden, intentar explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía.

- El pasado como incertidumbre, dolor y cementerio. Sin embargo, la nostalgia “en todos los pretéritos / hay un jirón impuro que te acompaña igual que una / insidiosa cicatriz”; “el tiempo tiene algo de exequias de la credulidad”; “allí donde también se han ido amontonando los desperdicios de la historia / hasta formar un insepulto estorbo de afrentas malandanzas desmanes”. El pasado siempre tiene algo de dudoso, de inseguro. Todo el que recuerda se equivoca de algún modo porque es prácticamente imposible reconstruir a ciencia cierta los hechos vividos, y más si esos hechos datan de hace cuarenta, cincuenta años. Uno actúa siempre por aproximaciones, con la debida incertidumbre. Para mí, la incertidumbre es un estímulo. No deseo llegar a ninguna verdad, sino valerme de la poesía para arrojar un poco de luz sobre esa incertidumbre, sobre las nieblas de la memoria sin disiparlas del todo.

- Escribiendo Tiempo de guerras perdidas decía que 1939 le parece un tiempo inverosímil. ¿El futuro es más o menos inverosímil que ese pasado lejano?

- A mi edad el pasado se va haciendo cada vez más extenso, más inabarcable, mientras que al futuro le ocurre todo lo contrario: cada vez es más angosto, más exiguo. Y además, el pasado y el futuro pueden ser igualmente inverosímiles y también se pueden alterar en la memoria, se pueden adaptar a los propios deseos.

- Su estilo ha virado del barroco a cierta austeridad, siempre en busca de lo oculto por medio de un lenguaje no exento de hermetismo y complicación –“el hermetismo no es más que el resultado de demasiada lucidez”-. ¿Usted parte del irracionalismo por vocación o por necesidad?: ¿puede que se debiera a que faltaba experiencia y, por tanto, memoria, la misma que después ha sido la base de su creación?

- Verá, yo siempre he entendido el irracionalismo como una vía de conocimiento. Por lo común, he usado las herramientas irracionalistas para sacar conclusiones racionales. Además, pienso que el hermetismo, la presunta oscuridad del poema, no es más que una consecuencia de la propia oscuridad de la experiencia que se pretende sacar a flote. Al fin y al cabo mi experiencia poética también tiene algo que ver con mi manera de ser, con mi modo de vivir, que también pueden ser bastante contradictorios.

- “Al menos entendí lo más palmario: que la literatura se parece a una carta que el escritor se manda sin cesar a sí mismo”. Túa Blesa, en la crítica a su último libro –que califica el mejor de su carrera-, recuerda que escribir es escribirse desde Montaigne; él es quien pone “las piedras fundadoras de la modernidad al instalar en el centro de la conciencia la conciencia de sí”. Y cita a Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Hay, sin embargo, quienes ven en el yo excesivo precio de uno, ensimismamiento, egotismo.

- Bueno, ya que ha citado a Montaigne, también yo recojo en mi libro una conocida frase suya: “Je suis moi même la matière de mon livre”. Por ahí podría encontrarse uno de los hilos conductores del pensamiento poético de Entreguerras, que es un largo soliloquio, una larga conversación conmigo mismo, donde se hilvana una serie de preguntas que a lo mejor no tienen respuesta. “Yo soy la materia de mi libro” viene a ser como el enunciado de lo que tiene mi poesía de ensimismada, de tentativa para entenderme mejor ahondando en mi experiencia…

La indagación en el yo es, tal vez, la línea más recta para universalizar la experiencia. A esa tarea han dedicado esfuerzo, además de Montaigne, autores insignes tales como Gustave Flaubert –“Madame Bovary c´est moi”-, Charles Dickens -“Si al final resultaré ser el protagonista de mi propia vida”, comienza David Copperfield-, Marcel Proust –En busca del tiempo perdido no trata sino de las recordaciones del narrador-, y hasta Pérez Galdós –fijémonos en la primera persona de Fortunata y Jacinta-. Esa es la tradición literaria en la que se debe enmarcar el uso que realiza Caballero Bonald, entrecortándolo de una sensibilidad enriquecida por la fusión de lo vivido y lo imaginado.

 

“Mi trabajo creador encauza poéticamente tentativas para ver lo invisible”

A Entreguerras le precedieron La noche no tiene paredes -2009- y Manual de

infractores -2005-. Juntos componen la terna que perfecciona su poética. Esos títulos no le hicieron  falta para obtener el Reina Sofía de Poesía y en tres ocasiones el Premio de la Crítica. Después vinieron el Nacional de las Letras y el Nacional de Poesía. Ha puesto de acuerdo en la alabanza a José Carlos Mainer, a Túa Blesa, a José María Pozuelo Yvancos, a Javier Lostalé, a García Posada, a García Jambrina, a Jenaro Talens. Según Armas Marcelo es “el escritor más importante de España” y según Luis María Anson, “no se puede escribir mejor”.

Por supuesto, está incluido en el proyecto antológico-poético en español más ambicioso que la luz ha visto: Las ínsulas extrañas -2002-, reunión de las mejores voces de la segunda mitad del siglo veinte a ambos lados del Atlántico firmada por Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela. No siempre el tópico anula la elocuencia del motivo al que se refiere: resulta difícil sustraerse de la tentación de citar a: Claudio Rodríguez, Carlos Barral, Ángel González, José Ángel Valente, Gil de Biedma, García Hortelano, Blas de Otero, José María Valverde, José Agustín Goytisolo, Eladio Cabañero. Todos cayeron. De la Generación del Cincuenta quedan Brines, Gamoneda y él. Hablamos de una persona en la cima de la cima, consciente de que el que se salva de un naufragio “siempre arrastrará el fantasma persecutorio del mar defraudado”. Él, que se ha salvado de varios, alimenta los peces más profundos con la palabra. En ese tratamiento abisal radica la clave segunda de su obra, que abarca más volúmenes antológicos que originales exentos en verso y consta de memorias, novelas – Ágata ojo de gata es su favorita -, adaptaciones teatrales – Tirso, Lope, Rojas Zorrilla - y miscelánea - el baile andaluz, Góngora, Espronceda, Cuba -. “El tema de Caballero Bonald (…) no es en última instancia otro que el propio idiolecto poético, en el que por definición se contiene la propia moral”. Aquí tenemos un nuevo refuerzo del yo. El entrecomillado pertenece al prólogo que Pere Gimferrer escribió para Doble vida -1989-. El autor de Arde el mar -1966- añade: “Maneja un vocabulario con frecuencia abstracto (…) pero se sirve de él conforme a leyes cercanas a las de la coloquialidad (…) Extremo en densidad, en rigor, llama la atención de esta poesía, por encima quizá de cualquier otro rasgo estilístico, la capacidad autogenésica que en ella posee el lenguaje (…) Se suscita a sí mismo, se nutre a sí mismo, se propaga a sí mismo, se destruye a sí mismo, se redescubre a sí mismo: la palabra, aquí, vive de la palabra, jamás del palabreo o de la palabrería”. Como consecuencia, “pone en movimiento el habla, la tarea primigenia del poeta”.

El yo fertiliza la relación entre obra y vida. En el prólogo de Summa vitae -2007- asume: “Hay en mi poesía un protagonista que (…) suele compartir mis observancias y transgresiones en asuntos de la vida cotidiana”. En Descrédito del héroe -1997- consiente: “Cuántos días baldíos / haciéndome pasar por el que soy”. ¿La máscara es el agua que mancha la cara o aquella que la lava? ¿Es posible desprender sus costuras? Por un lado, se pone de parte de Rilke –quien consideraba necesario un número de vivencias antes de escribir el primer verso de un poema- y titula la primera reunión completa de su poesía Vivir para contarlo –1969-. Por otra, se distancia de las prácticas unívocas de lo sentido por medio de la antología Doble vida. El título procede del decimoctavo poema de Laberinto de fortuna -1984-, cuyos versos finales verifican: “Mi memoria equidista de un espacio / donde no estuve nunca: / ya no me queda sitio sino tiempo”. Al enunciado lo apoyan conclusiones más recientes: “No hace falta que sean experiencias vividas de verdad, sino imaginadas”. Al fin y al cabo, ¿no levantó pasarelas Jacques Lacan entre lingüística y psicología al establecer: “La verdad tiene estructura de ficción”?

-¿Cómo entrelaza el juego de ser y no ser en los poemas y en la vida?

-Esa es una cuestión bastante compleja, por ahí se puede llegar a uno de los soportes conceptuales del trabajo creador. Ya he recordado que la poesía también es un género de ficción, aparte de que para mí sea fundamentalmente un hecho lingüístico, un acto de lenguaje. Lo que yo quiero encauzar poéticamente son sobre todo imágenes, visiones de la parte oculta de la realidad, digamos que tentativas para ver lo invisible.

El estilo es el sostén. Y gracias a él la literatura se aleja de la crónica periodística. Miguel García Posada explicó en La palabra suficiente -2000- que Caballero Bonald desarrolla “una poesía de lenguaje centrípeto –Northrop Frye-, voluntariamente opaca (…) porque el discurso verbal es al cabo su gran protagonista: (…) para extraer de su propia densidad las fuerzas de la revelación, el dictum oracular que instaura la verdad o la ausencia de toda verdad frente a los discursos falaces”.

-Llegamos a algo importante: se declara partidario de la articulación artística como fundamento del texto literario. ¿Cree que los autores reflexionan sobre el sentido y las características generales del arte, sobre su mismo fundamento?

-Por lo que yo sé, o por lo que yo leo, la literatura tiende hoy a la simplificación, al esquematismo. En general, casi todos los escritores cuentan la vida tal como es, cultivan un realismo sin relieve, que copia la realidad, no la interpreta. Ofrecen una visión plana del mundo y no una interpretación del mundo. Se desdeña la preocupación estilística, se escribe como se habla y todo eso… Cada vez me siento más desentendido de ese tipo de literatura.

 

“Es muy alarmante la idea de que el compromiso está pasado de moda”

La política es otra manera de combatir la realidad. En su último libro habla de cómo comenzó “a activar una apremiante provisión de desobediencias”; y no duda en indicar en las entrevistas la existencia de un franquismo “latente”. Tampoco rehúye las obligaciones: “Hay una sensación de frivolidad, de neutralidad, de derechización, la idea de que el compromiso está pasado de moda, que eso tenía sentido en la época de la dictadura y que ahora ya no hace falta ningún tipo de intervención crítica. Eso es muy alarmante”.

- Usted, con periodos de quebranto, parece vital y a su generación se la llamó De la Felicidad: al franquismo se le combatió hasta desde la cantina –“fue entonces cuando el lento el lívido alacrán de la ginebra / mediaba en la liturgia de todos los adictos residuales a la indocilidad”-. ¿Hasta qué punto la vivencia es importante para escribir? Estima que Onetti es el autor más importante de la segunda mitad del siglo XX y se pasó media vida en la cama.

         - Yo he sido bastante enfermizo y bastante depresivo. Hace tiempo me pasé más de un año en la cama y mis experiencias en esa larga cura de reposo pudieron ser tan aprovechables como las vividas por ahí viajando, trasnochando… Ya le dije antes: a efectos literarios, da igual que la vida contada sea real o ficticia, si se consigue que el lenguaje, que las palabras, generen un mundo artísticamente válido.

 

“La imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega”

      En el volcado de la experiencia en la literatura funde los géneros y convierte sus

libros de remembranza – Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001) - en una especie de aventura protagonizada por él mismo: La novela de la memoria - 2010 -. Dice que se propone narrar las cosas “sin ningún tipo de tapujos, recovecos o pistas falsas”, o sea, conforme fueron vividas, lo cual nos devuelve al yo real. En cambio, hay hechos que prueban el recuerdo como una suerte de fantasía. La ficción entrampada con la realidad ¡surge hasta del propio árbol genealógico heredado de la familia!, a cuyo pie figura el príncipe Prisco Lavinio. Caballero no le da importancia: “Una conjetura fantasiosa o un simple delirio especulativo”. Puede que literalmente sea cierto; su apellido identificativo remite, por vía materna, al vizconde y filósofo racionalista francés Bonald.

- En su caso, la memoria se interviene por la imaginación. ¿La segunda no pervierte la primera? ¿Hay algún caso en que no puedan, o deban, unirse?

- Se sabe que el funcionamiento de los recuerdos es muy complicado, muy arbitrario. Hay recuerdos deformados por la distancia, recuerdos falsos, recuerdos ajenos de los que uno se apropia, y así… La imaginación puede sustituir a la memoria si el trabajo creador lo requiere. O sea, que en términos literarios lo que no se recuerda, se inventa.

A la hora de relatar un hecho empírico vuelve la duda. Se acuerda de cuando, en plena guerra civil, se escapó del colegio y filmó con la mirada una secuencia áspera: niños harapientos cazando un gato, una anciana temblorosa masticando gramíneas silvestres, un hombre envuelto en una manta cuartelera. Y a continuación se pregunta: “¿Vi todo eso realmente o me imagino ahora que lo vi?”. Incluso presenta dudas aquello fidedigno, pongamos una vivienda archisabida de Villamartín, en Jerez, que revisitada ofrece un aspecto distinto: “La visión desde el zaguán coincidía muy defectuosamente con la de mi memoria”.

- En el debate entre ficción y realidad, ¿la memoria es la primera posible infiel, más que la imaginación?

- Ya le digo, la imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega. Algo que también se podría aplicar a los conceptos de realidad y ficción. Detrás de la realidad hay siempre un enigma, y detrás de la memoria un mundo imaginario, quizá inverosímil. Recuerdo que hace muchos años, la primera vez que fui a París, me ocurrió algo misterioso. Llegué una mañana a la estación de Saint Lazare. Iba solo y pregunté a un mozo si podía indicarme un hotel económico por allí cerca. Me señaló uno en una calle aledaña, en la rue Amsterdam, y allí me dirigí. La señora que me atendió me condujo a una habitación diciéndome que fuera deshaciendo la maleta, que ya iría luego a inscribirme. Y en eso estaba cuando llamaron a mi puerta y oí que me llamaban: “Monsieur Cabalego Bonald, au téléphone”. Yo me quedé estupefacto. Nadie podía saber que estaba allí, tampoco me había inscrito todavía. La señora me ratificó que era a mí a quien llamaban. Así que acudí al teléfono y oí unas palabras más o menos ininteligibles. Eso fue todo. Uno de los enigmas que me ha acompañado hasta hoy mismo. Algo muy ligado a lo que se entiende por enigmas de la realidad.

 

“La memoria es un ajuste de cuentas contra uno mismo”

- En sus memorias desacraliza algunas vacas: Almodóvar -“modelo de la grosería nacional”-, Hemingway, Baroja,... Sabemos que después de su publicación dos personas le retiraron la palabra. Además de contra otros y contra la realidad misma, ¿la memoria, en poesía, en prosa, es un ajuste de cuentas contra uno mismo?

- Sí, eso de ajustar cuentas con uno mismo puede ser uno de los soportes dialécticos de las memorias. Es una especie de recapitulación crítica de lo vivido o de lo que uno imagina que ha vivido. Y si hablo de cosas mías con las que a lo mejor estoy en desacuerdo, ¿por qué no iba a referirme a personas que me producen algún tipo de rechazo? Además, el hecho de desmontar ciertos pedestales que considero falsos, es una ocupación que te deja de lo más satisfecho…

Quien esto firma piensa que la Real Academia Española no cumplió con lo que se debe al hurtarse de un creador mayúsculo. El desprecio de Caballero Bonald por el estereotipo, su afán por la exploración, la derivación, los prefijos, el neologismo y, sobre todo, su clara voluntad de ampliar el significado de las palabras a partir de las conexiones que con ellas establece resulta un paralelismo con el viejo “nuevo aspecto de las cosas” que anunciaba Lucrecio. “queriendo ansiosamente atribuir a la palabra la condición de fundadora / rehacerla según su más impredecible capacidad reproductiva / su condición de inexistente antes del momento mismo de haber sido usada”.

El mundo no empieza ni termina en la institución sobre la que recae la directriz lingüística en nuestro idioma: a Francisco Umbral le parecía más importante tener una silla en las tertulias del Café Gijón que un sillón en ella. Pero choca que el autor solvente con dos palabras el tema. Francisco Ayala, Carlos Bousoño y Alonso Zamora Vicente propusieron tres veces su candidatura y “fue tres veces negada”, tal y como reza premonitoriamente el primer verso de su poema ‘El amor es como un círculo’, de 1954. Era 1999. Para más inri, poco después se daba el visto bueno a Arturo Pérez Reverte. Nieva habló de “fatalidad”, Rico lo sintió “en el alma” y Muñoz Molina estableció mejor que nadie: “Ha perdido la institución”.

- En 2004 le pregunté y zanjó: “Cosas que pasan”. En 2008 me dijo: “No tiene importancia”. ¿De verdad siente tanta indiferencia?

- Confieso que a mí me hacía cierta ilusión ser académico. Presentaron mi nombre y no me admitieron. Eso es lo que pasó y lo que acabó desilusionándome. Ahora ya no quiero ni oír hablar de ese asunto. La Academia me trae sin cuidado. Punto.

- En Prefiguraciones, Anna Caballé deja caer que Camilo José Cela[1] pudo ejercer presión en contra…

- No sé…, es posible. No lo supe entonces y ya no me importa en absoluto saberlo.

- La figura Cela parece haberse difuminado después de muerto. ¿Motivos literarios o personales?

- Cela fue una persona muy contradictoria, de trato difícil. Pasaba de ser muy tratable, muy bien educado, a ser un grosero, un insolente. Pero también fue un verdadero maestro del lenguaje, eso es indiscutible. Lo que ocurre es que entró en una especie de decadencia literaria casi a continuación de que le dieran el premio Nobel. Se copió a sí mismo de manera desafortunada y ya no había quien lo leyese. Pero ahí están algunos libros suyos ejemplares: Mrs. Caldwell habla con su hijo, Oficio de tinieblas…

- Su particular y reconocible poesía, lo ha dicho, indaga en la precisión, que ignoro cuánto tiene ver con la de, por ejemplo, Juan Ramón, autor al que admira. Más que precisión, ¿se puede decir que usted aspira a la palabra insustituible?

- Algo de eso he intentado, sí… Pero hablar de palabras insustituibles es un poco petulante, ¿no? Ya se sabe que un poema es, por definición, un artefacto que admite un infinito número de correcciones. ¿Hasta dónde hay que corregir para llegar a lo insustituible? Una pregunta tramposa. Porque pensar que algo es insustituible es como pensar en la perfección. Y esa meta, naturalmente, no existe. A lo más que puede llegarse es a dar por buena una versión entre otras varias.

- Sostiene que el barroquismo “nunca ha sido una complicación sintáctica ni léxica ni una acumulación de bellos términos para llenar un vacío, sino una aproximación a la realidad a través de palabras nunca usadas para definir esa realidad”. Debido a la interpretación que admite y a lo intrincado que se refiere, el hermetismo en poesía, ¿es un límite o un punto de partida?

- Será en todo caso un límite, una situación límite. Las experiencias intrincadas generan reglas poéticas intrincadas. Sería absurdo hablar de ese hermetismo como un punto de partida. El poeta no se propone ser hermético, dificultoso, sino que lo es a medida que escribe, sin ningún propósito previo. Sin duda, hay una poesía clara, explícita, directa, pero no es desde luego la que yo practico.

 

“Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista”

 

- Usted afirma no escribir como si le vigilara un jefe de negociado, sino cuando se siente absolutamente necesitado de hacerlo. “Si me sale bien, sigo adelante, y, si no, lo dejo y en paz”. Eso se suele entender en poesía, pero usted ha escrito también novela y memoria atravesada de ensayo. ¿Aborda la escritura, al margen del género, desde una óptica exclusivamente poética, digamos, tocada por la inspiración?, contra la opinión casi generalizada de que esta debe pillar al autor trabajando.

- Aparte de que la inspiración sea una especie de consecuencia del buen funcionamiento de la imaginación, también se pueden cruzar por la cabeza otros estímulos creadores, casi siempre derivados de la intuición. Creo en la revelación, en la iluminación repentina, soy así de iluso. Quizá eso me venga de mi gusto por ciertos componentes del romanticismo. Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista.

        Evocamos entonces sus versos: “(…) un repliegue de indicios que me dejaron entender quién fui quién era / quién puedo seguir siendo antes que el tiempo acabe / antes que la memoria tal vez se angoste se consuma en puras descubiertas / por las bifurcaciones menos figurativas de la veracidad / palabras que se juntan como bocas como centellas en mitad de la noche”.

Hablando de inspiración y de misterio. Cuando era niño le enseñaron que los receptores de galena atraen el sonido por medio del azufre. Se ha referido a las señales audibles flotando por las ondas de un modo que recuerda a los enigmas de las ideas. Para su profesor de Ciencias Naturales, don Marcelo, era “una prueba más de la presencia divina en la naturaleza”. Incluso, el escritor y poeta reunió prontuarios con la intención de huir de compuestos conocidos y ensayó combinaciones en busca de propiedades aún ignoradas de un modo que después llevaría a la palabra. “No sé si esa ambición me había llegado por vía genética de las sabidurías químicas de abuelo o bien se me había transmitido espontáneamente a través de las inducciones quiméricas de la voluntad”.

Entre un experimento y otro, llegó a incendiar habitaciones y, por medio de la intuición, alumbró fabricaciones disímiles, entre ellas, la pólvora. Fue una etapa de formación “por los atajos vertiginosos de una sabiduría con trazas de clarividente”. La literatura se lo agradecería años después. Prueban la instrucción en adivinaciones[2] cuanto oyó a través de minerales y los explosivos que fabricaba con las manos, pero también sus ojos, sometidos a leyes de una imprecisa procedencia. Se acuerda de un mendigo que barría el jardín de su casa y suministraba tierra vegetal a cambio de un plato de comida que preparaba su madre. Años después el suceso conscientemente olvidado emergió: “Se conoce que fui anotando todo en algún subalterno resquicio de la memoria”. Y traspasó al menesteroso a uno de sus primeros poemas. Estando tan rodeado por el misterio desde niño no extraña que atendiese a la súplica de la poesía.

- ¿Dónde hallamos el límite en los enigmas del arte? Para usted los poemas son una alianza de cálculo y melodía: “las músicas que con las matemáticas conforman la poesía”, exactamente. ¿La ciencia puede albergar magia?

- El misterio está agazapado detrás de la realidad, lo estamos viendo a cada paso. Vas andando por la calle, viajas por ahí, te despiertas por la noche, y de pronto ocurre algo que no entiendes, algo que no tiene explicación lógica. La lógica es siempre una mala compañía poética. Ya le he contado esa experiencia de mi llegada a París. Podría hablar de otras por el estilo… Existe en la ciencia, en la física, el llamado principio de incertidumbre que puede aplicarse perfectamente a la indeterminación de la vida cotidiana.

- Entre los temas bonaldianos tenemos la noche, el mar, la infancia y el mito. ¿Es este una realidad superior? ¿Corre peligro?

- Soy un simbolista, en el sentido más estricto de ese término. Ya se sabe que el simbolismo, como tal concepto estético, rechaza la copia fiel de la realidad y busca equivalencias entre lo oculto y lo perceptible. Todo eso de la sinestesia usada digamos que para dar visibilidad a lo invisible. Lo que se ha llamado con mucho tino “matemática tiniebla”.

- Tomó el habla, se ha dicho, en el punto en que fue legado por los poetas del veintisiete. ¿Está al cabo de los derroteros actuales de la poesía? ¿Cree que hay continuidad intergeneracional?

- Quizá mis antecedentes poéticos más evidentes vengan de Góngora y luego de Juan Ramón y de Cernuda y de Lorca y de los simbolistas franceses… Yo soy el poeta que soy porque antes leí a esos poetas, que son los que me dejaron una huella más emocionante. Siempre ocurre así. En cuanto a la poesía actual, procuro estar al tanto. Me identifico muy bien con algunos jóvenes que pretenden ramificaciones nuevas dentro del simbolismo, que es en lo que yo también he andado trabajando.

Mañana parte hacia Sanlúcar. Apagamos la grabadora y enciende las maletas. Le espera el aliento del mar. “La verdad es que nunca se ha vivido lo suficiente si no se ha naufragado un poco”, expone en el prólogo a Mar adentro -2001-. En ese libro, el mar “es como si ocupara una habitación sin paredes”. Y al invocar esas palabras cae la noche. El mar también está lleno de memoria, como la sombra. Y de palabras -“cuya naturaleza nadie conoce sino después de haber sido escritas”-.

En la oscuridad, como en el poema, no queda sitio, pero sí tiempo, que es mejor. La luz más prestidigitadora nace de la oscuridad y el misterio de lo inexplicable ofrece como resultado su misma presencia siempre sigilosa. Recuerda Caballero que si perdiera la memoria no escribiría. En sus palabras hay coral: “Suenan rastros de luz por dentro de la noche / (…) / Imagen ya de mi exterminio, / se realiza de nuevo cuanto ha muerto. / Mi propia profecía es mi memoria. / Mi esperanza de ser lo que ya he sido”[3].

 



[1]                Caballero Bonald fue secretario de redacción en la revista Papeles de Son Armadans, dirigida por Cela. En La costumbre de vivir refiere los más que menos que mantuvo con Rosario Conde, esposa del Nobel. “Fue una decisión que incluía de antemano la prórroga de sus propias y furtivas implicaciones morales. La experiencia tuvo sus lógicos desvíos traumáticos y las mismas circunstancias en que se produjo, o se fue produciendo, acabaron afectándome seriamente y con muy contradictorios daños sicológicos”. Duda metódica: “¿Me reconozco de veras en el que ahora creo que fui, en ese personaje secreto del que nunca hablé y que sólo coincide con el que se ha ido adecuando a lo que podrían ser los círculos externos de mi personalidad? (…) A lo mejor todo eso no era sino el resultado de una difusa inseguridad, un intermitente reclamo de la razón para que me defendiera del tiempo venidero renunciando de antemano a todo aquello que no iba a poder alcanzar o que me iba a conducir hacia donde yo no quería. Es una idea bastante pretenciosa, amén de extravagante, pero en ningún caso me parece infundada”.

[2]              Las adivinaciones es su primer libro de poesía, de 1952.

[3]              Memorias de poco tiempo, 1954.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

1. El traductor Francisco J. Uriz (con una coda para aragoneses)

 

Apostaría algo importante a que el currículum vítae de Francisco J. Uriz es casi tan voluminoso como este tomo de Turia que, agazapado lector, tienes en las manos. Y, en todo caso, estoy seguro de que tomando exclusivamente su labor literaria, listando la bibliografía primaria de sus poemas, obras de teatro, artículos, prólogos, columnas, reportajes o, sobre todo, traducciones, obtendríamos un nuevo libro que alcanzaría al menos esas mismas doscientas páginas que comprenden sus entretenidísimas memorias, Pasó lo que recuerdas (Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2006), y que podría servir de anejo perfecto para las mismas (y para esos Accesorios y complementos, también muy personales pero más misceláneos y centrados en asuntos suecos, que publicó en 2008 en Zaragoza, Libros del Innombrable).

 

Aparte de sus tareas como profesor, intérprete contratado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia (responsabilidad que, entre otras cosas, le llevó a acompañar a su admirado Olof Palme en sus visitas oficiales a Hispanoamérica), informal consejero de la Academia Sueca o promotor, fundador y director de la Casa del Traductor de Tarazona, detrás de su impagable aportación a la literatura hay un hombre tenaz, ilusionado y algo zumbón que tiene mucho de artesano pero también un poco de jornalero. Como si hubiera hecho suyo el lema de su ilustre amigo Artur Lundkvist ("Hay que evitar el escepticismo paralizante y actuar como si se pudiese cambiar el mundo y mejorar la Humanidad": Pasó lo que recuerdas, p. 158), Uriz se ha movido desde el principio hasta hoy mismo con un impulso constructor que es mezcla de pasión y cabezonería, de amor por las letras y de afán de ofrecer a su prójimo las cosas que a él le han hecho disfrutar, de compartir con nosotros textos extraordinariamente valiosos a los que difícilmente podríamos haber accedido sin su intermediación. De ese modo Uriz es, a sus ochenta y dos años, mucho más joven que la mayoría de personas que conozco, si por juventud entendemos las ganas de aprender y enseñar, el apetito por descubrir, la vocación de explorador en la jungla de palabras y la conservación de cierta ingenuidad, e incluso candor (que para mí son, por supuesto, sustantivos elogiosos), que le hacen perseverar en esa búsqueda, en ese rastreo que se hace sin impaciencia, sin prisa, sin ansiedad, casi siempre con una actitud que, por sabia, inteligente y veterana, se muestra sonriente, bienhumorada, teñida de una alegría elemental. Si se me admite la pequeña paradoja, el suyo es un trabajo muy serio y consciente que, sin embargo, se lleva a cabo con cierta despreocupación de fondo, pero ese desenfado lo enriquece. Responsable, constante y cumplidor en lo profesional, sereno y ligero de equipaje en lo vital, Uriz lleva en sí una mezcla de virtudes y talentos que explican sus resultados y credenciales. Él, además, se lo pasa bien, y eso se nota y se contagia.

 

            Unas pocas líneas arriba he escrito "vocación", y sobre eso escribió también en su libro de recuerdos, al considerar que la vocación verdadera implica "férrea voluntad y mucho trabajo", y que, emparentada por tanto con el azar, "depende de genes o de una predisposición natural que nadie sabe quién ha metido allí donde esté" (p. 67). No hay duda de que no hay modo de escapar a esa suerte de fatum, pues, aunque las citadas memorias terminan con un amago de despedida de Uriz como traductor, asegurando que "voy a terminar lo que tengo muy avanzado [...] y ya" (p. 187), lo cierto es que casi diez años después Uriz sigue felizmente activo, sin que su ritmo de publicaciones se haya visto reducido en absoluto. De hecho, uno de los mejores y más sorprendentes libros de poesía que se ha publicado en España en 2014 ha llegado hasta nosotros gracias a él: me refiero al deslumbrante Alfabeto de la danesa Inger Christensen (publicado en Madrid por Sexto Piso), a quien Uriz ya tuvo en cuenta en su monumental antología Poesía nórdica (Madrid, Ediciones de la Torre, 1995), titánico trabajo que le llevó a merecer el Premio Nacional a la Mejor Traducción de ese año (galardón al que en 2012, por fin, se unió el Premio Nacional a la Obra de un Traductor).

 

            La tardía publicación en España de ese magistral libro de Christensen (de la que ahora, en marzo de 2015, se publica Eso, también en Sexto Piso y por supuesto traído de nuevo a nuestro idioma por Uriz) es sólo el hito más reciente de un listado de centenares de traducciones de textos de sobrecogedora calidad entre las que cabe destacar un puñado de libros necesarios (que en parte acabo de recordar apresuradamente en el artículo "Algo de lo que debemos a Uriz", publicado en el número 6 de la revista zaragozana Crisis, dedicado monográficamente a Suecia). Si algo querría saber expresar en estas primeras notas que ando garabateando es que esos miles de páginas de literatura sueca que Uriz nos ha acercado son sencillamente imprescindibles para entender determinados detalles y tal vez también tendencias de la poesía española de los últimos veinte años, perceptibles especialmente en la obra de los nacidos en la década de los setenta. Autores principales de esa generación como Carlos Pardo, Abraham Gragera o Martín López-Vega han dejado reconocida por escrito su deuda con esas lecturas (más o menos visible en sus propios versos), y no hace falta ser especialmente perspicaz para adivinar en muchos otros poetas jóvenes actitudes y melodías que eran desconocidas entre nosotros antes de la recepción en español de la obra de los suecos Harry Martinson, Gunnar Ekelöf o Tomas Tranströmer, del danés Henrik Nordbrandt o de los finlandeses Claes Andersson y Marta Tikkannen. Con un poco de tiempo se podría documentar y demostrar esa influencia, cotejando versos españoles de las últimas promociones con el tono de la poesía escandinava (que no es el modo personal como Uriz traduce, según han pensado algunos, sino realmente un estilo más o menos común que, con variantes naturales junto a heterodoxias y desobediencias de todo signo, caracteriza e ilumina buena parte de la poesía de aquellos fríos lugares, y muy específicamente la que procede de Suecia, país que oficialmente ha reconocido, agradecido y premiado la larga y profunda dedicación de Uriz a difundir su cultura), y concluiríamos que una porción muy considerable de lo mejor de nuestras últimas cosechas nacionales (o al menos lo más celebrado y prestigioso) tiene mucho menos que ver con la tradición hispánica que con la del Norte de Europa.

            Y por ello, por la determinante huella que el trabajo como traductor de Uriz ha dejado en la nueva literatura española, por el modo en que ha inspirado y ha contribuido a articular la voz de los penúltimos poetas españoles -que a su vez influyen indisimuladamente a los últimos...-, por su propia calidad y por su inesperada trascendencia..., considero indiscutible su importancia en el ámbito de las letras y, así, me parece incomprensible y casi aberrante que hasta hoy los sucesivos jurados del Premio de las Letras Aragonesas hayan ido dejando pasar el nombre del zaragozano por juzgar que no es pertinente tener en cuenta a traductores, por buenos que sean o por consagrados que estén. Uriz no es sólo, cualitativa y cuantitativamente, un grandísimo y sobresaliente traductor, internacionalmente aplaudido (pues también ha publicado con mucha frecuencia en América Latina), sino alguien que, para decirlo simplemente, ha cambiado y mejorado las cosas como muy pocos de nuestros paisanos. Y además cuenta, como autor, con una obra poética, dramática, crítica y testimonial más que notable, digna de gran estima y de la mayor atención.

 

 

2. El poeta Francisco J. Uriz.

 

Apartadas de mi mesa de trabajo las memorias de Francisco J. Uriz y las inestables pilas de sus traducciones, me quedo con un solo volumen ante mí. Se trata de la Poesía reunida, publicada por Libros de Innombrable en diciembre de 2012, cuando su autor llegaba a los ochenta años de vida.

            En estas seiscientas cincuenta páginas de versos se recopilan en realidad pocos libros, los únicos seis que Uriz ha publicado exentos a lo largo de las décadas, a los que habría que sumar los poemas dispersos que el poeta ha ido colocando aquí y allá, en revistas, antologías, catálogos o libros monográficos, textos a veces de circunstancias o de encargo que van desde sus primeros tientos líricos en la década de los sesenta hasta "Poderosa Afrodita", el paródico y ripioso poema que ha entregado recientemente para acompañar a una de las subversivas acuarelas que "SEM", seudónimo tras el que tal vez se ocultaban Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, dibujó bajo el osado título de Los Borbones en pelota (Zaragoza, Olifante, 2014).

            Como testimonio retrospectivo de hasta qué punto la trayectoria vital y literaria de Uriz ha estado unida a Suecia, sus dos primeros libros de poemas se publicaron no sólo en sellos de allá sino traducidos al sueco por su mujer, Marina Torres, y por Artur Lundkvist, junto al texto original. Son Ett skri är ett skri är ett / Un grito es un grito es un grito es un grito (Estocolmo, Raben & Sjögren, 1969) y Janus' ansikten / Las caras de Jano (Estocolmo, Arbetarkultur, 1983). Los otros cuatro fueron publicados en Zaragoza por Libros del Innombrable: Un rectángulo de hierba (2002), Mi palacio de invierno  y Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones (en un solo volumen de 2005) y, finalmente, Cuaderno de bitácora (2009).

            En Pasó lo que recuerdas (p. 67 y ss.) Uriz ha evocado cómo fue gestándose Un grito es un grito es un grito es un grito, poemario monográfico sobre la guerra de Vietnam: "No pretendía cambiar el mundo ni frenar la guerra sino mostrar mi rechazo personal, manifestar mi repulsa a una política imperialista" (pág. 68). Es, pues, poesía social y comprometida en su variante más cruda y descarnada, y lo que urge y palpita en ella es la información, la denuncia, el "yo acuso"..., pero que lo fundamental sea lo que se dice no implica que no se cuide el cómo se dice, aunque Uriz, como es habitual en ese tipo de poesía combativa, somete al lenguaje a las necesidades del mensaje, prescindiendo incluso de puntuación, mayúsculas y desestructurando la sintaxis para obtener una comunicación más eficaz. De ese modo, en este debut poético leemos muchos "titulares" a los que se les da la vuelta, buscando y exponiendo sus trampas; estructuras paralelísticas que desnudan la falaz lógica aristotélica de otros discursos; interrogaciones retóricas; datos expuestos con prosaísmo que dan pie a una conclusión hermosamente literaria... Un poema sobre los bombardeos titulado "escalada" que comienza así: "la sombra / es luz / interrumpida en su camino / luz / que no llega / a su destino / -si la luz tiene destino-", se cierra con dolorosa belleza: "si la ley de la gravedad no tiene patria / el único lugar seguro es el cielo" (en Poesía reunida, p. 159).

            Artur Lunkvist creó por aquellas fechas una cierta controversia en el seno de la muy politizada poesía sueca de la época al afirmar que "el compromiso literario del escritor es comprometerse con la literatura misma y luego, aparte, está su compromiso o militancia política" (Pasó lo que recuerdas, p. 71). Pero el tono de la ópera prima del poeta zaragozano no es incoherente ni incompatible con esa apreciación cuando lo que realmente más te preocupa, ocupa e indigna en tu día a día es esa guerra, la injusticia, la violencia contra los inocentes. Es difícil escribir sobre cualquier otra cosa en tiempos como aquéllos, especialmente cuando el autor dedicaba buena parte de su tiempo a asambleas, debates y publicaciones políticas, multiplicadas desde su ingreso en 1963 en el Partido Comunista. Pero los buenos poetas encuentran caminos originales y sublimes para transmitir esas cosas, y Uriz hace bien en reproducir íntegramente en sus memorias los catorce preciosos y sencillos versos de "belleza de Estocolmo", uno de los mejores poemas que ha escrito nunca, en el que, según él mismo, "polemizaba con aquellos que nos exigían saber todo de Vietnam, su historia, la de Estados Unidos, las características del napalm, la velocidad de los bombarderos, los acuerdos de paz de Indochina, etcétera, para poder criticar la agresión norteamericana" (Pasó lo que recuerdas, pág. 68). El poema es éste (lo copio de Poesía reunida, pág. 82, donde encuentro tres variantes poco significativas con respecto al que se volvió a publicar en Mi palacio de invierno: ver pág. 287):

 

agua nórdica

bella azul metálica

lago Melgar

 

nunca he visto una gota de agua

a través del microscopio

 

desde el puente observo

la belleza

el hielo separa sus muslos

para dar a luz

el agua de primavera

 

¿microscopio?

 

me basta

ver el azul metálico del lago Melar

para tomar partido

 

 

 

            Catorce años transcurrieron antes de que Uriz publicase un segundo libro de poemas, pero cuando lo hizo, en 1983 (y de nuevo en edición bilingüe, con versión al sueco de Torres y Lundkvist), el poeta insistía en una poética muy deliberadamente ideologizada. En el "Prólogo" a Poesía reunida Uriz ha explicado que quiso titular el libro "Relaciones de producción" (un sintagma que se lee muchas veces en su interior), pero Lundkvist le disuadió y la balanza terminó cediendo hacia el lado del menos explícito Las caras de Jano, al que se añadió el subtítulo aclarador Diario de una década -1960-1970- de esperanzas y frustraciones. El libro, pues, se había ido escribiendo mucho antes de su aparición y a lo largo de bastante tiempo. "Más que un poemario -ha explicado su autor en esa misma introducción- es una autobiografía externa, es decir, mis reacciones a acontecimientos políticos de esos años" (pág. XII). El epígrafe de la primera sección del libro, de Attila József, dice: "Anda, poesía, participa en la lucha de clases" (pág. 101), toda una declaración de intenciones a la que Uriz se abalanza con gusto para hablar del Che Guevara, Cuba, la "Primavera de Praga" o el Tercer Mundo, aparte de las situaciones en España (en la sección "Mi país 1") y Suecia (en "Mi país 2"), en una ensalada de acontecimientos, personajes y anécdotas que recuerda a los poemarios de su amigo Manuel Vázquez Montalbán.

            En el libro hay cabida para todo, pero en general prosigue con el tono de Un grito es un grito es un grito es un grito, prolongando su lenguaje directo, poco artificioso y a menudo aforístico, su humor algo desengañado o su protesta dolorida, pero dejando también lugar para una cierta esperanza (como en el poema "la cuña": p. 175, que volverá a figurar en Mi palacio de invierno: pág. 309), que se mezcla con un punto de pesimismo ya un tanto otoñal con respecto a las utopías. En el mejor poema de Las caras de Jano, "sentido de la proporción", dedicado a su hijo Juan Uriz Torres, se diría que el poeta, acaso sin darse cuenta, pasa al niño el testigo de las ilusiones (Poesía reunida, 120; y de nuevo en Mi palacio de invierno: p. 315):

 

 

Alguien le había dicho en la guardería:

"Si te llevas al oído una caracola

oirás el oleaje del mar".

Pasó el tiempo y él seguía fascinado

por el insondable misterio.

Siempre anheló oír el oleaje del mar en una caracola.

 

Mi hijo se llevó al oído una concha minúscula

y estalló en alegría: "¡Papá, ya oigo el oleaje!"

mientras paseábamos por una playa

azotada por un clamoroso viento, en Túnez.

 

 

            Casi completamente distinto, al menos en cuanto a lo temático, fue el tercer libro de Uriz, Un rectángulo de hierba, en el que se abordaba monográficamente el mundo del fútbol, otra de las grandes pasiones de este poeta (de la que ha recopilado dos simpáticas antologías: Poesía a patadas. Antología de poesía futbolera, pequeño volumen no venal que se publicó en 2009 en Córdoba bajo el sello del festival de poesía Cosmopoética, y la mucho más amplia El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, publicada en Madrid por Vaso Roto en 2010, con un prólogo soberbio de Miguel Pardeza). Este libro, como todos los de poemas de Uriz, es irregular y más voluminoso de lo que suelen serlo los de versos. En él el humor adquiere otro matiz, menos herido que aquel al que se recurría en los libros anteriores para soportar y compensar los horrores de la Historia a los que se aludía. Pero aquí, a través del balompié, también se encuentran pretextos para la expresión ideológica, así como una gran excusa para echar la vista atrás y recuperar cosas ancladas en la propia memoria, de modo que el libro tiene sus zonas íntimas y aun confesionales, que se cuentan en poemas de notable narratividad como éste, titulado "Auxilio Social" (Poesía reunida, p. 220):

 

 

Un domingo

puse con tembloroso apremio

-el partido lo exigía-

en la desgastada taquilla

el dinero justo para la entrada

que llevaba apretado en la mano.

Como era día de Auxilio Social

y no me quedaban ni los céntimos del emblema

no pude entrar.

Me quedé en los desmontes a oír el clamor de Torrero.

Sí, era un sucedáneo,

pero también me sabía bien el café con leche

-la achicoria- del desayuno.

 

 

            Hay varios poemas más sobre la propia infancia en Zaragoza, una infancia que, como tan bien expresa el poema anterior, tenía tantas carencias como ilusiones, una mezcla de privación y magia. Esos fragmentos de recuerdos quedan ubicados al comienzo del libro, y después se pasa a las reflexiones generales sobre ese deporte, a los retratos de determinados futbolistas, a la reflexión sobre el alcance de algunas gestas, a la tristeza por su progresiva y ya imparable mercantilización.

            Mi palacio de invierno, como he dejado apuntado arriba, contiene dos libros que se publicaron originalmente en tiradas muy reducidas, casi secretas, que el propio autor coordinaba en la muy cuidada serie "Papeles de Tarazona" (ver Poesía reunida, págs. XII-XIII): los poemas del que responde a ese título son, según cuenta su autor en su prólogo más reciente, "los que trataban de mi relación con el comunismo, [...] textos y notas dispersas que comentan acontecimientos políticos, tomadas d emanera discontinua desde 1969. Se fueron convirtiendo en una especie de diario, compuesto de imágenes, frases leídas en periódicos o en pancartas, oídas en la radio o en la calle, que ya no recuerdo de dónde proceden" (ibídem, pp. 271-272). Todo ello hará suponer que en estos textos Uriz vuelve al lenguaje desnudo, a la tendencia al apotegma informativo y conciso, que en este libro (y sobre todo en el adjunto Cuaderno de cuadraturas) da lugar a una serie de poemas más breves, con algo de sabor clásico, en su línea burlona, carnavalesca y epigramática, como en estas "Confidencias a Bruno" (p. 327):

 

Muchos sapos hemos tenido que tragar

Sobre todo palabras vomitadas por otros

- esas palabras hoy enterradas

para que no nos sepulte la vergüenza

Te observo comer satisfecho tu vómito

y te envidio

Al menos es el tuyo.

 

 

            En cuanto a Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones, publicado en el mismo volumen, pretendía recoger "los que comentaban la transición -española, claro- vivida desde Estocolmo" (p. 271). Lleva una impactante cita general de Wolf Biermann que Uriz ha repetido numerosas veces, asumiéndola como propia: "Sólo el que cambia es fiel a sí mismo": p. 391), y en ese sentido es destacar su "brechtiano" poema de rectificación con respecto a ETA, en el que se expía una culpa común de la militancia antifranquista ("Silencios": p. 420):

 

En el principio fue la opresión.

Empezaron matando policías

y los apoyé.

Mataron al político de lo bien atado.

Fueron perseguidos y me solidaricé con ellos.

Condenados a muerte

pasé hambre por ellos.

Transcurrió el tiempo y algo cambió.

Pero siguieron matando

y me callé.

Mataron generales, policías, políticos

de uno y otro partido, mataron

a gente que pasaba por allí

y me callé.

Me callé

y hoy mi apatía en la repulsa

me avergüenza.

Por los muchos silencios junto al mío.

 

 

            Por último, Cuaderno de bitácora es el libro de Uriz que menos generalizaciones admite. Es en sus primeros poemas donde encontramos, si se me permite esta boba forma de decirlo, al Uriz "más poeta", en el que la contemplación es más importante que la meditación. Hay paisajes y poemas de amor antes de que llegue de nuevo la sorna (como en una respuesta a Ángel González: p. 497), los homenajes a amigos (Julio Cortázar, Natalio Bayo), las anécdotas de las que se extraen símbolos. En la segunda sección del libro se recogen poemas sobre animales (otra veta insólita en Uriz), aunque éstos son más bien un medio para hablar de otras cosas, o con intenciones que podían ir de lo didáctico a lo corrosivo, como también hacían los poetas antiguos. En "Evolución" (p. 514), leemos:

 

Dicen que con el tiempo

todo chimpancé acaba en hombre.

Pero uno se negó.

Se había enterado de que

un diamante imperfecto vale más

que una piedra perfecta.

Y por miedo

retrocedió del hombre.

 

            En las dos siguientes secciones, vuelve el repaso a la situación internacional, la denuncia de la macroeconomía, la reivindicación de la solidaridad. Basta con ver algunos títulos ("Vietnam", "Ejercicio con ejércitos", "Un beduino en el hemiciclo", "¿Progreso?", "Supermercado", "Refundación del capitalismo"...) para saber por dónde van los versos, pero en la quinta y última sección, antes de un poema epilogal que es el mismo "Striptease final" que remataba Pasó lo que recuerdas, aquí titulado "Punto final": p. 627), llega algo que el propio Uriz tiene como "más personal, [...] una breve seleección de los poemas que ilustraban unos álbumes de fotos de viajes que mi mujer, marina, y yo hicimos por Francia, en la década de 1990" (p. 479). Y dentro de ella, este "Despertar en Orthez" (p. 613):

 

En el cálido silencio sabánico

un pálpito

atado aún a la columna del sueño.

¿Qué palpita? ¿Es él?

¿Es la boca?

¿Son los dedos -una amorosa prisión de dedos-

lo que palpita?

¿O son alas

que lo llevan a tu cueva a ofrendar la esencia de los sueños

como un pálpito?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

Estigma

16 de diciembre de 2016 09:49:47 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca la vi llorar. A mi abuela.

Se le salió la matriz por la vagina

y ella se la curó con limón

porque mi abuela lo trataba todo con limón. Y con saliva.

Barro, humedad y fuego.

La punta babeada de los pañuelos que llevaba en el batín.

Las medias de algodón. Agujeros en su faldagrís de abuela.

Y las capas de tela desdibujada

tras la que ocultaba el calor enchufado a la trampa

que colgaba del techo.

 

No preguntar. No saber.

Metió el pulgar en la tierra y lo sacó negro.

Barro seco y disperso. Pedazos de ladrillo bajo las plantas.

Restos pegados a las púas del tenedor.

 

Elevaba el cuchillo por encima de la cabeza.

Lo bajaba y lo hundía en la madera.

Cortaba las uñas a las niñas recién nacidas

para que cantaran bien. Bien como ella.

Voz de ofrenda, voz de Pascua.

Mas conmigo no lo hizo.

Yo era de rodillas arañadas, picaduras de avispa.

Huida de insectos y huida de juegos.

Apoyada la cara entre las manos, al tanto de mi situación.

Con las cejas sobre las piernas, las manos alrededor,

y luego cruzada de brazos

caminando hacia el puente.

Botas altas sobre el borde de los charcos.

Sin admitir el abandono ni la pauta.

La cólera de la herencia.

El bálsamo del humo lejano. La calidez y el resguardo

de la casa. Camino arriba.

Un ser orgánico que mudaba y crecía.

La incertidumbre y el temblor.

Por si nadie volvía a buscarme.

Las burriagas del bocadillo. Las lágrimas tras el coche

que arrancaba y desaparecía.

 

Tanta traición. Tanta reverencia.

Sus papeles con tersura de piedra, base en los cajones.

Paños de cuadros quemados. Vasos sucios.

 

Perdió un hijo y un marido.

Se quedó ciega. Y la atamos a una silla

para evitar que se tirara al suelo y reptara hasta su casa

lejos de ancianos tendidos sobre falsas mesas,

unidos por su calidad de ancianos.

Derribados sobre falsos sofás.

Envueltos en falsas mantas y en sonrisas postizas.

Con las uñas crecidas y los labios prietos,

entre voces conocidas que arropan en tonos azules

y por la mañana entregan desayunos.

 

La piel, cápsula gris, respondiendo al pliegue de cada dedo.

En medio del orín y el desinfectante.

 

La niña se llamará Julia.

¿No ves una moto ahí fuera?

 

Siempre quiso estar en su casa, mi abuela.

Y ahora la van a vender por 30.000 euros.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

La elegante heterodoxia de Mauricio Wiesenthal

12 de diciembre de 2016 12:24:01 CET

 Los encuentros con Mauricio Wiesenthal siempre tienen algo de luminoso. Será porque a su cabellera pelirroja le acompaña una sonrisa amable, distinguida, que anuncia una inteligente conversación. Un diálogo siempre rico en matices, generoso en saberes y salpicado de anécdotas cultas. Nos hemos citado hoy en el viejo salón del Colegio de Periodistas de Barcelona, afortunadamente tranquilo esta mañana, para recorrer el espacio y tiempo de su obra, sueños y  vida.

 

Dicen de él, no sin razón, que este escritor,  enólogo  y fotógrafo español de origen alemán  se ha convertido en un admirable maestro del memorialismo,   como atestigua su inolvidable Libro de Réquiems, o en el original novelista   que apreciamos los lectores de Luz de Vísperas. Su intensa, versátil y prolífica     peripecia vital nutre sus textos de unos perfiles de gozosa erudición y extrema sensibilidad que lo convierten en auténtico heterodoxo de nuestro tiempo. Un personaje cuya elegante rareza y originalidad apreciamos sobremanera en                esta época en que la cultura occidental aparece lastrada de mediocridades y ortodoxias nada recomendables.

 

Recuerdo ahora, aquí sentados y conversando plácidamente, aquella primera tertulia de hace dos años. Ya entonces le sentí como un marino. Creo que usted empuña un timón literario, y aferrado a él con los músculos doloridos de soportar la tensión de una difícil navegación, a veces en mares de sargazos,  sigue el rumbo de sus sueños. Pese a todo. Siempre.

 

- Tal vez porque en una época, cuando era niño, quise ser marino. Y algo de ese sueño queda en mí, pues como los marinos tengo mis mares y mis puertos preferidos. Además he navegado mucho, incluso entre tormentas de hielo en el Atlántico Norte y doblado el Cabo de Hornos.  He escrito abundantemente en la mar durante los viajes largos, y todavía cuando voy a América prefiero hace el trayecto de ida en barco y volver en avión; eso me permite preparar las clases, las conferencias, lo que vaya a impartir. El barco es mi vida, aún lo siento así. Creo que sigo teniendo algo de marino.

 

- ¿Cuándo surgió esa vocación que más tarde abandonaría por la de escribir?. Una aptitud que, tal y como demuestran los excelentes libros nacidos de la mar, tan cercana es a la buena literatura

 

- Mi padre me llevaba a pasear por el puerto de Cádiz para que conociese, no los grandes trasatlánticos, esos buques gigantescos y lujosos en los que me imaginaba al mando o bailando un vals en la noche del capitán con la pasajera más guapa del buque. No, mi padre me enseñaba los barcos carboneros donde los capitanes iban con una boina y sucios hasta las narices.  Y también los barcos fruteros que venían haciendo cabotaje desde Barcelona, Alicante, Cartagena... Porque en aquella época te educaban así, querían que conocieses los oficios desde abajo. Pero con los años se me fue la vocación.

 

- Los puertos son lugares singulares y, en otras épocas, tenían algo de mágico, Excitaban la imaginación y los deseos de conocer otros mundos por ese trasiego continuo de mercancías y bajeles.

 

- Sí, recuerdo aquel maravilloso puerto de Cádiz en que se cargaban las botas de vino de Jerez de la Frontera que iban para América. Donde se desembarcaba el café y otras mercancías que arribaban en los barcos. Era un mundo aromático, de especias… Un mundo maravilloso el de aquel puerto.

 

- Es curioso que, en vez de convertirse en un capitán de barco dedicado a surcar los mares profesionalmente, haya recorrido por vía terrestre los ríos. Las orillas de los ríos, como narra en El esnobismo de las golondrinas. Y que, como si fueran un afluente menor de un gran sueño, haya seguido su rastro hasta que, como todos lo sueños, desembocan al final en la mar.

 

- ¡Es verdad!. No había pensado que el río tenía un elemento iniciático en este sentido. Soy un hombre de andar, de caminos. A mí me escandaliza la gente inmóvil. Un día marqué una entrevista capotica, como las preguntas aquellas que se hacía Truman Capote y que él respondía más o menos literariamente. A dónde viviría decía yo que lo tenía claro: Lo haría en una frontera porque así siempre podría asomarme al extranjero y tenerlo cerca. Me ahogo en los mundos cerrados, no puedo soportarlos. Cuando estoy mucho tiempo en Barcelona me voy a un hotel, el que sea, y me tomo allí un café. Y lo hago  porque necesito sentir que se hablan otras lenguas, que hay gentes de otros países, de otras razas.

 

- Usted dejó de plantearse muy pronto aquella pregunta de la vieja canción de Bob Dylan: ¿dónde van los trenes, los barcos y los aviones que yo no abordo? Eso le habrá alejado de posibles afectos y cobijos.

 

- No he podido nunca en la vida pensar que encontraría una novia en una vecina. Me horripila, parece como si fuera a acostarme con mi hermana. Cuanta más lejana sea la figura que encuentre resulta más sano, más higiénico y más bello. Tengo ese concepto del mundo, no puedo evitarlo.

 

Algo que está inherente en su obra, al menos hasta donde mis luces alcanzan,  es la mujer. Y lo femenino, que es diferente. Y los distintos lenguajes. Y también las ciudades. Cuando escribe sobre Rusia, por ejemplo, hay ciertas palabras que son hermosas porque, además, son definitorias del oficio al que nombra y usted dice que son en femenino. También, cuando habla de Yahvé asegura que igualmente es femenino.

 

- Sí, del espíritu. Del espíritu sobre todo. Eso me interesa mucho, es un tema que me engolfa enseguida. A ver, cuando se lee al poeta Serguéi Esénin que dice que “el abedul es un hada de los cabellos de seda” hay que darse cuenta que la diosa, el abedul, es femenino en ruso. Cuando llega la primavera, que siempre llega tardía, sobre todo encima de Moskowia, en abril y mayo, los campesinos más primitivos se abrazan al abedul y sienten la savia del abedul femenino. Le cantan como si fuera su amada y se emocionan.

 

- Lo femenino entonces, también puede ser la luminosidad con la que un escritor puede seguir escribiendo al atardecer.

 

- Exacto. Tú puedes buscar la mar. Has puesto el género, la mar, en femenino. Pues, en este sentido a mí me gusta ese mundo de equilibrios que considero tan importante. Y veo que, a veces, en las malas traducciones se pierden los sentidos. Has citado antes la palabra espíritu en hebreo: Yahvé, que es femenino, la espíritu. Es por eso que se representa como una paloma, una forma femenina. Todo eso se pierde, esas ambigüedades, esas sutilezas, cuando se quiere crear un lenguaje puramente viril en que no aparecen las figuras femeninas.

 

- En su literatura muestra lo mejor de la mujer como ser humano y de su condición femenina. Es el caso de Anna Ajmátova, por la que siente predilección.  Sobre todo, intuyo, por su desgarrada y terrible vida, aparte de por su extraordinaria obra como poetisa. Y también, por un personaje como Ana Karenina, ese ejemplo de amor tan desgraciado. Pero hay varias más.

 

- Sí, así es. Existencias reales y literarias que son de una atracción y excelencia extraordinarias. ¿Quién no puede amar la figura de Ana Karenina, tan sublime y desgarradora en toda su proyección?.

 

- En el trasfondo de su obra se percibe indefectiblemente el peso de la emoción, un sentimiento que la impregna y distingue sobremanera. Transciende de la mera escritura y alienta como un auténtico sentido de la vida.

 

- Pienso esa emotividad y, cuando escribo mucho (sobre el ritmo, sobre el aliento) y la pierdo dejo de escribir.

 

- Eso debe tremendamente duro, porque la emoción llega un momento determinado que duele y hay que detenerse.

 

- Tienes que parar y te hace daño. Y te das cuenta que casi enfermas. Pero me acostumbré a escribir así. No sé escribir de otra forma. Tengo en cierta manera un temperamento musical y necesito emocionarme y dejarme llevar por el ritmo para que me salga esa comunicación que es mi comunicación interior.

 

- A mi entender, usted compone. Se guía por una literatura que es una partitura musical.

 

- Sí, lo hago mucho. Es porque mi bisabuelo era músico y, a veces, he pensado si no será que heredé una manera de trabajar que es muy sui generis y que la reconozco en algún otro escritor, como Stefan Zweig, que tiene esa musicalidad que sale de su oído musical. Es como tocar el violín. Hay en eso algo de gitano. El gitano que toca el violín se deja transportar.

 

- Eso me recuerda al viejo gitano serbio (y judío) de Luz de vísperas, tan patético y tierno como maravilloso. Con él creó usted una de las figuras más potentes y fundamentales, a pesar de la brevedad de su aparición, de la novela. Aún me parece oír el rasgueo de su viejo violín, tal es la impresión que me causó.

 

- Está hecho con puro sentimiento, lo trabajé así. Lo escribí con el corazón. Y además, todo corresponde a la realidad. Hay gitanos, personajes por mí conocidos, trasplantados de otro lugar, de otras experiencias de mi vida y que han creado al gitano de la novela.

 

- Otra de las consideraciones que percibo en todos sus libros, es una persistencia indomable en pro de una buena educación humanística, un intento desde la literatura de ayudar a  que el mundo sea mejor.

 

- Esa ha sido siempre mi idea. Hace dos años di una conferencia en la Universidad Menéndez Pelayo que a Castilla del Pino le gustó mucho. Me decía lo que para mí está claro: que el fundamento de la memoria es la emotividad. Uno de los problemas que sufrimos en el mundo es que vamos eliminando la emotividad y eso produce tantos desvaríos y vacíos de memoria. De ahí que el cultivo de la emotividad, de referencias como la música, el color o los aromas puedan ser una terapia fundamental para quienes padecen la pérdida de memoria.

 

- Usted se aleja de cualquier discurso racionalista que no despierte o intente hacer desaparecer la emotividad, y los considera prosa, en ningún caso “música”.

 

- Si la memoria está basada en la emotividad yo la recupero en el momento en que recurro a ella. Con eso recobro el tiempo perdido en el sentido proustiano. Me emociono con un tema cualquiera y de ahí sale todo. Recuerdo una noche en Roma, siendo yo muy joven, en que iba a encontrarme con unos amigos para disfrutar de la velada. Era una noche de bruma y llovizna y a mí debía embargarme cierta emoción especial por algún motivo. Caminaba abstraído y, de improviso, ví surgir una mano. Una mano que era la de una mendiga que suplicaba ayuda. Le di cuanto llevaba para la fiesta de esa noche, y recuerdo que me dijo “gracias hijo” y que detrás estaba una niña. ¡A esa niña la he vuelto a encontrar varias veces en mi vida!

 

- La mujer, el personaje femenino sale de cualquier esquina de su obra, en cualquier capítulo. Por ejemplo, cuando usted busca a su amigo Fiódor Mijáilovich Dostoievski y recuerda en ese recorrido por San Petersburgo a Natalia Fonviziane, la mujer que le había regalado una Biblia en el camino a Siberia y de la cual le pidió a su esposa Anna Grigórievna, en su lecho de muerte, que le leyese “al azar un fragmento”. O cuando, tal y como explica en el Libro de Réquiems,  le pregunta por el escritor a una joven prostituta rubia y pálida y la trata en su descripción como el ser maravilloso que debió ser o es, a pesar de esa circunstancia horrible.

 

- Respondo a eso con una palabra rilkeana.  De ese mundo en el que mi padre me introdujo leyéndome en alemán sus poemas en Ronda, lugar donde había vivido, yo también comparto algunas cosas. Respondo, pues, a esa apreciación, de manera rilkeana: hay mendigos que nos piden, y a los cuales si quieres les das o no. Y hay advertidores. He encontrado a veces en la vida esas apariciones que se disfrazan de mendigo o de lo que tú quieras, pero son advertidores. En la librería Shakespeare and Company de París, adonde iba cuando vivía allí, hay todavía hoy un cartel sobre la puerta que dice: “No seas inhospitalario con los extranjeros porque pueden ser ángeles disfrazados”.

 

- Creo recordar que también Rilke ha escrito que, ¡cuidado con los ángeles, puesto que cada ángel puede ser terrible!

 

- En efecto, terrible. Por eso les llamo advertidores, por todo lo que la palabra tiene en sí.

 

- Me pregunto si usted que sabe fijar personajes, lugares y ciudades se convirtió en fotógrafo durante una época de su vida precisamente por eso, por la maestría en captar el detalle. Y presiento igualmente que no era partidario de utilizar el flash en sus trabajos, y que abría todo lo que podía el objetivo.

 

- Eso es. Nunca me ha importado la profundidad de campo, porque siempre he querido meter el modelo dentro, sobre todo cuando era un rostro humano. De todas formas nunca pude, por decirlo así, hacer una fotografía tan plenamente como me hubiera gustado, dedicándome a ella. Siempre me iba hacia la literatura y, al cabo de un tiempo, terminaba pensando en que lo que hacía me iba a servir para ilustrar un artículo, con lo que acababa desvirtuando mi trabajo de fotógrafo.

 

Entonces viajaba mucho por África y siempre les pedía a mis modelos permiso para fotografiarles. Procuraba aprender algo del idioma del país y me detenía a charlar con la gente en los mercados o donde fuera. Regresaba con pocas fotos, por lo que pensé que mis viajes nunca serían rentables.

 

- Las fotos se escriben o se disparan, y usted debía escribirlas. Y es que todo depende del hechizo, y saber captar ese hechizo significa respeto. Y respeto en África es también no tener prisa.

 

- Sí, es verdad. Aparte de que, cuando vas a hacer una foto, tomas todas esas sensibilidades y distancias, la fotografía exige conocer un poco al personaje que uno va a retratar. Y todo ello me permitía charlar, pararme con la gente y vivir el momento. Por eso he disfrutado mucho con la fotografía. En París trabajé para las agencias Sipa y Gamma haciendo reportajes que ilustraba con mis propias fotos, y así me ganaba la vida en esa época. Recuerdo haber hecho reportajes para revistas especializadas, como uno sobre el canto gregoriano y también haciendo las fotos de los monasterios del Cister.

 

- ¿Cómo era su vida en el París de aquellos años?

 

- Vivía en una buhardilla cerca del mercado de Saint Germain, en el Marais. Al lado, la hermana de Brigite Bardot tenía un pequeño taller de patchwork, donde hacía tortugas, caballitos y diversos animales. Se me  ocurrió entonces hacer un reportaje sobre las buhardillas de París que cita Honoré de Balzac en su obra, y en las que él había vivido. Todo era igual que en su época, las buhardillas eran las mismas; y en muchos de estos rincones de París apenas ha cambiado. Yo sacaba mis fotos desde los tejados, detrás de las chimeneas, pero parecían fotos modernas. Por ejemplo, unas señoritas en bikini tomando el sol aparecieron en una de aquellas azoteas al enfocar mi lente. ¡Eso no estaba en la época de Balzac, era un contraste!. Aparecían escenas así. Hice muchos de estos reportajes en París.

 

- Allí se acostumbró, supongo, a elaborar los itinerarios de personajes históricos que más tarde plasmaría literariamente.

 

- Sí, realicé itinerarios de personajes. Se trataba de contar dónde habían vivido y andado Proust, Balzac o Andrea Chenier, entre otros. Y también los itinerarios de los cementerios históricos. Lugares que luego he llevado al Libro de réquiems o al de El esnobismo de las golondrinas. A la vez,  veía y me entrevistaba por aquel tiempo con Ionesco en Montparnasse, delante justo de la estatua de Balzac.

 

- Aunque París fue importante para usted, hay otras ciudades que ha visitado frecuentemente. O, por lo menos, lo ha hecho en reiteradas ocasiones: Estambul, Weimar...

 

- En Estambul he vivido varias veces, pero mi estancia más larga no llegó al año. Era un tiempo en el que, además, trabajaba en el museo Topkapi documentando gráficamente elementos que luego vendía a editoriales en Francia. Me encargaban fotografías determinadas  que estaban en la biblioteca del museo, como manuscritos antiguos persas y códices de Constantino y su época.

 

- Aunque residir entonces en Estambul no era tan caro, ¿cómo se financiaba para poder trasladarse y permanecer tanto tiempo en Turquía?

 

- Escribiendo guías. Así fue como me financié uno de los viajes. Escribía biblias para niños: el antiguo y nuevo testamento. Los editores me pagaban por anticipado. Con ese dinero yo recorría lugares en Turquía, fui a Éfeso para conocer los sitios donde había vivido la Virgen. También hice traducciones en Francia para un libro de reporteros: Reporteros en las guerras, y por supuesto tomaba fotografías. Conseguía conectar con editoriales y les mandaba las que me pedían. Con todos esos trabajos eso ganaba algún dinero y podía permitirme vivir allí.

 

- Recordar esa etapa  de su vida parece agradarle. Debió de ser una experiencia muy gratificante, le pregunto viendo el entusiasmo con que acoge el retornar a una época, sin duda, apasionante para él.

 

- Residía en el Park Hotel que, sin ser tan bueno como el Hilton, estaba muy bien. Tenía amigos y amigas, como las bibliotecarias de Topkapi  con las que he vivido infinitas aventuras muy bonitas en la noche de Estambul. Allí conocí a la baronesa  rusa Valentine Taskin, que tocaba el piano en algunos lugares. Me movía por  aquellos restaurantes y sitios que fueron importantes durante las dos guerras mundiales, cuando Estambul era un nido de agentes y espías.

- La Turquía de esos años era, sin duda, un nación menos problemática y con menos rigor religioso que la actual.

 

- Todos mis amigos eran musulmanes liberales, no fanáticos. Resultaba  maravilloso hablar con ellos. Como yo había vivido en Marruecos sabía algo de árabe. Al haber estudiado griego en la Universidad me permitieron escoger entre el latín y el árabe. Elegí el árabe y tuve como profesor al prestigioso  Delkader, que me cogió mucho cariño porque yo trabajaba bien el idioma. Luego, aunque en Marruecos se habla un árabe dialectal,  practiqué y pude por mis estudios y experiencia comunicarme con el Muftí de Estambul.  Me lo presentó mi amigo Kaya Savkay,  que trabajaba como delegado de turismo en la ciudad y  me ayudaba a conseguir permisos para mis fotografías y demás. Tenía su oficina muy próxima a la mezquita de Suleimán, y nos hicimos muy amigos. Le encantó encontrar una persona que le gustaba hablar con él de árabe, de versiones del Corán, de las suras mohabits del Profeta. Y cuando yo me despedía ceremoniosamente, como había aprendido en Marruecos, se emocionaba.

 

- Hábleme de su estancia en Marruecos.

 

- Cuando mi padre era profesor en la Escuela de Comercio y en la facultad de Medicina, todavía iba al antiguo Protectorado español a examinar  alumnos a Tetuán y yo le acompañaba. Más tarde, cuando yo también comencé como profesor de Historia de la Cultura en dicha Escuela, lo primero que hice en cuanto pude fui irme a Marruecos. Alquilé una casa en Marrakech, que entonces era una ciudad barata.

 

- ¿Y llegó a integrarse como en Estambul?

 

- En Marruecos nunca me integré en el mundo de la religión, porque era un mundo prohibido, donde un  occidental no entraba. Yo vivía en Marruecos, pero ese mundo no era el mío. Conocía las costumbres, hablaba con la gente, pero no estaba en la mezquita. Lo bonito que tenía Turquía, y tuvo Irán antes de los ayatolás, es que cualquiera se podía introducir en el Islam como hereje, porque entraba a través de lo menos duro. No podías entrar así cuando estabas viviendo en el Yemen o en Arabia Saudita.

 

- Hay varios países que han sido lanzados, precipitados a mi juicio, al radicalismo religioso más feroz.

 

- Por esta política que hemos hecho desde Occidente. Y me resulta muy triste porque, para mí, ese mundo islámico tiene otro contenido. Yo lo he vivido de otra manera. Es un mundo al que me siento unido con mucha humildad. Por eso te digo que soy un místico. Tengo tendencia a creer estas construcciones idealistas, pero más fácilmente las que gravitan sobre estos mundos de las religiones monoteístas: judío, árabe y cristiano. A veces también entiendo más fácilmente a los brahmanistas, al mundo hindú, que al budismo.

 

- Siguiendo con sus estancias en ciudades, Weimar ha sido de  las que ha visitado reiteradamente.

 

- Cuando iba a la antigua Alemania Oriental a trabajar sobre Goethe, Thomas Mann y Nietzsche,  me asentaba en Weimar. Era una ciudad increíble por los personajes que han residido allí. Entonces viví algunas anécdotas por el estado policial que había en la República Democrática Alemana. La bibliotecaria municipal me dijo un día que despertaba ciertas sospechas “por el apellido que tiene, al ser alemán piensan que viene usted a llevarse algo”. El resultado es que por la noche, cansado de tanta suspicacia, cuando llegaba al Hotel Elephant donde me hospedaba, levantaba la colcha de mi cama y decía en voz alta: “Aquí Mauricio Wiesenthal hablando para los micrófonos que la Stasi ha instalado en esta habitación”.

 

- ¿Y le acabaron expulsando de Weimar?

 

- La cosa acabó cuando otro día me dijeron: “¡Vayase, porque los clientes están enloquecidos con usted!. Como se mete en los cementerios leyendo las lápidas, y se mete en todos los archivos, lo mejor es que se marche, porque un día va a tener un disgusto. Y, como ya había terminado mi trabajo, no me importó irme. Nietzsche era el personaje que más les preocupaba que estudiara. Con Goethe, cuyo legado tenían cuidado de maravilla, te dejaban hacer lo que fuera. Pero con Nietzsche no, aparte de ser un calvario subir a la casa donde había vivido su hermana, que, fíjate, era un personaje antisemita y todo lo que eso conlleva.

 

Eso le facilitó a Goebbels poder utilizar a Nietzsche en favor de la causa nazi. Hay personajes injustamente tratados, como Franz Liszt, cuyos preludios durante años fueron prohibidos por los Aliados por haberse servido Goebbels de ellos en sus alocuciones.

 

- Y en la Primera Guerra Mundial no se podía oír a Beethoven  en Francia o no se podían leer ciertas obras en Alemania. Esa fue la gran lucha entre Romain Rolland y Stefan Zweig, que se comunicaban pasándose a veces, en la revista que colaboraban, temas de la cultura francesa y alemana que tenían que conocer en un lado y otro. Y luego lo ponían entre comillas diciendo “para que sea vea qué cosas han hecho tan terribles en Francia”, por ejemplo. Y citaban un texto de Romain Rolland, y esto lo publicaba Zweig en Alemania y viceversa.

 

- Al plantearle el tema de los nacionalismos, que tanta sangre han causado en Europa con su intransigencia y extremismo, Mauricio Wiesenthal se muestra concluyente.

 

- Los nacionalismos, no digamos el racismo y la xenofobia, me resultan aborrecibles.  No los soporto. Yo, por mi condición de sangre e historia, cuando encuentro algo monocolor me siento mal. A mí me gusta que pueda existir siempre la diversidad, es decir, otra gente que pueda ser disidente. Porque yo de heterodoxo me siento bien.

 

El que todo el mundo sea monocorde, ortodoxo, de la misma religión e idea, me horripila. Y el nacionalismo tiene tendencia a crear eso. Se creen que la condición de un pueblo consiste en lo que ellos dictan, y en la caricatura de ese pueblo que ellos hacen. No son capaces ni de entender siquiera las contradicciones que hay en la historia de todo pueblo. Y entonces quieren someter a un pueblo a su caricatura, y te persiguen porque tú no correspondes al esquema que tienen. No puedes afirmarte si no lo ves de esa manera.

 

- Es como el amor mal entendido, donde el quiero cobra importancia sobre todo para imponer su dominio sobre el otro.

 

- En español utilizar el quiero me horroriza por lo que tiene la palabra querer de posesión, mientras que el amar –te amo- está basada en generosidad, en libertad, precisamente en todo aquello que la voluntad no quiere. Porque la voluntad es un apetito que realmente puede llegar a la brutalidad.

 

- ¿No será que las palabras están en ocasiones muy mal empleadas y enturbian los sentimientos y condicionan las actuaciones?.

 

- En general, tenemos un problema mayor en España, y que en mi Luz de vísperas lo trataba de manos de un personaje español. Tenemos una palabra terrible que no existe en otras lenguas, que es la palabra cursi para hablar de los sentimientos. El español le tiene un miedo enorme al ridículo, es a lo que más teme, porque es un pueblo como decía Ortega y Gasset de plaza. Es un pueblo de exhibirse, es un pueblo de pasearse.

 

- No bromea Mauricio Wiesenthal al decirlo. Su rostro se ensombrece y recalca las palabras como un afilado cuchillo que despiezara un cuerpo -en este caso, un alma- con meticulosidad.

 

- Es así, es lo que le distingue. Como nuestro baile, el pasodoble, que es una exhibición.

 

- Y ese terror que, según usted, padece el español a dónde le lleva.

 

- A hacerse autocrítica y a plantearse si esto o aquello no será cursi, y entonces limita todos los sentimientos. Yo me enternezco viendo el mundo de Austria y Alemania, donde me he criado de pequeño, o de Suiza, donde se hacen unas cosas tan simples. Tan ingenuas cuando se habla de sentimientos. Como en todos los lugares  del mundo,  los enamorados se dicen cosas en diminutivo con una ternura infinita. Lo mismo tenemos en toda una América Latina que habla nuestra lengua, y donde estos diminutivos son tan bellos. Allí no existe ese criterio de lo cursi, esto es típicamente español.

 

- En su literatura hay muchas referencias a los aromas y las flores, supongo que tendrán que ver con su experiencia como enólogo, y también por su afición a la montaña.

 

- Voy todos los veranos a Saint Marie, en el sureste de Suiza y lindando con Austria e Italia. Es un lugar ideal de Europa porque por los caminos se hablan todas las lenguas: del romanche, oriundo de la Engadina, al francés. Allí me encuentro  todos los años con un botánico ya viejo pero con la cabeza muy clara que, acompañado con su hija, recorre los senderos y coincidimos en los paseos. Hablamos de las plantas alpinas, de las que él conoce más que yo, y me cuenta historias sobre ellas.

 

- Mauricio Wiesenthal entorna los ojos con un gesto de ternura al evocar los personajes que su padre le presentaba siendo él niño, y cómo le explicaba quiénes eran.

 

- Conocí al poeta griego Kazantzakis en la Costa Azul, cuando de niño veraneaba en Antibes y en los paseos por la playa nos encontrábamos con él. Mi padre me decía quien era, y que escribía con especias. Yo debía pensar que se trataba, siendo poeta y griego, de Homero. Iba con su mujer y estaba ya medio ciego por una alergia. Me explicaba que su bisabuelo había sido un pirata cretense y que, cuando saqueaba un barco de especias, las repartía generosamente en su pueblo.

- Apenas se conoce poesía en su obra literaria, aunque estoy seguro que usted la frecuenta. Me gustaría conocer cuales son sus influencias y cuando se decidirá usted publicar un poemario.

 

- Toda la poesía mística árabe y persa (y su ascendiente) es un mundo que por identidad, por haber vivido en Andalucía, tengo muy cercano. Probablemente ponga mi poesía a la luz pública, porque sólo tengo editada una poesía mía y el resto está oculto.

 

Me siento muy influido por la poesía oriental, fundamentalmente porque nace de la sensualidad –incluyendo la turca de la época de los Poetas de los Tulipanes- y creo que la poesía está basada precisamente en el mundo de la sensualidad. Por eso me molestan los poetas modernos que hablan universitariamente de conceptos hasta geométricos y faltos de sensualidad.

 

- Entiendo que no aprecia usted la poesía que no llega a través de los sentidos, a través del arte.

 

- No creo que un señor pueda hacer una poesía filológica basándose en las palabras. Se basa uno en los sonidos que es la parte sensorial de la palabra. ¡La palabra como concepto no vale nada!.

 

- Hablando de palabras y de su construcción. ¿Qué le parecen los últimos cambios  que ha llevado a cabo la Real Academia de la Lengua (RAE)?

 

- Acabará creándose una confusión mayor sobre el idioma. Hay algunas etimologías que propone el diccionario de la lengua que son descabelladas. Y no me importa calificarlas con todo  rigor de etimologías de paleto. En todos los pueblos hay etimologías de paleto que hacen reír y son divertidísimas, se podría hacer un libro con ellas. Es como sacar un personaje de Dostoievski en una taberna hablando así. Pero una Real Academia no puede recoger ciertas etimologías, olvidando verdaderamente lo que es el rigor de la lengua. Es decir, cuando consultas el diccionario de Covarrubias es mucho más interesante, mucho más rico de leer, que lo es el de la Real Academia hoy en día. Hemos sufrido un retroceso desde la época de Covarrubias, no digamos desde la de Lebrija hasta nuestros días. Es terrorífico.

 

- ¿Tan desacertados son a su juicio?

 

- No puede mantenerse así una lengua que es tan rica y exige sensibilidad para entrar en ella. Cito una cosa que me concierne como especialista en enología: los términos enológicos de la RAE no hay por donde cogerlos la mitad de ellos. No corresponden ni a la ciencia. La Real Academia define mal, pero con errores científicos.

 

¿Y la supresión de la tilde, de acentos, los cambios de la doble l antes elle, la y griega  y demás modernizaciones?.

 

- La comodidad. Es el mundo de las zapatillas. Y cuando una persona está en zapatillas, como diría mi viejo maestro Eugenio D'Ors, ha perdido todo lo que es cultura para convertirse en comodidad. Entonces, cuando un señor de la Academia nos va proponiendo las zapatillas, está olvidándonos que lo más importante de la Academia es la cultura. Me gustaría decirle a ese personaje que nos propone estas modernizaciones fáciles y cómodas para que podamos escribir sin tilde, lo que le espetó Disraeli a un decano universitario de Inglaterra cuando le propuso algo parecido: “le recuerdo Sr. Decano que sin disciplina no hay decanos”. Esto me permite recordarles que sin disciplina no hay Academia, Sr. Académico. Sin tilde sobran los académicos. Para ir en zapatillas no necesito tener a un maestro de ceremonias.

 

A pesar de que las últimas referencias a la lengua y sus cambios le han tornado un tanto severo, de inmediato la sonrisa aparece y distiende sus facciones, por unos momentos enérgicamente serias. Han transcurrido más de tres horas de conversación y reconozco la imposibilidad de haberme acercado siquiera a  una mínima parte de su vida. Contemplo a Mauricio Wiesenthal con su sobria y bonita chaqueta tradicional austríaca sin cuello, gris, y pienso que en ella falta un edelweiss, la flor que se consideraba el reconocimiento de un guerrero completo en las culturas alpinas. Se despide jovialmente, con esa ternura amable y caballeresca tan suya, de hombre renancentista y soñador. Después se aleja con elegancia y decisión rumbo a alguna Babel que le mantenga espléndidamente vivo y creador.  

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Luis del Pino Olmedo

La isla de la infancia. Mi lucha: Tomo III

12 de diciembre de 2016 10:55:58 CET

Cuarta parte

 

 

Un tibio y nublado día del mes de agosto de 1969, por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar, iba un autobús. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos susautobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso se quedó suspendido por un instante sobre el asfalto después de que el autobús se hubiera ido.

            –Hay que andar un trecho –dijo el padre.

            –¿Crees que podrás, Yngve? –preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.

            –Claro que sí –contestó.

            Tenía cuatro años y medio, el pelo rubio, casi blanco, y la piel bronceada después de un largo verano al sol. Su hermano, de apenas ocho meses, estaba tumbado en el cochecito, mirando fijamente al cielo, sin saber ni dónde estaban, ni adónde se dirigían.

            Empezaron a subir lentamente la cuesta. El camino era de gravilla, y estaba lleno de baches de todos los tamaños tras un chaparrón. A ambos lados había campos de labranza. Al final del llano, que medía unos quinientos metros de largo, empezaba un bosque bajo, como encogido por el viento del mar, que descendía hacia las playas de cantos rodados.

            A la derecha había una casa recién construida. Por lo demás, no se veía ningún edificio.

            La suspensión del cochecito crujía. El bebé iba cerrando los ojos, mecido por ese delicioso balanceo, hasta quedarse dormido. El padre, que tenía el pelo oscuro y corto, y una tupida barba negra, dejó una de las maletas en el suelo para secarse el sudor de la frente con una mano.

–Hace bochorno –dijo.

–Sí –asintió la mujer–, pero tal vez haga más fresco cuando nos acerquemos al mar.

–Esperemos –dijo él, cogiendo de nuevo la maleta.

 

Esta familia, en todos los sentidos normal y corriente, con padres jóvenes, como lo eran casi todos en aquella época, y dos hijos, como casi todas las familias de entonces, se había mudado de Oslo, donde había vivido durante cinco años en la calle Therese, muy cerca del estadio de Bislet, a la isla de Trom, donde les estaban construyendo una casa en una urbanización. Mientras esperaban a que estuviera acabada, alquilarían otra, una casa vieja, en Hove. En Oslo, él había estudiado inglés y noruego en la universidad, mientras trabajaba de vigilante por las noches; ella había estudiado enfermería en la escuela de Ullevål. Aunque él aún no había terminado la carrera, había conseguido un puesto de profesor en el Instituto Roligheden, y ella trabajaría en el sanatorio de Kokkeplassen para personas nerviosas. Se conocieron en Kristiansand cuando tenían diecisiete años, ella se quedó embarazada a los diecinueve y se casaron a los veinte, en la pequeña granja del oeste en la que ella se había criado. Nadie de la familia de él asistió a la boda, y aunque sonríe en todas las fotos, una zona de soledad se cierne sobre su rostro; se ve que no encaja bien entre todos los hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas de ella.

En este momento tienen veinticuatro años y su verdadera vida por delante. Trabajos propios, casa propia, hijos propios. Son ellos dos, y también ese futuro en el que están entrando es el suyo propio.

¿O no lo es?

Nacieron en el mismo año, 1944, y pertenecen a la primera generación de posguerra que en muchos aspectos representó algo nuevo, en gran parte porque estuvieron entre las primeras personas de este país que alcanzaron a vivir en una sociedad en buena medida planificada. La década de los cincuenta fue la del nacimiento de los entes públicos –el ente de educación, el ente de asuntos sociales, el ente de carreteras–, las direcciones generales y las administraciones, con una monumental centralización, que en el transcurso de un tiempo asombrosamente corto tendría consecuencias sobre el modo de vida. El padre de ella, nacido a principios del siglo xx, venía de la granja en la que ella nació y se crió, en Sørbøvåg, en la parte de los fiordos de la provincia de Sogn, y no tenía ninguna formación. Su abuelo paterno venía de una de las islas de la región, como seguramente sería el caso de su padre y del padre de éste. La madre venía de una granja en Jølster, a unos cien kilómetros de distancia; ella tampoco tenía estudios, y la presencia de sus antepasados en ese lugar estaba documentada hasta el siglo xvi. La familia de él se encontraba en un nivel más alto que la de ella en la escala social, ya que tanto su padre como sus tíos varones tenían estudios superiores. Pero también ellos vivieron en el mismo sitio que sus padres, es decir, en Kristiansand. Su madre, que tampoco tenía ninguna formación, venía de Ǻsgårdstrand, su padre fue práctico, y en la familia había también policías. Cuando conoció a su marido, se mudó con él a su ciudad. Eso era lo acostumbrado. Ese cambio que tuvo lugar en la década de los cincuenta y de los sesenta fue una revolución, sólo que desprovista de la violencia e irracionalidad de las revoluciones habituales. No sólo empezaron a estudiar en la universidad los hijos de pescadores y pequeños granjeros, obreros de la industria y dependientes de las tiendas, hijos que luego serían profesores y psicólogos, historiadores y trabajadores sociales; muchos de ellos también se fueron a vivir a lugares muy alejados de las comarcas de las que provenían sus familias. El que todo esto lo hicieran con la mayor naturalidad dice algo de la fuerza del espíritu de la época. Ese espíritu viene de fuera, pero actúa por dentro. Para él todos son iguales, pero él no es igual para todos. Para esta joven madre de la década de los sesenta habría sido un pensamiento absurdo el casarse con un chico de una de las granjas vecinas, y pasarse allí el resto de su vida. ¡Ella quería salir! ¡Quería vivir su propia vida! Lo mismo ocurría con su hermano y sus hermanas, y así sucedía en familias por todo el país. Pero ¿por qué querían eso? ¿De dónde venía ese deseo tan fuerte? En la familia de ella no había ninguna tradición de algo parecido; el único que se había marchó fue el hermano de su padre, Magnus, y se fue a Estados Unidos huyendo de la pobreza. La vida que llevó en América fue durante mucho tiempo sorprendentemente parecida a la que había llevado en Noruega. El caso del joven padre de la década de los sesenta era distinto; en su familia lo natural era procurarse una educación superior, pero tal vez no casarse con la hija de un pequeño granjero del oeste del país e irse a vivir a una urbanización a las afueras de una pequeña ciudad del sur.

Pero allí estaban ese día cálido y nublado de agosto de 1969, camino de su nuevo hogar, él arrastrando dos pesadas maletas llenas de ropa de la década de los sesenta, ella empujando un cochecito de la década de los sesenta, con un bebé vestido con ropa de los sesenta, es decir, blanca y llena de encajes, y entre ambos, moviéndose de un lado para otro, alegre y lleno de curiosidad, emocionado y expectante, su hijo mayor, Yngve. Cruzaron el llano, pasaron por la pequeña zona de bosque hasta la puerta abierta de la verja y entraron en la zona del antiguo campamento. A la derecha había un taller de coches, propiedad de un tal Vraaldsen; a la izquierda, grandes barracones rojos en torno a un llano de gravilla, y detrás, un pinar.

A un kilómetro hacia el este estaba la iglesia; era de piedra y databa de 1150, pero tenía partes incluso más antiguas, y era probablemente una de las iglesias más antiguas del país. Estaba situada sobre una pequeña colina y desde tiempos inmemoriales había funcionado como punto de referencia para los barcos que pasaban por allí, y estaba marcada en todos los mapas de navegación. En Mӕrdø, una pequeña isla de las muchas que bordeaban el litoral, había una vieja casa de capitán de barco, como testimonio de la época de esplendor de la zona –los siglos xviii y xix–, cuando floreció el comercio con el mundo exterior, sobre todo el de la madera. Durante las excursiones al museo provincial de Aust-Agder, a los chicos de los colegios se les enseñaban objetos holandeses y chinos de aquella época y de más atrás aún. En Tromøya había plantas raras y exóticas que habían llegado hasta allí en los barcos que vaciaban sus aguas de lastre, y en el colegio aprendieron que fue en Tromøya donde se cultivó por primera vez la patata en el país. En las sagas reales de Snorri la isla se menciona varias veces; bajo la tierra de prados y campos cultivados se encontraron puntas de flecha de la Edad de Piedra, y entre las piedras redondas de las largas playas de cantos rodados había fósiles.

Pero cuando esta familia nuclear llegada de fuera atravesó con todas sus pertenencias y a paso lento ese espacio abierto, el entorno no recordaba ni al siglo x, ni al xiii, ni al xvii, ni al xviii, sino a la Segunda Guerra Mundial. El lugar había sido utilizado por los alemanes durante la guerra; fueron ellos los que construyeron gran parte de los barracones y las casas. En el bosque había búnkeres de piedra completamente intactos, y en lo alto de las pendientes sobre las playas se veían varios emplazamientos de cañones. Había incluso por allí un pequeño aeródromo alemán.

La casa en la que vivirían los años siguientes era un edificio solitario en medio del bosque. Estaba pintada de rojo, con los marcos de las ventanas blancos. Se oía un constante murmullo procedente del mar, que no se veía, pero que estaba a sólo un par de cientos de metros más abajo. Olía a bosque y a agua salada.

El padre dejó las maletas en el suelo, sacó la llave y abrió la puerta. Dentro había una entrada, una cocina, una sala de estar con una estufa de leña y un cuarto de baño, que también servía de lavadero; en el piso de arriba había tres dormitorios. Las paredes no tenían aislamiento, la cocina estaba escasamente equipada. No había teléfono, ni friegaplatos, ni lavadora, ni televisión.

     –Pues ya hemos llegado –dijo el padre, y llevó las maletas al dormitorio, mientras Yngve corría de ventana en ventana mirando fuera y la madre aparcaba el cochecito con el niño dormido en el umbral de la puerta.

 

Claro está que yo no recuerdo nada de aquella época. Resulta completamente imposible identificarse con ese bebé al que mis padres hacían fotos, resulta tan difícil que casi parece mal emplear la palabra “yo”,para hablar de aquello. Tumbado en el cambiador, por ejemplo, con la piel inusualmente roja, las piernas y los brazos abiertos y una cara retorcida en un grito cuya causa ya nadie recuerda, o sobre una piel de oveja en el suelo con un pijama blanco, todavía con la cara roja y grandes ojos oscuros ligeramente bizcos. ¿Esa criatura es la misma que la que está aquí sentada, en Malmö, escribiendo esto? ¿Y esa criatura sentada en Malmö escribiendo esto con cuarenta años, un día nublado de septiembre, en una habitación llena del murmullo del tráfico de fuera y el viento otoñal que aúlla por el anticuado sistema de ventilación, serála misma que ese anciano gris y enjuto que dentro de cuarenta años tal vez esté sentado temblando y babeando en una residencia de mayores en algún lugar dentro de los bosques suecos? Por no hablar del cuerpo que un día estará tendido sobre una mesa en una morgue. Se seguirá hablando de él como “Karl Ove”. ¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo? Se podría imaginar que el feto se llamara Jens Ove, por ejemplo, el bebé Nils Ove, el niño entre los cinco y los diez años Per Ove, el de entre diez y doce Geir Ove, el de entre diecisiete y veintitrés John Ove, el de entre veintitrés y treinta y dos Tor Ove, el de entre treinta y dos y cuarenta y seis Karl Ove, etcétera, etcétera. Entonces el primer nombre representaría lo propio de la edad, el segundo nombre la continuidad y el apellido, la pertenencia familiar.

            No, no recuerdo nada de aquella época, ni siquiera sé cuál era la casa que habitamos, aunque mi padre me lo indicó en una ocasión. Todo lo que sé de aquella época lo sé por lo que me han contado mis padres y por las fotos que he visto. Aquel invierno la nieve alcanzó varios metros, como sucede algunas veces en la región de Sørlandet, y el camino hasta la casa parecía un estrecho desfiladero. En una foto Yngve está empujando un carro conmigo dentro, en otra está con sus cortos esquís sonriendo al fotógrafo. En otra de dentro de casa me está señalando, riéndose, y en otra estoy yo solo agarrado a la cuna. Yo le llamaba “Aua”, fue mi primera palabra. Según me han contado, él era el único que entendía lo que yo decía y se lo traducía a mis padres. También sé que Yngve iba por las casas llamando a la puerta y preguntando si había allí algún niño, esa historia la contaba siempre luego mi abuela paterna. “¿Vive aquí algún niño?” preguntaba ella con voz de niño riéndose. Y sé que me caí por las escaleras y que tuve una especie de conmoción, dejé de respirar, la cara se me puso azul y tuve espasmos, mi madre se fue corriendo conmigo en brazos a la casa más próxima con teléfono. Ella creía que era epilepsia, pero no lo era. No fue nada. Y sé que mi padre estaba a gusto de profesor, que era un buen pedagogo, y que uno de aquellos años acompañó a una clase a la montaña. Existen fotos de esa excursión, él parece joven y alegre en todas, rodeado de adolescentes vestidos de esa manera tierna tan característica de los primeros años de la década de los setenta. Jerséis de punto, pantalones anchos, botas de goma. Tenían el pelo abultado, pero no recogido en un moño como en la década de los sesenta, sino cayendo suavemente sobre sus dulces rostros adolescentes. Mi madre dijo una vez que él nunca fue tan feliz como en aquella época. Y luego están las fotos de la abuela:Yngve y yo delante de un lago helado, Yngve y yo con holgadas chaquetas de punto, ambas hechas por ella, la mía color mostaza y marrón, y dos sacadas en la terraza de su casa de Kristiansand: en una, ella tiene su mejilla junto a la mía, es otoño, el cielo está azul, el sol bajo, estamos mirando la ciudad, yo tendría unos dos o tres años.

Uno podría imaginarse que estas fotos representan una especie de memoria, una especie de recuerdo, sólo que carentes de ese “yo” del que suelen salir los recuerdos, y la pregunta natural es ¿qué significan entonces? He visto innumerables fotos de la misma época de las familias de mis amigos y novias, y son de un parecido sorprendente. Los mismos colores, la misma ropa, las mismas habitaciones, los mismos quehaceres. Pero a esas habitaciones no asocio nada, son hasta cierto punto carentes de sentido, y aún más claro me parece ese aspecto cuando veo fotos de la generación anterior, lo que veo no es más que un grupo de personas vestidas con ropa extraña, haciendo algo para mí enigmático. Lo que fotografiamos es la época, no los seres humanos dentro de ella, ellos no se dejan captar. Tampoco lo hicieron las personas de mi entorno más cercano. ¿Quién era esa mujer que posaba delante de la cocina eléctrica del piso de la calle Therese, ataviada con un vestido azul claro, con las rodillas juntas y las piernas separadas, ese postura tan típica de los sesenta? ¿La del pelo recogido en un moño, los ojos azules y esa leve sonrisa, que era tan leve que casi no era una sonrisa? ¿La que tenía una mano alrededor de la reluciente cafetera con tapadera roja? Pues sí, era mi madre, mi madre en persona, pero ¿quién era ella? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo consideraba su vida, la que había vivido hasta entonces, y la que le esperaba? Eso sólo lo sabe ella, y la foto no dice nada al respecto. Una mujer desconocida en una habitación desconocida, eso es todo. ¿Y ese hombre que diez años después está sentado en una montaña bebiendo café de esa misma tapadera roja, pues se olvidó de meter unas tazas en la mochila antes de irse? ¿Quién era él? ¿El hombre de la barba cuidada y abundante pelo negro? ¿El de los labios finos y los ojos alegres? Ah sí, era mi padre, mi padre en persona. Pero nadie sabe ya quién era él para sí mismo, ni en ese momento, ni en todos los demás momentos. Y así pasa con todas esas fotos, también con las mías. Están completamente vacías, el único significado que se puede sacar de ellas es el que les ha proporcionado el tiempo. Y sin embargo esas fotos forman parte de mí y de mi historia más íntima, de la misma manera que las fotos de otros forman parte de la suya. Lleno de sentido, vacío de sentido, lleno de sentido, vacío de sentido, que tiene sentido, que no tiene sentido, esa es la ola que atraviesa nuestra vida y que constituye su emoción fundamental. Todo lo que recuerdo de mis primeros seis años de vida, y todo lo que existe de fotos y objetos de esa época es algo que me atrae, constituye una parte importante de mi identidad, y llena de sentido y continuidad esa periferia por lo demás vacía y carente de recuerdos del “yo”. Gracias a todos esos fragmentos y piezas me he construido un Karl Ove y también un Yngve, una madre, un padre, una casa en Hove y otra en Tybakken, unos abuelos paternos y unos abuelos maternos, un vecindario, y un montón de niños.

Ese estado provisional chabolista es lo que yo llamo mi infancia.

 

La memoria no es una magnitud fiable en una vida. No lo es por la sencilla razón de que la memoria no antepone la verdad a todo. No es nunca la exigencia de veracidad lo que decide si la memoria reproduce un suceso correctamente o no. Lo decide el interés personal. La memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible para satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, que es casi nada, las recuerda nítida y correctamente. Tú no puedes nunca decidir qué es lo que se recuerda correctamente.

            En mi caso, el recuerdo de los primeros años es prácticamente nulo. Apenas recuerdo nada. No tengo ni idea de quién me cuidaba, qué hacía, con quién jugaba, es como si el viento se hubiera llevado todo, los años entre 1968 y 1974 son un gran vacío en mi vida. Lo poco que recuerdo no vale gran cosa: Estoy en un puente de madera dentro de un ralo bosque que casi podría ser alta montaña, por debajo de mí corre un gran arroyo, el agua es verde y blanca, yo doy saltos en el puente, el puente se balancea, y yo me río. A mi lado está Geir Prestbakmo, el chico de los vecinos, también él saltando y riéndose. Estoy sentado en el asiento trasero de un coche, nos detenemos en un cruce con semáforos, mi padre se vuelve y dice que estamos en Mjøndalen. Me dijeron luego que íbamos camino de un partido con el Start, pero no recuerdo nada ni del viaje hasta allí, ni del partido, ni del viaje de vuelta a casa. Subo la cuesta de delante de casa empujando un gran camión de plástico, es amarillo y verde y me produce una fantástica sensación de riqueza, bienestar y alegría.

            Eso es todo. Esos son mis primeros seis años.

Pero estos son los recuerdos canonizados ya en el chico de siete u ocho años, la magia de la infancia: ¡lo primero que recuerdo! No obstante, existe otra clase de recuerdos. Los que no están fijados y no se dejan evocar por la voluntad, pero que de vez en cuando se desprenden y asoman a la conciencia por su cuenta, y durante un rato se mueven por ella como una especie de medusas transparentes, despertados por un determinado olor, un determinado sabor, un determinado sonido… Siempre van acompañados de una inmediata e intensa sensación de felicidad. Luego están los recuerdos relacionados con el cuerpo, cuando haces algo que hiciste en algún momento, levantar la mano para protegerte del sol, recibir un balón en el aire, correr por un prado con la cuerda de una cometa en la mano y tus hijos a tus talones. También están los recuerdos que vienen con los sentimientos: la rabia repentina, el llanto repentino, el miedo repentino, y te encuentras allí donde estabas como lanzado hacia atrás dentro de ti mismo, lanzado a través de las edades a una velocidad vertiginosa. Y luego están los recuerdos relacionados con el paisaje. Porque el paisaje de la infancia no es el mismo que los que siguen luego, está cargado de una manera muy diferente. En ese paisaje cada piedra, cada árbol tenía un significado; tanto porque todo era visto por primera vez, como porque fue visto muchas veces se ha sedimentado en lo más profundo de la conciencia, no sólo vaga y aproximadamente, tal y como el paisaje aparece delante de la casa de los adultos si cierran los ojos para evocarlo, sino de un modo casi monstruosamente preciso y detallado. En el pensamiento sólo tengo que abrir la puerta y salir para que las imágenes me fluyan. La gravilla de la entrada de los coches en el verano, de un color casi azulado. ¡Sólo eso, las entradas de coches de la infancia! ¡Y esos coches de los setenta aparcados en ellas! Escarabajos, Sapos, Taunus, Granadas, Asconas, Kadets, Cónsules, Ladas, Amazones… Pero sigamos, cruzamos la gravilla, caminamos junto a la valla de madera impregnada, vamos dando zancadas por encima de la cuneta poco profunda que había entre nuestra calle, la carretera circular de Nordåsen y la calle Elgstien, que atravesaban toda la zona y que pasaban por dos urbanizaciones, además de la nuestra. ¡La pendiente de tierra oscura y grasienta que bajaba desde el borde del camino y se adentraba en el bosque! Cómo unos finos y verdes tallos habían empezado a crecer casi espontáneamente en ella; frágiles y solitarios en todo eso nuevo, grande y negro, y luego la multiplicación casi brutal durante el año siguiente, hasta que la pendiente estuvo completamente cubierta por unos matorrales espesos y frondosos. Arbolillos, hierba, dedaleras, diente de león, helechos y arbustos que borraban por completo la separación hasta entonces tan clara entre la calle y el bosque. Subamos por esa cuesta a lo largo del asfalto con los estrechos adoquines de cemento, y, ah, el agua que murmuraba y fluía junto a él cuando llovía. El sendero de la derecha, un estrecho atajo hasta el nuevo supermercado B–Max. La pequeña zona pantanosa, no más grande que dos plazas de aparcamiento, los abedules como colgando sedientos encima. La casa de los Olsen, en la parte de más arriba del pequeño páramo y la calle que se metía por detrás. Se llamaba Grevlingveien. En la primera casa del lado izquierdo vivían John y su hermana Trude, en un lugar que no era más que un montón de piedras. Yo siempre tenía miedo cuando me veía obligado a pasar por delante de esa casa. En parte porque temía que John estuviera allí escondido tirando piedras o bolas de nieve a todos los niños que pasaban, en parte porque tenían un pastor alemán… Aquel pastor alemán… Ah sí, ahora me acuerdo. Qué salvaje era aquel animal. Estaba atado en el porche o en la entrada de los coches, y ladraba a todos los que pasaban por delante de la casa, deambulando por el espacio que le permitía la cuerda, aullando y lanzando quejidos. Estaba delgaducho y tenía los ojos saltones y amarillos. Una vez bajó la cuesta a toda prisa hacia mí, con Trude pisándole los talones y arrastrando una correa detrás. Yo había oído decir que no había que correr cuando un animal te perseguía, por ejemplo, un oso en el bosque, sino que había que quedarse quieto y hacer como si nada, de modo que así lo hice, me paré momentáneamente al verlo llegar. No sirvió de nada. No le importó que yo estuviera inmóvil, abrió las fauces y me clavó los dientes en el antebrazo, muy cerca de la muñeca. Trude tardó un segundo en llegar hasta él, agarró la correa y tiró de ella con tanta fuerza que el perro dio un paso atrás. Yo me eché a llorar y me fui corriendo. Ese animal, todo en él me asustaba. Los ladridos, los ojos amarillos, la baba que le escurría de las fauces, los dientes redondos y afilados de los que ya tenía una marca en el brazo. En casa no dije nada de lo ocurrido por miedo a que me regañaran, porque en un suceso así había muchas posibilidades de reproche. Yo no debería haber estado allí, o no debería haberme puesto a llorar, ¿a qué venía tenerle miedo a un perro? Desde ese día el miedo siempre se apoderaba de mí cuando veía a ese animal. Y eso era fatal, porque no sólo había oído decir que había que quedarse quieto cuando un animal peligroso te atacaba, también había oído que un perro era capaz de oler el miedo. No sé quién lo dijo, pero era una de esas cosas que se decían, y que todo el mundo sabía: los perros pueden oler el miedo. Y entonces pueden asustarse o ponerse agresivos y atacar. Si uno no tiene miedo, ellos son buenos.

Yo meditaba mucho sobre eso. ¿Cómo podían oler el miedo? ¿Y no era posible hacer como si uno no tuviera miedo y los perros no notaran el sentimiento real que uno escondía?

 

Traducción del noruego de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

 

(Fragmento del libro La isla de la infancia. Mi lucha. Tomo III, de Karl Ove Knausgard, que será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Karl Ove Knausgard

Recuerdos de Rafael

12 de diciembre de 2016 10:35:15 CET

Durante los últimos 15 años de su vida, Rafael Azcona fue uno de los grandes lujos de la mía. Siete años después de su muerte, el eco de su voz aún me ronda, cada día. Tengo un montón de recuerdos con él de protagonista. Esta es la crónica de algunos de ellos.

 

1993. Viernes 12 de febrero. Sala de espera del aeropuerto de Barajas. Estoy con Fernando Trueba, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Penélope Cruz, Gabino Diego, Andrés Vicente Gómez y Carmen Rico Godoy. Nos dirigimos a Berlín, al festival, donde se va a presentar “Belle Époque”. Un hombre con aspecto muy afable viene hacia mi corrillo, nos tiende la mano y se presenta: “Hola, soy Rafael Azcona”. Nos quedamos paralizados. Rafael era un mito para todos nosotros por varias razones: era un genio, era el escritor de algunas de nuestras películas más queridas, “Belle Époque” incluida, y era célebre su afán de huir de cualquier exposición pública. No le pegaba nada acudir a un festival de cine. Enseguida nos enteramos de la razón: quería visitar en Berlín los viejos estudios de la productora UFA y documentarse para una historia protagonizada por un grupo de españoles que, durante la Guerra Civil, acuden a rodar una película a la Alemania nazi. Estaba a punto de nacer “La niña de tus ojos”. José Luis García Sánchez y Fernando y David Trueba comían con él todas las semanas y ya nos habían advertido de que, pese a lo que se podría pensar, Rafael era el reverso de un ser hosco y huraño. Nos da una pista de su carácter cuando, en el aeropuerto, al ver a Jorge Sanz, le saluda así: “¡¡Hombre, Peciña¡¡”. Peciña es el nombre del personaje de Jorge en “La miel” (1979), la película, dirigida por Pedro Masó y escrita por Rafael, con la que debutó a los nueve años. Pasamos tres días en Berlín, con Rafael entre nosotros. Cada vez que me acuerdo de Berlín lo veo a la salida de un restaurante diciendo: “Pedid codillo, buenísimo”. Tenía 67 años.

 

En el avión de vuelta de Berlín, Penélope se sienta entre Rafael y yo. Azcona nos habla de la historia de “La niña de tus ojos”. Penélope le escucha con los ojos muy abiertos, sin sospechar, ni ella ni nadie, que cinco años y medio después sería la estrella de una película decisiva en su carrera.

 

En ese mismo vuelo, hablamos de Julio Alejandro, el escritor de Huesca, el guionista de “Nazarín”, “Viridiana” “Simón del desierto” o “Tristana”, nada más y nada menos. Rafael cree que Julio sigue en México, su país de acogida desde los primeros años 50. Pero yo le aclaro que Julio vive en Madrid y que es amigo mío. Rafael tiene un impulso de fan que me pareció insólito en alguien como él: “Quiero conocer a ese hombre”. Le prometo que en mi próximo viaje a Madrid organizaré un encuentro. Al volver a Zaragoza lo primero que hago es llamar a Julio y contarle quién le quiere conocer. Le doy una alegría inmensa. A los pocos días Álex de la Iglesia, con 27 años, viene a Zaragoza a presentar “Acción mutante”, su primer largometraje. Le comento la cita que estoy preparando con Julio y Rafael y él dice eso no se lo pierde ni loco. Ese es el origen de una de las mejores tardes de mi vida.

 

1993. Viernes 12 de marzo. Quedo con Rafael y Álex en el bar del edificio de la Avenida de América en el que vive Julio con su hermano Fernando. Julio tiene 88 años. Subimos al piso. Nos abre Fernando. Rafael le tiende la mano a Julio pero éste abre los brazos mientras dice: “Ven aquí y dame un abrazo, hombre, que tenía muchas ganas de conocerte. No sabes cuánto me alegro de estar con alguien con el que me puedo pasar 20 horas seguidas sin fatigarme”. La tertulia dura tres horas pero se nos pasa volando. Rafael, al despedirse, le regala a Julio un ejemplar del guión de “Belle Époque” y esta dedicatoria: “Para Julio Alejandro, maestro de mi oficio, este humilde homenaje a la Segunda República Española”. Al día siguiente se celebran los Goya en los que “Belle Epoque” ganaría nueve premios –incluido el de guión- y “Acción mutante” tres. Al salir de casa de Julio, Álex y yo nos vamos a cenar con Rafael y evocamos la fantástica personalidad de Julio. Unos meses más tarde, vuelvo con Rafael a visitar a Julio, acompañados por José Luis –Pepe- García Sánchez. Y Pepe y Julio se hacen amigos para siempre.

 

1995. 22 de septiembre. Muere Julio Alejandro. Fernando, el hermano de Julio, me cuenta que la intención es enterrar sus cenizas, el 28 de octubre, al lado de un roble, en una finca cercana al Monasterio de Veruela. Se lo cuento a Rafael y decide venir a Veruela en el coche de David Trueba. Rafael no sabe conducir. Para David estar al lado de Rafael es un placer máximo. Siempre dice: “Soy mejor que ayer pero peor que Rafael Azcona”. El entierro de las cenizas de Julio es surrealista. Luego, en Zaragoza, en La bodega de Chema, con un grupo de amigos, celebramos una comida disparatada. Salimos del restaurante hacia las seis de la tarde. Entonces Mariano Gistaín y yo cruzamos a la acera de enfrente, nos bajamos los pantalones y nos ponemos a bailar y a cantar. Ante nuestra estupefacción, Rafael, 69 años, cruza la acera y nos acompaña: se baja los pantalones y se pone a bailar y a cantar con nosotros, en calzoncillos. Ese es otro de los instantes de oro de mi vida.

 

Por esa época, Rafael y Pepe García Sánchez disfrutan de otros arrebatos de fans con dos amigos míos muy queridos, Agustín Sánchez Vidal y Miguel Pardeza. Me cuentan sus ganas de conocerles y yo les digo que lo van a tener muy sencillo: la admiración mutua es una de las cosas que más allanan las amistades. En los dos casos, se siguió el mismo ritual: comida en el restaurante el Frontón de Madrid, larga sobremesa hasta el anochecer y afecto eterno entre ellos.

 

1997. Se estrena “Siempre hay un camino a la derecha”, la primera película de la productora creada por Rafael con García Sánchez y Juan Luis Galiardo. Rafael asume su condición de productor y eso determina un cambio de actitud, por pura complicidad con sus amigos y socios: ahora sí que tiene sentido que se implique en la promoción. Eso hace que Rafael vuelva a Zaragoza, con Pepe y Juan Luis, a presentar la película en los cines Renoir. Luego comemos en Casa Emilio, a partirnos de risa con Galiardo. José Luis Melero, Ana Marquesán, José María Gómez “Cuchi”, Daniel Gascón o José Antonio Labordeta son algunos de los amigos que nos acompañan. Un par de años después, el escritor, periodista y editor de Alfaguara Juan Cruz anima la edición de “Estrafalario”, un volumen que reúne tres relatos de Rafael de los años 50,  “El pisito”, “El cochecito” y “Los muertos no se tocan, nene”. Juan resulta decisivo para que Rafael dé la cara, ahora, como escritor. Eso es lo que, sobre todo, se siente Rafael: escritor, en estado puro.

 

1998. Ángel Sánchez Harguindey provoca unas conversaciones entre dos de los mejores conversadores del mundo, Rafael y Manuel Vicent, en las que los dos escritores hablan sobre la vida. Ellos tres, con Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Jordi Socías, Manolo Gutiérrez Aragón, Juan Cruz o David Trueba, se reúnen a comer muy a menudo, para reír y disfrutar de la amistad. El resultado de la iniciativa de Harguindey es, sencillamente, maravilloso. El libro se titula “Memorias de sobremesa”. En él Rafael me estampa esta dedicatoria: “Para Luis que, además de saber leer este libro, es amigo mío”.

 

2004. Octubre. Pozoblanco, Córdoba. Se celebran unas jornadas sobre cine y literatura, en las que intervienen Ignacio Martínez de Pisón, David Trueba, Ariadna Gil, Gonzalo Suárez, Ángeles Caso, Antonio Soler, Lorenzo Silva, Julio Llamazares, José Luis Borau o Rafael Azcona y Manuel Vicent. En esos días me hago la única foto que conservo con Rafael. Recuerdo a Rafael y Borau hablar de un guión que habían escrito juntos, “Las hermanas del Don”. La película no acababa de salir adelante.

 

2005. Rafael se encuentra en esa época en la que dice a casi todo que sí y acepta las tres propuestas que le hago: en junio, mantener una charla con Álex de la Iglesia en un ciclo de la Academia del Cine concebido por David Trueba y arropado por Genoveva Crespo e Ibercaja; durante la primera semana de julio cerrar un curso sobre cine español organizado por la Universidad Complutense en El Escorial y, a finales de octubre, formar parte del jurado del Festival de Cine Ópera Prima de Tudela. En Tudela, le rodeo de algunos de sus más íntimos - Ángel Sánchez Harguindey, David Trueba y Pepe García Sánchez- y de algunos de sus más profundos admiradores: Mara Torres, Santiago Segurola, Ignacio Martínez de Pisón y Bernardo Sánchez, su paisano y principal estudioso. Rafael le ha encontrado el gusto, o al menos lo lleva con mucha alegría, al ir a lugares donde antes era imposible encontrarle.

 

A la charla con Álex de la Iglesia en junio acude Pep Guardiola que, por esas fechas, está en Madrid mientras sigue un curso de entrenador. Rafael y Pep es otra de esas reuniones en la cumbre que tengo la ocasión de vivir en primera fila.

 

2006. 18 de marzo. Rafael acepta el homenaje que le rinde el Festival de Málaga, que edita un estupendo libro de Bernardo Sánchez. Rafael disfruta mucho en el festival, rodeado de amigos. Uno de los más especiales, porque apenas le ve pero al que admira mucho, es José Luis López Vázquez, el protagonista de “El pisito”, su primera película. Uno de sus grandes devotos, Agustín Díaz Yanes, sostiene que Rafael es uno de los grandes genios del siglo XX.

 

2006. Julio Alejandro vuelve a nuestra vida. El 16 de junio el Festival de Cine de Huesca organiza un coloquio-homenaje sobre Julio al que estoy invitado con Rafael, Juan Luis Buñuel, Víctor Erice, Asunción Balaguer o Pepe García Sánchez. Rafael, Pepe y yo volvemos a Zaragoza en el coche de Antón Castro. Comemos en Zaragoza, en la bodega de Casa Hermógenes. Durante la sobremesa, ocurre algo: no hay nadie en el restaurante y Rafael y yo nos tumbamos en los bancos de madera, uno a continuación del otro, y nos echamos la siesta, mientras nuestras cabezas se rozan. Hermógenes Carazo siempre evoca ese momento como una de las cosas más fabulosas y estrafalarias que han sucedido en su restaurante. Después de la siesta vamos a la Facultad de Empresariales. Rafael es el invitado de “La buena estrella”, el ciclo de coloquios organizado por la Universidad. En la charla hablamos de “Los europeos”, una novela de Rafael de finales de los 50 que se ha reeditado este año. Entre el público se encuentran Carlos Forcadell y Juan José Carreras. Poco después, en los primeros días de julio, presentamos “Los europeos” en Barcelona. A la presentación acuden Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez de Pisón. Comemos con Pep Guardiola, que nos lleva en su coche de un sitio a otro. Al salir del restaurante, en plena plaza Catalunya, nos encontramos, por pura casualidad, con José Luis Cuerda, otro de sus grandes amigos y admiradores, y el director del último guión de Rafael “Los girasoles ciegos”, protagonizada por Javier Cámara y Maribel Verdú.

 

2006. Octubre. Rafael me concede una entrevista para “El reservado”, un programa que presento en Aragón TV, la televisión autonómica aragonesa. Rafael se muestra encantador. Pocos meses después acepta otra entrevista que le hacemos Beatriz Pécker y yo en Radio Nacional. Rafael es un entrevistado único.

 

2007. Febrero. David Trueba y yo hemos estrenado hace un par de meses “La silla de Fernando”, una película-conversación con Fernando Fernán-Gómez que Rafael había visto en el primer pase que hicimos para amigos, en junio de 2006. Como no podía ser de otra manera, David y yo pensamos que Rafael también es perfecto para proponerle una película en la que él nos cuente su modo de ver la vida. Pero Rafael nos invita a comer para decirnos, con todo el cariño del mundo, que no se siente a la altura de lo que queremos hacer. No le insistimos, como es natural.

 

Rafael Azcona, Luis García Berlanga y Fernando Fernán-Gómez figuran en mi altar personal como lo mejor del cine español. Entre sí fueron muy amigos y yo fui muy amigo de los tres. Sin embargo, conocí a Rafael en una época en la que apenas se veían. Nunca estuve con dos de ellos a la vez.

 

2007. Junio. Rafael tiene su propia manera de mostrar sus afectos. En un email me escribe: “Eres un hijo de puta y la vergüenza de Aragón. Tantos años de amistad y nunca me habías hablado de la trenza de Almudévar”. Rafael acaba de descubrir en El Corte Inglés de Madrid ese exquisito dulce aragonés y se acuerda de mí. Poco después de recibir ese email, en los primeros días de julio, David Trueba está en Zaragoza, mi ciudad. Hemos de ir al Escorial, a un curso de la Complutense, para hablar de “La silla de Fernando”. La idea es viajar hasta Madrid en AVE. Antes de ir la estación, pasamos por una pastelería. Le cuento a David lo de Rafael y la trenza de Almudévar y compramos un par de ellas, con la idea de llevárselas a nuestro amigo. Mientras bajamos con las trenzas en la mano por las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Zaragoza pienso que, tal vez, tendríamos que haber llamado a Rafael y asegurarnos de que está en Madrid. Entonces, David, señala el andén y dice: “Mira quién está ahí, Rafael Azcona, con Susi”. Me quedo mudo. Llegamos hacia ellos y Rafael, con una enorme naturalidad, nos saluda: “Hombre, ahora mismo le decía a Susi, ¡pues mira que si nos encontramos por aquí a Luis Alegre!”. Rafael nos explica por qué se encuentran en la estación de Zaragoza: acaban de traerles en coche desde la Rioja y están esperando el AVE hacia Madrid. Hablamos muy brevemente porque enseguida nos hemos de separar: el tren llega y tenemos que subir y buscar nuestros asientos. Al llegar a nuestra localidad, David y yo nos encontramos, en los asientos de al lado, a Rafael y Susi. Nos miramos, perplejos, y nos echamos a reír. David dice: “Este tipo de cosas son las que demuestran que Dios no existe”. Nos pasamos el viaje charlando con Rafael. Esa es la última vez que le veo. Pocas semanas después me entero de que le han detectado un cáncer de pulmón.

 

2008. Enero. Rafael apenas puede ya hablar y se comunica por sms con los amigos. Un día me escribe uno en el que, a su manera, me pide un pequeño favor, él que odia pedir favores: “Querido Luis: el día 5 de febrero al mediodía se entregan las Medallas del Trabajo. Yo no podré recoger la mía. Lo que sigue no es una petición sino una pregunta: ¿Tú crees que Maribel Verdú, en el caso de que pudiera, y con la justificación de protagonizar la última película que he escrito, aceptaría la propuesta de recogerla ella?. Un abrazo. Rafael.” Rafael no simplifica ninguna palabra cuando escribe un sms. Consulto con Maribel y le respondo que para ella es un honor y una alegría. Azcona me escribe esto: “Sin acabar de reponerme de la conmoción -que Maribel haya reaccionado tan generosa e incondicionalmente me ha acongojado- ahí va mi gratitud, primero hacia ti y luego hacia nuestra adorable amiga. Gracias, gracias a los dos. Os abraza vuestro, Rafael”. Tampoco he borrado el sms de Maribel cuando le reenvié los sms de Rafael: “No tengo palabras. Es el más grande y el más generoso. Y nunca me he sentido tan orgullosa de hacer algo por alguien”.Y el siguiente de Rafael: “Ayer, con la excitación, se me pasó pedirte el teléfono y dirección de Maribel, que supongo que pedirán los del protocolo. A Maribel le dirán que la costumbre es hablar un minuto: creo que sobran los eufemismos y los ditirambos, si dice que estoy en tratamiento de un tumor pulmonar y que me manda un beso, yo encantado”. Rafael siente auténtica debilidad por Maribel. Siempre dice que Maribel lleva varias “Rafaelas Aparicio” dentro.

 

2008. 22 de enero. Álex de la Iglesia vuelve a Zaragoza a una charla sobre “Los crímenes de Oxford”. Han pasado 15 años desde que vino a estrenar “Acción mutante” y hablamos de Rafael. Cuando estamos en Radio Zaragoza, a punto de entrar en el programa de Miguel Mena, me llama Rafael. Quiere ultimar algún detalle relacionado con Maribel. Álex, al saber que es Rafael, me coge el móvil y le dice: “Te quiero mucho, Rafael”. Y Rafael, con la voz agotada y débil, le responde: “Yo también, Álex”.

 

2008. Marzo. Escribo a Rafael muchos sms. Él responde enseguida. Sus mensajes siempre llevan un toque de humor, a menudo negro. El domingo 23 de marzo estoy en Nantes, en el festival de cine español. Desde allí le envío otro sms. Pero ese no me lo responde. El martes 25 de marzo me entero de que Rafael no ha podido leer mi último mensaje. Hacia las cuatro de la tarde la periodista Elsa Fernández-Santos me comunica que Rafael ha muerto hace un par de días. Realmente, el que estuviera muerto era la única razón para que Rafael no respondiera el mensaje de un amigo. Al colgar con Elsa me llama Maribel Verdú, rota de dolor, y los dos lloramos sin pudor, aprovechando que Rafael ya no nos puede ver.

 

“Como decía Rafael Azcona”

 

Como muchos de sus amigos, evoco y cito a Rafael a las primeras de cambio. La expresión “Como decía Rafael Azcona” es una de mis favoritas, una de las que más repito.

 

Una anécdota que refiero a menudo es esa que él contaba de su infancia para explicar el sentido de culpa que provoca el placer, sobre todo a su generación y a la de sus padres. Cuando, excepcionalmente, a su padre sastre le iban bien las cosas y entraba en casa muy contento y se creaba en un clima de cierta euforia, su madre, en el momento más álgido, dejaba caer esto: “Ya lo pagaremos, ya”.

 

Para él fue clave su contacto con Italia y la cultura italiana, en la que le sumergió Marco Ferreri. “Mientras en España nos educan para morir bien, en Italia es lo contrario: se prepara a la gente para vivir bien”. Ese fue un descubrimiento esencial, que marcó su manera de entender la vida.

 

Decía que el sacramento de la confesión, como idea, es una obra maestra: cometes el acto más atroz, vas a un confesionario, te autoinculpas y sanseacabó.

 

Decía que la Iglesia Católica había decidido que el disfrute del sexo era pecado mortal por puro instinto de supervivencia. Su negocio se basa en que la gente considere que este mundo es un horror y perciba el otro mundo, el que la Iglesia “vende”, como el paraíso. Eso aconseja condenar los placeres, para devaluar este mundo y revalorizar el otro. Rafael venía a decir que si el sexo no fuera pecado a nadie le acabaría de seducir el otro mundo.

 

Rafael trabajó de contable en un banco de Logroño. Él decía que dejó de ser contable porque los números le provocaban muchos dolores de cabeza.

 

Decía que él no se planteaba preguntas demasiado complicadas alrededor del sentido de la vida porque eso le mareaba. Recordaba que una noche de verano, en Ibiza, iba en bicicleta y miró al cielo mientras se hacía preguntas sobre el misterio del universo. Lo que le pasó es que perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

 

Decía que la gente, cuando se ponía sincera, solía deslizar muchas mentiras.

 

Fue uno de los muchos españoles que pasó hambre en la guerra y posguerra. Él decía que aún sufría “hambre psicológica”. Tal vez por eso el regalo que más le gustaba recibir era un paquete de comida. Decía: “He comido todo lo que he podido, por el placer de comer. Recuerdo que un día le dije a Marco Ferreri: Extremadura es muy grande, ¿por qué no vamos y nos la comemos?”. Su mayor placer cotidiano era el de desayunar un pan con anchoas frotado con tomate.

 

Decía: “Hasta que leo el periódico mis mañanas son extraordinarias”.

 

Era un devoto de las nuevas tecnologías. Se apuntó enseguida a todo, al móvil, a Internet, al correo electrónico. Sin embargo, él sospechaba que el uso del móvil era muy dañino para la salud y que ese dato lo ocultaban cuidadosamente los medios de comunicación, para no perder la publicidad de las compañías relacionadas con la telefonía. Juan Cruz y Rafael Azcona hablaban con el móvil todos los sábados por la mañana.

 

Le daba la vuelta a casi todo. El cliché dice: “Un crítico es un creador frustrado”. Rafael decía: “Un crítico es un crítico frustrado. Que, además, no tiene casa”.

 

Decía “Hay que fastidiarse con lo de “Pobre pero honrado”. ¿Cómo se le puede exigir a un pobre que sea honrado”.

 

Hablaba de “los escrúpulos de pobre”. Decía que a los pobres les molestaba mucho llevar rotas las prendas de vestir y siempre las llevaban zurcidas. Decía que a los pobres les gustaba pagar las pequeñas rondas porque les hacía sentir ricos. También decía que los ricos no pagaban nunca.

 

Decía que cada mañana leía el ABC para saber qué es lo que no tenía que opinar.

 

Decía que en el arte las comparaciones no tenían mucho sentido y, sobre todo, que era bastante estúpido sentenciar qué era lo mejor. Decía: “Mejor solo se puede decir cuando hay cronómetro”.

 

De joven le gustaron mucho los toros pero un día le dejaron de interesar. El fútbol le gustó siempre, aunque dejó de acudir al Bernabéu el día que descubrió a los Ultra Sur.

 

Decía que uno de los errores de los guionistas y directores españoles era que habían dejado de ir en autobús.

 

Decía que una de las cosas más peligrosas en esta vida era decir sí. Era algo que te podía llevar hasta el matrimonio.

 

Decía que nadie estaba preparado para el matrimonio y que nadie nos preparaba para él.

 

Decía que a él le costaba mucho decir “te quiero”. Le parecía algo demasiado serio. Incluso a su mujer, para pedirle la mano, le dijo: “Yo creo que ya estoy maduro para el matrimonio”.

 

También decía que la monogamia era un espanto pero que no se había inventado nada mejor ni menos doloroso. Y un día le oí esto: “Desde que me casé, no me ha pasado nada”.

 

Decía que, por la noche, en la cama, al apagar la luz, cuando repasaba su día, si reparaba en que había hecho algo de lo que se avergonzaba, se ponía muy colorado. Pero, como la luz estaba apagada, no le afectaba.

 

Todas las noches leía antes de dormir. Pero cuando llegaba a casa un poco bebido y se ponía a leer, al día siguiente no se acordaba de nada y tenía que volver a leerlo.

 

Decía que a la lectura aplicaba el mismo criterio que a la comida. Igual que había comidas exquisitas que a él no le gustaban, también había libros y autores extraordinarios que a él no le atraían nada. Si empezaba a leerlos y no le gustaban, los dejaba y no se sentía culpable. Él decía que perdió muy pronto el sentido del pecado.

 

Decía que los cines de la posguerra se hubiesen llenado aunque en ellos no hubieran proyectado películas: en esos cines había muchas más comodidades y se estaba mucho más calentito que en las casas.

 

Decía que, en la posguerra, estaba muy mal visto que los novios se besaran en público. Y contaba lo que hacían algunos novios de Logroño: ir a la estación de tren y colocarse en el andén. Cuando el tren estaba a punto de salir, los novios fingían que se despedían y, entonces, se besaban.

 

Decía que la posguerra duró hasta Tejero.

 

Decía que cuando era niño y oía toser a un viejo siempre pensaba que lo hacía aposta para fastidiar.

 

Era un gran trabajador. Madrugaba mucho y se imponía un horario de oficina: escribía en su casa desde las ocho hasta las dos o las tres, según hubiera quedado o no a comer.

 

Decía, como Picasso, que el dinero servía, sobre todo, para no pensar en el dinero.

 

Decía que desconfiaba de los sentimientos porque eran muy fáciles de manipular. Sin embargo, confiaba enormemente en los sentidos, por los que le entraba el mundo.

 

Decía que no era buena idea revolcarse en el pasado y que la nostalgia despide un olor a nardos putrefactos. Quería mirar al futuro, prefería la esperanza a la nostalgia.

 

Decía que había llegado a los 80 años con un aspecto tan saludable porque no sabía conducir. Iba a casi todos los sitios caminando. También decía que le ayudaba mucho el tomarse las cosas con sosiego y el no competir.

 

A los 80 años decía que él no podía retirarse, que tenía que trabajar para mantenerse. Pero decía que a él le encantaría dejar de trabajar porque el trabajo le parecía una lata. Cuando algunos le comentaban que si dejara de trabajar se aburriría, él les replicaba: “Me iría a un parque y me sentaría en un banco a leer el periódico”. Los otros se lo discutían: “Ya, y al día siguiente y al otro haciendo lo mismo, no lo podrías soportar” Y les decía Rafael: “Sí, porque tengo imaginación. Al otro día me sentaría en otro banco”.

 

Siempre le recuerdo contento. Él solía decir que, cada mañana, al despertarse y comprobar que seguía vivo se llevaba una alegría tan grande que ya le duraba todo el día. El humor fue su gran venganza contra los horrores de la vida y el absurdo del mundo. Rafael se supo reír de la muerte como nadie se ha reído. Una de sus más refinadas obras maestras nos la regaló en sus últimos días. A José Luis García Sánchez todos los amigos le llamamos “Pepe”, menos Rafael, que siempre le llamaba José Luis. Entonces, en pleno acoso de la enfermedad, Rafael, con el hilillo de voz, le dijo: “ ¿Yo también te puedo llamar Pepe?. Es que con esto del cáncer de pulmón me queda poco fuelle y me resulta mucho más cómodo llamarte Pepe”. Rafael se despidió de la vida con un humor y una delicadeza insuperables. Durante su enfermedad, se negó a que los amigos le visitáramos, para ahorrarnos el espectáculo de su sufrimiento. Y le pidió Susi, su mujer, que no nos anunciara su muerte hasta dos días después, para evitar que, por su culpa, tuviéramos que participar en un circo que no tenía ninguna gracia. Rafael nunca te decía te quiero pero, hasta más allá del final, fue grande y cariñoso como sólo él sabía serlo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alegre

Aforismos

12 de diciembre de 2016 10:09:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para tratar con la realidad hace falta ser imaginativo.

 

 

Hay palabras que nos responden, y no sabemos qué preguntar.

 

 

Escribir es como buscar a un prisionero en un espejo; cuando lo encuentres no tendrás posibilidad de liberarlo.

 

 

Imagina que lo que escribes es blanco, casi tan blanco como lo que no escribes.

 

 

En el fondo la literatura es ciega porque el escritor ha omitido infinidad de detalles intrascendentes.

 

 

Me acerqué al escenario temiendo que el texto me reconociese.

 

 

Me he observado detenidamente pero no he encontrado fallo alguno en el espejo.

 

 

Si yo fuese el Tiempo me sentiría incómodo ante tal proliferación de biógrafos.

 

 

Tanto tiempo de espera en el museo para robar una estatua y acabar llevándome una reproducción de lo que soy.

 

 

Ciego es aquel que sólo ve la ceguera.

 

 

Por más que abro el libro no se ilumina la habitación.

 

 

Un crítico debería saber escoger bien sus dientes de leche.

 

 

Una máquina de escribir que no se usa es como un gato gordo que ronronea una caricia debajo de la mesa.

 

 

En la literatura, como en el amor, la flor que no comemos es la que más nos indigesta.

 

 

A lo largo de mi vida, me he imitado muchas veces, pero nunca he conseguido llegar a ser yo mismo.

 

 

Cuando hago un círculo siempre quiero estar fuera de él.

 

 

No está permitido el suicidio, salvo que sea en defensa propia.

 

 

Decir nada no es callar. Lo mismo que tachar no es corregir y que escribir al revés no es no escribir.

 

 

Una biblioteca en la que faltan mis libros es una biblioteca razonablemente completa.

 

 

Los árboles se mueven más que nadie pero no pierden el tiempo en cambiar de lugar.

 

 

La vida te persigue, pero no te espera.

 

 

Cambiar la máscara de maleta es el modo más seguro de viajar.

 

 

Un libro leído es siempre un amigo que habla bien de nosotros.

 

 

Consejo a un lector de De Quincey: En la vida, ya la primera página tenía una inquietante doblez.

 

 

Sin la literatura nada que se inventase podría ser real.

 

 

Las verdades son números aislados. Las mentiras tienen la necesidad de la suma.

 

 

Cuando no sé qué hacer, dibujo un árbol. Y cada vez que éste mueve una rama, yo le añado una palabra.

 

 

Hay tres estadios de confianza: mirar, perseguir y dominar.

 

 

Qué difícil es compararse con uno mismo cuando uno no acaba de saber quién es.

 

La certeza es como un espectador que nunca aplaude.

 

 

Escribir como si continuamente se estuviese trasladando la función a otro escenario. Escribir (o no escribir), sabiendo que una forma de no responder es contestar a todas las preguntas.

 

 

No te preocupes, cuando me vaya te dejaré los obstáculos.

 

 

No puedo renunciar a un mundo que ha puesto a mi disposición toda su tristeza.

 

 

La identidad es el paso atrás que se da cuando uno se queda a solas con lo que no es.

 

 

Me reprochan que muera con dedicación absoluta.

 

 

Conviene que la escritura se ensucie, de vez en cuando, con nuestra transparencia.

 

 

Se tarda una vida en fracasar completamente.

 

 

Lo poético desaparece en lo que ello mismo hace aparecer.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aitor Francos

Un amor español

12 de diciembre de 2016 09:57:21 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un perro tirita abrigándose en el daño, se estremece contra

la debilidad; tiembla frente a nosotros. Me refiero a la costumbre en diagonal, al regreso

que las migas encaminan sobre el plato. Hablo

de buscar la tarde y encontrar la sobreprotección. El frío significa aprendizaje.

Café en el café, expectativas en las suyas, me dice que sufrir

nos fortalece. Sin saber él qué entiende por herida, sin saber él

qué entiende, yo pienso en el dolor que me provoca; yo sé que me lo hace por mi bien.

 

II 

Responde al golpe en su hombro que él es de los que piensan

que las heridas se curan solas. Dolor al golpe

de mi hombro. Contesta —el golpe— que las heridas

las abren los demás. No el golpe, sino su mano en realidad

sobre mi hombro.

 

III 

Nada suele gustarle a la primera. Repite y repite

hasta que se acostumbra. Identifica, reconoce:

entonces sí.

 

IV 

A la mañana siguiente, un e-mail con el asunto

por si no te enteraste de nada.

Tampoco ahora.

 

V

Buscábamos el frío porque el frío dañaba

y porque el daño protegía. No te preguntes

por qué el daño ni el frío ni preguntes:

pregunta qué buscábamos

la mañana siguiente a la mañana anterior.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elena Medel

Catedrático de Historia Moderna y Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova Ruiz (Valdealgorfa, Teruel, 1956), ha cimentado un sólido prestigio profesional como investigador, autor prolífico y profesor en España, EE. UU. y varios países latinoamericanos. El estudio de la Segunda República española, la Guerra Civil y la represión desatada por el franquismo constituyen buena parte de su insoslayable aportación a la historiografía moderna. También se ha ocupado de la historia social o la Europa de entreguerras. Miembro del consejo de redacción de acreditadas revistas científicas como Historia del presente (Madrid) o Historia social (Valencia); del consejo asesor de Studia Histórica (Salamanca); adscrito al comité científico de Cuadernos de Historia de España (Buenos Aires, Argentina) y a la junta editorial de The International Journal of Iberian Studies (Bradford, England), el profesor Casanova promueve entre sus alumnos proyectos de historia comparada, investigaciones y tesis más allá de las fronteras universitarias españolas. Asiduo en la impartición de cursos, seminarios y conferencias en Londres, Harvard, Indiana o Nueva York, proyecta su futuro profesional en Estados Unidos en un horizonte próximo. 

Julián Casanova es autor de trabajos de referencia en torno al anarquismo -Anarquismo y revolución en la sociedad rural aragonesa, 1936-1938 (1985), De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939 (1997)-; el papel de la Iglesia durante la Guerra Civil -La iglesia de Franco (2001)-; la represión -editor de El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, 1936-1939 (1992), Víctimas de la guerra civil (1999), coordinado por Santos Juliá-; las dictaduras -coordinador de Morir, matar, sobrevivir. La violencia en la dictadura de Franco (2002)-; la historiografía -La historia social y los historiadores. ¿Cenicienta o princesa? (1991)-, y las grandes síntesis de los períodos cruciales de la España del siglo XX -Historia de España. República y guerra civil (2007).

Compagina su ingente labor profesional con la presencia habitual en medios de comunicación nacionales, haciendo del ejercicio de la opinión en la prensa y la radio, un compromiso ético, intelectual y crítico. Divulgador riguroso y ameno, con un calculado tono de apasionamiento en ocasiones -conserva en su despacho un arsenal de anónimos poco amables, aunque también notas de agradecimiento- y dialéctico siempre, Julián Casanova ha hecho de la tenacidad y el trabajo instrumentos al servicio de la cultura.

 

En el origen, el anarquismo

 

Las inquietudes intelectuales del joven Julián Casanova vinculaban sus intereses primeros con la sociología o la ciencia política, pero sobre todo con la filosofía pura. Dado que ninguna de estas disciplinas se podía cursar en la Universidad de Zaragoza a mediados de los años 70, optó por matricularse en Historia, carrera que mantenía relaciones fraternas con las anteriores y también con la literatura, otra de las sugerentes inclinaciones que conformaban el perfil del estudiante y también militante político de origen turolense. A punto de obtener la licenciatura tomó la determinación de dedicarse a la investigación y planificar su futuro supeditado a la férrea voluntad de construir una obra reconocible y sólida.

 

- En la tradición docente española nunca se ha hecho demasiado hincapié en la orientación universitaria al final de los ciclos medios.

 

- No hay nada de vocación en el oficio del historiador, pero sí hay caminos que te llevan a él. El compromiso en aquel momento con los temas sociales y políticos me inclinó a la Historia. Entonces tenía una militancia antifranquista desde grupos cristianos, vinculados con la editorial Cix, que publicaba los libros heterodoxos que se podían permitir sobre el marxismo, sobre Miguel Hernández, sobre anarquismo. Era una militancia a caballo entre consejos obreros y anarquismo pasada por cristianismo con un grupo que se llamaba «Liberación», un compromiso anticapitalista, antisistema con raíces morales y religiosas próximas a la teología de la liberación. A mitad de carrera abandoné la parte cristiana de la militancia y me integré en los grupos autónomos de Comités de Estudiantes. Los dos últimos años de carrera dejé la militancia política para dedicarme exclusivamente a estudiar, lo que me valió uno de los más brillantes expedientes académicos de la especialidad.

 

- ¿Su interés, digamos científico, por el anarquismo cuándo se despierta?

 

-  Mis preocupaciones hacia el anarquismo no son ajenas a mis tempranas militancias, aunque también había otros ingredientes, como el hecho de haberme criado en el Bajo Aragón y recibir los ecos de lo que habían sido las colectivizaciones y por otra parte, dada la mediocridad en que se encontraba entonces la Universidad, hubo un importante componente de autodidactismo en los últimos años. Leí autores entre la protesta social y los testimonios de la Guerra Civil que me hicieron ver que el anarquismo había tenido una importancia capital en Aragón. Tomé Aragón no como historia local, sino como escenario para estudiar mis preocupaciones sobre el anarquismo. 

Otras circunstancias vinieron en mi ayuda. Durante la mili, nada más terminar la carrera, y con destino en Madrid, gracias a unos contactos tuve la suerte de ser enviado al Servicio Histórico Militar, con lo que al tiempo que hacía la mili redactaba la tesis de licenciatura. Cuando acabé, también tenía finalizada la tesis sobre el Consejo de Aragón utilizando las fuentes primarias encontradas en el archivo del Histórico Militar. Era septiembre de 1980. El Archivo Histórico Militar, y yo entonces no lo sabía, contenía el mejor fondo para estudiar el Consejo de Aragón puesto que Aragón cayó de golpe y allí estaba toda la documentación antes de que se recompusiera el Archivo de Salamanca y fuera trasladada. Allí tomé conciencia de que mi tesis doctoral sería a propósito del anarquismo, las colectivizaciones y a tenor de todo ello formular problemas generales.

 

El magisterio de Álvarez Junco

 

- Las formulaciones en torno al Consejo de Aragón más bien parecen vinculadas a cuestiones de historia local.

- Yo, en aquel momento, por paradójico que parezca, estaba bastante en contra de la historia local, ya que me parecía que era una forma de marco reducido que nunca hacía preguntas generales, aunque empecé a captar que ya había muchísima gente que estaba renovando la historiografía española. En el último congreso de Pau, en 1980, luego vino a Segovia y a Cuenca, advertí que la fuerza del congreso estaba en las gentes que hacían historiografías locales, pero yo no encontré aquí ninguna persona que me orientara en ese camino… sin embargo tuve mucha suerte, porque en el último año de carrera había leído el libro La ideología política del anarquismo español, (Siglo XXI Editores, 1976) de José Álvarez Junco, que era el mejor libro que había hallado sobre ese tema y me puse en contacto con él, le planteé mi línea de investigación, le entusiasmó y empezamos una relación, de manera que cuando acabé la mili, al año siguiente, tuve un hueco en su casa con su familia. Así las cosas me encontré en Madrid, con una beca de investigación que me habían concedido para 4 años con el fin de hacer la tesis, en casa de Álvarez Junco, utilizando su biblioteca y en su Seminario de Historia de los Movimientos Sociales… de modo que todo lo que no había tenido, que era un maestro lo acabé teniendo recién finalizada la carrera. 

La segunda fuente de influencia fue mi hermano, que estaba en el extranjero en aquel tiempo y me animó a salir fuera; luego lo primero que hice el verano siguiente fue marcharme a EE.UU. allí estuve en la Biblioteca del Congreso, en Washington. En Nueva York encontré a viejos anarquistas que escribían sobre el anarquismo español. Fui a Ámsterdam, a París…

 

-  ¿Qué le debe al magisterio de Álvarez Junco en el largo camino de su tesis? 

- Acabé la tesis en 1983, un año antes de que terminara el plazo estipulado. Eso fue producto de un intenso trabajo y porque creo que encontré las fuentes de inspiración teóricas e interpretativas, así como las fuentes primarias, es decir encontré aquello a lo que un historiador puede aspirar que es un archivo o varios con fuentes primarias, mucha literatura secundaria, métodos y teorías que guían y buenos estímulos como la amistad de Álvarez Junco, que fue básica, y su prestigio, tanto por su trabajo sobre el anarquismo como por su Seminario de Estudios Sociales. Álvarez Junco me enseñó a ser riguroso con los conceptos, él tenía una especie de obsesión por hacer explícitos los conceptos que utilizaba porque él venía de la sociología y al contrario que la mayor parte de los historiadores que iban al archivo y no se planteaban nada más, Álvarez Junco partía de que toda investigación debía tener unos presupuestos metodológicos, interpretativos y teóricos. Yo de allí salí ganando, porque en mi tesis doctoral de historia, había ya claras conexiones con las ciencias sociales.

 

- También el profesor Carreras influyó en sus métodos de trabajo.

-  Fue el segundo período de Juan José Carreras en la Universidad de Zaragoza. Él firmó mi tesis doctoral y ya me quedé en Zaragoza. Carreras abundó en la importancia de la historiografía que yo ya había percibido, pero él me mostró el método y la línea de indagación.

 

El auxilio de las ciencias sociales

 

- ¿De qué modo se imbrican la filosofía, la literatura, la sociología, la antropología, la economía… en la experiencia del historiador? 

- La gente que había ido a Francia había captado la relación entre la Historia y las ciencias sociales a través de la Escuela de Annales, y fundamentalmente gracias a lo que se había traducido aquí de Lucien Febvre, Marc Bloch o Fernand Braudel. La Historia tenía tres niveles: las estructuras económicas y sociales, la coyuntura y después estaban los acontecimientos. Yo, sin embargo, por influencia de Álvarez Junco y aunque había estudiado siempre francés, giré hacia el mundo angloamericano, con lo cual tuve influencia de los marxistas británicos que habían incorporado la experiencia de los franceses desde la sociología y la antropología, aunque tenían menos demografía y menos economía que ellos, pero sobre todo tenían una especie de pasión, de obsesión, por la narración y la literatura, y también por la síntesis, con lo cual me fui por ese camino… En Georges Rudé o en E. P. Thompson hay mucha más narración e imaginación literaria que en Braudel que te habla de las estructuras. A mí, eso, me marcó.

 

- ¿Cómo se concretó en su carrera esa mirada al mundo anglosajón? 

- Fui a Inglaterra con Preston, era el año 1986. Paul Preston todavía no había publicado la obra que lo lanzó a la fama, Franco, aunque ya tenía ultimado el libro sobre la Transición y su trabajo sobre la Guerra Civil en el año que se conmemoraba el 50 aniversario del inicio de la contienda. En Inglaterra, a donde viajé con mi mujer, encontramos la amistad y la generosidad de Preston y un ambiente de trabajo y relaciones. Descubrí a la gente de la Historia Social Marxista, sobre todo la History Workshop, una especie de taller del historiador creado por un personaje clave, Raphael Samuel, que había incorporado a gente que sin ser académica tenía pasiones, erudiciones y conexiones con la Historia… era como una especie de universidad abierta, obrera, en el corazón de Oxford. Raphael Samuel nos honró con su amistad y nos abrió su casa donde siempre había reuniones de comunistas, de gente relacionada con el teatro, con la cultura, el arte…, es decir, lo que era la tradición marxista británica que tenía mucha conexión con el mundo de la escena y la literatura. Esa fue una influencia muy clara en mi vida que me permitió conectar con algunas de las personas que yo había leído.

 

-  Fue algo así como un viaje iniciático cuya influencia no ha olvidado. 

- Empecé a trabajar en lo que sería mi futuro libro, La historia social y los historiadores (Crítica, 1991). Desde el final de la carrera yo intuía que esa miseria metodológica, teórica e interpretativa que había sufrido, de alguna manera tenía que servirme para que yo publicara un libro sobre el método y sobre la introducción a la Historia para que lo pudieran leer los estudiantes. La historia social… es un libro muy atrevido que marcó toda una época y causó polémicas porque en España algunos consideraban que la metodología y la reflexión deberían estar en manos de mayores y los jóvenes dedicarse a las investigaciones primarias. Este criterio todavía se mantiene. El libro fue el resultado de este caudal, de este magma y todo ello basado en criterios que me inculcó Álvarez Junco: habla sólo cuando tengas los conceptos claros; hay que estudiar a los autores; hay que leer a los autores originales, no a través de lo que dicen los demás… si hablas de Marx hay que leerlo. Álvarez Junco siempre decía que había descubierto que la gente hablaba de anarquismo y no había leído las obras de Bakunin, ni a Malatesta, ni a Kropotkin…

 

- ¿Qué relación mantuvo con Paul Preston, cómo influyó en su trabajo de este tiempo? 

- Preston marcó de alguna manera la gran investigación que emprendí después de publicar mi tesis sobre el anarquismo y el volumen de la historia social. Con Preston hablé muchísimo. Él ya había realizado trabajos y escrito artículos sobre la tradición militarista y golpista y a menudo me decía que mis libros eran importantes y habían sido muy bien recibidos en Inglaterra, también Raymond Carr dijo en El País que mi libro sobre el anarquismo era el más original que se había publicado sobre la guerra… Preston no dejaba de repetirme que el Consejo de Aragón había durado poco y la dictadura había durado mucho. Así es como planteamos la posibilidad de dar un giro y de ahí surgió El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón, 1936-1939

En 1987 solicité un proyecto de investigación a la DGA y me lo denegaron aduciendo que había que estudiar las dos zonas, no sólo una. Al año siguiente sí entraron a financiarlo con 600.000 pesetas que sirvieron para aglutinar un grupo de trabajo que dejó finalizada la investigación en 1991, un año antes de la publicación en Siglo XXI, ya que la DGA también declinó la edición. Aquí cerré un capítulo y me fui a Harvard.

 

- El pasado oculto es un libro de referencia, sin duda, en el que aglutinó un importante equipo de investigadores de su propia escuela: Ángela Cenarro, Pilar Maluenda, Julita Cifuentes, Pilar Salomón… 

- Yo me había quejado siempre de que no hubiera maestros, no en el sentido de personas a las que adoras y reverencias, sino maestros que crean círculos de trabajo y hacen escuela. Entonces empecé a dirigir trabajos de investigación como pudo ser El pasado oculto. Discutíamos las tesis, los argumentos, hacíamos críticas al trabajo con una gente que acaba de terminar la carrera… es una de las cosas de las que me siento más orgulloso y creo que en eso aprendí mucho de Preston que es un personaje, aparte de su valía personal indiscutible, que crea amplios grupos de trabajo. Hay un momento en que la historiografía angloamericana sobre la Guerra Civil se quedó prácticamente huérfana de los jóvenes porque los viejos no dejaban nada detrás: Stanley G. Payne, Edgard Malekafis, Raymond Carr… pero Preston siguió trabajando con los jóvenes y de él tomé la enseñanza de que hay que dedicarse en cuerpo y alma a trabajar con la gente que viene al despacho para hablar contigo.

 

-  Dice que con El pasado oculto cierra un capítulo y se va Harvard. 

- En Harvard empecé a dar mis primeras clases en EE. UU. y precisamente allí descubrí otro mundo, el mundo de la Europa de entreguerras y empecé a interesarme por la historia comparada de aquella Europa de la que había leído muchísimo: los Balcanes, el Este, los fascismos… En Estados Unidos nació mi hijo, luego viajamos mucho por países como Ecuador, donde impartí algunos cursos en relación con el libro sobre los métodos. De inmediato emprendí lo que era mi ambición desde la tesis, hacer una síntesis del anarquismo en los años 30, De la calle al frente. El anarcosindicalismo en España, 1931-1939, (Crítica, 1997).

 

Desconocimiento de la historia comparada

 

- ¿Tiene capacidad, recursos y profesorado competente, la Universidad española para formar buenos historiadores?

- Está habiendo cambios importantes. Sale más gente fuera producto del programa Erasmus y se investiga más porque hay más fondos, también hay profesores que han estimulado a los estudiantes a salir fuera. Mucho se está moviendo en la historiografía española, y cuando uno hace balances por temas comprueba que hay gente que está avanzando. Creo, no obstante, que hay cosas que no están solucionadas. La mayor parte de la gente que sale, aun sabiendo idiomas, termina investigando sobre España, es decir, no hay españoles especialistas en Hitler, la revolución rusa o la revolución industrial; como sí hay historiadores franceses, norteamericanos o británicos que se especializan en España. La presencia del historiador español en los ámbitos internacionales siempre es para hablar de tema español, aunque ya pueda hacerlo en varios idiomas.

 

- ¿Por qué ocurre esto? Alguna responsabilidad tendrán los departamentos universitarios. 

- Es un déficit en la formación, forma parte del legado del pasado. No tenemos en los departamentos especialistas en otras cosas que no sean España. Sólo unos pocos hablamos de Europa, tampoco hay una tradición de referirnos a Latinoamérica, la gente desconoce todo acerca de estas latitudes. Es decir, hay muy poco conocimiento de historia comparada, pero además, las grandes líneas de investigación en España se hacen a través de equipos de especialistas financiados por institutos de estudios locales, provinciales y regionales, con lo cual, el principal obstáculo para abrir el mercado historiográfico al ámbito internacional es que casi todo el mundo tiene que realizar sus tesis doctorales financiadas por institutos de proyección local que exigen de alguna manera enfocar el estudio a su propio ámbito de trabajo. Está claro que alguien puede hacer un trabajo microscópico y lanzarlo al universo, pero yo voy más allá, me refiero al hecho de que alguien con apellido español fuera respetado en Inglaterra o en otro país por haber hecho un trabajo muy bueno por ejemplo sobre la crisis del 29 en la industria de Manchester. Es el caso paralelo del inglés que viene a España y hace un trabajo ya no sólo sobre España, sino algo tan concreto como la Iglesia católica en Salamanca en 1936… Es un déficit que debemos salvar los historiadores españoles, que estamos muy autocomplacidos, para poder competir en el mercado internacional en términos de igualdad.

 

- ¿Las tesis que usted dirige contemplan una proyección supranacional, fomenta el interés por la historia comparada? 

- Está en marcha un gran trabajo sobre el terror republicano partiendo de varios ejemplos en el marco de la sociedad española, este trabajo se está redactando en Estados Unidos; las relaciones durante la Segunda República entre la Iglesia y el Vaticano a la luz de las nuevas fuentes vaticanas referidas a la República; Guerra Civil, franquismo y memoria a través del cine, es una investigación de una becaria que ha trabajado varios años en Nantes en su festival de cine; la participación de los aragoneses en la Segunda Guerra Mundial contra el nazismo en Francia; hay dos becarios en Argentina, uno de ellos vinculado a un gran proyecto de investigación y coordinación que yo dirijo con profesores argentinos y españoles, y otro estudio sobre protesta social y relaciones entre anarquistas españoles y argentinos; un estudio comparado entre el Movimiento de Liberación Nacional, la guerrilla colombiana y ETA, realizado en Colombia, se leerá este año en Zaragoza. En definitiva, procuro abrir perspectivas comparadas con otros países y abrir caminos.

 

- En alguna ocasión usted ha dicho que se encuentra más cómodo trabajando en Estados Unidos que en España. 

- Sí, por varias razones. En los últimos años en EE. UU. sólo he dado clases a alumnos de doctorado, gente que ha terminado la licenciatura, y eso produce muchas satisfacciones. También es cierto que te exige mucho. Esas clases son una especie de aula de la ONU, hay cuarenta alumnos de múltiples procedencias, a todos hay que dirigirles las investigaciones, corregir sus trabajos… y además hay muchos más medios, las bibliotecas son infinitamente mejores, hay seminarios de discusión y un ambiente que no existe aquí. Por otro lado, siempre hay algo de romántico cuando vas fuera, en la medida que no estás comprometido con los trabajos burocráticos y administrativos que aquí ocupan mucho tiempo, ni tampoco inmerso en las pugnas y luchas académicas y la toma de decisiones acerca de colegas que tienen que venir a la universidad o no... Si yo terminara allí trabajando una parte de ese romanticismo desaparecería porque me vería sumido en esa vorágine del papeleo. El sistema, con todo, es allí bastante mejor porque la universidad norteamericana es una mezcla de exilio del período de entreguerras, de la ética protestante y de judaísmo, y esa mezcla con recursos económicos es explosiva. No es, a pesar de todo, una institución conectada con el poder, en el sentido de colaborar o criticar a los poderosos, pero sí un foco de discusión y debate que no se produce en los ámbitos de la sociedad. Allí hay capacidad crítica y libertad en el trabajo y una ética que otorga más énfasis a los méritos.

 

- ¿Tiene intención de irse definitivamente a trabajar a la universidad americana? 

- Insisto en lo dicho, me siento mucho más a gusto fuera que aquí, a pesar de que tengo un compromiso con el mundo de la Historia y con la sociedad española a través de los medios de comunicación, que me sería muy difícil llevar a cabo en Estados Unidos. En fin, sí me gustaría irme y si no lo he hecho todavía ha sido básicamente por una razón familiar, además del vínculo que tengo con los estudiantes a los que dirijo trabajos de investigación y que de alguna manera debería resolver. Esa posibilidad, en efecto, sí está en el horizonte, y además en un horizonte cercano.

 

La necesidad del debate intelectual en los medios

 

- Valora de modo muy destacado su presencia en los medios… 

- Siempre ha habido una sensación paradójica en el mundo de los historiadores. Por un lado hay una queja de que el poder no nos atiende, que las editoriales sólo publican libros que tengan difusión… una queja en torno a que hemos perdido poder, pero por otro lado hay muy pocos historiadores que hayan dado el paso de querer transmitir lo que están haciendo aquí con el compromiso de divulgación, difusión y aparición en los medios. Es decir, se produce la queja pero la gente no pone remedio y por otro lado, cuando alguien pone remedio hay quien sospecha que ese no es el camino, que el camino está sólo en las revistas científicas y en los libros. Me parece una paradoja muy grande, máxime si consideramos que no hay historiadores que a partir de una determinada edad, unos 50 años, publiquen mucho en revistas científicas. La presencia en el extranjero, en libros y en revistas es nula en el mundo de la Historia, con lo cual al final la gente acaba teniendo relaciones de poder internas, o de proyección social de su titular, pero sin la frescura del compromiso. Las publicaciones sólidas de historiadores consagrados no son tantas, las de jóvenes sí son abundantes. A mí me parece que estamos en un momento de tensión en ese aspecto, y creo que España tiene una gran necesidad de gente que entre en el debate intelectual y político conectando con la Historia y desde ese punto de vista creo que hay que hacerlo en la radio, en la televisión, en la prensa, abriendo caminos, aprovechando los cauces… aunque a veces te censuren, como me ha ocurrido a mí mismo en Zaragoza.

 

- ¿Incluso participando en tertulias radiofónicas, un género a menudo de escaso relieve y dudoso prestigio periodístico? 

- Cuando me lo plantearon era el momento de la memoria histórica y me pareció oportuno intervenir en radios que tienen una buena audiencia, aun a sabiendas de que hay días que es necesario hablar de cosas que no te apetecen.

 

- ¿Sus colegas historiadores no lo pueden tachar de frívolo, incluso superficial por intervenir en estos programas? Además, pueden argumentar que precisamente su presencia en los medios le resta tiempo y esfuerzo a su trabajo intelectual, en beneficio de una proyección social y el cultivo de una imagen… 

- Hay dos argumentos para desmontar esa tesis, si es que alguien se atreve a formularla. Primero, estoy en los medios de comunicación al tiempo que aparece una colección de libros de Historia y el primero que presenta su trabajo soy yo que cumplo mis compromisos con las editoriales. El proyecto de Historia de España está ahora medio parado porque dos libros que debían haber entrado en imprenta a finales de 2007 todavía no se han entregado al editor. Mi República y Guerra Civil, no sólo cumplió con los plazos establecidos, sino que va a ser influyente en la historiografía y va a ser traducido al inglés. ¿Se traducen libros de Historia de España teniendo a Preston y otros autores? Otro argumento, no sé si hay un historiador en España que dirija más tesis que yo… y que pregunten a los alumnos, en fin… los argumentos se deshacen, aunque puede ser que alguien los utilice. Lo que termina dando la medida de las cosas es la investigación, la docencia, los lectores, los alumnos, los que te rodean… He dirigido 20 tesis doctorales, decenas de tesinas…

 

- ¿Cómo es su relación con el poder? 

- Mis relaciones con el poder institucional son nulas, nunca he tenido una relación, un cargo… las pocas veces que me han sondeado cuando he puesto condiciones se han echado atrás, lo que me parece ciertamente clarificador, y lo creo así porque si tengo una proyección social, editorial, una proyección con los medios, es raro que no la haya tenido en otras facetas, aunque posiblemente por mi propia decisión no la tendría. La explicación es muy clara, al margen de lo que cada uno piense, soy una persona poco dócil y tengo pocos compromisos desde esa perspectiva con la gente que está en el poder, además me interesa muy poco este compromiso. No soy una persona neutral, ni inocente en la ideología, ni en la forma de plantear las cosas.

 

- ¿En qué proyecto está trabajando ahora? 

- Voy a escribir una síntesis sobre el siglo XX español que tengo comprometida para publicar en 2009. La verdad es que hace tiempo tengo el proyecto de hacer un libro sobre Europa entera, ya veremos qué hago con él. Además, acabo de proponer la investigación magna sobre las responsabilidades políticas en Aragón, ya está creado el equipo de trabajo. Pero las cosas no deben parar aquí, hay que abundar en el conocimiento e indagación en torno al franquismo, conocer las oligarquías, el desarrollo del urbanismo, de la industria, las elites de los profesionales liberales, los medios de comunicación… es una historia pendiente, pero también es una historia maldita en la que probablemente nadie se atreverá a entrar. La represión es un tema duro, pero aparentemente es más fácil profundizar ahora en ese aspecto que proponer una biografía sobre Gómez Laguna.

 

- La Guerra Civil nunca dejará de ofrecer materia para la investigación y el conocimiento. 

- Es siempre un tema abierto. Desde el punto de vista de las grandes cuestiones de la guerra, las grandes respuestas están enunciadas: razones del golpe de Estado, por qué unos ganaron y otros perdieron, la internacionalización de la guerra, los grandes problemas de la revolución y la contrarrevolución, la violencia política, los conocimientos de las grandes biografías de los personajes… todo esto ya está formulado. Ahora bien, como es un tema que en los últimos años la investigación también lo ha referido al testimonio y la memoria, aunque a veces se confundan, el pasado y el presente de la Guerra Civil ya no se analizan sólo en términos historiográficos. Nunca está cerrado este tema, además, los archivos van a seguir dando sorpresas.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Víctor Pardo Lancina

Causas y efectos

2 de diciembre de 2016 12:37:25 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1)

Una condición absoluta

habita la materia

de la voz

la mirada escucha

el color canta.

 

2)

Llueve

no en el espacio

sino en la lengua del viento.

Un pensamiento corporal

llena el silencio, lo colma.

Agua de las palabras

desnudas en la boca.

El sonido y la furia:

furia dulce

sonido rojo.

 

3)

Cautela para penetrar la noche

y suavidad para dejarla

tibia.

 

4)

No escucho: bebo

como si fuera agua

lo que dices.

Besa mi sed.

 

5)

La respuesta inventa la pregunta.

El sol la noche.

Caricia es la respuesta

a la pregunta de la piel.

 

6)

El animal de la serenidad

da un zarpazo, un relámpago

ocre en el pensamiento.

Se apaga la noche

recuerda el cuerpo.

 

7)

Las piedras son voces

fósiles de una lengua muerta

altas palabras sin carne

gritos de hueso.

 

8)

El sentido del musgo

contradice el sentido del sol.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Courtoisie

Silencio

2 de diciembre de 2016 12:33:54 CET

Éramos pobres, pero teníamos Francia. Tras el divorcio de mis padres, Michel trajo a mi madre un amor sencillo y diurno, y a mí me regaló Francia entera, unos abuelos franceses, otro idioma y otros veranos, verdes y fluviales. Todo lo que a uno le regalan en la adolescencia le pertenece para siempre, y yo me hice francés a los quince años, con la determinación inapelable de los quince años.

En aquellos veranos no fumaba Marlboro, como hacía en España. Me cambiaba al negro aromático, que allí no se llamaba negro. Compraba Gauloises porque era lo que se fumaba en los libros de Julio Cortázar, que también era un francés electivo. A veces, compraba Gitannes, porque sonaba mejor. Me los fumaba en paseos solitarios, a escondidas, con el pretexto de explorar la ciudad por mi cuenta, lejos de la familia. Me fumaba Francia en caladas ansiosas, encantado de parecer y de sonar extranjero. Me fumaba su silencio de provincias de las seis de la tarde y sus contraventanas cerradas. Me fumaba todo el desembarco de Normandía, sus bandos gaullistas en las paredes de las mairies, sus avenidas Président Wilson, General Lécrerc y Légion Tcheque. Me fumaba sus Géant Casino, sus tiendas de BD y sus boulangeries.

Éramos pobres, pero teníamos los veranos en el camping de Durtal, donde mis nuevos abuelos habían anclado una caravana enorme, bajo cuyo toldo daban de comer a toda la familia comidas francesas de tres horas a la orilla del Loir. Allí, en un embarcadero de madera, leía a Proust, porque, si quería ser un escritor francés, debía leer a Proust, y lo leía en un paisaje muy parecido al de Combray, que estaba ciento y pico kilómetros río arriba, en dirección a París. Yo recorría sentado el camino de Swann y Francia entera era mía en aquellas tardes de Durtal. Michel me sorprendía leyendo a Proust y me contaba que él había ido a la escuela con un sobrino-nieto suyo. El primer día, al pasar lista, el profesor bromeó con su apellido. ¿No será usted familiar de Marcel Proust, verdad? El chico, muy serio, le dijo que sí, que era su tío-abuelo, y el profesor no quiso creerle. En aquella escuela perdida de provinces, él tenía sangre de gloria nacional en uno de sus pupitres. Aquello era más grave que una aparición mariana, pero el chico lo decía con una naturalidad de blasfemia. Para el alumno, ser pariente de Proust era lo normal, como si se pudiera ser pariente de Proust sin prosodia ni ceremonia, sin una sola frase subordinada, sin un triste adjetivo.

Michel me contaba todo eso, pero yo no escuchaba. Tenía quince años, me estaba fumando Francia y aquello me parecía una frivolidad y una estupidez. Él habría ido a clase con el sobrino-nieto de Proust, pero yo entendía a Proust porque pertenecía a su estirpe. Yo sería un escritor francés, me ligaría a él con una liaison más fuerte y noble que la sangre, sería su pariente de letras, el sobrino-nieto letraherido. Sólo quería que mi padrastro (pues cuando me irritaba se convertía en eso, en mi padrastro) dejara de molestarme con sus anécdotas escolares para soñarme cien kilómetros río arriba, en el pueblo llamado Illiers-Combray. Lo tenía localizado en la guía Michelin del coche de Michel y me había enterado de que, hasta 1971, se llamaba sólo Illiers. Pero, ese año, sus vecinos se rindieron y añadieron un guión seguido de su verdadero nombre, el que le puso Proust. La literatura ganó a la toponimia, y entonces me pareció algo hermoso y justiciero. Sentí mucho más amor por mi nuevo país.

Francia me dio otra historia y otro pasado. Cuando no estaban en Durtal, mis abuelos franceses vivían en una casita de Angers que ellos mismos habían construido en un barrio donde todo el mundo se había construido su casa. En la primera y la segunda planta reinaba la abuela, pero en el garaje y en la cave, mandaba el abuelo Louis, con su desorden, su grasa y su poso de aperitivo anisado. Compraba vino a granel que él mismo embotellaba y etiquetaba. Una parte de la cave era la bodega propiamente dicha, con hileras de botellas tumbadas de todos los pueblos del viejo Anjou, cuyas añadas se distinguían antes por el grosor de la capa de polvo que por la numeración de la etiqueta. La otra mitad del subterráneo eran estanterías con papelotes. Miles de recortes de periódico y documentos. Casi todos, de la guerra y de los años cincuenta. Una hemeroteca socialista y resistente, el legado político del sindicalista Louis.

Porque aquel anciano de sordera vespertina y sonrisa madrugadora había sido un héroe nacional. Ferroviario nacido en Burdeos (y sus raíces bordelesas eran también motivo de admiración, como si procediese de un sur salvaje y republicano, y no se hubiera adaptado al noble y civilizado país del Loira), le tocó mover trenes por la Francia ocupada. Era joven, socialista y de Burdeos, así que la Resistencia le reclutó enseguida. Deseaba dejarse reclutar. Boicoteaba vías, inutilizaba locomotoras, ayudaba a colarse a los resistentes que colocaban las bombas o les pasaba hojas de ruta con los horarios y las estaciones de convoyes que se podían asaltar o descarrilar. Allí, en aquellos papelotes, junto a sus vinos de Anjou legitimistas, se exhibía su orgullo republicano.

Mi abuelo francés se recreaba en su pasado porque estaba muy orgulloso de él y sabía que el país se sentía también orgulloso. Estaba en el lado bonito de los libros de texto. Cuando sus nietos estudiaban historia en clase, le estudiaban a él, le admiraban a él. Era algo insólito para mí, que bajaba a la cave mareado por el empacho de rillettes y frases de Proust. El pasado como orgullo. El pasado como explicación. Yo venía del silencio español, de la vergüenza y del déjalo estar. Me abrumaba tanta palabra. Estaba acostumbrado a encontrar a mi abuelo carnal en los márgenes de los libros de texto, en la parte medio dicha de las conversaciones y en las frases interrumpidas con carraspeos. Creía que todos los abuelos rumiaban el mismo silencio culpable y avergonzado, pero en Francia, aunque la hierba era más verde, jugosa y abundante, más propia de cuadrúpedos mansos, los abuelos se pintaban heráldicos y carnívoros. No parecían rumiantes silenciosos, sino leones en sobremesa, satisfechos con su caza.

Todos en Francia eran parientes de Proust. Todos convertían su pasado en literatura libérrima y magnífica, con frases que no pedían disculpas ni callaban nada. Como Proust, los abuelos franceses querían decirse enteros. Como Proust, tenían un país dispuesto a escucharles y darles la razón. Menos mal que tenía Francia. Menos mal que tenía Durtal y el Loir y la cave del abuelo Louis. Me gustaba más mi pasado francés que mi pasado español. Hoy sé que sólo caminaba hacia mi pasado español dando un rodeo. Por eso, esta historia empieza en Francia, a mis quince años, pero arranca de verdad en España, a mis diecisiete, el día que oí hablar, como si lo hiciera por primera vez, a mi abuelo real, que parecía tan de mentira al lado de mi abuelo francés. Tan poco abuelo, apenas una presencia sorda y quieta. Supe que mi abuelo era raro al mismo tiempo que me apropié de Francia, en la cave de aquel otro abuelo mucho más plausible, hecho de sonrisas y pellizcos en la mejilla. Fue en Francia, tan pobre y tan fumador clandestino, tan cursi y tan altivo, donde descubrí lo extraña y silenciosa que era mi estirpe.

 

(Fragmento de novela inédita)

Escrito en Lecturas Turia por Sergio del Molino

De que Juan Eduardo Zúñiga pase por autor realista seguramente tiene culpa la antología Artículos sociales de Mariano José de Larra que preparó en mil novecientos sesenta y siete para la editorial Taurus bajo la convicción de que los autores generan conciencia en la sociedad sobre la que escriben. Al mismo tiempo, contribuyó pertenecer, aun de perfil, a la generación de los cincuenta y haber ejercido el socialrealismo. Por si fuera poco, décadas más tarde, la trilogía de la Guerra Civil y la Posguerra hizo el resto. Estos volúmenes son una lucha por la vida barojiana que podría encontrar correspondencia en el título de su primer libro: Inútiles totales. Pese a todo lo anterior, Juan Eduardo Zúñiga posee una veta imaginativa incuestionable. Por medio de la fantasía supera la previsibilidad de la ficción igual en Largo noviembre de Madrid y La tierra será un paraíso, entreveradas de realismo, que en Misterios de las noches y los días. En Brillan monedas oxidadas, recién editada, también recurre a la mezcla expresiva, visible en el cuento ‘Has de cruzar la ciudad’, con un final enigmático donde se relaciona la libertad con los miedos y las trampas.

Brillan monedas oxidadas es una lustrosa colección de quince textos ajenos al cerco de Madrid y los dominios de la guerra, característicos en su argumento narrativo, para entrar en la vida de personas radicadas en entornos de paz social, pero en conflicto intestino. El libro hace fonda en la precisión del lenguaje, en la dificultad para encontrar solidaridad y amparo y en la sombra que la avaricia proyecta sobre las vidas del común, que, en conjunto, ofrecen un doblez enfermo a la primera de cambio. Esa persistencia en la búsqueda, a pesar de la contumacia con que se manifiesta la realidad saca a flote toda la pasión romántica del autor. En las páginas iniciales de su última entrega, un personaje burgués de eco buñueliano sugiere que lo mejor “es no pensar” en los temporales, “como si no existieran”. Una opción que no parece secundar el autor, pues en la literatura, igual que en la vida, no pensar en los problemas ni los elimina ni previene a quienes los padecen de verse literalmente arrasados por ellos. Conviven el léxico añejo -yacija, fluxión, cincha, palafrenero…- y las costumbres de otra época –en ‘El campanero de San Sebastián’ se acarrean haces de leña, sacas de grano, gavillas de heno, serones de arena, se lustran las botas al amo- con el simbolismo, especialmente en el segundo capítulo –‘La mujer del chalán’- a través de unos fuegos que brotan en lo alto de un campanario y son presagio de la mala fortuna que porta una visita inminente.

-En ‘Jazz session’, también de Brillan monedas oxidadas, leemos: “Él –un camarero- conocía a todos y sabía lo que iban a beber, cuándo se levantarían y cómo pagarían”. Los clientes son “autómatas, obligados a leyes” que forzosamente se han de cumplir. En ‘El ramo de lilas’ contemplamos el paso monótono y devorador del tiempo reflejado en tres escenarios: un puerto, una mercería y un matrimonio que olvidó por qué llegó a casarse. Se aprecia una desmemoria producto de la mecánica social: “Muchas veces se daba cuenta de que no pensaba y que vivía como un crustáceo, pegado a la hendidura de una roca, sin acordarse de lo que ya había pasado”. Usted indaga en la tramoya del ser humano de un modo que ¿sería posible calificar de marxista?

-No sólo en Brillan monedas oxidadas sino, yo diría, en el conjunto de mi obra. Yo trato de abarcar un doble plano: la profundización sicológica de los personajes y la descripción del contexto histórico y social, que, a veces, puede ser meramente alusivo. El paso del tiempo es también importante en estos relatos. El tiempo que pauta la evolución de los sentimientos y que marca la permanencia de la memoria o el olvido.

-Además de una base ética, ¿un texto bien escrito ayuda a la cohesión del mundo?

-Una obra literaria exige un detenido trabajo del lenguaje junto a la ambición de reflejar sentimientos profundos en situaciones bien cotidianas, bien extraordinarias. La literatura puede influir en la conciencia de un lector y ayudarle a entender su realidad tanto como proporcionarle el acceso a otras vidas.

En sus últimos relatos el callejero de la capital sale no más que, puntualmente, como telón de fondo. Ya no importan tanto la verosimilitud y la memoria. El autor se presenta gótico “con reminiscencias de Bécquer, Hoffmann y Poe” y se desprende del realismo social para dar en el impresionismo –‘Agonía bajo el manto de oro’- y en el simbolismo –‘La mujer del chalán’ y ‘El ramo de lilas’-. Somete los significados a hechos cuasi fantásticos, algo antes sólo abordado claramente en su segunda novela, la alegórica El coral y las aguas, portadora de un simbolismo sañudo donde la moral casa con la estética más riesgosa. La primera tirada contuvo unas palabras preliminares que arrojaban parcialmente luz al respecto. La estrategia no distaba mucho de aquélla de Larra, alabada en su antología: “Su crítica se dirigía a puntos neurálgicos de la estructura del país y por este motivo se vio obligado, para que le fuera permitida, a enmascararla”.

En la edición crítica de Israel Prados, en Cátedra, se desglosan algunas identificaciones entre las imágenes que contiene y el franquismo. La acción transcurre en Tarsys, una isla que remite a Tartessos, Asia Menor, en la que Platón pareció inspirarse para su Atlántida. En el segundo capítulo, unos jóvenes “transportan una pesada mole, el altar de una divinidad antigua y poderosa, transportan un cadáver gigantesco y cada uno de ellos cree que es su propia vida, lo convierte en su propia alma, tan hondo es su sometimiento”. El crítico entiende que no es difícil relacionar este pasaje “con la comitiva que llevó a hombros el féretro de José Antonio desde Alicante hasta El Escorial”. En una conversación mantenida en dos mil dos con Antonio Ferres, conducida por Ignacio Echevarría en El País, el propio Zúñiga evocaba el episodio, admitiendo la represión sistemática de la dictadura, con fusilamientos a diario. “A su paso por los pueblos preguntaban si quedaba algún rojo y fusilaban a cualquiera por nada, acaso porque en su día leía El Imparcial, que era un periódico de izquierdas”. No queda ahí la cosa en la novela: “Las aguas, poderoso enemigo, la rodean y arrojan contra ella su peso y su violencia incansable; sin parar, golpean con fuerza una cosa tan insignificante, pero ésta crece lentamente, triunfa de aquella ciega furia y noche y día levanta sus ramas las extiende y ni abandona una lucha en la que vencerá (…) era un presagio hallar el coral: significaba que todo lo secreto, lo ignorado, vendrá a la superficie, cuanto parecía oscuro e incomprensible quedará entendido y será lo nuevo, la fuerza del futuro”. Israel Prados comenta “el simbolismo político del coral, representado por el color rojo de la resistencia antifranquista, que crece lentamente –el coral se levanta sobre sus propios cadáveres-, y el del mar que lo azota, azul como el color emblemático del régimen de Franco. Los personajes se llaman Paracata, Ictio, Zimós, Asbestes, Tussos. La confusión fue tal que la editorial presentó la novela, su única novela pura, como un libro de cuentos.

-No ha vuelto a usar recursos tan ajenos a la claridad. ¿Cabe suponer que considera esta técnica exclusiva para circunstancias excepcionalmente adversas?

-Bajo la construcción idealizada del mundo clásico griego pretendí reflejar la situación política de la España de los cuarenta. Sin duda, influyó la vigilancia de la censura de libros, pero también estuvieron presentes en la creación de esta novela los reducidos límites estéticos del neorrealismo que, en aquella época, imperaban en la literatura comprometida.

-¿Hoy tendría sentido escribir así o sería mero esteticismo? La pirueta estilística al margen del contexto, ¿tiene valor?, quiero decir: una crítica tan enmascarada corre el riesgo de pasar inadvertida.

-Crear un clima fantástico, buscar alegorías, permite una mayor libertad a la hora de describir personajes significativos y creo que también puede proporcionar al lector un horizonte más amplio de lectura.

Según Gautier, “los rusos tienen la pasión de los gitanos”. Zúñiga, como buen ruso, dedica a las gitanas un capítulo de Brillan monedas oxidadas y las mienta en otro. También salen en Misterios de las noches y los días y, por descontado, en sus memorias sobre escritores rusos, recientemente reunidos bajo el sugerente título Desde los bosques nevados. Las dedicó un estudio completo –el número seis- en El anillo de Pushkin a través de las de Turguénev, Pushkin, Gorki, Tolstói y Andréyev. Y en el capítulo quinto de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, refiere que el padre de la amada del protagonista, Paulina Viardot, también era gitano.

-¿De dónde procede esa fascinación?

-Siempre me ha seducido el mundo de los zíngaros de la Europa oriental, que representan para mí unas figuras de libertad. Esta etnia milenaria puede apasionar por su folklore, sus cualidades musicales y su idioma. A ellos me refiero cuando hablo de gitanos en mis relatos, no a los gitanos españoles, que tienen costumbres muy diferentes.

La correspondencia entre costumbres, historia, gentes, paisajes y arte que Juan Eduardo Zúñiga halla en la cultura rusa la aplica meticulosamente en sus argumentos con herramientas propias. Del mismo modo que Petersburgo “aparece como una fantasía inquietante” en los poemas y relatos de Batiushkov, Viázemski, Yákov Polonski, Sumarókov, Saltikov-Shchedrín, Dostoyeski –todos ellos estudiados por el español-, Madrid, en sus libros, se vuelve parecidamente imprevisible, “hambrienta, sucia y fantasmal”. Capital de la gloria es un volumen paradigmático a este respecto. La portada está ocupada sin gratuidad por una imagen de Robert Capa. Lo mismo que el fotógrafo decía que si una instantánea no es buena se debe a que no se ha estado lo suficientemente cerca de la escena, Zúñiga se arrima a los acontecimientos para lograr la descripción más ajustada. Capital de la gloria está tan llena de cascotes y ladrillos desprendidos de las fachadas que leerla se convierte en un paseo incómodo a lo largo del que constantemente hay que mirar al suelo para no tropezar. Al igual que el escritor se fija en las estatuas de Pedro el Grande, sus lectores hacemos lo propio en el puente de los Franceses. Si la construcción de Petersburgo “exigió víctimas y miles de campesinos”, la destrucción de Madrid vio “cadáveres extendidos en las aceras”. Si Odóyevski, en uno de sus cuentos, sueña que la ciudad va a ser destruida -parecidos sentimientos, en forma de deseo, manifiestaron Lérmontov, Pechorin, Dmítriev, Gógol, Nekrásov, Raskólnikov-, en Madrid, las casas ardían y se derrumbaban efectivamente “en una oleada de vigas de madera, cascotes y tejas”.

Si por las novelas de Fedin, de Kaverin, de Lvreniov, de Katáyev, de Ogniov se recorren las calles, los barrios, de Moscú, en Madrid paseamos por la Casa de Campo, por Santa Ana, por Vistillas, por Argüelles, por Cuatro Vientos, por el Prado, por la calle de Moratín, por la de Alarcón, por la avenida Reina Victoria. Igual que la madre de Kropotkin “copiaba en secreto poemas de poetas contrarios al zarismo (…) que proclamaban la libertad”, los personajes de Zúñiga soportan miedo sabiéndose perseguidos y oprimidos. La misma Rosa de Madrid adquiere rasgos evidentes de mujer rusa, “emblema primordial” en los libros de Gorki, Tolstói, Goncharov y Turguénev, unas veces impenetrable y a menudo defraudada. Igual que Chéjov trasladó a sus cuentos la frustración que producen el deseo insatisfecho y los sueños imposibles, Zúñiga trasluce la frustración padecida por seres que han renunciado a ser felices, “sometidos al destino doloroso de los vencidos”. Y si Chéjov incluyó en su teatro “la latente o manifiesta solicitud de amor como si ésta fuera suprema razón de felicidad”, en Brillan monedas oxidadas tenemos una equivalencia fiel: el cuento ‘Lejano amor soñado’ habla exactamente de la poesía y del amor como únicos instrumentos de tal felicidad.

-Usted ve “ocupados de memoria” los libros rusos. ¿Qué porcentaje de su biblioteca está destinado a ellos? ¿De qué obra tiene más ediciones y traducciones?

-Nunca he contado los libros que hay en mi biblioteca, varios miles, con predominio de la literatura pero también ensayo, arte e historia. Muchos son de literatura española y no sólo de contemporáneos. En proporción, los autores rusos ocupan varios estantes. Tengo ediciones originales así como traducciones a otros idiomas, no sólo al castellano. Conservo con especial afecto las que hizo Cansinos Assens. Pero del libro que tengo más ediciones y traducciones es de La Divina Comedia, obra tan sugerente e inabarcable.

-Dice en el primer capítulo de Las inciertas pasiones de Iván Turguénev que este autor ha sido, “junto a Tolstói y Dostoyevski, el mejor acogido en Occidente por la calidad literaria de su obra” y cita el interés concreto que suscita en Inglaterra, Alemania y Francia. Sin embargo, no parece que en España haya despertado tanto, o, al menos, su nombre se cae de las citas habituales. ¿A qué se debe?

-Iván Turguénev  demuestra ser un autor clásico. Continuamente se hacen nuevas ediciones en castellano de sus novelas y relatos y han mejorado mucho las traducciones, y en varios catálogos importantes se encuentran ahora obras suyas. Incluso se ha adaptado al teatro, como la reciente versión en catalán de su obra Un mes en el campo, representada en el Teatro Nacional de Cataluña.

-Al igual que Chéjov, usted retrata el desengaño que producen las ilusiones fracasadas. ¿Es posible la felicidad y, al mismo tiempo, ser consciente de la frustración que depara el hecho de vivir?

-Chéjov describe magistralmente las frustraciones que ocasiona la vida en una sociedad estancada que no parece tener futuro. La felicidad es un sentimiento muy subjetivo y que tiende, aun en momentos de gran fracaso vital, a transformarse en esperanza.

“Su carrera literaria se ha construido contra sí misma”, llegó a juzgar Rafael Conte. “A base de discreción, estudio, detenimiento y dentro de una austeridad que la ha teñido de clandestinidad”. Imposible conocer si el fracaso de su primera obra, Inútiles totales, a la larga le ha beneficiado, permitiéndole no precipitar su escritura a los cánones del mercado. “Su obra –dice Gustavo Martín Garzo-, breve e intensa, es comparable a la de todos los grandes moralistas en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano”. Y así, auscultando los afectos, se pasó el siglo veinte, oculto, dedicado a la lectura y a la tarea de escribir. No ha trascendido mucho más de sus ocupaciones. “Mi niñez fue tristísima, prefiero olvidarla”. La biografía de Juan Eduardo Zúñiga está llena de olvidos voluntarios y huecos cavados cuidadosamente. A las empresas señaladas podemos añadir la traducción: en mitad de una España empobrecida, inculta y escasa de recursos, se puso a la faena lunática de estudiar árabe, inglés, francés y ruso. Ni siquiera hoy, segunda década del veintiuno, hemos conseguido hablar y escribir correctamente un segundo idioma, cómo consiguió avanzar en tales aprendizajes forma parte del misterio que atañe a su figura, extensible hasta la misma fecha de nacimiento: hay quien le pone ochenta años y quien le aproxima al siglo, un arco ciertamente abierto y enigmático.

Durante ese siglo veinte vivido y escrito, cuando salía de casa a quemar el ocio, lo hacía sin la menor candidez. Arturo del Hoyo contó de Zúñiga en mil novecientos noventa: “Te invitaba a dar paseos, a primera vista inocentes, hasta que te encontrabas ante las ignoradas tumbas de los brigadistas en el cementerio del pueblo de Fuencarral, o ante los severos, aunque arrogantes, epitafios del cementerio civil. O bajo los todavía trágicos muñones de la Casa de Campo”. Una manera de homenajear, de ilustrar sin abierta intención, de preservar la memoria en consonancia con su manera de entender la literatura, siempre cargada de responsabilidad.

- “En el poema ‘La desconocida’ una mujer entra en el café donde Blok refugia su soledad”. Los cafés –Lisboa, Pelayo-, ¿eran, además de refugio, sitio para burlar las limitaciones oficiales y la prohibición establecida respecto del propio derecho de reunirse?

-Las tertulias en el Café de Lisboa y en el Pelayo reunían contertulios muy distintos y además tenían lugar en épocas diferentes. Las discusiones sobre literatura, sobre el realismo o las técnicas narrativas del nouveau roman no impedían, por supuesto, debates apasionados sobre política.

-Usted ha reconocido públicamente que no encuentra mucha diferencia entre la imaginación y la vida real debido a que la fantasía también se nutre de los datos que llamamos comprobados. Y, por descontado, alude a la importancia de la memoria. ¿Puede la memoria estar hecha, también, de ficción?

-La fantasía siempre hunde sus raíces en la realidad y la imaginación configura el desarrollo del relato. La memoria no es únicamente el recuerdo del pasado, es la experiencia revivida, es el motor de toda literatura.

-En la escasa atención que recibió durante más de la mitad de su carrera, ¿qué responsabilidad tiene el género que practicó –cuento-, al que no se ha prestado análisis y adecuada lectura hasta hace bien poco?

-La novela ha sido la reina de la literatura en España y, sí, hasta hace pocos años el cuento era una literatura marginal. A pesar de la existencia de excelentes escritores de relatos no han gozado éstos, como género, de la consideración que han tenido en el ámbito anglosajón. Sin duda, ello ha contribuido a un menor conocimiento de mi obra.

-Informa Fernando Valls en el número 89-90 de Turia de que, durante la década del cincuenta, usted incluyó numerosos cuentos en Ínsula, Índice de Artes y Letras, Acento y Triunfo, “la mayoría de ellos nunca publicados en libro”. Imagino que lo mismo ha pasado con otros trabajos. ¿Qué sucede en el salto entre lo escrito y lo publicado en libro? ¿Qué le empuja o retrae a la hora de lanzar algo definitivamente a la luz?

-Escribo mucho, pero mi método de trabajo es lento, en el sentido de que escribo y corrijo, y corrijo bastante, hasta que doy por válido un texto. Mis relatos no son autónomos, están siempre unidos por una línea interna que puede ser invisible pero está presente. De hecho, algunos críticos han considerado que Flores de plomo, por ejemplo, es una novela.

-¿Y cuánto deja normalmente dormir un texto? ¿Reescribe? ¿Qué volumen de inéditos tiene?

-Algunos textos pueden dormir eternamente en las carpetas. Tengo un buen número de inéditos, pero en su mayoría son demasiado autobiográficos y, de momento, no  veo su publicación.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Lo ha visto todo y lo ha fotografiado todo. Y lo ha narrado todo. O casi todo, porque tiene ganas de continuar. En Chile, en Guatemala, en Argentina, en Perú, en Camboya, en Irak, en Israel, en Sarajevo, en El Salvador, que es donde comenzó a saber lo que es una guerra y a donde ha vuelto a narrar sus secuelas hasta en siete ocasiones… También en España, por qué no subrayarlo, que a veces somos incapaces de ver las realidades más próximas, aunque nos estén estallando en la cara. Podría haberse colocado del lado de los grandes, pero prefirió dar voz a las víctimas. Siempre tuvo claro que quería ser periodista –“Si me preguntan hace treinta años, habría dicho que el periodismo servía para salvar el mundo. A día de hoy, me sirve para salvaguardar mi propia conciencia”, afirma–. Ha pisado con su trabajo las Naciones Unidas, y recibido premios como el Nacional de Fotografía (2009), el Ortega y Gasset de Periodismo en su categoría gráfica (2008) o el Rey de España (2009) por la serie “Vidas minadas” (en la que lleva más de diez años trabajando y para la que renunció a los derechos de autor). Hijo adoptivo de la ciudad de Zaragoza, Enviado Especial de la UNESCO por la Paz, autor de publicaciones como “El cerco de Sarajevo” (1994), “Niños de la guerra” (2000), “Los ojos de la guerra” (2001, junto a Manu Leguineche, otro grande del reporterismo de raza en español), y los volúmenes que ha dado de sí el mencionado proyecto desarrollado junto a las víctimas de las minas antipersona. Responsable de un incontable número de crónicas -desde la imagen, la voz y la palabra escrita- para prensa, radio y televisión… Gervasio Sánchez (Córdoba, 1959), de algún modo se sigue considerando un principiante. Y eso es posible porque sigue enfrentándose a su profesión con la ilusión del primer día (“Soy periodista de vocación y quiero morir como periodista”, explica tajante), que en su caso significa dignificar al excluido, al que sufre, al que peor sale parado del horror de la guerra. Hay una cuestión que siempre le ha acompañado y es su interés por los desaparecidos, que ahora ha fructificado en un magno proyecto editorial y expositivo (comisariado por Sandra Balsells, y en el que ha colaborado una vez más con el artista Ricardo Calero y el fotógrafo Juan Manuel Castro Prieto), que se ha podido contemplar a comienzos de este año y simultáneamente en El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el MUSAC de León y La Casa Encendida de Madrid. Nos encontramos con él en este último espacio para recorrer su trayectoria vital y profesional en sentido inverso. Estos son sus titulares, plagados de referencias a personas anónimas, que aún le acompañan, que han ayudado a elevar una de las carreras periodísticas más personales en España.

 

- “Desaparecidos” es la última parada en el camino hasta la fecha y su proyecto expositivo más ambicioso: tres espacios expositivos (Madrid, León y Barcelona), doble catálogo, dos audiovisuales, mesas redondas… ¿Qué es lo que se proponía con él?

- Aunque sea el último de mis proyectos, tiene mucho que ver con el inicio de mi carrera profesional. Fue ya mientras era estudiante de periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona cuando empecé a tratar el tema de los desaparecidos. En unos talleres que he celebrado recientemente enseñé uno de los primeros artículos que publiqué al respecto, y estamos hablando del año 1983. Posteriormente comencé a viajar por América Latina, fundamentalmente a Guatemala, a El Salvador y a Chile, donde en 1986 publiqué, semanas después del atentado contra Pinochet, uno de mis primeros reportajes sobre sus desaparecidos. Ya entonces tuve conciencia de lo que significaba ser un desaparecido forzoso, un tema importante que no se había tratado hasta ese momento con el rigor necesario. Cuando se hablaba de cualquier posguerra, era una cuestión que aparecía solapada, muy desfigurada. Si se trataba de una dictadura militar, ni se podía mencionar la cuestión y, en ámbitos con gobiernos democráticos, ni los que estaban en el poder, ni los que los sustituían parecían interesados. Durante toda la década de los ochenta y la de los noventa hice muchos reportajes de este signo para diarios y dominicales. Y ya a partir de 1998, justo después de presentar “Vidas minadas”, me di cuenta de que ya tenía la suficiente experiencia como para plantearme un proyecto sobre los desaparecidos con un cierto peso. Las fotografías más antiguas de estas exposiciones son de ese mismo año. Yo creo que la desaparición forzosa es mucho peor que la muerte. Por otro lado, es una temática que ha atravesado toda mi trayectoria profesional.

- Tanto el CCCB como la Casa Encendida son dos ámbitos más proclives a la entrada del fotoperiodismo. No así el MUSAC. ¿Cómo se les ocurrió llamar a las puertas de estos tres espacios?

- Pues, curiosamente, la iniciativa del proyecto parte del MUSAC, porque hay responsables museísticos que son valientes. Fue su primer director, Rafael Doctor, en 2005, un mes después de que inaugurase el centro, el que me llamó y me ofreció su espacio para exponer este proyecto del que yo ya le había hablado mientras él estuvo trabajando en Madrid en La Casa de América y donde a mí ya me había propuesto hacer un trabajo que yo por entonces no terminé de ver claro. Cuando me invitó a entrar en León, yo me quedé muy sorprendido, pues siempre he dejado claro que soy un fotoperiodista. La tendencia de los directores de museo es a tratarnos como si fuéramos la última escoria de la fotografía, como si fuéramos su pariente pobre. Y luego, curiosamente, nuestras exposiciones las visitan muchas más personas, producen mucho más impacto, son muy bien valoradas… Por eso creo que Doctor fue muy valiente al ofrecerle a un fotoperiodista como yo un espacio como el MUSAC para exponer su trabajo. Y fue él el que convenció a José Guirao para llegar a La Casa Encendida, y el que, en charlas con él y con Agustín Pérez Rubio, el actual director del MUSAC, propuso buscar una tercera sede. ¡Yo no sabía si iba a estar a la altura de las circunstancias! Me propusieron el CCCB, que era un sitio que ya conocía bien porque había expuesto allí. Y esa es la singularidad del proyecto, que tiene tres espacios y contenidos distintos.

- ¿Y por qué era mejor exponer simultáneamente en tres sedes en lugar de hacer una gran exposición itinerante?

- Exposiciones más grandes de las que puedan realizarse en el MUSAC o en el CCCB, es difícil planificarlas. El Ministerio de Cultura se plantea ahora hacerme una antológica, resultado del Premio Nacional de Fotografía que me otorgaron recientemente, y eso será una gran exposición. Pero los tres espacios de “Desaparecidos” funcionan muy bien entre sí. No comparten ninguna fotografía, aunque sí la misma división por apartados. Y creo en el impacto que provoca lo de las sedes compartidas. De hecho, se está pensando en una itinerancia para la muestra. Estamos en un momento crítico económicamente hablando, pero hay mucha gente interesada en el fotoperiodismo y en estas temáticas que abordo, mucha gente, créeme; y el asunto del dinero está salvaguardado porque las muestras están ya producidas. Y me gustaría que con este proyecto ocurriera como con “Vidas minadas”, que en estos días ha vuelto a inaugurar una nueva entrega en Honduras. Yo quiero que las exposiciones se puedan ver. Porque aunque la gente del mundo del arte se crea que los ciudadanos se mueven de un lado para otro, de una ciudad a otra para visitar sus maravillosos museos, eso es totalmente falso. Y la gente de Barcelona no va a Madrid a ver una exposición o viceversa. Van como mucho a ver un partido contra el Madrid o el Barcelona. Se hacen pocas coproducciones de este calado en España. Y en época de crisis, de lo que se trata es de darle al coco. Prima más lo de tirarse el pisto y decir que fuiste el primero que te trajiste a no sé quién desde el extranjero.

- Las muestras incluyen, a modo de epílogo, un apartado especial dedicado a España. A veces lo más cercano es de lo que más nos cuesta percatarnos…

- Yo he empezado a trabajar con España muy tarde, desde 2008, pero sí movido un poco por la indignación por la situación que vivimos aquí. Tras 35 años de democracia, los políticos de este país han sido incapaces de desarrollar un proyecto en profundidad sobre la búsqueda de los desaparecidos de la guerra civil española y la posguerra. Yo siento vergüenza por nuestra clase política. Son todos unos cobardes, independientemente de su ideología. Analizando la realidad nacional en frío, me di cuenta de que aquí había cosas mucho peores que en Guatemala, en Colombia o en Bosnia, países se supone que del Tercer Mundo. En “Desaparecidos”, este asunto se contempla como un epílogo, pero ya estoy empezando a trabajar en un proyecto que se llamará “Desaparecidos en España”. Espero que dentro de cinco o seis años se pueda presentar. Me siento obligado a hacerlo por ser un tema absolutamente olvidado. La democracia barrió con todo este dolor. Los familiares siempre te dicen que hubieran preferido encontrar el cuerpo de su familiar, incluso destrozado o irreconocible, antes que vivir el drama de años de silencio y búsqueda.

- Uno de los talleres de “Desaparecidos” se ocupó de cómo el espacio de los medios de comunicación es cada vez más limitado para este tipo de contenidos, lo que obliga a buscar otros soportes. Deberíamos explicar ambas afirmaciones.

- Los grandes medios se han olvidado de estas cuestiones porque hace mucho tiempo que dejaron de ser los vigilantes del poder para convertirse en sus amigos. Han dejado de creer en los principios básicos del periodismo, y muchos de sus responsables no tienen agallas para enfrentarse al estamento económico y al poder político, y están allí para aceptar cualquier prebenda que se les presente sin girar la cara. Sólo eso explica que muchos temas ya no estén en la agenda de los grandes medios. Se dice que es la audiencia la que no está interesada. Eso es absolutamente falso. Los temas sociales siempre han sido demandados por el gran público. Pero tienen que estar bien hechos y bien analizados. Por otro lado, los medios tienen vetados determinados espacios a determinados temas. Por ejemplo, los dominicales a penas dedican espacio a este tipo de asuntos porque las marcas de publicidad que en ellos se anuncian imponen una serie de normas de estilo. Y nadie va a decir que esto no es verdad. No les interesa aparecer al lado de historias duras, de historias sobre el dolor, sobre gente desaparecida, sobre mujeres violadas… Y cuando se incluyen, se hace de una forma muy vaga y difusa. Se buscan formas estéticas de representar la violencia o el dolor y muy pocas veces van al grano. Una de las cosas increíbles que me han pasado a mí fue a raíz de la prepublicación en el magazine de La Vanguardia del contenido de estas exposiciones, un reportaje de portada y con doce páginas interiores. La gente me felicitó por romper la tónica de los dominicales que ya no se hacen eco de temas como éste y que cuando lo han hecho han sido valorados y han gustado, a pesar de ser temas duros. Hay una contradicción entre lo que quieren los directores de los medios y lo que quieren sus lectores.

- ¿Pero los nuevos soportes son la solución?

- Te voy a ser sincero: yo cada vez que presento una exposición, intento por todos los medios que tenga repercusión en la prensa escrita, la televisiva y la radiofónica. Esta muestra ha sido muy visitada, quizás por 20.000 personas durante el primer mes desde que abrió sus puertas. Sin embargo, un dominical alcanza a dos millones de personas. Tienes que hacer el esfuerzo de venir a ver una exposición. En Barcelona incluso hay que pagar por hacerlo. Eso no significa que todo el mundo que ve el dominical lo entiende, lo lee o le interesa, pero hay una especie de cercanía. Yo soy periodista y creo que las historias deben aparecer reflejadas en la prensa. Eso sí, yo exijo un respeto sobre mi trabajo a aquellos medios con los que publico. “Desaparecidos” ha tenido eco en muchas redes de Internet. Eso es importante. Pero Internet ha creado una idea equivocada y es la de que todo es gratuito. Y por ese camino no vamos a ninguna parte. Este es un trabajo de trece años. No todos los medios pueden pagarlo, pero sí deben pagar por el reportaje publicado. Hay que buscar un equilibrio que, hoy por hoy, no existe en la Red, pues pone en entredicho la posibilidad de trabajar para mucha gente. Todo corre más rápido en la web, pero es más complicado recuperar el feedback. Que te paguen es lo que te permite seguir trabajando.

- Usted lo ha dicho: es periodista. Sin embargo,  quizás se le conozca menos por sus reportajes y sus crónicas y más por su labor como fotorreportero.

- Es relativo eso de que soy menos conocido como periodista de prensa escrita y radiofónica. Se debe a la tendencia de los medios de Madrid y Barcelona, sobre todo de los primeros, a creerse que solo existen ellos. Eso es falso de solemnidad. De hecho, la mejor prensa que hay en España es la regional. De lejos. Yo siempre he trabajado para diarios regionales. El verano pasado me llamaron para dar una clase magistral en los cursos de verano en Santander, algo a lo que invitan a gente del rango de Vargas Llosa y muchos otros por encima de mí. Me preguntaron que qué cargo me ponían, y yo les dije que periodista del Heraldo de Aragón. “¿Heraldo de Aragón?”, me respondieron. “Sí. ¿Cuál es el problema?”, les contesté. Es la cabecera con la que trabajo desde marzo de 1987.  Allí jamás me han tocado ni una sola línea, algo seguro imposible en los grandes diarios de Madrid. Eso significa que no soy conocido como periodista para el que no ha querido conocerme. He trabajado para La Vanguardia, para El País, que ha tenido que publicar crónicas mías con el copyright de El Heraldo de Aragón, lo que no deja de tener su gracia… Estudié en la universidad cinco años de periodismo y jamás hice un curso de fotografía. Y me gustaría hacer algún día algún curso en profundidad sobre periodismo literario. Y he trabajado en radio para la SER y para otros medios. Lo que es raro es que un freelance como yo pueda desplegarse en variedades de periodismo tan diversas. Es algo posible. El problema es que tienes que trabajar tres veces más.

Le habrán preguntado mil veces por qué eligió esta profesión que compartimos, pero casi me interesa más saber cómo se decantó por el reporterismo de guerra…

Yo soy periodista, de vocación y de oficio. Empecé a trabajar desde muy joven. Y mi sueño desde siempre fue el de viajar. De niño me encantaba memorizar las capitales del mundo; me las sabía todas, y por eso mi idea era recorrerlas. Creía que los periodistas conocían mundo porque viajaban mucho. Luego te das cuenta que de lo que viajan es de aeropuerto en aeropuerto, que es lo único que conocen, y de hotel de cinco estrellas en hotel de cinco estrellas. Hay que tratar bien a sus señorías para que no se hernien. Yo era el único de mis compañeros de instituto en los años setenta que iba a clase con un periódico. Es verdad que era un diario deportivo, entono el mea culpa. Pero tenía muy claro a lo que me quería dedicar y en lo que me quería especializar. Es como lo del tema de los desparecidos. Era algo que ha estado siempre en mi cabeza. Lo que necesitaba era que llegara el momento de poder desarrollarlo. Porque ese es el gran problema de esta profesión: que es un oficio con muchos, muchos obstáculos. Para esto es importante tener paciencia, creer en lo que haces, saber que va a ser para siempre, que no hay vuelta atrás y que se es periodista las 24 horas del día. 

Rechaza la etiqueta de “periodismo comprometido”. ¿Eso es porque todo periodismo debería serlo?

Es una etiqueta que me molesta mucho. Yo soy un periodista. Punto. El periodismo es compromiso. Por eso me enciende cuando compañeros prostituyen y pisotean los principios básicos del periodismo. Porque me acuerdo de mis otros compañeros muertos por hacer aquello en lo que creyeron. El periodismo es algo tan necesario para la sociedad como la sanidad y la educación. Una sociedad sin buen periodismo está absolutamente mermada y es muy fácilmente manipulable.

Es muy crítico con los grandes medios. ¿Cómo se relaciona con los que trabaja?

Es básico el respeto. Y no a mí, como persona, que se da por descontado, sino a los protagonistas de mis historias. Por esta cuestión yo he dejado de colaborar con medios muy conocidos. Mis protagonistas son las grandes víctimas de los conflictos armados, los grandes olvidados y la única verdad incuestionable de una guerra. El día en el que alguno de los medios con los que trabajo cambien de dirección, u ocurra algo que me molesta, buscaré otros lugares sin problemas. Y no se trata de crearse un top de medios. El fin no es trabajar para el más grande. Yo me siento orgulloso de colaborar con la prensa regional. Me ha dado muchas ventajas, y viceversa, porque yo soy muy generoso con la gente que me respeta.

Ha dicho que nunca hizo un curso de fotografía, pero jugaba con ventaja, y es que aprendió junto a los más grandes del oficio.

Tuve la suerte de encontrarme en el camino con los mejores fotógrafos del mundo, que, y aunque parezca contradictorio, suelen ser los más humildes.  Hay una tendencia en el mundo del periodismo y la fotografía, y es que, cuando te vas haciendo mayor y vas teniendo poder, te conviertes en un egoísta y un prepotente. Esos “profesionales” son los menos interesantes, los más mediocres. El problema es que hay demasiados mediocres en puestos de responsabilidad y en todos los ámbitos. Pero es que para controlar un poder son necesarias personas que no sean contestatarias. Yo aprendí mucho dejando de hacer mi trabajo y viendo como trabajaban estos grandes fotógrafos. Les pedía consejo, y a veces sus respuestas eran durísimas. Pero eso me sirvió para ser muy autocrítico conmigo. Esa, sin contemplaciones, es la base del periodismo. Sobre todo cuando empieza a llegar la cosecha de premios, que a la gente joven le hace polvo y a la mayor les vuelve hipócritas. Como dice un amigo mío, cuando estés subiendo las escaleras, saluda a los que están bajando porque quizás algún día te los encuentres en el camino de vuelta. He tenido la suerte de encontrarme sobre el terreno con gente con muy buena onda.

Afirma que la primera víctima de una guerra es la verdad. Y sus depositarias suelen ser las víctimas…

Eso lo dijo un senador norteamericano en los años veinte. ¡Ni siquiera lo dijo un periodista! ¡Tuvo que ser un político el que expresara una verdad como un templo!

Cuando uno estudia la carrera de periodismo le repiten una  otra vez que debe ser objetivo. Con materiales tan sensibles como estos, eso es complicado.

Pero, vamos a ver, ¿cómo se le puede pedir ser objetivo a una persona que ocupa la mayor parte de las veces el último puesto del escalafón, cuando el medio para el que trabaja no lo es? Los medios se pasan por el arco la objetividad todos los días; no tienen valentía ni agallas para enfrentarse a los poderes fácticos. ¡La objetividad es un absurdo en el mundo del periodismo! Es una palabra que habría que desterrar de los planes de estudio. Lo que hay que ser es riguroso. Siempre. Siempre. En esto, como en todo, como te pillen una vez, la cagaste para toda la vida. Y ya puedes luego hacer cien buenas acciones. Ni subirás, ni bajarás escalones. Te quedarás ahí. Si no tienes seguridad en la noticia que vas a dar, no la des. Es un consejo que doy a los nuevos periodistas, pero también a muchos expertos.

Es cierto que no tenemos una clase política como para estar orgullosos de ella. Pero la sociedad civil tampoco hace nada por desperezarse. ¿Qué está fallando?

El nivel político en España está por los suelos. Y no es que lo diga yo. Solo hay que ver las respuestas a las encuestas cuando se le pregunta a la gente que valore a sus políticos. ¡No aprueba ni el que está a punto de ganar unas elecciones por mayoría absoluta! Y hay otro problema grave y es que, como decía antes, los medios de comunicación han dejado de hacer su trabajo. No crean opinión y van a trancas y barrancas de los temas. En todos los medios hay tres o cuatro periodistas de referencia que escriben al dictado. El otro día le leía a uno de ellos que España iba a dejar de vender armas a Libia. La pregunta que había que hacerse era: “¡Ah! ¿Pero es que le vendíamos armas a Libia?”. ¡Si no se puede! ¡Si la ley internacional lo impide! ¿Por qué ese mismo periodista no contó un año antes que vendíamos armas a Libia? Todo eso confunde a la opinión púbica. Los medios se dedican a hacer entrevistas pactadas. ¡Hay personajes a los que no se le debería dejar vivo periodísticamente hablando cuando se enfrentan a una rueda de prensa! ¿Cómo es posible que a los protagonistas ya no se les pregunte por los temas de agenda, los de obligación? Ahora te piden el cuestionario para ver si van a tu tele o a tu radio, ¡o no te dejan hacer preguntas en las ruedas de prensa! Eso es la antítesis del periodismo. Finalmente, lo que está claro es que la gente solo se mueve por cosas que le tocan de lleno. La mayor parte de los conflictos armados, el sufrimiento humano, están muy alejados de nuestras vidas. Lo que nos preocupa del Magreb es si nos van a dejar sin petróleo. A nadie le interesa por qué occidente ha estado vendiendo armas y haciendo negocio con todos estos cafres y dictadores. Nadie entra al debate. Señores, ¡en 2007, Gadafi estuvo en Sevilla y todo el mundo fue allí a bajarse los pantalones! Desde 2004, el gobierno del “no a la guerra” ha cuadruplicado la venta de armas al extranjero. Se ha pasado de 450 millones a 1.800 millones de inversión. Y para saber eso no hay más que meterse en Google y poner “venta armas España”. ¡Si encima son cifras oficiales! Luego las universidades están en paro mental. No hay debate. La prensa, bajo mínimos. La situación es muy complicada como para ver una salida.

Hablando así, ¿No se ha visto tentado por la política, la verdadera política?

No. A mí lo único que me interesa es el periodismo. Y así será hasta que me muera. Mi sueño es morir ejerciendo esta profesión. Para que yo hiciera política habría que cambiar la estructura de los partidos. Habría que cambiar a los responsables de esos partidos. Y habría que transformar las perspectivas para que la gente se viera interesada por la política. Los propios políticos se han cargado la política. Han defraudado tanto que la gente cree que política es sinónimo de corrupción y mentira.

Usted lleva más de 25 años viviendo la guerra de cerca. ¿Ha cambiado en algo la manera de hacerla?

Ha cambiado más la manera de narrarla. En la guerra se sigue matando igual que siempre. Ahora hay más armas, pero las víctimas siguen siendo las mismas, los combatientes no saben por qué combaten, las personas no saben por qué mueren, las mujeres no saben por qué son violadas y los niños no saben por qué tienen un fusil en las manos. Nadie te responde con argumentos a estas cosas. Lo que sí ha cambiado es la manera de transmitir la guerra, porque las nuevas tecnologías permiten que todo corra mucho más deprisa. La pregunta clave es si esto es mejor o peor. Los listos de turno te dirán que mejor. Yo, que soy bastante más escéptico, creo que las nuevas tecnologías han beneficiado mucho, pues no es lo mismo tener que vagar dos horas por una ciudad, como me ha pasado a mí en Sarajevo para mandar una crónica, que hacerlo desde la habitación de un hotel. Juro que prefiero lo segundo. Antes había que jugarse la vida y gestionar durante horas ese teléfono al que había que llegar al final del día. Muchos compañeros están muertos o fueron heridos por eso mismo.  Pero la facilidad de ahora lleva a que no se le dé importancia a lo que se hace. Antes había que revelar los rollos. Llevarte contigo esos paquetes de fotos. Y sabías que el número de disparos era limitado. Hoy tiran y tiran y tiran. Y el resultado es muy reiterativo. Todo el mundo está obsesionado con ser el primero, y como decía García Márquez, el bueno no es el que primero escribe algo, sino el que mejor lo elabora. Y los periodistas se han convertido en protagonistas. Los que ahora están cubriendo cuestiones como Egipto y Libia son muy jóvenes, fácilmente manipulables; las coberturas han caído de calidad, y en televisión las han convertido en puro espectáculo. Todo esto va en contra del periodismo en el que yo creo.

Tal vez podemos decir que todas las guerras son iguales, pero no que todas las víctimas son iguales.

Como ocurre en todas las guerras, hay víctimas de primera, de segunda y de tercera categoría. Y las historias de unos se transmiten y las de los otros no. Y guerras mediáticas con víctimas mediáticas pasan a convertirse en olvidadas en cuanto dejan de interesar. Lo de Irak no es nuevo. Tiene 30 años, como sus víctimas. El otro día me preguntaban: “¿Qué es peor, que te desaparezca un hijo o cinco?”. Pues depende de si esa madre tiene diez o un hijo. Pero tampoco se puede hacer categorías con el dolor. Cada persona que muere, que es herida, que no alcanza un objetivo, se convierte en una historia inconclusa. 

 ¿No está demasiado idealizada la figura del reportero de guerra?

A mí me pone frenético el hecho de que se identifique a los periodistas como tal. Yo soy una persona normal y corriente, y si me ves por la calle, no sabrías a qué me dedico. Hago un trabajo de lo más sencillo. Y cuando me dicen que es peligroso trabajar en una zona de conflicto siempre les digo que es mucho más peligroso trabajar en la sección de local de un periódico. Si yo titulo “Gadafi es un criminal”, eso no lo toca nadie. Pero intenta titular donde quieras que el corrupto es un banquero o di que habría que investigar la política de contratación de esta u otra empresa. A ver quién se atreve. Los periodistas de ese tipo de secciones están condenados a ser golpeados, a ser censurados y a perder su trabajo. Por trabajar en local o en economía, no en internacional. Hay que colocar a cada uno en su sitio y devaluar esa especie de actitud de que la especialización en conflictos armados es mejor o peor que otras especialidades. Yo he visto en zonas de conflicto periodistas muy buenos y periodistas muy malos, como en economía o deportes. Profesionales que no se dejan envenenar y otros que escriben al dictado.

Pero el desgaste debe ser distinto. ¿Cómo se sabe cuándo se debe parar?

Un vicio de los periodistas en general es hablar más de uno mismo que de lo que ocurre. Y debemos ser conscientes de que cuando te especializas en algo lo haces con todas las consecuencias. En ello habrá momentos muy positivos y momentos muy amargos; momentos de gran impacto emocional, en los que verás morir gente, a un amigo, o porque haces un muy buen trabajo. Sin embargo, no entiendo que no se llegue a sentir el impacto del dolor de las víctimas. Si no es así, jamás podrás transmitir con decencia. Por muchas fotos que hagas y muchos textos magníficos que escribas y muchos premios que te den. Y una profesión como ésta es un camino sin retorno. Si sales será para sentirte mal, pensar que eres un incomprendido, que nadie te entiende…

“Vidas minadas” es, lamentablemente, un proyecto inacabado. No sé si es el que mejor lo define. Siempre ha dicho que tiene un hijo natural y cuatro más…

Eso lo dije cuando me dieron un premio pero era para establecer un símil con una realidad. Había que hablar poco, y dije cosas muy potentes y a través de imágenes que la gente podía entender. En ese momento se cumplía el cuarenta aniversario de la muerte de Luther King, que también tenía cuatro hijos, y eché mano de algunas de sus frases. Él tenía cuatro hijos y yo puedo considerar como tales a los protagonistas de “Vidas minadas”. Porque aunque me pase años sin verlos, yo sé que me van a recibir con el mismo calor cuando llegue mañana, y cuando pasen cosas importantes en sus vidas, me van a llamar después de a sus familiares. Es importante relacionarse con la gente con la que trabajas. Todo el mundo tiene derecho a labrarse una identidad. Decía Kapuscinski que el que no está dispuesto a conocer la historia de otra persona sobre el terreno no tiene mucho derecho a explicarla. “Vidas minadas” era una contestación a todo esto. Un proyecto en el que intentaba contar las cosas de otra manera, como decía John Berger, porque hay que saber vincularse a las historias, llenarse de barro, dejarse golpear por el dolor. Únicamente así sabrás transmitir no sólo con decencia, sino también con cierta singularidad. Ese proyecto me ha dado muchos dolores de cabeza, pero también muchas satisfacciones. Es parte de mi esencia. Y creo humildemente que ese trabajo nos ha enseñado a entender de otra forma el dolor ajeno.

Cita a Kapuscinski. ¿Es un autor de cabecera?

Yo lo conocí personalmente. En el último año ha habido mucha polémica con su manera de trabajar, su biografía, que yo la he leído de punta a punta. Me ha dejado un mal sabor de boca el sensacionalismo que se ha hecho con algunas partes. El libro no defenestra tanto a Kapuscinski como se ha dicho, pero sí que lo deja en una situación complicada. Él sigue siendo una persona que ha escrito grandes páginas del periodismo, que ha hecho grandes reflexiones, y esto es como cuando lees a Céline. Sería un fascista, un gran hijo de puta por su manera de pensar, pero escribió libros maravillosos. Yo siento cierta amargura por haberme enterado de cosas de Kapuscinski que no me gusta que hayan pasado. Pero eso no quita para que considere que ha sido una de las personas que más ha pensado sobre esta realidad nuestra. Él ha acercado las grandes cuestiones de nuestro tiempo al ciudadano medio. Y lo hizo con elegancia, paciencia y dedicación.

“Cuando tenga 64 años podré decir Yo he sido corresponsal de guerra”. ¿Cómo le definimos hasta entonces?

Cada vez me topo con más gente que se autodenomina “reportero de guerra”. Pero el hecho de irte un día a cubrir un conflicto, ver a unos soldaditos heridos y escuchar un boom de lejos, no te transforma en un reportero de guerra. Sin embargo, hay gente a la que le sucede esto. Yo que he estado en muchas guerras, que sería de los pocos en los que no rechinarían estas palabras, prefiero declinar la invitación para que la gente reflexione sobre lo que significa este oficio de verdad. Porque este es un oficio para toda la vida. Y mientras no te tires 40 años haciendo un trabajo no te especializas en él. Además, como ahora nos vamos a jubilar a los 67, todavía tendré que esperar más años para poder decirlo.

Apuntaba antes que se pueden hacer mil cosas en la vida, todas buenas, pero que como hayamos hecho una mala, o regular, ésa será nuestra penitencia. Usted siempre será el que sacó los colores a más de uno con su discurso al recibir el Premio Ortega y Gasset…

Cualquier persona que me conozca desde hace décadas sabrá que yo, siempre que me han dado un premio, he hablado alto y claro. El primero me llegó en 1994. Era el de la Asociación de la Prensa de Aragón, y también saltaron chispas. Solo hay que leer el prólogo de mi libro sobre Sarajevo. O el de “Vidas minadas”… No estoy cambiando de discurso. Siempre me he sentido obligado a hablar en nombre de los que no pueden. Cuando me invitan a dar charlas siempre procuro llevarme a alguno de los chicos, que sean ellos los protagonistas. Yo sólo soy un intermediario. Lo que ocurre con el Ortega y Gasset es que tiene más impacto mediático por venir de quien viene. Pero yo siempre he hablado igual. Se trata de adecuarte al espacio que tengas. Ese día me pasé porque tenía un minuto, que en realidad era para agradecer el premio, y empleé cuatro. Y yo considero que mi discurso no fue el más fuerte de los que se leyeron en esa ocasión, ni mucho menos.

 ¿Enseña algo la guerra?

La guerra nos enseña a que el hombre no puede vivir sin ella. Vivimos sometidos a ella desde tiempos inmemoriales. No se conoce periodos de la Historia en los que hayamos renunciado a ella. Y los europeos hemos sido maestros dando lecciones de brutalidad. Somos los grandes inventores de los mayores dramas de la humanidad. Lo único que le sale bien al hombre es matar. Al hombre le gusta matar. Y al que lo niegue es que no tiene ni idea de lo que pasa en una guerra. Porque uno no mata aquí. Mata rodeado de otro tipo de circunstancias y condiciones. Y lo hace cuando todo se desmorona, cuando se tiene que defender, cuando te manipulan. Pero en la guerra también hay gente que muere por no matar, y eso es lo único que nos salva. Gente desconocida y sin nombre, pero valiente y con honor. Gente a la que nunca se le da premios. Es más cobarde matar. No hacerlo es ser muy heroico. Hay que acabar con ese desequilibrio. Y luego la guerra es un gran negocio, y como es un gran negocio, difícilmente desaparecerá. 

Tengo que preguntarle por los seminarios de fotografía de Albarracín, que dirige y que ya tienen más de una década de existencia.

Es sorprendente que un lugar tan alejado del mundanal ruido de Madrid y de Barcelona pueda tener tanto atractivo para la gente. Allí se empezó de cero, de una fundación, la Santa María de Albarracín, cuyo comportamiento es incontestable desde mi punto de vista. Admiro su ética, la de una institución que es capaz de contar con toda una serie de personas para conseguir que ese lugar no se deteriore, ni se destruya; que ha luchado para que las restauraciones sean lo más cercanas a ese maravilloso entorno; que nadie se aprovechara de esa actividad; y que los resultados fueran de acceso público y no cayeran en manos privadas. Ellos han sido capaces de montar seminarios tan importantes de todo tipo relacionados con la cultura y el arte. El nuestro atrae a tanta gente en buena parte debido a esto: 300 alumnos el año pasado matriculados, 150 fuera… Ahora tenemos hasta cuatro salas para las charlas y empezamos con una. Tenemos que usar un circuito interno de cámaras para que lleguen a todo el mundo. Son conocidos, y la gente está encantada cuando les llamo para participar en ellos. Las instalaciones son magníficas, como la actitud de la fundación… Es un lugar interesante al que viene mucha gente con ganas de aprender fotografía.

¿Y ahora qué?

Tengo trabajo para unos cuantos años. Voy a seguir el tema de los desaparecidos en España. Estoy ocupado también con un proyecto sobre Afganistán, que aún está en pañales, pero que quiero que vea la luz en 2013 o 2014, cuando los occidentales se hayan marchado del país habiéndolo dejado hecho una mierda, poder presentar el resultado de su fracaso. Sigo con “Vidas minadas”. Me gustaría presentar en 2022 sus 25 años. Y seguir haciendo periodismo de actualidad, que me interesa mucho. 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Díaz-Guardiola

La cellisca ha tomado Madrid y las primeras páginas de los diarios. El invierno saca sus galones de frío y, pasado por la humedad, alumbra diciembre en los destellos que la nieve deja sobre la calzada para que los coches pisen con las luces encendidas. La casa de José María Merino es una isla caliente. ¿Para qué los radiadores cuando el papel es tan eficiente material de construcción y la mejor prenda de abrigo? En su despacho madrileño uno desconoce si, detrás de la biblioteca, hay pared o todo es barricada literaria. Hay volúmenes por todas partes: en la estantería, por supuesto, pero también encima del escritorio, debajo, y no sé si hasta colgando del techo. En el suelo, los ejemplares descansan en triple fila. Su voz, entre campanuda y reflexiva, no mira por encima del hombro.

 

-Su trayectoria literaria asoma ligada a la propuesta moral. ‘A veces me recorren el ánimo secuencias y añoranzas que no provienen de mi experiencia extraliteraria, sino que tienen su raíz en lecturas que, ya olvidadas, identifico como sentimientos propios’[1]. ¿Es posible aprender del olvido?

-A través de la literatura, interiorizamos quiénes somos y qué es la vida. También conocemos casos espectaculares, como el de un tal don Quijote de la Mancha, que modificó su comportamiento y la misma realidad para convertirse en un amadís. Es decir, por supuesto se aprende del olvido.

-En los ejemplos que cita pesa la voluntad.

-Es que, sin sacar a Freud, el olvido voluntario está ahí, como un fantasma. El otro, el involuntario, llena los almacenes del recuerdo con cosas que después gravitarán sobre nosotros, mandando mensajes. Ambos forman nuestro sustrato vital.

-En alguna ocasión ha dicho algo así como que el hombre que es está formado por una transustanciación de las historias leídas. Este lenguaje, ¿se debe a la contaminación que ha dejado la religión después de miles de años de dominio en el arte, las costumbres y los dichos o a que la creación tiene, efectivamente, conexiones extáticas?

-En realidad, la creación literaria tiene mucho que ver con el mito. En mi discurso de ingreso en la Real Academia dije que la ficción es lo que nos ha hecho homo sapiens. Ver y explicar el mundo a través de símbolos está en nuestra condición, somos animales simbólicos. Las historias convierten la realidad en símbolos. Todo, mucho antes que la ciencia, la metafísica, la filosofía y la escritura. La sustancia heredada de la ficción por la literatura es la reorganización de símbolos. Esto nos aproxima al mundo mítico y a los arquetipos.

-Pero, en origen, el mito tiene algo de religioso.

-Sí, no soy escritor místico, pero reconozco que el arquetipo religioso ayuda a vivir. Yo no creo en esoterismos, cuanto en lo mítico como sustancia de la especie humana. Los mitos religiosos no reconcilian a la persona con su condición mortal, sino que la llevan a un más allá desconocido. El mundo mítico nace cuando Jasón y los argonautas van en busca del vellocino de oro. Luego, todos buscamos el vellocino.

-Tiene, entre otros, los premios Miguel Delibes, Torrente Ballester, Castilla y León, Salambó y Nacional de la Crítica. ¿Considera su ingreso en la RAE otro premio más que un nombramiento para trabajar con la lengua?

-Que mi voz haya sido estimada de ese modo es el mejor premio que me han otorgado. Es el reconocimiento de un organismo misterioso con el que uno no guarda relación y que, de repente, te invita a hablar de palabras.

-Usted se crió en una casa con buena biblioteca. Los diccionarios y las enciclopedias le brindaron el primer contacto con el mundo de las ideas.

-Mi padre Bonifacio era un abogado republicano, abierto y liberal y le encantaba que sus hijos leyéramos. Yo era el mayor y, durante años, el lector principal. De los libros que me regalaba, conservo bastantes. Le gustaba verme consultar la Universitas y la Espasa. Y cuando le iba conque algún libro estaba en el Índice, él respondía muy serio: ‘Nihil obstat’. Y ya tenía autorización episcopal.

- Luis Mateo Díez, en la contestación a su discurso de ingreso en la Academia, definió a su padre como un hombre de sensibilidad y criterio, “que valoraba ese tesoro de los libros como el mejor legado para sus hijos”; ¿Le aconsejaba?

-Era buen orientador. Me decía: ‘Josemari, de esto te puede interesar tal cosa’. Yo ahora tengo una biblioteca mucho más grande, sin embargo en aquella estaba lo más sustantivo.

-¿Qué contenía esa biblioteca?

-Había muchas obras completas de Aguilar. Estaban los clásicos del siglo Diecinueve, ya fuesen españoles, ingleses, norteamericanos, alemanes o franceses. Víctor Hugo y Voltaire, completos. Había mucha poesía, una colección de Premios Nobel, la Summa Artis y ejemplares de Ciencias Naturales, Historia y Geografía que todavía conservo.

-Parece grande.

-No lo era, pero sí rica en elementos estimulantes, selecta.

-Hablando de palabras. Usted ha dicho que mantiene con ellas “una relación adictiva” y hasta de “vicio”. ¡Parece que hablara de bajas pasiones!

-(ríe) ¡Como si uno no pudiera ser vicioso de cosas nobles! No, no lo considero baja pasión, sino alta. Las palabras me encantan desde niño. El otro día una amiga argentina me felicitaba las Pascuas con una que nunca había escuchado. ¡Vaya regalo! La apunté para profundizar sobre ella. Las palabras son uno de los vicios más sanos que se pueden tener.

-Sabino Ordás sostiene que la lengua no necesita tutores: ‘Si goza de buena salud, ella sola se desarrolla y florece. Si está anémica y enferma, ningún médico podrá devolverle la vitalidad. Sin la academia, el mundo anglosajón sostiene un lenguaje en permanente renovación; con academia, el castellano peninsular se empobrece cada día más’[2]. Yo creo que debe lanzar una defensa sobre la Real Academia, ya que la mora.

-Don Sabino es terrible –sonríe-, ¡pero opinamos igual!: la Academia es como Icona, se dedica a estudiar el estado de la cuestión. Acaba de salir una Gramática ejemplar al respecto que intenta incluir el español sin acotaciones.

-¿No es, en alguna ocasión, poco rígida?

-Es que si los hablantes empobrecen el idioma, no hay nada que hacer. Felizmente, el español tiene a América. El tronco de las estructuras del idioma se mantiene gracias a los americanos. Nosotros somos el diez por ciento de los hablantes.

-No obstante, si atendemos al creciente número de países donde se estudia, posee buena salud.

-Sí, a diferencia del francés, que se ha venido abajo. La Francophonie ha desaparecido y, con ella, la ortografía, las composiciones y casi la fonética. En nuestro caso, intentamos evitarlo gracias a la actuación coordinada de las academias, que es positiva no para ahormar el idioma –porque no tiene fuerza-, sino para crear una conciencia de lengua común. Ahora, repito, si la gente joven habla cada vez peor y utiliza menos registro lingüístico y los medios de comunicación empobrecen su discurso, a la larga, haga lo que haga la Academia, el español tendrá deficientes condiciones de mantenimiento.

-¿Esa escasa fuerza que mienta es por la que sanciona vulgarismos –se acaba de aceptar sofases como plural de sofá-?

-Sí, hay algunos plurales -como jabalíes- tolerantes -con jabalís-. Yo no lo sería. Pero la Academia no tiene más remedio que asumir el lenguaje popular. A mí me horroriza móvil con sentido de celular. Durante años se logró imponer balompié, la gente volvió a fútbol y hubo que reincorporarla al flujo lingüístico. Es el caso de matrimonio: no responde a la semántica original, pero hay que asumir el significado de la calle.

-Su tesis de que el homo sapiens empieza a ser porque comienza a interpretar es un tanto revolucionaria.

-He leído a multitud de lingüistas y siempre van por el mundo del lenguaje, no por el de la ficción. Mi teoría es que lenguaje y capacidad de comunicación tenemos todos los seres vivos, empezando por los virus y las bacterias. No hay más que ver a las hormigas, las flores o los delfines. Los gatos, por ejemplo, están transmitiendo continuamente información: poseer lenguaje no nos diferencia. El hecho raro, no sé si patológico, es que nosotros utilizamos el lenguaje para organizar ficciones. Está en nuestra naturaleza. El Neanderthal tenía lenguaje y sabía fabricar herramientas igual que los antropoides y algunas aves –el uso de la herramienta no es algo específicamente humano-. Lo innovador es que nuestra especie utiliza el lenguaje, a diferencia de los delfines –que, además, son sofisticados-, para organizar esas ficciones y, a través de ellas, contar el mundo.

-O sea: por encima de la voz y de la palabra, la ficción.

-Exacto. Publiqué un artículo[3] en el que digo que si Linneo nos volviese a clasificar no nos llamaría Homo sapiens, sino Homo narrans. Somos la especie que cuenta historias.

-Usted constata el declive del cuento[4], después de que, en el primer tercio del Veinte, no quedara periódico o revista sin uno por número. ¿A qué se debe? ¿Es culpa del gusto cambiante de los lectores?, ¿de la simple moda literaria?, ¿del concepto comercial del periodismo de hoy?

-Llegó el cine. Trastocó el formato del divertimiento masivo, exactamente igual que ahora pasa con la televisión y, no digamos, con los videojuegos. Lo curioso es que, a pesar de que en los últimos años, el lector común –no me gusta decir vulgar- prefiere el best seller, el cuento ha renacido entre los autores y con un nivel sorprendente[5].

-¿El cuento es, como se dice, capaz de requerir más trabajo que una novela?

-Requiere más trabajo, pero menos tiempo. La novela es una exploración en terreno selvático: vas con un machete y sabes que, a dos kilómetros, hay una casita donde vive Fulano, que tiene un primo enamorado de una señora que vive en otra casita. No sabes más. Y empiezas a descubrir sendas. Al final, la casa no es la que esperabas y el primo no vive donde creías… El cuento es al revés: una iluminación. Has de tener la idea desde el principio. Empezar un cuento sin saber adónde vas es imposible.

-¿Empieza las novelas a ciegas?

-No, pero se puede. Lo común es querer ir a un sitio y acabar en otro. De vez en cuando me ocurre y no me sorprende. Frente a esto, la dificultad del cuento es saber dónde quieres ir y lograr llegar. Ah, y depurarlo constantemente.

-¿Nunca le ha sucedido, al contrario, empezar un cuento y ver que la historia se ensancha?

-Es gracioso, me está sucedido últimamente. Escribo mini cuentos, los miro y me digo: ‘Merino, esto no es un mini cuento. Te está pidiendo más páginas’. Me dice que lo deje respirar. Hay cuentos que me han estado engañando durante años. Verlo es cuestión de oficio.

-¿Habla con sus creaciones?

-Sí, miro al bicho y escucho. Es exactamente lo que me pasó con El lugar sin culpa, el típico cuento guardado en un cajón. No lo saqué hasta descubrir qué me pedía. Nació como cuento, luego me dijo que era una novela enorme y, finalmente, resultó de menos de doscientas páginas.

-El lugar sin culpa transcurre en una isla que define como “arquetipo de la naturaleza que no puede conocer la angustia, ni la nostalgia, ni ninguna forma de desasosiego”. No lo he visto referido en ningún lugar, pero para mí El lugar sin culpa viene a ser una utopía, un género poquísimo frecuentado. Encaja por lo filosófico -por la propuesta identitaria y de organización social- y por lo que tiene de no-lugar, atendiendo a la etimología eu-topos. ¿Lo tenía previsto?, ¿contempla la opción?

-Pues en realidad, sí,… es una utopía… Por partes -para explicar la propuesta-: yo soy conservacionista y reputo que el calentamiento global agrava las injusticias básicas de nuestro mundo. La reunión de Copenhague[6] es una demostración de que no somos naturaleza. ¿Problema de nuestros políticos? No lo sé. Pero nosotros no somos naturaleza. Es más, somos su gran enemigo. Sufrimos, pensamos y soñamos, pero somos un elemento enemistado con la naturaleza.

-No obstante, la necesitamos.

-La necesitamos para sobrevivir porque, aunque no la seamos, estamos compuestos de ella. ¿Cómo vamos a resolver la contradicción? Es utópico pensar en un mundo de vida armónica. Incluso, ¿por qué no van a tener los chinos derecho a decir: ‘Ustedes, europeos, están muy bien; ¿ahora nosotros tenemos que hacer el doble de esfuerzo para desarrollarnos sin contaminar?’. Evidentemente, no somos naturaleza. Eso como introducción. Respondiendo directamente: no lo había pensado, pero, evidentemente, es una utopía. El lugar sin culpa, en el fondo, es un mundo de realización perfecta e imposible donde el ser humano no sufre y no recuerda.

-Como Moro o Campanella, usted también se sirve de una isla. Es decir, cumple también el componente espacial.

-Sí, sí, para crear el entorno perfecto sin contaminación. Aunque, ojo: ni siquiera la doctora Gracia se encuentra a gusto dentro y tiene que volver a civilizarse. Los seres humanos tenemos sentimientos, memoria e intereses, o sea: redes que impiden la utopía.

-La isla es el arquetipo mencionado -un sitio equilibrado donde las lagartijas no temen a las personas, un refugio-, pero también roza la liviandad, la desmemoria, el abandono. ¿Podría interpretarse el presumible estado de perfección como arma de doble filo?

-Qué duda cabe. Al fin y al cabo, el retiro le permite a la doctora Gracia humanizarse, conocerse y valorar el compromiso. Pero… huir de la realidad… no sirve para nada. El estado magnífico en el que se encuentra es tan anormal como estar sometida a la presión de la vida diaria y a la angustia de los que la rodean. El aislamiento deja una herida en la memoria.

-En el extremo de esa desmemoria estaría el delirio senil de la madre insultando a la doctora –“Mala puta”, entre otras befas-. ¿Es la senilidad otro lugar sin culpa?

-Efectivamente, el alzheimer es un lugar tremendamente inocente. ¿Podemos juzgar a un imbécil que trabajó en Auschwitz? Desgraciadamente, no. La propia vida le ha quitado la culpabilidad. Esta inocencia no tiene que ver con la de la infancia, que es jubilosa hacia el futuro. La vejez es la inocencia triste y dolorosa, la inocencia del final, de la desintegración.

-He leído que, con esta novela, abre una trilogía sobre espacios naturales, pero luego ya no si La sima es la segunda parte.

-Iba a serlo. No lo es y estoy atascado gravemente. He hecho viajes y tomado notas [muestra una libreta pequeña de anillas con cuatro o cinco páginas escritas y dibujadas], pero necesito más tiempo.

 

La sima, su última novela, tiene la Guerra Civil de fondo. No parece sorpresivo, pero sí los hechos que la motivaron. El volumen es producto de su desazón como ciudadano a la vista de la obstrucción del Partido Popular después de los atentados del 11-M -“Una crispación, a estas alturas de la democracia, inaceptable”-. En realidad las convulsiones vienen de antiguo. A lo largo del Veinte se tiñó el mapa de sangre y no digamos durante la Reconquista. Merino atisba “un comportamiento  irreconciliable en nuestros políticos”. Gustavo Martín Garzo escribió una tribuna, a propósito[7], en la que decía que la República “pudo ser el comienzo un país distinto, tolerante y amable”. Sin embargo, acaba compartiendo con el protagonista de La sima que nuestra historia “es una sucesión ruidosa de desencuentros y turbios ajustes de cuentas: pura memoria del rencor”. La portada del libro reproduce una foto de Agustí Centelles titulada Juego de niños[8]. En ella unos muchachos simulan un fusilamiento con palos y escobas. Es una metáfora que, al revés de lo habitual, viene del pasado al presente. Al autor le intranquiliza el radicalismo. Entiende ese camino no trata tanto de ideas políticas, cuanto de comportamientos y sentimientos. “Me preocupa la mala uva de los españoles”.

-El otro día uno de la oposición le dijo a su contrincante: ‘Usted lo que quiere es recogerme con una furgoneta y pasearme’. ¡Caramba!, en el año 2009 no debería caber ese lenguaje político. Sin renunciar a las ideas, debería haber cierto espíritu de concordia. La República, sí, replanteó la Historia de modo reformista y optimista. Garzo tiene razón al hablar de ella como un horizonte extraordinario, pero lo sorprendente es que, en ella, sólo creían los republicanos. Al final fueron los movimientos totalitarios de raíz fascista los que la derrocaron, pero la República había sido desbordada desde el primer momento por radicalismos. Es una pena: vivió acosada por un lado y por otro. Por lo que respecta a la actualidad, sólo espero que nuestros políticos reflexionen y rebajen el tono dialéctico. No creo que vuelvan enfrentamientos como aquéllos.

 

El tiempo pasa. En la calle, oculto en eso que llaman Navidad. Por su casa no veo ningún belén, a pesar de que, en Los cuadernos azules, confiesa que su madre los ponía con fervor. Las costumbres cambian. Somos tiempo. En sus libros, practica con él una curiosa taxidermia. Hay una metafísica delimitada que une El lugar sin culpa a La sima. En ésta se lee: ‘Todo lo que existe está hecho de tiempo, desde las galaxias hasta las castañas, es sólo el ritmo lo que cambia’. En otro punto: ‘Los únicos que sufrimos de verdad el tiempo somos nosotros (…) La Tierra no tiene nada que ver con el tiempo como mero accidente biológico’. Más adelante: ‘Sólo soy tiempo no geológico, no cósmico, y por eso algo tan efímero como si ya hubiese ocurrido’. En El lugar sin culpa el ser humano vuelve a ser tiempo frente a la isla, que prevalece. Dice: ‘Este espacio sólo tiene pequeñas memorias de lo concreto’. Más explícitamente: ‘De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo (…) Doscientos años son para la isla igual que doscientos siglos’. Pronunció Antonio Machado: “Los que buscamos en la metafísica una cura de eternidad, de actividad lógica al margen del tiempo, nos vamos a encontrar definitivamente cercados por el tiempo”. Merino sabe, como el autor de Soledades, que al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo. Piensa que este concepto, tiempo, está más presente en la última parte de su obra porque ahora se le escurre más rápido. Transcribe su mirada limpia y su estilo preciso en islarios convertidos en obra atemporal.

 

-Cuando se plantea metafísicamente el mundo, es posible que existan a la vez el tiempo y el no tiempo. Como dijo el filósofo: ¿por qué existe el no ser y no la nada? Yo creo que son términos antitéticos. Igual que las personas o somos tiempo o somos no tiempo. Todo lo que nos rodea lo es, pero, ¿sería posible que una computadora dijera cuánto llevamos en la Tierra?... Prácticamente no existimos en el tiempo del cosmos. Las montañas están formándose, pero, para nosotros, es imperceptible. Su ritmo no tiene que ver con el nuestro. Cuanto nos rodea es eternidad e infinitud frente a nuestra fugacidad. Deberíamos pensar, alternativamente a la religión, que somos efímeros y morimos. Los pensadores antiguos ya se preguntaban a qué conduce tanta pasión, tanto dolor, tanta furia. Tenemos la maldición de olvidar nuestra esencia. ¿Por qué no sacamos, de lo efímero, la felicidad de la especie?, ¿por qué no, del mundo, un lugar confortable? Pienso en ello porque estoy en eso que llaman Tercera Edad. ¡Si lo pone hasta en mi carnet de metro!

-A pesar de lo frágiles que somos, hemos conseguido injerir en la todopoderosa naturaleza. En los últimos cincuenta años el hombre ha destruido más Medio que en los miles anteriores.

-Claro, porque somos naturaleza consciente incapaz de lo positivo. Como señalan las novelas fantásticas, tan precursoras, acabaremos constituidos por una parte importante de maquinaria. Stephen Hawking dice: “El ser humano tiene futuro fuera del planeta Tierra”. ¡Él, como la ciencia, es optimista! Pero la inteligencia nos convierte en dañinos. Falta armonía. Vuelvo a la reunión de estos días en Copenhague: es casi un cuento, su significado es simbólico. Bien, pues nuestra inteligencia puede acabar hasta con la Especie.

-Otro paralelismo: los zanjones y los enterramientos. ‘Los cuerpos humanos somos al fin y al cabo un depósito de minerales, de elementos que la tierra reutiliza sin asco ni respeto, con la naturalidad del jardinero que prepara el compost con los restos orgánicos para abonar luego sus plantas’ -El lugar sin culpa-. En La sima esto es trágico porque hay una Guerra Civil de por medio, pero el componente orgánico de la persona y su destino bajo tierra están igualmente presentes.

-Pues tampoco lo había pensado, pero sí. Hay paralelismos indiscutibles... En La sima he debido de profundizar inconscientemente en los aspectos fundamentales de El lugar sin culpa. Pero es que la trilogía quiere ir por ahí: por la naturaleza y sus espacios. Y la tierra es uno. La segunda ha de transcurrir en un río. Quiero resaltar el agua como el valor cada vez más preciado de un planeta con el que no sabemos relacionarnos.

-La sima, como elemento físico y simbólico está presente desde el Inicio.

-La historia del homo antecessor empieza en una sima, eso está claro. Pero lo que me interesa apuntar es que el mundo sigue lleno de simas, de enormes cuevas donde se arrojan cuerpos. Yo he tenido siempre la idea de que la materia se transforma, no se destruye; la noción de que somos materia orgánica en continua renovación. Cuando se hayan recuperado los cuerpos de toda los desdichados ajusticiados por el franquismo y no queden ni sus nietos, ni sus tataranietos, ni sus choznos, todo habrá vuelto al humus originario y, con él, se harán vasijas y fertilizantes para los tomates.

-¿Por qué la montaña?

-Yo quería situar la novela en la montaña occidental de León, concretamente, que es la que más me gusta y a la que más voy -por supuesto, en verano-. Desde la cordillera norte las cumbres son abruptas, pero las meridionales tienen tono humano.

-Entiendo que visita pueblos y también sube montañas.

-Sí, hago excursiones. Me gusta ir andando, ascendiendo suavemente, y darme cuenta de que no necesito ser escalador ni tener cuerdas para llegar arriba. Por el camino te puedes encontrar hayedos, bosques de tejos, de todo.

-¿Qué se cruzó, entonces, entre su plan y el resultado?

-El problema de las guerras. Yo quería hablar de alguien que se retiraba a escribir una tesis. Y quería mezclar el proyecto de esa persona, relacionado con la Historia, con el medio natural. Deseaba trabajar en la misma línea que en El lugar sin culpa. Pero se me cruzaron la Guerra Civil y la Memoria Histórica, por una parte, y la reacción de la oposición conservadora a raíz del 11-M, por otra. Pasó de ser una novela sobre naturaleza a sobre Historia. También iba a ser corta y se fue a las cuatrocientas y pico páginas. No puedo incluirla en los espacios naturales me ponga como me ponga.

-¿Cómo hacer ver que la Memoria Histórica busca justicia y no reabrir heridas?

-Es sencillo: que los seres deban estar bien enterrados no responde a un derecho, sino a un Mandamiento. Por lo que, si la persona, encima, es creyente, deberá entenderlo mejor. Es la sepultura de los muertos. La Memoria Histórica pertenece a lo humanitario y a lo religioso.

-¿En qué varía esta guerra de las anteriores?

-Todas son terribles. La desdicha de ésta fue que ganaron los que nunca habían ganado. Las guerras siempre fueron sanguinarias, pero, carlistas y liberales, después, amnistiaban y dejaban una posguerra pacífica. Ganara quien ganara. En este caso los que ganaron siguieron machacando a la gente durante cuarenta años. No hubo en ellos un ápice de reconciliación.

-¿Cómo sería su reconciliación ideal?

-Pues, aunque sea romántico y sin sentido, me gustaría que llegaran los dos bloques al Parlamento y se dijeran: ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Rojos’; ‘Nosotros somos los hijos o los nietos de los Nacionales’. Que se abrazaran para escenificar, de una vez, que aquello acabó.

 

Distingue mejor la venganza en El conde de Montecristo –Dumas- y en La mansión –Faulkner- que en cualquier otro sitio de la vida y reconoce que, a veces, le ponen en aprietos si le preguntan por significados a bocajarro -“Desde que soy académico todo el mundo piensa que llevo el diccionario en la cabeza”-. Por tocar palos, ha tocado hasta el cómic[9]. Según observa, la comprensión “no proviene de un proceso racionalizador, sino de una forma alucinatoria”. Al mismo tiempo que opina que la ficción de calidad “mantiene un radical compromiso con su tiempo”, establece una analogía acuática entre la ciencia ficción y el comunismo de Estado por lo que ambos tienen de utopía racional.

Vive entre el trabajo y la familia. Su mujer es catedrática de Contabilidad en la Universidad Complutense; una hija, profesora de Derecho Constitucional; y otra, poeta, ahora en Estados Unidos enseñando Escritura Creativa.

 

Los propios parajes de extrañeza que escoge como temas de sus novelas conforman una poética tendente a la utopía de la que no se separa. Con resonancias de Cuentos del reino secreto y El centro del aire, escribe El heredero, donde excava en la identidad. Es una de sus obras más ambiciosas, pero sin trascendencia comercial –“Estoy perfectamente fuera de ese mundo”-. Sólo de El oro de los sueños, novela entre histórica y de aventuras que lleva cincuenta ediciones, se puede decir que haya vendido.

-La identidad ha sido siempre para mí un tema querido. El ser humano no está hecho de una pieza: se compone de lo que es y de lo que cambia. Tanto de los elementos originarios más puros como de los impuros y mestizos.

-¿Qué pinta la globalización en la identidad?

-Una paradoja, pues, a pesar de que somos globales, hay gente que reivindica la lengua de su comarca, que la reinventa incluso frente a la de sus antepasados. Y luego va a un McDonalds a cenar o pide una pizza por teléfono, al igual que miles de personas al mismo tiempo en todo el mundo, en diversas lenguas. ‘Entonces, ¿usted a qué llama identidad?’. Habría que decirle a la gente: ‘Oiga, sea usted un poco de todos los sitios, no sea tan-tan-tan identitario’. ¡No se puede volver a útero materno!, es imposible.

-En esa novela, El heredero, el caos aparece supeditado a la ficción. ¿Hace falta leer para encauzar la realidad dentro de un orden en la vida?

-Creo que sí. Aun aquella sociedad poco lectora, sigue empapada de literatura. El comportamiento humano, en su circulación normal, sea cual sea, ha sido acuñado por la literatura. Si somos traidores, leales o nos enamoramos, sabemos qué significa por la información inconsciente que nuestra sociedad lleva después de haberla acuñado la literatura. Si no existiera la literatura sería complicado entender la realidad.

 

Las ideas del cambio y del útero, antes aludidas, están expresadas, de otra manera, en la poesía de José María Merino. En Cumpleaños lejos de casa escribió, para la edición de mil novecientos ochenta y siete, que no pudo conjurar una sensación de extrañeza, como si él no fuera ya quien escribió los poemas, lo cual recuerda lo escrito por Auden a propósito del ser y la escritura: “Lo que todo cambia y siempre permanece, lo que soy, el rostro que busqué y el que encuentro en cada uno de mis momentos, el que se transforma pasado mañana sin perder mis rasgos, sin dejar de ser yo”.

-¿Se puede sustraer la identidad del cambio?

-No. Y como muestra, escribí un poema en homenaje a Frankenstein[10], un ser fabricado con retales de otros.

-Y hay que reconocerse en lo ajeno.

-Por supuesto. La brutalidad identitaria llega cuando no nos reconciliamos con las partes de las que estamos hechos.

-‘La identidad ya sólo existe en las ensoñaciones de los ayatolas, de los aberchales, de gente así. Aunque parezcan irreductibles, son puras figuraciones, delirios. Realmente ya no hay nada que mantenga el alma igual, día tras día. Desgraciadamente ya no está loco quien cambia sino quien es capaz de incorporarse a la última mutación de todo.  De ahí la imposibilidad de la memoria’[11]. Sin embargo, frente al alzheimer del que hablábamos antes, y que nos deshabita por dentro, la memoria es un apoyo fundamental para la existencia.

-Claro, nos salva de la imbecilidad…

-… Pero usted dice: “La imposibilidad de la memoria”.

-Hay que entenderlo, es un cuento metafórico sobre radicales que han perdido las creencias. Al extraviar la memoria, nos borramos. En literatura, dos más dos no son cuatro y no debemos aproximarnos a la remembranza desde una mentalidad exclusivamente científica. He hablado de la identidad de muchas formas y, algunas veces, contradictoriamente. Es normal después de una vida escribiendo.

-Por último, ¿qué pasó con la poesía?

-Eso digo yo: ‘¡Qué le pasó a la poesía conmigo!’… Yo creo que, cuando Luis Mateo Díez, Agustín Delgado y yo escribimos Parnasillo provincial de poetas apócrifos, a Luis Mateo y a mí la poesía nos dijo adiós: ‘No me habéis tomado en serio, ya nunca más os miraré a la cara’. Yo creo que fue así.

-No la debe de echar de menos, a juzgar por su prosa.

-¡Cómo no la voy a echar de menos…! Mucho… Lo que pasa es que creo que simplemente soy un narrador. En realidad, casi todos mis poemas, releídos, son relatos. Derivé naturalmente a la narrativa porque, aunque la poesía me enseñó, lo mío no era la lírica.

-Escribió: ‘Pero sólo en la ruta de mi destino / mejor el planto que el rebuzno. / Mejor sentir que en la hoguera de algún verso / se quemará mi sangre cualquier día’.

-Es un homenaje a un tango. Date cuenta de que soy un admirador de la literatura popular, no sólo oral. Me gustan los tangos, los boleros, los corridos, las rancheras, la copla,… ¡Hay letras y músicas preciosas! No sabría vivir sin mis discos. Ese poema al que te refieres es el último: en la hoguera de algún verso, se quemó mi sangre y no volví a escribir poesía nunca más.

 

Don Cándido -personaje- dispone que la escritura “es un modo de materializar el pensamiento, pues el puro pensamiento es evanescente”. El pensamiento es humo y la escritura, materia. Vale. Pero no sólo la palabra escrita. También la pronunciada. Lo demuestran, pasadas al papel, las respuestas de José María Merino, llenas de arena y mar, esto es, de isla.

 

 

 

 



[1] Introducción a Cien títulos, de Juan Cruz Martínez

[2]  Capítulo Inutilidad de la academia, página 101 de Las cenizas del Fénix, editorial Calambur.

[3] Revista Ficción Continua.

[4] Antología Los mejores relatos españoles del siglo XX, seleccionada, prologada y anotada por José María Merino.

[5] Artículo titulado David y Goliat para la revista Mercurio

[6] Celebrada a mediados de diciembre de 2009 para afrontar el Cambio Climático.

[7] La hermosa charla, El País, 19 de diciembre de 2009

[8] En fechas precedentes a la entrevista salta la noticia de que esa foto de Centelles, el Robert Capa español, ha sido adquirida por el Ministerio de Cultura y la depositará en Salamanca junto al resto de su legado.

[9] El mar dulce, junto a M. A. Nieto. Planeta Agostini.

[10] En Cumpleaños lejos de casa, Seix Barral.

[11] El viajero perdido, Alfaguara.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Edurne

4 de noviembre de 2016 12:02:32 CET

1. Estaba la madre triste en la cocina un sábado con el hijo. Clonc. Asomaron por las ranuras de la tostadora dos tostadas renegridas.

Entonces, ¿no me acompañas? Mira que no te lo vuelvo a repetir.

El muchacho raspó lo quemado con un cuchillo antes de untar la tostada con crema de chocolate.

Ya te acompañé la última vez. Además está lloviendo.

Cuatro gotas, Aitor. No seas flojo.

Que no, amá. Hoy no.

¿Tú también te vas a olvidar del abuelo? Todo el mundo se olvida de él. Un hombre bueno y trabajador. En fin, me da que me estoy volviendo histérica.

Un poco, sí.

Pensó: ¿Cómo lo va a recordar si no llegó a conocerlo? Estoy empleando la táctica equivocada. Para que piense en su abuelo yo debería hacérselo interesante. Esta batalla la tengo perdida de antemano. A ver, ¿qué recuerdos tengo yo de mis abuelos? El uno aún no había criado canas cuando lo mataron en la guerra. Ni siquiera sabemos dónde está enterrado. La abuela no perdió nunca la esperanza de verlo volver. Me han contado que en el hospital, más muerta que viva, deliraba: ¿Ha venido Ramón? ¿Ha venido Ramón?

Amá, te oigo murmurar.

Se volvió hacia la ventana. El mar gris a lo lejos, las nubes, la lluvia. Seguía metida en sus pensamientos: Al padre de mi madre lo mató el cáncer cuando yo aún no había aprendido a andar. ¿Cómo era? Ni idea. El olvido se lo traga todo. El olvido es una fiera insaciable. Pero yo se lo voy a poner difícil. Por orgullo. Por ti, padre. Yo no te olvido. Ni a ti ni lo que te hicieron.

Las tostadas saben a quemado.

Te quejas de todo, ¿eh? Cinco euros si me acompañas.

Hoy no.

Le estuvo ocultando la verdad desde el nacimiento. Para protegerlo.

Siguió hablando para sí mientras introducía en la tostadora otras dos lonchas de pan: ¿Para protegerlo de qué? No me parecía bien que creciese con una espina clavada en su alma de niño. Y para que no fuera por ahí contando: mi abuelo esto, mi abuelo lo otro. ¿He sido cobarde? Seguro. Pero volvería a actuar de la misma manera.

 

2. Fue Kike quien reveló al niño la verdad poco antes que este cumpliera ocho años. Kike había hecho promesa de guardar silencio sobre el asunto del abuelo por los días en que Edurne y él se pusieron de acuerdo en disolver el matrimonio.

Kike, días más tarde, jovial, por teléfono: ¡Qué bien nos llevamos desde que no vivimos juntos!

Convinieron en una serie de medidas para que el niño se viera afectado lo menos posible por la separación. Kike se mostraba tan rápidamente de acuerdo en todo que Edurne sospechó que no la escuchaba.

Este quiere perderme de vista cuanto antes.

Le hizo prometer que no contaría al niño cómo había muerto el abuelo. Ya se encargaría ella de contárselo con la debida suavidad cuando Aitor hubiera cumplido catorce o quince años.

A esa edad un muchacho está en mejores condiciones de entender asuntos que duelen.

Ya te he dado mi palabra. No insistas.

Es que me preocupo.

Pues no te preocupes y eso que te ahorras.

Transcurrido un año, Aitor entró una tarde en casa diciendo alegremente que ya sabía lo del abuelo. A Edurne le pareció que acababa de caerse a un pozo de agua hirviente. Corrió al teléfono. No lograba marcar el número completo de Kike. Decidió esperar a que se le hubiese pasado la primera racha de ira.

Ya veo que para ti no significa nada una promesa. Pensaba que estábamos de acuerdo en este punto.

La calma de Kike la exasperaba a tal extremo que dio un manotazo a la pared.

Ese amigo suyo, Íñigo, le ha hecho unas insinuaciones en el colegio y él me ha preguntado. No se lo he podido ocultar. Ahora, a mí no me parece que esto le haya causado ningún trauma. Se lo ha tomado con naturalidad.

Ella pensó: Está casado con otra mujer. ¿Quién soy yo para hacerle reproches?

Resuelta a marcar las distancias, le retiró el nombre de confianza.

Bueno, Enrique, ya no hay remedio.

Y a continuación, la voz ahogada por un pujo de llanto, pronunció un adiós rápido y colgó el teléfono.

Decidió esperar, sentada a la mesa de la sala, al dolor de cabeza que le viene cada vez que se excita. No le venía, qué raro, y dieron entretanto las doce de la noche. Había encendido las cuatro velas de un candelabro de adorno, simplemente porque las tenía delante y vio la caja de cerillas y ya todo le daba igual y la jaqueca no tardaría en torturarla, pero tardaba. El candelabro y las velas, de una fealdad insoportable, eran un regalo-imposición de su suegra. Para evitar roces con la vieja, Edurne no se había atrevido nunca a usar aquellas horribles velas con retorceduras como de columna salomónica.

Estética de ultratumba. A la mierda con todo y con todos. No quiero más convenciones, ataduras ni falsedades.

Estuvo una hora cavilando sin apartar la mirada del resplandor tranquilo de las llamas.

¿Qué hago? ¿Me deprimo, me tiro por la ventana, vacío de un trago una botella de lejía?

Pensó por último: Lo que no voy a hacer es llorar.

Le dio a este punto un coraje repentino, sopló las velas hasta apagarlas y, susurrando que había llegado la hora de luchar y rebelarse, decidió cultivar la memoria de su padre a partir de aquel momento en presencia de Aitor. A la mañana siguiente colgó fotografías en las paredes. Repartió otras, con o sin marco, sobre los muebles y por la tarde mostró a su hijo recortes de periódico que guardaba en una vieja carpeta. Ni siquiera le ocultó uno donde figuraban los retratos de tres detenidos. Señaló a uno de ellos.

Este fue uno de ellos, no sabemos si el que disparó.

El sábado siguiente llevó a Aitor a visitar la tumba del abuelo. Madre e hijo repitieron la visita a menudo; pero a medida que pasaban los meses el muchacho fue perdiendo interés.

Diez euros.

Amá, joé, ya te he dicho que hoy no puedo.

 

3. Tomó el autobús de la línea 9 para subir a Polloe. Fue la única en apearse. Como de costumbre, se detuvo a leer la inscripción en el arco de la entrada: PRONTO SE DIRÁ DE VOSOTROS LO QUE SUELE AHORA DECIRSE DE NOSOTROS. ¡¡MURIERON!! A pesar de que podía repetir aquellas palabras de memoria, nunca entraba en el cementerio sin leerlas, no sabía por qué ni le importaba. Manías. Hubo de levantar la cara hacia el cielo gris de media mañana para cerciorarse de que llovía. Ahora en una mejilla, ahora en un párpado o en la frente, las gotas diminutas le causaban una grata sensación como de finos pinchazos de frío. Abrió el paraguas para proteger su peinado reciente de peluquería. Sonaban los tacones de sus zapatos por el camino asfaltado del cementerio.

Pensó: En lo que a mí concierne, esta es la casa del padre, como la llamó el poeta aquel, Aresti. Y a la casa del padre, del mío al menos, hay que venir elegante.

La tumba se encontraba al costado de un sendero en cuesta, adosada a otras similares. En la lápida, bajo una cruz sencilla, figuraban el nombre y apellidos de su padre y dos fechas. Por los días del entierro, hacía ya tantos años, algunos parientes les aconsejaron a ella y a su madre que evitasen cualquier palabra, emblema, señal, que pudiera servir para identificar al difunto como víctima del terrorismo.

La losa se alargaba hacia el sendero sin más adorno que una maceta con un pequeño boj de forma cónica. El borde de la tumba sobresalía obra de medio metro del suelo. A menos que hubiera testigos, lo que sucedía raras veces, Edurne acostumbraba sentarse en dicho borde y hablar en pensamiento o con susurros a su padre. Nunca rezaba; pero, a imitación de su difunta madre, al llegar solía santiguarse.

Edurne extendió sobre la losa mojada una bolsa de plástico y sobre la bolsa, su pañuelo de cuello. Tras asegurarse de que no había gente por los alrededores, se acomodó lo mejor que pudo en su improvisado asiento.

Han vuelto a mandarme la solicitud. Ya les dije a los de la Oficina de Víctimas que no soy la persona adecuada. Todavía hay en mí mucho dolor y mucho rencor. Como lo oyes, aitá. Es falso, como creen algunos, que el tiempo cura las heridas. En mi caso, el tiempo las ha empeorado. Desde que me comunicaron la propuesta no he vuelto a dormir una noche entera de un tirón. Estoy como al principio, como si te acabaran de asesinar esos malvados. Me arde de repente una brasa en el estómago, me pongo a sudar y a revolverme mientras imagino escenas horribles en las que mato con la misma crueldad que ellos y hago mucho daño, tanto que me sobresalto y a las dos o las tres de la madrugada estoy tan despierta como de día. Entonces enciendo la lámpara porque ya sé que el rencor no va a dejarme reposar. Leo una novela o miro la televisión con auriculares para que Aitor no oiga el ruido desde su cuarto. Y aún me piden que vaya a escuchar a uno de los tipos que nos destrozó la vida. Sólo de pensarlo se me corta la respiración.

La sacó de su soliloquio un anciano con boina que, parado a unos cien metros, en una encrucijada, tendía nerviosamente la mirada en rededor. Su llamativa conducta no pudo menos de sorprender a Edurne. El viejo trotó de pronto con pasos menudos y porte ridículo hacia el costado de un panteón. Volvió a mirar a un lado y otro como quien se dispone a cometer una fechoría. En esto, se bajó los pantalones y, acuclillado junto la pared, convencido sin duda de que nadie lo observaba, se aligeró del vientre antes de perderse de vista entre las tumbas.

Lleva dieciséis años en la cárcel y esperemos que allí siga, pudriéndose bien podrido. Claro que cualquier día de estos igual lo sueltan. No me inspiran ninguna confianza los actuales gobernantes. Son blandos, aitá, blandos y contradictorios y, con tal de mantenerse en el poder, serían capaces de las mayores vilezas. ¿Cómo me voy yo a presentar delante de uno de los que te mataron? Es lo que les dije a los mediadores. Pero ellos insisten en que el terrorista está arrepentido. Se salió de la banda y, como se salió, sus jefes lo echaron. Me preguntan si tendría interés en leer una nota de arrepentimiento que ha escrito. Lo que yo quiero es que resucite a mi padre. Con eso me conformaba. Malditas las ganas que tengo de leer las chorradas de un asesino hipócrita que, haciéndose el bueno, aspira a conseguir la libertad, nos ha jodido. Los de la Oficina aseguran que los reclusos no obtienen beneficios penitenciarios por reunirse con las víctimas. ¿Y si los mediadores mintieran con el noble fin de contribuir a la paz? ¿Hay alguien que diga la verdad? No me fío ni de mi cara en el espejo.

Se puso de pie. Bajaba por el sendero una mujer de unos sesenta años con una regadera metálica. Edurne la saludó al pasar. La mujer no respondió. Tenía las dos medias agujereadas a la altura de las pantorrillas.

Pensó: Quienquiera que haya creado el cosmos fue un chapucero.

Ya no volvió a sentarse. Plegó con cuidado el pañuelo y lo guardó. Con la bolsa de plástico hizo una pelota.

Me voy, aitá. He prometido a Aitor freírle croquetas de bacalao. Es buena persona, quizá demasiado buena. Eso sí, cada vez se me hace más difícil traerlo al cementerio. Compréndelo. Ha entrado en la adolescencia, tiene sus ilusiones y sus problemas, y este no es exactamente un lugar divertido para un muchacho de catorce años. En fin, ya te he dicho lo que tenía que decirte. Tú estate tranquilo porque no voy a consentir que me embauquen los de la Oficina. Ni arrastrada iría yo, fíjate lo que te digo, a hablar con un sanguinario. Lástima que estés muerto y no puedas darme tu opinión.

La sobresaltaron unos toques repentinos en el hombro. Al volverse vio a la señora de la regadera, que tenía levantado un dedo índice sucio de barro.

Oye, ya perdonarás.

¿Necesitas ayuda?

No, no, es que me he dado cuenta de que antes me has saludado y no te he respondido. Iba tan metida en mis cosas...

No te preocupes.

Bueno, agur, pues.

Agur.

De nuevo fijó la mirada en los agujeros de las medias. Esta vez no quitó el ojo de encima a la mujer hasta que la vio desaparecer tras una hilera de panteones. Seguía lloviendo.

 

4. Salió del cementerio convencida de que el asunto estaba liquidado. Se lo dijo para sus adentros una y otra vez mientras bajaba en autobús a la ciudad y se lo siguió diciendo por el camino a casa, tan absorta en su obsesión que a punto estuvo de ser atropellada por una moto.

¿Qué, ya no saludas?

Huy, Kike, perdona.

¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de tu hijo.

Me tienes que perdonar. Tengo mucha prisa.

Pues anda despierta, no te vayas a pasar de largo.

Ella no aceptaría entrevistarse bajo ningún concepto con uno de los que mataron a su padre. Por decencia, por orgullo y porque lo había prometido ante la tumba del asesinado.

A mí que me olviden.

Y, sin embargo, aunque estaba o creía estar segura de su decisión, no conseguía apartar del pensamiento la propuesta de la Oficina de Víctimas del Gobierno Vasco. Le habían garantizado la confidencialidad de los encuentros. Le explicaron los objetivos de aquella iniciativa que había partido de los propios reclusos. Le ofrecieron la posibilidad de entrevistarse primeramente con otras víctimas que se hubieran encontrado en la prisión de Nanclares con disidentes de ETA.

No.

Por supuesto que no estaba obligada a perdonar. Se trataba simplemente de mantener una conversación, de contarse lo que se quisieran contar.

No.

Con la posibilidad, claro está, de interrumpir el encuentro cuando la víctima lo desease.

Que no, oiga, que esto es muy fuerte para mí.

La acompañaría, si lo consideraba oportuno, un mediador. No tenía por qué quedarse a solas con el preso.

Con el asesino, querrá usted decir.

En casa preparó las prometidas croquetas de bacalao. Sólo tenía que freírlas pues había hecho la masa de víspera. Incapaz de concentrarse en la tarea, las de la primera sartenada le quedaron aceitosas, blandas, medio crudas, y las siguientes se le quemaron. Aitor mordisqueó decepcionado dos o tres.

Oye, por hacerme un favor no tienes que comerlas.

Jo, amá, es que no te han salido bien.

Por la tarde, Edurne continuó dándole vueltas a la idea de verse cara a cara con el terrorista que había solicitado la reunión. Imaginó un sinnúmero de situaciones, algunas sobremanera desagradables, incluso violentas; otras, ridículas de puro inverosímiles, en las que ultrajaba la memoria de su padre, como aquella en que se arrancaba a postular las mismas ideas políticas del agresor y terminaba echándose en sus brazos enamorada. Se avergonzó de su frivolidad. Cuanto más risueñas eran las escenas que le dibujaba su imaginación, mayor sufrimiento le causaban.

 Intentó distraerse a toda costa. Fue al cine a ver una película insustancial a la que apenas prestó atención. A la salida, estuvo probándose ropa y zapatos en varios establecimientos; accedió a los galanteos de un señor cercano a los sesenta, que la cubrió de piropos junto a la barra de una cafetería y se quedó visiblemente chasqueado cuando a ella se le ocurrió anunciarle que se iba a hacer la cena a su marido. Poco antes del cierre de los comercios, compró dos novelas en su librería de costumbre.

Hiciera lo que hiciera, no pasaban cinco minutos seguidos sin que le viniese a la mente la cara del terrorista, la del retrato en blanco y negro del recorte de periódico. Una cara joven, atractiva, sonriente; una cara de chico majo que a Edurne no le resultaba fácil vincular con armas y víctimas. A veces, en el curso de sus reflexiones, le sobrevenía una aguda sensación de humillación y de vergüenza que la obligaba a detenerse en medio de la calle y mirar a todos lados, asustada por la posibilidad de que los transeúntes pudieran leer sus pensamientos.

De anochecida llegó a su casa con el ánimo deshecho, torturada por un intenso dolor de cabeza cuyos primeros síntomas le habían empezado en el cine. Decidió tomar una pastilla y acostarse sin demora. Antes quiso preguntar a su hijo si ya había cenado y darle de paso las buenas noches.

Por las rendijas de la puerta salía luz. Llamó. Tenían hecho acuerdo de no entrar de sopetón en sus respectivas habitaciones y despedirse todos los días antes de dormir.

No sé si hago bien. Quizá lo protejo demasiado. Quizá por mi culpa sea un día un hombre frágil.

Aitor estaba sentado encima de la cama, manejando el iPhone que le había sido robado días atrás.

¿No te dije que sería pan comido encontrarlo con el sistema de localización?

Edurne se sentó a su lado.

El iPhone estaba en casa de Íñigo, ¿verdad?

No me ha hecho falta usar el sistema.

Porque sabías desde el principio que él te mangó el iPhone.

Me lo ha devuelto por su cuenta. Me ha llamado por teléfono y me ha dicho: Ven y te lo doy. Y para que sepas, no me lo ha robado. Yo me lo olvidé en clase y él se lo llevó para que nadie me lo robara. La prueba es que me lo ha devuelto.

Vamos, Aitor, abre los ojos. El iPhone te desapareció el lunes pasado. Tu amiguito ha tenido toda la semana para devolvértelo. El miércoles por la tarde estuvo aquí. Hablamos en la cocina de lo que había pasado y él se calló.

Amá, sus padres tienen poco dinero. A Íñigo no le pueden comprar tantas cosas como tú o el aitá a mí.

Y entonces te parece justo que robe.

Edurne se percató de que a su hijo se le empezaban a humedecer los ojos.

No irás a llorar, ¿eh?

Le he perdonado.

Ah, ¿cómo? ¿Te ha pedido perdón?

No. Le he perdonado porque es mi amigo.

Me da que te falla la memoria. El año pasado te anduvo sacando dinero. Si no me llego a enterar, todavía te estaría desplumando. Y una vez te pegó.

Éramos pequeños.

No tan pequeños. Doce años.

Íñigo es mi mejor amigo. No me gusta que hables mal de él, amá. Ha hecho una cosa fea, pero ya lo hemos arreglado. Tú me parece que tampoco andas bien de memoria. Olvidas que Íñigo me ha defendido de otros, hasta de chavales mayores que él.

Edurne besó a su hijo en la mejilla y le dio las buenas noches.

Me duele mucho la cabeza.

Fueron sus últimas palabras antes de salir de la habitación.

 

5. El domingo, las dos amigas se reunieron a las cuatro de la tarde en la cafetería del hotel Orly, cerca de la vivienda de Edurne. Apenas unas horas antes habían concertado la cita por teléfono. Mariasun no vaciló en aceptar el encuentro. Para evitarle molestias, Edurne expresó su propósito de viajar a Irún, donde Mariasun residía y tenía su consultorio. Mariasun prefirió aprovechar la cita para dar una vuelta por San Sebastián.

No ando en busca de tratamiento. Simplemente tengo una duda y necesito que alguien de confianza me diga: Haz esto o no lo hagas. Estoy dispuesta a obedecer. Sola no puedo tomar una decisión.

¿Tienes algún problema físico?

No. Bueno, sí. Desde ayer me duele la cabeza, pero no te llamo por eso. Ni siquiera sé si tengo un problema, aunque supongo que no saber si una tiene un problema ya es un problema. En fin, será mejor que nos veamos y te lo explique.

Edurne decidió presentarse con adelanto en la cafetería del hotel para no hacer esperar a su amiga; pero, a su llegada, Mariasun ya estaba allí, sentada junto a uno de los ventanales con un café solo y un vaso de whisky encima de la mesa. Acudió sonriente al abrazo de su amiga.

¿Te sigue doliendo la cabeza?

Algo menos.

Tomaron asiento una frente a otra. Edurne pidió a la camarera un agua mineral, aunque no tenía intención de beberla. Tras cerciorarse de que nadie sino su amiga la escuchaba, refirió a esta con pormenores todo lo concerniente a la propuesta que había recibido de la Oficina de Víctimas, su firme determinación de rechazarla y las dudas que sin embargo la mortificaban, dudas que se habían agudizado a raíz del diálogo que había mantenido con su hijo la noche anterior.

Le contó a Mariasun el episodio del iPhone robado, sin omitirle las distintas interpretaciones que ella y Aitor hacían del asunto. Le confesó que la rapidez con que su hijo había perdonado a quien ella consideraba un falso amigo se le figuraba un signo de debilidad, eso seguro, pero, por encima de todo, un precio excesivamente alto que el muchacho pagaba por miedo a posibles represalias.

Para mí que el otro lo chantajea.

Estas historias de adolescentes son bastante comunes. ¿Qué relación piensas que guarda con el proyecto del Gobierno Vasco?

Eso es precisamente lo que quiero que me aclares como experta que eres en conductas humanas. Porque lo cierto es que me comprometí a responderle el jueves que viene al pesadito de la Oficina y, desde mi conversación con Aitor, me siento insegura. El asunto no me da un segundo de tranquilidad. Temo cometer un grave error tanto si voy a hablar con el terrorista como si no voy. Aunque no de la misma manera que mi hijo, también me siento chantajeada. Si acepto el encuentro, me parece que traiciono a mis padres. Si lo rechazo, se apodera de mí la sensación de estar atrapada en el rencor.

¿Has hablado con Kike?

Está fuera de mi vida. Más allá de las cuestiones relativas a Aitor, no creo que tengamos mucho que decirnos.

Mariasun pidió la cuenta. No había venido, dijo, a San Sebastián para pasarse la tarde entera metida en una cafetería y además necesitaba fumar urgentemente un cigarrillo.

En vista de que ya no llovía, se pusieron de acuerdo las dos amigas en caminar por la playa a menos que la marea no lo permitiese. La pleamar apenas dejaba transitable una estrecha franja de arena. Y de la mitad de la playa en adelante, ni siquiera eso. Decidieron entonces recorrer el paseo de Miraconcha hasta el túnel de El Antiguo y después volver.

El cielo estaba encapotado. A Edurne le extrañaba que transcurrieran los minutos y Mariasun se limitara a disfrutar de su cigarrillo sin decir una palabra.

Pensaba que hablaríamos.

Estoy reflexionando. ¿Cuánto crees que vale un piso por esta zona?

Mucho.

Anduvieron durante varios minutos en silencio. En esto, Mariasun se detuvo a contemplar el mar, apoyada de codos en la barandilla. Edurne se colocó a su lado.

En mi opinión, tu hijo ha actuado de manera sensata. No lo acucia el orgullo y eso tú lo interpretas como debilidad. Crees que cede, que se encoge. Quizá no hayas caído en la cuenta de que a Aitor le podría parecer una injusticia el hecho de que él posea cosas que su amigo no se puede costear. No sé si me explico. En alguna ocasión me has contado que Aitor es un niño sensible. Ponte ahora en su lugar. ¿Qué ha hecho él para conseguir un iPhone y todo lo que tenga en casa, que supongo que no será poco porque ni a ti ni a Kike os va mal económicamente? El único requisito que el muchacho ha tenido que cumplir para gozar de unas holgadas condiciones de vida es ser vuestro hijo. Pero eso no es un mérito, puesto que nadie está capacitado para elegir antes del nacimiento a sus padres.

Frente a las dos amigas, las aguas de la bahía copiaban el gris del cielo. Las olas llegaban espaciadas, sin fuerza, rotas en espuma perezosa hasta el muro del paseo. El horizonte marino se difuminaba a lo lejos detrás de una gasa sutil de bruma.

¿Pretendes afirmar que mi hijo vive como una injusticia que le compremos cosas?

No lo sé ni tampoco creo que nos llevaría a ninguna parte averiguarlo. En cambio, intuyo que no le parece correcto que su amigo carezca de cosas que él tiene. En consecuencia, se siente culpable o por lo menos incómodo delante de... ¿Cómo se llama?

Íñigo.

Y de ahí le viene una necesidad, más natural de lo que tú acaso creas, de compartir. Una manera de lograrlo es olvidar el iPhone o lo que sea en clase y dejarlo a la vista de su amigo.

O sea, que se deja robar.

No, puesto que luego perdona, con lo cual anula el posible delito.

Cuanto más hablas, más me hundes.

Pero es que al perdonar pone fin a una situación incómoda, desagradable, dolorosa; en una palabra, a una situación que no le gusta. Esto sí lo has entendido, Edurne, quizá sin darte cuenta. Y puede que en el fondo de ti apruebes la actitud de tu hijo, aunque no sepas bien por qué y te dé miedo la idea de que todos se podrían aprovechar de él.

Bueno, y ¿cuál es la conclusión?

La conclusión es que nunca ganaré lo suficiente para comprarme un piso en esta zona.

En serio.

Pues que deberías entrevistarte con el miembro del comando que asesinó a tu padre.

Nunca perdonaré. Yo no soy mi hijo y no tengo nada que compartir, como no sea sufrimiento.

Exacto. Esa reflexión me gusta.

No voy a perdonar, Mariasun. Está por encima de mis fuerzas.

Que yo sepa, nadie te ha pedido que perdones.

Entonces, ¿a qué coño voy a ir a Vitoria?

Apartándose de la barandilla, Mariasun reanudó la marcha. Mientras encendía otro cigarrillo, esperó a que Edurne estuviera a su lado. A tiempo de exhalar la primera bocanada, le dijo:

Vete allí a poner término a lo que te está corroyendo desde hace muchos años por dentro. Ve a la cita con el desgraciado ese aunque sólo sea por egoísmo. Endílgale todo lo que puedas de tu dolor. Quizá logres así aligerarte de peso. Si no vas, tendrás que seguir cargando con él tú sola.

Edurne volvió unos instantes la mirada hacia la bahía.

No sé, no me terminas de convencer.

Ni lo pretendo. Te ordeno que vayas a Vitoria. ¿Acaso no esperabas de mí una orden? Pues ahí la tienes.

Y yo te mando que dejes de fumar, que ya no eres una cría.

 

6. Llevaba un establecimiento propio de compraventa de automóviles. Lo llevaba con la ayuda de tres empleados. Hasta mediados de la década de los setenta había tenido un socio al que le tiraban mucho las apuestas y la bebida. Se separaron. Él pidió un préstamo a la caja de ahorros para comprarle al borrachingas su parte del negocio. Le costó tiempo levantar cabeza. Como era muy trabajador, finalmente empezó a prosperar. Le iba tan bien que estaba pensando adquirir un segundo local. Venía de familia humilde. A su padre lo fusilaron cuando la guerra. En Asturias o por ahí. Entre los que vigilaban a los prisioneros había un falangista, vecino suyo. Le dio el reloj para que se lo entregase a su mujer. Ella nunca creyó que lo hubieran matado. Hasta el último día de su larga vida estuvo convencida de que volvería. Crió a los cuatro hijos ella sola y guardaba el reloj del marido en el bolsillo del delantal. Esos han pasado mucha hambre. Y en él se notaba la pasión por el trabajo, el sentido de la responsabilidad, un convencimiento firme de que el dinero hay que ganarlo con sudor y madrugones porque en esta vida nadie regala nada. Era mañoso, honrado, valiente. Montó el primer taller sin apenas capital. Arreglaba carrocerías de sol a sol. Y salió adelante a pesar del socio gandul que por poco le arruina la empresa. Escribía con faltas, pero le daba igual. Luego se pudo permitir un empleado que se ocupaba del papeleo. A veces paseaba por la ciudad con la pequeña Edurne de la mano y le decía lleno de orgullo: Ese coche lo vendí yo, ese que está ahí aparcado también. Con frecuencia no iba a comer a casa. Llamaba por teléfono y le decía a su mujer: Oye, que tengo un cliente y no lo puedo despachar. Él era así. Se marchaban los empleados, pero él seguía atendiendo a los posibles compradores fuera del horario laboral. En esas ocasiones almorzaba en su bar de toda la vida, en el barrio de Gros. Y más que el almuerzo lo que él no quería perderse por nada del mundo era su partida de cartas a la hora del café. Se reunían cuatro amigos, los de siempre, y se jugaban al mus las consumiciones. Ahora habría sido más precavido. Por aquellos días no se imaginó que lo tenían vigilado. Lo operaron de una hernia y faltó más de una semana a la partida; pero en cuanto se sintió recuperado volvió al bar y al segundo o tercer día entraron a mirar, lo vieron jugando, lo esperaron fuera. Salió. Por lo visto no era buen sitio para dispararle porque allí la acera es estrecha y hay mucho peatón y críos. Así que prefirieron seguirlo un rato y, antes que llegara al taller, se le acercó uno por detrás y le soltó en plena luz del día, desde muy cerca, un tiro en la cabeza. Después, cuando estaba caído en el suelo, le soltó otros dos, de manera que para cuando llegó la ambulancia ya había muerto.

 

7. No puede andar lejos porque la he visto hace un rato.

Por las tardes suele ir a la biblioteca.

Si sigue en la biblioteca es que aún no lo sabe. ¿Qué hacemos?

Lo primero, habría que comprobar si está en la biblioteca como dice esta. Y después una de las tres tendría que decírselo.

¿Y por qué no las tres?

Bueno, pues las tres, pero antes hay que ver si está en la biblioteca.

Hacía cosa de veinte minutos que la radio había dado la noticia. Serían como las cuatro de la tarde. El locutor, voz grave: Interrumpimos la programación, la víctima de 45 años, propietario de, varios tiros cuando iba por, se cree que ETA, consternación, han expresado su repulsa...

Sí está.

¿Qué hacemos?

Hay que decírselo.

Yo no me atrevo.

Esto es fuerte. Vamos al pasillo a fumar y pensemos. Total, por cinco minutos no va a cambiar nada.

Una de las estudiantes ofreció tabaco. Cada una se llevó un cigarrillo a los labios.

Y tú, ¿desde cuándo fumas?

Hoy hago una excepción. Me muero de los nervios.

A la primera calada empezó a toser. El profesor de Latín Vulgar venía por el pasillo con su maletín marrón y sus gafas de miope.

¿Le pedimos que se lo diga él?

El profesor las saludó al pasar y continuó su camino sin detenerse.

De todos modos, era una mala idea. No me imagino al viejo transmitiendo la trágica noticia con el debido tacto.

¿Qué hacemos?

Sí, porque algo hay que hacer. Se nos está acabando el cigarro.

Pues lo echamos a suertes.

La que había hecho la propuesta sacó una moneda. A cara o cruz lo decidieron.

Tú entras.

Entró. Edurne estaba tomando notas con un grueso libro abierto sobre la mesa. Un dedo tembloroso le tocó el hombro.

Sal. Hay una cosa que tienes que saber.

Y tú se lo dices.

Trató de decírselo.

A tu padre...

No pudo seguir. Un sollozo repentino la dejó sin habla.

 

8. No daba la jornada laboral por terminada hasta no haber ordenado los papeles repartidos sobre la mesa. Antes de ponerse el abrigo echó un chorrito de agua a una maceta con dalias que tenía sobre una repisa, junto a una fotografía en blanco y negro de sus padres, sonrientes, recién casados, y otra de Aitor en colores. La planta y las fotografías eran los únicos adornos del despacho. Nada más cruzar la puerta de salida, se despidió de algunos compañeros arracimados en un círculo de conversación y, al darse la vuelta para emprender el camino de su casa, casi choca con Kike, que la estaba esperando.

Tenemos que hablar.

Edurne le advirtió que andaba apurada de tiempo.

No te entretengo mucho. Estoy preocupado.

¿Problemas matrimoniales?

Mi matrimonio marcha estupendamente. Eres tú quien me preocupa.

Miró a los lados con unos movimientos rápidos del cuello, como para certificar su inquietud.

Aquí no podemos conversar. Deja por favor que te robe diez minutos. Tengo cierta esperanza de convencerte.

Ella pensó: Parece que en esta ciudad todo el mundo mira a los lados antes de hablar.

Se dirigieron a un bar de la plaza de Guipúzcoa, con terraza en los soportales. La terraza (sol, temperatura agradable) estaba de bote en bote. Encontraron una mesa libre en un rincón al fondo del local. Edurne no quiso beber nada.

Kike: Se lo hice repetir porque no me entraba en la cabeza. A ver, Aitor, despacio. ¿Seguro que has entendido bien? Dice que estás dispuesta a ir a una cárcel a hablar con un miembro de ETA. O exmiembro, me da igual. Uno con delitos de sangre. Si me apuras, el que disparó contra tu padre y perdona que me exprese de este modo. No pretendo dañarte. Deja por favor que diga las palabras como me vienen a la boca. No tengo mala intención, te lo juro.

¿Por qué no paras de darle vueltas al café? Lo vas a marear.

Te pongo nerviosa. No es mi deseo. ¿Cómo puedes hacer semejante cosa?

¿Qué cosa?

Hacerle el juego a un asesino, supongo que para que se le pasen los remordimientos, si de verdad tiene alguno. ¿Qué diría tu pobre padre? ¿Y tu madre? Imagina que viviera tu madre. ¡Con todo lo que sufrió! ¿Qué pensaría de esta decisión tuya? Yo es que no me lo explico. ¿A qué vas allí? ¿Qué sacas en limpio? Ese tío se quiere aprovechar de ti, no sé cómo. Luego saldrás en la prensa.

Después de la última vuelta, depositada la cucharilla sobre el platillo, el café con leche siguió girando en el interior de la taza. Edurne mantenía la mirada fija en el pequeño remolino espumoso que se movía cada vez más despacio.

Se te va a enfriar.

Kike empujó la taza hacia el borde de la mesa con intención evidente de no probar el café. Gesticulaba nervioso.

No vayas, Edurne. Es una locura. ¿Y si te pones en peligro?

Edurne le clavó una mirada de desconcierto.

Entiéndeme. Aunque ya no cometa atentados, esa gente sigue armada. En cualquier momento podrían empezar a matar de nuevo. No sería la primera vez, ¿eh? Dicen una cosa y al de un tiempo hacen otra. Siguen defendiendo los mismos fines por los que han matado a tantas personas. No vayas, por favor. ¿Qué necesidad tienes de buscarte líos? Sí, ya sé, ya sé que los presos que se reúnen con las víctimas están fuera de la organización. Te metes en un río de caimanes, hazme caso.

¿Has terminado? Me tengo que ir. Tu hijo me espera. Hay que alimentarlo, ¿sabes?

Pues, mira, de él quería hablarte precisamente. Lo pones en peligro.

Edurne dio un respingo en la silla.

¿Quién, yo?

Ya me dirás. Más de una vez aquí han pagado justos por pecadores. Si te señalas, si te siguen, y él está a tu lado... No me gustaría que le pasara nada, ¿sabes? Si pudiera exigirte que no vayas a ver al tipo ese te lo exigiría.

Pero no puedes.

Se puso de pie. Adelantó el cuerpo por encima de la mesa para acercar su cara a la de Kike.

Me gustaría que de mayor mi hijo tuviera algo que tú nunca has tenido.

Echó el cuerpo hacia atrás antes de decir:

Huevos.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

Hay un momento en el transcurrir de esta entrevista en el que Andrés Rábago, El Roto, dice que si por él fuera estaría callado. “¿Le gusta el silencio?”. “Sí, me gusta el silencio”. Al entrar en su estudio, a la derecha hay una mesa grande, con regla y cartabón de color verde, una revista abierta y un ordenador portátil cerrado. Enfrente, dominándolo todo, una estantería llena de libros, los más próximos sobre pintores. Al otro lado, uno de sus cuadros de gran tamaño y un cubo con pinceles limpios. En el fervor del diálogo no resulta fácil reparar en los detalles del ambiente, pero sí en que cuando se producen momentos de silencio, a través de las ventanas se escucha trinar a los pájaros, no como una melodía romántica, sino con cierta fuerza, como si estuvieran cerca, rodeándonos. La sensación es de calma despierta.

Wyslawa Zymborska, en su poema “Falta de atención”, cuenta que se ha portado mal porque ha pasado todo un día volcada en quehaceres cotidianos, sin preguntarse nada y sin sorprenderse, haciendo del mundo un uso trivial. Viene a la cabeza esta falta de atención que denuncia la poeta en propias carnes porque de la conversación de Andrés Rábago se desprende el envés de estos versos, es decir, una abundancia de atención. Desde hace cuarenta años, como un filósofo de la sospecha, Rábago golpea la realidad con un martillo para comprobar si es falsa. Y, si en este quehacer advierte alguna mentira bajo la máscara tan festiva y alegre, la condensa en una viñeta diaria. Sobre un cuadrado de papel de periódico van dejando rastro las contradicciones de la sociedad de su tiempo, y con ellas también sus sufrimientos. Al publicar todos los días, dice, uno va adquiriendo una cierta musculatura.

En la humilde buhardilla en la que nació Andrés Rábago había una notable colección de libros de arte y buena literatura: “mi padre era una persona cultivada que en su juventud quiso ser escultor y conservó toda su vida un gran amor al arte. Creo que esa vivencia inicial me marcó el camino”. Es un hombre flaco. Al vestir, discreto. Era muy joven cuando ilustró la primera portada de la revista de humor Hermano Lobo. Ahora publica cada día en el diario El País como El Roto. El pasado 15 de enero su viñeta en este medio reflejaba a un hombre, o más bien una calavera con pelo, con ojeras terribles y dientes grandes. Cruzaba los brazos y, con una mueca de pocos amigos, la figura miraba al lector y le preguntaba: “¿Y el humor, eso qué es?”.

- ¿Y el humor, eso qué es?

- Entiendo el humor como un desplazamiento de significados. Se usa para ampliar conceptos, para darles la vuelta, para ver de qué están hechas las ideas que manejamos. El humor o la sátira trabaja con materiales ya dados e intenta ver qué mentiras y contradicciones hay dentro de ellos. El humor es desmontar el juguete que manejamos y observar qué hay dentro. La sátira es un lenguaje que se ha utilizado siempre un poco como instrumento de combate no cruento. La sátira puede tener agresividad, pero siempre tiene una carga de comprensión. Y, cuando comprendes, te vuelves menos agresivo. A mí no me gusta la sátira que se ha usado en muchas ocasiones –en algunos conflictos bélicos- como instrumento de guerra, de pelea, a favor de unos y en contra de otros. Esa sátira a mí me interesa menos. Creo que es una utilización espúrea, no es su verdadera función. Su función es más bien de ayudar a entender por qué son las cosas y a cimentar los mitos y las mentiras que nos quieren vender.

 

“La desaparición de los periódicos será un drama de enormes consecuencias”

- Andrés, ¿a usted le preocupa el periodismo?

- No puedo desvincularme del periodismo porque la viñeta es una parte especializada del mismo. Entramos en un territorio muy triste. Desde mi punto de vista, tal y como yo lo veo, hay una voluntad clara de acabar con la prensa en papel, porque eso ayudará enormemente a crear una sociedad mucho más manipulable que la que tenemos ahora. La prensa en papel es muy útil para crear estructuras de pensamiento que el periodismo digital no puede crear por el propio medio con el que trabaja, que es continuamente fluctuante, que no tiene fijeza. Es como mirar un río, ver pasar el agua; no puedes fijarte en un punto, para hacerlo tienes que lanzar una rama a la corriente. De ese fluido continuo en el que todo se mezcla, en el que no hay estructuras, es de una enorme dificultad extraer alguna idea. Así se crea una opinión sin estructura, fácilmente manejable. La desaparición de los periódicos será un drama de enormes consecuencias.

- ¿Dice “será” y no “sería” porque cree con firmeza que va a suceder?

- Va a suceder porque hay voluntad de que suceda.

- ¿La voluntad de quién?

- No podemos establecer quién es el que está detrás de todo esto, pero sí sabemos que hay un sistema que se está implantando. Nos dicen que este sistema lo producen los medios por propia naturaleza, otros creemos que es porque hay una voluntad que viene de muy lejos de que eso sea así, y va encontrando los cauces para producir ese efecto.

- Me recuerda a una entrevista reciente realizada por Alfonso Armada al filósofo coreano ByungChul-Han (autor de La sociedad del cansancio y de Psicopolítica). Éste hablaba de que“La técnica de poder del sistema neoliberal no es ni prohibitiva ni represiva, sino seductora. Se emplea un poder inteligente. Este poder, en vez de prohibir, seduce. No se lleva a cabo a través de la obediencia sino del gusto. Cada uno se somete al sistema de poder mientras se comunique y consuma, o incluso mientras pulse el botón de «me gusta». El poder inteligente le hace carantoñas a la psique, la halaga en vez de reprimirla o disciplinarla”.

- Dos cosas. Uno, el sistema neoliberal utiliza la violencia cuando le conviene y cuando ve que no tiene otra forma de establecerse. Eso para empezar. El sistema financiero neoliberal es violento por naturaleza y así se muestra cuando lo necesita. La segunda parte es que está demostrado que la lectura sobre papel, la forma en la que se lee en papel, permite reflexionar sobre lo que estás leyendo, distanciarte y repensar las cosas, mientras que la lectura en pantalla no permite esa reflexión. Es hipnótica, por decirlo de alguna manera. Y tu voluntad queda anulada por esa capacidad de penetración.

- Sin embargo, pareciera que el periodismo se guía ahora mucho por las reflexiones de los lectores, por el supuesto diálogo que se establece con el lector de la página web. El “feedback” es rápido y se tiende a escribir lo que el público quiere, lo que por sus reacciones se va deduciendo que le interesa. Se deciden contenidos en función de lo que va a gustar o leerse mucho. ¿Qué opinión le merece?

- A partir del momento en el que entran dentro de esa comunicación los mecanismos económicos o de seducción, que básicamente es de lo que se trata, esa comunicación está corrompida. Es una comunicación falsa, superficial, sucia. Se trata de fabricar  un mero producto. El comunicador no puede ser un fabricante si lo que pretende es hacer algo que tenga cierta relevancia. Si lo que busca es convertirse en fabricante y hacer un producto, allá él, pero está demostrado que eso no tiene ninguna trayectoria. Que se desvanece en  muy poco tiempo.

 

“La prensa se ha puesto en demasiadas ocasiones al servicio del poder”

- ¿Qué errores ha cometido la prensa?

- Ponerse en demasiadas ocasiones al servicio del poder. El mal periodismo, porque no estamos hablando del periodismo sino del mal periodismo, ha sido también manipulador. Lo que pasa es que la manipulación en el papel se ve más claramente. ¡Claro que hay mucha manipulación en un periódico! Pero se ve con claridad. Mientras que en estos otros lugares casi no puedes verla, porque todo es tan rápido, unas veces se te dice una cosa, luego otra, o se mezclan elementos… En un periódico todo está estructurado: puedes ver lo que es economía y lo que es fútbol. En lo digital te lo mezclan todo, e incluso te superponen una cosa a la otra. Con lo cual, estás indefenso, la mente no es capaz de procesar esa amalgama.

- Hay un silencio y se escucha el ruido de los pájaros detrás de las ventanas. Andrés Rábago no parece tener prisa. Coge un vaso de té que tiene en la estantería y bebe un poco. “Perdone que no le ofrezca, este té se llama Tulsi té. Corta los catarros por la mitad”. Tuvimos que cancelar nuestra primera cita por una gripe incipiente, y pocos días después se ha recuperado. Se diría que Rábago es un conversador a la manera de la filosofía clásica, del diálogo platónico. Es un interlocutor reflexivo. Normalmente calla un momento antes de responder y lo hace como ponderando cada cosa que dice. Tiene un afán hoy infrecuente por clarificar los conceptos que utiliza. “Quiero precisar eso que he dicho de la criminalidad del estado neoliberal”, dice.

- El sistema neoliberal, o eso que llamamos sistema neoliberal, es la transformación de la realidad en dinero. Eso degrada de tal manera lo que constituye la realidad que es un auténtico mecanismo de destrucción de todo lo  vivo. Cuando la vida se convierte en materia de que la que puedes obtener un beneficio, en ese momento estás cometiendo un gravísimo pecado, en el sentido teológico del término, contra la propia existencia de la vida. El hombre se convierte, no en el hacedor que debería ser, sino en el destructor, que es su contrafigura.

- Hablando de la destrucción de la vida en el sentido más literal, no puedo dejar de preguntarle por los pasados atentados al Charlie Hebdo. El 9 de enero usted publicó el dibujo de una pluma ensangrentada.

- Era una viñeta obligada en el sentido de que era un testimonio de compañerismo hacia unas personas que habían sido asesinadas. Todos hemos hecho algo en recuerdo a los compañeros de Charlie Hebdo.

 

“La ofensa gratuita no tiene ninguna utilidad”

- ¿Cuál es su postura respecto al asunto de la libertad de expresión y del derecho a ofender?

-  La ofensa gratuita no tiene ninguna utilidad. Yo nunca he hecho un dibujo con la voluntad de ofender. Pero tampoco creo que deba eliminarse esa posible agresión o expresión soez. Si a mí una cosa me molesta, no tengo por qué exigir que eso no se publique. Yo soy partidario de la libertad de expresión absoluta. Ahora bien, también creo que esa libertad obliga a los que la ejercemos a saber lo que hacemos y a no utilizarla gratuitamente. Otra cosa es que tú creas que esa agresión es útil por alguna razón. Cuando tienes a tu disposición un medio público, al menos yo así lo entiendo, debes cuidar las formas. No te pones a gritar en una sala de exposiciones porque estás en un espacio compartido. Y un medio de comunicación es espacio compartido. Debemos cuidar lo que decimos. Yo me niego a aceptar que los dibujos del Charlie Hebdo produzcan tal rechazo que induzcan a actuar a los terroristas. No, el terrorismo está ahí y lo que está buscando es una percha de la que poder colgarse, que parezca justificarlo. Se agarró a las viñetas del Charlie Hebdo porque le pareció útil para sus fines propagandísticos, como se podía haber agarrado a otro sitio. Para nada tienen la culpa esos dibujantes de los crímenes que cometen una banda de enloquecidos.

 

“Sin un trabajo de degradación previo, no hubiéramos aceptado el feísmo”

- Hay una última cosa que quería preguntarle sobre periodismo. A veces se nota una cierta fealdad en la prensa, como una dejadez también estética que causa en el lector un cierto desánimo…

- Entiendo su preocupación. Ahora mismo hay una exposición en Madrid sobre pintura académica del siglo XIX y principios del XX francés. Aquello era un callejón sin salida. Esa belleza decadente, exangüe ya, medio muerta… hacía falta un revulsivo. Ese revulsivo implicaba mirar la realidad de nuevo, enfrentarse a ella, salir a la intemperie y volver a buscar lo que había de verdad en la realidad y no contentarse con esa realidad de alguna manera recreada o imaginada en los estudios cerrados de los pintores neoclásicos de las academias. Ese revulsivo se produjo con el naturalismo primero y luego con el impresionismo, con Cézanne, con la ruptura de las formas y todo lo que vino después. Esa destrucción en principio era útil para desmontar lo que estaba ya muerto y volver a montarlo. Pero de esa destrucción deriva una secuela, que es la estética del feísmo. El feísmo convierte lo que en principio era liberador en algo degradado. Es como una trayectoria curva que empieza con voluntad ascendente y acaba con un inevitable descenso. Ese punto de feísmo es un elemento de degradación de eso que llamamos verdad, que es bella por su propia naturaleza. No bella en el sentido de cánones, sino de autenticidad. Y yo sostengo que ese feísmo es inauténtico, que es falso y que apoya la parte del hombre que busca el menor esfuerzo. Hay otro punto importante en este aspecto del feísmo. Y es que muchas veces parte de una incapacidad. Le gusta a mucha gente porque es como si se les dijera: “Como es fácil, tú también puedes hacerlo”. Feísmo es, por ejemplo, la demagogia, feísmo es halagar el gusto del público, después de que ese gusto ha sido degradado. Sin un trabajo previo de degradación del gusto, no habríamos aceptado el feísmo.

- Cuando quiera terminamos, Andrés.

- No, cuando me diga… Yo, por mí mismo, estoy callado.

- ¿Le gusta el silencio?

- Me gusta el silencio. Pero también me gusta comunicarme.

- ¿Es necesario el silencio para comunicarse?

- El silencio es lo que nutre la comunicación. Si hay mucha bulla, no hay comunicación.

- ¿Qué piensa alguien a quien le gusta callar y que utiliza la concisión para trabajar de la verborrea de nuestra sociedad, del ruido? ¿Se habla demasiado?

- Las palabras han sido adulteradas, ése es el principal problema del lenguaje, no que hablemos demasiado. El lenguaje se ha desvitalizado. Quizás porque hemos pasado de un lenguaje comunicativo verbal a uno más visual y con el cambio de paradigma la parte verbal ha perdido eficacia. Somos menos capaces de precisar lo que queremos decir y el propio vocabulario se está reduciendo al mínimo. Cada vez tenemos menos palabras. Cuando lees algunos libros del Siglo de Oro te das cuenta de la riqueza del lenguaje, y de cómo se está convirtiendo en un lenguaje muy mecánico, reseco, que representa a un tipo humano notablemente embrutecido. Se ha perdido sutileza.

 

“Queremos parecer inteligentes cuando sólo mimetizamos lo que otros han sido o han dicho”

- En la viñeta del 26 de enero, en el diario El País, se leía: “Eliminaron las encrucijadas y las sustituyeron por rotondas para que nadie se detuviese a pensar”.

- Sostengo que pensar es muy difícil, y que llamamos pensar a repetir esquemas heredados o ideas preconcebidas, o los contenidos de los medios de comunicación. Queremos parecer inteligentes cuando sólo mimetizamos lo que otros han sido o han dicho. Pensar por uno mismo es difícil porque implica poner en cuestión los propios pensamientos, mirar qué hay de verdad en ellos. Inevitablemente al movernos dentro de la comunicación, tendemos a ubicarnos en un lenguaje común e incluso en unas ideas y unas culturas que compartimos. Siempre se parte inevitablemente de territorios comunes. Pero, dentro de ese magma, uno puede intentar pensar por sí mismo lo que son las cosas, asumiendo que una gran parte de elementos con los que se cuenta son heredados.

 

“Todo aquello que produce dolor me provoca rechazo y por lo tanto tengo que tratarlo”

- En una de sus viñetas en El País hay una vaca que dice “Me ponen música clásica para que dé más leche. Comprenderá que odie a Mozart”. En otra llueven jamones, porque se acercan las elecciones. En otra una madre le dice al hijo que tendrá que aprender a leer, a escribir y a tener miedo. Algunas preocupaciones son recurrentes en El Roto. ¿Qué temas le conmueven?

- Realmente no puedo decir que me conmuevan las cosas, porque estaríamos en el terreno de las emociones. Y El Roto no está en el terreno de las emociones. Es verdad que utiliza una cierta calidez en la manera de tratar los temas. Hay un amor subterráneo. Hay una voluntad amorosa en lo que hago. Todo aquello que produce dolor me provoca rechazo y por lo tanto tengo que tratarlo. Pero no parto de cosas personales que me conmueven, sino de la constatación de estructuras que están ahí y que deben ser corregidas. No es que yo diga “¡Ay, esto me ha afectado mucho!”. De una historia personal me interesa extraer qué está pasando a nivel general. Usted antes hablaba de Platón y no andaba lejos, porque es verdad que yo entiendo casi todas las cosas a partir de esos esquemas en que luego individualmente se particularizan. Los casos aislados son reflejos, como diría Platón, de esa estructura que crea esos casos. Los casos están ahí. Cada caso puede ser resuelto, pero si la estructura permanece generará más casos.

 

“Todas las deformaciones que uno observa parten de una misma esencia: del error”

- En una de sus viñetas el campanero de Wall Street llama a la oración. Denuncia el culto al dinero.

- Todas las deformaciones que uno observa parten de una misma esencia: del error. De la equivocación de la mente humana. De la separación de su verdadera esencia. De la distancia ya sideral que tiene consigo misma la mente humana. Porque ha perdido de vista su origen. Porque no sabemos lo que somos. Es el error original del que parten luego todos nuestros errores. El problema final es teológico. Tenemos el gravísimo problema de que tenemos una Iglesia, que es el principal impedimento para comprender lo sagrado, o el nivel, digamos, trascendente de las cosas. Se ha convertido, si no lo ha sido siempre, en un mecanismo de entorpecimiento de la relación del hombre con su nivel superior, al situarlo en algo externo al propio hombre. La Iglesia oficial dificulta la conexión del hombre consigo mismo.

- Se ha publicado hace poco un libro de Pablo D’Ors que se llama Contra la juventud, no contra los jóvenes, sino sobre el ideal de la madurez, “donde nos acercamos a aquello que queremos ser”. ¿Qué opina, desde la madurez?

- Cada etapa vital tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La fuerza que tienes cuando eres joven la tienes que suplir con una cierta sabiduría que puedes haber alcanzado cuando ya tienes experiencia. Pero sin el empuje de los jóvenes el mundo no avanzaría. No se debe desechar ni el impulso juvenil ni la sensatez de la madurez. Justamente la sabiduría de la vida es que hay distintos segmentos sociales, y los jóvenes deben escuchar a los mayores, no deben desestimarlos, y los mayores no debemos rechazar a los jóvenes por su inconsistencia, en muchos casos, o por su ignorancia.

 

“Lo ideal es estar a la altura de lo que la vida te va proponiendo”

- ¿A usted le ha costado llegar a donde ha llegado?

- Uno no sabe cómo llega a donde está, ni siquiera dónde está. Siempre vas siguiendo las pautas que te da la vida, y procurando equivocarte las menos veces posibles. Aunque a veces algunos errores conducen a sitios interesantes. Aun así, digamos que la vida se va construyendo por sí misma, y tú eres un actor muchas veces ignorante de esos trazados. El creer que nosotros decidimos nuestras vidas creo que es un pensamiento irracional. Lo ideal es estar a la altura de lo que la vida te va proponiendo. Aunque en ocasiones también flaqueamos y somos vagos… y a veces maleantes.

- ¿Recuerda algún error fructífero?

- ¡Digo yo que pueden ser fructíferos! Al hablar de los errores cometidos me refiero, sobre todo, a los errores como prejuicios. En un momento dado piensas que algo no te interesa. Y después lo miras más a fondo y adviertes que eso que habías rechazado de antemano sí tenía interés. Rechazas algo que tiene valor y más tarde te das cuenta de que si entonces lo hubieras tomado en consideración hubieses llegado antes a donde ahora estás.

 

“Lo importante es conservar, tanto cuando eres joven como cuando eres mayor, esa voluntad de búsqueda de la verdad”

- Mirando hacia atrás, ¿qué ha cambiado con la larga trayectoria, con el éxito?

- He tenido la enorme fortuna de poder estar presente en los medios durante cuarenta años. Esa fortuna es algo que agradezco enormemente y que me ha permitido desarrollar una carrera larga y estar vivo intelectualmente y dar testimonio de la sociedad, que es la utilidad que yo creo que puede tener el trabajo que he desarrollado. Son muy distintas las épocas estéticas que he atravesado y los territorios mentales en los que he estado. De joven a mayor, todo ese espacio temporal ha sido espacio de investigación sobre mí mismo, de comprensión de las estructuras de las que estamos formados (campo emocional, intelectual, espiritual o metafísico). La generosidad de la vida me ha permitido estar, reflexionar y plasmar lo que he podido advertir desde mi experiencia. El tener una trayectoria larga te da una cierta seguridad. El tiempo te hace menos impulsivo, te hace más reflexivo. Creo que lo importante es conservar, tanto cuando eres joven como cuando eres mayor, esa voluntad de búsqueda de la verdad, una búsqueda que siempre te ha de guiar, tanto en las etapas juveniles como en las etapas maduras. La verdad siempre se te escapa, nunca llegas a alcanzarla, es permanentemente mutable, no está establecida… Esa búsqueda  la entiendo como un mecanismo implantado en el ser humano, que a veces se deforma y se convierte en la búsqueda de la gloria, del poder o del dinero. Estas son deformaciones de esa búsqueda de la trascendencia, son caídas en ese largo y digno camino.

- Andrés, usted parece tener una formación global en filosofía, pintura, literatura. ¿Qué libro le ha marcado, o que autores forman su “familia espiritual”?

- No tuve una formación académica, mi formación fueron los idiomas y los viajes. Gracias al conocimiento de varios idiomas pude viajar por toda Europa incluidos países de Europa del Este y leer autores y prensa extranjera (inglesa, francesa, alemana, italiana....) en un momento en que España era un páramo de miseria moral e intelectual. Esas lecturas y viajes me dieron una información de lo que se estaba gestando en Europa y Norteamérica. Creo que mi mentalidad se nutrió de las ideas libertarias de Mayo del 68 y de sus consecuencias posteriores. Los viajes me permitieron conocer grandes museos y la visión directa de obras de grandes maestros.

- ¿Cree que ahora hay demasiada especialización y que debería volver “el hombre del Renacimiento” más interesado por más cosas?

- No es un problema de especialización, todo trabajo de calidad exige una especialización, el problema puede ser la ausencia de un horizonte, un punto cardinal al que dirigirnos.

- ¿A qué viñetistas admira más? ¿En cuáles de los contemporáneos se fija?

- El territorio de la sátira gráfica es demasiado estrecho, no es una referencia suficiente, hay que ampliar el campo de visión a todo el panorama del arte en todas sus formas y lenguajes, la sátira no puede encerrarse en un gueto. Por lo demás, en el dibujo echo en falta el color, por eso necesito pintar… pero eso sería ya otra conversación.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Paloma Torres

Herencia

17 de octubre de 2016 08:14:00 CEST

Todo lo que ahora ves,

hasta el mismo horizonte

—la silueta de una antigua leyenda,

la lágrima de luz

sobre la bóveda

celeste de Santa María,

los altos edificios que ensombrecen

el mar y sus dominios,

el silencio encalado de la brisa,

el lento diapasón

que conmueve la piel

de las palmeras—,

será nuestro algún día.

 

Tendremos que aprender a merecerlo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Bagué

No sé de dónde nace esta negrura

17 de octubre de 2016 08:09:46 CEST

No sé de dónde nace esta negrura

que vacía de sangre los pulmones

y empuja irremediablemente

a la ceguera y al silencio.

 

No sé de dónde viene esta corriente

helada en la que flotan

todos los cisnes muertos y los versos.

 

Por qué florece en mi garganta

un eco de canciones de otro tiempo

envueltas en el vaho de la nostalgia.

El agua ya pasada es la que mueve

las aspas de este corazón

al borde del hastío.

 

Busco y me asomo a los abismos

donde se pierde la esperanza,

y bebo todo el aire en la caída.

En esa bocanada

engullo las mentiras, las traiciones,

todas las que he sufrido y contaminan

los manantiales que me surcan.

 

Una música turbia

envuelve las palabras,

renacen los hechizos,

sahumerios encantados por la fiebre

del pensamiento líquido

que hierve en los matraces.

 

El pensamiento bulle, brota

la demencia. Soy incapaz

de traducir el laberinto

absurdo en que me muevo.

Mis pasos no me llevan

a espacios conocidos,

me alejan de mí mismo, me extravían.

Sé que voy a tardar en encontrarme.

 

No soy nadie esta noche,

sólo un hombre perdido,

amenazando simetrías,

razones y equilibrios.

 

No soy nadie, quizá por eso escriba,

por ver si algo de mí

estuviera escondido en las palabras

y pudiera ayudarme a amanecer

y cruzar la frontera del dolor.

Escrito en Lecturas Turia por José Viyuela

“Así como el Relámpago a los Niños explicamos / con esmerada delicadeza, / la Verdad debe deslumbrar poco a poco / o a todo hombre dejará ciego”. Estos versos de Emily Dickinson son la cita que utiliza David Trueba como arranque de Blitz, su última novela. La corta y expresiva palabra (relámpago en alemán) sirve al escritor para nombrar esos fogonazos, deslumbramientos, que llegan a la vida de repente, por sorpresa, y que son capaces de cambiarlo todo. Escritor, guionista, cineasta, articulista, Trueba es un hombre atento siempre a esos destellos imprevistos. La curiosidad permanente, la capacidad de observación, la inquietud, son rasgos de su carácter.

 

Siempre dispuesto al diálogo, despierto, amigable y abierto, no cuesta nada imaginarlo de niño en una casa en la que entraba y salía gente constantemente. Ser el más pequeño de una familia numerosa, algo a lo que siempre se refiere, ha sido una de las circunstancias que le han hecho ser como es, uno de esos pilares sólidos sobre los que se ha levantado su construcción vital. “Mis recuerdos de infancia son caóticos, pero felices: Muchos hermanos, mucha gente en casa, siempre agitación, excitación y el enorme cariño de mis padres, que eran gente sin estudios ni cultura, pero llenos de intuición. Al ser el pequeño recuerdo una enorme libertad y autonomía desde muy temprano, podía hacer lo que me diera la gana sin que se metieran demasiado en mi vida, estaban ya demasiado cansados tras haber criado a otros siete hermanos”, comenta. Y es ahí, en esas imágenes, en ese certero autorretrato, en palabras como “libertad” y “autonomía”, donde nos acercamos al hombre que no se arredra, que va tras aquello que desea con naturalidad, sin temer no llegar a alcanzarlo.

 

Haber tenido como antecesor en los caminos del cine, a uno de sus hermanos, Fernando Trueba, así como haber tenido la oportunidad de conocer a interesantísimos personajes del mundo de la cultura, a los que ha tratado con familiaridad desde siempre, es otro de sus privilegios, un privilegio que ha conformado su sensibilidad y ha ampliado su mirada sobre las cosas. “Suelo tener interés en casi toda la gente que he conocido, desde actores mayores como Paco Rabal, Fernán Gómez, Luis Cuenca, que han sido mis amigos, hasta gente como Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Manuel Vicent, Rafael Azcona, y por supuesto, cualquier persona con la que haya trabajado”, asegura. Ahora, al repasar sus declaraciones, pienso que, en algún momento, mientras mantuvimos esta conversación [en el café-librería La Buena Vida, en Madrid, propiedad de otro de los hermanos Trueba], visualicé al autor de Saber perder en una conversación permanente: con unos y con otros, consigo mismo, con el mundo...

 

“Pasar dos horas con Billy Wilder, cuando estudiaba en Los Ángeles, cambió mucho mi percepción del cine y de la actitud que era imprescindible para reconocer a alguien como genio: su curiosidad, su modestia, su sentido del humor. Hasta entonces creía que los genios tenían que ser algo malditos, herméticos e intensos. Billy Wilder me enseñó que cuando se tiene talento, es una obligación ser generoso y abierto, modesto y accesible”, vuelvo a sus declaraciones porque en ellas, en ese elogio de Wilder, en sus enseñanzas, hay mucho de él mismo: del niño que aprende, que absorbe; del joven que ya ha cumplido 45 años y sigue aprendiendo, saludando, queriendo saber de los demás.

 

David Trueba habla y piensa con rapidez y parece que está siempre a punto de marcharse de viaje. El día del encuentro, de hecho, tenía que coger un tren rumbo a Barcelona. Tal vez fue ese dato y los muchos correos cruzados con él antes de concretar la cita, correos que me lo situaban en distintos países, de gira permanente, lo que contribuyó a fijar en mí la idea de un hombre siempre en movimiento. Sin embargo, durante la charla, su elogio de la lentitud, de la calma, de los relojes de arena, tan esenciales en Blitz, me llevaron a variar un poco la impresión. David Trueba es de esas personas que disfrutan moviéndose, pero que añoran detenerse, que, pese a llevar un ritmo intenso de vida, no dejan de reflexionar sobre todo, de observar los pequeños detalles, de percibir esos fogonazos que anuncian los cambios de ritmo y de rumbo.

 

- Empecemos por los versos de Emily Dickinson que has elegido para la apertura de Blitz. “(...) La verdad debe deslumbrar poco a poco / o a todo hombre dejará ciego” ¿Por qué esos versos?

 

- Porque creo que expresan magníficamente en qué consiste la vida, sobre todo para las personas inteligentes, capaces de preguntarse: ¿cómo refrenar la amargura si conoces la verdad? Emily Dickinson se refiere a la verdad con mayúsculas. Todos conocemos el proceso, la evolución, los parámetros y el destino final de la vida. Estamos expuestos a las sorpresas que nos depara el camino, pero sabemos que donde no hay sorpresas es en sus tramos. Lo que dice el poema es que esa verdad que conocemos nos tiene que ir siendo revelada poco a poco, porque si no su impacto puede ser brutal. Y yo creo que esa revelación nos va llegando a través de destellos. En el fondo es como un viaje aplazado constantemente hacia esa verdad; por un lado nos engañamos, por el otro nos sujetamos, no nos dejamos caer... Emily Dickinson nos habla de que al final la vida nos propone un trato; que lleguemos a disfrutarla sabiendo en qué consiste; que lleguemos a vivirla en plenitud, sabiendo que esa plenitud se nos acabará escurriendo entre los dedos. Ahí está la gran apuesta. Por eso me niego a aceptar lo que tantas veces se dice de que no se puede ser inteligente y optimista a la vez, de que no se puede saber sin estar amargado. Yo me peleo con esta especie de interpretación de la inteligencia como una condena, porque por esa regla de tres ser tonto, no hacerse preguntas, sería más satisfactorio. Lo importante es encontrar el equilibrio. Una persona puede hacerse preguntas, puede buscar, sin que eso le lleve a la desesperación. Los versos de Emily Dickinson, una vez más, como en toda la gran poesía, son capaces de contar en cuatro brochazos más que lo que quisiéramos encontrar en una obra entera de filosofía.

 

- Hablas de relámpagos, de destellos, de iluminaciones... Todo esto tienen mucho que ver con tu última novela.

 

- Sí, pero más allá del significado intelectual, religioso, que estos términos pueden tener, yo los aplico a la vida cotidiana, porque la vida se compone muchas veces de pequeños flashes, relámpagos, instantes en que te sucede algo esencial. Se suele decir que al morir se ven las cosas pasar a gran velocidad, pero yo creo que eso es mentira, porque lo que se debe ver son esos destellos, esos momentos que los americanos denominan highlights, altas luces. Nuestra vida al final es eso: las altas luces, que unas veces son de amargura y otras veces son de euforia. El conjunto de todas ellas, asentado sobre una masa bastante espesa y olvidable, es lo que queda.

 

- Volviendo a Emily Dickinson. ¿La has leído mucho?

 

- Sí. Me gusta y la he leído mucho. Siempre me he sentido atraído por poetas que tienen un componente casi filosófico, porque son una lección de síntesis, de observación, y porque resultan muy útiles para encontrar cosas que uno no sabe ni sentir. A veces he pensado que la poesía, la filosofía, la ficción en general, el cine, la música, nos enseñan a sentir, a poner palabras a lo que sentimos. ¿Quién nos ha dicho que nosotros conocemos los sentimientos? Los conocemos a través de su representación y es al verlos representados, al leerlos, cuando nos reconocemos en ellos. Eso es lo que nos acerca o nos aleja de los personajes, lo que nos hace entenderlos y lo que puede, en muchas ocasiones, ayudarnos a sobrevivir. Yo siempre digo que son remedios contra la soledad. Una persona que está triste, va a su casa y se pone a escuchar la canción más triste del mundo. No está buscando un consuelo; no trata de olvidar o de encontrar una medicina para pasar el mal rato. Lo que está buscando es mucho más interesante que todo eso. Lo que está buscando es compañía, alguien que comparta ese sentimiento porque lo ha experimentado antes. La idea de compañía, no de evasión, asociada a la ficción, a mí, como persona que se ocupa de estas cosas, me interesa bastante.

 

- Por eso no deja de ser curioso, contradictorio, que la cultura se considere cada vez más como algo inútil, de lo que se puede prescindir.

 

- Yo creo que la pregunta que hay que formularse es: ¿Útil para qué? Seguramente no será útil para ganar dinero en Bolsa o para colocar a tu hijo en un buen trabajo, pero sí para sobrevivir, para atravesar la vida; que no todo es ganar dinero en Bolsa o tener un buen trabajo. Hay infinitas cosas más. Lo que ocurre es que la palabra útil se la han apropiado con respecto a la vida unos señores que son narcotraficantes, vendedores de pastillas; ya sean pastillas de autoayuda, económicas o políticas. Pero la utilidad está justo, exactamente, en la acera opuesta por la que transitan esos mercaderes. Tenemos que mirar desde ese lado opuesto, donde las cosas no se miden en función del parámetro que ellos han puesto, sino a partir del principio que asocia la vida a una larga experiencia, con sus trechos de edad, con sus decepciones y sus momentos de euforia. Se trata de asociar lo útil a lo que ayuda al  armazón de la persona. Lo contrario, la medida de los logros materiales, externos, tan de nuestra sociedad, le está haciendo la vida muy cuesta arriba a muchísimas personas y es una causa profunda de desapego y, sobre todo, de depresión y de frustración. Ahora mismo, pese a las dificultades, a los problemas económicos, vivimos en el mejor mundo de la historia de la humanidad y, sin embargo, es un mundo que causa infelicidad. ¿Por qué? No es culpa de la inteligencia, sino de la inteligencia mal aplicada.

 

- ¿Crees que la cultura puede convertirse en un campo de batalla? ¿Debemos reivindicar la utilidad de lo inútil, como dice el profesor italiano Nuccio Ordine?

 

- Bueno, tenemos que partir del hecho de que la cultura no es ajena a la mercantilización. Pero dicho esto, es evidente que la cultura es mucho más que las expresiones culturales y las industrias culturales. La cultura es todo lo que no es piel en una persona, todo lo que está dentro,  asentado en su experiencia emocional. Y esa experiencia está relacionada, a través de la mirada, del sentimiento, con la creación artística en todas sus vertientes. Ahí, evidentemente, claro que la cultura tiene que dar la batalla siempre. No es una batalla política sino una batalla humana. El humanismo, la sensación de la medida humana sobre las cosas, ha estado muy desprestigiado en las últimas décadas. Y eso ha hecho mucho daño, porque finalmente lo que se ha desterrado es el entendernos a nosotros como una constante, como un experiencia que va pasando de unos a otros y se va transformando a través de nuevas miradas y vivencias. En ese sentido, también pienso que la cultura ha perdido la batalla. En un momento dado se ha dejado tentar por el mundo del dinero, por la contabilización mercantil, por esa especie de parámetro deportivo según el cual lo que importa es ser el más vendido, el primero, el mejor, el número uno, el premio tal o cual. ¿De verdad vamos a caer en eso? ¿De verdad vamos a dejar que el suplemento cultural de un periódico o de una radio oscile en torno a los premios, a la recaudación, a las ventas?

 

- ¿Qué respuestas das tú a todas estas cuestiones?

 

-  Yo creo que debemos revelarnos contra eso y seguir hablando de lo que de verdad es interesante, de lo que de verdad aporta. Al decir esto no quiero dar la impresión de ser partidario de estar al margen del mercado y de pensar que sólo así se logra el prestigio. Creo que el mercado forma parte de la humanidad y que, por lo tanto, debemos estudiarlo y analizar por qué pasan determinadas cosas. No hay que despreciarlo, pero tampoco verlo como la clave de todo. Respecto a la utilidad de lo inútil de la que habla Ordine, pienso en un pasaje muy bonito que hay en El rey Lear, de Shakespeare. Se trata de un momento de desesperación del rey, cuando ve que sus hijas se han apropiado de su reino antes de que él muera y se da cuenta de que ya lo quieren matar. En ese momento él piensa que le están quitando las cosas inútiles. Llega a decir algo así como que “hasta el mendigo más pobre lleva en su bolsa cosas inútiles, porque son imprescindibles”. Es muy bello.

 

- En Blitz la reflexión sobre el tiempo es fundamental. La imagen de los relojes de arena, que forman parte del proyecto de parque que presenta  el protagonista [de profesión paisajista] es muy significativa. ¿Hasta qué punto te interesaba hacer hincapié en la incapacidad para detenernos, tan propia de los habitantes de las urbes modernas?

 

- Pienso que la observación es el gran lujo ahora mismo. El jacuzzi y las vacaciones en lugares exóticos están bien, pero hay otros lujos que la gente no se permite, por ejemplo, el lujo de disponer de su propio tiempo, el de pararse a decir: “soy dueño de mi tiempo” o “estoy ocupando el tiempo”, que es algo diferente a lo que entendemos por disfrutarlo. Ahí es donde, a lo mejor, los ricos y los pobres se confundirían. Mi protagonista lo que quiere hacer es una especie de jardín del tiempo. Le ha dado vueltas al asunto y se ha dado cuenta de que un reloj de arena es uno de esos inventos para visualizar lo invisible que tanto nos fascinan. El tiempo, la medida del tiempo, va unida al desarrollo intelectual del Renacimiento, cuando la gente se empezó a hacer preguntas sobre el hombre y, de repente, se dio cuenta de que el hombre sin entender el tiempo no tenía ningún sentido. Lo que nos explica realmente es nuestra pelea con el tiempo: cómo vencerlo, cómo vivirlo intensamente, cómo aceptarlo... Y eso es lo que al personaje, que acaba de cumplir 30 años, le perturba. Por primera vez en su vida empieza a pensar en el tiempo. Hasta entonces, como los niños, ha estado devorándolo, sin preguntarse sobre él, pero ahora toma conciencia de su importancia y, a través del jardín que proyecta, quiere que un reloj de arena les recuerde a los paseantes lo largos que pueden ser tres minutos cuando te dedicas a observarlos. Todo esto  tiene mucho que ver con los momentos de la vida, con el lugar donde nos colocamos para mirar las cosas.

 

- Hay un pasaje de la novela donde leemos: “La agitación es solo una forma de rellenar el verdadero vacío”. ¿Crees que la prisa, la agitación constante, es uno de los grandes males de nuestra sociedad?

 

- La sensación de que el tiempo va muy deprisa y no somos capaces de alcanzarlo es una angustia inducida por nuestra sociedad, donde la gente a los 10 años ya está angustiada. ¿Cómo lo han logrado? ¿Cómo han conseguido que un deportista joven ya sienta que se le ha pasado el tren o que una persona que se separa con 40 años considere que ha perdido los mejores años de su vida? ¿Por qué? Parémonos a mirar la vida otra vez. Todas estas reflexiones están en el punto de partida de Blitz.

Es como si en la sociedad actual hubiera un problema de métrica, como si pudiéramos imaginar que hay un metrónomo vital y éste se hubiera acelerado. Lo primero que tiene que hacer un músico cuando compone una canción es comprobar que el metrónomo está ajustado al ritmo que él desea. Lo increíble es que nosotros no manejemos el metrónomo de nuestra vida y toquemos al ritmo que los demás quieren que toquemos. Eso produce una enorme angustia, la angustia de llegar siempre tarde; la angustia de no tener tiempo para hacer las cosas. Solemos escuchar: “Si tuviera otra vida haría esto o lo otro”; “si pudiera volver atrás estudiaría guitarra...” Bueno, para tocarla bien, probablemente habría que empezar de niño, pero para disfrutarla... A lo mejor no es tan difícil. La angustia es un fenómeno social evidente, por el cual muchísimas personas sienten que la vida se les escapa entre los dedos cuando todavía está en su plenitud.

 

- ¿Cuál es tu relación con el tiempo? ¿No sientes esa angustia?

 

-  Yo soy una persona que intenta aprovechar mucho el tiempo, pero para preservarlo, sabiendo que de vez en cuando hay que perderlo. Hay que perder el tiempo. Lo que sucede es que eso se ve como algo negativo, se asocia al aburrimiento. Es como si hubiera que tener atracciones externas todo el rato.

 

- “Vivimos en el mundo de la conexión permanente”, es otra de las frases de la novela, donde también se plantea, en tono de humor, que acabará habiendo clínicas de desintoxicación para tratar la obsesión de los móviles. Parece lejano, pero ya hay muchos psicólogos tratando esta adicción.

 

- Tiene que ver con lo que hablábamos del tiempo. El teléfono móvil ha provocado tales prisas que la gente, aunque no la llamen, está mirándolo todo el rato para ver si hay mensajes nuevos. Es el ejemplo más absurdo de la angustia. Es una forma nueva de esclavitud, un elemento de inmediatez que hace que cuando se producen cinco minutos sin nada se percibe un vacío. Y el vacío no existe. Es imposible físicamente en nuestras vidas que haya vacío, siempre hay algo. Uno de los personajes de la novela dice que el teléfono móvil le produce la misma perturbación que el tabaco, en el sentido de que en un momento dado nadie lo cuestiona, porque incluso forma parte de la estética, y 50 años después puede ser prohibido. El caso es que el ser humano no escarmienta y consigue que las modas se impongan una y otra vez sobre él y sobre su salud, sabiendo que lo que hoy no es dañino lo puede ser en el futuro. Ahora sucede con las mal llamadas nuevas tecnologías. ¿Cómo no somos capaces todavía de distinguir entre lo que tienen de natural en el desarrollo de nuestra forma de vivir y lo que tienen de tendencia, de moda, y por lo tanto de esclavitud económica a la que estamos sometidos para hacer ricos a unos señores a los que hay que adorar, a la altura de Einstein?

 

- La observación de las costumbres, el humor y la reflexión se aúnan en tus novelas. Es una de las características del David Trueba escritor. Leyendo Blitz no pude evitar que algo me recordase a Milan Kundera y su última obra, La fiesta de la insignificancia, donde reivindica el humor y vuelve a poner de manifiesto su capacidad para interpretar los cambios en las modas, los gestos y usos de la gente. ¿Qué te parece? ¿Te identificas algo con él?

 

- Siempre trato de reprimir muchísimas observaciones sobre la vida, para que no se noten demasiado en la novela. Quizá sea un poco el pudor del articulista de prensa que intenta que esa faceta no entre en sus ficciones. Sin embargo, cuando leo a los autores que más me gustan, entre los que se encuentra Kundera, sus libros están llenos de observaciones. La novela permite una reflexión más profunda y permite mostrar que los personajes están habitados por su lugar en el mundo, que es desde el que se enfrentan a las cosas de su tiempo. Cuando leí La fiesta de la insignificancia me hizo mucha ilusión la argumentación sobre el ombligo y la presencia que el ombligo tenía en nuestra sociedad, porque una vez escribí un artículo sobre eso, a partir de un comentario que había hecho mi padre al volver a casa. “Pero, hijo, qué está pasando, por qué va todo el mundo enseñando el ombligo”, me dijo. Y yo me di cuenta de cuánta razón tenía, de que enseñar el ombligo se había convertido en una moda femenina, provocativa y al mismo tiempo muy interesante. A Kundera le había pasado lo mismo que a mi padre, que era todo lo contrario que él, un hombre nada intelectual ni reflexivo. La verdad es que se trata de un escritor que siempre me ha interesado. Ha sido capaz de no abandonar nunca del todo el humor, pese a su trascendencia bestial, y nunca ha rechazado lo convencional de la novela: crear unos personajes, seguir sus tramas, los destellos de sus vidas... Todos esos elementos los ha dispuesto muy bien. Ahora ya no es un autor de moda. Lo fue, con demasía tal vez, en los años 80, pero a mí me ha gustado leerlo siempre. Los testamentos traicionados es el libro que probablemente más he regalado. Para mí es uno de los ensayos más inteligentes sobre el arte en el siglo XX.

 

- En su obra también ha reflexionado mucho sobre la importancia de la imagen, de la fotografía, de los medios audiovisuales.

 

- Sí.  Fue alguien que quiso ser director de cine y eso resulta clave a la hora de leer su obra. Formó parte de una generación muy importante cinematográficamente y Milos Forman es uno de sus íntimos amigos. Kundera ha sabido mirar a su época desde sus distintas edades. No se ha peleado contra el proceso del tiempo. Hay una cosa que a mí siempre me ha sorprendido: que la gente esté reñida con el tiempo que le ha tocado vivir. Eso Woody Allen lo parodia muy bien en Medianoche en París. Pensar que todo fue mejor dos generaciones antes es muy habitual y en la película vemos cómo el protagonista sueña con la Francia de Hemingway y Scott Fitzgerald, mientras que los que estaban ahí soñaban con un tiempo anterior. Siempre he creído que pelearnos con nuestro tiempo es una batalla perdida. Lo que hay que hacer es observar y preguntarse el porqué de las cosas: por qué se enseña el ombligo, por qué necesitamos mirar el móvil todo el rato o colgar fotos en las redes constantemente. Si sabemos observar con un poco de generosidad podemos aprender muchísimas cosas de los comportamientos. No me gustan los escritores que tratan a los otros simplemente como imbéciles, que se sitúan en esa posición y consideran que sólo ellos son los inteligentes. Eso no quiere decir que no haya que ser críticos. Se trata de entender y de criticar, por supuesto, lo que consideramos erróneo. La literatura nos sirve para retratar el mundo en el que vivimos y para proponer otro mundo posible dentro de ese mundo. No podemos decir a la gente que coja una máquina del tiempo y se traslade, pero sí podemos ayudarla a reflexionar sobre el mundo en el que vive con sus inconsistencias. Suelen decirme que en mis libros y en mis películas siempre salen personajes que, de alguna manera, viven en un entorno particular, y yo les digo que esa es mi reivindicación desde niño. Hay un mundo y dentro de ese mundo está el nuestro. No digo que cada uno de nosotros tengamos la potencia de Dios para crear un universo entero, pero sí que somos reyes del nuestro y podemos decidir cómo queremos que sea y qué cosas y personas deseamos que entren. Esa capacidad tenemos que aprovecharla.

 

- Aparte de Kundera, ¿qué otros autores te gustan, han sido fundamentales para ti?

 

- Muchísimos: Chéjov, Turguéniev,Tolstoi, Diderot, Stendhal, Montaigne, Nabokov, Scott Fitzgerald, Hrabal, Philip Roth, Joseph Roth, Faulkner, Simenon, Kaufman, Ring Lardner... Y más cercanos: Baroja, Pla, Cabrera Infante, Azcona... Y más próximos generacionalmente: Ignacio Martínez de Pisón, Félix Romeo, Ismael Grasa, Javier Cercas, Enrique Vila-Matas, Pedro Zarraluki y Marcos Giralt Torrente, entre otros.

 

- ¿Qué te ofrece el cine que no te de la literatura y viceversa? ¿Cómo conviven ambos territorios?

 

- El cine es de una potencia expresiva muy grande. El efecto que genera en el espectador es muy primario, envidiable, como el de la música. La literatura apela a una lectura más íntima. Ambas labores son muy distintas en su efecto, pero trato de acercar la escritura de una y otra a esa experiencia de comunicación personal que tanto me interesa.

 

- ¿Qué efecto te gusta conseguir en quienes leen tus libros o ven tus películas?

 

- A mí me gusta mucho que cuando alguien lee un libro mío no mire al mundo de la misma manera, al menos durante las semanas siguientes. En ese sentido juego mucho con la verosimilitud, pero también me interesa mostrar que las personas pueden hacer algo rechazable, incluso expresarse de manera rechazable, sin ser horribles por ello. Comprender esto significa ampliar la capacidad de aceptación que uno puede tener sobre los demás. Creo que enseñar a las personas a ser más tolerantes, a no juzgar tanto desde fuera, es una función muy importante que ha desempeñado la ficción a lo largo del tiempo. La literatura nos muestra la complejidad y nos ayuda a no caer en esta cosa tan habitual de considerar que los futbolistas son todos así; los aficionados al fútbol son todos así, los políticos son todos así... ¡Cuidado! Si rascamos nos podemos encontrar con personas mucho más cercanas a nosotros mismos de lo que creemos. Y eso nos puede producir un vuelco vital, porque es muy impactante comprobar lo mucho que nos parecemos a aquellos que considerábamos tan diferentes. Por más que la religión lo haya intentado han sido los buenos novelistas los que han conseguido transmitir todo esto maravillosamente. Ahí tienen mucho que ver los prejuicios, las apariencias. Yo recuerdo que cuando escribí Saber perder me interesaba que Silvia, el personaje de la protagonista, fuera una representante natural de las chicas de 16 años, pero que también fuera un caso especial de esa franja de edad, porque yo lo que quería era indagar en lo que se puede estar escondiendo en una chica de 16 años que en apariencia no lee; que en apariencia está fascinada por un chico guapo, atractivo y famoso; que en apariencia es una estudiante mediocre y una hija con una cierta dificultad para comentar con sus padres y con las personas mayores lo que le pasa. En apariencia es muchas cosas, pero lo que yo me propuse fue mirar por debajo de todas esas apariencias, sacar a la luz esa parte oculta que es donde a veces nos encontramos sorpresas.

 

- Hablábamos del tiempo. La literatura, la lectura, la escritura, sí que son maneras de parar el tiempo. Cuando estamos leyendo o escribiendo sí que nos desconectamos. ¿No crees que ahora mismo la literatura es un espacio de rebeldía contra las tiranías del tiempo, contra la aceleración?

 

- Indudablemente. Leer bien es una labor lenta, que exige sacrificio, abstracción, que requiere preservarse del mundo exterior para poder disfrutar. Curiosamente, cuando la gente me dice si no me da miedo dedicarme a una cosa antigua, arcaica, como es la literatura, siempre contesto: es arcaica, pero al mismo tiempo es la más moderna, porque una de sus virtudes es el desafío, el desafiar continuamente a su tiempo. Es muy similar a sentarse a ver una película en la calma compartida del cine. Es una cosa antigua y a la vez la más moderna del mundo. Me da la impresión de que los que tienen dudas respecto a esto, los que consideran que tal vez se trate de cosas del pasado, que se acabarán quedando atrás, están equivocados. Van a seguir formando parte de la vida cotidiana porque está comprobado que necesitamos las historias, las ficciones. Son necesarias para la plenitud de la vida y siempre vamos a buscar todo aquello que nos proporcione esa plenitud. Hay muchas cosas nuevas que se van incorporando, pero eso no significa que se abandonen las otras. Puede que al decir esto contradiga ciertos datos, pero yo creo que ahora la gente, dejando aparte a los jóvenes, que aún están por formar, lee más que nunca. En el año 1950, por ejemplo, se publicaba un libro de Faulkner y se vendían muy pocos ejemplares, mientras que hoy de autores como Coetzee o Sebald, representantes de ese mismo tipo de literatura, se vende cuatro veces más. Hay cuatro veces más lectores abiertos a esas obras. Por eso no hay que tirar la toalla.

 

- Da la impresión de que en cada una de tus novelas has ido dando cuenta de las preocupaciones y de las reflexiones asociadas a cada una de tus etapas vitales. Has hablado de la adolescencia, de la juventud... Ahora, en Blitz, partes de un momento de crisis, de cambio, en la vida. El protagonista está en una posición en la que tiene la juventud cerca, pero ya entra de lleno en la madurez y empieza a percibir que la vejez no es un horizonte tan lejano. ¿Atraviesas un momento de especial lucidez?

 

- Es curiosa esta pregunta porque recuerdo que cuando empecé a hacer películas, que fue antes de mi primera novela, pensé: es muy difícil tener 20 años y empezar a escribir para una industria como el cine y no caer en lo que en ese momento tiene éxito, en lo que te reclama ese mercado, esa industria, porque se supone que va a funcionar. Sabía que ese peligro era muy difícil de evitar porque uno es presa del propio oficio e intenta llegar a la gente, decir cosas que interesen y que se consuman. Fue ahí cuando decidí optar por un camino en el cual la única seña que podía dejar era intentar que lo que hacía –mis películas, mis guiones, mis novelas– formasen parte de un álbum, un álbum parecido al que tenían nuestras madres en casa. Ese álbum que de vez en cuando miramos y donde, al vernos en la foto de los 12 años, nos gustaría haber salido más favorecidos, incluso haber sido distintos. Nos gustaría que esa imagen representara mejor lo que teníamos por dentro, pero, sin embargo, no podemos despegarla del álbum y arrancarla porque representa lo que fuimos, lo que somos. En mis novelas he intentado siempre que, aparte de contar lo que quiero contar, aparte de que estén lo mejor elaboradas posible en forma y fondo, sean como fotos de ese álbum, historias que yo no puedo escribir ahora porque las escribí hace 20 años. Es el hecho de no poderlas hacer en otro momento distinto lo que les da el valor. A muchos escritores les importuna leer sus libros antiguos y no corregirlos. Es algo entendible. Están pensando en la consagración, en ser recordados por la historia de la literatura, y tienen miedo a que se detecten los errores del pasado, pero yo tengo una perspectiva sobre mí mismo bastante más humilde, en el sentido de que a lo único a que aspiro es a sentir que mis libros, me agraden más o menos con el paso de los años, me representen claramente en cada uno de los momentos en los que los escribí.

 

- Si hay un elemento clave en todas tus novelas es la presencia de la familia. Desde tu debut con Abierto toda la noche, la familia, en mayor o menor medida, siempre aparece.

 

- Sí. Es fundamental. La familia me parece novelesca en sí misma. Para poder contar el mundo lo más fácil es reducir la realidad, extraer una pequeña porción de la misma, un pequeño gesto. Y la familia es esa porción que nos da la idea del mundo. En mi caso, además, tiene una importancia fundamental porque me he criado en una familia numerosa, hoy totalmente extinguida como forma de vida. Me encuentro con personas que al volver de sus viajes por África o Latinoamérica dicen sentirse sorprendidos tras ver lo feliz que es la gente pese a la pobreza o la escasez. Yo les digo: viajad a una familia numerosa en los años 60 o 70 y os encontraréis con esa misma felicidad, porque todavía no habían cerrado la casa, porque aún estaba abierta y entraba y salía gente todo el rato: los amigos de los padres, de los hermanos... Cerrar el mundo ha sido un error. Encerrar a la gente en núcleos familiares muy pequeños, en una vida demasiado privada, hace que los niños crezcan con poca exposición a las rarezas del mundo. Por eso pueden tener ventaja los niños que vienen de fuera, que vienen de condiciones menos favorables. En su contra está la falta de dinero, el no pertenecer a clases dominantes, pero a su favor tienen que la calle es suya. Y el que domina la calle cuando tiene 10 años, domina el mundo cuando tiene 40.

 

-  En Blitz hay una reivindicación del paso del tiempo, de las arrugas, de la imperfección. No puedo evitar pensar en aquel anuncio de moda tan acertado de “la arruga es bella”. Lo mismo, aplicado al cuerpo humano, está en tu novela: Aceptemos las arrugas, llevemos con dignidad los deterioros. Menos plástico, menos cirugías. Ese es el mensaje que se transmite.

 

-  Sí. Ese es uno de los grandes asuntos de la novela. En el fondo lo que hay es una reflexión sobre qué es lo que piensan los demás y qué es lo que piensas tú. De hecho, para mí la escena más importante es cuando el protagonista, después de haber tenido una relación sexual con una mujer mayor, se siente avergonzado del que dirán, adopta ese qué dirán como propio y lo ejecuta de una manera salvaje con un amigo suyo a través de una conversación telefónica. Ese tipo de escenas que buscan violentar al que lee me gustan mucho. A los lectores no les podemos exponer todo el rato a la caricia; tenemos que exponerlos a la verdad a través de las acciones de los personajes. Y esto genera de inmediato un cortocircuito, un rechazo del personaje, pero es que el personaje también se cae mal a sí mismo. En este caso se trata de entender que lo que está haciendo es ejecutar el qué dirán, los prejuicios de la sociedad, como propios. Por ejemplo, tenemos la belleza. ¿Qué es la belleza?. Una cosa es la belleza externa que apreciamos, que tiene unos valores y unos elementos cercanos a su representación artística. Pero la belleza que encontramos en nuestras vidas, en la proximidad, en la intimidad, está compuesta de muchos más elementos. No puede ser que nos dicten desde el exterior, desde una revista, cómo tienen que ser los culos, cómo tienen que ser las tetas, las dentaduras, los besos, la forma de vida... Hay un momento en el que tenemos que rebelarnos contra todos esos dictados de la moda, porque a lo único a lo que nos abocan es a la frustración. Como yo no puedo conseguir eso porque no lo tengo; como mi pareja no puede conseguir eso, entonces no podemos mirarnos, no podemos amarnos, no podemos acariciarnos porque al hacerlo no estamos acariciando algo bello. Hay otro momento muy especial en el libro, que confieso tiene que ver con mi propia experiencia sensorial, en el que el personaje tiene en sus manos un pecho aparentemente perfecto, operado, pero al palparlo recuerda de pronto ese otro pecho que, de alguna manera, le había avergonzado en esa relación anterior porque era imperfecto, porque estaba mórbido, caído. Lo añora porque era auténtico. El no poder asociar la belleza a la biografía de una persona es condenarnos al suicidio, porque la belleza está en el proceso.

 

- Es curioso que no hablemos más de todos estos temas, que tanta gente asuma, con absoluta facilidad, los dictámenes de la publicidad, de las idílicas, irreales, revistas de moda.

 

-  Así es. Yo creo que ante todo esto debemos formularnos la pregunta: ¿La degradación nos roba toda la belleza o nos deja algo de belleza transformada? Ahí está uno de los grandes temas de este momento que vivimos. A mí me gustaría saber cómo tenemos que actuar, cómo tenemos que condicionar nuestra vida en función de esa belleza impostada que nos están vendiendo las revistas femeninas. Por supuesto que, antes que nada, están los ideales clásicos. Con esos ideales podemos convivir, pero no con una revista que a una mujer de 40 años le borra las arrugas en la portada porque si no no puede ser portada. Con eso no debemos convivir, tenemos que estar en guerra porque su influencia social es nefasta. Se trata de un veneno social. Necesitamos que esa tendencia se transforme para poder ser felices. Y todo esto lo digo sabiendo que tampoco podemos ser ajenos a lo que es la belleza, a la atracción por la belleza. Ahí es donde está el conflicto que me interesa: el conflicto de envejecer, el conflicto de la decrepitud, de la decadencia física. ¿Qué hacemos; la vamos a combatir sólo en el gimnasio o la vamos a combatir de otra manera, con otra manera de mirar, de vivir nuestra vida?

 

- Son preguntas que revuelven, que ponen en entredicho muchas cosas.

 

-  Sí. Todo eso es lo que me parece provocativo del libro. Dice mucho que el protagonista tenga entre las manos las dos pieles y decida cuál es la que le hace compañía y cuál es la que no. Y aquí hay otro tema fundamental, el de la transformación de la sexualidad en pornografía, algo que está afectando bastante a los adolescentes. Los adolescentes al haber visto muchísima pornografía en Internet actúan imitando esa pornografía que ejecuta una sexualidad artificial, de sumisión, de dominio. Ese es un problema que vamos a pagar en el futuro si no somos capaces de reivindicar la relación sexual en su naturalidad, en su torpeza, en su caos, en su improvisación, en su defecto. Por eso yo intento que mis escenas sexuales, que en la mayoría de películas o de novelas que leo, son prescindibles totalmente, sean sinceras. Me parece que lo que está faltando en la sociedad es sinceridad, que unos y otros seamos capaces de reconocer nuestros defectos. Pero sucede lo contrario: estamos mandando un mensaje permanente de perfección. Todo el mundo envía selfies en los que sale bien. Todo el mundo tiene un asesor de imagen. Todo el mundo da entrevistas diciendo que es cojonudo y presenta sus candidaturas diciendo que va a salvar a la humanidad. Resulta ingenuo, estúpido. Debemos empezar a reconocer que no tenemos respuestas para todo, que solemos meter la pata. La sinceridad provoca cercanía. No sólo en Blitz, también en Saber perder, he hecho el ejercicio de reivindicar al ser humano por lo que tiene de imperfecto, no por lo que tiene de perfecto.

 

- El tema de la relación entre un joven de 30 años con una mujer que le dobla la edad es, en cierto modo, un tema tabú. Nada que ver con la situación inversa, señor mayor con mujer joven, que llena tantas páginas de la prensa rosa. ¿Cómo están reaccionando los lectores?

 

- Bueno, lo que noto a veces es una lectura muy superficial. Eso sí me preocupa. En la novela el tema está tratado con una cierta violencia y crueldad; no desde la reconfortante mesa camilla. Lo que pretendí desde un principio fue huir del arquetipo de la mujer mayor, del joven en brazos de la mujer madura, de ese concepto de la seducción como adoctrinamiento. No quería seguir el modelo de Mrs Robinson, la protagonista de El graduado. Me parecía demasiado novelesco, peliculero. Quería retratar a una mujer que no busca nada, pero que llegado el momento decide implicarse. El protagonista piensa todo el rato que la puede hacer sufrir, pero ella está ocho veces por encima de él porque tiene una experiencia vital que le permite flotar sobre los vaivenes de la vida con muchísima más agilidad. En el fondo, ella es mucho más joven y menos conservadora que él. Esto es algo que me interesaba mucho apuntar, porque detrás de una persona mayor se esconde muchas veces una persona terriblemente joven, algo que no acabamos de ver porque también ahí intervienen los prejuicios, las ideas asumidas.

 

- La comunicación entre generaciones es algo que está muy presente en tus libros, en tus películas.

 

- Así es. Se trata de algo de lo que no fui consciente hasta muy tarde. Alguien me lo señaló y a partir de ahí reflexioné sobre ello y me di cuenta de que era cierto. Quizás se deba también a mi mundo familiar, donde estaba expuesto a convivir con muchas generaciones a la vez. Mi padre era 16 años mayor que mi madre y para mí eran dos generaciones distintas en su forma de pensar, de ser. Y luego estaban mis hermanos; el mayor me llevaba 18 años... En mi casa convivían cuatro generaciones y eso era muy apetecible. Considero que una película completa es una película donde se da ese intercambio generacional, y una novela completa también. Me cuesta mucho meterme en esos archivos concretos que dividen a las personas en jóvenes, adultos, tercera edad... Se trata de archivos que no se pueden intercambiar. Y la vida consiste en que una persona de 20 años se relaciona con una de 60 y una de 40 con una de 10. Así es la vida.

 

- Me imagino que no es fortuito el hecho de que el protagonista de Blitz viaje a Alemania y que la mujer con la que mantiene una relación sea alemana. Ahora mismo el contraste entre el carácter alemán y el español, entre la situación de la Europa del Norte y la del Sur, da mucho juego.

 

- Yo quería transmitir esa idea que ahora tenemos de Alemania como una especie de madre cruel y para acentuar el contraste entre la inestabilidad económica española y la estabilidad alemana no me fui a Berlín, una ciudad muy cosmopolita, donde hay mucha gente pasándolo mal, sino que viajé a Munich, mucho más burguesa, conservadora, donde, aparentemente, se encuentran las empresas más fuertes y donde todo sucede sobre una especie de colchón de poder. Quería contraponer esa Munich actual a todas las grandes capitales históricas europeas: Atenas, Roma... Se trata de una ciudad sólida frente a otras que lo que tienen es una gran riqueza imaginativa en su forma de vivir y una fuerte carga de creatividad que parte de sus tradiciones. Yo siempre digo que España es un país con todos los defectos del mundo, sistemáticos, pero con todas las virtudes que la convierten en un buen lugar en el que nacer. Es un ejemplo de superación cultural constante, tiene un clima irrepetible, con una variedad increíble de todo en muy poco espacio. Se trata de un país muy atractivo al que a la gente le cuesta mucho renunciar.

 

- También es muy imprevisible. Lo que ha pasado en los últimos años, desde el 15-M, ha sido sorprendente: las movilizaciones, el surgimiento de colectivos sociales y nuevas formaciones políticas. Eso no ha sucedido en países vecinos como Portugal, Francia...

 

- Bueno. Los franceses han tenido la reacción contraria, que es ir a lo conservador, a preservar sus privilegios. El contraste entre España y Francia ahora mismo es que Francia lucha por preservar sus privilegios y España lucha por inventar un país más justo. Son dos respuestas ante la enorme desigualdad que se ha fabricado en la Europa de los últimos 20 años. Esa desigualdad sólo puede ser corregida con instituciones muy democráticas, pero si esas instituciones se machacan y se destruyen, caso de los centros educativos o sanitarios, no puede existir igualdad de oportunidades. Ante el camino de los recortes y las privatizaciones que ha seguido Europa, la única opción que los ciudadanos tenemos es rebelarnos y seguir haciéndolo cada vez con mayor contundencia. Sin instituciones totalmente democráticas no hay sociedad. Lo que hay es otra cosa, el salvaje oeste. Yo lo he vivido en EEUU y no lo quiero para mi país. Hay muchas cosas que aprecio de la sociedad estadounidense, pero la desigualdad es flagrante y yo no puedo vivir en esa desigualdad, no me gusta, no me siento cómodo.

 

- Además, vivimos en un momento de fracaso, de fracaso individual y colectivo. Y frente al fracaso, a la imperfección, queremos ofrecer una imagen totalmente opuesta. Hay muchas contradicciones: la sociedad actual rechaza a los no triunfadores y, sin embargo, cada vez nos conduce más hacia la ruina.

 

- Bueno, de nuevo volvemos a la ceguera a la que nos conducen los versos de Emily Dickinson. Entre no dejarte ciego diciéndote la verdad de golpe y tratar de engañarte todo el rato, tiene que haber un punto medio. En ese punto medio es donde se desarrolla la historia de la literatura ahora mismo. Una de sus funciones debe ser mostrar las cosas que no se ven, porque no nos dejan verlas. Antes hablábamos de la belleza, pero también está la idea del éxito. Es otro concepto que se ha transformado en los últimos años. Recientemente hice una entrevista por skype para una clase de niños de entre 10 y 11 años, como mi hijo pequeño. Uno de los niños me preguntó cuál de mis películas o de mis novelas había sido la que había tenido más éxito. Yo quise saber a qué se refería y me contestó que a la que había conseguido más público o más ventas. Entonces le dije que eso no era el éxito; que el mayor éxito que yo había tenido era que cuando tenía su edad quería ser escritor y ahora, con 45 años, podía vivir de eso. Eso es el éxito para mí. Haber logrado ese sueño sin traicionar la vocación del niño de 11 años. Me he podido equivocar, pero no creo haber traicionado esa vocación en ningún momento. “El éxito no está en ganar mucho dinero sino en quedaros lo más cerquita de vuestro sueño que podáis”, les dije a los niños. Pero eso no es lo habitual. A los niños se les dice que tener éxito es poder comprarse un buen coche.

 

-   ¿No crees que la crisis está destapando la impostura y llevando cada vez a más gente a cuestionarse el actual sistema de valores?

 

- Sí. Yo pensaba al principio que podía tener ese efecto. Por ejemplo, Saber perder es un libro que está escrito antes de la crisis y al que ésta ha venido a dar la razón. Ahí retrato a un padre de familia que lo pierde todo, que no tiene dinero, que ha de buscar otro trabajo y que se enfrenta a una sociedad donde todo es difícil. Llegué a pensar que ese tipo de situaciones, a pesar de su dramatismo, iban ayudar a cambiar, a revertir los valores. Y, sin embargo, también estoy viendo una salida de la crisis basada en una especie de recambio. Ahora ya no se alaba el pelotazo inmobiliario, pero sí el pelotazo en Internet: tener muchas visitas en Internet, triunfar en Internet. “Fíjate qué éxito ha tenido que ha vendido por tantos millones a Sillicon Valley”, es una frase muy actual. Y yo me digo: “Uy, a ver si donde vamos a salir es ahí, a ver si lo que estamos haciendo es trasladar el foco, repetir lo mismo...”

 

- Pero, junto a todo eso, ¿no crees que están emergiendo otras sensibilidades, otras tomas de conciencia?

 

- Sí. Hace poco me fui a rodar un pequeño documental sobre Francisco Nixon, un cantante pop no muy conocido, y decidimos hacer encuentros en distintas ciudades con gentes que se pudieran equiparar a su trabajo independiente en diferentes artesanías. Se trataba de encontrar a personas que mantuvieran vivos los sueños de los 20 años: editar libros, grabar música, hacer zapatos, sin tener detrás empresas demasiado boyantes. Yo creo que esa es la reivindicación que hay que hacer ahora mismo; que la gente vuelva a darse cuenta del valor que tiene algo bien hecho. Esa es la clave del mundo: que exista Inditex y que pueda existir una chica que estampa unos vestidos y sólo los vende en su casa a sus amigas, a gente capaz de apreciar ese trabajo tan especial y diferente. La felicidad no siempre está en Inditex.

 

- Recientemente volví a ver tu película Vivir es fácil con los ojos cerrados y pensé que, pese a los muchos avances, hemos vuelto a retroceder en lo que respecta a los derechos que se habían adquirido. Seguimos buscando ampliar el horizonte, encontrar la luz de la que habla el profesor protagonista, ese admirador absoluto de John Lennon.

 

- Bueno, lo mejor que ha pasado en España últimamente es el nacimiento de colectivos solidarios, de personas que ayudan a otras. La mejor noticia de los últimos 10 años en España es que esas personas, que, por otra parte, siempre han existido, aunque no tan unidas, han empezado a tener visibilidad. Ahora hay mucha gente haciendo cosas, haciendo su labor y haciéndola bien en un mundo que los despreciaba, que partió de la base de despreciar a los profesores, por ejemplo, de despreciar cualquier tipo de vida que se mantuviera un poco al margen de los valores del éxito, de la rentabilidad. Yo siempre he sostenido que el cine español tenía que hacer películas que nos representaran, no películas que imitaran, en pobre, a las que hace otro país que tiene una gran industria. No sé si he tenido demasiado acierto o desacierto en lo mío, pero encuentro que ahora hay una veintena de directores jóvenes que están haciendo películas sin importarles demasiado dónde ni cómo las van a poder explotar y recuperar el dinero. Las realizan simplemente porque hay una necesidad vital de ponerlas en pie, de contar este tiempo en el que estamos. Son películas que se exhiben por vías alternativas, en cines de barriada. No es lo ideal porque lo ideal sería que tuviesen acceso a una exhibición normal, pero están abriendo un cauce de comunicación con el público de su generación, un público que se había perdido a través de los mecanismos de promoción convencionales.

 

- Uno de los grandes problemas del presente es la precariedad en todos los ámbitos. El trabajo creativo se sostiene sobre la precariedad.

 

- Ahí sí que es donde España se parece a la posguerra, porque de repente hay hambre, de pronto hay precariedad. Ahora de lo que nos tenemos que preocupar mucho es de evolucionar como sociedad hacia una conciencia cada vez mayor de lo colectivo, de lo social. En Vivir es fácil... lo que quise fue retratar la encrucijada ante la que se encontró la gente en los años 60, una encrucijada que era muy positiva, muy valiosa. Porque se trataba de la salida de una época negra, de un momento de búsqueda, de lucha por un ideal social. Sin embargo, Madrid, 1987, que transcurre 20 años después, lo que retrata es otra cosa: el momento en el que las ilusiones se transforman en escepticismo, en la decadencia que precedió a la crisis actual. Recuerdo que, con 18, 19 años, cuando salíamos de la facultad de periodismo e íbamos a hacer prácticas, la gente a la que admirábamos nos decía, en muchos casos, que ya estaba todo inventado. Esa especie de imposibilidad para romper la cápsula donde nos encontrábamos es lo que ha generado una gran incertidumbre. Frente a eso, insisto, se trata de reivindicar los sueños y trabajar para ellos. A quienes tienen sueños un país le debe ofrecer la posibilidad de cumplirlos, porque, de lo contrario, se dirige hacia la decadencia absoluta, deja de ser un país y se convierte en una especie de cárcel. Y ya hay muchas personas que han sentido que vivir en España era vivir en una cárcel. Un país sólo puede sobrevivir si ofrece la posibilidad de cumplir los sueños a los jóvenes. Eso sí lo ha cumplido EEUU en el siglo XX. En ese aspecto sí lo admiro.

 

- ¿Eres de los que piensan que la Transición no ha sido tan ideal como parecía?

 

- Yo no tengo una visión tan cruel de la Transición, porque creo que fue un territorio de felicidad para los que entonces éramos jóvenes. Nos sentíamos libres y con un montón de elementos que nos estimulaban: el cine, la música, la literatura... Fue un periodo de efervescencia. El mercado no estaba tan dominado, entraban cosas underground. Lo que sucedió es que algunos de los protagonistas de la cultura del pelotazo traicionaron su propio origen. Y que fueran líderes de la Transición ha sido nefasto para el país. Pero no hay que confundir la transformación de algunos de esos personajes en monigotes del pelotazo con todo lo demás. La época en sí, con tantos partidos políticos y discursos diferentes, fue muy interesante. Y, de alguna manera, eso está volviendo. Ahora hay discursos muy transicionales. Partidos como Podemos, que critican mucho el espíritu de la Transición, copian muchas cosas de esa etapa. Incluso terminan sus mítines con reivindicaciones y canciones de cantautores de esa época. Esto me parece muy curioso. Creo que en el fondo le están diciendo a la gente: “nosotros os vamos a devolver la excitación de los años 80”. Por eso creo que hay mucha gente de mi generación, en torno a los 45, 50 años, entre sus seguidores. Yo también escucho con agrado algunas de sus propuestas.

 

- ¿Se critica el espíritu de la Transición o el hecho de que ya muchos de los principios, de los consensos de la Transición, no valen y hay que reformarlos...?

 

- Creo que no se puede juzgar el tiempo pasado desde una perspectiva actual. Eso me parece terrible, porque entonces no hubo más remedio que transigir con ciertas cosas. Lo que sí es evidente es que sin honradez y sin control institucional, sin que las instituciones sean autónomas y libres, no puede haber Democracia. Eso es imposible si la justicia, si los medios de información, no están al servicio de la libertad de las personas. El problema no está en la Transición; está en los que se han apropiado de la democracia para que sólo les favorezca a ellos. Esto es lo que ahora se debe poner en cuestión para cambiarlo.

Pero sucede que los que se habían pasado 20 años diciendo que los jóvenes no se interesaban por la política, ahora preferirían que no lo hicieran. Los que decían que el 15-M era algo muy bonito, pero que había que dar el paso más difícil, que era intervenir en política, han demostrado que sus palabras eran falsas.

 

- ¿Qué echas en falta en el periodismo de hoy, en los medios? Supongo que es un asunto que te interesa, por tu formación periodística, por tu condición de articulista.

 

- Me interesa y me preocupa. Me preocupa que el periodismo haya abrazado la rutina del corazón y el cotilleo como algo necesario y normal. Que esos contenidos estén tan presentes en las publicaciones rigurosas me parece una derrota horrible. Echo de menos el largo aliento, el sentido del humor... Desde que irrumpió Internet los medios se han comportado como elefantes que corrían despavoridos a ser los más modernos. Han dejado de hacer lo que hacían bien y eso ha destruido su propio tejido empresarial. A día de hoy lo que tenemos es que los periodistas están desprotegidos como profesionales y al estar desprotegidos son mucho más manejables. Y, al mismo tiempo, se ha producido una explosión de las opiniones, una moda de los opinadores, que son gente un poco más autónoma, capaz de intervenir en varios sitios a la vez. Pese a todo, creo que siempre existen voces críticas dentro de los medios y eso la gente no lo debe olvidar. Pese a todo, creo que sigue existiendo gran periodismo; quizá no empresarial, salvo en casos muy alentadores, pero sí a niveles personales, gente que hace cosas estupendas en todos los ámbitos del periodismo. Y eso pese a la lacra de la precariedad laboral, una lacra que interesa al poder porque puede controlar la información desde el manejo del empleo y la supervivencia económica de las personas.

 

- La falta de pluralismo es cada vez más acentuada.

 

-  Por supuesto. Ahora hay una total falta de pluralismo y eso es muy peligroso para la salud democrática. Ya lo decía antes. Los medios son una pata importante del país, del sistema. Lo más grave de todo radica en los medios públicos, que tienen que ser fuertes, plurales, abiertos y constantemente desafiantes porque su prioridad no es ganar dinero. Lo que sucede es que los partidos gobernantes se han apropiado de ellos y los han convertido en sus capillas particulares. Con José Luis Rodríguez Zapatero hubo un paréntesis en este sentido, que es justo reconocer. Pero la primera norma de Mariano Rajoy fue destruir el consenso parlamentario respecto a la neutralidad mediática de la etapa Zapatero. Yo he escrito sobre eso un montón de veces, diciendo que no es posible que estemos permitiendo que una ley se cambie para favorecer el control político de los medios, en lugar de ampliarla a las distintas televisiones autonómicas. Y, por otra parte, los medios privados responden a intereses demasiado particulares. Si lo juntamos todo la conclusión es que nos dirigimos hacia el desastre absoluto, hacia un tipo de sociedad en la que se nos pretende ofrecer información en una única dirección. Ante eso lo que nos queda es ejercitar cada vez más el criterio propio. Una persona inteligente tiene que ir armando su propio discurso en el complejo y difuso bosque informativo.

 

- ¿Y el cine? ¿Dónde se ha fallado para que no paren de cerrarse salas?

 

- Entra dentro de lo que ya he comentado. El empresario se ha desdibujado y el trabajador no se siente identificado. Eso empobrece el mundo. Las empresas tienen que tener cara y ojos. Para mí el cine en salas se ha hundido no por la crisis del cine, ni por el cambio de costumbres, sino porque se ha puesto en manos de empresas de capital riesgo. Se han comprado las salas desde centros de capital en Suiza y en Londres y, por lo tanto, ya el dueño no tiene ningún poder sobre la programación, no puede darle un enfoque según su criterio. Por supuesto que hay excepciones y esas excepciones son las que visitamos, las que funcionan a duras penas. El consumidor es muy importante en todo el proceso. Los consumidores tenemos que ser conscientes de que mantenemos el mundo tal y como es. Las actividades, los negocios, se mantienen porque los visitamos, porque hacemos uso de ellos. Si dejamos de hacerlo luego no podemos quejarnos de que dejen de existir.

 

- En España el mundo de la cultura, del cine, siempre ha sido muy crítico. Su papel contra la guerra de Irak llegó a ser muy significativo. Sin embargo, en los últimos tiempos se ha adoptado un perfil más bajo...

 

- Sí. La sociedad se rebeló contra el aznarismo, contra la Guerra de Irak, y algunos creyeron que la gente de la cultura, particularmente del cine, había instigado esa rebelión. A partir de ahí consiguieron convertir en despreciable a cualquier persona con relevancia pública y mediática que decidiera expresar sus opiniones sociales y políticas; consiguieron que la sociedad acabase percibiendo eso como algo negativo, como la búsqueda de un provecho por parte de esas personas. Lo que era lo más natural del mundo en una sociedad democrática y abierta, se ha desnaturalizado por completo. Y lo que ha pasado con el cine es que ha sido absolutamente perseguido. El que lo estudie lo verá claramente. Ahí están las leyes, las normas que se han aplicado, así como la idea del propio dinero que se destinaba al cine, expuesta por los medios de comunicación y los políticos como una afrenta a la sociedad, cuando resulta que en los últimos años hemos descubierto que se destinaba dinero público prácticamente a todas las industrias de España, pero sin hablar de ello. Todos aquellos que han hecho de la subvención al cine un tema nacional estaban ocultando lo otro y tendrían que pagar la responsabilidad por haber ocultado todo el dinero que se estaba destinando a garitos y a lugares absolutamente abyectos con dinero público, dinero irrecuperable, porque en el cine todo se sabe, todo está auditado. Cada pequeña ayuda, cada factura y cada gasto, hay que justificarlo. ¿Por dónde ha venido todo este ataque, qué es lo que se buscaba? Pues lo que se buscaba era un consejo para navegantes: no te metas en política. Franco dijo: “Haga como yo, no se meta en política”. En la democracia se ha dicho de otra manera, pero el discurso es el mismo. Y eso es muy peligroso, porque es la libertad la que se ve amenazada. Aquí, los intelectuales están muy bien cuando piensan lo que el poder piensa. Entonces son fenomenales, pero el juego, la pugna en una democracia auténtica, tiene que realizarse entre iguales.

 

 

 

 

 

 

   

 

“Me interesa reivindicar al ser humano por lo que tiene de imperfecto”

 

“La ficción nos enseña a ser más tolerantes, a no juzgar tanto a los demás”

 

“Pelearnos contra nuestro tiempo es una batalla perdida”

 

“En nuestra sociedad lo que está faltando es más sinceridad”

 

“No puedo vivir en la desigualdad, me siento incómodo”

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

La soledad y los silencios de Adelaida García Morales

7 de octubre de 2016 12:51:01 CEST

                  La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.

 

 Femenino singular

            Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

            La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

            Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

            Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

            La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.                        

            El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

            En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

            La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

            En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.

 

Conmover al lector

            Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

            El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

            Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

            Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

            Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativas de la letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

En uno de los microensayos que componen Razón: portería, una de sus más recientes publicaciones y una idónea puerta de entrada  para acceder a las claves de su obra, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) escribe de los distintos estadios de la vida y dice que en cada uno de ellos “el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron 'kairos' y que podría traducirse libremente como su 'enhorabuena'”. Escribe el filósofo de la conveniencia de que el niño, el joven, el adulto y el anciano disfruten de su etapa concreta, desarrollando sus potencialidades y plenitudes, hasta llegar, si se tiene la fortuna, al final del recorrido, “como los antiguos patriarcas, colmado de años, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida”.

 

Tras leer esta esclarecedora pieza, que celebra la vida y reivindica el placer de saber envejecer, es imposible no preguntarse hasta qué punto el autor simboliza ese caminar consciente hacia adelante, cumpliendo con las obligaciones y llevando a cabo los deseos y vocaciones con una alegría equilibrada. Afable, reflexivo, dado a cuestionarse muchas verdades aceptadas, a sopesar sus palabras y acciones, Gomá da la impresión de haber trazado un mapa personal y de tener muy clara la ruta a seguir, siempre mirando a su propósito de frente, seguro de los objetivos, sabedor de que mejor no perderse en meandros y carreteras secundarias.

 

De esa manera, nada le ha impedido ir levantando una obra sólida cuyas ramas brotan de un tronco robusto, el de la ejemplaridad como punto de partida y como constante tema de reflexión. Ahí está su tetralogía: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible, libros que próximamente la editorial Taurus publicará juntos, en una caja que dará idea de la unidad del proyecto filosófico, y que coincidirá en las librerías con otros trabajos. Así un volumen que reúne sus textos sobre fundaciones: Carta a las fundaciones españolas y otros ensayos del mismo estilo (Pre-Textos) y Breve historia de la cultura occidental (Taurus). A Gomá no le faltan proyectos ni habilidad para sacar partido a su tiempo. Ya acaricia la idea de ponerse a escribir muy pronto otro ensayo corto, casi un panfleto, para el que tiene decidido el título: Visión, cultura y corazón educado. Lecciones de la crisis. Y adelanta que todo esto, en realidad, “es una transición para una nueva etapa” en su producción literaria, una etapa “cuyos contornos”, según dice, “se van perfilando poco a poco, sin excluir una idea que quizá algún día lleve a cabo: escribir textos filosóficos para la escena”.

 

Todo un plan de trabajo para los próximos dos años. Pasos medidos de un trayecto firme, el de este hombre que compagina el ejercicio solitario, reconcentrado, del pensador, con las dotes organizativas y de gestión necesarias para llevar el timón de un centro cultural como es la Fundación Juan March, cuyo destino dirige desde 2003. En él parece haber un talante práctico y a la vez soñador, una mirada sagaz y observadora a los detalles de lo cotidiano, del día a día, que se mezcla con una indagación en lo sublime, lo trascendente, lo inaprehensible de la existencia. Todo esto se va dibujando a medida que avanza la conversación. Una conversación detenida, en la que hablamos ampliamente de las renuncias y los horizontes de la filosofía, pero también del presente con sus luces y sus sombras, y, por supuesto, del gran tema: la vida.

 

Para entender la visión filosófica de Javier Gomá hay que ir al momento en que se fraguó, al trazado de una ruta intelectual que surgió en la adolescencia, una época que tan bien comprende y analiza en su Aquiles en el gineceo. Él mismo lo explica de la siguiente manera: “Yo me considero una persona de vocación literaria muy intensa e incluso muy tiránica. A partir de los 15, 16 años, tuve una visión, más bien una pasión, que me condujo hacia un conjunto de temas que tenían una conexión sistemática unos con otros y que partían de la ejemplaridad como concepto principal. Al principio quería contarlo todo de una sola vez, pero no acababa de encontrar la manera. Cuando acepté que iba a escribir un primer libro en el que sólo diría unas cuantas cosas, y que a ese habrían de sucederle otros que fuesen dando vueltas al tema central desde diferentes perspectivas, fue cuando el proyecto adquirió sentido”.

 

-- ¿Fuiste un lector muy temprano? ¿Por qué la inclinación posterior por la filosofía, no por la ficción?

 

- Mi vocación, muy temprana, fue literaria, esa emoción poética hacia determinadas ideas, esa inclinación de todo tu ser hacia un nudo de relaciones y de intuiciones vagamente presentidas. Se trataba de dar expresión, fijeza y permanencia a esa visión. Si la celebras, eres poeta; si la defines, eres filósofo. Mi primera reacción fue poética: escribí poesía, cuentos, novelas, literatura del yo. Pero me di cuenta que el asunto permanecía allí, intocado, incitante. Y entonces vino el trabajo en el concepto, la filosofía. Y allí hice mi morada.

 

-  ¿De niño ya eras muy observador? ¿Cómo te recuerdas?

 

- Soy observador en el sentido de que me fijo en la gente y en las cosas, pero desgraciadamente tengo muy mala memoria para los aspectos concretos de la realidad. Algo dentro de mí salta casi al instante de lo particular a lo general. Muchas veces me desespero cuando debo contar una anécdota porque retengo con exactitud la idea que deseo transmitir, desprendida de todos esos detalles que la hacen sabrosa para el oyente. De todos modos, si a veces algún detalle se me queda, es porque conserva para mí un altísimo poder significativo. Y entonces lo uso para algún ensayo. O en una ocasión para un libro entero: Aquiles en el gineceo contiene una meditación sobre el “caso” singular del Aquiles adolescente y su paso a la madurez (del estadio estético al ético).

 

La falta de ejemplaridad

 

- Si de algo estamos faltos hoy es de ejemplaridad. Curiosamente esa visión adolescente de la que hablas se anticipó a la necesidad de poner en la conversación, en el día a día, una palabra necesaria, con todas sus lecturas y consecuencias.

 

-  Sí. El concepto de ejemplaridad es, a mi juicio, un concepto conveniente, oportuno y necesario para nuestra época. Se trata de un concepto explicativo, pero la presentación que hago del mismo en mis cuatro libros es una presentación sistemática y abstracta. De hecho, incluso algunas veces, se me ha reprochado, amistosamente, que siendo un filósofo del ejemplo y de la ejemplaridad ponga pocos ejemplos, a lo que siempre contesto que una de las partes del conjunto, Aquiles, es justamente, toda ella, una especie de ejemplo.

 

- Sin embargo, los microensayos contenidos en libros como Todo a mil y Razón: portería, demuestran una gran capacidad para la percepción de lo cotidiano. Hay mucha experiencia y acercamiento a las cuestiones del día a día, que son vistas muchas veces incluso con ironía y humor. El lector siente que se le está hablando de asuntos cercanos, propios.

 

-  Esas entregas son el resultado de mis colaboraciones en prensa, algo que no me sentí capaz de acometer mientras mis fuerzas estaban completamente absorbidas en ese esfuerzo principal de elaboración de los cuatro libros. No fue hasta que publiqué el tercero, Ejemplaridad pública, con la idea ya muy madura en mi cabeza del cuarto, cuando pude tomar una cierta distancia del proyecto general y decidí que era un buen momento para aceptar colaborar en un suplemento cultural, en este caso “Babelia” (El País). Ya podía objetivar lo que había hecho, ofrecer nuevos tonos, nuevas modulaciones. Ya podía hablar de los temas de mis libros sin el esfuerzo de clarificación, de sistematización, de abstracción. Tenía la oportunidad de hacer justamente eso de lo que me hablas: introducir la anécdota, la vida cotidiana, el amor, el humor, la ironía, incluso la autoironía, cosas que sólo puedes hacer cuando el trabajo principal ya está maduro. Incluso en otro de mis libros recopilatorios, Ingenuidad aprendida, elaboré el concepto de filosofía mundana. Mi pretensión es que todo lo que hago pueda llegar a cualquier persona culta, pero es verdad que los libros de la tetralogía exigen un mayor esfuerzo de atención, mientras que, en cambio, en las mil palabras de los microensayos, se puede introducir al lector en los temas concretos, no en un sentido de divulgación fácil, de vulgarización de las ideas, porque yo me tomo al lector filosóficamente muy en serio. Lo que persigo es llevarlo a temas tan importantes como  la amistad, el amor, el humor, Europa, la relativización de las cosas o la importancia de la fortuna, de una manera que resulte amable y seductora.

 

- En cualquier caso, el estilo, tanto en los artículos como en los ensayos mayores, es muy diáfano, clarificador.

 

- Creo que la filosofía, si realmente lo es, debe apartarse del lenguaje críptico, hermético, cabalístico. Esa es la auténtica filosofía, la que ha llegado hasta nosotros desde Platón y Sócrates. Sócrates era un señor que paseaba por las calles, hablaba con el esclavo de Menón y éste le entendía perfectamente. ¿En qué momento la filosofía se convirtió en una disciplina hermética? Casi seguro en el momento en el que la universidad se apropió de ella.

 

- ¿Tuvo algo que ver el protagonismo de la ciencia y la pretensión de la filosofía de emularla, de convertirse en una disciplina científica?

 

- Es exactamente así. Se pensó que la filosofía se podía codificar y convertir en una especie de ciencia cuando en realidad es todo lo contrario. La ciencia estudia una región del ser, mientras que  la filosofía, si verdaderamente es filosofía, tiene que ser una propuesta del todo. En la ciencia unos se ocupan de la química y otros de la física o de la biología. Y dentro de cada una de esas áreas hay diferentes subapartados, hasta el punto de que, con mucha frecuencia, el especialista en una materia concreta no entiende lo que dice el especialista en otra, tan sofisticado y complejo es el lenguaje que se usa. Las ciencias para avanzar tienen que especializarse y entonces me pregunto: ¿si todo el mundo se especializa quién se ocupa del cuadro entero?. Ahí entra la filosofía, que, por otro lado, se preocupa no básicamente de cómo son las cosas sino de cómo deben ser: cómo debe ser el hombre, la sociedad, el arte... Dicho de otra manera: la ciencia trata básicamente de cómo es la naturaleza, porque en la naturaleza existen regularidades; la ley de la gravedad, la ley que mide el comportamiento de los átomos o de los astros, mientras que la filosofía se ocupa de algo que no se repite nunca, del hombre. No atiende a las regularidades sino a aspectos únicos. Y hay un última característica, muy importante: la ciencia se debe verificar empíricamente en laboratorios, entra en el territorio de lo posible, mientras que la filosofía por esencia no es verificable. Nunca se ha verificado a Platón, ni a Aristóteles, ni a Kant, ni a Hegel, ni a Nietzsche...

 

“Por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito”

 

- ¿Esa etapa de aproximación de la filosofía a la ciencia se está superando o todavía estamos ahí?

 

- Pues en un plano superficial, que casi llamaríamos periodístico, mucha gente sigue impresionada y todavía parece tener expectativas sobre las consecuencias filosóficas de algunos avances científicos. Hoy está de moda todo lo que lleva el prefijo “neuro”: la neurociencia, el neuromarketing, la neuropsicología, la neuroética... Es como si de la investigación científica del cerebro pudiéramos extraer consecuencias para la ética, para la libertad, incluso para la estética o para la política. Es evidente que la inmensa mayoría de los avances que se están haciendo y que tienen que ver con el cerebro, son interesantes y muy clarificadores. Es evidente que a veces pueden tener consecuencias -ojalá cada vez más-  desde el punto de vista médico y terapéutico, pero, en lo que respecta a la filosofía, las conclusiones son perogrulladas. Nos pueden demostrar, a través de enormes experimentos en las instituciones más prestigiosas, que el hombre está condicionado por el cerebro, por la formación química del cerebro, y, efectivamente, así es. Ya sabíamos que toda manifestación humana tiene un condicionamiento somático, y por tanto genético, pero también entran en juego las circunstancias ambientales, sociales, familiares. ¿Nos pueden decir que todo está determinado por la formación química? ¿Si hubiéramos tenido los instrumentos científicos necesarios hubiéramos podido predecir, antes de que naciera, todas las óperas de Mozart, por ejemplo, o hay un elemento imprevisible, misterioso, que tiene que ver con los fondos de la naturaleza humana, con su creatividad, que convierten en algo imprevisible el curso de la Historia, el curso de las vidas de los individuos y que por consiguiente nunca va a explicar la investigación científica del cerebro? Vamos a tener que admitir que, por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito y, sobre todo, en el ámbito artístico, literario.

 

- No hay fórmulas ni leyes para predecir de qué modo y manera se despliega la sensibilidad creativa. ¿Se puede decir así?

 

-  Por supuesto. La ciencia no puede entrar en terrenos que no son suyos. A mí alguien llegó a decirme, por ejemplo, que en Harvard habían demostrado que no existe el alma. Pero, ¿cómo en Harvard van a demostrar científicamente algo que por su propia naturaleza no es susceptible de verificación? El filósofo debe estar informado de los avances de la ciencia, pero no esperando el último artículo del Harvard review, como si de ese artículo fuera a depender nuestra teoría del hombre, de la belleza, del arte, de la libertad o de la poesía, porque son ámbitos distintos. Pero, ya lejos de la expectación social, de la divulgación de la ciencia, dejando de lado esos títulos a veces espectaculares que se ponen a libros en los que parece que nos van a decir el último hito sobre la naturaleza humana; en ese ámbito subterráneo y profundo de la historia de las ideas, el positivismo está absolutamente superado. De hecho, el siglo positivista por antonomasia fue el siglo XIX, mientras que todas las corrientes de la filosofía influyentes en el siglo XX han partido del presupuesto del antipositivismo. Ahí está la hermenéutica y la deconstrucción, por ejemplo, para demostrarnos que lo que puede percibirse, no es neutro, sino que depende de la cultura, de la ideología, de la posición social, del lenguaje...

 

- ¿Por qué da la impresión de que la filosofía no se renueva, de que sigue dando vueltas a las mismas ideas una y otra vez y sigue preguntándose por lo que ya se preguntaron los filósofos clásicos? Hay un momento en “Razón: portería” en el que se dice que la filosofía no avanza, no ofrece nada novedoso, simplemente se dedica a reinterpretar.

 

- Sí. Esta cita está incluida en el ensayo titulado “La deserción del ideal. ¿Dónde está hoy la Gran Filosofía?” Ahí llamo la atención sobre el hecho de que en los últimos  30 o 40 años en Occidente no se ha producido gran filosofía. Ahí planteo que para mí la filosofía es la propuesta de un ideal, es decir, una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad, y sostengo que, en ausencia de ese ideal, por razones que explico, vivimos una cierta época del cinismo, del descreimiento, del post ideal o post utopía. Hay una sospecha respecto a todo ese tipo de planteamientos y la filosofía, huérfana del ideal, se ha aplicado a otros menesteres: filosofía como mera detección de tendencias; filosofía de ética aplicada a la empresa; filosofía simplemente profesoral; filosofía de la divulgación, en las lindes de la autoayuda; filosofía que insiste en la crítica de la modernidad una y otra vez, etcétera.

 

- Si algo está claro en la tetralogía de la ejemplaridad, desde un primer momento, es la fijación de un ideal.

 

- Sí. Pero eso no quiere decir que yo considere a mi trabajo gran filosofía. Para nada pretendo inscribirme en esa categoría, pero sí admito que, de algún modo, necesitaba explicarme qué encaje tenía una filosofía como la mía en un contexto en el que parecía que se había renunciado a un ideal omnicomprensivo. Y luego, insisto, está el hecho de que la filosofía durante los tres últimos siglos ha tenido algo de filosofía de la sospecha. Si lo tuviera que resumir brevemente lo diría más o menos así: durante siglos, incluso milenios, la cultura era algo que nos dignificaba, pero, de pronto, determinados pensadores nos convencieron de que, lejos de eso, era la trampa de determinadas ideologías. Marx nos llevó a pensar que la cultura en la que creíamos vivir cómodamente y que nos convertía en seres civilizados, en realidad escondía los intereses ocultos de una clase dominante sobre una clase explotada. Nietzsche sostuvo que en realidad esa cultura era el subterfugio utilizado por los vitalmente débiles para encadenar a los vitalmente fuertes y Freud que la cultura estaba hecha para reprimir nuestros deseos primarios. Durante un periodo de tiempo, que abarcó los siglos XVIII, XIX y XX, la cultura, y dentro de la cultura, la filosofía, fue muy valiosa como un instrumento eficaz en la lucha de la liberación del individuo frente a determinados opresores tradicionales, como instrumento de lucidez para detectar los distintos modos de dominación. A mi juicio esa lucha de la filosofía es una lucha que ya ha dado todos sus resultados; tal es así que a veces ya se ha convertido en excesiva. Nos hacen tan lúcidos que ya prácticamente hemos perdido la ingenuidad sobre que la cultura también puede tener un elemento civilizador, dignificador, por mucho que sea un producto social, por mucho que esté mezclada con intereses de dominio. Creo que ya toca que valoremos el elemento elevador, creador, de la cultura.

 

“Hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social”

- La cultura como generadora de conciencias es una idea que está cobrando mucho peso en el presente. De hecho, si algo está claro hoy es que las sociedades cultas son mucho más peligrosas para los poderes que valoran, por encima de todo, la sumisión de los pueblos.

 

- Exactamente, hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social. Volviendo a lo anterior, creo que los rendimientos que esa filosofía de la sospecha ha producido, desde la perspectiva de la liberación individual durante tres siglos, hoy nos está impidiendo dar el paso siguiente. Ahora que ya nos hemos liberado de muchas opresiones tendremos que empezar a construir algo y para construir ese algo a lo mejor tendremos que ser un poco menos lúcidos y ganar un poco más de ingenuidad. A lo mejor tendremos que ser menos cínicos y tener una mayor capacidad de entusiasmo. A a lo mejor tendremos que renunciar a una hiperconciencia y liberar fuerzas creativas. Yo no critico, porque ha dado grandes frutos, esa filosofía, que ya se ha convertido en mera historia del pensamiento y que ha tratado de desmontar, de deconstruir, de desenmascarar, todos los intereses negativos y opresivos, pero sí digo que, a lo mejor, esa filosofía ya ha dado todo lo que tenía que dar y que ahora mismo estamos en una fase en la que la sociedad sigue teniendo una serie de problemas. Y habrá que empezar a pensarlos, incluso a sentirlos de una manera diferente. El paradigma anterior ya no nos sirve.

 

- ¿Hablamos de volver a creer en las utopías?

 

- Bueno, sí, pero si partimos del hecho de que cada filósofo es dueño de su lenguaje y cada uno elige sus palabras, yo en vez de utilizar el término utopía prefiero el de ideal. La palabra utopía tiene algo de despersonalización. Al remitirnos a ella parece que estamos hablando siempre de una especie de república perfecta y, por otro lado, la utopía ha tenido un uso que ha fomentado los totalitarismos. Por todo ello es un concepto que dejo en penumbra, sin criticarlo, mientras me decanto por el de ideal, que encaja más con la dirección del trayecto que debe seguir el hombre o la mujer.

 

- Entonces, ¿en qué momento está ahora la filosofía, en un momento en el que debe empezar a generar nuevos asuntos de discusión?

 

- Los filósofos modernos vuelven a los clásicos, pero muchas veces con efecto deconstructivo, para demostrar que Platón, Aristóteles o Kant, escondían en realidad un afán de dominio. Pero lo que hay que hacer es deconstruirlos para hacerlos más libres y para hallar el propio camino. No estoy de acuerdo con eso, que se dice tantas veces, de que la filosofía no es la disciplina de las respuestas sino la disciplina de las preguntas. Para nada. Tiene que haber respuestas. Otra cosa es que, a lo mejor, esas respuestas no son unas respuestas eternas, para siempre, que valgan para todos los hombres y para todas las épocas. ¿Qué opina usted del sentido de la vida? ¿Qué opina usted del amor? ¿Qué opina de la muerte, de la felicidad, de la suerte, del Estado, de Europa, de la melancolía..? Usted, filósofo, me tiene que decir qué opina. No me cuente que se trata sólo de plantear las eternas preguntas sobre la vida. No me indique el camino de Platón nuevamente. De ese modo estamos convirtiendo la filosofía en historia de la filosofía. Yo creo que un filósofo tiene que ser absolutamente descarado y tiene que tener una desenvoltura y un desenfado casi impertinentes.

 

- ¿Puedes desarrollar esta idea un poco más?

 

-  Con esto quiero decir que a mí, en el fondo, me importa un bledo lo que digan Platón y Aristóteles, Kant o Nietzsche. Toda la historia de la filosofía, y en realidad toda la historia de la cultura, me sirven en la medida, y sólo en la medida, en que me permitan ver mejor mi vida y mi mundo, y si no me sirven los mando a todos al trastero, porque la historia del pensamiento no me interesa, o mejor dicho, me interesa en la medida en que me ayuda a tener una conciencia histórica, a conocer y aprovechar lo que otros han dicho, esas ideas sobre las que hay un consenso de muchos siglos. No podemos rechazar todos esos pensamientos fecundos, interesantes, iluminadores, pero a partir de ahí yo quiero saber hoy qué es el amor, qué es la amistad, qué es el sentido de la vida, qué es la felicidad o qué es la muerte. Quiero saberlo, sentirlo y definirlo ahora y sólo para eso me vuelvo a la historia de la filosofía. Voy ahí como quien se va a una caja de herramientas a escoger cuál es la herramienta que más le conviene, si es que le conviene alguna, como quien tiene que preparar una cena para los amigos y se va al supermercado y escoge los ingredientes adecuados de cada una de las secciones para hacer una comida exquisita. Pero lo importante es la comida, el arreglo. Ese es el desenfado al que me refiero. Lo verdaderamente importante son las respuestas que hoy soy capaz de dar a una serie de problemas que la vida me plantea.

 

“Una de las cosas que está pendiente es proponer, a esta sociedad en la que vivimos, un nuevo ideal”

 

- ¿Puede la filosofía del presente ofrecer respuestas para afrontar el momento de desesperanza que atravesamos y que, indudablemente, tiene que ver con la crisis económica, pero, sobre todo, con una profunda crisis de valores?

 

- Creo que una de las cosas que está pendiente es proponer a esta sociedad en la que vivimos, a esta etapa democrática de la historia de la cultura, que tiene unos tintes tan característicos, un nuevo ideal, un ideal que sea acorde y contemporáneo a su devenir. No se trata de ir hacia un ideal medieval ni arqueológico, sino precisamente de ofrecer uno que posea una de las características fundamentales del ideal: tener la capacidad de suscitar entusiasmo. Todas las épocas de la cultura han propuesto un ideal a su sociedad, que ha sido capaz de entusiasmar a sus gentes y que tiene dos grandes consecuencias: por un lado, promover el progreso moral de esa sociedad en la dirección de ese ideal, ideal que nunca se cumple exactamente, pero que es como una especie de señuelo que seduce y que moviliza las fuerzas en una dirección, y en segundo lugar, ofrecer la perspectiva del ideal, porque sólo desde ahí, a través de la comparación, midiendo la distancia con lo que queremos alcanzar, podemos criticar el presente. Uno de los problemas que nosotros tenemos en nuestra época es que damos a entender que el precio por ser libres y por ser inteligentes en una sociedad democrática es la renuncia al ideal o dicho de otra manera: solamente se puede ser democrático si eres al mismo tiempo una persona resignada. Por tanto, el entusiasmo es imposible, el progreso es imposible y la crítica fundada al presente es imposible. Esto no lo van a hacer las ciencias, no lo va a hacer la política, el periodismo o las empresas. Es una labor de los que se dedican a pensar y son responsables a la hora de proponer un ideal que sea verdaderamente contemporáneo y capaz de señalar una dirección y de movilizar las fuerzas del entusiasmo presentes. Por ahí es por donde debe ir la filosofía, pero lo cierto es que a veces encuentro más contemporaneidad en una función de danza, en una película, en una obra de teatro, que en la filosofía contemporánea, que, a mi juicio, en gran parte, está todavía anclada en unos paradigmas ya superados y que aún no tiene nada importante que decir a nuestra época.

 

- Hay un momento en “Razón: portería” en el que dices que hoy viajamos a lugares remotos del planeta, pero que el viaje que ahora tenemos que realizar, el viaje verdaderamente importante, es el viaje interior, el viaje hacia las profundidades de la propia intimidad. ¿Dónde compramos los billetes para emprender ese viaje?

 

- Me viene bien la manera en que has formulado la pregunta, porque quizás lo que tenemos que hacer es dejar de comprar mercancías. Yo soy un escritor, un filósofo, un ensayista, anti puritano. Muchas veces se nota que me hacen preguntas buscando mi complicidad para criticar a los políticos o a los empresarios, por ejemplo. Pero a mí que la política sea política no me impresiona y que el capitalismo sea capitalista tampoco. Que en la política se pretenda acceder al poder por todos los medios lícitos me parece que es la ley de la política y que el capitalismo pretenda convertirlo todo en mercancía me parece que es la ley del capitalismo. Lo que sucede es que ni yo quiero convertirme en súbdito de los políticos ni en consumidor del capitalista. Consumo, pero no soy consumidor; respeto las leyes, pero eso no me convierte en súbdito. Lo que sucede es que esta sociedad tiende a convertirnos en súbditos o en consumidores de mercancías, incluso, si es posible, en mercancías de nosotros mismos y tiende a ponernos precio. Pero tenemos una dignidad que no tiene precio.

 

“Dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía”

 

- En ese microensayo se destacan algunas de las funciones de la universidad, que debería no sólo tender a formar a profesionales competentes y competidores.

 

- Sí. La universidad convierte a las personas en profesionales capaces de crear mercancías que tienen precio, pero la universidad también tiene que tener como finalidad que cada uno de nosotros, aparte de consumidores, seamos ciudadanos, es decir, personas que no tienen precio sino dignidad. Estoy absolutamente a favor de crear profesionales que creen mercancías capaces de generar riqueza dentro de un país, pero siempre y cuando vivamos en tensión. No digo que un polo arruine al otro; que haya que optar entre una cosa u la otra. A lo que me refiero es a que dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía. La gente tiene que desarrollar una profesión, por supuesto. En mi Aquiles en el gineceo se hace una exaltación de la especialización del oficio, pero siempre y cuando al mismo tiempo tengamos conciencia de nuestra dignidad. Aquí volvemos a lo del billete. Junto al viaje que hacemos comprando un billete que tiene precio, tenemos que hacer ese otro viaje que no necesita de dinero, ese viaje hacia el interior, ese progreso no hacia ¡vaya usted a saber qué regiones!, sino hacia uno mismo.

 

“Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada”

 

- El viaje interior no es algo que se fomente demasiado en las escuelas, en las empresas, en las familias, en las sociedades actuales.

 

- Puede que no, pero es importantísimo. Siempre recomiendo a los jóvenes que en ocasiones se acercan a preguntarme por el futuro, por el mundo laboral, que ingresen en el mercado lo más tarde que puedan. ¿Por qué van a tener que empezar a trabajar desde los 21 años, desde el mismo momento en que terminan la carrera, si la esperanza de vida tiende a crecer y las pensiones, aunque sea por un mero problema económico, van a retrasarse? Lo que les digo es que intenten hacer ese viaje interior, ese gran tour todo el tiempo que puedan. Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada, que tienen que ver con la propia dignidad, no con el precio. Se trata de practicar ese ocio creativo antes del negocio, al que ya tendrán tiempo de dedicarse muchísimos años.

 

- Ya. Pero nos estamos moviendo todo el tiempo en lo que se supone que debería ser, cuando la realidad ahora mismo está cambiando todos los parámetros. El problema es que estamos tan preocupados por la supervivencia diaria, que el viaje interior se queda aparcado. Hasta los jóvenes tienen miedo al futuro, dudan de la posibilidad de encontrar trabajo en aquello que les gusta. Ya no hay seguridad ni siquiera en los derechos adquiridos.

 

- Bueno, con independencia de la crisis, España tiene unas peculiaridades propias, que es su manera de vivir la modernidad, la posmodernidad y la época democrática. Este país entró en la modernidad democrática muy tarde y muy rápidamente, arrastrando el problema histórico de no haber tenido burguesía. Sánchez Albornoz decía que España era un país sin feudalismo en la Edad Media y sin burguesía, sin clase media, en la edad moderna. Y la modernidad entera es el triunfo de la clase media, que es la que marca la moderación entre los dos extremos. Aquí hubo fundamentalmente Iglesia y aristocracia, por un lado, y campesinos y obreros por el otro. Ese fue el origen de las dos Españas que terminó en un gran conflicto de odio fratricida. Esa especie de gran deuda que teníamos con nosotros mismos se ha pagado hace poco, prácticamente en la Transición, mientras que Estados Unidos ya lo había hecho en el siglo XVIII e Inglaterra en el XVII, con la revolución gloriosa. Todo eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de hacer un análisis y, finalmente, están las circunstancias de la crisis, que ha producido y está produciendo desesperación, angustia, sensación de marginalidad, de absurdo y de sinsentido de la vida en muchísima gente. En el microensayo “Somos los mejores” trato de demostrar, y es algo que he defendido en muchísimos sitios y que nadie ha sido capaz de refutarme, que vivimos en el mejor momento de la historia universal, y, sin embargo, siendo un hecho que como fenómeno colectivo la democracia contemporánea es el éxito más grande de la historia universal, también lo es que los miembros de ese proyecto colectivo sufren angustia y sufren desesperación. Es una paradoja.

 

- Pero es porque ese proyecto se ha truncado, no avanza en la dirección adecuada. La democracia está fallando, del mismo modo que el ideal de Europa y de sus instituciones.

 

- Pero, ¿a qué otra época del pasado volveríamos? La historia universal no avanza de manera rectilínea, sino que lo hace dando grandes rodeos. Sólo hemos alcanzado la paz como un valor prácticamente sagrado después de la I y la II Guerra Mundial, porque la paz estuvo siempre asociada a la violencia, a la violencia del que triunfaba en la batalla y era divinizado por sus partidarios. Solamente después del descendimiento a los infiernos que supusieron las dos guerras mundiales, que fueron la apoteosis de las barbarie en el corazón de la  civilización occidental, nos pusimos de acuerdo en que la paz era un valor absoluto y entonces se estableció el Estado de derecho de una manera firme en los países occidentales y empezó a ser muy cuestionada cualquier intervención internacional. A partir de ahí se aseguró la época de paz más prolongada en Europa y en Estados Unidos. La historia universal es una historia que va dando rodeos. No podemos tratar de vislumbrar cuál va a ser el futuro de Occidente por lo que ha ocurrido en los últimos cinco, siete o diez años. Siempre pienso que cualquier paso en la Historia es siempre un paso muy precario y reversible, pero que si observamos lo que ha ocurrido en los últimos dos mil, mil, quinientos, cien o cincuenta últimos años, percibimos que la humanidad, por lo menos en Occidente, ha progresado de una manera indiscutible, aunque ahora la sensación dominante sea la angustia, la indignación y el resentimiento justificado que produce la crisis en mucha gente. Gente que está sufriendo de una manera que considera que podría haberse evitado y que le resulta injusta porque no está afectando a los que verdaderamente han provocado las causas de ese sufrimiento.

 

- El tema troncal de toda tu trayectoria filosófica, la ejemplaridad, es básico, y tiene mucho que ver con todo lo que está pasando. Las democracias se han mercantilizado. El valor se ha puesto, sobre todo, en el dinero, en lo material. Y, junto a ello, también estamos asistiendo a un nuevo despertar. Empieza a emerger una necesidad en la gente de recuperar la dignidad a la que te referías antes, a valorar más lo que se es que lo que se tiene. Se percibe aún muy tímidamente, pero, ¿no crees que la etapa del consumo excesivo está dando paso a algo diferente?. Todo se cruza, es contradictorio. ¿Cómo ves todo esto?

 

“En estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral”

 

-  Sí. Yo creo, y soy consciente de que lo que digo no es nada popular,  que no v

ivimos en una época, ni siquiera en los últimos cinco o diez años, peor que la anterior. Al contrario. Creo que en estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral. Me atrevo a decir que había la misma corrupción, incluso más, en los años 70 y 80, pero ahora somos más intolerantes frente a ella. Vemos lo que pasa y no miramos hacia otro lado. Y en cuanto a lo que dices del consumo, estoy de acuerdo. En determinados aspectos, ya hemos empezado a andar hacia una cultura más post material. En España, cuando finalmente hemos sido democráticos y relativamente ricos, ha habido una ebriedad de los bienes materiales, pero todo eso se va a ir equilibrando. El mercado va a seguir funcionando, pero tendrá que regularse y adaptarse a las nuevas circunstancias, porque ya no vamos a consumir de la misma manera. Da la impresión de que estamos entrando en una una etapa en la que vuelven a adquirir sentido, cualquiera que sea la confesión, cosas que podríamos llamar espirituales o inmateriales.

 

- Pero frente a esa indudable altura de unos ciudadanos, ahora más informados, está el desprestigio de la política, de las instituciones...

 

- Bueno, es que digamos que la sociedad, los ciudadanos, han despertado de su sueño complaciente hace poco y de pronto miran a las instituciones y les parecen intolerables, pero son las mismas que en los años 80 y 70 funcionaban igual o peor. Ahora se está produciendo un desajuste provisional, que a lo mejor nunca se resuelve, en el que de pronto la ciudadanía quiere más: más rectitud, más honestidad, más ejemplaridad. Quiere mejores instituciones, mayor calidad democrática, y todo eso ha pillado a los políticos con el paso cambiado, porque además, entre otras cosas, primero había que evitar que el país se fuera por el sumidero de la economía. Es verdad que el dolor que produce la crisis nos ha hecho más exigentes y que los políticos no han sido capaces de atender la mayoría de las demandas, pero lo que está claro es que los partidos que concurran a las próximas elecciones, no podrán ir con el mismo discurso complaciente que en las anteriores. Tendrán que abrirse a otras propuestas de carácter regenerador y no, seguramente, porque ellos se las crean sino porque será el único modo de ganar la confianza de los ciudadanos. Tardarán en adaptarse, porque hay que tener en cuenta esa torpeza con que normalmente la maquinaria partidista asume los mensajes sociales, pero acabarán haciéndolo y en ese proceso, que ya hemos empezado a percibir, irán desapareciendo muchos nombres y rostros y surgiendo otros nuevos. Ellos saben que serán menos convincentes si no cambian a sus representantes.

 

“En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática”

 

- Está claro que las nuevas propuestas y plataformas ciudadanas han provocado una agitación y un movimiento que irremediablemente obligarán a ir en otra dirección...

 

- Sí. Y es muy interesante el surgimiento de plataformas, sociedades, círculos de opinión, elementos corporativos, ciudadanía reunida y espacios en Internet que están pidiendo nueva voz y una mayor calidad democrática. En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática y esto es propio de un país civilizado. A mí, como decía antes, que los políticos hagan política, que intenten obtener poder y quedarse en él, o que el capitalismo procure ganar el máximo beneficio, si puede ser infinito, mejor, no me escandaliza, siempre y cuando haya contrapoderes como puede ser la ciudadanía, una ciudadanía activa que se organiza y pide. Los políticos se resistirán a cambiar, porque el poder lo que quiere es vivir el ejercicio de su propio poder con comodidad, pero estoy seguro de que al final, si la ciudadanía, que se está comportando de una manera adulta y cívica, logra tener una voz potente, tendrán que aceptarlo, del mismo modo que el capitalismo tiene que aceptar pagar determinados impuestos, respetar la libre competencia y tener en cuenta los derechos del consumidor, toda una serie de cosas que en general le molesta, le estorba.

 

- Es decir, es la ciudadanía la que tiene que hacer el gran trabajo de llevar a cabo el cambio.

 

- Por supuesto. Tendrá que ser así en lo que se refiere a la regeneración más inmediata y luego tendrá que haber una regeneración, a medio o largo plazo, que es la filosófica. Al final acabarán surgiendo propuestas que tengan que ver con el todo, que sean capaces de entusiasmar, que no solamente se limiten a criticar el funcionamiento del poder judicial. Mientras estamos manteniendo esta conversación, tú y yo utilizamos un lenguaje que no hemos creado ninguno de los dos. Recurrimos a palabras como dignidad, libertad, futuro, palabras con unas connotaciones que han llenado de contenido creadores del siglo XVI, del siglo XVIII, del  siglo XX y del XXI. Nosotros estamos utilizando unas palabras prestadas para comunicarnos y cuando pensamos a solas volvemos a esas palabras porque llevamos a la sociedad dentro de nuestras conciencias. Entonces, ¿no es importante también cuidar esas palabras que las generaciones futuras tomarán en préstamo, con las que se van a comunicar y se van a comprender? Esa es la labor de la filosofía; también de la poesía o de la novela, pero tratar de dar definiciones exactas que sirvan para comprender las cosas es una actividad propiamente filosófica. Resumiendo: Además de un proyecto que podríamos llamar de trinchera, que es importantísimo, y que culminará con la reforma de las instituciones aquí y ahora, a corto plazo, está esa otra labor, que podríamos llamar de creación de lenguaje. Una labor mucho más lenta, que puede llevar 25, 50, incluso 100 años, pero que acabará teniendo una enorme importancia porque dará lugar al vocabulario que tomarán en préstamo las generaciones futuras.

 

- ¿Cómo ha ido cambiando el concepto de ejemplaridad a lo largo del tiempo? ¿Cada época la ha interpretado de una manera distinta?

 

- La ejemplaridad tiene un contenido histórico y cambiante como la cultura misma. Pero, en ese devenir incesante, hay dos elementos estructurales que no deben fallar. Uno es ese camino desde el estadio estético al ético, por medio de la doble especialización, que debe recorrer todo ciudadano. Nadie es virtuoso en sentido plenario si no recorre ese camino en algún grado. El segundo es una propiedad de la ejemplaridad: debe ser generalizable. En otras palabras, un ejemplo será ejemplar sólo si, al generalizarse a la sociedad, hace a ésta mejor, más virtuosa. Este principio excluye muchos comportamientos no generalizables y atempera el relativismo de la ejemplaridad.

 

-  Hoy estamos reclamando más ejemplaridad, necesitamos poner otra vez en circulación palabras como honestidad o dignidad, pero, por otro lado, y hablas de ello en otro de tus ensayos, se percibe una tendencia en la sociedad a rodearse de personas no virtuosas, de personas vulgares. Lo vemos cada día y solemos preguntarnos por qué determinados tertulianos o personajes mediáticos tienen tanto éxito, por qué los programas basura funcionan tan bien y por qué cuando surge una figura distinta, que condensa valores positivos, hay una tendencia a criticarla, a buscarle los defectos. ¿Eso es algo propio de la naturaleza humana? ¿Es algo muy español? Siempre se ha dicho que la envidia es  muy propia de este país.

 

-  No me atrevería a decir que forma parte del fenotipo, de la idiosincrasia española. En ese artículo que mencionas: “Amor, lujo y buena conciencia”, en el que pongo el ejemplo de un matrimonio que va a cenar a casa de otro, lo que trato, a través de la anécdota, es de iluminar un principio general que tiene que ver con la ejemplaridad. En presencia de un ejemplo excelente, se tienen dos opciones: o bien seducidos por la fuerza, por la energía, por la potencia, de ese ejemplo virtuoso, nos vemos inclinados a imitarlo, a reformar algún aspecto de nuestra vida, o bien sentimos que ese ejemplo, que, además, es próximo y posible, nos interpela. “Si esto lo está haciendo el vecino por qué no lo puedo hacer yo”, nos decimos, sabiendo que seguir ese comportamiento puede tener un gran coste personal, el de cambiar la rutina, el tipo de vida. Es muy frecuente que en presencia de un ejemplo virtuoso no queramos cambiar de conducta, porque la que aplicamos ya está bien asentada, nos gusta o nos resulta más cómoda. Está el ejemplo tan típico del vecino que recicla la basura. Esa persona puede llegar a incomodar, porque cada noche está dando una lección a alguien a quien no le da la gana de seguirla. En situaciones así se puede optar por decir que, por las razones que sea, preferimos no aplicar determinadas conductas, pero también se puede tratar de desprestigiar al vecino de algún modo, de ensuciarlo demostrando que ese ejemplo virtuoso en realidad no lo es, lo cual genera resentimiento. En las familias vemos mucho este tipo de reacciones. Cuando tenemos un cuñado, u otro pariente, que es un ejemplo virtuoso, podemos actuar como él, pero qué tranquilidad da si es un desastre: si le pone los cuernos a su mujer, es un borracho o ha llevado a su empresa a la bancarrota. Eso inmediatamente otorga al otro, con el que se le compara, una situación de gran prestigio familiar. En fin... Ensuciar los ejemplos alrededor tiene la función de conseguir que no te incomoden.

 

- ¿Funciona así también en política?

 

-  En la política tenemos que tener en cuenta las reglas que rigen la lucha política. La política es la ley del amigo y del enemigo. Su esencia es la ocupación del poder y el mantenimiento del mismo el máximo tiempo posible. Son amigos los que ayudan a conseguir ese propósito y es una práctica habitual que cuando llegan nuevos grupos políticos, los que ya están instalados intenten destruirlos, por todos los medios lícitos, desprestigiarlos, excluirlos, marginarlos. Esa es la ley de la política, siempre ha sido así.

 

- ¿No se puede dignificar la política, como decía Platón?

 

- Sí, pero fíjate cómo le fue a Platón cuando se fue a hacer la utopía en Siracusa. Le fue fatal. Dicho esto, claro que se puede dignificar la política y hay gente que lo hace. Pese a todo, hay una cierta aspiración a la virtud, y sobre todo, hay muchas  restricciones al mal uso del poder: de los ciudadanos, de la prensa... Pero, igual que no podemos pedir a una empresa que no aspire a obtener el mayor beneficio, colocando el máximo número de mercancías en el mercado, tampoco podemos pedir al político que no aspire a la ocupación del poder, espero que por todos los medios lícitos a su alcance. Una vez ocupado el poder, ya no se trata solamente de disfrutarlo. A lo mejor hay algunos que hacen cosas y transforman la sociedad, pero lo que es más importante es que, de la misma manera que la política, el Estado, debe poner condiciones a la economía y obligar a las empresas a redistribuir una parte de los beneficios, los ciudadanos deben condicionar a los políticos. En democracia las ocupaciones son temporales y vemos como unos poderes van limitando a otros y evitan que lleguen a convertirse en poderes absolutos. Es así como tiene que ocurrir.

 

“Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista”

 

- Hablamos de valores, de ideales. Pero en las sociedades actuales uno de los principales problemas es que estamos faltos de figuras ejemplares. Hubo una época en la que los poetas y los filósofos lo fueron. El cetro pasó, hace unas décadas, a empresarios y políticos, hoy tan denostados. Luego fueron los deportistas. Pero los ciclistas se han venido abajo con los escándalos de dopaje y ya se están cuestionando las primas exageradamente altas de los futbolistas.

 

- Lo que sucede es que todo tiende a ser desacralizado. Nosotros ahora vemos con enorme admiración a Pericles, por ejemplo, al que se suele citar como ejemplo de político y orador virtuoso, pero Pericles era un hombre extremadamente corrupto, que usó el dinero de otras polis en beneficio de Atenas. Sentimos gran admiración por Lincoln, pero en una película reciente sobre él se demuestra que llegó a comprar votos, un comportamiento que hoy consideramos absolutamente denigrante. Lo que sucede es que, independientemente de ese hecho, ese señor hizo cosas significativas, admirables. En el otro lado, están los que piensan que la virtud tiene que ser algo tan elevado, tan elevado, que como no exista hay que cortar cabezas. Eso fue lo que hizo Cromwell y también Robespierre. Tenían un concepto tan puritano de cómo debía ser la política que como nadie alcanzaba esos extremos de virtud había que llevar al cadalso a la ciudad entera. Tanto uno como otro se volvieron locos con las ejecuciones, con la guillotina. Ante esto, tenemos que aceptar que la realidad no es ideal. Yo, que soy un defensor extremo del ideal, siempre pienso que solamente podemos proponer un ideal si comprendemos que la realidad ni es ideal, ni lo va a ser nunca, ni debe serlo. El ideal es una propuesta de perfección y la realidad, en esencia, es imperfecta. Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista. Ser un filósofo del ideal no me convierte en un crítico amargo de la realidad al comprobar que nadie encarna ese ideal. El ideal no se encarna. Debemos tender a él, pero sabiendo que es como ese horizonte que se aleja a medida que avanzamos en el camino. Y ojalá se aleje, porque el día que se realice mal asunto. ¿Llegará un día en que tengamos una realidad tan ideal que ya no haya que reformarla, que ya no haya que criticarla, que ya no haya que mejorarla? ¿Podemos pensar que algún día la sociedad va a tener un comportamiento absolutamente rectilíneo? No. Todo lo que hagamos siempre serán grandes rodeos y siempre el ideal se irá alejando a medida que avanzamos. Teniendo esto muy claro, soy un defensor vehemente de la necesidad de tener siempre ese ideal por delante y, justamente, denuncio su falta hoy en día.

 

“Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida”

 

- Hablas de la felicidad, no como estado sino como dirección. La felicidad consiste en seguir los ciclos adecuadamente, en vivir cada momento, “la hora buena” de cada estadio, de cada edad.

 

- Sí. Avanzar sin tener deudas con la vida es muy importante para mí. Nosotros hemos creado unos conceptos en la tradición filosófica que fueron producidos en una época que ya no es la nuestra, y uno de esos conceptos es el de la felicidad. La palabra felicidad evoca una cierta perfección individual. Esa perfección podía ser posible en la época premoderna, donde todos creían que se vivía en un cosmos perfecto, y donde el individuo adquiría su sentido siempre y cuando se situara en la posición que el cosmos le asignara: hombre, mujer, campesino, obispo, científico o lo que fuera. Pero desde que apareció la subjetividad, el yo moderno, ese cosmos perfecto dejó de convencernos y toda la filosofía que se creó alrededor de ahí, se ha quedado caduca. La felicidad sugiere una perfección que para nosotros, que tenemos una dignidad infinita, pero que estamos destinados a algo indigno, como es la muerte, ya no nos sirve. Por eso digo insistentemente que determinados conceptos de la tradición tenemos que someterlos a una cierta dieta de adelgazamiento y uno de ellos es la felicidad. Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida, comprender que no hay una respuesta teórica al sentido de la existencia, sino una respuesta práctica. Si en algo consiste la felicidad es en arrebatarle a la vida el beneficio de esa hora buena de cada una de sus etapas y hacerlo en la medida que podamos con placer, a fin de que si realmente somos niños en la niñez, maduros en la madurez y viejos en la vejez, no acumulemos demasiadas deudas con la vida, no arrastremos ese sentimiento de que la vida nos debe algo.

 

- El problema es el desequilibrio, el querer vivir en una permanente juventud.

 

- Así es. Y esto sucede en nuestra época, pero no creo que sea así por mucho tiempo. Antes hablábamos del paso hacia sociedades post materiales que, sin duda, acabarán modificando muchos conceptos. Es cierto que aún estamos inmersos en una cultura un poco pueril que transmite la impresión de que el momento culminante en la historia de una persona es la juventud. La juventud tiene fuerza, energía, belleza, futuro, impertinencia, rebeldía. Pero es algo que, por su propia naturaleza, dura poco y sucede en un estadio inicial. Todo lo que viene después de la juventud más estricta, que pueden ser décadas, décadas y décadas, se convierte en una época declinante, en una bajada constante o un esfuerzo agónico por retener esas cualidades de la juventud. Eso lo que produce es un cierto desajuste, un cierto desequilibrio y una sensación de mayor deuda. A falta de esa juventud, que es la que proporciona la dicha, el ser humano se convierte en un miope para la hora buena de las épocas posteriores. Se niega el placer de tener 40 años, 50, 60, 70, que existe si la fortuna lo permite, porque estamos expuestos cualquier día a sus golpes nefastos. Vivir es envejecer, y el único tratamiento “antiaging” eficaz es la muerte. Si no queremos ese tratamiento tendremos que comprender que la única manera de seguir viviendo es envejecer. Este es el argumento de mi ensayo, que se titula precisamente “Deudas con la vida”.

 

- ¿Se siente Javier Gomá satisfecho con las etapas vividas? ¿Cómo afronta el futuro?

 

- Alguna vez he dicho que la vida ha sido injusta conmigo… pero en sentido positivo. “Todo a mil” contiene un microensayo programático, titulado “Lo quiero todo”, donde me refiero a esto. En cierta manera, siento que, dentro de las limitaciones de este extraño mundo que habitamos, nada esencial se me ha negado. Tengo casa y oficio a plena satisfacción, y adicionalmente la vida ha permitido, por halago de la fortuna, que lleve a cabo hasta completarlo un plan literario que en sus primeros esbozos se remonta a mi adolescencia, un plan de 40 años. Miro adelante con confianza, con alegría y con esperanza, con el sentimiento de haber agotado las etapas anteriores y haberles arrebatado su “hora buena”. Todo esto no sin trabajo, dolor y ansiedad, mucha ansiedad;  con la pena de algunas vidas rotas o truncadas cerca de mí en estos años y preparándome interiormente para todas esas negatividades que el destino fatalmente nos reserva.

 

- ¿Cómo compaginas tu labor como filósofo con la dirección de la Fundación Juan March? ¿Qué te enseña un trabajo que tanto tiene que ver con la cultura, con la gestión de la cultura en unos tiempos en los que parece no ser una prioridad?

 

- En Aquiles en el gineceo sostengo que el paseo del estadio estético al ético (ejemplaridad) presupone la doble especialización: oficio y corazón, profesión y casa, producción y reproducción. En consecuencia, el desempeño de un oficio, el ejercicio de una profesión con la que ganarse la vida, constituye un elemento de toda individualidad, también de la mía. Esto quiere decir que vivo mi cargo como director de la Fundación sin los antagonismos románticos, con la mayor naturalidad y plenamente reconciliado con los deberes profesionales. En estos 11 años que llevo en la dirección he formado un equipo inmejorable y la coordinación entre nosotros es perfecta. Esta armonía hace todo más fácil. El trabajo en la Fundación me ha enseñado la importancia de proporcionar criterios seguros y firmes en el “mundo revuelto” de las humanidades en esta época postmoderna: hay otras instituciones que tienden más a la experimentación y el riesgo; la Fundación aspira más bien inspirar confianza en la mayoría y a largo plazo. Y esto es algo con lo que simpatizo al máximo, también como escritor.

 

“Vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido”

 

- Hablábamos de esa posible etapa post material. ¿No te parece también que estamos en un proceso de pasar del yo al nosotros? ¿Todos estos procesos colectivos que estamos viviendo no nos llevan a darnos cuenta de que sólo podemos avanzar juntos, uniendo fuerzas, de que en solitario no podemos hacer que cambien las circunstancias de nuestras vidas y de las generaciones futuras? Tú hablas de la mayoría selecta.

 

- Todo eso es muy interesante y es indudable que está ahí. La denominación de mayoría selecta es una idea fija de mis escritos. Uno de los latiguillos que repito muchas veces es que ya lo importante no es ser libres sino ser libres juntos. Hablo de la mayoría selecta consciente de que la herencia orteguiana, su concepto de masa, es muy pesada. Una y otra vez intento combatir en mis libros contra eso, pero hay mucha gente que sigue llenándose la boca con ese concepto tan perverso, que sigue pensando y creyendo en la división entre unas élites superferolíticas y exquisitas y una gran masa de gente que no tiene más obligación que la docilidad. No dicen que los ciudadanos tengan que ser ciudadanos sino masa y tratan a la ciudadanía de ese modo tan despectivo. Lo que yo digo es: “Un momento. Esa llamada masa está constituida por millones de ciudadanos, y cada uno de ellos es responsable, autónomo, crítico, cívico, virtuoso”. Por eso he concebido la expresión de mayoría selecta, por eso hablo, en un momento dado, de la amistad o del lenguaje como ejemplos de hasta qué punto limitarse es extenderse. Limitar el propio yo no nos restringe, como pudiera parecer, sino que nos hace más ricos. Por todo eso no puedo estar más de acuerdo con que vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido, donde podemos ser libres juntos, sin renunciar a lo que ya hemos conquistado.

 

- Te refieres a superar el egoísmo, ese exceso de individualidad que es una fase gineceo, como expones en tu Aquiles, esa adolescencia perpetua...

 

- Sí, pero sin renunciar a ese espacio estético. Se trata de cómo educar esa libertad para poder ser libres juntos y juntos poder hacer muchas cosas. Para mí eso es muy esperanzador.

 

- La educación aquí es esencial. Resulta muy interesante la imagen de la piñata, que utilizas en otro de tus ensayos, para ver hasta qué punto estamos educando a las nuevas generaciones exclusivamente para que entren en la sociedad del consumo, de la competitividad, de la avaricia. ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos para que contribuyan a crear sociedades mejores?

 

- Podemos volver a la idea de promover en los niños, en los jóvenes, la necesidad del viaje interior. En ese colegio ideal al que debemos tender no se trata tanto de transmitir conocimientos sino de alentar la idea del amor al conocimiento. No tengamos tanto interés en que el profesor le explique a nuestros hijos, a lo largo de un año, toda la historia de la literatura universal, sino en que despierte en él el amor a ese recorrido, a esa historia. Luego ellos ya harán lo que quieran en su tiempo libre. La escuela debe ser el  lugar en el que se transmita la pasión por el conocimiento, más que el conocimiento mismo, y también un espacio de convivencia, donde se aprenda a convivir. En cuanto a la  universidad, ya lo decía antes. Tiene que formar a profesionales capaces de crear productos que tengan precio, pero también a ciudadanos críticos, reflexivos, que hayan hecho el viaje interior y que sean conscientes de su dignidad sin precio.

 

- También hablas de cómo aprender que somos mortales.

 

- Sí. Yo distingo entre la muerte y la mortalidad. Se trata de tener presente que somos mortales, de adquirir esa conciencia. No sé si esa es una labor de los profesores, de los colegios. Es un asunto que tiene que ver con lo que decía antes, con la filosofía. Hay que ir creando ese lenguaje que la gente, las distintas generaciones, han de tomar prestado y han de poner en circulación.

 

- Pero las humanidades, la filosofía, cada vez están más menguadas en los planes de estudio.

 

- A veces siento una cierta resistencia a ese exceso de responsabilidad que la sociedad carga sobre los planes educativos y administrativos. ¿Realmente es tan importante una hora más de literatura? ¿De eso va a depender el futuro de las humanidades, de la dignidad y de la ciudadanía? No sé si les estamos atribuyendo un exceso de responsabilidad a los planes de estudio, que ojalá estén bien hechos, sean equilibrados y respondan a la pluralidad de las disciplinas de nuestra época. Pero pensar que esas directrices, aprobadas por la burocracia administrativa, van a ser la solución a todos nuestros problemas me parece demasiado. No creo que un poeta nazca por las clases de historia de la literatura, o un filósofo por las de historia de la filosofía. Yo no lo he vivido así. Se trata de un amor, de una vocación, que acaba prendiendo en ti.

 

“Una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo”

 

- En tu trabajo filosófico hay un gran apoyo en la literatura. Constantemente recurres a novelas, a protagonistas de la ficción que tomas como ejemplos de conductas, de circunstancias... ¿Crees que la literatura tiene un efecto transformador en la vida?

 

- Sí, absolutamente. En primer lugar considero que lo verdaderamente importante en este mundo depende del corazón humano. La economía, a la que tanta trascendencia otorgamos, es la disciplina por la cual se utilizan los recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, pero pocas veces se pregunta cuáles son esas necesidades, cuáles son esos deseos que nacen del corazón y que tienen que ver con los pensamientos, con los sentimientos. Todo esto nos lleva a que, al final, la economía entera depende de la poesía. Y tirando del hilo del carácter transformador de la literatura, podemos preguntarnos: ¿Por qué las novelas del siglo XIX fueron tan transformadoras? Pues porque nosotros asistimos al destino de Ana Karenina o de un individuo cuya empresa quiebra en las novelas de Dickens y sentimos que el tratamiento que la sociedad le está dando a esa mujer o a ese pobre y pequeño empresario es injusto. Eso puede generar en nosotros un sentimiento de injusticia social. Eso educa nuestro corazón y ese corazón, más educado como consecuencia de la novela o de la poesía, genera actitudes que hacen que determinadas cosas nos parezcan mal y que incluso, al final, acaben canalizando en demandas y generando leyes. Es conocido que las novelas de Dickens produjeron un cambio legislativo en el tratamiento del deudor que quebraba, hicieron reflexionar sobre si debía o no ir a prisión una persona que solamente tenía deudas. Hoy no se admite la prisión por deudas, en el caso de que no haya delito. Pero en el pasado fue así. ¿Qué sucedió? Pues que hubo un momento en que la sociedad se dio cuenta de que era injusto y a eso ayudaron las novelas. La literatura transforma la mirada hacia las cosas, esa nueva mirada produce demandas y las demandas dan lugar a transformaciones en forma de leyes, de costumbres, de actitudes. Y a nivel particular una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo. Por tanto no es que piense que la literatura tiene importancia, sino que creo que al final es lo único que importa. La política, la economía, y todo lo demás, dependen del corazón humano, y ese corazón se alimenta de la poesía, de la literatura.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Una prehistoria buñuelesca

3 de octubre de 2016 12:25:28 CEST

En el año del centenario muy pocos amigos cercanos, exceptuando Pepín Bello, quedaban con la memoria y la lucidez suficientes para ser entrevistados. Nos sorprendió la memoria de éste compañero y paisano de sus juegos infantiles. Conocido sacerdote, profesor y jefe de estudios en el Instituto Ramiro de Maeztu -muy cercano a la Residencia de Estudiantes- fue un longevo calandés que nunca olvidó los años infantiles y juveniles al lado de un peculiar niño que se haría famoso con su cine. Manuel Mindán, que pasó la guerra escondido en Madrid bajo la apariencia de un obrero anarquista, que hacía confesiones con citas secretas en las calles del Madrid republicano y en guerra, fue un personaje que hasta su muerte- casi con 103 años- hubiera encantado al Buñuel paisano, al cineasta y al descreído. Nunca se volvieron a ver después de la guerra. Esto es un extracto de la larga conversación que en su casa madrileña mantuvimos al final del siglo pasado

 

DISPERSAS MEMORIAS DE MANUEL MINDÁN VALERO SOBRE LUIS BUÑUEL

 

“El padre de Luis Buñuel siendo muy joven, a los 14 o 15 años, sentó plaza, fue cornetín de órdenes. Fue a Cuba y allí ejerció de militar; hasta tuvo algún grado y luego ya se dedicó a la vida privada. Entró en una ferretería cuya dueña puso en él su confianza y al morir le dejó dueño de su comercio. Luego él, con el dinero que sacó de la ferretería, se unió con dos más y fundó una compañía naviera. Unos cuantos barcos que les dieron mucho dinero, precisamente porque estaban en guerra.

Cuando acabó la guerra de Cuba se vino a España con todo el dinero que pudo; dejó allí un representante suyo para que cuidase sus bienes, pero él se trajo todo el dinero. Comenzó a comprar cosas en Calanda y lo primero que pensó fue casarse. No lo hizo con una antigua novia que tenía, porque como estuvo entre 20 y 25 años en Cuba, la novia  que tenía 20 años cuando se marchó ya tenía cuarenta y tantos como él y no le gustaba. Entonces  se casó con la hija del posadero de Calanda que era María Portolés Cerezuela de 17 años, entonces Don Leonardo tenía 45.  La envió a un colegio durante seis meses para que se “puliese” un poco.

Se casaron en el templo del Pilar de Calanda, en la capilla del Milagro y luego se marcharon en viaje de novios a París. Estuvieron una temporada en  París. Al volver a Calanda se hospedaron en la calle Mayor, en la casa “Rondevil”, mientras les hacían la nueva casa en la Plaza. Esta casa se la hizo  uno de los mayores arquitectos de Zaragoza, D. Ricardo Magdalena,  que fue el que hizo la facultad de Ciencias y el Museo de Zaragoza.

La madre de Luis se quedó embarazada en París. Por eso Luis es de los niños que, de verdad, vienen de París. Luis nació en la calle Mayor, y después nacieron sus hermanos, María, Alicia, Conchita, Leonardo, Margarita y Alfonso. Alfonso me pareció un hombre excepcional, es una pena que muriese tan pronto.

Yo tengo casi 3 años menos que Buñuel. Él nació en febrero del 1900 y yo nací en diciembre de 1902.

Fuimos amigos. Nos conocimos de pequeños y además éramos parientes lejanos por parte de su madre. Su madre fue madrina de la mía en su boda y eran primas segundas.

Realmente, yo tuve una cierta amistad. Mis hermanitas, tenía unas hermanas pequeñas que iban a párvulos, siempre estaban  en casa de Buñuel.  Las hermanas de Luis las recogían, las hacían entrar en casa y les regalaban cosas. Al principio, los Buñuel vivían en Calanda todo el año, pero muy pronto, cuando los hijos comenzaron a estudiar, se trasladaron a Zaragoza durante todo el invierno y venían en verano. Desde finales de junio  hasta El Pilar.

En los veranos es donde tenía más relación con ellos. Luis la primera afición que tuvo fue reunirnos a unos cuantos amigos, a 10 ó 12, en la casa que tenían en la calle San Roque. La casa de la plaza estaba comunicada con una casa de la calle San Roque. De ésta casa sólo usaban los bajos como  cochera, para guardar los coches. Tenían 3 coches, de caballos los tres.

En el piso principal, había una sala grande con su alcoba, una abertura grande, y ahí nos reunía Luis los domingos y días de fiesta y nos daba teatritos. Tenía un teatro guiñol, y entre él y algún amigo nos hacía comedias. Unas que estaban escritas y otras que se inventaba él.

Luis era el cabecilla de la pandilla, porque todos hacían lo que él decía. Pero quiero decir explicar lo de los teatrillos, para que se vea que es un antecedente de su afición al cine. Nos hacía sombras, ponía una sábana entre la puerta de la alcoba y la sala donde estábamos nosotros y con una linterna mágica, proyectaba y hacía sombra con distintos objetos. Hacía combinaciones raras.

En una ocasión cogió a un amigo, Pepito Sauras, y dijo: este chico tan torpe ¿qué tendrá en la cabeza? Lo sentó en una butaca, detrás de la sábana. Nosotros estábamos fuera y sólo veíamos las sombras, voy a abrirle la cabeza. Cogió un escoplo y un martillo y golpeaba detrás de la cabeza de él, pero para nosotros que veíamos la sombra proyectada sobre la sábana, es como si le diera en la cabeza y le sacaba cosas, cosas que él tenía preparadas en una silla detrás. Tiene una esponja, tiene un trapo... Y claro como va éste a aprender las cosas con todo lo que tiene…. Y después hacía como que le cosía la cabeza y lo dejaba sano.

A nosotros nos entretenía. Estábamos un par de horas y nos gustaba.

Era un chico como todos, más o menos. En su juventud por tres etapas. Primero, fue ésta en que nos hacía teatros y cines. Después pasó un periodo en que se dedicó al boxeo y se compraba cosas de combatir. Me acuerdo que me enseñaba unos artefactos que se ponían en los dedos de la mano y de los cuales  salían unas puntas para luchar. Y hasta se puso a luchar un día con un mozo del pueblo, de los que pasaban por más valientes y estuvo así, así la cosa, estuvo reñida en cuanto al ganador.

El “Tigre de Calanda” le apodaron en Madrid cuando hizo algún combate de boxeo. Él luchó con uno que le llamaban “El tuerto Alfranca”. Y desde luego él tenía más técnica porque había aprendido. Eso fue una temporada después, creo que llegó a ser campeón, de estos no oficiales. Y luego, finalmente se dedicó a la música. Tocó el violín, era de la orquesta parroquial y tocaba en las misas.

Sí que iba a la iglesia. A todos nos impresionó el milagro de Calanda. Y además allí se casaron sus padres. Incluso él nos ayudó después, de mayor, cuando desapareció el documento principal del milagro, que se lo cargó un fraile benedictino, el padre Lamber, que era antipilarista y francés. Sé que se lo cargó porque yo se lo vi a él y después ya no se vio más.

Luis estuvo mucho tiempo con la preocupación de la duda. Tenía dos preocupaciones, la preocupación religiosa y la preocupación sexual. La preocupación religiosa se manifestaba de muchas maneras. No solamente yendo a tocar con su instrumento a la iglesia, si no de muchas maneras. Por ejemplo, el vestirse de sacerdote, de fraile y hasta de monja se vistió una vez. En Zaragoza se vistió de fraile capuchino, fue al Pilar y se puso muy contento porque nadie le había conocido. En Calanda cogió la sotana de su tío y se la puso también. Y en sus películas más que la obra de un ateo, yo veo la obra de alguien que estuvo luchando con la fe. Luchando entre si creer o no creer.

Fui a París, y vi algunas de sus películas. Un poco raritas. Una visión un poco rara de las cosas. Lo suyo era provocar,  hacer bromas y un poco raro que era.

En casa de Luis siempre tuvieron un ama de cría porque su madre no quería criar a los hijos, estaba en el falso concepto de que la mujer se desgasta.  Él tenía un ama, y a Margarita la tenía en la cuna en su habitación. Luis subió a la habitación del ama, el ama estaba en la cocina con las demás criadas charlando y en vista de que tardaba en subir. Luis empezó a pellizcar a la niña para que llorase y empezó a llorar. Entonces el ama subió enseguida a ver que le pasaba a la niña. Luis se escondió debajo de la cama; después la mujer se desnudó y ya en camisón fue a acostarse y al levantar una pierna para acostarse en la cama, él salió de debajo de la cama y le cogió la otra pierna. También dio un grito que se oyó en toda la casa, subieron sus padres, las criadas, a ver que le pasaba. Entonces el padre le castigó dos semanas sin ir a la torre por las tardes. Tenía que estar con su tío dando clase y repasando las lecciones.

Y en casa de su tío Santos, una noche se vistió con la sotana de su tío, el manteo, la teja y se bajó por la calle. Como era verano, las familias solían salir a la puerta de la calle a tomar el fresco y charlas. La mujer de su cochero, que vivían en los bajos de la casa de D. Santos; se había bajado  porque estaba cansada. Dejó terminando la cena a la familia, al marido y los hijos y se bajo con un niño de pecho que tenía y le estaba dando el pecho allí, en la puerta. A Luis no se le ocurrió más que, así vestido de cura, cogerle el niño y quitárselo. La mujer se quedó sin poder hablar, sin poder llamar a su marido. Cuando él se dio cuenta del desaguisado que había hecho, volvió, se quitó el sombrero y dijo: María que soy yo, Luis. Porque en aquellos días se había escapado un cura del manicomio de Alcañiz y ella se creía que podía ser aquel cura. Mi madre bajó, como vivíamos dos casas más abajo, le preparó una manzanilla porque tenía un disgusto.

La última vez que estuve tranquilamente hablando con Buñuel, fueron los primeros días de la guerra y me dijo que se iba a Francia y yo le dije: ¿cómo?, pero si ahora estás en tu ambiente. Porque él había demostrado, un poco, su afición a la posición de izquierda extrema, en esa época, con los comunistas. Le dije: ¿no te gustaban los comunistas? ¿Cómo es que ahora te quieres ir? Sí, pero no es esto lo que buscaba yo, no es esto de matar a la gente.

Enseguida le decepcionó lo que hacía la izquierda en España, al principio de la guerra. El en la Residencia se contagió del republicanismo pero luego no le pareció bien como habían ido las cosas.

En teoría era más utópico. A él le extrañó esto. Tenía prisa por marcharse y ya no sé después. Después vino, sé que estuvo en la Torre de Madrid, tenía un piso, yo no lo vi. Tenía entonces mucho trabajo y no podía distraerme.

En la guerra, los Buñuel eran independientes de todo. Conchita, le hermana, se casó con un aviador que al principio estuvo con los republicanos y luego se pasó a los nacionales, pero estos siempre le tuvieron por republicano y no tuvo éxito con ellos”.

Las cosas son como las recordamos. O cómo creemos que fueron. Con sus invenciones, sus mixtificaciones, exageraciones o tergiversaciones. Así fue Buñuel para Mindán o así quiso que fuera. No dejaba de admirar a su paisano aunque no quisiera hablar de las películas que sí conocía, que sí había visto y que sí le inquietaron. Decía Mindán que Buñuel fue un hombre de dudas. Faltaría más. Nosotros creemos, con todas nuestras dudas y reservas, que también el padre Mindán tuvo, vivió y murió con dudas. Como Nazarín. Como Buñuel y como  Miguel Pellicer. Creo.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Rioyo

La música del tiempo

3 de octubre de 2016 12:09:15 CEST




Wie soll ich meine Seele halten, dass

sie nicht an deine rührt? Wie soll ich sie

hinheben über dich zu andern Dingen?*

Rainer Maria Rilke

 

 

 

 

Durante el otoño del año 2000 apareció en Minúscula, que entonces acababa de nacer, Verde agua, el primer libro que se traducía al castellano de Marisa Madieri, escritora de obra tan intensa como breve. El hilo conductor de este relato con forma de diario es el éxodo de los italianos que a fines de los años cuarenta del siglo pasado abandonaron Istria y la ciudad de Fiume, como consecuencia de la incorporación de estos territorios a la Yugoslavia de Tito. Pero el libro es solo en parte un testimonio de ese episodio controvertido, porque en Verde agua, como muy acertadamente han afirmado los críticos, el verdadero protagonista es el tiempo, que fluye, cadencioso, como un agua subterránea, y se transforma en relato. “Somos tiempo condensado”, afirmó Marisa en una entrevista.

Poco antes de aquel otoño había llegado a mis manos (mi familia tiene raíces triestinas y en mi casa siempre hemos sentido interés por la rica literatura de la ciudad adriática) el volumen de 1998 de la editorial Einaudi que incluye los dos libros más extensos de esta autora, Verde agua (1987) y la poderosa fábula El claro del bosque (1992), prologados por el prestigioso crítico Ermanno Paccagnini. Me impresionó la sutileza con la que en esas obras afloraban temas como el exilio, el desarraigo, la identidad, y me conmovió su prosa certera y diáfana, que aborda lo esencial de la vida, tanto lo más cruel como lo picaresco y melancólico, sin rastros de patetismo (sin una pizca de “grasa sentimental y de pathos fácil”, diría Magris).

Inmediatamente pensé que Minúscula podría ser una segunda casa para sus libros, en especial la colección Paisajes narrados, que iba configurándose poco a poco. Una colección cuyo origen está estrechamente ligado a la admiración que siempre me ha suscitado la obra de Claudio Magris y a su manera, inclasificable e innovadora, de relatar los lugares de la cultura europea. Claudio cuenta que El Danubio nació de una intuición que le regaló Marisa. Y algunos destacados conocedores de la obra de Magris señalarían, como lo hiciera su traductor José Ángel González Sainz en la presentación de Verde agua en Barcelona, en noviembre del 2000, que Magris “recorre, a modo de ampliación o réplica, como en un diálogo continuo con los temas de Verde agua, sobre todo en Microcosmos, muchas de las cuestiones y los lugares de este libro”. Se entiende pues que yo sintiera una satisfacción añadida al ver publicados los libros de Marisa en Paisajes narrados.

En un alarde de atrevimiento, de esos que solo tenemos los tímidos en los raros días en que nos deshacemos de nuestra coraza protectora, pedí a Claudio Magris que escribiera un texto para nuestra edición de Verde agua. Tras un más que comprensible titubeo inicial, debido sobre todo a que la desaparición de Marisa le seguía provocando un gran dolor, accedió a preparar un posfacio en el que se explicara la gestación del libro, las circunstancias históricas que dieron pie a las vicisitudes familiares que allí se cuentan y qué recepción tuvo la obra de Marisa en Italia. Pero las páginas que envió y publicamos son mucho, mucho más que eso, a pesar de todos sus temores, de los que dejó constancia en una nota a dicho posfacio: “¿Cómo hablar de una persona que ha escrito libros de rara intensidad y que es también la compañera de la vida, la figura del amor y de la existencia compartida, cuya desaparición ha mutilado mi vida y que sigue presente en las cosas y en las horas? Se teme no saber distinguir lo que cuenta solo en el plano privado de lo que tiene una relevancia objetiva, de ceder a la emoción o de ponerse una máscara, a modo de reacción, de aséptica o falsa neutralidad, como si se estuviera hablando de un escritor de hace siglos.”

Recuerdo con especial cariño los meses en los que traduje el libro, con la preciosa ayuda de Claudio, y durante los cuales en la editorial preparamos tanto la edición como el acto de presentación en la librería La Central, de Barcelona, en el que Claudio tomó parte al final, después de las intervenciones de Mercedes Monmany y la lectura del texto de José Ángel González Sainz, que en el último momento no pudo desplazarse desde Italia. Durante esos meses viajamos con mi compañero, Joan, a Croacia y tuvimos ocasión de visitar las islas adriáticas en las que Marisa y Claudio pasaban los veranos: “Quizá un bultito que me he descubierto otra vez en el pecho me recuerda la sombra con la que debemos convivir. Toda vida contiene la semilla de su destrucción. Pero mañana partiremos todos juntos e iremos a nuestras islas habitadas por los dioses, Cherso, Unie, Canidole, Oriule, la Levrera. Durante doce días también yo seré inmortal”, afirma Marisa en Verde agua. Para Claudio “ese paisaje, en cierto modo, la contiene porque, como dice el narrador de [su cuento] ‘La concha marina’ intentando recordar los rasgos de la mujer amada muerta hace muchos años, ‘es como si su rostro se hubiese diluido en las cosas, entregándose a ellas’”. A orillas del mar, en Cherso (Cres), Joan tomó la foto que aparece en la cubierta de la edición española de Verde agua.

Desde entonces han pasado muchas cosas, Claudio volvió en el 2002 a Barcelona con ocasión de la presentación de El claro del bosque -la fábula que publicamos acompañada de un texto de Ernestina Pellegrini-, que corrió a cargo de Ana María Moix y Lluís Izquierdo, y a principios del 2003 asistió, durante su permanencia en Madrid para recibir la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes, al homenaje que el Círculo brindó a Marisa y en el que participaron Francisco Calvo Serraller y Lourdes Ortiz. Por otra parte, en Minúscula estamos preparando la traducción del tercer libro de Marisa, La concha marina y otros cuentos, publicado en Italia en 1998 por la editorial Scheiwiller. Aparecerá muy pronto.

Si bien Marisa es una escritora que ha tenido una excelente acogida en Italia, era difícil imaginar que su obra calaría tan hondo en los lectores españoles. Mas allá de las numerosas y sugerentes reseñas que sus libros cosecharon (a título de ejemplo pueden citarse las de Mercedes Monmany, Javier Rodríguez Marcos, Josep Ramoneda y un largo etcétera) y las traducciones -al alemán, al francés, al polaco- que siguieron a la publicación en castellano, la reacción de los lectores fue muy cálida, no solo por lo que se refiere a las ventas (Verde agua lleva seis ediciones, El claro del bosque, dos), sino también al hecho de que muchos de ellos han querido, de una forma u otra, transmitir a la editorial su entusiasmo por los libros de Marisa. Y así han ido llegando cartas, correos electrónicos, llamadas, en los que se pide más información sobre la autora y se pregunta acerca de otros textos suyos disponibles.

Es muy grande la satisfacción de un editor cuando un libro genera una corriente de simpatía hacia su autor. Es un privilegio comprobar cómo Marisa Madieri se ha ganado no solo el respeto de los lectores sino también su afecto. Ciertos libros consiguen tejer redes de amistad a su alrededor. La amistad es un sentimiento peculiar: une más allá de los vínculos visibles. À  tous mes amis, connus et inconnus reza la dedicatoria de un libro de Blanchot. Leyendo los párrafos finales de Verde agua no parece del todo descabellado pensar que quizá Marisa también habría podido suscribirla: “...siento que debo dar las gracias a una multitud de personas, incluso a las que he olvidado, que al quererme, o simplemente al estar a mi lado, con su presencia fraternal no solo me han ayudado a vivir sino que son, quizá, mi vida misma.”

 

* ¿Cómo puedo retener mi alma para que no roce la tuya? ¿Cómo puedo elevarla por encima de ti hacia otras cosas?

Escrito en Lecturas Turia por Valeria Bergalli

Rojos y americanos

29 de agosto de 2016 11:48:25 CEST

Entró en el río sin descalzarse las albarcas de goma. Cruzó a la otra orilla, salvando sin esfuerzo la escasa resistencia de la corriente mermada por el estiaje. Rebuscó entre los juncos que ocultaban el cauce. Descargó la azada apoyada en su hombro y comenzó a morder la tierra a sus pies, ampliando las márgenes del río y aplastando con furia metódica el barro que extraía, sin que una protesta escapase de su boca, sin que sus gestos reflejasen odio, amargura o satisfacción. Onofre no malgastaba las palabras. El rostro sin expresión, aniñado y lampiño, mantenía a buen recaudo sus sentimientos.

Unos cuantos pelos claros repartidos sin orden entre la barbilla y los carrillos daban testimonio confuso de su edad. La ausencia de arrugas en la comisura de los labios y en el entrecejo delataban un pobre historial de sonrisas o de esfuerzo intelectual. Bien mirado, las emociones de Onofre las ponía de manifiesto la gota clara suspendida de su nariz, una moquita brillante que asomaba a finales de octubre y se mantenía creciendo y menguando sin apenas renovarse, según la excitación de su propietario, hasta bien entrado el mes de julio. En pleno verano, al ocultarse la gota, resultaba difícil descifrar sus pensamientos fijándose en las pupilas inmóviles, rara vez ocultas tras los párpados perezosos que apenas pestañeaban.

Probablemente fue esa falta de expresión la que animó a don Blas Ridruejo a hablarle con total confianza de cualquier tema, convencido de que no llegaba a entenderle o sería incapaz de recordar ninguna de sus reflexiones. Pero, aunque nunca replicó a sus palabras, Onofre tenía grabada en la memoria cada una de las frases del amo, desde el día en que le mandó llamar.

- Así que tú eres Onofre –dijo recorriendo con la mirada su cuerpo menudo.

Onofre soy.

- ¿Eres tan bueno como dicen?

En esta casa nació don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, los vecinos de El Cuervo en reconocimiento a su labor. En la fachada de mi casa no hay placa. No seré tan bueno como dicen.

- Vamos a ver cómo las gastas -señaló los aperos de pesca en un rincón del bar, junto a la barra.

Toma las cañas y las nasas. Ve a la puerta de entrada y corre la cortina. Los canutillos de plástico hacen música al chocar. Dos Blas apura la copa. Entra una moscarda por la puerta. Atilano no protesta porque la cortina se abre para don Blas. Lo que pasa es que los moscones aprovechan. Cierra. Tú, por si acaso, cierra.

- Hablas poco.

Una moscarda se coló en el local y tomó la palabra con un zumbido pesado y burlón. Onofre soltó la cortina y sorbió la gota clara que deslizaba por su nariz.

- Mejor así. No me gusta la gente charlatana. Anda, vamos.

Onofre se adelantó y emprendió el camino de los Estrechos en dirección a Veguillas, de donde venía todas las mañanas a El Cuervo y por donde regresaba a su casa al anochecer. El amo le seguía, hablando de truchas, barbos y madrillas sin recibir respuesta. Tenían a la vista el puente natural cuando se detuvo y señaló un terraplén que bajaba hasta el río.

- ¿Por aquí?

Por ahí será más corto, pero se te va el pie y te caes rodando hasta la poza y  qué. Que al llegar a casa, calado y con el pantalón roto, Carmen va y me da una torta. Encima. Si se cae don Blas, va Carmen y le prepara un caldo, para el susto, y luego hace fuego para secarle la ropa y luego le zurce el pantalón, que ni se nota el roto ni nada. Pero a mi me dio una torta. Así que ahora bajo por aquí. Mejor por aquí.

- ¿Sabes por qué hablas tan poco? –cambió de argumento- Por  influencia de tu nombre. Por San Onofre. ¿Sabes quién era San Onofre? Un eremita.

Eremita. Permita. Ermita. Hermanita. Termita. Dinamita. Tita. Titas, titas, titas..

El guía volvió la cabeza sin parar de andar. La grava se deslizaba impaciente por delante de sus pies. Don Blas creyó intuir un gesto de curiosidad en el rostro inexpresivo.

- ¿Que qué es un eremita...? Un ermitaño. Alguien que vive lejos del mundo dedicado a la oración. Por eso San Onofre hablaba poco. Para no robarle tiempo a la oración.

Onofre se detuvo a la orilla del río, entregó una caña a don Blas, sacó de la nasa el bote con los cebos y comenzó a montar su anzuelo. Don Blas le imitó sin dejar de hablar:

- ¿Quieres saber más cosas de tu Santo? Era egipcio, o abisinio y a pesar de ser de ascendencia noble vivió tan pobre que su larga cabellera y una poblada barba le servían de vestido. Pafnucio, que fue discípulo suyo, escribió su vida y milagros.

Onofre le miraba de hito en hito y ese gesto animaba al amo a seguir hablando. El ruidoso aleteo de las libélulas o el asedio de algún tábano interrumpían su monólogo por un instante y luego tardaba en retomar el hilo de la historia, como si hubiese pasado mucho tiempo o como si el tema de su conversación hubiera dejado de interesarle.

- ¡Ya eres mía! –exclamó al sentir como se tensaba el sedal. Y cuando tuvo la trucha agitándose entre sus manos añadió algo más- El que abre lo bueno. Eso es lo que significa tu nombre en griego.

El que abre lo bueno. La puerta de casa, la cortina del bar, el camino del puente, el agua del río, el morral con el almuerzo, los reteles con cangrejos, la boca de las truchas. Abro lo bueno.

Cómo iba a olvidar Onofre aquel cumplido. Desde entonces siempre prestó atención a cualquier palabra que salía de la boca de don Blas, con el mismo interés que él seguía los gestos de su guía en las tranquilas jornadas de pesca que se sucedieron a partir de aquella tarde, verano tras verano, hasta que Santiago, el hijo del amo, se sumó al grupo.

Santiago todavía no había cumplido los veinte, pero contaba las anécdotas de su rutina en Madrid con orgullo de aventurero, igual que haría a su regreso a la capital al hablar del verano en El Cuervo.

- Eres el primer Onofre que conozco.

El sedal está hecho un lío. El sedal se enreda en el carrete. A mí al principio también se me enredaba, pero ya no. Ahora lo hago bien. Las cosas se hacen despacio y bien. No así, al buen tuntún. Ya lo dice Carmen que vísteme despacio que tengo prisa. Por aquí. El nudo se ha hecho aquí.

- ¡Te jodieron bien con el nombre! ¿Ya sabes la leyenda de Onofre?

Menudo lío. Y después del nudo va y se enreda por aquí. Así no se guardan las cosas, al buen tuntún.

- No distraigas al chaval –intervino el padre-. Échale una mano con el sedal.

Al buen tuntún, don Blas. Así hace Santiago las cosas, al buen tuntún.

- Onofre fue una viuda que estaba fetén y jóvenes la asediaban con intenciones deshonestas, tú ya me entiendes. ¿O no me entiendes? Sí, perillán, que sí que me entiendes... Y ella, todas las noches reza que te reza, rogando a Dios que obrase un milagro para apartarla de la tentación, así que va Dios y atendiendo a sus plegarias le pone barba y bigote y se acabaron los pretendientes. ¿Qué te parece? Tiene guasa Dios.

Onofre se pinchó al colocar el anzuelo, pero ni una mueca delató el dolor. Recogió el sedal en el carrete y le alargó la caña.

- Entérate. Onofre es nombre de mujer, el de la primera mujer barbuda de la historia. Ya ves tú, ella con barba y tú, siendo hombre, sin un pelo en la cara. ¿Tiene o no tiene guasa la paradoja? Pero qué vas a saber tú lo que es una paradoja.

Paradoja. Para coja, para roja, para moja. Al buen tuntún. Dices las palabras al buen tuntún. Enredando las frases como el sedal. Al buen tuntún.

- No hagas caso, Onofre –dijo don Blas lanzando el anzuelo al agua-. Eso es una leyenda. La verdadera historia es la que escribió Pafnucio.

- ¿Pafnucio? ¡Otro que tal! –rió Santiago imitando el movimiento de su padre.

Padre e hijo hablaban sin parar. No sabían disfrutar del silencio. Buscaban la compañía de sus propias voces por encima del rumor del agua, el piar de las lavanderas correteando por la orilla o el agudo reclamo de las chicharras ocultas en el pinar.

Onofre aprendió pronto a hacer oídos sordos a las palabras de Santiago. Prefería escuchar la voz segura y paternal de don Blas cuando hablaba de la gente del pueblo, la resignación con la que recordaba a su esposa, que en paz descanse, o el tono cortante y resentido que acompañaba sus comentarios políticos.

- Esto va de mal en peor y no tiene solución, estando como está el Generalísimo, atado de pies y manos. Perdido entre curas y empresarios, que te lo digo yo.

Lo habrán atado ahora. Una vez lo vi en el bar. Salía en la tele, asomado a un balcón y hacía con la mano así y así. Hablaba y movía las manos así. No estaba atado. De pies no digo, pero de manos no. Por lo menos ese rato. Don Blas sabrá, que dicen que lo ha visto en persona. Hasta el coche que lleva se lo puso Franco y también el chofer. De Franco todo.

Pocas veces hablaba de política, pero desde el día en que se presentó en el pueblo sin chofer ni coche oficial, Franco y sus ministros fueron tema recurrente en las conversaciones de don Blas Ridruejo. No en la sobremesa ni en la tertulia del bar, pero a solas con Onofre no había por qué disimular:

- Ya lo han conseguido. ¿Te lo dije o no te lo dije? Si entran los del Opus en el Pardo se queda la revolución pendiente. Pues ahí los tienes.

A partir de entonces era frecuente que don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, se quejase de España, así, en general y sin excepciones:

- Lo mismo me da tú que yo que el mismísimo Franco. España no pinta nada en el mundo. ¡Qué digo en el mundo! ¡España no pinta nada en España! Como te lo digo, Onofre, entre rojos y americanos, nada pintamos.

Una, grande y libre. Franco. El Real Madrid. Lola Flores, Sara Montiel, Joselito, Antonio Bienvenida, Bahamontes, Ocaña, Urtain, Massiel, el lalalá. España sí que pinta, don Blas. Pinta y mucho. Más que los rojos y los americanos pinta.

- Esto se acaba, Onofre. Tanto luchar para nada. Esto se acaba.

El que siempre aseguró que su sueño era jubilarse pronto para pasar los días pescando en el Ebrón, cuando ya no le reclamaban asuntos urgentes en Madrid, perdió el interés por la pesca. Por todo perdió el interés. Por la política y las truchas, por los cangrejos y el almuerzo, por la copa y la tertulia del bar. Cada día más delgado, más oscuro, más callado.

Y mucho que pinta España. Pinta y mucho. Yo no pinto, ni la Carmen pinta. Ni su hijo Santiago puede que pinte. Pero usted sí pinta, sí. Aunque esté así, cada día más delgado, más oscuro, más callado.

- Anda, Onofre, pasmaó. Saca esos reteles que le voy a llevar unos cangrejos a tu hermana para el almuerzo.

Mire qué gordos, don Blas. ¿No le hace gozo verlos? No han de dar la medida... de sobras la dan. Los meto en una bolsa y que se los lleve Santiago y que los haga la Carmen y se los almuerzan usted y Santiago.

Perdió el interés por los cangrejos y el almuerzo. Por las idas y venidas de Santiago, que tanto le irritaban, perdió el interés:

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he dejado la gorra y se me va a sentar el sol.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que prepare algo de almuerzo Carmen, que tengo un hambre que no me tengo.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he cortado con la navaja y no llevamos alcohol ni nada.

- Estás a todo menos a la pesca.

Llevaba razón don Blas. Santiago decía que la pesca era un pasatiempo de viejos. Monótono, inactivo y sin riesgo. No era entretenimiento para sus veinte años:

- Esta noche te vienes conmigo, Onofre. Mañana me tengo que llevar una docena de truchas a Madrid.

Está prohibido. Por la noche no se pesca, que está prohibido.

- No me mires con esa cara de pasmaó. A las once me esperas a la entrada de los Estrechos y te vienes conmigo.

Que no, que  no. Que luego Tomás, el forestal, me mira y me lo nota. Que viene a ver a la Carmen y se me queda mirando y yo no sé disimular.

- ¡Tú, escojonao! ¿Dónde te metiste anoche? Yo aquí esperándote y tú sin aparecer.

Anoche vino Tomás a ver a Carmen. Mira si podía haber ido, pero no se pesca por la noche. No se juega con ventaja. Onofre abre lo bueno. Onofre no es tramposo.

- Ya puedes conseguirme esa docena de truchas que yo voy a contarle a la Carmen el inútil que tiene por hermano.

Una, despacio. Dos, no hay prisa. Tres, cuatro. Paciencia, paciencia. Cinco, seis. Cambiar el cebo. Siete, siete, siete, siete.  Alguna se resiste. Ahí está la gracia. Ocho, con calma. Nueve, nada de al buen tuntún. Diez, once, es la mejor hora. Al ponerse el sol doce truchas a Madrid.

- Como un rey quedé, Onofre. Que no se lo creían cuando se lo dije. En menos de una hora llené la nasa. Y me dicen  que no, que no. Y les digo, ¿qué os jugáis? Un día de estos se presentan todos desde Madrid y nos dejan el río sin truchas.

La gota de la nariz se asoma y se esconde. Los ojos no pestañean, los labios no se mueven, pero la gota sube y baja, baja y sube.

- Anda, ven conmigo,  que te he traído un regalo. Y suénate los mocos.

Le sigo por la carretera y de la carretera al camino y del camino al molino.

- Aquí mismo. Cuanto más cerca de casa mejor.

Santiago se sentó en el suelo y abrió la nevera. Dentro no había gaseosa, ni cerveza, ni fruta, ni pasteles. Sólo agua y unos trozos de hielo flotando entre un amasijo rojizo que se revolvía con vida propia.

- Me los ha dado un amigo navarro –dijo abriendo la bolsa y sacando un cangrejo-. Que se reproducen como chinches dice. Ya veremos...

Onofre lo miró con curiosidad. Tenía el caparazón rojo y chasqueaba la cola con movimientos nerviosos. Tendió la mano para cogerlo.

- Ojo con estos que tienen mala leche. Si pudiera me pellizcaba.

Santiago lanzó el cangrejo al centro de la poza, donde el agua llegaba con un vaivén pausado, arrastrando la espuma del salto de agua.

- De esto a mi padre ni una palabra – dijo vaciando la nevera en la orilla-, que son americanos. Lo que le faltaba por ver.

Rojos y americanos. Entre rojos y americanos, una mierda pintamos. Una cosa le tengo que decir, don Blas.

- Onofre, hijo. Hasta diciembre, si Dios quiere –se despidió, menudo y macilento, sentado en el asiento del copiloto. En un Seat ciento veinticuatro azul oscuro, sin matrícula oficial ni chofer uniformado.

- Aparta, pasmaó, que aún te voy a pillar -Santiago arrancó el coche, tocó la bocina, dio una vuelta a la plaza y se perdió calle abajo.

Octubre la fruta, noviembre la leña, diciembre el puerco. Carmen, guarda el presente, por si viene don Blas este viernes.

Enero. Tañen las campanas, lentas y sobrias, tocando a muerto.

Por nuestro hermano Blas y por todos los difuntos, roguemos al Señor.

El que abre lo bueno abre la puerta de la Iglesia. Sale la gente y hace corrillos. Tomás, el forestal, se detiene:

- ¿Qué le pasa a tu hermana que está tan rara?

Será por lo de don Blas, que ha hecho sentimiento.

- ¿Y por qué no ha venido a misa?

Qué se yo. Ayer encontré un cangrejo muerto. En el molino. Escucha, Tomás, en el molino.

- Lo mismo me da ir a verla que no. Para el caso que me hace...

El primero lo vi en el molino. En pleno invierno. A Tomás, el forestal, se lo enseñé y ni caso. Por mi hermana me preguntaba. Que qué le pasaba a la Carmen. ¿Y a los cangrejos? ¿Qué les pasaba a los cangrejos? Y mira ahora. Por no hacer nada a su debido tiempo.

 - Camen. S’an mueto os candejos.

- ¿Que se han muerto los cangrejos? Y yo qué quieres que le haga –responde Carmen sin mirarle, sentada en la silla, viendo la tele, con las manos sobre el regazo.

Dejé el retel cebado con melsa. Saqué rojos, de los de la nevera de Santiago. Rojos y americanos. Pero de los nuestros no había ninguno. No pintamos nada.

- Os candejos tan muetos a la odilla.

- Se morirán por la sequía. Se quedan en la orilla y se mueren.

- De sequía no. S’an mueto po ota cosa.

- Por otra cosa será. Tú sabrás.

Desde que murió don Blas está seria Carmen. Desde que no ve a Santiago está seria. Después de entrar los rojos y americanos a la poza del molino se murió don Blas y no nevó en invierno y no ha vuelto Santiago, ni llovió en primavera, ni ha vuelto a sonreír la Carmen. ¡Peste de bichos!

- Mira lo que había en el río –deja Atilano el ejemplar sobre la barra del bar.

Tomás, el forestal, lo mira por arriba y por abajo:

- Cangrejo sí que es. Ahora, lo que le ha pasaó pa estar así a mí no me lo preguntes –se encoge de hombros.

- ¡Qué cosa más rara! –lo toca con el dedo José, el sastre.

Abre la cortina del bar. El que abre lo bueno. 

- Cierra la cortina, que entran moscas –dice Atilano.

- Onofre, tú que andas a todas horas por el río. Mira esto a ver si sabes.

Es rojo y americano.

- ¡Qué va a saber éste! – Tomás lo examina con cuidado.

- Ni sabe de donde viene este bicho ni qué otro bicho le picó su hermana –ríe sin ganas el sastre.

Tomás, el forestal, suelta el cangrejo y mira a José.

- ¿Le pasa algo a la Carmen?

- ¡Cómo no te la van a pegar los furtivos, si te la pega hasta tu novia!

- ¡Qué novia ni que…! A mí la Carmen ná de ná. ¿Te queda claro?

- Como el agua. Y mejor para ti.

- Ni mejor ni peor. A mí como a ti.

Es la peste. La Carmen está seria por la peste.

- Ni a ti ni a mí. Al que le haya hecho el bombo en todo caso–ríe sin ganas el sastre.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- ¡Coño, Tomás! Que he sido padre siete veces.

Fina, Mercedes, José, Roque, Pilar, Teresa… Uno. Me falta uno para los siete.

- Anda que no se nota. En la cara, en el carácter y en el bombo, que a partir del tercer mes yo ya les noto en bombo.

 Un bombo. Me falta uno para siete. La Carmen tiene un bombo. Pilar, Teresa… El sastre se ríe y hace un arco con la mano, delante de la tripa, como cuando se preñan las mujeres. Pilar, Teresa… Onofre rezaba a Dios para que no le hicieran un bombo. Y Dios le hizo crecer la barba. A Santiago le hacía gracia la ocurrencia de Dios. A Tomás no le hace gracia.

La moquita de Onofre sube y baja, baja y sube, con una respiración acelerada y sus ojos, siempre inexpresivos, miran a todos los lados. En un rincón, junto a la entrada, está la azada de Atilano, sucia de barro.

- ¡Deja eso ahí, Onofre! –grita el camarero.

José, el sastre, se esconde en los servicios.

Tomás mira sin ver.

Onofre corre la cortina y emprende el camino hacia Veguillas.

Escrito en Lecturas Turia por Elifio Feliz de Vargas

Sobre Buñuel

29 de agosto de 2016 11:44:16 CEST

Me pedís que escriba de tres a cinco folios (me temo que apenas será uno) sobre la personalidad y obra de Luis Buñuel y, la verdad, sobre este genio del cine se podrían escribir de tres a cinco millones de folios por ambas caras y el texto quedaría corto. Cada vez soy más sintético en mi escritura porque me llevo mal con lo exhaustivo aunque no sea superfluo y, parece ser, que Buñuel pecaba de lo mismo, por eso iré al grano. Su estética y su ética le obligaban a evitar lo adjetivo. Don Luis era pura sustancia, puro y desnudo sustantivo como es la materia de los sueños. Nada sobra en su cine, y nada falta. Muy pocos artistas han entendido tanto y tan profundamente como Buñuel la belleza de la síntesis, de lo elíptico. Tal vez Alfred Hitchcock, su hermano gemelo y de algún modo Robert Bresson. Estos cineastas se sirven del cine para reflexionar sobre las luces y las sombras del ser humano pero a través de la óptica de sus sueños y de la óptica de esa máquina de fabricarlos que es el cine.

¿Buñuel surrealista?, no lo creo. En todo caso el surrealismo es Buñuel entendiendo el surrealismo como esa mirada que es capaz de atravesar el espejo (sin romperlo ni mancharlo), imaginarse a sí mismo, y por tanto, reflexionar sobre esa capacidad que sólo el artista verdadero posee siendo poseído por ella al mismo tiempo. No hay obra de arte sin esa mirada reflexiva desde la llamada realidad sobre la realidad de sus propios sueños.

En El Angel Exterminador  Buñuel observa desde afuera, como si soñara, a esos personajes encerrados en sus propias pesadillas (sin poder escapar de su supuesta realidad) y reflexiona sobre las suyas propias. En ese sentido, tal vez sea esta película la más buñueliana de toda su obra en cuanto a que todo creador debe analizar la realidad encerrándose en sí mismo a partir de la reflexión sobre las visiones fantasmagóricas de sus sueños.

Otras películas significativas en ese sentido son Simón del desierto y Robinson Crusoe. En la primera se da otro “encierro”, en este caso voluntario, del inefable asceta. El alto de la columna es su isla y desde allí reflexiona sobre sí mismo, sobre el mundo, el demonio y la carne. En Robinson Crusoe el aislamiento es azaroso, fatalista, fruto de un naufragio de los designios del destino. Buñuel se “encierra” en los universos de sus protagonistas pero viéndose desde afuera, soñando que sueña...

El surrealismo en Buñuel no es onirismo ni irracionalidad (salvo Un perro andaluz y La Edad de Oro que son el “hallazgo” cinematográfico de ese movimiento) sino pura razón de ser de su imaginación más poética, de sus sueños más quirúrgicos. En todas sus películas sus personajes (y el mismo) se desenvuelven “cercados” por una realidad absurda que les agrede.

Así podría prolongar “ad infinitum” esta sucinta “reflexión” sobre Buñuel y su obra pero, evidentemente, no es ni el momento ni la pretensión de este homenaje de Turia al gran genio aragonés. Será en otra ocasión, espero, cuando me pidan medio folio.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Eduardo Aute

El discreto encanto de Patrick Modiano

23 de agosto de 2016 13:41:00 CEST

Si las novelas de Patrick Modiano fueran una música, serían Erik Satie. Si fueran un cuadro, un paisaje de Seurat. Si fueran una estación, el verano. Precisamente, las releo este verano mientras escucho a Satie, y la melancolía me cubre como un mosquitero que deja la realidad afuera.

Paul Valéry despreciaba el género novelesco y se rehusaba a escribir “La marquesa salió a las cinco”. En ningún libro de Modiano encontraríamos una frase similar, pero tampoco la famosa “tranche de vie” que los nuevos novelistas proponían  como alternativa. En Modiano no hay “franja de vida”, a menos que se piense en otra fórmula: la de las franjas de vida concéntricas. Un personaje determinado, en un momento determinado, recuerda un momento de su vida en el que ha sido feliz. Es un esquema que se repite, como en un juego de círculos concéntricos en el que los personajes buscan llegar al núcleo, allí donde tal vez puedan apresar la felicidad. Pero la búsqueda siempre queda trunca. El propio Modiano confiesa: “Siempre sentí que poseía una natural inclinación hacia la felicidad, pero que ésta me había sido arrebatada a lo largo de toda mi vida por circunstancias externas”. Al igual que su autor, los personajes no dejan de buscar una y otra vez, en un pasado que, sospechamos, nunca sucedió, esa felicidad perdida.

Las novelas de Patrick Modiano no se parecen a la vida ni guardan ninguna pretensión de realismo. El azar fulgurante es la regla. Los personajes, ensimismados,  grotescos o evanescentes, se unen y se separan como bolas de billar impulsadas por un destino ciego. Parejas abúlicas, mujeres que aparecen, desaparecen y cambian de nombre e identidad, hombres desocupados que viven de rentas o de la venta de libros usados, de dinero ganado en un casino o robado en una maleta misteriosa: todos son igualmente inverosímiles. Leen, viven en hoteles decadentes, deambulan por París, Londres, ciudades balnearias del sur de Francia, y proyectan viajes a Brasil, Marruecos, Mallorca. El protagonista de Más allá del olvido (Alfaguara, 1997) fantasea con ir a Buenos Aires en busca del poeta argentino Héctor Pedro Blomberg, cuyos versos despertaron su curiosidad: “A Schneider lo mataron una noche/ En la pulpería de la Paraguaya./ Tenía los ojos azules/ Y la cara muy pálida.” La elección no es casual, en esos versos idealizados aparece, concentrada, la esencia antimodiano: un depurado de exotismo y acción brutal. Nada más alejado de ese presente onírico y errático de estas historias, demasiado lleno de pasado como para poder cobrar consistencia.

Mientras los hombres y mujeres de Modiano se deslizan de fiesta en fiesta, de siesta en siesta, de bar en bar, la Vida –la Guerra, en muchas de las novelas- sucede en otra parte, sin rozarlos. Del mismo modo que ir a la Polinesia o perderse en un barrio de la periferia de París resultan experiencias equivalentes, no hay mayor diferencia entre el frente de combate, la Resistencia activa, o el anonimato y el sopor de un hotel ruinoso. Los personajes de Modiano no son héroes, ni lo quieren ser. Hagan lo que hagan, da lo mismo, y sin embargo no podrían hacer otra cosa. Es lo que confiesan también muchos personajes de Jean Echenoz. Ambos escritores comparten ambientes, temas y personajes, una impresionante nómina de premios y el talento de haber sabido abrevar en las aguas del nouveau roman, y haber salido no sólo indemnes sino también fortalecidos. Sin embargo, allí donde Echenoz se desliza fácimente hacia un humor un tanto cínico (imposible no imaginarlo con una mueca burlona frente a su ordenador), Modiano se sumerge en una melancolía brumosa que lo impregna todo y se apodera también de los sentidos del lector. Como el olor. El olor es muy importante en las novelas de Modiano, mucho más que la trama. Moho, cáñamo hindú, éter: el olor es esa presencia intangible que puebla las páginas como un estado de ánimo.

La engañosa estructura de novela policiaca, de aprendizaje, romántica, de aventuras o road movie muy pronto acaba por desdibujarse por el efecto erosivo de la melancolía y el recuerdo. La verdadera pregunta que subyace en el interior de la trama vale tanto para los personajes como para el lector: ¿A qué puede llamarse vida?

El protagonista de Viaje de novios (Alfaguara, 1991) intenta reconstruir una biografía ficticia de Ingrid, una mujer misteriosa de la que se enamoró un verano, a la que reencontró ocasionalmente en los años siguientes, y de la que no volvió a tener noticias hasta un suelto en Milán, dieciocho años después, informando de su suicidio. “¿Tiene derecho un biógrafo a suprimir determinados detalles, con el pretexto de que los considera superfluos?”, se pregunta, “¿O por el contrario todos tienen su importancia y hay que colocarlos en el montón sin permitirse resaltar uno en detrimento del otro, de manera que no falte ninguno, como en el inventario de un embargo? A menos que la línea de una vida, una vez llegada a su término, no se depure a sí misma de todos sus elementos inútiles y decorativos. Entonces ya no queda sino lo esencial: los blancos, los silencios y los calderones.” Ésa es la apuesta de Modiano, contar lo que no se puede contar. Un estilo elegante y sutil trabajado palabra a palabra. El resultado no es una escena, ni siquiera una imagen sino, como ocurre en los cuadros puntillistas de Seurat, una “impresión”.

Cada novela nos sumerge en un limbo en el que los personajes aparecen y desaparecen. Reaparecen en la misma novela, o en otra, con ligeras variantes de carácter, con el mismo nombre (como Cartaud) o con otro (Sylvie, Ingrid, María…). Las historias, con una amplia gama de levísimos matices, cambian muy poco, como si todas las novelas de Mediano fueran variantes o reescrituras de una única novela. Igualmente adictivas que las Gymnopédies de Satie, acaban por fundirse en la memoria en una sola melodía.

He pasado varios días de este verano deambulando de una novela a otra de Patrick Modiano, releyendo los pasajes leídos hace años, que ahora volvieron a emocionarme como un sabor o un perfume subrepticiamente recuperado. Leo una vez más las últimas líneas de Viaje de novios: “Ese sentimiento de vacío y remordimiento te inunda un día. Más tarde, igual que una marea, se retira y desaparece. Pero termina por regresar con mayor fuerza, y ella no podía liberarse de aquello. Tampoco yo.”

Satie ha dejado de sonar. Afuera anochece. Salgo de casa y camino hasta el jazmín. Aspiro violentamente el perfume apurando el final, allí donde empieza la podredumbre. Y entonces me doy cuenta: Modiano es un escritor nihilista. Sus novelas no hablan de la vida ni de los sueños ni de la felicidad, hablan de la muerte. A menos que la muerte se parezca demasiado a todas esas cosas.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por María Fasce

Esta entrevista a António Lobo Antunes fue emitida originalmente por la RTP el pasado mes de enero de 2015. Agradecemos la autorización concedida por la Radio Televisión Portuguesa para que pueda ser reproducida y divulgada por primera vez en España a través de Turia.

- Antonio, parecería que ha pasado poco tiempo desde nuestra última entrevista, pero aún así hace ya casi cuatro años.

- Cuatro años, sí.

- Y cambiaron muchas cosas, cambió el mundo, cambiamos nosotros y el país tuvo una evolución bajo un plano de rescate económico. ¿Cómo ha sido su vivencia de estos hechos, la vivencia de los últimos años?

- Cuando nos conocimos yo había pasado por un cáncer, hace siete años, y tenía que pasar las revisiones obligatorias. Cuando me hicieron un examen, tenía un tumor en cada uno de los pulmones. Diferentes el uno del otro. Me operaron. Tuve suerte al ser tratado por una persona excepcional que ya me había tratado del otro y que me dijo: “te voy ha hacer un tratamiento de quimioterapia que puede provocarte complicaciones, pero aún así te curarás.” La terapia fue muy, muy violenta. Fueron cuatro meses horribles en los que no me podía mover. Y, al mismo tiempo, extraordinarios… En la otra ocasión había hecho un tratamiento de quimioterapia oral y esta vez fue inyectada; en una sala muy grande del Hospital de Santa Maria, llena de gente, de todas las edades, muchachas de 18 años con pelucas, y una vez más me sorprendió la extraordinaria dignidad de las personas. No se escuchaba una sola queja, no había lágrimas… y estaban contentos de verme allí. En los hospitales, las noches son terribles. Cuando la última visita se iba, yo me quedaba mirando por la ventana la llegada de la mañana, como Proust cuenta, como si la mañana me fuese a salvar de algo, y no me salvaba de nada. Pensaba que no tenía derecho a rezar. Primero, porque Dios tiene cosas mas importantes que hacer que ocuparse de mí. Imagínese, sólo el billón de chinos debe dar un trabajo de no acabar nunca. Dios tiene otras cosas que hacer, y además, sería un falso rezar porque, en mi caso, en realidad, estaba intentando negociar. No estaba en la situación de rezar, sino en la de llegar a un pacto.

- ¿Qué trae de nuevo a la Iglesia este Papa?

- Bueno, no tengo capacidad para juzgar eso. Ahora bien, en mi opinión, creo que él se aproxima a las personas de Dios, por lo que oigo, lo que me hace sentir, al menos en mi opinión nos da una dimensión casi humana de Dios, si es que se puede expresarlo así. Presenta a un Dios mucho más próximo y que yo deseaba que fuese, que no tiene nada que ver con aquel Dios terrible del catecismo que me enseñaban en la iglesia cuando era pequeño. Un Dios aterrador, que enviaba plagas de langostas, que mataba primogénitos, y como, además, yo era el mayor de los hermanos, pensé: tengo que portarme bien y rezar mucho, sino puede que vea una plaga de primogénitos cualquiera, o que me arrojen las langostas encima. Esas eran las cosas que me incomodaban del Antiguo Testamento.

- Además de esos dos cánceres a los que venció, también perdió a su…

- No vencí nada. Nadie vence al cáncer. Simplemente, de aquí a diez años, el cáncer se volverá cada vez más una enfermedad crónica, como si fuese una diabetes, o un reumatismo. Hace diez o quince años sólo el 5% de personas sobrevivía, ahora son el 80% o el 90%.

- Pero quería decirle que, además de aquellos dos cánceres, ocurrió también que, durante ese periodo, perdió a su madre.

- ¿Si hubiese servido para algo?, que es lo que la gente se pregunta habitualmente… Sí, mi madre murió también.

- Volviendo al país; porque han pasado tres años y han sido tres años difíciles aquí, en Portugal, con el plan de austeridad y con el rescate económico del que ha sido víctima el país, ¿cómo ve ahora?

- Me siento indignado con lo que se ha hecho con este país. Somos un pueblo extraordinario y que lo acepta todo. Ahora, lo que no entiendo, es cómo podemos aceptar  de una manera tan sumisa todo lo que pasa: aquello que los políticos resuelven. La sensación que yo tengo es que quien manda son las sociedades de abogados, ni siquiera son los políticos.

- ¿O es el poder económico y financiero?

- Exactamente. Pero ¿quién está detrás de eso?

- ¿Quién está detrás?

- En Portugal son las sociedades de abogados. Sabe, hace algunos años, cuando estuve con Steiner, antes del inicio de la crisis, en Cambridge, él me decía: “Esto comenzó en América; pero seréis vosotros los que lo vais a pagar: los portugueses, los españoles, los italianos, los griegos son los que van a pagar por todo ello.” Sabe, este es un barrio pobre, donde estamos, y las personas están a la última pregunta. ¿Y sabe lo que se ha vendido más en el barrio? Candiles de petróleo. Porque sale más barato que la electricidad. Las personas toman baño una vez por semana sólo, para no gastar agua. O estando en un supermercado, ver a la señora que está cortando carne, meter varios trozos en bolsas de plástico para ella, porque no tiene, porque está muy mal pagada. Somos miserablemente pagados. Y tengo mucho miedo de lo que nos vaya a ocurrir. Ahora habrá elecciones: es evidente que este gobierno va a cambiar.

- ¿Va a cambiar?

- No tengo duda que el partido que gobierna va a perder. El portugués que hablan los políticos es puramente anecdótico, ¿o no es así? Para empezar por el Primer-Ministro. Es una vergüenza. Es una vergüenza. La gente podría hacer todas las críticas del mundo a Salazar, pero era mucho más atractivo que los primeros-ministros que tuvimos después de la Revolución.

- ¿La figura de Salazar continua, en su opinión, siendo la figura más importante del siglo XX en Portugal?

- No, no estoy hablando de que sea la mayor o menor figura. Ese hombre sólo me hizo mal. Fue por su causa que fui a la guerra. Fue por su causa que sufrí tanto. Tuve un primo que murió en ella, tuve un hermano que fue reclutado antes. Siento una desconfianza natural en lo que respecta a los políticos: me resulta extraño que una persona se designe a sí misma para liderar lo que quiera que fuese.

- En los últimos días, las noticias no fueron buenas para el país, los portugueses fuimos informados de nuevos casos de corrupción.

- No me resulta extraño. El apetito de poder es tremendo porque en la mayor parte de las ocasiones, o en muchas de ellas, lo hacen personas que no lo necesitan, pues tienen dinero suficiente. Esto es lo paradójico. ¿Qué es lo que sucede con esa gente? Son personas con una valoración de sí mismas muy baja, y, entonces, el tener mucho dinero o tener mucho poder les refuerza la autoestima y les permite vivir con menos angustia. Son también personas sin grandes preocupaciones y con un problema de carácter moral, que les afecta a la personalidad entera, ya que no tienen escrúpulos de ningún tipo. Fíjese en esas otras personas que tenían el dinero en el banco pobre y que se quedaron sin nada. Los directivos de los bancos no se preocupan por eso. Además si no fuera de ese modo, dejarían de ser banqueros, ¿no es así?

- ¿Tampoco se sorprendió con la intervención del Banco Espíritu Santo?

- Un imperio dura tres generaciones: la del que lo construye y la del que lo mantiene son las primeras, luego comienza la decadencia. Era inevitable que esto fuera a suceder en esta generación o en la próxima. No me sorprende nada. Las personas, que para mí, son más prescindibles, entre las que me encontré, pertenecen a las llamadas clases altas. Son mucho más insignificantes que las de las clases bajas. Y mucho más ordinarias. Yo ví en Brasil a muchas de ellas.

- ¿Porque pierden la dimensión de lo real, de la realidad?

- Ah, sí, eso ocurre. Saben lo que cuesta cada cosa que tenemos. Miran mi ropa y se dan cuenta en seguida lo que ha sido comprado en una tienda de chinos. Acaso esté exagerando, pero no es muy diferente de lo que digo.

- Entonces ¿por qué son mucho más vulgares los de las clases dirigentes?

-Por egoísmo, por avaricia, por deseo de poder, por desprecio, por su incultura. Y, después, por su manera de mirar el dinero. Cuanto más rica es una persona más se fija en la pasta, ¿se ha dado cuenta?

- ¿Vale la pena vivir, sea como sea?

- Es bueno estar vivo. A mí nunca me han dicho: “¿Sabes quien se encuentra muy bien?”. Sin embargo, me he cansado de escuchar: “¿Sabes quien está muy mal?” Pobre, tiene un cáncer. Y tras esa afirmación hay un sentimiento de victoria. Él tiene cáncer y yo no. Él va a morir, yo no. Había un moralista francés del siglo XVIII, que decía: “En la desgracia de nuestros amigos, siempre hay algo que no es completamente desagradable.” No era sólo de los enemigos, sino también de los amigos. Cada vez que alguien me pregunta: “¿sabes quien está muy mal?”, me digo siempre a mí mismo: “no, ni quiero saberlo”, y le mando a la persona que me lo ha preguntado a un lugar del que no se debe hablar aquí, porque puede haber niños viendo su programa. Pero también me ha ocurrido entrar en una enfermería y ver a los médicos y a los enfermeros llorar porque ha muerto alguien. ¿Se acuerda de Malangatana Valente?[1] Murió en Santa María, tratado por una gran amiga mía a la que le debo el estar todavía vivo. Él comenzó a tener síntomas. Tenía un cáncer de pulmón que tardó algún tiempo en dar la cara. Y estaba en Mozambique con la mujer. Se planteó salir de Mozambique para ir a otra parte para tratarse. Su mujer le dijo: “Vamos a África del Sur”. Malangata le respondió: “No, vamos más cerca, vayamos a Portugal.” Mientras existan personas que cuando dicen vamos más cerca, piensan en Portugal, todavía hay alguna esperanza para nosotros como país. Esta frase es extraordinaria: “No, vamos más cerca, vamos a Portugal.”

- ¿Se siente amado, tratado con cariño, aquí?

- Pienso que las personas han sido muy generosas conmigo. Y me gusta nuestra manera de ser. Me sería muy difícil vivir con una mujer que no fuese portuguesa. Que no se quejase en la misma lengua que yo; que no hablase en la misma lengua; que no se irritase en la misma lengua. Nunca podría vivir con una extranjera. Le voy a contar algo íntimo, pero para acabar. Estuve en América, en Nueva York. Y las personas, allí, los sábados, se van a las discotecas, pero se van solos, hombres y mujeres, todos van solos. Las discotecas, además, suelen tener un cantante que imita, con frecuencia, a Sinatra. Esto ocurrió en Newark. En las cercanías de Nueva York. Conocí allí a una noruega, una dentista noruega, con la que, más tarde, tuve un encuentro más íntimo. Y ese encuentro íntimo fue horrible. Yo estaba acostumbrado a estar con portuguesas y aquella mujer me parecía que se estaba ahogando. Escuchaba el sonido bumbom, bumbom. Tenía la impresión de que ella estaba dentro de una bañera ahogándose y yo no lo pude soportar, sólo quería salir de allí corriendo, lo más deprisa posible. Dios mío, que saudades de las mujeres portuguesas que gritan en una lengua que yo entiendo, que se expresan en una lengua que entiendo. Hasta para eso. Que les gusta comer las mismas porquerías que a mí me gustan, cosas que te sientan mal, con mucha grasa. Me gusta.  Nuestro mal gusto me gusta. Me gustan los sujetadores feos que, a veces, las muchachas usan, aunque vistan mal, pero que, en realidad, visten triunfalmente mal. Todas están contentas. Son felices con ellas mismas. De ser como son. Estoy muy contento con todo eso.

- ¿Hay sujetadores feos?

- ¿Y no los hay? Como también los hay bonitos. Además, ¿sabe?, toda la ropa interior femenina es un misterio. Como ejemplo le contaré una anécdota: el único rey del tiempo de la reina Victoria, que no casó con una de sus hijas, fue Vittorio Emanuele, el unificador de Italia, que, estando en Londres para ello, concedió una entrevista y, al periodista que le preguntó: “¿qué es lo que más le ha impresionado de Londres?” , le dio como respuesta: “el hecho de que las mujeres usen calzones”. Y, sólo por causa de eso, la reina no le concedió a su hija en matrimonio. Porque los calzones eran un atuendo de prostitutas.

- No puedo dejarle de preguntar, ¿por qué continúa fumando?

- Porque me da placer.

- ¿Incluso después de haber estado enfermo?

- Por eso mismo, porque ahora no tengo más oportunidades que otros.

- Y eso, ¿por qué?

- Porque creo que ya tuve mi ración de cáncer. Ahora me apetecería variar un poco. Tener otras enfermedades cuando tenga que tenerlas. Y me gusta fumar. Siempre me ha gustado. Me gusta el sabor. Hay cigarrillos que no me gustan, pero estos sí.

- ¿Es el sabor lo que le atrae?

- Mi padre fumaba en pipa, toda su vida. Y murió con 89 años. Fumó en pipa hasta el final de su vida, y aquello olía…

- Pero la pipa tiene un aroma perfumado…

- Me refiero al olor de aquel tabaco. Él sólo fumaba una marca inglesa que era difícil encontrar, pues no la vendían en ninguna parte en Lisboa. Y finalmente, tras mucha búsqueda, había que encargarla fuera. Venía en latas. La enviaban desde Inglaterra. Era perfumado, sí. Pero me gustaba más su sabor. Y como decía Oscar Wilde, y mi padre repetía muchas veces, “resiste todo, menos las tentaciones…”

- ¿Tiene muchas?

- Tengo algunas, pero son muy personales.

- Suele decir que la cultura es la base de todo y que es lo que falta en Portugal.

- Saber hacer pasteles de bacalao es tan importante como haber leído Os Lusíadas: es una forma de cultura. Tenemos la tendencia a juzgar que cultura es haber leído muchos libros, tener mucha información sobre esto o aquello. Cuando invitaron a Agostinho da Silva, ¿se acuerda de él?

- Muy bien.

- Me gustaba la persona y me gustaba ir a su casa, pero era horrible, porque olía muy mal. Olía a orines de gato callejero. Y estar en su casa era espantoso. Bueno, él había sido nombrado, después del 25 de abril, presidente de la comisión contra el analfabetismo. Y me decía: “hijo mío, me han convidado para hacer esto. Y es algo muy difícil porque la mayor parte de las personas cultas que conozco son analfabetas.”

- Ya que hoy vivimos en una sociedad, la llamada sociedad mediática, que vive de acontecimientos, de performances, se podría suponer que el Premio Nóbel podría proyectarle tanto en Portugal como en el resto del mundo, ¿no sería una alegría para usted?

- Sólo si fuese una alegría para los portugueses, me quedaría contento.

- Pero, ¿estaría preparado para ese peso mediático?

- Yo vivo con eso todos los días. Es algo, sabe, que ha sido un infierno en mi vida. Hace 15 días tuve que ir a Bélgica, viernes, sábado y domingo, a la carrera entre Holanda y Bélgica. Infernal. Y después estar siempre hablando con periodistas, periodistas y periodistas. Yo ya no puedo, porque últimamente ha sido un infierno. Y tras los periodistas vienen los sabios y luego una clase especial que son los intelectuales. Bueno, hay algunos intelectuales que son interesantes. Pero todos son más o menos la misma cosa, unos antipáticos.

-  ¿Quienes son más complicados: los periodistas, los sabios o los intelectuales?

- Los periodistas sólo hacen preguntas, y si no quieres responder, no respondes. Sin embargo, los intelectuales se pelean continuamente.

- Volviendo al Nóbel, ¿en su opinión sería el mayor reconocimiento?

-Pero, ¿por qué hay que dar tanta importancia a algo que sólo es un premio?

- También es dinero.

- Por ejemplo, el Camões. Cuando me dieron el Camões, acaba de saber que tenía cáncer. Quería que el Camões se fuese a la mierda. No me hacía falta el Camões para nada.

- Entonces, ¿por qué dice que piensa que va a suceder?

- Porque es inevitable. Porque en este momento, como todo lo que pasa a mi alrededor, acerca de mí, es inevitable. En los próximos tres años, uno de estos años llegará. No me da una especial alegría. Sólo si se la diera a los portugueses, me quedaría satisfecho.

- ¿Mira con preocupación el surgimiento del Estado Islámico?

- Se trata de una perversión completa del Corán.

- ¿Piensa que tendrá una larga trayectoria?

- No. Y, además, como le digo, se trata de una perversión del Corán. Merece la pena leerlo, porque el Dios de Maoma es muchísimo más benevolente que el Dios del Antiguo Testamento, que es un Dios terrible, siempre dispuesto a matar personas, primogénitos, de enviar plagas de langostas, de ahogar gente en el Mar Rojo, y no sé que más. El Dios de Maoma, no. En el Corán, Jesús tiene un nivel altísimo, por ejemplo, entre los profetas.

- ¿Cuál es su Dios?

- Es aquel que a veces me dice al oído que me quiere… En serio.

 

Traducción de Antonio Maura



[1] Vicente Malangatana. Artista plástico, poeta y uno de los fundadores del Movimiento para la Paz, nació en Matalana (Mozambique) en 1936 y murió en Matosinhos (Oporto) en 2011. (Nota del traductor).

Escrito en Lecturas Turia por Fátima Campos Ferreira

Manuel Borrás: “Hemos desvirtuado la naturaleza lenta de la literatura”

El día que tuvo lugar esta entrevista Manuel Borrás, uno de los artífices de la editorial Pre-Textos, había llegado de Nueva York a Valencia y allí había cogido otro avión rumbo a Madrid para participar en un taller de edición en La Casa Encendida. No es infrecuente este tipo de combinaciones en la agenda de este editor viajero, que, lejos de la imagen del profesional leyendo tranquilamente, desconectado del mundo, escondido tras una pila de manuscritos –imagen, por otra parte, ya antigua porque la tecnología, las circunstancias, el ritmo veloz de los tiempos que vivimos, lo han modificado todo– ha montado su oficina en los aeropuertos, a bordo de aviones que le conducen allí donde está el mercado potencial de sus libros.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Conversamos  en un salón de la Residencia de Estudiantes de Madrid. Sus muros aún guardan el recuerdo de aquella simbiosis entre ciencia y humanidades, al abrigo de la Institución Libre de Enseñanza. José Ramón Sánchez Ron nos ha querido convocar en esta colina de los chopos que, además de a Lorca, Dalí y Buñuel, acogió a Juan Negrín, Severo Ochoa, Luís Calandre y otros investigadores de primera. Es Doctor en Física y catedrático de Historia de la Ciencia, por lo tanto lo primero es pedirle que nos aclare nuestra dependencia de la física, de la química o de la biología. Algo difícil de concretar. ” La física domina nuestra civilización. Pero yo, que soy físico, a veces digo que la historia me ha hecho mejor, me ha purificado, me ha hecho más consciente y más sabio. Así he podido apreciar que esa ciencia omnipresente que es la química, está en el aire que respiramos, los alimentos, los medicamentos, los vestidos. De manera que somos química y la química y la física están íntimamente relacionadas”.

 

- Hablemos de interdisciplinariedad, que es la idea a la que usted ha dedicado más atención en los últimos años. ¿Podemos definirla como una nueva Ilustración que nos retrotrae, incluso, al hombre renacentista?

 

- Ese es su espíritu.  En el libro  La nueva ilustración. Ciencia, tecnología y humanidades en un mundo interdisciplinar  defiendo que se debería fomentar una cultura en la que grupos de especialistas se formasen con el fin de comprender mejor la naturaleza, y que colaborasen entre ellos. No es sólo un programa deseable, sino una necesidad para comprender mejor, avanzar en la ciencia y la tecnología. Todos los científicos son especialistas, dominan una parte de su especialidad, pero la naturaleza no es así. Es una  y nosotros la hemos parcelado. Aparte de esta necesidad para avanzar en el conocimiento científico y tecnológico deberíamos recuperar ese espíritu de Leonardo, de los mejores ilustrados, de tratar de formarse. Cualquier persona debería intentar crearse una visión del mundo que no estuviera escorada a  una disciplina.

 

- A este concepto de interdisciplinariedad usted llega después de abordar el de mestizaje, y de recorrer tres siglos distintos: el XIX, XX y XXI. ¿Qué  define a cada uno de ellos, desde el punto de vista de la ciencia y la cultura?

 

- El XIX fue  un siglo maravilloso para la ciencia y la técnica, es el siglo del electromagnetismo de Faraday y Maxwell, que cambió nuestras vidas. Yo suelo decir en mis clases que ahora no nos sorprendemos cuando,  con los  ordenadores o teléfonos móviles, somos capaces de enviar cantidades extraordinarias de información, casi instantáneamente.  Pero cualitativamente hay que destacar  lo que significó el establecimiento   del primer cable telegráfico  submarino en 1986 que unió Europa y Estados Unidos. En el mejor de los casos, enviar y recibir información podía suponer un periodo de un mes.  Y cuando se estableció ese primer cable telegráfico transatlántico,  aunque se podían enviar pocas palabras  y eran muy caras, se consiguió establecer un diálogo. A partir de entonces el planeta se cubre de redes telegráficas que no solo cumplen misiones sociales sino también políticas. El XIX  es también el siglo de Darwin. A partir de él no nos podemos mirar de la misma manera. El XIX  lleva la ciencia, recupera aquello que de una manera primitiva, en el siglo XV ó XVI, estaba más unido  a la ciencia y la técnica,  las relaciona de manera mucho más estrecha, al mismo tiempo que se avanza en el plano del conocimiento fundamental. Se siembran las semillas de lo que serán las grandes revoluciones de la primera mitad del siglo XX, con el descubrimiento de los rayos x. En 1896 se descubre la radiactividad. Sin darse cuenta, hacía falta la física cuántica, los nuevos materiales. Un siglo en el que los científicos se convierten en trabajadores que ganan su salario frente al concepto de  científico  más elitista.

 

  José Manuel Sánchez Ron deja su pasión por el  siglo XIX para adentrarnos en el XX, al que ha denominado el siglo de la ciencia, “sin  ella no se puede comprender la sociedad, la historia. Los historiadores, cuando producen esas monografías donde todo pivota en torno a la política o la economía, no se dan cuenta de que aquello que ha transformado el mundo es la ciencia, las dos guerras mundiales y la guerra fría, que hay que leerlas en clave política y en clave científico-tecnológica, sobre todo la II Guerra Mundial. No se puede comprender la segunda mitad del XX  sin la energía nuclear, algo esencial en las relaciones  internacionales, aunque algo atenuada por la desaparición de la Unión Soviética. Es una revolución científica que tiene sus pies en la  física cuántica. El electromagnetismo es la otra revolución. En diciembre de 1999  la revista Time eligió a Einstein como el personaje del siglo, y eso quiere  decir algo. El  descubrimiento, en  1953, de la estructura del ADN, la molécula de la herencia, marca un punto que luego en 1970 se desarrolla con las técnicas del ADN, algo muy importante. Y el XXI: es pronto para decir cómo será este siglo en el que moriremos, pero creo que será el de la biomedicina y la interdisciplinariedad.”

 

    El físico e historiador de la ciencia  retrocede al siglo pasado para destacar otro momento que nos afecta, dice,  a lo más íntimo. Recuerda el sentimiento  que le origina explicárselo a los jóvenes, hablarles del Universo. “Cuando se lo digo a mis alumnos  no pierdo la emoción. Hasta la década de los  20 no quedó claro que la Vía Láctea no agota todo el Universo, que hay otras unidades, otras galaxias. Hasta 1929-30, y eso si que fue una sorpresa,  no se descubrió que el Universo se expande, y que por consiguiente parece que hubo un momento, hace 13.600 millones de años que se produjo el Big bang, la gran explosión. Esa idea que algunas religiones aceptaron con alegría rápidamente, ese descubrimiento es algo que hay que tener en cuenta cuando cada uno de nosotros intente construir una visión del mundo.  Luego hemos ido descubriendo objetos en el Universo que siempre han atraído nuestra atención. Entonces comprendemos  que los primeros homínidos ya se hacían preguntas.”

 

-¿En las mejores bibliotecas de nuestro país están Galileo y Darwin al lado de Cervantes y Shakespeare?

 

-No están pero deberían estarlo.  Yo dirijo una colección de clásicos de la ciencia y la tecnología en la editorial Crítica. Esa colección se inauguró con un titulo, El canon científico. Hay muchos cánones literarios, pero cánones científicos prácticamente ninguno  y en esas listas que nunca fallan de los 100 libros más importantes aparecen muy pocos volúmenes científicos. Encontramos a  Darwin con  El  origen de las especies, Galileo, Newton, pero se acabó la lista.   Uno de mis sueños sería que, a través de algún mecenas, esos libros  se ofrecieran a las bibliotecas de los institutos de enseñanza media, normalmente mal dotadas, para que no faltara un ejemplar de la Celestina, y las obra de Cervantes, Shakespeare, pero al lado de esos clásicos estuvieran  Galileo, Newton, Einstein y muchos más. Soy consciente de que  no por estar  en las bibliotecas se van a leer. Pero no todo el mundo ha leído el Quijote.  Yo soy de la opinión de que los libros, aunque no los leamos, nos hablan. Ojearlos ya nos hacen mejores.  La cultura no es sólo la cultura literaria y humanística, o incluso filosófica y científica; y existe una gran ignorancia y prejuicio en torno a eso. El origen de las especies, de Darwin, es un libro que cualquiera, no sólo puede sino que debe leer.  Galileo no sólo es un ejercicio  de buena literatura, sino de retórica, en los diálogos de sus tres personajes Sagrado, Simplicio  y Salvati. Son libros  que no exigen de un conocimiento técnico avanzado para comprenderlos.

 

- Ha hecho referencia a su faceta docente. En alguna ocasión ha dicho que Darwin está  más vigente que Homero. ¿Cree que el problema de la ciencia en España, la falta de arraigo, de resultados y desarrollo comienza en la educación y también en esa disociación entre ciencias y letras? ¿Podemos contrastar la pugna entre ciencias y letras, con la ausencia del latín en el bachillerato?

 

- No me gusta plantearlo como una pugna.  Por supuesto Darwin y Homero, Homero y Maxwell,  son necesarios sin duda alguna. Ahora  bien, es más necesario Darwin, y sobre todo Maxwell que Homero. Estamos hablando metafóricamente. Homero  nos enseña la vida  y tenemos oportunidades constantemente de acceder a esa literatura, a  esas historias creadas, imaginadas, buenas o malas, que nos sirven para vivir otras vidas. El problema de la ciencia es que no está integrada  en la cultura de nuestro país. La enseñanza secundaria es especialmente importante para la cultura científica. Me parece que, todavía, es más fuerte la enseñanza en humanidades  que en ciencias. Algún compañero de la Real Academia española  es un paladín de la permanencia  del  latín y el griego  en la enseñanza secundaria. Yo recuerdo que disfruté mucho con el latín, pero la cuestión es, ¿cuánto puede absorber un currículum razonable? No hay que prescindir de la historia, la lengua o la literatura, pero no hay que prescindir jamás de las matemáticas, la física o la química.  Obsérvese que en esta jerarquización no he incluido el latín o el griego que le hacen a uno mejor, pero lo que  no puede ser desde mi punto de vista, es que los alumnos salgan de la enseñanza media sin tener unas bases mínimas de matemáticas, física y química. Ésa es la cultura de nuestro tiempo, y algo imprescindible para el ser humano.

     Llegados a  este punto tenemos que hablar de la situación de la ciencia en España, que José Manuel Sánchez Ron  califica de “problema histórico”. Y que se resume en una frase: la necesidad de producir mejor ciencia.” La ciencia no  es solo cultura, es un instrumento para generar riqueza. Hay otra pata de la silla que cojea, que es la industria. La investigación científica no se puede alimentar sólo de los centros, la mayor parte públicos, o de la universidad.  Necesita del estímulo y también de puestos de trabajo de la industria, que sea sensible  e interesada  en lo que ahora llamamos I+D.

 

- El I+D para usted es incluso una cuestión de Estado. Debería plantearse un pacto de Estado.

 

- Sí, absolutamente. En todas las elecciones la cuestión del I+D+I figura en los planes y propuestas de los dos partidos mayoritarios. Parecía que les interesaba. En la segunda legislatura de Aznar se creó un Ministerio de Ciencia y Tecnología, que fracasó. En el segundo mandato de Rodríguez Zapatero se ha creado un Ministerio de Ciencia e Innovación, que parece  una buena idea, pero los partidos quieren buscar la diferenciación y renuevan el discurso cada cuatro años. Hace mucho tiempo que debía haberse establecido un pacto de Estado, porque esto tarda en fructificar, en producir resultados competitivos y en ciencia, en este I+D, para generar riqueza a través del conocimiento, lo importante es ser el primero, no vale el segundo puesto.

 

- ¿La Administración cuenta con los científicos a la hora de asesorarse?

 

-  La verdad es que no. Yo  he estudiado en alguno de mis libros, como El poder de la ciencia, la relación de Estados Unidos con los científicos. Y allí hay comités, que se crearon hace ya muchas décadas, para asesorar  al presidente y al Congreso. En España  es posible que haya algunos asesores del Gobierno,  pero por lo que yo sé no está establecido. En  el Parlamento tampoco, y esto, insisto, es como si no existieran economistas que al menos ilustrasen, informasen y tratasen de influir en las políticas económicas. La ciencia no es sólo cultura, es economía, es un futuro mejor. Desde ese punto de vista, la presencia de gente con formación científica en los gobiernos o parlamentos de nuestro país es escasa. Ha sido escasa, no digo que inexistente pero se acerca.

 

-Los poderes públicos desarrollan iniciativas para recuperar a científicos que protagonizaron lo que se conoce como fuga de cerebros. Usted no está completamente de acuerdo, ¿por qué?

 

-Lo explicaba en un artículo en El País titulado Juventud, maldito tesoro. No, no estoy de acuerdo, aunque  con matices. Fichar gente capaz es importante, eso  Felipe II y los ilustrados lo sabían muy bien,  los clubes de futbol  también. Aunque si se trata de recuperar cerebros hay que tener en cuenta que pueden ser científicos magníficos pero ya han dado de sí todo lo mejor que podían. Y eso no es un buen negocio, porque se trata de crear. Alguno de estos científicos pueden darnos  conocimientos y relaciones, pero eso no es tan importante. En el mundo actual las relaciones ya son fáciles de obtener.

 

-¿Desde su punto de vista sería más rentable localizar jóvenes?

 

-Exacto, ésa es la idea. Eso sí, que produzcan ahora, no sólo que organicen.  El ejemplo está en  la Universidad de Cambridge que dio un puesto muy importante a un científico, un físico muy joven que todavía no había dado todo de lo que era capaz. Eso es lo difícil, apostar por un científico que tiene un premio Nobel o ha sido reconocido eso lo puede hacer cualquiera, puede ser bueno y es cuestión de dinero y de facilidades. Como se ha visto recientemente en un centro nacional de investigaciones biomédicas, se ha ofrecido el puesto a científicos buenos del extranjero, y no sólo es cuestión de dinero. Lo importante, lo difícil es buscar  jóvenes talentos de futuro, españoles o no. Yo sostengo que sería bueno dar la oportunidad también a jóvenes científicos.  Creo  que estamos malgastando una o dos generaciones de jóvenes científicos mucho mejor formados que en el pasado. Las próximas generaciones, por el desencanto, no serán tan buenas.

 

     A José Manuel Sánchez Ron no le gusta que le califiquen de “divulgador”. Pese a que tal denominación aparece una y otra vez asociada a su persona. Por ejemplo, el jurado del  Premio Internacional Jovellanos lo considera el español que más ha hecho por divulgar los contenidos de  la ciencia. Comprende la buena intención de quien utiliza el término, pero dice que  fue científico, y físico, aunque la mayor parte de su carrera  ha pretendido ser  un historiador. “Y como tal pretendo que se entienda lo que explico y escribirlo  de la manera más bella posible. Entiendo al divulgador, dirijo una colección que es de divulgación, la colección Dracon 2 de Crítica. Pero para mí la idea de la historia  no es sólo contar algo por contarlo es con un fin: para influir en el presente y sobre todo en el futuro, orientar el futuro. Eso tiene una carga de ensayo también. Algunas de las partes de mis libros son de ensayo, la historia a veces se mezcla con el ensayo. Por eso no me gusta que me presenten habitualmente como divulgador. A veces más en serio que en broma, digo: “hombre, no le llaman divulgador  a Miguel Artola, el gran historiador, que se entiende todo lo que cuenta y ¿por qué a mí, si se me entiende, no  me llaman historiador?   Mi ideal de profesional al que no  renuncio es: que quiero ser mejor historiador.”

 

     Al mencionar su  faceta de académico le cambia el semblante, claro que se siente a gusto entre los encargados de fijar la lengua española. Se sienta en el sillón G que debía haber ocupado José Hierro, al que calificó en su discurso de ingreso como  “uno de esos raros alquimistas que conocen el secreto de la transmutación del resentimiento en generosidad para con los demás”.

 

-Sí, fue muy emocionante. En el discurso inaugural hay que hacer una pequeña necrológica  de aquel académico al que has sucedido.  Y como José Hierro  no llegó a leer su discurso, no hizo la necrológica de José María de Areilza. Yo tuve que hacer la de los dos. A José María  de Areilza tenemos mucho que agradecerle, se fue construyendo en dos regímenes políticos muy diferentes a los que sirvió con lealtad.  José Hierro era un hombre bueno comprometido y un poeta de  la poesía que a mí realmente me llega como por cierto, la de Ángel González, al que tuve el privilegio de conocer en la Academia, de ser su compañero. Un momento tan especial como ese, entrar en la Academia, no estaba  en mis planes de futuro y recordar algunos poemas de José Hierro fue un valor añadido que no tiene precio.

 

-Usted ha definido a la Real Academia con una frase muy hermosa: la casa de la vida, vida que se expresa y condensa en palabras.  Y añade que un diccionario no es sino vida en su esencia más pura. ¿Qué sería de la ciencia sin la lengua y de la lengua sin la ciencia?

 

(Suspira para sopesar sus palabras. Una pequeña pausa, un respiro.)

 

 -Podría sobrevivir. Uno  de los grandes libros de  ciencia, Los elementos de Euclides, durante generaciones  fue utilizado para enseñar matemáticas en Gran Bretaña. Es un libro que tiene una relación con la palabra  muy primitiva. Allí  lo que manda es la lógica, la demostración, los  axiomas y teoremas, pero su relación con el idioma no es lo mejor.  Ciencia creo que es aquello que tiene relación con la naturaleza, para mí es  el requisito, la ciencia supone  sistemas lógicos con capacidad de predicción, implica algo que tiene que ver con la realidad.  Pero la matemática crea mundos que parecen no tener correlato con la realidad.  Aunque  no pasa nada por decir que la matemática es también una ciencia. Es, digamos, la ciencia más pura, y en este aspecto,  la teoría de la Relatividad General, la teoría de la gravitación que Einstein culminó en 1915 la expliqué durante muchos años  cuando era físico. Yo suelo decir, no sé leer un pentagrama, no sé leer música, pero sé muy bien que  aquellos que  pueden leer la Novena Sinfonía,  la reproducen  en su mente y se emocionan. Yo puedo leer las fórmulas de la relatividad general y conmoverme también, pero la relación con el lenguaje no aparece.  La ciencia,  como instrumento técnico y exclusivo para mejorar o empeorar a veces el mundo,  no puede estar nunca de espaldas al lenguaje. Lo que yo sostengo es que no basta con la educación, con enseñar,  sino que hay que conmover. Si no conmueves con las palabras,  las ideas y las metáforas que construyes,  entonces la ciencia continuará siendo un elemento extraño en la vida de la mayor parte de las personas. Eso es una tragedia, porque la ciencia es aquello que  nos hace más libres, no más felices. Aquellos que, como yo, se consideran darwinianos probablemente encontrarán más difícil tener una visión trascendente de la vida. Darte cuenta de eso, tener esa convicción, no te hace más feliz, porque todos tenemos  los mismos problemas, pero sí te hace más digno y más libre. La dignidad y la libertad es algo que debemos buscar para todas las personas.

 

- Podemos decir por tanto que usted está en la Academia como defensor de la lengua en relación a la ciencia y como  defensor de la lengua en tanto que factor de libertad.

 

--Sí, claro. La libertad junto con la compasión y la justicia, es algo que desde luego debemos buscar en un mundo en el que ya sabemos que no somos libres, es un ansia, es un fin inalcanzable.  Pero esas ansias y esos modelos son los que nos hacen mejores y más dignos. No pretendo convertirme en el paladín de la libertad a través de las palabras, pero procuro no olvidar que la lengua no es un instrumento con el que uno juega  produciendo construcciones hermosas o analizando su estructura o tratando de  velar por su pureza, sino que también es algo consustancial, que nos hace humanos.  Vargas Llosa dice que es aquello  que nos hace  más plenamente humanos. SI hay algo que nos distinguió y nos permitió sobrevivir sobre otros homínidos es la facultad de la palabra, que además está íntimamente asociada a esa capacidad simbólica.

 

Cuando  nos despedimos de José Manuel Sánchez Ron empieza a caer la tarde sobre la Residencia de Estudiantes. Atrás han quedado el jardín de las adelfas, diseñado por Juan Ramón, y el canalillo que ya no corre libre por los jardines sino soterrado, aunque se mantenga, como vestigio del que recordaba Alberti, un tramo a guisa de estanque. Ciencia, lenguaje y libertad; nos llevamos  esos tres conceptos de la charla con José Ramón Sánchez Ron que dan sentido a las palabras que pronunció el 19 de octubre de 2003 al ingresar en la Academia: “no conozco mejor servicio a la lengua que el de utilizarla en defensa de la libertad”.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Fernández Vegue

Hay hechos que los años no cicatrizan, vidas tejidas a la herida; pero cuando la memoria es útero del ser, el vacío una tensión dispuesta al alumbramiento y la ausencia una presencia por el alma interiorizada, es posible tener país, en un sentido que va más allá del territorio, leer el tiempo hasta volver a nacer entre los rostros de la ignominia y la muerte, asumir el dolor hasta transfigurarlo en espacio solidario y ser concebido de nuevo en virtud del amor. De este modo se podría resumir la vida y la obra de Juan Gelman, tan trenzadas, que la lengua al sufrir tanto daño acumulado necesita fracturarse, para así expresar en su total sentido sucesos como el secuestro y asesinato  por la dictadura argentina de su hijo y de su nuera, embarazada de siete meses, y la entrega a una familia uruguaya de su nieta, nada más nacer, cuya búsqueda fue una obsesión del poeta hasta poder abrazarla veintitrés años después. Macarena, ese es su nombre, acompañó, con el resto de la familia, a Juan Gelman en el acto de recepción del  premio Cervantes en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares el pasado veintitrés de abril. Su rostro, íntimamente iluminado, fue el mejor testimonio de la entrega de su abuelo a lo largo de toda su existencia a la lucha, tan cervantina, por la verdad y la justicia, inseparablemente unida a la escritura, al “oficio ardiente” de la poesía como él mismo reconocía en una mañana también primaveral para el espíritu.

- La vida y la obra de un poeta, un escritor, un artista, no son cosas separables: se alimentan mutuamente. Claro que al lector sólo debe interesarle -o no- la obra.

- Una obra que encontró en el Quijote “manantiales de consuelo, pues sólo quien  desde el dolor, como Cervantes, ha escrito  con verdadero goce puede dar a sus lectores un gozo semejante” Y así el texto más doloroso puede ser para el lector aurora y no crepúsculo, salvación  y no hundimiento.

- Cervantes se alzó de las miserias que lo cercaron y nos dio una lección literaria de vida, tierna, irónica, llena de compasión humana y clarividente  que perdura y perdurará siglos.

- La memoria, útero del ser, como dijimos al principio, es  para Gelman la causa motriz de cualquier empresa humana, incluida la creación literaria, en la que esté en juego la médula de la existencia y una mantenida actitud solidaria y de compromiso. Memoria que unas veces-pensamos- actúa sumando tiempos y espacios, y otras mediante un proceso selectivo. Y que tiene su respiración gemela en el olvido.

- John Locke propone en su Ensayo sobre la comprensión humana que la identidad personal es la conciencia que acompaña al pensar en tanto que se extiende hacia atrás a toda acción y pensamiento del pasado. Claro que se produce una selección de los recuerdos, lo cual, para Freud, es un trabajo del inconsciente, no voluntario. El resultado de este proceso es individual: hay quienes  olvidan sus malas acciones, otros no recuerdan las buenas que obraron. En cuanto al olvido y su articulación con la memoria, San Agustín, Nietzsche, Heidegger, Gianni Vattimo y otros grandes pensadores le dieron respuestas diferentes. No osaré dar la mía. Pienso, sin embargo, que en cada uno esa articulación no es abstracta: depende de sus actos, del entorno, de los acontecimientos, de la educación, de la subjetividad y de tantas cosas más.

Tanto la memoria y otras facultades psíquicas, como todo lo que le sucede a un ser humano , se encarna en la lengua en el acto de la creación, por eso no debe haber ningún temor, como tampoco lo hubo en el caso de Cervantes ,a introducir neologismos, a manchar el idioma con el barro de la vida. Esta encarnación ha sido un constante en la poesía de Gelman, fiel a su convicción de que “la lengua expande el lenguaje para hablar mejor consigo misma”.Un proceso, el de alumbramiento de la palabra, que es tanto externo como interno.

- La palabra , desde luego, viene de afuera, nos hiere en la cuna y abre una herida que, afortunadamente, no se cierra. Lo que nace en nuestro interior es el uso de la palabra y va hacia fuera provocado por el afuera, aunque uno sólo hable consigo mismo.

- Estas primeras reflexiones ligadas a  la obra compleja y extrema en su latido del poeta argentino, se alumbraron durante el acto  de Alcalá, donde colocó a la poesía en vanguardia de la lucha contra la muerte.

- Es así en la medida en que resiste contra el despiadado materialismo de esta época, un materialismo genocida que asesina por hambre. En el fondo, la poesía es una constante interrogación sobre la vida y la muerte

- Llena de preguntas como cuerpos doloridos o habitados por la angustia, se muestra el organismo latiente que es la obra de Juan Gelman, fruto, como hubiera dicho Marina Tsvetaeva, “de escribir para vivir, no de vivir para escribir”. Una poesía -afirma el también  Premio Cervantes Antonio Gamoneda-“que entiende la palabra en la magia de la realidad, para que la magia de la realidad transforme la palabra”. Con la inocencia que toda buena lectura poética exige intentaremos, a partir de ahora, transmitirles las huellas de una intensa existencia impresas en una lengua definitivamente vulnerada. La aventura comienza el 3 de mayo de 1930 en el barrio porteño de Villa Crespo, un barrio de inmigrantes de Buenos Aires.

- Nací -único argentino- en un hogar de emigrados ucranianos de origen judío, pero no practicantes. Mi padre fue social revolucionario y participó en la fracasada revolución rusa de 1905. Era un hombre culto, como tantos obreros de los movimientos socialistas de Europa del Este, conocedor de la historia, la economía y la literatura. Mi madre había estudiado  medicina, era gran lectora y adoraba la música. Llegaron a la  Argentina con mi hermano y mi hermana en 1928. Era la segunda vez que mi padre se iba del país, desilusionado con la revolución bolchevique, ya en las manos del terror estalinista; la primera, escapaba del zarismo. También mi hermano era un gran lector y yo le saqueaba la biblioteca a escondidas. Cuando tenía seis o siete años, él me recitaba poemas de Pushkin en un idioma incomprensible para mí, pero que tenía músicas y ritmos que me transportaban a otro lugar. Creo que así nació mi amor a la poesía. El barrio era el barrio, todos luchaban por sobrevivir en esos duros años treinta. Los chicos jugábamos en la calle con pelotas de trapo o de papel, atadas con cordeles. No había para más.

- Y a los nueve años, entre juego y juego, siente el misterio insondable del amor, prendándose de una vecinita a la que escribió algún poema. Entretanto, otra pasión se despertó en él: la pasión por la lectura.

- A los catorce años leí Crimen y castigo, de Dostoievsky, y eso me costó dos días de fiebre y cama. Y luego, Kafka y Joyce, que en la Argentina publicaron muy temprano editoriales fundadas por republicanos españoles exiliados. Cervantes, siempre, y Shakespeare. En poesía , Raúl González Muñón, César Vallejo, Neruda, Garcilaso, Quevedo, Góngora, San Juan de la Cruz; y Baudelaire, Villon, Mallarme, Rimbaud. Después, con el tiempo, se sumaron José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Antonio Gamoneda o Ángel González, por citar algunos poetas españoles contemporáneos.

- Lecturas que, junto al tango y la milonga, confidentes de su oído desde una vieja radio y pasos de baile familiares en el barrio, van modelando su forma de ser  y de estar en el mundo, un mundo que percibe desde muy temprano como injusto e insolidario, hasta el punto de ingresar a los quince años en la Juventud Comunista, decisión unida a su idea de la revolución que, como después se vio, siempre fue más allá de lo que por ella tantas veces entendemos

- Nunca pensé que la revolución era o es o será, si alguna vez será, la producción de un simple cambio político, económico y social. Si no procura el engrandecimiento del alma humana, no es revolución, es otra cosa. En todo caso el compromiso debe estar sostenido por la fuerza del espíritu. Escribo por necesidad, no para hacer la revolución. Usted habrá encontrado poemas míos en los que esta afirmación es explícita. El poeta es un ciudadano y, como tal, podrá querer o no  hacer la revolución. Hay grandes poetas que no fueron ni son revolucionarios, así como grandes revolucionarios que no fueron ni son poetas.O que son malos poetas.

- La llamada de la poesía como destino, se va haciendo cada vez más imperativa, por eso abandona sus estudios de Química y busca en el periodismo una forma de vida que esté también relacionada con el lenguaje, aparte de ejercer diversos oficios para salir adelante. A finales de los años cuarenta, su camino como creador estaba ya signado por el advenimiento futuro de la tragedia, por lo substancial humano,por la pérdida y extrañamiento; también por la energía salvadora del amor. Todo ello  dentro de una lengua permanentemente embarazada, en donde como una criatura crece el dolor, fluye la sombra o canta la aurora, donde se sedimentan los acontecimientos históricos y se libra un combate sin cesiones a favor de la verdad, la justicia y la libertad. Una lengua “moldeable como la cera”, en expresión de Fray Luis de León, cuya dinamita se alberga en su alto cielo de belleza. Tres etapas se suelen  señalar en la obra de Gelman: la de las décadas de los cincuenta y sesenta, caracterizada, en opinión del autor mexicano  Marco Antonio Campos, por “su ligereza, ludismo y destellos de ternura, con gran presencia del cuerpo de la mujer y la germinación de sueños y utopías ya nunca abandonados”;la oscura, plena de heridas irrestañables, correspondiente a la época de la dictadura argentina  y el exilio, y la marcada por una mayor serenidad para nombrar interiormente lo vivido y por la elección de un territorio, el mexicano, para reconstruir la existencia sin abdicar de ninguno de los principios éticos y estéticos.

- Clasificar es una tarea muy difícil. A mi me parece que, más que etapas, hay desarrollos en los que, sin duda, el afuera influye. El afuera escribe en uno, pero el que escribe es otro. La definición más perfecta de la belleza es, a mi juicio, la de Sor Juana Inés de la Cruz: una espiral en movimiento, cada vez más abierta, y esto puede aplicarse al trabajo de todo artista. Cada artista desarrolla mundos que son épocas del ser. No es, para mí, el círculo cerrado y perfecto de John Donne.

- En la senda creativa de nuestro autor, Violín y otras cuestiones es su primer libro, del que en 2006 se cumplieron cincuenta años y que se abre con unos versos verdadera declaración de principios sobre la poesía: “¡Quién pudiera agarrarte por la cola / magiafantasmanieblapoesía! / ¡Acostarse contigo una vez sola / y después enterrar esta manía! / ¡Quién  pudiera agarrarte por la cola!

- Así me parecía entonces y me sigue pareciendo. La poesía es inaferrable. Cada poema es el hecho cumplido de un deseo que nunca se agota, decía René Char.

- “La poesía es una manera de vivir”, dice también Gelman en este libro, una forma también de cristalizar la voz de los otros: de los que no tienen trabajo, de los golpeados por la vida. El lenguaje coloquial y los objetos con pulso son los hilos con los que se teje este tapiz solidario, en cuyo relieve aparece uno de los símbolos fundamentales de su obra: el pájaro.

- En el habla de las gentes no pocas veces se encuentra un temblor poético. Piense usted, por ejemplo, en los diminutivos de la lengua cotidiana, piense en el “agüita” de Santa Teresa. Pero no coincido con el adjetivo coloquial aplicado a la poesía, a cualquier poesía. Hay un gran equívoco en esto.¿Habrá que calificar de “poesía marina” a la escrita sobre el mar? La poesía es poesía o no lo es. La palabra es materia, como el mar. En cuanto a los objetos no sé si catalizan sueños, ilusiones y esperanzas. Depende. Me encanta esta definición de la antigua cultura china: llama al mundo “las diez mil cosas”. El poeta mexicano Eduardo Hurtado tituló así su libro más reciente. Por lo que se refiere al pájaro representa la necesidad de volar, cualidad que tiene naturalmente.

- En 1959, fecha de publicación de su segundo libro, El juego en que andamos, Juan Gelman manifiesta sus críticas al partido comunista, del que se separaría cinco años después, y se siente en cambio atraído por la revolución cubana, de la que, pasado algún tiempo, igualmente descreería. Todos estos acontecimientos son, como nos dice el poeta,  “el afuera que escribe en uno, pero el que escribe es otro”,  y el que escribe nos transmite en esta  obra la fuerza cósmica, genesíaca, del amor: “Habítame, penétrame./ Sea tu sangre una con mi sangre…Estés en mí como está la madera en el palito” . “Palito”,  un diminutivo ,¡tantos hay en la poesía de Gelman!, sinónimo de ternura, de fragilidad con horizonte.

- Creo que , sobre todo, expresa la ternura, el asombro y la magnitud del sentimiento amoroso que encarna hasta en lo más pequeño.

- Diminutivos, pálpito íntimo del lenguaje, y la contradicción, más que el oxímoron, según indica el poeta, que articula también su creación poética: “Si me dieran a elegir, yo elegiría/ esta salud de saber que estamos muy enfermos,/ esta dicha de andar tan infelices”. Un  paso más en este itinerario esencial, pues todo nos conduce al ser humano más allá de lo accidental, es Velorio del solo, publicado en 1961, obra que nos revela otra cuestión clave del universo gelmaniano, la imposibilidad de saber quiénes realmente somos, unida en el poema que da título al libro a la soledad radical y a la inocencia: “En esto era tenaz y los días de lluvia/ salía a preguntar si lo habían visto/ a bordo de unos ojos de mujer/ o en las costas del Brasil amando su estampido/ o en el entierro de su inocencia (muy particularmente)”.

- Más que imposibilidad, es una enorme dificultad. Así es, al menos en mi caso. Conocerse es un proceso en el que la razón cartesiana no sirve de mucho. La escritura me guía como una linterna en mi interior, pero cuánto hay que despejar para llegar a la verdad de lo que somos y nos pasa. El conocimiento de esa verdad por tal camino es un movimiento constante y cambia al ser. Es de por vida.

- Y junto a esta habitación de nosotros mismos entre tanta tiniebla, en Velorio del solo se trata de la propia poesía, considerándola un “arma” para enfrentarse a los dolores de este mundo y a la muerte. Tarea que el poeta debe desarrollar consciente de que no es el propietario del don de que está investido, sino el siervo que intenta iluminar el rostro de la vida.

- Pienso que todo arte es una afirmación de vida. Borges decía que si supiéramos lo que pasa después de la muerte, desaparecería el 95 por ciento de las manifestaciones artísticas. Creo asimismo que la palabra es de todos, como el aire, y que nunca pretendí que mi poesía fuera un ejercicio moral. Me siento llevado a escribirla por obsesiones que me ocupan. No reflexiono mucho.

- Dos nuevos términos aparecen ahora con su capacidad engendradora, “jugos” (“Jugos del cielo mojan la madrugada de la ciudad violenta”) y  “pedazos”, vocablo alusivo a fragmentación, pérdida, desligamiento, quizá materia sorda.

- El jugo es lo sustancial de cada cosa y hay que trabajar para obtenerlo. No es una palabra intercambiable, pero se puede decir médula, espíritu, meollo, fondo. Los pedazos… A veces tengo la sensación  de que vivimos a pedazos. Otras, nos hacen pedazos.

- El amor como invasión total, alumbrador  de una fisiología emocional en la que cada parte del cuerpo actúa como un todo, desata la “furia”, palabra dotada de un intenso movimiento psíquico, y pervive más allá de la muerte en el poema que da título al siguiente libro Gotán, editado en 1962: ”voy a pasar  toda la muerte tendido con su nombre,/ él moverá mi boca por la última vez”.

- El todo del amor es un momento excepcional. Se da lo que no se tiene y se recibe lo que no se da.

- Otros aspectos de este libro a sumar a su urdimbre poética son el engarce de lo popular y lo culto, la fecundación llevada a cabo por el tango (Gotán es tango al revés), el humor y la ironía.

- Esa convivencia existe en el habla popular. Oigo a veces frases sorprendentes. Y hay letras de tango-para hablar de lo que más conozco-que son verdaderos poemas. Claro que en poesía se trata de otra cosa y no busco esa convivencia, la encuentro, surge por necesidad expresiva. Volviendo al tango se integra en mi obra por  razones de vida, supongo. De muchacho salía a bailar casi todas las noches con los amigos del barrio. Eso lo sé. Lo que ignoro es en qué medida me acuñó junto con la lectura de los grandes poetas. En Gotán -como usted dice, tango al revés- ironizo sobre cierta mitología que en mi época, y aún hoy, baña la ceremonia de bailarlo. Por ejemplo: “Y la costurerita pálida y mustia/ que pesa lo que puede pesar un mirlo, /nos dice con su voz llena de angustia:/ “El tango, pa’bailarlo, hay que sentirlo”. Me ocurrió, ¿sabe?

- Juan Gelman  trepana el lenguaje con las vicisitudes de la existencia, busca la máxima precisión al nombrar exigida por la poesía, por eso en Cólera buey (de nuevo la contradicción), una de sus obras mayores, aparecida en 1965 en La Habana, y revisada y ampliada en la edición bonaerense de 1971, se producen una serie de movimientos sísmicos en el idioma empleado, consistentes en la transformación sin normas  de la morfología y la sintaxis, la creación de neologismos y la ausencia de puntuación, acompañados de la invención de seudónimos. Todo lo cual nos plantea interrogantes sobre los resortes íntimos de esta revolución lingüística.

- El título Cólera buey habla de cólera castrada, que fue una experiencia de vida. Me fui del partido comunista convencido de que obedecía a oportunismos varios, como antes señaló, y la revolución cubana, igualmente ya citada, nos mostró a muchos que ese sueño era posible en América Latina. Pero no encontrábamos la manera de llevarlo a cabo en Argentina y pasé un largo período de desorientación política que coincidió con situaciones personales difíciles. Mi poesía se encerró en un intimismo estéril. La intimidad, desde luego, forma parte de la subjetividad, pero no es toda la subjetividad, es un territorio mucho más amplio. Inventé entonces unos sosias que me ayudaron a salir de la clausura en que me había encerrado yo mismo: un inglés John Wendell, primero, luego un japonés, Yamanokuchi Ando y por último el estadounidense Sydney West. En el camino Dom Pero, un presunto poeta español del siglo XV. No son heterónimos, como los de Pessoa, son seudónimos que me permitieron romper el cerco y recorrer otras obsesiones. Tropecé además con los límites de la lengua, no alcanzaba palabras para esa  cólera castrada. Y sí, es el afuera que interviene en uno, sacude la vida, marca a la expresión. Esto se acentuó durante mis catorce años de exilio, llenos de dolor, impotencia, indignación y odio. Las furias y las penas, que decía Quevedo.

- Cólera Buey está compuesto por un poema al comandante Guevara y por  textos de nueve libros inéditos con vibraciones muy diferentes, acompasadas a la diferente tensión anímica del autor en cada momento, donde se entrecruzan, según señala Miguel Dalmaroni, “discursos heterogéneos, como lo público y lo íntimo, la política y la literatura, o lo narrativo y lo lírico”; “convivencia -añade Dalmaroni-  que será ya el sello identificativo del conjunto de su obra”. A lo que se añaden dos tipos de escritura: la que implica directamente al propio Gelman, y la que surge del desdoblamiento en otros “yoes” (con el resultado de extrañamiento) y la alteración de los espacios y los tiempos. A este segundo tipo pertenecen  los libros Traducciones I. Los poemas de John Wendell; Traducciones II. Los poemas de  Yamanocuchi Ando y Traducciones III. Los poemas de Sydney West, poemas estos últimos que constituyen historias narradas en tercera persona, donde se  lamenta la muerte de una serie de habitantes de Melody  Spring o Spoker Hill,que podríamos ubicar en el Medio Oeste de los Estados unidos si no fuera porque el propio Gelman nos avisa, no sin cierto humor, de que se trata de “un pueblecito del sur de la provincia de  Buenos Aires”, y de que detrás de Sydney West quizá haya un argentino, porque -afirma- “el libro respira los problemas, la atmósfera y el idioma de los argentinos, o no”. Los poemas de Sydney West ,declara Alicia  Borinsky, “nos ofrecen un espacio utópico que desarrolla la capacidad disociativa de lo fantástico y donde se nos asegura que hay lugar para el cuchicheo, para las parodias de la traducción y para esa gran fiesta íntima a la que nos invita el escritor argentino cuando entramos en su juego”. Valgan  como ejemplo estos versos: “Cuando Gallager Bentham murió/ se produjo un curioso fenómeno:/ a las vecinas les creció el odio como si hubiera aumentado la papa/ feroces y rapaces comenzaron a insultar su memoria/ como si el deber obligación o tarea de gallagher bentham/ fuera ser inmortal”.

En Cólera Buey, aparte del compromiso político, el cuerpo de la mujer  es fundación, cobijo, inundación animal, resplandor, ternura, placenta de los sueños, lugar sin geografías del amor, incendio de un mundo en libertad: “sonríe como un cómplice/bajo el calor suelta sus animales bellos desnudos indolentes/ y recorren la tierra llenándola de ansias de carne en libertad/ ella prepara sus abismos/ ninguno la conoce/ en la mitad de la noche me despierta la oigo cómo enciende su furor/ y las crepitaciones/ de rostros que ella quema lentamente/ contra su voluntad”. Por último, en esta obra central por todo lo ya dicho, se acentúa el convencimiento de que la creación poética es el resultado de una suma de voces.

- La poesía debe ser hecha por todos y no por uno, pedía Lautréamont. De algún modo es así, aunque los poetas sean pocos. Los pueblos crearon y siguen creando las lenguas y quién sabe cuántos antepasados hicieron la palabra “mar”. Pero hoy el autor no desaparece, aunque la suya sea una voz más. Un poeta es cualquier hombre, pero cualquier hombre no es un poeta, decía Raúl González Tuñón. El sueño de todos: desaparecer en el anonimato y que la gente recuerde o diga sus poemas sin conocer el nombre del autor. Le sucedió a González Tuñón durante la guerra civil española.

- Coincidiendo con la publicación ampliada de Cólera Buey aparece Fábulas, en 1971, poemario con atmósfera onírica, presencia de lo mágico y una potente imaginación, donde continúa esa cirugía a que somete el lenguaje Juan Gelman, en este caso el cambio de género (“las pechos tristes”, “una camino”), que  tiene como consecuencia la incorporación  de  la realidad en toda su complejidad, física y psíquica al poema. Operación realizada -afirma el autor-“sin perseguir objetivo alguno. La poesía no es cuestión de voluntad y el mejor momento es cuando ella nos mueve la pluma”. Movimiento  umbilicalmente unido al ritmo, creador de sentido.

- El ritmo es absolutamente esencial, es la economía de poema y de todo arte. Las palabras sólo pueden cabalgar en él haciendo música.

- A medida que avanzamos por una obra donde transparece la vida del autor, siempre trascendida por la palabra poética, con el fin de que resuene en corazones muy diferentes, lo íntimo se va tornando cada vez más voz colectiva. Esto sucede ya en plenitud cuando en 1973 se publica Relaciones, año del regreso de Perón a la Argentina, tras cuya muerte asciende a la presidencia su esposa Isabelita, quien nombra ministro de Bienestar Social a José López Rega, creador de  la Triple A. Comienza de este modo a abrirse una sima en el país de Gelman, que desembocará poco tiempo después en los años atroces de la dictadura. El escritor, miembro entonces de la organización Montoneros, que pronto pasará a la clandestinidad, realiza  una intensa actividad en favor de los derechos humanos; por eso Relaciones -como señala la profesora  Mª Ángeles Pérez López- “trata de la injusticia, la tortura, la anulación del diferente, la ignominia de la historia ,la insuficiencia de la poesía y el amor como forma de dolor”. El amor, que como ya hemos indicado, es núcleo de su poesía, supera la relación entre dos seres   para manifestarse como una fuerza cósmica

- No se muere de amor, se vive por amor. Y no se trata sólo del amor a la pareja, sino a la existencia misma con todo lo que la moldea. Hay quienes aman a la humanidad en general, pero odian a la gente en particular. Esto no me pasa.

- Relaciones es también un libro en movimiento hacia “el otro”, transitivo, que, a pesar de la insuficiencia del lenguaje para transmitir determinadas situaciones, es consciente del valor de la poesía para consagrar la dignidad de los oprimidos, para ser un bálsamo y para dar eternidad al instante. El poema titulado Bellezas, cuyo final transcribo, dirigido a los escritores, especialmente a Octavio Paz, Alberto Girri y José Lezama Lima , es un acto de fe en el poder de salvación de los versos: “Octavio José Alberto niños ¿por qué fingen que no llevan la calma donde reina confusión?/ ¿por qué no admiten que dan valor a los oprimidos o suavidad o dulzura?/ ¿por qué se afilian como viejos a la vejez?/ ¿por qué se pierden en detalles como la muerte personal?”. Y en ese diccionario de términos-símbolos que podría hacerse con la obra de Gelman, aparece ahora “tela”,que lo mismo es frontera, que nutriente vida o anuncio de muerte.

- La tela es un tejido que urdimos cada día, desparejo, abrigador, mortífero. La vida entrega los hilos.

- Los malos presagios que se cernían sobre Argentina, se convierten en tragedia el 24 de marzo de 1976 cuando una Junta Militar da el golpe de Estado. El horror y el desgarro  colocan al poeta en un abismo de ausencias que le dejarán una huella indeleble y vulnerarán hasta la respiración del lenguaje. Entre esas ausencias, lo recordamos de nuevo, su hijo Marcelo, de veinte años, y su nuera, María Claudia, de diecinueve y embarazada de siete meses, ambos secuestrados y asesinados, y su nieta, Macarena, que nada más nacer fue entregada a la familia de un policía en Uruguay. En su búsqueda Juan Gelman comprometió 23 años de su vida, hasta que en 2000 se produjo el encuentro. A ellos se suman otros seres muy queridos, igualmente asesinados o desaparecidos por la dictadura, como los escritores Rodolfo Walsh, Haroldo Conti, Miguel Ángel Bustos y Paco Urondo. El sufrimiento mina la carne y el espíritu de Gelman que se halla en un estado de fragilidad añadida: la del que ha perdido sus raíces, la del exiliado que, en un acto de suma generosidad, al analizar esta condición se siente uno más entre los expulsados.

- En mi caso, llegué a la sensación de que todos somos, de algún modo, exiliados en esta tierra. No me refiero a la manida frase “ciudadano del mundo”. Hablo del destierro material y espiritual que padecen miles de millones de personas, expulsadas de una vida digna y de una felicidad posible. El cabalista Isaac Luria imaginó que el primer exiliado fue Dios, ocupaba el universo entero y tuvo que abreviarse para dar lugar al mundo.

- Pero existe una patria de la que nunca somos desterrados: la lengua

- A pesar de los genocidas, la lengua permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar. El ser humano creó las lenguas y hace cosas que ellas no pueden nombrar. El ser humano está dentro y fuera de la lengua. La poesía, lengua calcinada,  tuvo que padecer en nuestro Sur discursos mortíferos, tuvo que atravesarlos y no salió indemne, pero sí más rica. Es que la poesía es un movimiento hacia el Otro, busca ocupar un espacio que en el Otro no existe. Pero,¿cómo hacer olvidar a la lengua su ayer manchado de espanto? ¿Cómo cicatriza la lengua olvidando su ayer?.

- Muchas preguntas e interjecciones habrá a partir de este momento en la poesía de Gelman, mucha necesidad de habitar la intrahistoria de la lengua, de diálogo dentro de ella, de encarnación de los ausentes entre sus huecos , en sus fisuras transformadas en luz. Hechos, el libro que abre la etapa del exilio y que no se publicará hasta 1980, introduce la barra gráfica, que acompañará al lector de ahora en adelante, y que no es un signo gratuito, sino que le obliga a hacer una pausa inconsciente dinamizadora del pensamiento, e integradora, a pesar de la aparente separación del verso, con lo que se acentúa la revelación ínsita  en el poema que, ante la nueva y dramática situación,  se convertirá en campo de resistencia, denuncia y reconstrucción del propio ser del poeta, en compañía siempre de los ausentes, con la energía prestada por la propia evolución de la lengua y  el futuro virgen alentado por la mujer; sin prescindir nunca del misterio entrañado en la creación poética, ni de las relaciones mágicas que se entablan dentro del cuerpo del texto. Una doble fractura, íntima hasta casi nublar la identidad del autor debido al dolor, y exterior, de desposesión de su país, entendiendo por país un entramado de relaciones físicas, afectivas y comunitarias, configurará a partir de este momento el mundo personal y literario de Juan Gelman. Y la primera respuesta será mirar de frente a los ojos de la derrota, cohabitando  con sus muertos, abrazándose a la memoria como un alba herida y rebelándose contra las furias o tinieblas interiores. Algunos versos entresacados de varios poemas del libro Notas, escrito en la segunda mitad de 1979, lo expresan bien: “te mataré los pedacitos./ te mataré  uno con paco./ otro lo mato con Rodolfo./ con Haroldo te mato un pedacito más./ te mataré con mi hijo en la mano…te voy a matar/ derrota.------. dicha infeliz/ país de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/ huesitos que junté para encender/ tierra que me entierraba para siempre.----- ya no te quiero/ furia/ no te quiero más/ rabia me desolás el corazón/ me volvés ciego el corazón”. “Huesitos” y “pedazitos”, palabras aparecidas en estos versos, significan una disección anatómica no sólo materia sino animada por el espíritu, dotada de biografía.

- Los ausentes vuelven de su pérdida y su repetición se convierte cada vez en otra cosa. En esos regresos hay mucha vida que pasó y, como usted señala, en el cuerpo y el espíritu se anidan. Fueron seres humanos  que buscaron un país más justo. Con los 30.000 desaparecidos también desapareció ese proyecto. A veces, cuando escribo, termino con dolor de huesos.

- El camino interior hacia los ausentes, hasta desvelarlos en una constante presencia, pasa por el despojamiento hasta el olvido de un mismo, por una vía unitiva escala silenciosa hacia el amor, por un no entender que colma; lo que significa el encuentro con los místicos.

- Fue, en efecto, un encuentro.  Leí a San Juan y Santa Teresa en mi juventud, pero en el exilio me dijeron otra cosa. Me hablaron del amor y de su presencia ausente. También las dos Hadewijch de Amberes, Beatriz de Nazaret, los escritos y la música de Hildegarda de Bingen, otras, otros.Tal vez haya leído usted estos versos de Guillaume de Saint-Thierry, el místico francés del siglo XII: “En la escuela del noble amor/ se aprende la ira sublime/ que al hombre sensato, en un instante/ convierte en errante vagabundo”. Hice parte de este viaje en compañía del inolvidable y querido José Ángel Valente.

- Así como Valente fue desembocando en el silencio, parece que el trato con los místicos a través de los poemas contenidos en los libros Citas y Comentarios, publicados conjuntamente en 1982, nos acercan también a él por sus zonas insondables, por su temblor de amor y fusión entre dos seres,  por la soledad querida.

- Es posible. No me ha ocurrido todavía, aunque mis poemas son ahora más breves, más concentrados. Tal vez sean el umbral del silencio. Pero no olvide usted que la experiencia de los místicos se cumple en la escritura.

- La toma de conciencia de una existencia doblemente exiliar, a través del pulso de la lengua, de sus manifestaciones más extremas de belleza y emoción, es la arritmia (salvadora) que guía su mano a la hora de escribir durante todos estos años. Por eso busca otro horizonte más, en el diálogo con el ladino, sefardí, o judeo-español que se produce en Dibaxu, obra  nacida entre 1983 y 1985 y acompañada por su traducción al castellano actual,  cuya lectura se recomienda que sea oral, para de este modo -pienso- hacer táctil el paso del tiempo.

- Me atrae del sefardí el candor de su sintaxis, la ternura de sus diminutivos y me conmueve como lengua antepasada. A ese estadio del castellano que fue lengua hace siglos y hoy está en vías de extinción, me llevó el diálogo que sostuve con el castellano del Siglo de Oro plasmado en Citas y Comentarios. Y también el exilio, porque fue lengua de exilio de los judíos expulsados de España. En cuanto a la posibilidad de una lectura en voz alta lo explico en el “Exergo”: “para escuchar, tal vez entre los dos sonidos, el del sefardí y el castellano de hoy, algo del tiempo que tiembla y nos da pasado desde el Cid”.

- Y el soplo del expulsado se detecta en toda la cultura judía, si la auscultamos, de ahí que Gelman sintonice visceralmente  con ella,aparte de sus orígenes, “una cultura -dice- cuya extraordinaria cualidad estriba en que fue construida a lo largo de los siglos alrededor de un vacío: el vacío de Dios, el vacío del suelo original, el vacío que conlleva a la Utopía”. Vacío que es para el poeta un tempero a punto de concebir, un espacio de revelación.

- El vacío, sí. La poesía le da forma al vacío, lleno de rostros desconocidos todavía. La nada es la muerte.

- Cuando la memoria arde y no admite la quietud, cuando se quieren borrar las distancias y hallar un respuesta en quien ya no tiene lugar ni hora para contestar, el poema adquiere la temperatura de la carta, y entonces el dolor se agiganta hasta la asfixia, y las preguntas se vuelven ojos, pasos, voz del interrogado. Todo esto es lo que sucede en la Carta abierta, dirigida por Juan Gelman a su hijo Marcelo Ariel, asesinado por la dictadura argentina, veinticinco poemas escritos en enero de 1980, de los que, al menos unos versos, deben hablarnos: “con la cabeza gacha ardiendo mi alma moja un dedo en tu nombre/ escribe las paredes de la noche con tu nombre/ sirve de nada/ sangra seriamente/ alma a alma te mira/ se encriatura/ se abre la pecho para recogerte/ abrigarte/ reunirte/ desmorirte/  zapatito de vos que pisa la sufridera del mundo aternurándolo/ pisada claridad/ agua deshecha que así hablás/ crepitás/ ardés/ querés/ me das tus nuncas como mesmo niño”.

- En este instante Juan Gelman rompe su silencio escuchador: “La dictadura militar argentina se caracterizó por una práctica siniestra: el secuestro de ciudadanos inermes, su tortura en centros clandestinos de detención, su asesinato y la desaparición de sus restos. Los militares guardaron silencio, y lo guardan aún hoy, sobre el destino de los que llamamos desaparecidos y así duplican su impunidad. Hoy se sabe que fueron asesinados, arrojados al mar vivos, incinerados o enterrados, pero en los años  de la dictadura, los familiares vivíamos acosados por la pregunta ¿están vivos, están muertos? Y en medio de esa angustia dolorosa, el deseo y la esperanza, siempre, de recuperarlos con vida. Esa esperanza se mantuvo incluso hasta años después de que los militares dejaran el poder. Conozco a una madre que limpiaba y arreglaba todos los días la habitación del hijo desaparecido, servía la mesa con el plato de sopa que él solía tomar de vuelta del trabajo y dejaba la puerta abierta para que pudiera entrar. No fue el único caso. Es muy difícil imaginar la cantidad de monstruos que alimentaban el insomnio de esas noches, los fantasmas diurnos que nos visitaban, las alucinaciones, creer que un muchacho que pasa por la calle es el hijo perdido porque camina como él, los rostros brutales de la incertidumbre,¿lo estarán torturando mucho?, ¿cómo será cuando regrese?, y tanto más. Supongo que algo de eso está presente en Carta abierta”.

- Tan grande es el amor por el hijo, el deseo de darle vida, que –añade el poeta- “el hijo desaparecido engendra a otro padre”. Esta misma conjunción astral de la sangre de dos seres, trastornadora de la propia relación familiar, se consuma en otra misiva, Carta a mi madre, cuyo origen  podría ser objeto de un relato: “Gelman, que vivía en Managua en 1982, recibió en el mismo día tres cartas: una de su consuegra que le dice que ha visto a su madre en una residencia de ancianos activa, organizando la biblioteca; otra de su hermana, que le da la noticia de la muerte de su madre, y una tercera de la propia madre que le habla de sus recuerdos lejanos”, así lo expresa el poeta mexicano, ya en otro lugar citado, Marco Antonio Campos, en el epílogo de la edición de 2007 de este poema largo que, en principio, fue una carta abandonada en un cajón durante muchos meses, y luego se transformó en un texto poético escrito en julio de 1984 en Ginebra y París, y en noviembre de 1987 en París. Obra confesional, como corresponde a su primaria naturaleza epistolar, y redentora desde una interminable cadena de preguntas medulares, pues hechas dentro del ser al que se dirigen, diseccionado en órganos movibles interiormente como el espíritu. Carta a mi madre ilumina dolorosamente toda la existencia del poeta, y le muestra el rostro más hondo del destierro: el que asume la vida entera de la persona que ama hasta ser su doble, y no es capaz de responder sino con la separación; pero cuando el destierro toca fondo hay una purificación, que es renacer, y se abre la esperanza. Se trata de un estremecedor poema en el que la muerte, o el desencuentro absoluto, se torna presencia raigal. De él transcribo pequeños relámpagos:”¿por qué tan vivo está lo que no fue?/ ¿nunca junté pedazos tuyos?/ ¿cada recuerdo se consume en su llama?/ ¿eso es la memoria?/ ¿suma y no síntesis?/ ¿ramas y nunca árbol?----me hiciste dos/ uno murió contuyo/el resto es el que soy/ ¿y dónde la cuerpalma umbilical?/ ¿dónde navega conteniéndonos?/ madre harta de tumba: yo te recibo/ yo te existo/ ----así mezclaste mis huesitos con tu eternidad/ tus besos eran suaves en noches que me dejaste solo con el terror del mundo/ ¿me buscabas también así?/ ¿hermanos en el miedo me quisiste?/ ¿en un pañal de espanto?/ ¿o me parece que fue así?”. En este poema, además -como afirma Antonio Gamoneda- se incardina la creación poética en la creación de la vida:”¿por eso escribo versos?/¿para volver al vientre  donde toda palabra va a nacer?”. “Pasamos -añade Gelman- del vientre materno a la lengua materna, de una matriz material a otra espiritual, que no nos abandonará hasta nuestra muerte”.

- En el desarrollo orgánico de esta obra labrada por tormentas y desiertos interiores, y siempre con la memoria en celo, llega un momento en el que la propia biología atempera la gelmaniana “furia”, que el poeta identifica con la tensión de las palabras, siempre sin renunciar a ninguno de sus principios y  sin dejar de estar fecundado por los ausentes . El año 1988, en que viaja a México con su segunda esposa, Mara La Madrid, país en el que ha residido desde entonces, abre un nuevo horizonte vital en el que el exilio se modula con la voluntariedad del trasterrado, y  donde la familia y los amigos son un ámbito donde es posible que lo perdido fluya como un atardecer y el amor  sea un pacto con la vida. Y sobre todo, dos años después, se produce el encuentro en Montevideo con su nieta Macarena Gelman García, pues ya lleva sus apellidos. Incompletamente, Valer la pena, País que fue será y este mismo año Mundar, son los libros nacidos en la que podemos denominar, para entendernos nada más, tercera etapa, en la que el lenguaje se hace más transparente y la voz se templa.

- Los años enseñan a convivir mejor con la pérdida. Por otra parte, se han reiniciado en  la Argentina los juicios contra los asesinos y torturadores de la dictadura militar. Es un logro de la sociedad, que comparto.

- En Incompletamente, publicado en 1997, el pájaro, símbolo nuclear en la poesía de Juan Gelman, es vuelo conciencia que traza con sus alas los invisibles círculos del desamparo, cruza con su impulso el vacío hasta amanecer un rostro, habita la sombra de lo inexistente para que no quepa el olvido, y aunque pertenezca al aire que falta, mantiene los ojos bien abiertos: “dibuja su claro delirio con los ojos abiertos/ canta incompletamente. El pájaro representa por tanto, sensorial y emocionalmente, la realidad vivida por el autor argentino que, ahora, tampoco, renuncia a ser dentro de todo aquello que le fue amputado, ni  a injertar  el recuerdo en el centro del sufrimiento para, en el límite, permitir a los sueños transpirar.

El encuentro con su nieta tras un largo alumbramiento de 23 años, acompaña la publicación en 2001 de Valer la pena ,título procedente de un verso de su amigo Paco Urondo calificado por Juan Gelman de “anfibio”.

- Tiene, al menos, dos significados: el corriente, comprar algo que vale la pena, esforzarse por conseguir algo que vale la pena, etc, y el otro, que llama al dolido a ser digno de su dolor.

- Es este segundo sentido, sin duda ,el que se corresponde con un libro que atañe a esa dignidad  para asumir el dolor desde el territorio del lenguaje, para a través de la palabra “ ardida de ausencia”,  reunirse de nuevo en su mansión más íntima con su país (“Una vaca pace en el hueso que vas a recordar), con los derrotados (“hablan con un fulgor maltrecho en la boca/ que no se termina de apagar”),con su abuelo (“Me mira con las ojeras lentas/ de quien veló el espanto”), o con su hijo Marcelo (“Tu saliva está fría y pesás/ menos que mi deseo”). Se trata de una obra en la que se intenta “cavar”, interminablemente, en lo que flota sin fondo como el horror, en la que hay un hondo callar que piensa y el cuerpo de la amada es el único lugar de resurrección (“Nacer es el apetito que das./ Caballa de la boca---los pedacitos del amanecer/en un rincón de la lengua”). No falta tampoco la ironía (“El poema no pide de comer. Come/ los pobres platos que/gente sin vergüenza  o pudor/ le sirve en medio de la noche”), ni la convicción de que la poesía “debe contar”, “no es un destino” y “sólo es rica en preguntas”.

La confusión de tiempos es, como ya apuntamos,  corolario de la escritura total, integradora, de Juan Gelmán, y tiene uno de sus últimos ejemplos en País que fue será ,título suficientemente claro a este respecto, más si a continuación leemos el epígrafe, puerta de entrada al poemario, de Guillaume de Poitiers: “El Paraíso perdido nunca estuvo atrás. Quedó adelante”

- Yo diría -interviene Gelman- que los instantes del presente se convierten en pasado con suma rapidez. Alguna vez fueron futuro.

- Esta confusión, o quizá mejor fusión de tiempos, origina- creo- en el lector la sensación de cierto descabalgamiento existencial, de no llegar a tiempo o de vivir un tiempo robado, y por tanto sin anclaje. De ahí ese constante “cavar” que vuelve a aparecer en este poemario, o como subraya el poeta, “el querer llegar a un fondo que no existe”. Y el imperativo más que nostalgia, de buscar tierra firme en la infancia (“¿No sabías que los otoños de un violín/ resuenan sobre nuestra cabeza?”), referencia  a su primer libro muy bien vista por Mª Ángeles Pérez López, o (“Han desaparecido los barcos/ que navegó mi juventud en / un vacío incesante”). Todo lo cual requiere la búsqueda, en compañía de la amada, de la duración: “Tu aire es el sol que tengo/y escribe ayer en hoy./El viaje es de hagamos/cielos que duren”.

- La reafirmación del compromiso con la poesía alcanza un grado máximo en País que fue será ,hasta el punto de  transformar al poeta -dice Juan Gelman-“en hijo de su obra”. Un libro solidario en donde, además, se abordan  temas tan actuales como la guerra de Irak, la pobreza en el mundo o la crisis económica de la Argentina en 2001.

- En esta travesía sin puerto, pues en la navegación está la altitud de la aventura existencial, llegamos a su último libro, Mundar, publicado este mismo año por la editorial Visor en su nueva colección de poesía “Palabra de Honor”. Visor, que asimismo ha editado  otros libros de Gelman, ha comenzado ya a publicar su obra completa como Biblioteca de Autor. Mundar, compuesto por ciento veintiún poemas, está encabezado por una cita de la mística alemana Hildegarda de Bingen que reza así: “El sonido con que resuena toda criatura” que, enseguida, nos pone en relación con lo inefable, y nos revela una vez más la comunión del escritor con la expresión literaria de la experiencia de lo divino a través, sobre todo, de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. En cuanto al título  es un neologismo que permite una lectura abierta, en todo caso alusiva a estar y ser en el mundo, aunque atendiendo al fondo de esta poesía, me atrevería a convertir mundo en un sinónimo de volar, por la carga simbólica, reiteradamente manifestada, que tiene en ella el pájaro cantor que, en palabras del creador y crítico literario Saúl Yurkievich, desgraciadamente ya fallecido, “encarna al poeta al asociarlo a un ser alado, lo que implica despegue, elevación, belleza, y se opone a clausura, abatimiento y bajeza”. Características todas predicables de la biografía y los textos de este escritor  que, con las alas tronchadas, siempre remontó el vuelo. Mundar,una obra de plenitud, despliega todas las resonancias del universo gelmaniano, donde hay vocablos constitutivos como el repetido pájaro, sol, otoño, furias, niebla, vacío, país, niño o caballo; términos con un hondo horizonte simbólico entrañado en una realidad dolorosa de pérdida y destierro, donde las huellas del tiempo apenas dejan respirar el presente, donde se vuelve a los orígenes y el amor es salvación. Hermosos e intensos poemas de amor son la savia de este libro, presididos por un no saber, por lo que las palabras callan, o por la dificultad de conocer a la amada. Hay versos que se grabarán indeleblemente en el corazón de los lectores: “En la cama semidesierta yace/ tu aroma azul. Mis manos/ tropiezan con el vacío/ tu rostro”.

- Juan Gelman que, en los últimos años ha obtenido los más importantes premios, entre ellos el Juan Rulfo, el Reina Sofía de Poesía  Iberoamericana, y el Cervantes, el máximo galardón en lengua española, nos comentó casi en voz baja, mientras paseaba por los patios de la Universidad de Alcalá de Henares, que “espera con serenidad la muerte, porque ha muerto muchas veces, y una más… Que no le preocupa la inmortalidad, aunque le gustaría que algún poema, algún verso, viva más adelante todavía. Que hay grandes poetas en las lenguas de Iberoamérica,  estando convencido de que esa buena salud nunca se acabará. Que sigue escribiendo de una manera obsesiva, como siempre, y que no ha pensado en escribir sus memorias, porque apenas tiene setenta y ocho años. En cuanto a su persecución de la verdad y de la justicia, no cesará, continúa su lucha, por ejemplo para saber qué pasó con su nuera y para que los responsables sean juzgados”.

Aquí se hizo un silencio de noche estrellada en medio del campo, y es que llegaba su nieta Macarena. Gelman le miró a los ojos: brillaban como quien supo… y perdonó y amó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

    

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Javier Marías, el escritor con brújula

20 de mayo de 2016 09:12:59 CEST

Hay un momento, en la primera parte de Tu rostro mañana, cuando el narrador está contando de su padre, y va diciendo que cuando hubo terminado la Guerra Civil el que fuera uno de sus mejores amigos lo traicionó y delató, y que además iba paseando por ahí pavoneándose de que iba a conseguir que le cayeran treinta años de cárcel, en el que Javier Marías escribe: “¿Cómo no puedo conocer hoy tu rostro mañana, el que ya está o se fragua bajo la cara que enseñas o bajo la careta que llevas, y que mostrarás tan solo cuando no lo espere?”. Ahí, en el curso de la novela, cae así el impulso que remotamente la anima. ¿Qué sabemos del futuro de los que nos rodean, qué será de ellos, qué hay ahora que nos avise de lo que serán, qué margen en su rostro de ahora para adivinar el de mañana?

Fiebre y lanza, el primer volumen de la última novela de Javier Marías, empieza así: “No debería contar uno nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido”. La última frase del tercer volumen, Veneno y sombra y adiós, la que cierra todo, son nada más que tres palabras: “No, nada malo”. Entre un extremo y el otro están contenidas las 1590 páginas de una de las aventuras literarias más ambiciosas de los últimos años. El pasado mes de agosto, refugiados del sol inclemente en su casa del centro de Madrid, el escritor se levantó a mitad de la conversación para ir a buscar en su despacho una cuartilla. Había ahí unas cuantas frases. “Son todas las notas que he tomado para escribir la novela”, explicó.

“La suerte del cobarde”. Eso estaba escrito ahí, en ese papel. Y otras anotaciones por el estilo, que fueron –quién sabe– las que fueron empujando a Javier Marías, las que le sirvieron de apoyo. Pero igual simplemente las escribió y luego las despreció. “Cada libro se va haciendo a medida que avanzo”, explica. Y así se hizo Tu rostro mañana (Alfaguara). “No hay ni esquema previo, ni sinopsis”, dice. Escribe y escribe, va afinando con las palabras, y al final se da por contento con una página. “Entonces la meto en una carpeta, y ya no la tocó más. No hago dos versiones. Me atengo a lo que he ido escribiendo. Y si surge una contradicción con lo ya dicho, la dejó ahí, ya veré la forma de arreglarlo”.

Así trabaja Javier Marías. Nacido en Madrid en 1951, publicó su primera novela en 1971: tenía 20 años. El 27 de abril de este año leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, que tituló Sobre la dificultad de contar. “Como si precisáramos conocer lo improbable además de lo cierto, las conjeturas y las hipótesis y los fracasos además de los hechos, lo remoto, lo negado y lo que pudo ser, además de lo que fue y de lo que es; y, por supuesto, dialogar con los muertos”, dijo allí para explicar la necesidad de la ficción.

Lo cierto y lo improbable; los hechos y las hipótesis y fracasos. La ficción todo lo permite, y es la ficción la que define la larga trayectoria de Marías. En las casi 1600 páginas de Tu rostro mañana hay sitio para tocar muchos registros, muchos temas, para levantar escenarios distintos e inventar las más variadas historias. ¿Pero cómo empezó todo? “No es fácil decirlo, y menos ahora cuando ha pasado tanto tiempo”, contesta. “Pero seguramente fue una cosa pequeña, que luego en la novela incluí cuando ésta ya estaba bastante avanzada”.

Luego afina bastante más: “Los servicios secretos británicos pasaron una mala temporada entre la caída del muro de Berlín y los atentados de las torres gemelas. Fueron unos doce años en que no tenían trabajo, y durante los cuales no tuvieron otra manera de sobrevivir que saliendo a la búsqueda de clientes. En la novela lo cuenta uno de los personajes y es algo totalmente cierto, no una invención. Habían perdido a su tradicional enemigo, a los rusos por decirlo de manera simplona, y empezaron a ofrecer sus servicios a grandes compañías, a hacer espionaje industrial. Lo hicieron con el conocimiento de los altos mandos y la manera que encontraron para camuflar esta actividad fue utilizando el argumento de que si estaban sirviendo a las grandes compañías del Reino Unido es que estaban sirviendo a su país”.

El personaje al que se refiere Marías es la joven Pérez Nuix, una chica que trabaja con el protagonista en los servicios secretos británicos. En la novela se mezclan muchas historias, pero está también llena de reflexiones, de consideraciones, de ideas e hipótesis y pensamientos. “Las historias crecen a partir de sí mismas”, observa Javier Marías. “Aparecen algunas a las que les encuentras más posibilidades que las de quedarse en una mera digresión. Escribo con brújula. No tengo la historia completa cuando empiezo, ni siquiera cuando me voy acercando al final. Las digresiones se convierten en parte del libro, se incorporan como parte de la historia. Esto lo sé de lejos, de cuando traducía el Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, hace más de treinta años. Sterne decía que avanzaba a medida que hacía digresiones. Pero entonces dejaban de ser una desviación, y formaban parte de la historia. Le daban cuerpo al libro”.

Son diez las novelas que ha escrito Javier Marías. Con la quinta, El hombre sentimental, que apareció en 1986, empezó a llegar a un mayor número de lectores. Todas las almas, de 1989, es uno de sus títulos fundamentales: ahí aparecen algunos personajes y preocupaciones y temas que lo llevan acompañando desde entonces. Corazón tan blanco (1992) y Mañana en la batalla piensa en mí (1994) trajeron el ruido de la consagración, el aplauso unánime, la proyección internacional. Con Negra espalda del tiempo (1998) rompió con la estructura y los registros que había cultivado en sus dos últimas novelas, las de mayor éxito hasta entonces, y se embarcó en otra cosa que terminó por llamar “falsa novela”. “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad…”: con esas palabras empezaba aquel libro, y pronto confesaba: “Yo voy a cometer aquí varias afrentas porque hablaré, entre otras cosas, de algunos muertos reales a los que no he conocido, y así seré una forma inesperada y lejana de posteridad para ellos”.

Así que una trataba de algunos muertos reales, pero también incluyó a algunos vivos reales. Marías contaba la historia de John Gawsworth, por ejemplo, el escritor y rey de Redonda, y se entretenía largamente en hablar de cosas de la isla, pero se ocupaba también del profesor Rico, y se refería a colegas suyos de Oxford o a Mercedes Casanovas, su agente literaria. Un juego, una broma, una reflexión: y desplegaba esas dos corrientes, la de la realidad y la de la ficción, cuyo cruce y mezcla ya había desencadenado equívocos con Todas las almas. Fue un libro que interrumpía las estrategias narrativas que había utilizado en sus anteriores novelas y que abría su obra hacia el futuro. En Tu rostro mañana, dos de los personajes esenciales del libro son su padre, Julián Marías, y Peter Russell, su colega de Oxford, “el hispanista y lusitanista más importante de la segunda mitad del siglo XX”, escribió de él Ian Michael, otro profesor de la célebre universidad, y que como tal aparecía en Negra espalda del tiempo.

“Los cambios que se produjeron en los servicios secretos  británicos tienen algo que ver con el origen de Tu rostro mañana,  pero es lo anecdótico, lo que sirve como trasfondo de la novela”, cuenta Javier Marías. “Porque de lo que trata principalmente es de las dificultades de saber a qué atenernos con las personas que nos importan. De la dificultad de conocer el rostro que tendrán mañana. No tenemos ni idea de cómo serán y nos gustaría saberlo. Vas confiado en la vida y crees conocer el rostro que tienen hoy quienes te rodean y te importan. Pero hay muchas historias de grandes decepciones: con amigos, con amantes, con familiares. Y se oye tantas veces decir aquello de ‘Me habría jugado el cuello…’ o eso otro de ‘Habría puesto la mano en el fuego...”.

Y Marías prosigue: “Uno de los ejemplos más fuertes de todo esto es lo que ocurrió con mi padre. Fue traicionado por un amigo cuando terminó la Guerra Civil. Y esa traición pudo haberlo llevado a la muerte. La historia del padre de Jacobo Deza en la novela es la historia de mi padre, casi sin cambios. El 15 de mayo de 1939 lo detuvieron. Si se salvó fue porque hubo personas del bando de los vencedores que se portaron bien. Y es que dentro del conjunto monstruoso de la dictadura hubo individuos que se portaron decentemente. Y en el juicio de mi padre, un juicio que fue una farsa como tantos de los que se celebraron entonces, una persona que lo conocía de la facultad, Lissarrague, fue llamado como testigo de cargo. Era falangista, tenía una buena posición en el régimen franquista y habló muy bien de mi padre. Y negó veracidad a algunas de las disparatados cargos de los que lo acusaban, como el de conocer todas las redes en España de la NKVD, la que sería la KGB, o la de ser el hombre de Pravda en España durante la guerra. El caso es que el tribunal entendió que tenía que llamarle la atención a Lissarrague por hablar tan bien del acusado. Y le recordaron que estaba allí como testigo de cargo. ‘Creía que se me había llamado para decir la verdad’, contestó Lissarrague”.

Peter Wheeler, el nombre que adopta Peter Russell en Tu rostro mañana, le dice al narrador en una de las largas conversaciones que tienen a lo largo de la novela que todos los hombres “llevan sus probabilidades en el interior de sus venas, y sólo es cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que por fin las conduzcan a su cumplimiento”. De lo que se trataba con Javier Marías en Madrid este último agosto era justamente de aquel episodio de delación y traición, cuando Del Real, el viejo amigo de su padre, lo entregó a los franquistas para que procedieran a castigarlo. “Mi padre publicó durante la guerra artículos en el ABC de la zona republicana. No eran artículos rojos (que mi padre nunca lo fue), pero sí muy republicanos”, cuenta Marías. Y subraya: “Todo lo que pasó en esos años le parecía atroz. Su primera reacción fue la de exclamar ante cuanto ocurría: ¡qué exageración!”.

Decía Juan Benet, uno de los amigos y maestros de Javier Marías, que los escritores españoles tenían en la Guerra Civil materia con la que ocuparse largamente. En esta su última novela, y acaso por tratar extensamente del desgraciado episodio que llevó a su padre a la cárcel por culpa de uno de sus amigos, la guerra está presente de manera rotunda. “Cada bando se ha dedicado a demonizar al adversario”, dice Marías. “Y las cosas son mucho más complejas. En cualquier guerra civil ocurre con más facilidad lo que Wheeler comenta en el libro, que llevamos dentro de nosotros las probabilidades de actuar de distintas maneras, de matar, de traicionar. Hay contadas circunstancias que permiten que esas probabilidades se manifiesten. Una de ellas es una guerra civil”.

Luego se detiene un momento en lo que pasó más adelante. “Es curioso que tanta gente se escudara durante el franquismo en la justificación de que ‘todo el mundo hace lo mismo’ para justificar su actuación (o su pasividad total) ante diferentes situaciones ignominiosas. Pero no es verdad, no todo el mundo hizo lo mismo”.

Y Marías se explica: “Lo que llama la atención es que hubiera tanto afán de justificarse precisamente aquí, donde a los ganadores nadie les pidió cuentas de nada. Durante la guerra hubo gente decente en un bando y en el otro, gente que pasó sin mancharse a pesar de las dificultades. Mi padre era católico, como muchos de los que fueron apartados de sus respectivas actividades. Sólo más adelante le pidieron que se reintegrase a la universidad. No quiso hacerlo. Se negó a firmar los principios del movimiento. Es verdad que se decía que todo el mundo lo hacía, como tantas otras cosas, para quitarle importancia. Él no lo hizo. No estaba de acuerdo con esos principios, no firmó. Se portó bien. Y es eso lo que se va olvidando. Y es un inmenso empobrecimiento”.

Diez novelas, tres libros de relatos, un montón de volúmenes donde ha ido reuniendo sus artículos de prensa, traducciones (de Lawrence Sterne, Joseph Conrad, Robert Louis Stevenson, Thomas Hardy, Isak Dinesen, William Faulkner y Vladimir Nabokov, entre muchos otros), y una serie de libros atípicos, como ése de Vidas escritas, donde elabora distintos retratos de escritores desde perspectivas muy diferentes, dan cuenta de la trayectoria de Javier Marías. Un nombre que ya es indiscutible en el panorama de la literatura internacional por mucho que quieran restarle méritos cuantos arremeten contra él, muchas veces sin haberlo leído, o habiéndose quedado tan sólo en la espuma de sus habituales textos periodísticos.

Javier Marías señala en una de las paredes del salón de su casa el retrato de un oficial británico con corbata y bigotes. En Tu rostro mañana, ese dibujo está en el despacho del jefe del narrador, de Tupra, ese tipo duro y misterioso de los servicios secretos británicos para el que trabaja. En la novela, el que señala es Deza, que pregunta: “¿Quién es ese militar de ahí?”.

Tupra contesta de manera ambigua: “No lo sé. Mi abuelo. Me gusta su cara”. Y cambia de tema, como para quitarse la pregunta de encima. “En personajes como Tupra hay mucho de invención”, explica Javier Marías. “Pero en muchos de ellos hay cosas del propio autor. Les presto mucho de mí mismo. Les presto cosas mías. Ese dibujo se lo doy a Tupra en la novela. Y Custardoy, el menos atractivo de todos los personajes del libro, también tiene cosas mías, costumbres mías. Hay mucho de invención, pero sobre una fuente principal de información que soy yo mismo”.

“Sí, mi padre y Wheeler eran ya muy viejos y quizá ambos recorrían en ascuas sus penúltimos trechos, no por pavor religioso sino por aprensión biográfica; o quizá no tanto, y apenas si temían tiznarse”, escribe Javier Marías en Tu rostro mañana. “Tanto Peter Russell [Wheeler] como mi padre murieron durante la escritura del libro”, observa el escritor. “Y durante todo ese tiempo tuve que hacerlos hablar, tuve que hacerlos actuar. Con lo que tengo la impresión de que sólo cuando acabé la novela murieron en verdad del todo. Pero los otros personajes, la mayoría, no tienen un referente determinado. Ocurre como les ocurría a los novelistas antiguos, como a Flaubert por ejemplo, que de lo que se trata al escribir es de ponerse en el lugar de los otros”.

Desconfiar. Recordar y olvidar. El arte de mantenerse al margen. La necesidad de hablar y la pertinencia de callar. Conceder y negar. Pedir. El saber que la suerte está echada. La culpa. El diálogo entre los vivos y los muertos. Tu rostro mañana está lleno de digresiones. Todas ellas se van colgando de los hilos narrativos que mueve el texto. Claros en el bosque de la narración, fulgores instantáneos que iluminan su médula. El asunto principal es el trabajo que consigue Jacobo Deza, el narrador, cuando vive en Londres. Se ha separado de Luisa, su mujer, a la que ha dejado en Madrid con sus dos hijos. Los servicios secretos lo fichan. “Tú tenías el raro don de ver en las personas lo que ni siquiera ellas son capaces de ver en sí mismas, o no suelen”, le dice Wheeler a Deza. Por eso termina trabajando para Tupra. “Consistía en escuchar y fijarme e interpretar y contar, en descifrar conductas, aptitudes, caracteres y escrúpulos, desapegos y convicciones, el egoísmo, ambiciones, incondicionalidades, flaquezas, fuerzas, veracidades y repugnancias, indecisiones”, así define su trabajo. O de forma más sintética: “Interpretaba –en tres palabras– historias, personas, vidas”.

“Tupra es el que mueve los hilos”, comenta Javier Marías, todavía atrapado por su última novela durante esa larga conversación en el verano de Madrid. “Y es el rostro que no cambia, el que parece impenetrable. Pero también tiene sus momentos de debilidad. Ocurre cuando vuelve en tren de Edimburgo y Jacobo Deza le va leyendo unos poemas. Entonces le pide más, que siga leyendo. Y se nota que podría tener más debilidades que las que se apuntan. Pero, sí, es el personaje sin rostro, el que lo sabe todo, el que corrompe al narrador y lo envenena. El que le pregunta que por qué dice que no se puede ir por ahí matando a la gente. Y el narrador sabe que con él no vale ninguna respuesta convencional: porque está mal, porque la policía nos puede descubrir, porque no debe hacerse a nadie lo que no queremos que se nos haga a nosotros. Nada sirve, sin embargo. No hay respuestas. No las hay para quien carece de rostro y lo sabe todo y va a corromperlo y envenenarlo. Lo más sorprendente es que el narrador, cuando ya todo ha pasado y ha vuelto a instalarse en Madrid, y las cosas siguen su curso, sigue pensando en Tupra como en un amigo. El que tiene al demonio como aliado. Porque el demonio sabe manejarse en cualquier situación”.

Terminó el largo proceso de Tu rostro mañana, leyó su discurso de ingreso en la Real Academia Española, recibió el homenaje de su editorial en Santillana del Mar, junto a Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez-Reverte. Pero todavía ha habido lugar para otra iniciativa vinculada a Javier Marías en los últimos meses. Aquella mitad de mi tiempo. Al mirar atrás (Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg) es un volumen muy particular. Como parece claro que Javier Marías es poco amigo de escribir sus memorias o de entretenerse en una autobiografía, Inés Blanca se ha ocupado de rastrear, aquí y allá, y reunir todos aquellos textos suyos en que se ha ocupado de sí mismo, de su familia, de sus amigos, de los más próximos y de su obra. Los textos más personales y evocativos, los que iluminan distintos rincones de su vida. El libro está dividido en ocho partes y cada una de ellas propone un acercamiento a diferentes ámbitos de la historia de Javier Marías: su infancia, sus padres, su juventud, los intelectuales a los que admira (Juan Benet, entre ellos), las grandes figuras de la generación que perdió la Guerra Civil, la historia del reino de Redonda (donde Javier Marías es monarca con el nombre de Xavier I) y de algunos de sus mejores duques, su madurez y, para terminar, dos apéndices: su Diario de Zúrich, que permite acercarse a un periodo de su vida desde su propia escritura, y la larga entrevista que le hizo Sarah Fay para The Paris Review.

“Hubiese podido ser mucho peor de no haber tenido éxito como escritor”, le cuenta ahí Marías a Sarah Fay cuando hablan de sus complicaciones iniciales, de la preocupación de sus padres porque no sentara cabeza, de sus pesares y desasosiegos. “Y eso hubiera podido ocurrir muy fácilmente, nunca lo olvido. No creo que mis libros sean fáciles, aunque tampoco son tan difíciles, pero en fin, tampoco habría sido de extrañar que de mis novelas se vendieran sólo diez mil ejemplares. Hay muchos escritores que venden bastante menos, incluso. He tenido mucha suerte, pero fue algo gradual”.

Suerte, dedicación, talento, capacidad de asumir riesgos. Aunque cada vez vaya a enfrentarse con más voces críticas –ha observado muchas veces lo  mal que en este país se lleva el éxito de los otros–, lo cierto es que Javier Marías es uno de los novelistas españoles de referencia. Durante el encuentro veraniego en su casa de Madrid hubiera sido necesario que el tiempo se dilatara para poder tratar de su larga trayectoria, pero no es fácil que las horas se alarguen por mucho que uno se empeñe. Y el encuentro se centró inevitablemente en Tu rostro mañana, y en sus ramificaciones y desafíos.

Acaso lo que más impacte en un momento dado de su desarrollo es la emergencia de la violencia (su utilización) en la propia vida del narrador. Es verdad que en la novela desde pronto está ya toda la sangre de la Guerra Civil y que la vinculación del narrador con los servicios secretos británicos, con el MI5 y el MI6, ya anuncia la apertura hacia un mundo lleno de pasadizos oscuros y de turbulencias. Pero hay un momento en que todo ese trabajo discreto de interpretar y traducir y contar y valorar que realiza el narrador de pronto se ve alterado por un episodio mínimo. Es una discoteca, Deza hace de intérprete y Tupra trata con un italiano que ha acudido con su mujer. Y es justo la mujer la que, gracias a la intervención de un patoso funcionario del consulado español en Londres, la que sufre un ligero percance. Y ahí interviene Tupra. Con eficacia, con una brutal eficacia. Y la novela cambia de rumbo.

La vida de los servicios secretos, cómo trabajaron durante la Segunda Guerra Mundial, y en otras circunstancias, sus estratagemas infernales para imponerse al enemigo. De todo está también hecho el libro de Marías. Lo singular ocurre cuando actúa el veneno, y la utilización de la violencia entra a formar parte de la propia vida de Jacobo Deza. “Hay una violencia que el narrador asume porque le toca ejecutarla y para la que, hasta cierto punto, encuentra una justificación”, cuenta Javier Marías. “En la violencia que utiliza contra el amante de su ex mujer podría haber algo de celos o de venganza, es cierto, pero lo relevante es que esa violencia forma parte de las decisiones que ha tomado, que son suyas. Incluso pudo haber ido más lejos”.

Lo que Marías subraya, una y otra vez, es que esa violencia ha estado en las manos del que la ejecuta, ha sido cosa suya, puede responder de ella. Hay otra violencia, que también surge del narrador, que inspira el narrador, que sugiere. “Es una violencia que ha inspirado pero que no ha decidido”, observa Marías. “Y sin embargo le atañe profundamente, le duele, le exaspera. Y no hace como suele hacer la gente, que tiende a justificarse cuando por su causa se han hecho daños. Enseguida se descargan de culpas: “no lo hice con intención”, “fue sin querer”. El peso de la culpa es muy llevadero cuando lo que se hace se hace sin querer. Pero es eso justamente lo que le afecta profundamente al narrador de Tu rostro mañana. Y es que lo más grave, lo más difícil de sobrellevar es lo que pasa a través de uno y sobre lo que uno no tiene al final el control”.

Se hacen barbaridades en las guerras. Y lo normal, dice Marías, es que luego se piense: “Sin mi participación podría haber pasado lo mismo, podría haberme ahorrado lo que hice. Muchas veces, cuando se conoce ya el final uno considera innecesario lo que hizo. Y se dice, ¡qué desperdicio!”.

Va pasando el tiempo, y de las batallas que salen en la novela se pasa a las batallas del mundo real. Hay cierta irrealidad a propósito del pasado cuando ya ha pasado. Lo observa Marías cuando comentaba que el Karadzic que acababa de ser apresado ya no tenía a nuestros ojos la consistencia del bárbaro que había realizado tantos desmanes en Bosnia. “Cuando las cosas terminan, la intensidad con que se han vivido parece que se va aplacando. Los bombardeos contra Irak exasperaban y, ahora que han cesado, parecen nada más que una lejana sombra irreal. A los seis meses de la muerte de Franco, ya parecía un individuo prehistórico”.

Y, sin embargo, las cosas no cesan. Siguen los horrores y permanecen las huellas de los que se fueron. En el texto que Javier Marías leyó en Santillana del Mar, durante el homenaje que le hizo su editorial, decía que es de los que opinan “que la única manera de contar algo verdadero es bajo el elegante y pudoroso disfraz de una invención, precisamente porque el que inventa o fabula –si lo hace bien y con consideración, o por lo menos no es un mastuerzo– nunca va a plegarse a las groseras y rocambolescas imposiciones de la realidad”.

Y confesaba allí, de nuevo, que escribe con brújula y no con mapa: “Si conociera de antemano la entera historia que me dispongo a contar, si la tuviera ya íntegra en la cabeza antes de ponerme a escribir, lo más probable es que ni siquiera me molestara en escribirla”.

Su última novela tiene casi 1600 páginas. En Madrid, con todo el calor de julio, y protegidos de su rigor en la discreta penumbra del salón de su casa, Javier Marías volvió en la conversación una y otra vez sobre Tu rostro mañana, sobre los hilos que dejan sueltos sus historias, sobre la manera en que se enfrentó a su escritura, sobre la Guerra Civil que invadió tantas de sus páginas (“Nada de lo que pasó entonces es para estar orgulloso”). Queda cerrar aquella cita. Conviene hacerlo con otro fragmento de su texto de Santillana:

“Al escribir me aplico el mismo principio de conocimiento que rige la vida. Así como a los veinte años hacemos lo que hacemos sin saber qué nos convendrá haber hecho cuando tengamos cuarenta, y así como a los cuarenta no tenemos más remedio que atenernos a lo que hicimos a los veinte, que no podemos borrar ni enmendar, yo escribo lo que escribo en la página 5 de una novela sin tener ni idea de si eso me convendrá cuando llegue a la 200, y, lejos de escribir una segunda y tercera versiones, adecuando aquella página 5 a lo que después he sabido que contendrá la 200, yo no cambio nada, sino que me atengo a lo escrito al principio tentativa o intuitivamente, azarosa o caprichosamente. Sólo que, a diferencia de lo que la vida hace –y por eso es tan mala novelista las más de las veces–, procuro que lo que inicialmente no tenía significación la acabe teniendo”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Andrés Rojo

Francisco Brines, que tiene setenta y cinco años y hace algún tiempo sufrió un infarto que debilitó su corazón, conserva intacto su amor a la vida sin dejar en ningún momento de ser consciente de la caducidad de todo, y sin renunciar tampoco al deslumbramiento que, como un don, le producen la aparición de una criatura hermosa, o un paisaje que germina dentro de él. Todo esto sin perder esa mirada con la que cada día construye el mundo desde su propia biografía. Su obra, ya clásica por su capacidad para tratar temas universales, como el amor, la soledad,  la vejez o la muerte, dotándolos de un latido último en el que pueden reconocerse seres de cualesquiera  época, formación y estrato social, ha ido desarrollándose, durante casi ya medio siglo, en torno a un núcleo vivificador marcado por el paso del tiempo. Desde Las brasas hasta La última costa, pasando por Aún no, Insistencias en Luzbel, y esos dos libros medulares que son  Palabras a la oscuridad y El otoño de las rosas, Francisco Brines  ha escrito -como él mismo ha dicho- un único libro con múltiples registros, que se corresponden con las distintas edades y circunstancias vitales  y su relación con el amor, la soledad, el dolor, la naturaleza y el sentimiento de pérdida, porque para Brines la poesía y la vida son inseparables.

- Me importa la poesía porque me importa la vida, por lo tanto están interrelacionadas profundamente en mi caso. Es desde ella desde donde escribo, y la poesía la potencia, pues por su medio  desvelo la realidad, me hace conocer  lo que desconocía. También trata de salvarla, ya que cuando lees un poema surge el texto como si hubiese acabado de escribirse, no importa que hayan pasado muchos años de ello. Sí, creo que el transcurso de mi existencia va unido a mi poesía.

-  Vida y obra me gustaría que fueran en las próximas líneas materia humana transparente en el diálogo mantenido  con el poeta del Cincuenta en su casa de Elca, un término del campo de Oliva, localidad valenciana donde nació. Un territorio mítico de permanente alumbramiento físico y espiritual, al que siempre regresó y donde ahora reside. En él todos los sentidos se acoplan en natural armonía: la luz más pura convive con la sombra, el perfume de los naranjos destaca en una sinfonía de olores y el mar es apenas un línea azul donde descansar la mirada, para la que están hechos el jardín, los balcones y el intachable azul del cielo. Allí, suspendida casi, se levanta una casa grande y blanca, donde creció Brines.

-  En Elca transcurrió lo mejor de mi infancia, pues desde ese lugar me dispuse a contemplar con sosiego y temblor el mundo: el exterior y el de mi cuerpo y mi espíritu. Para mí ha llegado a simbolizar el espacio del mundo. Allí lo descubrí deslumbrante y eterno, y cuando la vida me dio una visión nueva, inesperada, de mortalidad, seguí amándolo desde su pérdida, y añorando en él su antiguo e imposible engaño divino. Allí experimenté, en la pausa de las vacaciones colegiales, pues durante el curso estudiaba el colegio San José de los jesuitas, en Valencia, la complacencia y el amor de mí mismo, que era también amor individualizado a los demás, la inquietante y turbia percepción de la inseguridad, o el rechazo de unos sólidos y falsos valores y, en horas amargas, el desengañado distanciamiento de mi propia persona. En ese lugar he vivido, sobre todo, el sentimiento de la pérdida del mundo. Desde pequeño me instalaba en la soledad del comienzo del otoño allí, y aprendía a reflexionar conmigo mismo, a descubrir el mundo pausado y a la vez riquísimo del campo, a leer sin prisas, a escribir con tiempo, eran días maravillosos. En ese lugar se han cruzado todas mis edades.

-  Un silencio con pulso se abre tras las últimas palabras,”se han cruzado todas mis edades”, y pensamos en la figura del hombre viejo que aparece en Las brasas, libro escrito en plena juventud, y en el que, sin embargo, hay  una visión final de la existencia, de acabamiento.

-  En Las brasas se produjo premonitoriamente el destino que me aguardaba. El personaje anciano del libro que vivía solo en la casa esperando la última despedida, mirando el mundo que en aquel lugar aprendió a amar de niño, soy yo, su habitante ahora. Es una suerte que haya podido suceder así, pues indica que he tenido una vida larga, y ese don aún existe. La persona que era yo, en el libro se transforma en un anciano porque se escribió en un momento mío de decaimiento, y lo vestí de una carne ya alejada de la alegría. Era una forma de distanciarme de una realidad demasiado cruda.

- Mientras Francisco Brines responde reviviendo lo que nunca ha muerto, recordamos unos versos de Las brasas: “Sin emoción la casa/ se abandona, ya los rincones húmedos/ con la flor del verdín, mustias las vides;/ los libros, amarillos. Nunca nadie/ sabrá cuándo murió, la cerradura/ se irá cubriendo de un lejano polvo” .La mirada después repasa algunos de los miles de volúmenes de la biblioteca albergada en los dos pisos de la casa: en uno se encuentran los autores contemporáneos, y en el otro, donde respiran los clásicos , destaca un espacio dedicado al siglo XVIII.

-  El siglo XVIII está muy representado, a pesar de no ser precisamente un siglo poético. Me interesó un escritor de esa centuria,  Gregorio Mayans, y como no había libros suyos, busqué ediciones del XVIII. Al ser Mayans un polígrafo, hizo que me interesara por el siglo en toda su extensión y variedad,  sorprendiéndome por su modernidad. España se relaciona entonces por primera vez con Europa,y es también el primer ejemplo de la presencia de las dos Españas:  la progresista y la reaccionaria. Mayans era progresista y estaba muy insertado en una tradición humanista, le interesaban los erasmistas del XVI.

-  La necesidad de la escritura se despertó en Brines al mismo tiempo que  el descubrimiento de su propio  cuerpo y del mundo exterior, susceptibles de ser creados mediante la palabra. Durante unos ejercicios espirituales, con todo lo que entrañan de sentimiento de culpa y castigo, una ventana le pone en contacto con una realidad desconocida y auroral.

-   El muchacho está asomado a una ventana viendo cómo la naturaleza se enciende, después de una tormenta repentina y primaveral, con un sol de resurrección. Han quedado con nuevo color aparecido las palmeras, más vivos y cercanos los estáticos rosales del paseo, y desde tanto mojado silencio está tornando poco a poco el aroma del azahar de todos los naranjos; parece que vida fuese sólo ese  debilitado olor. Cuando aquella tarde definitivamente caía, el poema estaba acabado : y ante mi asombro era en él donde yo descubría la única realidad acontecida. El muchacho había sido  el mágico creador de la tarde, y por ello la sentía como la más hermosa de su vida. No importa ahora que aquel poema fuera definitivamente malo y, con probabilidad, vergonzosamente juanramoniano;  es decir de otro. Yo carecía  por entonces de una mínima voz propia. Y, sin embargo, el placer de escribir, la emoción del resultado hallado, nunca fue tan grande como en aquellos lejanísimos años.

-    Esa necesidad de la escritura estuvo sustentada en la lectura del citado Juan Ramón Jiménez que -son palabras de Brines- le instaló definitivamente en la poesía.

-   Experimenté  que mi sensibilidad se afinaba, captaba mejor la belleza callada del mundo exterior, aprendía a reflexionar sobre el tumultuoso y fascinante mundo interior del muchacho que yo era, había un diálogo silencioso con el mundo exterior e interior y era enteramente personal. Aprendí a gozar más de la existencia; mi instalación en la poesía alcanzaba plenitudes impensadas.

-  Aprendizaje interior en compañía de la música silenciosa del poeta de Moguer, completado por el ejemplo moral y de rebeldía representado por Luis Cernuda.

-   Nadie como él , señalé el año pasado en mi discurso de ingreso en la Real Academia Española, supo incorporar con tanta verdad y plenitud al hombre que él era en las palabras escritas. Era una experiencia que me conmocionaba y una posible lección de proyección personal en el poema, que en unos momentos hostiles para cualquier desnudamiento de la verdad –añade ahora-se convertía en paradigma de autenticidad humana. A lo que se suma la variedad temática de su poesía, en la que el pensamiento  y la fruición sensorial colaboran en la tarea de mostrar la condición humana con todos sus momentos mágicos y de exteriorizar su espíritu rebelde.

-   Tampoco falta en la formación de quien busca la verdad  el magisterio de Antonio Machado.

-   En él hay otro gran poeta que es también un gran ejemplo moral. Me interesan todos sus libros,  pero creo que hay más concomitancias con el misterio simbolista de la primera época y con el emocionante metafísico último, que con el realista crítico de Campos de Castilla.

-    Otro nombre más, tantas veces olvidado, muy ligado al tiempo, tema central en la obra de Brines, surge también en la conversación: el de Azorín, tan cerca de la poesía por su precisión en el nombrar.

-    Sí, es un gran poeta en prosa, como también lo fue de otra manera, Gabriel Miró. Dos alicantinos, tierra y aire finos. Es uno de los grandes poetas del tiempo, el nervio más importante de la literatura del siglo xx. Pero como esa demorada visión temporalista  está en prosa,  los críticos no ven su presencia en tantos otros poetas.  En su discurso de ingreso en la Academia, Vargas Llosa  se refirió a Azorín, y en él dijo dos cosas que confirmaban su valor poético sin que se refiriera a ello: lo llevaba en sus viajes, y lo leía antes de dormir. Eso se hace con los poetas. Se trata de textos breves, con un mundo emocional concreto. Señaló luego que no había pensamiento original: los poetas hablan desde el tópico, o los sentimientos generales, pero el resultado es la intensa e individual emoción que originan en el lector. Estaba , sin decirlo, celebrando a un poeta.

-    Sobre una mesa próxima a un mirador hay un rodal de luz  en el que reposa un grueso volumen con un título que tiene el aroma de una existencia cumplida, aunque todo en el escenario que habitamos y la propia lucidez y disfrute de cada momento del poeta nos hable de futuro. El título, Ensayo de una despedida, expresa muy bien el sentido total de la obra de Francisco Brines, publicada, ya en su tercera edición por la editorial Tusquets, en la que se recogen también textos excluidos hasta ahora de los distintos libros, merecedores-en palabras del autor-de” darles su segunda y más poderosa vida: aquella que tiene su nacimiento en los ojos del lector.

-     Con cada uno de nuestros actos  vamos escribiendo nuestra biografía, en la que hay ascensiones estelares, y descensos abisales, gozo y dolor, siempre con la consciencia de que estamos abocados a la despedida final, de la que palabras, gestos y hechos, son anuncio a través de los años. Doble cara que explica el doble rostro de la poesía de Brines: el elegíaco y el celebratorio.

-   El poeta elegíaco parece lo contrario del poeta hímnico, celebratorio.  Y sin embargo son el anverso y el reverso de una misma moneda: uno celebra la vida desde su exaltación vivida, el otro la canta desde su pérdida, doliéndose de ello, pero en el fondo son dos cantos celebratorios. Mi poesía  respira, jadea de gozo, aúlla de dolor, entre esos dos polos nace y crece. Mi poesía trata de reflejar  o ahondar en la vida de todos los hombres, e incluyo ahí a los analfabetos, que asimismo alientan, jadean y aúllan, entre esas dos situaciones. A veces susurramos.   La representación, en que la vida consiste no cabe duda de que tiene escenas maravillosas, por eso uno siente verdaderamente tener que despedirse, tener que  bajar el telón.

-   Antes de que la memoria del escritor levantino sea revelación de su vida y de su escritura, en perfecta simbiosis, siente la necesidad  de comunicarnos hasta qué punto la poesía ha sido para él una vía de conocimiento.

-    Mucho de lo que sabía de mí aparece en ella desde perspectivas nuevas, con lo que el resultado me reservaba sorpresa, novedad, y también afloran territorios importantes que desconocía, como si se iluminaran zonas oscuras, inexistentes por invisibles. Es como descubrir con la mirada la otra cara de la luna. Lo que ocurre conmigo, me ocurre también con la realidad exterior. Pero hay, claro, otra clase de poesía que sólo pretende celebrar la existencia, y diversas  más. Es evidente que para mí es fuente de conocimiento, y es por ello por lo que me importa tanto en mi condición de lector como en la de creador. La emoción recibida en la lectura del poema que se ha escrito reside principalmente en el nuevo conocimiento adquirido. Conocimiento que puede ser racional, pero también sensorial o afectivo.

-  El poema no sólo desvela  aspectos ignorados del creador, sino que constituye, y es otro aspecto en el que Brines quiere detenerse,  el lugar de encuentro con el otro, con los otros.

-    Naturalmente, ya que todo lo que soy y me ocurre, sucede en cualesquiera seres humanos, y éstos sin ser iguales tienen muchos trazos semejantes. Esencialmente estoy hablando también de ellos, incluso cuando hablo de algo muy concretamente mío, y por eso el lector puede emocionarse con lo que lee. Esa parte que desconocía de mí mismo y que he accedido a ella por el poema, puede asimismo verse como la encarnación en mí del otro.

-  Encuentro con el otro a través de las palabras y desde una fidelidad irrenunciable tanto a lo ético como a lo estético.

-    Hay muchos poemas en que la moral está presente de un modo explícito en el contenido del texto, y siempre al margen de esa presencia concreta, entiendo que el acto de la escritura es un ejercicio moral. El asentimiento estético nos lleva  a un asentimiento textual con respecto al hombre que lo ha escrito y eso implica un sentimiento de tolerancia, y el ejercicio de la tolerancia es  un espléndido ejercicio moral. Es más el poema puede conseguir que en él encarne quien discrepa ideológica y vitalmente del autor, mediante ese asentimiento a la estética que toda obra artística comporta. ¿Hay tolerancia mayor?.

-    El tiempo y el espacio que aquí en Elca adquieren una dimensión carnal, son elementos fundadores del universo poético de Francisco Brines. Ambos se tejen en la mirada y luego se hacen sustancia del pensamiento. De esta conjunción de lo visible y lo invisible, de la naturaleza exterior e interior, fecundadas siempre por la memoria surge una obra unitaria, con el mismo tono cordial y meditativo, pero con distintos temas y luces. Con la ayuda del propio poeta intentaremos la honda aventura de su lectura.

-     Me refiero al tiempo. Como ya he dejado escrito, con el ejercicio poético no se pretende hallar ninguna piedra filosofal, sino dar testimonio de la sucesiva ruina y esplendor del tiempo, hacer sensible la dolorida o gozosa señal que yace oculta en la carne del hombre. El tiempo es mi cuerpo y mi enigma, y también el fracaso definitivo. Contra ese fracaso lucha el poema, que acomete la ilusión de detener el tiempo. Tiempo  y espacio, y paso así a otra de las coordenadas, unas veces dialogan y otras se superponen. En el poema pueden quedar reflejados con nitidez  o metaforseados. Eso no depende de mi voluntad, sino que ahí la fuerza transformadora reside en las palabras, en lo que la poesía se escribe a sí misma. Comparto con el poeta y ensayista José Luis Gómez Toré  que la experiencia plena del espacio necesita de la luz, que revela distancias, cercanías, horizontes y límites. E igualmente estoy de acuerdo en que en el negro esplendor de la nada no hay espacio, y con la idea de que el espacio por antonomasia es la infancia. En todo caso son inseparables el espacio y la mirada, que como afirma José Olivio Jiménez, el gran amigo y gran crítico, desgraciadamente  ya muerto, sigue el proceso de ver, sentir y ser. Yo soy un poeta intimista y contemplativo. Parece que estoy siempre asomado a una ventana mirando el mundo y la gente, y cuando el mundo exterior se oscurece miro dentro de mí. Y todavía sin abandonar este tema, coincido con Dionisio Cañas en que aquello que se escribe sobre lo visto da forma, y sitúa en el espacio al personaje que ve, y así, como dice Dionisio, una mirada mental puede crear espacios de la imaginación, aunque sean  formados a base de una realidad leída(no vivida), o vista a través de la pintura o simplemente inventada.

-    En cuanto al pensamiento, Carlos Bousoño te considera el poeta metafísico. por excelencia de tu generación, término  que no debemos identificar con lo abstracto, sino como encarnación de los temas eternos: el amor, el tiempo, la vejez, la muerte…

-    El lector es el que tiene que apreciar si mi poesía es metafísica o no. Y a partir de ese momento te diré que mi metafísica es de andar por casa( como a Santa Teresa Dios le andaba entre los pucheros).Lo que me hago son preguntas lanzadas en busca de respuestas que siempre son dudosas, pero las preguntas si se han concretizado ya, y mis respuestas son  lo que son, mi creencia personal, no pienso la respuesta  que objetivamente ha dado en la diana.

-   La luz,  y su ausencia, la sombra, están ligadas existencialmente a la mirada en la obra del poeta hasta el extremo de que, como afirma el profesor y poeta Dionisio Cañas, Brines “ve su vida en términos de luz y sombra. La luz gastada, piensa, es un síntoma plástico del paso del tiempo; y la luminosidad se corresponde con la niñez, la juventud y el amor. Y así como la mirada de  otros dos compañeros de generación, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, es respectivamente  auroral y nocturna, añade, la de Brines es crepuscular, particularmente presente en Las brasas y Palabras a la oscuridad. Un crepúsculo que se torna anochecer en Aún no y noche de los sentidos  en forma de nada, o como espacio para un erotismo carente de amor,  en Insistencias en Luzbel.” Y, por fin, la fecundación ejercida por la memoria a la que antes aludimos, determina el carácter narrativo de la obra del Premio Nacional de las Letras, una narración peculiar llena de espacios y de rostros,  ámbito emocional y de reflexión. Un territorio íntimo en el que se libra una dura batalla con el olvido, y que alumbra unas veces dicha y otras soledad y dolor. Existe por tanto, como indica José Luis Gómez Toré “una constante interrelación entre pensamiento ,memoria y sentimiento”. La memoria en definitiva, piensa Brines, nos dota de historia, y desde  luego es selectiva.

-   La memoria acaba siendo nuestra vida, es el único testimonio que nos queda de ella. Por qué persiste la memoria de algo, y borra el olvido cosas tan importantes o más que lo salvado por aquélla, es otro de los misterios con los que tenemos que convivir.

-    Misterio, por cierto, que no falta  en la poesía de nuestro autor.

-  Sí, la vida es un misterio general y está llena de enigmas concretos que tratamos de descifrar.  Mi obra tan interrelacionada con ella está surcada también por el misterio. Pretendo sentirlo a través de palabras en movimiento por espacios de soledad y belleza, e interrogarme sobre el misterio que todo ser entraña, donde tanto tiene que decir el amor.

 -  A medida que Francisco Brines habla con lentitud, como quien hace del lenguaje el sonido profundo de la existencia ,y en estrecha complicidad con la exuberante naturaleza que nos rodea, voy recordando unos versos: “El destino del hombre es el amor .Y cada uno tiene su propia lucha y su propio camino”.

 -   El amor nos proporciona momentos de gloria y ardentía, pero también nos abre a veces un hueco en el corazón, y el pensamiento toca el vacío. El amor nos revela mediante el descubrimiento del otro. Representa la mejor inserción del hombre en el tiempo. Yo desearía, querría creer, en un cielo que sólo consistiese en hacer interminable la existencia del amante correspondido. El amor es el destino del hombre, como digo en mis versos,  con  lo que se engloban otras modalidades de este sentimiento: el familiar, el amistoso, el humanitario…Cuando amamos somos más, y sentimos que nuestra naturaleza ha valido la pena.

 -  El amor se fundamenta en la cohabitación entre el cuerpo y el espíritu. El cuerpo no es sólo piel ,sino que transparenta el alma. Son inseparables.

 -  Es así, el espíritu habita en la carne, es su mejor prolongación. Y cuando muere el cuerpo el espíritu se desvanece. Hay que romper las barreras en la fusión de dos cuerpos, y buscar el resplandor último. Hay que convertir el tacto en un acto de conocimiento e integrar el deseo en el espíritu sin apagar su fuego.

 -   Un poema de El otoño de las rosas (Premio Nacional de Poesía) ,”El triunfo de la carne” empieza ahora a latir como una criatura deseada. Ambos callamos: “Me dabas sed y eras el agua toda, / y llegué a ti acaloradamente, /  y fui un ciego furor, una jauría / de blancos dientes en tu carne joven. / Intentaste apagar, y era una música, / El fuego de la antorcha con tu boca, / Y la sed que me dabas aún crecía. / Todo el lugar del mundo estaba en ti, /  y sólo mi tormenta lo habitaba. / Luchamos hasta el alba de aquel siglo, / Y al penetrar tu carne con mi fuego / el pecho se partía cada vez. / Y llegó la fatiga, y al vencerme / vencía yo también al fin un cuerpo / sólo mortal, y efímero, y terrible //  Al reposar la llama de la vida / puse mis labios con dulzura lenta / en torno a tu cintura, y los ojos / alcé para mirarte: con más luz, / con más belleza aún me sonreías. / Supe así la desdicha de la carne”.  El otoño de las rosas es junto a Palabras a la oscuridad, una de las cimas de la poesía de Brines. Se trata de un libro en el que, como indica José Olivio Jiménez, alternan las percepciones de orden metafísico y los signos vitalistas y posee una gran fuerza simbólica.

 -   Este es el libro del que me encuentro más cerca ahora. Si tuviera que regalar un libro a alguien que me quiere conocer, y me lee  por primera vez, lo haría con éste. Palabras a la oscuridad es el libro central de mi juventud, y El otoño de las rosas lo es de mi madurez. Mi persona es donde está mejor expresada. Son los libros más extensos de que he escrito. En cuanto a la fuerza simbólica apuntada por Olivio, el símbolo es una presencia indubitable en mi obra, y con respecto a la metáfora, al concretizar menos el significado, le da más margen creativo al lector. Rosa, mar, luz, sombra…son palabras muy simples, son tópicos, y sin embargo el campo significativo es en ellas inmensurable. Además son palabras que en el lector también pueden actuar simbólicamente en su vida personal, y eso las hace más universales. El símbolo se individualiza, y puede alcanzar una significación concreta, mediante las palabras que lo acompañan, y las connotaciones que producen en él.

 -  La cita de dos de los libros fundamentales de ese gran libro unitario que es toda la obra del poeta valenciano, me anima a preguntarle por el último poemario publicado hasta ahora, La última costa, que veo como una recapitulación de todos sus temas desde un final que no renuncia a volver a los orígenes, desde una vida casi cumplida, pero con aspiración de eternidad, y con la mirada todavía quemada por la belleza.

 -   La última costa tiene mayor gravedad, es más enjuto que El otoño de las rosas. Transcurre entre la infancia y la muerte: fíjate, mi último libro podría ser el primero que publiqué, escrito a los veintitantos años, me refiero  a Las brasas. Esto indica la circularidad. Sí, toda mi obra es un solo libro. Y permíteme qua aluda a un libro intermedio, Aún no, que Carlos Bousoño define como nihilista. Lo escribí en una situación anímica muy mala, lo que no quiere decir que no produzca gozo en el lector, porque  no tiene por qué producirte un mayor asentimiento estético el poema gozoso que el poema secamente dolorido; el placer receptor discurre al margen  de la circunstancia temática o anímica del autor. Así sucede también con una gran sinfonía, en la que un allegro radiante y un adagio tristísimo te proporcionan un equiparable placer al margen, repito, del sentimiento que te comunican, de alegría o de tristeza. En la vida real preferimos estar instalados en la alegría.

 -   En Aún no, existe alguna novedad como es la aparición del epigrama y la sátira.

 -    Sí, y no volví a ello, y no porque me disgustasen los resultados. Estimo que esa sección está bastante lograda, y me permitió ampliar mi poesía a un género nuevo en mí, la sátira, creo que con cierta personalidad. Surgieron nuevos procedimientos, descubrimientos expresivos, y mi inserción en una tendencia antiquísima y rica. Es decir no me limitó. Paradójicamente la escritura me brotaba con una gran facilidad, me bastaba con encontrar un motivo. Pero como no desvelaba  mis zonas de oscuridad, y sobre todo lo que predominaba era el ingenio, lo abandoné. Con lo escrito ya era suficiente.”

Un ejemplo remacha lo que el poeta ha dicho: “Eres mezquino en el oficio, todo / lo empobreces, reduces las carrozas /  a tartanas; aúñas cigarrillos, / dentaduras, y en plazas o tabernas / mudas reputación por risotada. / Eres chulo (y ladrón); mas no prestigias / oficio tan antiguo y respetable”.

 -   Las desnudas montañas que se divisan desde la casa de Francisco Brines en Elca  son poco a poco poseídas por una caudalosa sombra, y se adivina al fondo el “paisaje intocado, pero que está siempre en movimiento del mar”, como le gusta decir al poeta. “Se trata de un cuerpo vivo con distintas cadencias: desde la máxima quietud hasta la reacción más colérica”. Sombra y mar anuncian que ha llegado el momento de algunas confesiones, sin orden aparente pero con concierto.

 -   El poema acomete esa ilusión de detener el tiempo, de hacer que el instante transcurra sin pasar, efímero y eterno a la vez. En ese instante leo cuánto he gozado del amor físico, pero con qué poca frecuencia he estado verdaderamente enamorado. Al escribir, uniendo siempre vida y obra, el instinto es el del explorador, y la conciencia el del colonizador. Mi expresión quiero que posea la sencillez comunicadora de la palabra hablada, pero escribo como pienso. El pensamiento debe clarificarse, y la expresión, repito,  debe parecerse al habla cotidiana. Y hablando de claridad comprendo muy bien con el paso de los años cuál ha sido mi relación, aparte de la amistad, con el grupo de los Cincuenta, que durante una etapa adoptó un compromiso ideológico, político, del que los más jóvenes, Claudio Rodríguez y yo, nos quedamos al margen, y el resto también abandonó ese territorio muy pronto. Quien persistió más fue Ángel González, porque en él era más necesario, y  en ese terreno su ironía era magistral. La poesía social del grupo, estaba mucho más elaborada, cuidada, que la anterior, ya no se dirigían al obrero que no los leía, sino al burgués, fustigando su conducta con un lenguaje más indirecto, menos obvio, que se supone que éste entendería. Bien, quizá estoy mezclándolo todo, pero hoy tengo necesidad de manifestarme interior y exteriormente”.

 -   Aprovecho entonces esa disposición para  abordar otras cuestiones como, por ejemplo, su labor  en la Academia o su doble pasión por el fútbol y los toros.

 -  Desde que hace año y medio ingresé para ocupar el sillón del dramaturgo Buero Vallejo, siempre que estoy en Madrid acudo los jueves a la Academia. El ambiente allí es de gran cordialidad y cortesía. Mi papel claro, en las reuniones es el de creador, no el de lexicógrafo. Y en lo que se refiere a lo que denominas dos grandes pasiones, es cierto soy buen aficionado al fútbol y entiendo algo de toros. Los toros suelen ser aburridos, pero a veces brilla el arte; el fútbol siempre es divertido, pero nunca es arte. En el  toreo se puede detener el tiempo, en el fútbol, por el contrario, todo es velocidad, rapidez. Para mí, el arte es lo primero.

 -   Francisco Brines  sigue haciendo una vida normal, a pesar de la decena de pastillas que debe tomar para que el corazón no le vuelva a jugar una mala pasada. Ha vuelto a releer  a Juan Ramón Jiménez, con la misma fruición de la adolescencia, y tiene bastante avanzado un nuevo libro de poemas. Brines, que muestra su extrañeza cuando le pregunto si algún día ganará el Cervantes, espera como algo real  e ilusionante   tener en sus manos  la antología de su obra que ha preparado Dionisio Cañas, titulada Todos los rostros del pasado, como uno de sus poemas, y que ha publicado Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores. Su actitud ante la existencia sigue siendo la del que apura los momentos hasta la última semilla del placer, consciente a la vez  de la pérdida final, a la que se enfrenta con estoicismo, y sin encontrar argumentos para la existencia de un Dios que nos asegure la supervivencia después de la muerte.

 -  Soy un agnóstico que quisiera tener fe. Me gustaría que los creyentes tuvieran razón, que no se perdiera la identidad del ser, que no se terminara la existencia como tal, pervivir del modo que sea. Lo que no puedo aceptar es una supervivencia  con castigo.

 -  En el firmamento de este lugar mítico llamado Elca, hay un enjambre de astros en los que  una vez más, se quema de belleza su mirada, y que, de nuevo, nos devuelve a la poesía de Brines, a su sed inagotable, presente en uno de los poemas aún no publicado en libro: “Hay veces en que el alma / se quiebra como un vaso, / y  antes de que se rompa / y muera (porque las cosas mueren / también), llénalo de agua / y bebe, / quiero decir que dejes / las palabras gastadas, bien lavadas, / en el fondo quebrado / de tu alma, / y, que si pueden, canten”.

 -   Sí, mientras tenga aliento, y ella quiera visitarme, seguiré escribiendo poesía

 Un ave cruza el cielo. Al fondo se ven las luces del puerto y ciudad de Denia.

 

                                                                   

                                    

 

   

                          

               

                           

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

La Haggadah de Sarajevo

5 de mayo de 2016 09:42:00 CEST

Esta historia empieza con una escritora ante la pantalla de su ordenador. Le han pedido que escriba un texto y ese es su oficio, un encargo así no debería incomodarla. Pero, ¡ay!, le han solicitado un cuento hermoso, una historia bonita y para la escritora “narración bonita” es un oxímoron, una contradicción en los términos o, así lo siente ella, una falsedad, una mentira. La escritora es una mujer llena de manías y prejuicios: le desagradan los finales felices, detesta a los autores que hablan de sí mismos en tercera persona, como si fueran jugadores o entrenadores de fútbol… Esa fastidiosa escritora soy yo, Clara, como sin duda habéis adivinado.

 

En los momentos difíciles de la vida hay quien se encomienda a Dios, a la Vírgen, a Alá, a Jehová, a Zeus, Afrodita o Neptuno; yo siempre recurro a Chéjov, al viejo Antón, mi escritor favorito. ¿Qué haría Chéjov en mi situación?, me pregunto, buscando una salida, una orientación. A diferencia de otros grandes de la literatura rusa del sXIX, Antón Chéjov no era de familia noble; su abuelo había sido esclavo, su padre, un tendero sin suerte cuyo negocio quebró. Empezó a escribir para ganar dinero con el fin de sufragar sus estudios de medicina y ayudar a su numerosa e improductiva familia. Firmaba sus primeros cuentos con un seudónimo porque esas narraciones de tono humorístico, escritas apresuradamente, le avergonzaban. Y un día recibió una carta del mayor crítico literario ruso de la época, Dmitry Grigorovich; en ella, el insigne hombre de letras ponderaba su talento, se confesaba seguidor suyo y le alentaba a no desperdiciar su don, esa chispa de genio; en resumen, le encarecía que se tomara en serio el oficio de escritor, ces’t à dire, que escribiera historias serias. Esa carta fue un regalo inesperado para Chéjov y también un espaldarazo, una señal: cambió su destino. A partir de entonces empezó a firmar sus narraciones con su propio nombre y abandonó la vena cómica para abordar otro tipo de historias, esos cuentos imperecederos en los que el escritor ruso ahonda en los conflictos y contradicciones de la naturaleza humana como nadie hizo antes. Antón Chéjov no sólo fue un inmenso escritor, también una buena persona; fundó hospitales, escuelas, bibliotecas, atendió como médico, sin cobrarles, a centenares de campesinos pobres… Era lo más parecido a un santo laico que quepa imaginar, pero nunca escribió sobre ello, nunca hizo alarde de sus buenas obras, ni pergeñó una historia hermosa y conmovedora sobre un joven escritor al que la carta de reconocimiento y apoyo de un viejo maestro infunde una nueva confianza en sí mismo y en sus capacidades, transformando su vida; no hizo nada de eso, sino que publicó, una tras otra, con fertilidad asombrosa, historias tristes. Se lo reprochaban sus amigos, sus lectores: usted, le decían, es un hombre alegre, optimista, ¿por qué escribe siempre esas historias tristes? Él esbozaba una sonrisa benévola, distraída, y se encogía de hombros, como diciendo, la vida es triste, no puedo hacer otra cosa.

 

De forma que en esta encrucijada, Chéjov no me sirve. Fiel discípula suya, yo también sostengo con fervor que para ser literaria una historia tiene que ser, si no triste y desoladora, sí un punto melancólica, nostálgica, desesperanzada. Y sin embargo…

 

Y sin embargo, a veces en la vida una tropieza con historias hermosas, conmovedoras, que cargan sobre sus espaldas con esos adjetivos detestables, ñoños, apropiados para las fábulas morales de los libros de autoayuda, del todo incompatibles, ya lo hemos dicho, con la verdadera literatura. Pero allí están. Son reales, han sucedido. ¿Qué hacemos con ellas? ¿No son dignas de relatarse porque no cantan desventuras?

 

Me viene a la memoria una de esas historias. Me tropecé con ella en el curso de mi investigación sobre la última guerra de los Balcanes, a la que dediqué tres años. (Chéjov, hombre generoso y pródigo en todo, también en consejos a escritores bisoños, recomendaba escribir sobre lo conocido, lección que no he seguido en mi última novela, “La hija del Este”. Los maestros están para escucharlos y luego desobedecerlos.) Es la historia de la Haggadah de Sarajevo.

 

La Haggadah (palabra que en hebreo significa narración), es un libro religioso judío que se lee en la noche del Pésaj, la Pascua judía, cuando las familias hebreas se reúnen para celebrar la liberación y salida del pueblo de Israel de Egipto. Hay distintas versiones de la Haggadah, pero todas contienen bendiciones, cánticos y textos del Libro del Éxodo. Cualquier familia judía que se precie tiene su ejemplar de la Haggadah. Allá por el año 1350, un escriba de bella caligrafía, ayudado por algún primoroso ilustrador, o ilustradores, culminó una obra única, prodigiosa, una Haggadah manuscrita en lengua sefardita, en el ladino que ya casi ha desaparecido. Para su confección se empleó piel de becerro blanqueada y las ilustraciones se hicieron en oro y cobre. Tiene 142 páginas, de las cuales 34 son ilustraciones, miniaturas. La fecha y la autoría de la obra son un misterio, propicio a conjeturas; hay una certidumbre, no obstante: esa Haggadah procede de España, del antiguo Reino de Aragón, probablemente del barrio judío, o call, de mi ciudad, Barcelona; un escudo de la misma figura en ella, así como dos escudos de armas en los márgenes inferiores, uno con una rosa y el otro con un ala, lo que hace suponer a los expertos que ese libro exquisito fue un regalo de bodas para los hijos de las familias Shoshán (rosa en hebreo) y Elezar (Ala en hebreo), quienes con su enlace sellaban la unión de dos de las estirpes más distinguidas de la comunidad judía de Barcelona. Los entendidos especulan con la posibilidad de que algún cristiano participara en la elaboración del manuscrito, pues la religión judía prohíbe la representación de figuras humanas y en las ilustraciones del libro abundan esas imágenes prohibidas: ¡Adán y Eva desnudos!, ¡hebreos de la época del rey David ataviados con las ropas propias de los cortesanos de la España medieval! Todo muy irregular, desde el punto de vista de la ortodoxia judaica. Ese librito único encierra otros portentos, como globos terráqueos, esa herejía por la que Giordano Bruno fue quemado vivo 200 años más tarde. Fue un regalo muy bien recibido, manchas de vino y agua en las páginas de pergamino atestiguan su uso, se brinda y se bebe en la cena del Pesaj… La convivencia feliz de las tres culturas y las tres religiones, cristiana, hebrea y musulmana, no había de durar mucho: en el año aciago de 1492, ese mismo año en el que Colón descubrió América, los muy católicos reyes de España, Isabel y Fernando, decretaron la expulsión de los judíos.

 

Y la Haggadah viajó con sus atribulados dueños; otra expulsión, otro éxodo. Quiere la leyenda que recalara en Portugal y que en 1497, cuando ese infame invento español, la Santa Inquisición, se propagó a ese reino, manos precavidas la enterraron para salvarla de los autos de fe. Años después fue exhumada de entre las raíces de un olivo y vendida a una familia judía, la cual se la llevaría a Roma o a Venecia; la suerte la acompañó en el exilio: en 1609, el inquisidor Vistorini estampó el nihil obstat en sus páginas y la autorizó con su firma, librándola de nuevo de la furia purgadora del Santo Oficio. Nuestro inquieto libro prosigue su periplo y llega a Sarajevo, cuando esta ciudad todavía se hallaba bajo el imperio otomano. No pudo encontrar mejor destino, Sarajevo, la pequeña Jerusalén, era una ciudad multiétnica en la que convivían las tres religiones del Libro, la cristiana (católicos croatas y ortodoxos serbios), la musulmana y también la judía, pues a mediados del sXVI se asentaron en ella numerosos judíos sefarditas expulsados de España (quién sabe si algún descendiente de aquellos Shosha o Elazar que fueron sus primeros dueños…) Una noche del año 1894 la familia Cohen celebra en Sarajevo la Pascua hebrea. El joven Josef, el primogénito, llamado a perpetuar la tradición familiar y a ejercer de médico, lee con voz temblorosa, llena de emoción, los conocidos versos de la Haggadah: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed… Los conoce de memoria y esa Haggadah tan manoseada forma parte de su existencia desde que le alcanza el recuerdo. Aquella madrugada sale de su casa, furtivo y silencioso como un ladrón; lleva consigo la Haggadah. Josef Cohen no quiere ser médico, la sola visión de una gota de sangre le produce náuseas; tampoco desea casarse con una joven de la comunidad sefardita de Sarajevo y pasar el resto de su existencia en esa ciudad; él ha urdido para sí otro destino, sueña con ser actor y triunfar en los escenarios de Viena, Praga o Budapest. Ofrece la Haggadah a la Benevolencija, una sociedad humanitaria y cultural establecida por la comunidad sefardita de Sarajevo, la cual lo adquiere por el precio de 150 Kruna. Josef Cohen no volverá a Sarajevo, ni sabrá nunca más de su familia, en cuanto a su carrera artística… Podéis imaginar lo que queráis, Josef, mi Josef, es maleable, como todos los personajes de ficción; del verdadero Josef, el hombre de carne y hueso que a finales del sXIX vendió el libro judío, nada se sabe, quienes lo conocieron han muerto hace mucho tiempo y con ellos sus recuerdos.

 

Lo primero que hicieron los ufanos nuevos propietarios de la valiosa Haggadah fue enviarla a Viena para su valoración por expertos. Y al punto se arrepintieron. ¿Y si no nos la devuelven? La rapacidad de los amantes de las antigüedades en el SXIX es conocida, las magníficas colecciones del Louvre, el British Museum o el Pérgamo de Berlín, dan fe de ella. Pero la Haggadah regresó a Sarajevo veinte años más tarde, algo decrépita y desmejorada, aliviada del peso de sus ribetes de oro y plata por dedos codiciosos. La visita a Viena no fue en vano, la Haggadah de Sarajevo adquirió renombre. Conscientes de ello, los sucesivos directores del Museo Arqueológico de Sarajevo fueron precavidos. Ese libro preciado nunca se exhibió, fue guardado bajo llave en un lugar seguro y únicamente podía ser consultado por los elegidos. Se ocultaba al público, pero todo el mundo sabía de su existencia. Cuando las fuerzas alemanas entraron en Sarajevo en 1942, el general alemán Johann Fortner se dirigió de inmediato al museo de la ciudad y exigió la entrega del manuscrito a su director, el croata y, por tanto, aliado, Jozo Patricevic.

 

-¡Qué extraña coincidencia! Hace menos de una hora ha venido un oficial alemán y se lo ha llevado- dijo, sorprendido, Patricevic.

 

Fortner quiso saber el nombre del compañero de armas que se le había adelantado y el director del museo repuso que no le había parecido prudente preguntárselo.

 

El general se tragó el embuste. Tras su marcha, el director y el custodio del museo, el musulmán Dervis Korkut, urdieron un plan para poner el libro a salvo. Esa misma noche, el intrépido Korkut desafió la luna traicionera y las patrullas alemanas y, campo a través, con la Haggadah oculta entre sus ropas, se la llevó a una aldea, en la falda de la montaña de Bjelasnica, y con la ayuda del imán la enterró bajo el suelo de la mezquita. O eso dice la tradición.

Tras la derrota alemana y la liberación de Bosnia, la Haggadah volvió al museo, que tenía un nombre nuevo: Museo Nacional. Centenares de miles de judíos perecieron en Jasenovac, Auschwitz, Gradiska, Jadovno y otros campos de concentración establecidos por los nazis y sus aliados croatas en el territorio de lo que pasó a llamarse República Federal Socialista de Yugoslavia, pero nuestra Haggadah sobrevivió.

 

Pasan los años, las décadas, muere Tito, se desmorona Yugoslavia. Una gran exposición de arte sefardita se prepara en Madrid para conmemorar, en 1992, el 500 aniversario de la expulsión de los judíos de España. La Haggadah de Sarajevo estaba llamada a ser la estrella de esa efeméride, pero la guerra de Croacia en 1991 impulsó al museo de Madrid a pedir un seguro por 7 millones de dólares.  Los organizadores tuvieron que desistir de su propósito, el libro se quedó en Sarajevo y junto con la ciudad, su ciudad, aguardó la nueva guerra, que estalló en abril de 1992. Durante el prolongado asedio de Sarajevo, sus habitantes desatendieron sus antiguas ocupaciones por un nuevo y absorbente empeño: sobrevivir. Pero cuando el Museo Nacional de Sarajevo se convirtió en objetivo del fuego serbio, su director, el musulmán Enver Imamovic, cambió de prioridad. Se las apañó para persuadir a un par de policías para que le acompañaran al museo bajo una lluvia de granadas y morteros. El jefe de policía le preguntó si el libro que quería rescatar era tan valioso como una vida humana e Imamovic, imperturbable, le contestó que sí. A velocidad suicida circularon por las calles vacías de la ciudad sitiada, consiguieron entrar en el museo y perdieron horas deambulando por sus pasadizos y sótanos hasta dar con la caja fuerte donde se guardaba el libro. Uno de los policías, experto en cerraduras, logró abrirla, y con el manuscrito protegido por sus cuerpos salieron de nuevo al exterior y otra vez sortearon balas, bombas, morteros, hasta depositar la Haggadah en la bóveda blindada del banco central. Y así fue como un puñado de bosnios musulmanes arriesgaron sus vidas por un libro judío.

 

En la guerra de Bosnia perecieron más de 100.000 personas, varios millones de habitantes fueron desplazados de sus casas, de sus pueblos y aldeas, la biblioteca de Sarajevo fue incendiada, ardió durante días y con ella dos millones de libros, pero la Haggadah, nuestra Haggadah, no.

 

Tras la guerra, rumores malévolos extendieron la especie de que el gobierno musulmán la había vendido para comprar armas. El Presidente Izetbegovic quiso desmentir esos infundios y ordenó trasladar el libro a la sinagoga de Sarajevo, para su exhibición al público durante la Pascua judía. Indignado, Imamovic, presentó su dimisión. No podía aceptar que aquel manuscrito, que apreciaba más que su propia vida, fuera expuesto a quién sabe que nuevos azares por la fanfarronería temeraria de un político. Fue una premonición; la Haggadah tuvo que afrontar un nuevo peligro por causa de la incuria y mala voluntad de un gobierno. Bosnia- Herzegovina  es un país imposible, los acuerdos de Dayton, que sellaron la paz en 1995, son un remiendo; no se ha creado un ministerio de cultura, ni institución que haga sus funciones, no hay interés político en preservar el legado cultural común y el Museo Nacional, privado de fondos y apoyo oficial, tras una larga agonía, cerró sus puertas el pasado año. Sus gestores no podían pagar la electricidad, el gas, ni la seguridad. Los 65 empleados del museo trabajaron sin sueldo, sin aire acondicionado, sin calefacción, durante un año entero, aguardando un milagro que impidiera el cierre. En octubre del 2011 se reunieron todos por última vez en torno a la fuente del jardín botánico, en el recinto de la institución, arrojaron al agua una moneda y formularon el deseo compartido de que el museo pudiera abrirse de nuevo. Antes de abandonar el edificio clavaron un letrero en sus recias puertas de madera con la leyenda “Cerrado” y luego se fueron a sus casas, mucho de ellos llorando.

 

Estudiantes de Sarajevo se encadenaron a los pilares del edificio, en una protesta desesperada a la que puso término la policía. Los aguerridos jóvenes dejaron una bandera en el museo, con un mensaje dirigido al gobierno de Bosnia-Herzegovina: “¡Deberíais avergonzaros!”

 

¿Y la Haggada, nuestra Haggadah?

 

El museo Metropolitan de Nueva York ofreció darle hospedaje durante tres años, pero una oscura “Comisión para la preservación de los monumentos nacionales”, el organismo gubernamental del que depende la Haggadah, condicionó la salida del libro a una hipotética resolución de la incertidumbre legal del museo, de modo que la Haggadah se halla en el limbo, ese misterioso no lugar en el que penan o levitan los muertos inocentes. El antiguo director del museo, Imamovic, teme que la UNESCO acabe por incautarse del manuscrito, pues tiene la misión y la facultad de velar por las obras de arte de relieve internacional en riesgo de destrucción o pérdida, a no ser…

 

A no ser que la fortuna, la baraka, o la divina providencia que nunca han abandonado a la Haggadah en sus ajetreados seis siglos de existencia, vuelvan a manifestarse bajo la forma de otro individuo anónimo, un eslabón más en esa cadena de gestos solidarios que ha logrado preservarla durante tanto tiempo, quien logre rescatarla de ese limbo jurídico y la devuelva a la vida, porque a diferencia de otros objetos y artefactos construidos por el hombre, que son perecederos, los libros nunca mueren, renacen cada vez que alguien los abre, pasa sus páginas, lee: El hambriento será bien acogido y se le dará de comer, al sediento se le calmará la sed…

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Clara Usón

El monumento

28 de abril de 2016 09:31:27 CEST

De qué está hecho, no lo sé.

Quizá de alguna clase de madera liviana

como el sauce,

o de escamas de cobre,

o del cristal que deja el caracol entre la hierba,

impuro y desenvuelto.

Difícil decidirlo a esta distancia.

La luz del mediodía

lo envuelve en brillos submarinos

como si fuera un ancla descansando en la arena.

Pero no está en el fondo de ningún mar

sino en la tierra,

sobre la tierra,

con sus raíces bien plantadas y el torso expuesto.

Respira el mismo aire que nosotros,

el mismo clima,

aunque el viento que emerge al final de la tarde

le haga mover las aspas de sus brazos

y parezca una estupa con banderas de oraciones.

Algo está claro: tiene ritmo. Sólo un maestro

ajustaría así cada fragmento,

las venas invisibles.

 

De qué está hecho, no lo sé.

El cielo, cada vez más teatral, me confunde.

Doy vueltas a sus formas con los ojos

y estudio cada muesca,

cada surco,

creyendo hallar correspondencias.

Hablo con él como con un hermano

pero me ignora como un hijo.

Una estatua de espinas, una cruz emplumada.

Y ese poco de sombra

que prospera en las horas muertas.

Visto de arriba abajo

es lo que tú quieres que sea.

Visto de abajo arriba

es lo que tú podrías ser.

En cualquier caso, estás perdido.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

Tiranía de la sombra

25 de abril de 2016 09:23:34 CEST

 

A lo peor mi sombra se oscurece,

se emborrona, se nubla, se abotona,

se arremolina en su tiniebla, se alimenta

de mi piel y mi voz y mis tejidos,

de solitarias glándulas, de túneles calientes,

de vértebras y cauces, de órganos simétricos,

y mi sombra asomándose a la luz

se cansa de ser sombra, se incorpora,

se apodera del cuerpo en un descuido,

se tumba a meditar, entra en reposo,

palidece en su nueva densidad,

mientras me voy volviendo transparente,

enmudezco, me apago, entre estertores

contemplo mi cadáver, estoy solo,

no sé cómo ni dónde, pero escucho

sangre arriba una puerta que se cierra,

unos pasos se alejan

poco a poco.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo García

Las pasiones de Christopher Hitchens

15 de abril de 2016 09:52:15 CEST

Como suele ocurrir con los autores que te han impresionado, recuerdo la primera vez que leí a Christopher Hitchens e incluso el momento preciso en que sentí que su escritura me golpeaba. El libro era Cartas a un joven disidente (Anagrama, 2003), me lo había recomendado Félix Romeo y yo lo leía en un autobús que cubría el trayecto de Zaragoza a Garrapinillos. Este volumen breve y modesto no es de las obras más conocidas de Hitchens, pero es una buena puerta de entrada. Contiene algunas de sus ideas esenciales: por ejemplo, que es más importante cómo se piensa que lo que se piensa; la oposición a la mentalidad colectiva o tribal, siempre dispuesta a blandir la acusación de “elitismo”; la idea de que defender una causa puede enemistarte con tu grupo natural, adjudicarte aliados incómodos y, aunque resulte bastante menos romántico, puede también convertirte en un pesado. Me impresionaron la energía de su prosa, la amplitud de sus conocimientos, la capacidad de elegir citas y anécdotas, de inventar fórmulas, y la sensación estimulante de que había mucho que aprender y que leer. Y, sobre todo, la defensa entusiasta de la libertad. En ese momento no podía imaginar que acabaría esperando con impaciencia sus textos en Slate (los lunes), en Vanity Fair o The Atlantic (una vez al mes) y en otras publicaciones, que rastrearía sus entrevistas y conferencias en internet, o que traduciría varias decenas de sus artículos y algunos de sus libros, como Amor, pobreza y guerra (Debate, 2010), Hitch-22 (Debate, 2011), El enemigo (Endebate, 2011) y Mortalidad (Debate, 2012).

Durante buena parte de su carrera, Christopher Hitchens (Portsmouth, 1949 – Houston, 2011) fue menos conocido que algunos de sus amigos, miembros de una brillante generación de escritores, como Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes, James Fenton o Salman Rushdie. Sin embargo, fue ganando adeptos a menudo apasionados. Él y sus compañeros supieron fabricar una leyenda: el amante de la polémica, la ironía y de la discusión, opositor vocacional, enemigo feroz de la religión y la intolerancia, consumidor de cantidades industriales de alcohol y tabaco, productor de cientos de artículos sobre temas muy variados, aficionado a los juegos de palabras y los viajes, y gran conocedor de la poesía inglesa. Se han publicado textos y libros contra él después de su muerte. En vida, había blogs dedicados única y exclusivamente a atacarle. Demuestran, aunque sea por la vía negativa, la importancia de Hitchens, por no hablar de eso que del gran número de tributos que circulan por la red o de la casi inverosímil cantidad de gente que piensa que Hitchens fue importante en su vida. En buena parte, a causa de sus pasiones y de su manera de transmitirlas.

Hitchens era hijo de un oficial de la marina británica, el comandante Eric Hitchens, que le explicó que la Segunda Guerra Mundial fue la única época en la que sabía lo que estaba haciendo. Se crió en bases navales inglesas. Admiraba a su padre –pensaba que hundir un navío nazi, como hizo su progenitor, era un trabajo más útil que ninguno que él hubiera hecho nunca–, pero no había mucha complicidad entre ellos. En muchas cosas, Hitchens (cuyo hermano menor, Peter, es escritor y columnista conservador) se sentía más cerca de su madre, a quien dedicó algunas de sus páginas más hermosas. En su libro de memorias, Hitch-22, explica que desde muy joven conoció el valor de “tener una mujer apasionada de tu parte”. Yvonne, que insistió en que sus hijos tuvieran una buena educación, era una mujer idealista, romántica y llena de secretos. Se separó de su marido y se suicidó junto a su amante en la habitación de un hotel de Atenas a comienzos de los años setenta. Mucho más tarde, Hitchens –que tuvo que realizar las gestiones posteriores al suicidio– descubrió otro dato escondido: su madre era judía.

Hitchens estuvo interno desde los ocho años y estudió Filosofía, Política y Economía en Oxford. Cuando empezó la universidad ya había decidido que su vocación sería la escritura. Ha escrito de algunos libros que le impresionaron de joven: las novelas de Arthur Conan Doyle o P. G. Wodehouse, Qué verde era mi valle, la poesía de Wilfred Owen. Buena parte de su sensibilidad parte de cierta tradición literaria inglesa: la de los poetas de la Primera Guerra Mundial, de narradores como Evelyn Waugh, Rudyard Kipling, Graham Greene y Anthony Powell, de poemas de W. H. Auden y Philip Larkin, de los libros de viajes de Rebecca West. Arranca con los dos grandes monumentos de la Biblia del Rey James y la obra de Shakespeare, y tiene su ración de figuras rebeldes, románticas e irlandesas, como Tom Paine, Lord Byron y James Joyce, respectivamente, u Oscar Wilde, que era las tres cosas a la vez. Hay muchos autores canónicos, pero también un gusto por los “buenos libros malos” y una admiración por rebeldes con causa como Bertrand Russell. A lo largo de los años, Hitchens incorporó a muchos otros autores de épocas y lugares distintos. Pero esa literatura y el imaginario al que está vinculada, que incluye el imperio británico (por ejemplo, Kim o Días birmanos) y su descomposición (contada por escritores como Paul Scott, Salman Rushdie o los hermanos V. S. y Shiva Naipaul), así como cierta apreciación de la excentricidad que se combina con la admiración por el estoicismo y el coraje, siempre fueron uno sus instrumentos básicos para interpretar el mundo.

En esos años también desarrolló otras aficiones. En sus memorias cuenta que se acostó con dos estudiantes que más tarde ocuparon altos cargos en el equipo de Margaret Thatcher. Pero sobre todo fue la época de una iniciación política. En Hitch-22 habla de una doble faceta: el hombre que quería ir a las fiestas y el estudiante comprometido, miembro de un grupúsculo trotskista, arrestado por la policía en protestas y formado en la oposición a la guerra de Vietnam y en el 68. Creía que era bueno viajar de vez en cuando a países con demasiada ley o demasiado poca. En los años setenta estuvo en España, donde asistió a una manifestación a favor de Salvador Puig Antic; en Portugal, en Chile y Argentina, donde visitó a Borges; en Cuba, donde un cineasta le dijo que la censura no era tan grave, porque se podía bromear sobre todo, salvo sobre Fidel Castro, a lo que Hitchens contestó que esa restricción hacía que la libertad en otros aspectos fuera decorativa; fue detenido en Checoslovaquia y conoció a disidentes polacos como Adam Michnik. Dedicó hermosas páginas a la obra de Marx y Trotski, y pensaba que leerlos le había dado una manera de argumentar y de pensar. Al final, dejó de definirse como socialista: no creía que una ideología tuviera la solución a los problemas. Pero, aunque tuvo muchas polémicas con la izquierda, Hitchens siempre perteneció a la izquierda antitotalitaria. Muchos de sus argumentos (incluso los que le enfrentaban a sus antiguos compañeros) partían de un impulso internacionalista, laico y humanista. Hay tres autores que lo marcaron desde muy pronto: Victor Serge, Arthur Koestler y George Orwell. En cierto sentido, sus nombres encierran otros muchos, como su mentor (y traductor de Serge) Peter Sedgwick o C.L.R. James, pero esos tres críticos de la izquierda desde la izquierda son una pista importante. Con sus diferencias, son representantes de otra tradición que a Hitchens le resultaba particularmente querida: la tradición del apóstata.

Decidió pronto que no tenía talento para la creación. Lo suyo sería el ensayo y el periodismo. Definía algunos de sus libros como panfletos y entre sus héroes había muchos autores del xviii y del xix. Pero también tenía una visión romántica del mundo del periodismo de Fleet Street, y describió con afecto un universo de reporteros y gacetilleros (hack era la palabra que le gustaba) que mezclaban la vocación cívica y el cinismo, donde unos pocos metros albergaban bares oscuros y redacciones que construían el relato del mundo. Esa atmósfera, a menudo despiadada (Hitchens cita la pregunta atribuida a un corresponsal en el Congo: “¿Hay alguien que haya sido violada y hable inglés?”), es un tema literario sobre el que escribió más de una vez, al comentar novelas como Noticia bomba de Evelyn Waugh, Towards de End of the Morning de Michael Frayn y Everyone’s Gone to the Moon de Philip Norman. Hitchens inició su carrera en medios como el New Statesman, el Daily Express o el Times de Harold Evans. El periodismo estadounidense tiene una vitalidad extraordinaria, está libre de las constricciones de la Ley del Libelo, goza, gracias a la Primera Enmienda, de una mayor libertad y fue el ambiente en el que Hitchens desarrolló buena parte de su carrera tras su traslado a Norteamérica en los años ochenta. Tiene su tradición y su mitología. Y Hitchens, en cierto modo, también se miraba en el espejo de Mark Twain, H. L. Mencken y el periodismo muckraker, pero no solo en eso: Estados Unidos le fascinaba y dedicó artículos y libros a sus intelectuales, sus políticos y su cultura popular, desde la Ruta 66 a las recreaciones de la Guerra de Secesión, pasando por la pena de muerte y la importancia del sexo oral en la cultura norteamericana. Hitchens, como otros inmigrantes, supo ver y contar su lugar de acogida de una forma particularmente atractiva.

Escribir no es lo que hago, diría alguna vez, sino lo que soy. Escribir y también hablar. La habilidad retórica de Hitchens era asombrosa y se puede comprobar en Youtube. Richard Dawkins dijo: “Si te invitan a un debate con Christopher Hichens, declina”. Martin Amis escribió que apostaría por él frente a cualquiera. En su prólogo a The Quotable Hitchens, el autor de La información tiene dos observaciones interesantes. Cuenta que alguna vez reprochó a su amigo que criticara con dureza a novelistas que habían escrito otras obras que le habían gustado, como Philip Roth o Saul Bellow. Pero, para Hitchens, el placer que le había producido El legado de Humboldt no significaba que debiera ser indulgente con Ravelstein. No sentía, dice Amis, un respeto automático. (De hecho, dedicó mucho tiempo y energía a mostrarse muy poco respetuoso con autoridades establecidas.) Amis, parafraseando la famosa descripción que Nabokov hizo de sí mismo, dice que Hitchens “piensa como un niño, escribe como un autor distinguido y habla como un genio”. Es una exageración, pero es una buena forma de explicar la vehemencia de Hitchens, su convicción de que había cosas irrenunciables. Hitchens escribió en su autobiografía: “La labor habitual del ‘intelectual’ es defender la complejidad e insistir en que los fenómenos del mundo de las ideas no deberían convertirse en eslóganes ni reducirse a fórmulas fáciles de repetir. Pero existe otra responsabilidad: decir que hay cosas sencillas y que no habría que oscurecerlas”.

Esas palabras explican algunas de sus polémicas con algunos de sus compañeros, que lo llevaron a abandonar su revista, The Nation, tras los atentados del 11-S y que lo distanciaron de Noam Chomsky, Edward Said o Gore Vidal. Podríamos citar quizá tres episodios fundamentales. En la guerra de las Malvinas apoyó la decisión de Margaret Thatcher de combatir a Argentina. Galtieri era un tirano, al frente de un régimen tiránico y criminal, y su derrota podía también acabar con la dictadura. En 1989, cuando el ayatolá y poeta ocasional Jomeini decretó una fetua contra Salman Rushdie, hubo intelectuales de izquierda y derecha que argumentaron que, si bien el autor de Hijos de la medianoche no merecía la muerte, tampoco era correcto herir los sentimientos de los fieles, y que el novelista había, en cierto modo, provocado aquello. En 2001, cuando se produjeron los atentados del 11-S, muchos intelectuales que habían sido compañeros de batallas de Hitchens achacaron los ataques a la política exterior estadounidense y el conflicto de Oriente Medio. Hitchens, siempre extremadamente crítico con la política israelí, consideraba que no había que buscar las causas de los ataques a civiles en los agravios a menudo legítimos de los árabes y los musulmanes, sino en una ideología fanática y asesina, el fundamentalismo islámico. En un artículo publicado en septiembre de 2011, recogido en Amor, pobreza y guerra, comentaba:

Este es un momento tan bueno como cualquier otro para revisar la historia de las Cruzadas, o la triste historia de la partición de Cachemira, o las penas de los chechenos y los kosovares. Pero los terroristas de Manhattan representan el fascismo con un rostro islámico, y no tiene sentido emplear ningún eufemismo sobre eso. Lo que abominan de “Occidente”, por decirlo en una frase, no es aquello que los progresistas occidentales rechazan y no pueden defender de su propio sistema, sino lo que les gusta y deben defender: sus mujeres emancipadas, su investigación científica, la separación de religión y Estado.

En ese momento difícil mostró una determinación moral e intelectual admirables. Otras veces cometió errores. Uno de los más claros fue apoyar la invasión estadounidense de Irak (en 1991, cuando se produjo la guerra del Golfo, se opuso a una invasión más fácilmente justificable). Mantuvo su independencia: criticó la tortura practicada por la administración Bush en un reportaje publicado en Vanity Fair, donde se sometió al ahogamiento simulado, y las restricciones a las libertades civiles en la “guerra contra el terror”, y señaló errores tácticos y estratégicos. Quizá, en su defensa, podría decir que se equivocó por las razones correctas: conocía bien las atrocidades cometidas por el régimen de Saddam Hussein, era partidario desde hacía tiempo (al menos, desde la guerra de Yugoslavia a comienzos de los años noventa) del intervencionismo liberal y creía genuinamente en la posibilidad de liberar a la población iraquí. Según Hitchens, Estados Unidos y Reino Unido no deberían haber recurrido al argumento mendaz de las armas de destrucción masiva para justificar la invasión: las violaciones de los derechos humanos del régimen, el asesinato masivo de los kurdos y la persecución de los opositores habrían sido razones suficientes (el relato de los desenterramientos de las víctimas, el terror del régimen de Sadam Husein y el regreso de los exiliados que aparece en Amor, pobreza y guerra es estremecedor). También se podría reconocer que, aunque compartir algunas de sus explicaciones a posteriori exige bastante complicidad por parte del lector, no negó lo que había dicho. Pero la intervención fue un desastre, promoverla fue un error y probablemente también la cercanía a algunos neoconservadores y al gobierno Bush.

Con un sentido de la paradoja que probablemente habría divertido a Hitchens, Salman Rushdie ha escrito que Dios acudió en su ayuda. Hitchens era conocido por sus críticas duras y documentadas. Le molestaba que se juzgaran las acciones según la reputación y no la reputación según las acciones, y esa irritación se encuentra detrás de algunos de sus asaltos. En The Missionary Position (Verso, 1994) construyó un sólido argumento contra la madre Teresa de Calcuta, que a su juicio no era “amiga de los pobres, sino de la pobreza”. Desmontó un supuesto milagro de la monja, que se comportaba con una austeridad ostentosa, aceptó donaciones de la familia Duvalier y dijo, al recibir el Premio Nobel de la Paz, que el aborto era “el mayor destructor de la paz”. (El Vaticano lo llamó para que testificara en su contra en el proceso de canonización, una tarea que antes tenía un nombre oficial: “el abogado del diablo”.) En Juicio a Kissinger (Anagrama, 2004) acusó al que fuera secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos de crímenes de guerra por su actuación en Chile, Indonesia, Bangladesh, Timor Oriental y Chipre. En No One Left To Lie To (Verso, 1999) criticó las “triangulaciones” de Clinton, su implacable adherencia al poder, el bombardeo de una fábrica farmacéutica en Sudán y sus predatorias costumbres sexuales (indignó a muchos amigos cuando declaró en el proceso de impeachment, diciendo que un empleado de la Casa Blanca le había pasado información contra Monica Lewinsky). En sus críticas había hechos, pero también eran juicios de carácter. Intentó desmontar algunos cultos, como el de Lady Di o el de los Kennedy. Escribió reseñas devastadoras de películas de Michael Moore y Mel Gibson. Sabía ser duro y brillante. Cuando el reverendo fundamentalista Jerry Falwell murió, le preguntaron si pensaba que estaría en el cielo: “No, y creo que es una pena que no exista un infierno al que pueda ir”. Tras esas escaramuzas, como escribió The Guardian, Hitchens encontró un adversario a su altura: Dios. En su ensayo Dios no es bueno (Debate, 2008) elaboró una crítica erudita, divertida y vibrante de las inconsistencias intelectuales de la religión y de las consecuencias políticas y morales de la superstición organizada. Mostraba plagios, incitaciones al genocidio y fraudes de los textos sagrados. El libro no tiene muchas novedades y Hitchens escribió obras más redondas, pero es una buena síntesis, está bien argumentado y fue un éxito de ventas. Poco después apareció Dios no existe (Debate, 2009), una antología de textos ateos que se puede leer como una historia de la emancipación de la mente humana.

Hitchens se convirtió en uno de los miembros del “Nuevo Ateísmo”, junto a Richard Dawkins, Daniel Dennett y Sam Harris. Participó en decenas de debates sobre la religión y escribió buenos artículos sobre los diez mandamientos, la pedofilia en la Iglesia católica o el mormonismo. Era el que tenía una visión más política de los cuatro. Denunció los esfuerzos constantes de las religiones por silenciar a sus críticos, a menudo con una mezcla de victimismo y amenaza. A su juicio, cuando uno es sacerdote, parece recibir una carta blanca para cometer cualquier atentado contra la moral o la inteligencia. Explicaba que la idea cristiana del Cielo postula una especie de Corea del Norte divina –el Nuevo Testamento es peor que el primero, por el sadismo que supone la idea del infierno, con el edificante añadido de que ver sufrir a los condenados sufrir sea uno de los entretenimientos de los que se han salvado–, y que solo una mentalidad enferma puede definir al hombre como un ser creado enfermo y luego conminarlo a estar sano, como decía Fulke Greville. Según Hitchens, las religiones no solo niegan la razón y constriñen la autonomía personal, sino que también son un factor de subdesarrollo, ya que frenan la única medida económica de cuya eficacia podemos estar seguros: la emancipación femenina, que requiere el control sobre su actividad reproductiva. Argumentaba que no tiene sentido hablar de islamofobia ni acusar de racismo a los que critican el islam, porque una religión es una ideología: a diferencia del color de la piel, es algo que se elige. Aceptar el blindaje de la religión a la crítica es dejar sin amparo a muchas personas oprimidas por la ideología revelada. Hitchens sostenía que “no se puede ser un poco herético” y, cuando defendía a individuos perseguidos por motivos religiosos, como Ayaan Hirsi Ali o Salman Rushdie, recordaba la centralidad de la blasfemia: los juicios a Sócrates, Jesucristo y Galileo, argüía, fueron juicios por blasfemia. La ortodoxia religiosa, explicaba, siempre ha sido enemiga de la libertad. En Hitch-22 escribió:

Es toda una tarea combatir a los absolutistas y a los relativistas al mismo tiempo: sostener que no existe una solución totalitaria e insistir al mismo tiempo en que, sí, los de nuestro lado también tenemos convicciones inalterables y estamos dispuestos a luchar por ellas. Tras varias lealtades pasadas, he llegado a creer que Karl Marx tenía toda la razón cuando recomendaba una duda y autocrítica continuas. Pertenecer a la tendencia o facción escéptica no es, en absoluto, una opción blanda. La defensa de la ciencia y la razón es el gran imperativo de nuestro tiempo. […] Ser no creyente no solo significa poseer “una mente abierta”. Es, más bien, una admisión decisiva de incertidumbre, que está dialécticamente conectada con el repudio del principio totalitario, en la mente y en la política.

Famoso por sus ataques, su obra es también una guía que nos conduce a muchos narradores, poetas y pensadores. Es una suma extraña y única que configura un mundo mental rico, vibrante y aparentemente inagotable. Está diseminado por muchos de sus ensayos; por partes de Unaknowledged Legislation, que trata de las intersecciones de la literatura y la política; en recopilaciones como Blood, Class and Empire (Farrar, Strass & Giroux), Fort he Sake of Argument (Verso, 1993)y Amor, pobreza y guerra y en Hitch-22, un autorretrato intelectual lleno de homenajes a maestros y amigos, aunque reticente a la hora de mostrar los aspectos íntimos. Pero también en tres admirables libros breves. El primero es La victoria de Orwell (Emecé, 2003), que quizá fuera su principal modelo y cuyo acierto según Hitchens consistió en que supo detectar los tres males esenciales de su siglo: el fascismo, el comunismo y el imperialismo. El segundo es Tom Paine’s Rights of Man (Atlantic, 2006), la biografía del autor de panfletos británico y héroe de la independencia estadounidense que fue demasiado progresista en la Revolución Americana y demasiado conservador para la Francesa (fue encarcelado). El tercero es Thomas Jefferson, Author of America (Eminent Lives/Atlas Books/HarperCollins Publishers), una biografía del principal autor de la Declaración de Independencia y del Estatuto de Virginia que garantizaba la libertad religiosa.

Cuando iniciaba la gira para promocionar sus memorias, en el punto más alto de su carrera, a Hitchens le diagnosticaron el cáncer de esófago que lo acabaría matando en diciembre de 2011. Todavía apareció una recopilación de ensayos, Arguably, que en cierto modo sigue la estela de Amor, pobreza y guerra, con bellos textos sobre Saul Bellow, Victor Klemperer, André Malraux, W. G. Sebald, Victor Serge o Jefferson, artículos divertidos como “Why Women Aren’t Funny” y “As American as Apple-Pie”, y piezas más políticas publicadas en el medio digital Slate. Su libro más conmovedor es Mortalidad, la crónica de su enfermedad, que apareció unos meses después de su muerte. Sobrio, rico, inacabado y breve, es el relato de la destrucción física, a base de cáncer y tratamientos agresivos, y una reflexión sobre la enfermedad y la decadencia. “No es divertido apreciar plenamente la verdad de la tesis materialista que postula que no tengo un cuerpo, sino que soy un cuerpo”, escribe Hitchens. Pero también es un combate: pensar, escribir, reflexionar sobre el dolor, la inminencia de la muerte, atacar el falso consuelo de la religión, disfrutar de un chiste, un poema o la palabra de un amigo son actos de resistencia. En un artículo contra la pena de muerte, Hitchens citaba el poema “Conscientious Objector” de Emma Lazarus: “Moriré, pero eso es todo lo que haré por la muerte”. Mortalidad cuenta un combate perdido de antemano: es triste, pero hermoso. Bill Keller escribió en una necrológica que Hitchens tendía a tomarse el fundamentalismo islámico como algo personal. Quizá fuera una de sus mayores cualidades: una de las cosas que hacen que su obra sea tan adictiva y estimulante es que todo se lo tomaba como algo personal.

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

Liquidando al Meta

26 de febrero de 2016 08:33:30 CET

Querido profesor Souto, hoy por fin liquidaré al Meta, y tengo el propósito de que de esta confesión mía sea usted el primer destinatario, tras tantos años de sentirme obligado a guardar solo para mí tantas regurgitaciones de aborrecimiento.

Aunque soy persona de natural pacífico, desde que lo conocí sentí hacia él una inquina tan honda que se convirtió enseguida en la aversión que no tengo más remedio que llamar aniquiladora, decisiva. Hoy conseguiré por fin realizar lo que durante tantos años ha sido casi mi única idea estimulante.

La primera vez que coincidimos fue en un congreso, en un país del Caribe. Entonces yo todavía escribía novelas, pero aunque la crítica me respetaba, no vendía casi nada;  él, más joven que yo, era eso que se dice “un autor de culto”, ya en aquellos años muy jaleado en las reseñas culturales y en los suplementos literarios.

Allí había bastantes escritores, pero entre los españoles que residíamos en el mismo hotel –con el Meta y yo, Gloria P. y Alicia S.- se estableció una relación particular, por la coincidencia en los desayunos y en determinados momentos de la jornada. Algunas noches cenábamos los cuatro juntos. Por aquella época él bebía mucho y se ponía pesadísimo.

- Vosotros no me queréis -repetía, una y otra vez- no me queréis nada.

- Que sí que te queremos, Paúl, mi vida - le decían Gloria P. y Alicia S..

Sin embargo él seguía, dale que te dale:

- A lo mejor vosotras me queréis un poco, pero Tuñón no me quiere nada, no me puede ver, se le nota- insistía.

- Anda, Pedro, cielo, dile a Paúl que le quieres un montón, para que se tranquilice de una vez- me pedían ellas con mucha sorna, pero a mí aquel beodo pelma me sacaba de quicio:

- Si sigues así no solo no te querré nunca, sino que te odiaré durante el resto de mi vida- repuse, sintiendo en mi boca el sabor pleno y verdadero de aquellas palabras.

Fue por entonces cuando le pusimos el mote “Meta”, de metaliterario, porque consideraba las cosas de la vida exclusivamente a través de la propia literatura, y solo mostraba interés hacia el posible vínculo entre lugares y literatos. Para él no existían los espacios por donde no había pasado un escritor famoso. Presumía de  haber dormido en las mismas habitaciones hoteleras que sirvieron alguna vez de alojamiento a Karen Blixen, Tristan Tzara, Robert Walser y muchos otros más. “Aquí estuvieron Anaïs Nin y Henry Miller en el 33”, decía mientras paseábamos por el barrio antiguo, y hasta preguntaba a los sorprendidos viandantes sobre algún eventual recuerdo de aquellos añejos turistas. “Cuenta Naipaul que esto lo visitó con Paul Theroux a finales de los ochenta”, explicaba mientras atravesábamos una comarca selvática. A los de la recepción del hotel los mareaba en busca de posibles huellas de Hemingway o Paul Auster.

Gloria, Alicia y otros, como la idiota de mi sobrina Bibí, que lo considera un genio, aseguran que el Meta tiene mucho sentido del humor, pero según ha ido pasando el tiempo yo he ido viendo en él más bien una disposición irónica patosa, ignorante de lo que no esté teñido de literatura, y su convicción de que escribir sobre autores y peripecias literarias es suficientemente narrativo en sí mismo me parece demasiado ingenua y vacua. El caso es que él ha seguido escribiendo, cada vez con mayor eco y fortuna, y yo he ido encontrando cada vez menos lectores y mayor reticencia editorial. Y así, hasta que me fui de la literatura.

Cuando estaba todavía en activo como escritor, unos años después de aquel congreso caribeño, volví a coincidir con él en la feria del libro de un país centroamericano. Ambos participamos en una mesa redonda y él estaba ya tan satisfecho consigo mismo que se limitó a leer, durante casi media hora, el arranque de su último libro. Nos alojábamos en el mismo hotel, uno muy bueno que en la última planta tenía un servicio de bar gratuito para ciertos clientes. Él ya no bebía tanto, pero una tarde estábamos allí tomando algo mientras esperábamos que viniesen a recogernos. En el salón había tres niños, calculo que tendrían alrededor de los siete años, que no paraban de moverse y de jugar, aunque el lugar era tan grande que no molestaban. Sin embargo, el Meta los observaba con reprobación y les hizo señas para que se acercasen. Cuando los tuvo delante les preguntó, poniendo en la voz una intención dañina:

- ¿Vosotros sabéis que vuestros papás se van a morir?

Los niños lo miraron con extrañeza y luego se apartaron y murmuraban algo entre ellos, mientras nos contemplaban con un aire que me desasosegó. Ése es el estilo del gran sentido del humor que lo caracteriza.

Al día siguiente nos llevaron a visitar una zona de la selva donde habían instalado un teleférico silencioso que sobrevolaba el arbolado hasta lo alto de una colina. Las cabinas eran muy pequeñas y sencillas, artefactos de base sólida rodeados solamente por una balaustrada fina que permitía entrar en contacto directo con la atmósfera del lugar, escuchar los gritos de los monos, divisar los grandes pájaros multicolores. Íbamos nosotros dos solos y él llevaba en la mano un libro.

- Por aquí anduvo Bruce Chatwin cuando ya tenía el sida. No escribió nada acerca del lugar, pero seguramente echó una meada al pie de alguno de estos árboles - dijo.

Debajo de nosotros se divisaba la exuberancia del abismo vegetal y fue en aquel mismo momento cuando decidí intentar cargármelo. Nunca he matado a nadie ni he tenido impulsos homicidas, pero sentí que liquidar al Meta no pertenecía al universo del asesinato, sino a ese de las bellas artes de que habló Thomas de Quincey.

Sin embargo, todo asesino, aunque no sea profesional, debe ser cauteloso. Yo imaginé enseguida mi coartada. Simulé que perdía el equilibrio y la cabina se bamboleó. De inmediato me lancé sobre él gritando “¡Cuidado, que me caigo!”, y lo empujé con todas mis fuerzas obligándolo a rebasar la cadena que cerraba la parte trasera de elemental vehículo y sujetándome bien a la balaustrada.

Y el Meta cayó a la selva, desde treinta metros de altura.

Pero no se mató, ni siquiera se magulló. El libro que llevaba en la mano fue su protector en los sucesivos golpes contra las ramas, que fueron haciendo cada vez más lenta su caída. E incluso el libro llegó al suelo antes que su cabeza, amortiguando el golpe final. Como es lógico, aparenté consternación por haber sido la causa del accidente, pero él no llegó a sospechar lo que había habido de intención criminal en mi tropezón, e incluso mostraba muy ufano el libro, una biografía de Marguerite Duras que, según él, le había salvado la vida.

- Su verdadero apellido era Donnadieu - decía, como si esto lo explicase todo.

Aquel fracaso en mi primer intento de asesinato resultó muy deprimente para mí y hasta creo que fue uno de los factores iniciales en mi alejamiento de la literatura. No obstante, mi idea de eliminar al Meta se convirtió en una meta, qué bonito, y busqué surtirme de elementos capaces de ayudarme a hacerlo en alguna otra ocasión en la que coincidiésemos. Ni pistolas ni armas blancas, porque aborrezco la violencia sanguinaria, pero hay muchos otros medios: supe por Internet que la estricnina es perfectamente soluble en alcohol, y letal en una pequeña dosis, y me hice on line con una buena porción.

La ocasión para mi nueva tentativa surgió en esa conmemoración de la Residencia que congrega todos los veranos a  muchas gentes de las artes y de las letras. Fui pronto y preparé dos mezclas tóxicas, una de vino blanco verdejo y otra de güisqui con mucho hielo, que es como al Meta le gustaba. No tardó en aparecer y me apresuré a acercarme a él para ofrecerle lo que prefiriese, pero rechazó los dos vasos:

- Ya no bebo nada- aclaró, tajante. -Mi vida ha cambiado en lo que toca al alcohol.

Y se alejó de mí para acercarse a alguien que lo saludaba con júbilo.

- No importa- dijo un periodista cultural muy influyente, que había sido testigo de la escena, -yo tomaré ese güisqui.

Me lo arrebató de las manos antes de que yo pudiese impedirlo, y se lo bebió de un trago.

- ¡Qué sed! –exclamó luego, y debieron de ser sus últimas palabras, porque yo me separé de él de inmediato.

A los quince minutos hubo revuelo en aquel lugar del jardín, poco después se escucharon los sonidos de una ambulancia, y a la media hora se nos indicó, a través de los altavoces, que razones muy graves, de fuerza mayor, obligaban a clausurar la fiesta, y que se nos rogaba que nos abstuviésemos de seguir consumiendo nada líquido o sólido. Como se sabe bien, la muerte del periodista fue atribuida a un atentado terrorista, cuyos autores no han sido todavía localizados, pero que por suerte solamente consiguieron contaminar uno de los vasos, donde al parecer han aparecido numerosas huellas digitales, ninguna significativa.

Pero por fin, de modo providencial, ha llegado para mí la oportunidad definitiva. Mi alejamiento de la literatura y mi mayor dedicación a mi empleo oficial facilitaron que fuese yo el encargado de controlar la edificación el monumento a Roberto Bolaño que va a alzarse frente a la estatua de Galdós, en el parque del Retiro.

El Meta, como último galardonado con el premio internacional que lleva el nombre del escritor chileno, va a ser el encargado de inaugurar el monumento, junto con los alcaldes de Madrid y de Santiago de Chile. La escultura no es muy grande, pero tiene envergadura suficiente como para destripar a quien encuentre debajo cuando se derrumbe.

Lo he calculado de manera muy meticulosa: la distancia a la que deberá encontrarse quien desvele la placa conmemorativa, en el pedestal; la pequeña carga explosiva, en determinado punto bajo la escultura, que haré estallar en el momento justo en que el Meta, a menos de un paso, haga correr la pequeña cortina; la caída de la escultura sobre él; su aplastamiento seguro. Lo veré todo con claridad, porque estaré muy cerca. Otra operación terrorista… No podemos vivir tranquilos…

Nota del comisario investigador: Esta misiva autógrafa de José Tuñón, al parecer nunca enviada y entregada a las autoridades por su sobrina, prueba, entre otros delitos, su autoría de la voladura de la estatua recién inaugurada, aunque el cálculo erróneo en la cantidad de explosivo hizo que la única víctima del desplome fuese precisamente él. Está probado que el profesor Souto, que le dio clases durante algunos cursos de la licenciatura, es totalmente ajeno al caso.

 

(Este texto forma parte del libro La trama oculta -Cuentos de los dos lados, con una Silva Mínima-, que será próximamente publicado por la editorial Páginas de Espuma)

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Merino

A ambos lados del escaparate (no exhaustivo)

La publicación de su última colección de ensayos, En cuerpo y en lo otro en 2013 (el tenis de nuevo: ahora Federer tangible e intangible, de nuevo la televisión como modelo de educación social y de equipamiento para la vida en la sociedad contemporánea, el lenguaje y la literatura, el cine de Cameron y algunas otras obsesiones wallaceanas; desde 2008 sabemos algo más de las obsesiones de David Foster Wallace), acompaña este mismo año a la muy esperada traducción española de su primera novela, La escoba del sistema, editada por el sello malagueño Pálido fuego, que había publicado unos meses antes el volumen de Conversaciones con David Foster Wallace, del profesor norteamericano Stephen J. Burn. La esperada biografía preparada por D. T. Max: Todas las historias de amor son historias de  fantasmas: David Foster Wallace, una biografía adelanta lo que sin duda será el paulatino desembalaje físico y sentimental de los archivos del autor (¡cómo le habrían gustado esos programas de televisión donde se subastan trasteros!) depositados por su familia en la Universidad de Texas (ya tenemos varias muestras: cartas, guías docentes de las asignaturas impartidas, etc.)[1].

También ha visto la luz en español el estudio Todo y más: una breve historia del infinito, fruto de las investigaciones académicas de Wallace en el ámbito filosófico, y la edición del texto con menos texto de la historia contemporánea: Esto es agua, que recoge el discurso que ofreció en el acto de graduación de la promoción de 2005 en el Kenyon College. Todo ello desde que en 2011 se publicara El rey pálido (esa obra tan wallaceana, tan inacabada, esa obra que “viene a ser más una autobiografía que ninguna clase de historia inventada”, esa obra que no convenció a los miembros del jurado del Premio Pulitzer, que prefirieron dejar desierta la categoría de “fiction”).

Mientras tanto, David Foster Wallace es, cada vez más, personaje. Sujeto y objeto. Sujeto de biografías y objeto de contundentes opiniones. Generador de controversias. Personaje de ficción. Zadie Smith habla de su genialidad en uno de los ensayos de Cambiar de idea (Salamandra, 2011). Bret Easton Ellis lanza en The Guardian andanadas dañinas a destiempo sobre el autor y sus lectores (y se cobra, de paso, las deudas con las opiniones de una lejana entrevista de Wallace con Larry McCaffery en 1993). Jonathan Franzen vende Más afuera, su último libro de no-ficción después de su aclamada y neobalzaquiana Libertad, aprovechando el tirón de su último viaje con las cenizas del amigo muerto (“Después, la persona deprimida se quitó la vida, de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia y traición”). Y no es difícil entrever la figura o la contrafigura de David Foster Wallace en alguno de los personajes[2] de las novelas recientes de Jeffrey Eugenides (La trama nupcial) y de Jonathan Lethem (Chronic City, donde aparece una novela titulada La bruma indistinta).

 

Vidas cruzadas

En el momento en que escribo este artículo, se rueda en Estados Unidos The End of the Tour, la versión cinematográfica del libro Although Of Course You End Up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace (Aunque al final acabas convirtiéndote en ti: un viaje de carretera con David Foster Wallace), del reportero de la revista Rolling Stone David Lipsky. Este libro, así como la película que lo adapta al lenguaje cinematográfico y lo convierte en imágenes, recoge el viaje que Lipsky, periodista musical, realizó acompañando a David Foster Wallace durante la promoción de La broma infinita. El largometraje estará dirigido por James Ponsoldt, director de la premiada The Spectacular Now, a partir de un guión adaptado por Donald Margulies. Jason Segel (The Muppets, Freaks & Geeks) dará vida –qué ironía- al autor neoyorquino, acompañado de Jesse Eisenberg en el papel de Lipsky.

En la película Amor y letras (Liberal Arts), La broma infinita aparece como libro favorito del personaje interpretado por el actor Josh Radnor, también guionista y  director de la cinta, y a la sazón compañero de Jason Segel en la conocida serie que ambos han protagonizado a lo largo de los últimos años Cómo conocí a vuestra madre. El personaje de Radnor, un treintañero que vuelve a su alma mater para participar en el homenaje a su mentor a punto de jubilarse, conoce allí a una joven estudiante (brillante Elizabeth Olsen en este papel) que le hace replantearse su presente, recordar su pasado y encarar su futuro a partir de premisas distintas. La broma infinita es, de hecho, en esta cinta el libro que lee de manera obsesiva un estudiante depresivo (de apellido Franzen) con poco aprecio por su propia vida; y también el libro que había sido quince años atrás un shock en la vida del entonces estudiante universitario y hoy responsable de variados asuntos administrativos en la burocracia universitaria, y que, suponemos, le empujó a ser el escritor que finalmente no es. En una conversación de café, el estudiante angustiado que lee a David Foster Wallace y el protagonista aparentemente frustrado mantienen una conversación sobre La broma infinita y sobre el suicidio de su autor. Amor y letras se rodó en el Kenyon College, donde David Foster Wallace dio su famoso discurso This is Water.[3]

 

Proceso de “kurtcobainización”, or How to Become a Legend

Resulta verosímil plantear, pues, que el rodaje de esta road movie sobre la gira de un escritor “de culto” y basada en las vivencias de un reportero musical, responda a una necesidad de kurtcobainización del personaje de Wallace, esa especie de canonización laica pero no por ello menos ritual de aquellos aspectos que hacen del personaje un icono, un símbolo,  aquellos rasgos que mejor se avienen al culto, pero que ocultan u oscurecen otros muchos de su personalidad poliédrica. Es una hipótesis, en cualquier caso. No es distinto lo que algunos otros documentos recientes han hecho con la figura del autor que presentó como tesis de licenciatura una novela como La escoba del sistema. La canibalización del animal sacrificial, del agnus dei simbólico, del semejante-otro (como el relato aquel del niño sabio al que la tribu enaltece y manipula), el aprovechamiento de los manjares o de los productos de casquería que ofrece para disfrute de sus acólitos o de sus detractores e impugnadores, forman parte del proceso para elevar a los altares a Wallace (se ha ido organizado una especie de Positio Super Vita et Virtutibus et Fama Sanctitatis: documentos y testimonios para canonizar a un “hombre de iglesia”, con sus consabidos abogados del diablo) o para convertirlo en chivo expiatorio, como han hecho los seguidores de la teoría conspiranoica que desacredita por falso todo lo que emerge de él y de su obra, y, por tanto, abominan de ambos. Así, Harold Bloom dijo en una entrevista a Lorna Koski para la revista Women’s Wear Daily:

“¿Sabe usted? No pretendo resultar ofensivo, pero La broma infinita es simplemente malísima. Resulta ridículo tener que decirlo. No sabe pensar, no sabe escribir. No se percibe ningún talento [...]. Stephen King es Cervantes comparado con David Foster Wallace. [Wallace] parece haber sido una persona muy sincera y muy problemática, pero eso no significa que su lectura tenga que ser un sufrimiento para mí”.[4]

 

Más adentro           

El niño del Midwest adicto a la televisión, el adolescente adicto a la marihuana, el muchacho desgarbado, atacado por un acné pertinaz y una sudoración extrema, que avanza por el pasillo de su colegio mayor con el albornoz sucio y abierto, la bandana en la cabeza y las botas Timberland desatadas, taconeando camino de la –enésima- ducha del día. El joven obsesionado con el lenguaje y con el sexo, empeñado en la tarea de “encajar” en la vida universitaria de la Costa Este. El brillante estudiante que compagina tareas académicas de resultados extraordinarios con procesos depresivos que le obligan a regresar a su casa para recuperarse. El escritor incipiente. La conciencia autorial, tan presente en David Foster Wallace desde muy pronto (probablemente desde el proceso de escritura de La escoba del sistema). En una carta enviada a Harper’s, a cuenta de la publicación de alguno de sus relatos o reportajes en esa revista, y de las posibles manipulaciones que pudieran producirse en esa publicación, escribe:

“Este es el trato. Le doy a usted la bienvenida para hacer las lecturas que usted desee. Pero le pediría que ni usted (ni la señora Rosenbush, a quien respeto pero temo) no manipulen este texto como si fuera el trabajito de un estudiante de primero de carrera”.  

Ya he escrito en alguna ocasión que la recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Hemos recibido la traducción de La escoba del sistema como una “novedad” cuando es la primera de sus obras publicadas y en ella está el germen de todo lo que vendrá después. El lector (en) español de David Foster Wallace, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto:

“La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.

Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos     –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante.

Cuando Frank Kermode postulaba la existencia del sentido de un final para la ficción, una clausura, un cierre semántico que contuviera (en todos los sentidos posibles: recoger/controlar) las líneas argumentales, y las devolviera cuidadosamente al almacén precintado de los objetos potencialmente perniciosos, estaba mirando de reojo los “desmanes” posmodernos. De estos “desmanes” es heredero David Foster Wallace, aunque con unas derivaciones formales y semánticas que lo alejan de la posibilidad de convertir todo en artificio retórico. Dominador como ningún otro miembro de su brillante generación (sea Next, Quemada o McSweeney’s, a estas alturas ya da igual) de la técnica narrativa, su triunfo fundamental no se produce –solo- en este ámbito, sino en el de la profundización en los miedos y obsesiones del ser humano en la época en la que le tocó vivir. Y en esos miedos y en esas obsesiones no hay líneas argumentales que se cierren. El propio autor lo explicaba de esta manera al referirse al modo en que se enfrentaba al concepto tradicional de “argumento”:

Y creo que no quise completar varias tramas cuidadosamente dentro del marco del libro principalmente porque bastante del entretenimiento comercial con el que crecí hacía eso y no se trata de algo del todo real. Es un tipo de técnica falsamente satisfactoria para redondear varias cosas que van sucediendo…[5]

Resulta más que evidente a estas alturas que las técnicas falsamente satisfactorias no convencían a David Foster Wallace como fórmula narrativa para cerrar o completar las tramas. Por lo que parece, ni en la literatura ni en la vida. Las tramas siguen abiertas.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

 

BURN, Stephen (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2012.

EUGENIDES, Jeffrey, La trama nupcial, Barcelona, Anagrama, 2013.

FRANZEN, Jonathan, “Más Afuera”, en Más Afuera, Barcelona, Salamandra, 2012, pp. 23-62.

KARMODI, Ostap, David Foster Wallace: Un’intervista inédita, Milán, Terre di mezzo Editore, 2011.

MAX, D. T., Todas las historias de amor son historias de fantasma. Barcelona, Debate, 2013.

WALLACE, David Foster, Esto es agua, Barcelona, Mondadori, 2012.

WALLACE, David Foster, En cuerpo y en lo otro, Barcelona, Mondadori, 2013.

WALLACE, David Foster, La escoba del sistema, Málaga, Pálido Fuego, 2013.

WALLACE, David Foster, Todo y más: una breve historia del infinito, Barcelona, RBA, 2013.



[1]          La familia de Wallace ha cedido al Harry Ransom Center un total de 34 cajas y 8 carpetas de manuscritos del autor para su catalogación e investigación.

 

[2]           El personaje de Leonard en La trama nupcial es, a todas luces y a todas sombras, el Wallace más caricaturesco y más extremo: problemas mentales, drogas, personalidad, vivencias, familia, obsesiones…  Y también las botas Timberland, el tenis, la bandana en la cabeza, el sexo… Eugenides lo niega. De la misma manera, pueden encontrarse, sin mucha dificultad infinidad de datos biográficos y familiares en La escoba del sistema. La comparación de ambas novelas con la biografía de Max ofrece resultados muy reveladores.

[3]          Una adaptación cinematográfica de Entrevistas breves con hombres repulsivos, dirigida por John Krasinski, se estrenó en 2009, en el Festival de Cine de Sundance.[] La película está protagonizada por Julianne Nicholson, y cuenta en su reparto con Christopher Meloni, Rashida Jones, Timothy Hutton, Charles Josh, Will Forte, y Corey Stoll.[]

[4]           Lorna Koski, “The full Harold Bloom”, en Women’s Wear Daily, 26/04/2011, (http://www.wwd.com/eye/people/the-full-bloom-3592315?full=true).

[5]           S. J. Burn (ed.), Conversaciones con David Foster Wallace, Málaga, Pálido Fuego, 2013, pp. 197-198.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Obsolescencia programada

15 de febrero de 2016 09:46:58 CET

Encuentro a los jóvenes tan preocupados por la venta, por la agencia literaria, por la repercusión en el mercado, por la notoriedad, que eso tiene que influir en su escritura
Jaime Salinas

 

 

 



esto que escribimos nace muerto, se vuelve mercancía obsoleta para ojos que son cuencos vacíos, en bien de consumo según el librero que devuelve a la guillotina el continente porque el contenido ha dejado de estar de moda, nunca lo estuvo y si lo estuvo: mal, muy mal

 

este nuevo tiempo de los asesinos
exige una oración para el profeta Bernard London
una elegía para el profeta Brooks Stevens

 

es inútil y si no, mal, no contiene ni los colores, ni las formas, ni los eslóganes, ni el maquillaje, ni el peinado, ni las lentejuelas, ni los materiales adecuados, no hay desnudos de los fáciles, denota el momento de su realización y lo que es peor: el afán por sobrevivirte, desgraciadamente, sinvergüenza pretencioso, eres viejo para sacar bíceps en los bares, nadie pagará por ver tus pechos, para liarte a tortazos con cualquiera por los favores de un padrino y has empezado a pensar en la poesía como un bien, por tanto, la estás matando tú mismo



este nuevo tiempo de los publicistas
exige un AOP para el profeta Bernard London
un estudio sobre su awareness para el profeta Brooks Stevens
An Advertising Model with Wearout and Pulsation

esta poesía es abono, detrito, uña seccionada, lo recogerá en breve y dejará registro de su existencia baldía la nueva edición corregida y aumentada del bestiario de la Real Academia Española de la Muerte, una crítica elogiosa, una indiferencia colectiva


este nuevo tiempo de los artistas
exige un hapenning en honor al profeta Bernard London
una performance para el profeta Brooks Stevens


la muerte no tiene mala prensa, en los diarios se achican las secciones de Cultura pero se mantienen y crecen las necrológicas, bailamos un flashmob como bailan las polillas a la luz de las bombillas, llevamos la pancarta con el mensaje más simple, coger el megáfono es un lujo que nos podemos permitir, porque hemos llegado a la meta y, como sospechábamos, allí no hay nada

 

este nuevo tiempo de los suicidas
exige responsabilidades a Bernard London
una mano de hostias para Brooks Stevens

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Cabezón

Voy a decir un disparate: es una suerte que Virginia Woolf no fuera a la Universidad. Un disparate menos disparatado –creo- de lo que parece. Pues ese pensamiento poliédrico, en el que la inteligencia no está aislada, sino conectada con la imaginación, las sensaciones, los afectos; esa aproximación siempre personal, vivida, a la cultura; ese pasar por el tamiz de la subjetividad, de la reflexión personal, cualquier idea; ese estilo errante, flexible, tangencial … esa libertad, en fin, de outsider, que tanto nos seduce en los ensayos de Virginia Woolf, le debe mucho a su educación autodidacta.

 

Como muchas otras mujeres que llegaron a ser pintoras o escritoras, Virginia y Vanessa habían nacido en un medio de artistas e intelectuales; ese azar les dio acceso a la formación del gusto, el aprendizaje técnico, los contactos, que difícilmente habrían podido obtener de otro modo.  Mientras Adrian y Thoby iban a Cambridge, ellas se quedaron en casa; pero disponían de la espléndida biblioteca de su padre, contaron con profesores particulares –especialmente notable la de griego- y crecieron rodeadas de un círculo, que ellas luego ampliarían, de editores, poetas, pintores, críticos de arte, novelistas… y algún que otro aristócrata, bailarina, economista, diplomático… Diré entre paréntesis que de todas estas profesiones, la que parece haber influido más a Virginia, o hallarse más próxima a su sensibilidad, es la pintura: no sólo en su narrativa la forma y el color tienen un gran protagonismo, sino que en sus ensayos hasta las ideas más abstractas están siempre encarnadas en imágenes.

 

Así, gracias a ese círculo que luego se conocería como el grupo de Bloomsbury, Virginia pudo terminar de formarse: a una primera etapa de lectura solitaria, siguió otra de intercambio con algunas de las mejores mentes de su tiempo. Bloomsbury, que en tantas cosas se adelantó a su época (eran ecologistas, pacifistas, feministas y revolucionarios sexuales avant la lettre), en otras, o a veces en las mismas (libertinaje de cuerpo y espíritu), revivía tradiciones del siglo XVIII. Sobre todo, la intensa vida social, el culto a la amistad y el arte de la conversación. Y al igual que los cenáculos dieciochescos produjeron en su momento ensayistas espléndidos -y muy leídos por Virginia, que toma la expresión Common reader de uno de ellos, Samuel Johnson-, los ensayos de ésta son también un reflejo de las conversaciones de su círculo. Así nos las describe en su autobiografía inacabada, Moments of Being:


“[Nuestros nuevos amigos] criticaban nuestros argumentos con tanta severidad como los suyos propios. Nunca parecían fijarse en cómo íbamos vestidas o si estábamos guapas o no. Toda esa fastidiosa preocupación por nuestra apariencia y comportamiento que nos había inculcado George [hermano mayor por parte de madre] durante nuestros primeros años se desvanecía completamente. No teníamos ya que soportar ese terrible examen después de una fiesta, cuando nos decía: “Estabas preciosa”, o: “No ibas nada guapa” o “A ver si aprendes a peinarte de una vez”, o “Intenta no poner esa cara de aburrimiento cuando bailas”, o: “Has hecho una conquista”, o “Has sido un desastre”. Todo eso parecía no tener sentido o no existir en el mundo de Bell, Strachey y Sydney-Turner. En ese mundo el único comentario mientras nos desperezábamos después de que se hubieran marchado nuestros invitados era: “Defendiste bastante bien tu punto de vista”, o “No has dicho más que tonterías”…” (Moments of Being tiene versión española,  de Andrés Bosch: Momentos de vida, Lumen, 1980, pero el libro está descatalogado. La traducción que aquí doy es mía.)

 

En esas mismas páginas, sin embargo, Woolf hace una observación que nos permite entender mejor el estilo de sus ensayos:

 

“Ambas [Virginia y Vanessa] aprendimos tan concienzudamente las reglas del juego victorianas  que  nunca las hemos olvidado. (…)Cuando leo mis antiguos artículos en el Literary Supplement y observo su suavidad, su cortesía, su enfoque indirecto, le echo la culpa a mi entrenamiento para servir el té. Me veo a mí misma, no criticando un libro, sino ofreciendo bandejas con dulces a tímidos jovencitos y preguntándoles si quieren leche y azúcar. Por otra parte,  respetar superficialmente esos modales le permite a una, según he descubierto, deslizar cosas que serían inaudibles si las proclamase en voz alta.”

 

La combinación de estos dos extractos de Moments of Being me parece resumir bastante bien la faceta de ensayista de Woolf. Una faceta mucho menos conocida que la de narradora y con la que a primera vista parece tener poco en común. La Virginia Woolf que escribe novelas lo hace con fines artísticos, en el marco de un proyecto propio, coherente, ambicioso; el resultado es exquisito y de lectura a veces ardua; su autora es hoy famosa. La Virginia Woolf que escribe ensayos (en el sentido inglés, que abarca lo que en español llamamos ensayos pero también lo que llamamos artículos) no es famosa; escribe ocasionalmente, y en parte al menos, por dinero; los textos resultantes, de una lectura mucho más asequible que la de las novelas, no forman un conjunto homogéneo... Sin embargo, como hace notar Rachel Bowlby en su agudo prólogo a la selección titulada A Woman’s Essays (Penguin, 1992), también hay mucho en común entre estas dos partes de la obra. Para empezar, los ensayos, una vez recopilados, no son tan inferiores en extensión al conjunto de novelas como pudiera pensarse: sumando los artículos (de crítica literaria, sobre todo) recopilados en los dos tomos de The Common Reader, más Una habitación propia y Tres guineas, más otros textos dispersos, se alcanzan los seis volúmenes editados por Andrew McNeillie en The Hogarth Press a partir de 1986.  (En español se han recogido parcialmente en diversas selecciones: La torre inclinada, Lumen, 1977, Las mujeres y la literatura, Lumen, 1981, Escenas de Londres, Lumen, 1986, Horas en una biblioteca, El Aleph, 2005, y Londres, Lumen, 2005, amén de Tres guineas y sobre todo de Una habitación propia -o Un cuarto propio, en la traducción de Borges- cuyas reediciones son constantes.).

 

Pero sobre todo, la Woolf novelista y la ensayista comparten algunos temas fundamentales -la creación artística, las relaciones entre los sexos…- y en gran parte, el estilo: el avance tangencial, con digresiones reflexivas y pequeñas historias secundarias que arrojan sobre la principal una luz inesperada; los constantes y siempre originales símiles y metáforas; la combinación de subjetividad y objetividad, narración y reflexión, lirismo e ironía… No es de extrañar que hacia el final de su vida, Woolf proyectase un ensayo-novela (The Pargiters, luego convertido en la novela The Years, Los años).

 

“Si pensamos en la verdad como algo dotado de la solidez del granito, y en la personalidad como algo que tiene la intangibilidad del arco iris…” Así empieza Woolf uno de sus artículos, y ese doble símil se aplica muy bien a sus ensayos. Bajo la suavidad de los modales victorianos aprendidos en su infancia, surgen ideas que  desarrolla y defiende con la lógica que aprendió a ejercitar en las conversaciones del grupo de Bloomsbury; bajo el guante de terciopelo del estilo, la mano de hierro de la argumentación. Una serie de argumentaciones que voy a examinar centrándome en algunos temas recurrentes y sacando, o eso intentaré, a la luz, el hilo rojo que los recorre todos: la contradicción interna.

 

“En diciembre de 1910, más o menos, el carácter humano cambió”

En uno de sus más famosos ensayos, “Mr. Bennett and Mrs. Brown” (1924), considerado uno de los grandes manifiestos literarios del modernismo (junto con “Tradition and the Individual Talent” de T. S. Eliot y “A Retrospect” de Ezra Pound), Virginia imagina que se encuentra en un tren con una señora corriente, la “Mrs. Brown” del título, a la que quiere convertir en personaje; y que le pregunta a sus “mayores”, es decir a los novelistas entonces en boga, tales como Arnold Bennett, cómo debe describirla.

 

“Y ellos me dijeron: “Empiece usted diciendo que su padre tenía una tienda en Harrogate. Indique el alquiler. Indique el salario de los dependientes en el año 1878. Descubra de qué murió su madre. Describa el cáncer. Describa el algodón estampado. Describa…” Pero yo grité: “¡Basta, basta!” Y lamento decir que tiré esa herramienta fea, torpe, incongruente, por la ventana, pues sabía que si empezaba a describir el cáncer y el algodón estampado, mi señora Brown, esa visión a la que me aferro aunque no conozca la manera de transmitírosla, se habría apagado y embotado y desvanecido para siempre.”

 

En “Mr. Bennett and Mrs. Brown” se debaten por lo menos tres ideas. Una es la del progreso en las artes; otra, lo que Woolf llama el “materialismo”; la tercera, la posibilidad –y en cierto modo el derecho- para el escritor de hablar en nombre de otros, aquellos que no tienen acceso a la palabra pública. Y las contradicciones aparecen enseguida.

 

Entre clasicismo y modernidad, para empezar. En su ensayo “On Not Knowing Greek”, Woolf afirma que los clásicos griegos nos presentan al “ser humano original, estable, permanente”. Pero esa creencia en lo eterno e inmutable, que es también un anhelo (“Nos volvemos hacia los griegos cuando estamos cansados de la vaguedad, de la confusión, del cristianismo y sus consuelos, de nuestra propia época”), convive con otros momentos en que la autora parece creer en, y desear también, un arte que se transforme a la par que la historia:

 

“En diciembre de 1910 [año de la muerte de Eduardo VII], más o menos, el carácter humano cambió. Todas las relaciones humanas se transformaron: entre amos y criados, maridos y mujeres, padres e hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian se da al mismo tiempo un cambio en religión, comportamiento, política y literatura.”

 

Que ese cambio es deseable, está implícito en “Mr. Bennet and Mrs. Brown”. Pero podríamos preguntarnos: ¿en nombre de qué? Ya he indicado más arriba que las respuestas son al menos tres: en nombre de la Historia, a la que el arte no puede o debe ser insensible; en nombre de “la vida” o “la verdad”, que el “materialismo”, según Woolf, no capta; en nombre, por último, de la imposibilidad o ilegitimidad de que el escritor, un privilegiado, monopolice la condición de sujeto del conocimiento. 

 

“La vida no es una serie de farolas simétricamente colocadas”

“A nuestro alrededor” –así diagnostica Woolf su propia generación literaria-, “en poemas y novelas y biografías, incluso en artículos de prensa y ensayos, oímos el sonido de lo que cae y se hace añicos, del derrumbe y destrucción.”  El Ulises –que ella es de los primeros en defender, aunque privadamente no la entusiasme- y La tierra baldía son el signo de los nuevos tiempos: los lectores deberán acostumbrarse a “lo espasmódico, lo oscuro, lo fragmentario, lo fallido”. Y es que Virginia Woolf, recordémoslo, desarrolla su obra a lo largo de unas décadas –primera mitad del siglo XX- en que la revolución parece inevitable y los intelectuales la consideran positiva.  “Esa gran fuerza que tienen [las clases trabajadoras]”, escribe en 1930, “está a punto de estallar y fundirlo todo, con lo que la vida será más rica y los libros más complejos”. La convención literaria sería entonces una más de entre las convenciones que hay que hacer estallar para que fluyan la libertad y la creatividad:

 

“Si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que quiere, no lo que debe, si pudiera no basar su trabajo en las convenciones, entonces no habría argumento, ni comedia, ni intriga amorosa…”

 

So far so good, como dirían los ingleses. Pero la contradicción empieza cuando observamos que Woolf critica a la generación literaria anterior y defiende la suya propia no sólo en nombre de ese principio temporal (los nuevos tiempos requieren una nueva literatura), sin también, simultáneamente, en nombre de un principio intemporal, contradictorio con el anterior: el “materialismo” de Arnold Bennett y demás se opone, según ella, no ya a la actualidad, sino a la verdad, a lo que la vida “es”:

 

“La vida no es una serie de farolas simétricamente colocadas; la vida es un halo luminoso, un envoltorio semitransparente que nos rodea desde el principio de la conciencia hasta el final.”

 

Woolf es en esto una de las mejores y más lúcidas mentes de su generación: la que llegó a la madurez hacia 1920; la generación que creía periclitadas para siempre las novelas con argumento; la generación que dejó de creer en una verdad objetiva, cognoscible; la generación del monólogo interior y el flujo de conciencia, pues como ella misma dice: “Examinemos por un momento una mente corriente en un día corriente. La mente recibe una miríada de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con la dureza del acero.” La generación, en fin, de Rosa Chacel, Pirandello, André Gide, Proust y Joyce; la teorizada por Ortega, para quien el gran novelista desdeñará la realidad visible y sumergiéndose en la interioridad de sus personajes, “tornará apretando en el puño perlas abisales”…

 

Esa necesidad de interioridad es uno de los caballos de batalla de Virginia Woolf contra el “materialismo”decimonónico, representado no sólo por Arnold Bennett, sino por su padre, Leslie Stephen, de profesión biógrafo. De biografía habla el artículo cuya primera frase citamos más arriba: “Si pensamos en la verdad como algo dotado de la solidez del granito, y en la personalidad como algo que tiene la intangibilidad del arco iris, y nos damos cuenta de que el fin de la biografía es unir estas dos cosas en una sin que se vean las costuras, tendremos que reconocer que el problema es considerable y no es de extrañar que los biógrafos, en su mayor parte, hayan fracasado en el intento de resolverlo.” Pero el problema, claro, no es sólo de los biógrafos, sino también de los novelistas: aunque la granítica “verdad” a la que éstos aluden sea una realidad –valga la paradoja- imaginaria, subsiste la cuestión de la personalidad. ¿Se puede captar, o imitar de forma convincente, la personalidad de seres muy distintos a nosotros? Para abordar cuestión tan espinosa daremos antes un rodeo por Una habitación propia

 

“La imaginación es hija de la carne”

¿Por qué ha habido y hay tan pocas mujeres escritoras, pintoras, escultoras, pensadoras…? Es esta una pregunta difícil de obviar para cualquier intelectual o artista del sexo femenino. De la respuesta que le demos depende en gran parte la percepción de nuestra propia identidad: ¿somos mujeres de verdad? ¿somos una anomalía de la naturaleza: “un perro que anda sobre sus patas traseras”, como dictaminó Samuel Johnson?, ¿marimachos?, ¿preciosas ridículas?, ¿excepcionales, en el sentido de superiores, pero sin que nuestra existencia demuestre nada respecto a las mujeres en general?¿escribidoras para marujas? ¿imitadoras de los hombres, impostoras?, ¿simple fruto de la creciente autonomía legal y económica, tiempo libre y educación de la población femenina?...  En Una habitación propia –y también en innumerables artículos, reseñas, cartas a los periódicos…-, Virginia defendió esto último. Pero ello implica una nueva contradicción: ese “materialismo” que ataca en la literatura de Arnold Bennett, lo ejerce ella misma cuando se trata de responder a la pregunta que encabeza este apartado. Para entender, dice, “por qué ninguna mujer escribió ni una palabra de esa extraordinaria literatura [isabelina] cuando cualquier hombre, o eso parece, era capaz de componer una canción o un soneto”, lo primero que deberíamos preguntarnos es “cómo eran educadas; si aprendían a escribir; si tenían habitaciones propias; cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años; en una palabra, qué hacían de las 8 de la mañana a las 8 de al tarde”. Pues “la imaginación es hija de la carne”.

 

Es curioso, y creo que sintomático del momento ideológico que estamos viviendo, que la frase que acabo de citar se recuerde tan poco cuando se glosa el pensamiento de Virginia Woolf. De igual modo, al evocar Una habitación propia se suele citar la afirmación de que “la gran mente es andrógina” (una frase que no es suya, sino de Coleridge, aunque es cierto que ella la endosa), pero en cambio se olvida ese otro pasaje en que la autora asegura que “sería una inconmensurable lástima que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o tuvieran la misma apariencia que los hombres, pues si dos sexos son totalmente insuficientes teniendo en cuenta la vastedad y variedad del mundo, ¿cómo nos las arreglaríamos con uno solo?”…

 

Recordemos la anécdota que cuenta en las primeras páginas de Una habitación propia. Cuando le encargan una conferencia sobre mujeres y literatura, la narradora va a la biblioteca del Museo Británico, busca en el fichero la W de woman, y… “Aquí vienen cinco minutos, uno por uno, de estupor.” Pues encuentra cientos de fichas, correspondientes a otros tantas obras sobre la mujer desde todos los puntos de vista imaginables: teológico, moral, antropológico… escritas por caballeros “que no tenían ninguna cualificación excepto la de no ser mujeres”.(“¿Os dais cuenta -pregunta a sus lectoras- de que sois, quizá, el animal más comentado del universo?”…) “Era un fenómeno de lo más extraño; y aparentemente –aquí consulté la letra M [de man]- limitado al sexo masculino. Las mujeres no escriben libros sobre hombres.”

 

En su obra Le sexe du savoir (Alto, París, 1999), la historiadora y filósofa francesa Michèle Le Doeuff expone claramente lo que es sin duda el meollo del problema, y es que, aunque el conocimiento no tiene por qué ser sexuado,  históricamente los varones han monopolizado la condición de sujeto de ese conocimiento (entendiendo por tal no sólo las ciencias sino también las artes), constituyendo las mujeres uno de sus objetos.  Es lo  que tan bien ilustra la anécdota de la biblioteca: en este punto, como en casi todos, Una habitación propia sigue siendo una obra fundamental, a la que no ha pasado el tiempo, que plantea, en 1929, todas las grandes cuestiones sobre las que hoy seguimos debatiendo.

 

Pero lo que me interesaba era sacar a la luz una cuestión que Woolf no aborda nunca abiertamente, pero que se lee entre líneas de muchos de sus ensayos, y es esta: ¿puede un escritor, es decir, un privilegiado, hablar en nombre de quienes no lo son?

 

Creo que la respuesta que Woolf da a esta pregunta, por más que ello pueda sorprendernos (pues contradice la preeminencia de la imaginación sobre lo material, la presunta androginia de la mente, y otras muchas de sus afirmaciones), es más bien negativa.  Lo manifiesta, no sólo implícitamente en el tono sardónico con que cuenta su incursión en el  fichero, sino de forma más abierta en párrafos como este:

 

“Arrojar afuera e incorporar en una persona del sexo opuesto todo lo que echamos de menos en nosotros mismos y deseamos en el universo y detestamos en la humanidad es un profundo y universal instinto por parte tanto de hombres como de mujeres. (…) Algunas de las más famosas heroínas (…) representan lo que los hombres desean en las mujeres, pero no necesariamente lo que las mujeres son en sí mismas”. Woolf lo ilustra con el personaje de Cordelia, aunque también, como ejemplo inverso (novelista mujer, personaje masculino) con el de Rochester, de Jane Eyre.

 

Está, además, este otro pasaje:

 

“[El escritor] está sentado en una torre que se alza por encima de los demás; una torre construida primero sobre la posición de sus padres, y después, en el oro de sus padres. Es una torre de la mayor importancia; decide su ángulo de visión.”

 

Y dirigiéndose a un congreso de mujeres obreras, confiesa que por más que ella intente imaginarse qué es fregar los platos o preparar la cena para un minero y su familia, el resultado es “una imagen falsa y un juego demasiado juego para que valiera la pena jugar a él”.

 

Pero entonces, nos preguntamos: ¿no tenían razón a fin de cuentas Bennett y los “materialistas”? Si el ángulo de visión del novelista depende de la posición y el oro de sus padres; si un personaje de sexo opuesto al nuestro representará nuestras fantasías más que la verdad del sexo opuesto; si intentar meterse en la piel de Mrs. Brown es “uina imagen falsa y un juego demasiado juego”… ¿no debe el novelista conformarse con indicar el alquiler y describir el cáncer y el algodón estampado? Ítem más: ¿no desmiente Woolf sus propias palabras cuando se sitúa, en tanto que novelista, en  la interioridad de personajes de otro sexo, de otras clases sociales, de otras épocas?... Quizá, justamente, habría que preguntarse si tales personajes están logrados: por ejemplo Charles, el joven de clase baja discípulo de Mr. Ramsay y admirador de su esposa,  en Al faro, está tratado por la voz narradora con mucha condescendencia; Septimus Smith, en Mrs. Dalloway, es convincente en tanto que enfermo mental y suicida (algo que Woolf conocía bien), más que como varón... Y si en Mrs. Dalloway o Al faro Woolf parece afirmar, con el ejemplo, que es posible meterse en la piel de personajes muy distintos a la persona del novelista, en Orlando da a entender lo contrario: su amable burla parece ir dirigida contra quienes piensan (sean biógrafos o novelistas) que cabe conocer a alguien distinto de uno mismo; lo único que puede hacerse, parece decirnos Woolf en ese libro, es inventar, y así lo hace ella: habiendo renunciado a la verdad, se complace en la fantasía más desbocada.

 

El pensamiento de Virginia Woolf es, en fin, a menudo contradictorio, pero quizá por eso mismo es tan fructífero. Gracias a esas contradicciones se ha convertido “en una estrella cuya imagen y autoridad son insistentemente utilizadas o desafiadas en debates sobre arte, política, género, el canon, clase, feminismo y moda”, como explica Brenda Silver en uno de los ensayos más originales e interesantes publicados (por la University of Chicago Press,  en 1999) en el tema que nos ocupa.

Escrito en Lecturas Turia por Laura Freixas

Mi hijo, el poeta

11 de diciembre de 2015 12:24:21 CET





Mi propio corazón una ciudad con un terrorista

atrincherado en el despacho del alcalde

Stephen Dunn

 

 

 

 

 

Si Padre llega tarde no es porque tenga miedo

ni porque arranque al fin la primavera

y con ella los coches deshuesados

que ponen rumbo al mar.

 

Si Padre llega tarde

a la tercera planta, Sala 6,

cardiología,

será por un despiste o porque quiere,

porque, con todo, es dueño —todavía—

de estas pequeñas cosas que no importan.

 

Y dicen nuestro nombre y me sonríe,

victorioso y anciano y en sus ojos

danza un pirata dueño de un secreto.

 

La doctora es más joven que el poeta

y el pirata me apunta con la pata

de palo y el secreto se posa en su hombro izquierdo:

 

Este es mi hijo, barbulla y ya no quedan

mesas libres en ninguna terraza y menudo día

para ser otra cosa; millonario

con camisa pistacho; surfer, mendigo al sol

con los ojos cerrados, sonriendo.

 

Un día para estar en otro sitio.

Un día sin tener que hablar de nada.

 

Este es mi hijo, el poeta.

Y el secreto aletea en la consulta

repitiendo la frase, poseído

por la ira de las arenas insomnes y por el blanco

impoluto de la bata. Mi hijo, repite mi padre

y el secreto regresa a su hombro izquierdo

y nadie dice nada en la tercera

planta, en la sala 6. Cardiología.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ben Clark

Momento

28 de octubre de 2015 09:56:58 CET

Las mujeres, sentadas en sus sillas de lona, bajo el toldo tricolor como bandera de un país sin himno; los platos sucios bajo el sol sediento, y el crujir de la arena como azúcar bajo los pies sin sombra de las niñas que vigilan el mar, como a un cautivo, animal que conoce lo que piensan; las rocas apiladas bajo el muro, con la ciudad detrás, como el mar presa; la obligación, o fe, de las columnas del viejo balneario, que aún soportan el fondo del azul indiferente; y el padre que regresa entre los otros cuerpos dormidos, excitados, semidesnudos como voces, por la playa, llena de cantos que las olas fueran, como azarosos ídolos, puliendo, para la mano tibia de la especie humana... Eso vimos, antes de ver el pulpo aferrado al arpón, y el jubiloso gesto del padre y la familia; la masa de color magenta retorciéndose, bajo la mirada del mundo superior, como dedos desordenando el aire. Hasta que la arrancó de la obediente flecha, para luchar de tú a tú, un brazo al que abrazó hasta lo más dentro, que conoció la oscuridad del pulpo, antes de que otro brazo la arrancara, y a duras penas la arrojara lejos. Casi en la orilla de su paraíso respirable sintió la gravedad el pulpo, el sabor de su abrazo en la tinta incapaz de reescribirlo, informe, donde todo se fue pegando a todo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Abraham Gragera

Arena blanca, piedra negra

28 de octubre de 2015 09:53:08 CET

El joven oficial estaba leyendo las páginas de mi pasaporte con diligencia, con escrúpulo, como si fuesen las páginas de una revista de farándula o de una novela barata. Las sostenía en alto. Las miraba a contraluz. Las raspaba fuerte con la uña de su índice. Se me ocurrió que en cualquier momento doblaría la esquina de alguna, como marcador, como para volver más tarde a su lectura. Viaja mucho usted, dijo de pronto mientras revisaba todos los sellos. No supe si era una pregunta o un comentario y sólo guardé silencio, observándolo ante mí, sentado del otro lado de un escritorio de metal negro. No tendría aún veinte años. Su rostro era lampiño, bruno, brilloso. Su uniforme verde caqui le tallaba demasiado apretado. Parecían ya no importarle los hilos de sudor que caían despacio por su frente y cuello. Como que le gusta viajar a usted, musitó sin verme, usando ese tono abusivo de nuevo militar. Pensé decirle que todos nuestros viajes son en realidad un solo viaje, con múltiples paradas y escalas. Pensé decirle que todo viaje, cualquier viaje, no es lineal, ni circular, ni concluye jamás. Pensé decirle que todo viaje es un despropósito. Pero no dije nada. Por la puerta abierta entraba el ruido de motos, de camiones, de camionetas, de una ranchera en radio transistor, de truenos en la distancia, de los enjambres de moscas y mosquitos y de los hombres que a gritos ofrecían comprar y vender dólares beliceños. Oscilando en la esquina, un viejo ventilador de piso sólo revolvía el calor selvático y húmedo de la tarde.

Era mi primera vez allí, en Melchor de Mencos, último pueblo guatemalteco antes de entrar a Belice. Había salido de la capital al amanecer, y conducido hasta la frontera sin detenerme más que una vez, a medio camino, en el lago de Izabal, a echar gasolina y almorzar un caldo de mariscos, un manojo de tortillas negras con queso fresco y loroco, y bastante café.   

¿Su domicilio, señor?, me preguntó el oficial, aún ojeando las páginas de mi pasaporte y anotando mis datos en una enorme bitácora contable. Ciudad de Guatemala, le mentí, aunque no era del todo mentira. ¿Y la intención de su viaje a Belice? Voy a visitar a unos amigos, en Belmopán, le mentí, aunque tampoco era del todo mentira: me habían invitado a hacer una lectura en la Universidad de Belice, en Belmopán; viajar por tierra había sido idea mía, para conocer esa ruta, para conocer las hermosas playas de arena blanca de Belice, el idílico mar azul turquesa de Belice —una idea que ahora, tras comprobar la distancia y el estado tan paupérrimo de las carreteras, empezaba a cuestionar. ¿Su profesión, señor? Ingeniero, le mentí, como miento siempre, como escribo siempre en los formularios de migración. Es mucho más recomendable y sensato, especialmente en fronteras de cualquier tipo, ser ingeniero que escritor.

El oficial se quedó callado, y despacio, con todo el letargo del trópico, continuó anotando mis datos.

Afuera estaba nublado y denso y el cielo parecía a punto de reventar. Tras secarme la frente con la mano, me puse a mirar un inmenso mapa de Guatemala colgado en la pared, justo detrás del oficial, y recordé cuando de niño, en los años setenta, había ganado un premio en el colegio por hacer el mejor dibujo del mapa nacional. Mi dibujo, por supuesto, aún incluía el entonces departamento de Belice, el más grande, ubicado en el extremo norte del país. No sería hasta 1981 que Belice lograría su independencia —y hasta 1992 que ésta fuese reconocida oficialmente por Guatemala—, dejando así de formar la parte superior de aquel mapa que yo aprendí a dibujar de niño. Nunca he podido dibujar muy bien. Pero esa vez, recuerdo, me esmeré. Y mi premio, que recibí atónito de la mano de la maestra, fue un pequeño mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin antojárseme un mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin pensar que Guatemala, de un modo más que figurativo, quedó decapitada.

 

*

 

Esto no sirve, señor.

Tardé un poco en comprender que el oficial, sin subir la mirada, y apenas audible por encima del silbido del ventilador, me estaba hablando a mí.

¿Cómo dice?, le pregunté. Que esto no sirve, dijo, cerrando mi pasaporte y dejándolo caer sobre el escritorio de metal, como con repudio, como si fuese algo tieso y podrido. Su pasaporte, señor, venció el mes pasado. Sentí un ligero golpe en el vientre. No puede ser, balbuceé. El oficial, inalterado, sólo continuó garabateando algo en la vieja bitácora. ¿Era posible? ¿Hacía cuántos años que lo había tramitado? ¿Hacía cuánto tiempo que ni siquiera había verificado la fecha de vencimiento? Estiré la mano y recogí el librillo azul del escritorio y lo abrí a la primera página. Vencido, en efecto, hacía un mes. No sirve, espetó el oficial hacia abajo, hacia las páginas rayadas y amarillentas de la vieja bitácora, y por un momento creí entender que el que no servía era yo. ¿Y ahora?, le pregunté. ¿Y ahora qué, señor?, sin verme. ¿No hay otra manera de entrar a Belice? Ninguna, señor. ¿No puedo cruzar la frontera con mi cédula de identidad? Meneó la cabeza una sola vez, lapidario. Belice, dijo, no forma parte del convenio centroamericano. Era cierto. Todos los países centroamericanos recién habían firmado un convenio permitiendo el libre paso fronterizo a sus ciudadanos —todos, claro, salvo Belice. Suspiré, ya imaginándome el camino de vuelta a la capital, ya haciendo el cálculo matemático de todas las horas y todos los kilómetros de ida y vuelta, atravesando el territorio nacional casi entero de ida y vuelta, en un mismo día. Abrí mi cartera de cuero para guardar el pasaporte y me sorprendió ver allí el cartón rojo. No se me había ocurrido. De hecho, aunque se me hubiese ocurrido, ese preciado cartón rojo generalmente se quedaba en casa, y no hubiera creído encontrarlo allí, en la cartera de cuero que siempre viaja conmigo, y en la cual mantengo otras tarjetas de crédito (por si acaso), credencial de seguro médico (por si acaso), licencia de buceo (por si acaso), un par de preservativos (por si acaso). Sonreí triunfante. Aquí tiene, le dije al oficial, y lo coloqué bajo su mirada, sobre las páginas mismas de la bitácora. ¿Y esto?, farfulló perplejo, aun desconfiado. Es que soy muchos, le dije con algo de sátira. Pero hoy, le dije, soy dos.

El oficial, quizás por primera vez, alzó la mirada, y me observó detenidamente, escépticamente, mientras sostenía un librillo en cada mano, un pasaporte en cada mano: el guatemalteco en la derecha, y el español en la izquierda.

Permítame, y se puso de pie. En su espalda verde caqui crecía una mancha oscura y redonda de sudor.

Caminó despacio hacia un escritorio más grande y más importante donde estaba sentado un señor mofletudo, calvo, con un grueso bigote ceniciento y gafas de lectura, y trajeado en el mismo uniforme verde caqui. Su jefe, supuse. El joven oficial le entregó los pasaportes y me señaló y los dos hombres se pusieron a revisar mis documentos, a compararlos, a juzgarlos, mientras se susurraban no sé qué cosas. De pronto el oficial mayor se quitó las gafas de lectura. Alzó la mirada hacia mí y se quedó observándome unos segundos. Como enfurecido por algo. O como asustado por algo. O como intentando descubrir algo en mi rostro, quizás algún detalle o gesto que le comprobara mi identidad. Luego bajó la vista, le devolvió mis dos pasaportes al joven oficial y, buscando las gafas de lectura que le colgaban del cuello, regresó su atención a los papeles sobre el escritorio.

Firme usted aquí, me dijo el joven oficial al nomás sentarse, indicándome una línea en blanco en la bitácora, a la par de mi nombre. Firmé gustoso, en letras pomposas y estilizadas. El oficial selló la bitácora con demasiada fuerza, acaso con la furia del derrotado, y me entregó ambos pasaportes. Siguiente, declamó en forma de despedida hacia la cola de personas atrás de mí, esperando su turno. Yo guardé todo en la cartera de cuero, di media vuelta sin prisa y sin decir nada, y ya marchándome de la oficina de migración, ya oyendo las gotas de lluvia sobre las láminas corrugadas del techo, advertí que el oficial gordo y bigotudo me miraba serio por encima de sus gafas. 

Afuera llovía fuerte. Esquivé rápido a los vendedores de chicles y golosinas, a los vendedores de naranja agria con pepitoria, a los vendedores de dólares beliceños con fajos de billetes sucios en las manos y cangureras de nailon atadas a las cinturas, y me puse a correr entre las oleadas de lluvia hacia donde había dejado aparcado el carro: un viejo Saab color zafiro que me solía prestar un amigo para hacer viajes en el interior del país.

Al nomás llegar, abrí la puerta y entré y me apuré a insertar la llave y arrancar el motor. Me quedé quieto, medio empapado o quizás medio sudado, nada más oyendo el repentino chubasco contra la carrocería, y los truenos en la lejanía de la selva petenera, y el chirrido metálico y agobiante de una batería muerta.

 

*

 

Aquí le va a costar hallar a un camionero que quiera ayudarlo.

Tenía acento salvadoreño o quizás nicaragüense. Llevaba puestas unas botas de vaquero de piel de cocodrilo. Su camisa de botones estaba abierta y sobre su corazón, en tinta verde, tenía un tatuaje de otro corazón atravesado por una flecha y por una cinta con el nombre de alguien. De su mujer, supuse. O de alguna de sus mujeres. Llevaba un machete largo en una funda de cuero negro colgada de su cinturón. Y yo de inmediato, al verlo acercarse y sonreírme con sus dientes de plata, sentí una ráfaga de desconfianza y pánico y estuve a punto de cerrar los ojos y decirle que sólo el dinero, por favor, que me dejara quedarme con mis tarjetas de crédito y demás papeles. Pero él rápido me saludó y me dijo que su camión era aquél de allá, el blanquito, que iba camino a México, que se llamaba Roldán. No quise preguntarle si ése era su nombre o su apellido. Tampoco quise preguntarle qué llevaba en su camión.

Yo había tenido que permanecer casi una hora dentro del carro, esperando a que menguara la lluvia. De vez en cuando abría un poco la puerta para airear el calor y el humo de mi cigarro (la ventanilla eléctrica, claro, no funcionaba). Pero llovía demasiado fuerte y el agua se entraba enseguida y tuve entonces que curtirme una hora allí dentro, sumergido en mi propio humo y vapor. Creí ver en varias ocasiones —a través del vidrio y de las sábanas de lluvia— al oficial bigotudo parado en la puerta de la oficina de migración, quizás observando la lluvia, quizás observándome a mí.  

Aquí ningún camionero le echará una mano, dijo Roldán. Dizque andan con prisa los compañeros. Se rascó la barriga. Pero son puros cuentos, dijo. Lo que pasa es que son algo crueles.

Con un par de chiflidos, llamó a un muchacho adolescente que pasó caminando por ahí. Ayudáme a empujar, vos, le dijo al muchacho, que accedió de mala gana. Usted póngalo en neutro, me gritó Roldán, y cuando yo le diga, meta segunda y trate de arrancar. Intentamos tres veces. El motor ni siquiera reaccionó.

Ay, mi rey, dijo Roldán ensanchando su sonrisa de plata. Esa batería ya no da. El muchacho, sin decir nada, se había esfumado.

Me bajé del carro. Le extendí a Roldán la cajetilla de Camel y él tomó un cigarro y ambos nos quedamos fumando un momento en silencio. El sol había vuelto a salir. En la distancia, un velo de neblina tibia cubría parte de la montaña. ¿Tiene usted cables?, me preguntó de pronto. Creo que sí, le dije, en la maletera. Mi camión sólo anda con batería de veinticuatro voltios, dijo. Hay que hallar a un camionero con batería de doce voltios. Tal vez así logramos cargarla. Me pidió otro cigarro. Para lueguito, dijo, y lo colocó sobre su oreja. ¿Desde dónde viene usted, pues?, me preguntó, y le expliqué que había salido de la capital esa misma mañana, que iba camino a Belice, que quería cruzar a Belice, que quería llegar a las playas de arena blanca de Belice. No con esa su batería, mi rey, dijo siempre sonriendo. Pero no se preocupe. Ya mero se la arreglamos. Dios mediante.

Roldán detuvo a dos camioneros, y ambos, desde sus cabinas, sólo negaron con la cabeza y siguieron por la carretera. Al rato llegó el dueño del camión que estaba aparcado a mi lado. Roldán se acercó al él y le explicó la situación y el tipo le dijo que sí tenía batería de doce voltios, pero que no podía darme carga. ¿Y por qué no, papá?, le preguntó Roldán, y el tipo sólo meneó la cabeza, apenado. Roldán le insistió de tal manera que el camionero finalmente aceptó. Conectamos las dos baterías. El camionero encendió su motor, y lo dejamos correr unos minutos, y nada. Luego lo dejamos correr unos minutos más, y yo volví a intentar, y otra vez nada. El camionero desconectó los cables, se subió a su cabina y, casi ofendido conmigo, como si yo le hubiese robado algo, se marchó.

Roldán sacó su teléfono celular y marcó un número. Pidió una grúa. No se inquiete, me dijo. Es de un amigo, me dijo, quien en nada le cambia la batería aquí en Melchor de Mencos, del otro lado del puente, y puede seguir usted su camino a Belice.

Sentí algo en las rodillas. Acaso impotencia. Acaso una devastadora soledad. Acaso el pánico de estar ingresando, poco a poco, a una extensa telaraña de estafadores.

Roldán se quedó fumando a mi lado hasta que llegó su amigo con la grúa y negoció el precio con él y lo amenazó con tratarme bien. Le agradecí. Le ofrecí unos cuantos billetes, que rechazó con obstinación. Le dije, quizás por miedo a quedarme solo y varado a media selva petenera, que me dejara invitarlo a una cerveza en el pueblo. Es que yo también tengo que seguir mi camino, dijo negando con la cabeza.

Me subí al asiento de pasajero de la grúa. Olía a sudor, a grasa, a pescado rancio, a frenos quemados. Del espejo retrovisor colgaba un crucifijo de plástico color rosa, una postal laminada de una rubia mostrando las tetas, y dos dados de peluche, uno blanco y el otro negro. Leí pintado en el vidrio, hasta arriba, en grandes letras de oro: cristo es mi norte. No se le vaya a ocurrir viajar a Belice de noche, me dijo Roldán sosteniendo la puerta. Mejor quédese usted en el pueblo, cene sabroso, duerma bien, y salga mañana tempranito, con calma. Volví a sentir ese mismo algo en las rodillas. Ya veremos, le dije. Cerré la puerta. De veras, gritó encima del recio motor de la grúa. Puede ser peligroso andar por allí de noche.

 

*

 

No parecía un taller de mecánica. No tenía ningún rótulo. Era nada más un pequeño predio con suelo de tierra, encerrado por tres paredes de adobe, y con un portón de metal gris que daba a la calle. Había herramientas tiradas y amontonadas por doquier. En una esquina estaba aparcado un Mercedes Benz de los años setenta, quizás blanco, todo destartalado y corroído. A su lado, un niño de dos o tres años estaba sentado en el suelo de tierra, completamente desnudo. Jugaba con un puñado de tarugos y tuercas. El tipo de la grúa era también el dueño y el único mecánico allí. Se llamaba Nicasio. Tras conectar la batería a una máquina vetusta, me confirmó que, en efecto, ya estaba inservible. Me dijo que él podía conseguir e instalar una nueva, de lujo, importada, a muy buen precio. Me dijo que le pagara la mitad por adelantado. Me dijo que le dejara las llaves del carro. Me dijo que le diera unas horas, que había un comedor en la esquina donde podía esperar, tomarme algo, que él me buscaría allí al haber terminado el trabajo. Vi mi reloj. Eran ya las cinco de la tarde. Luego vi el Saab azul zafiro de mi amigo: abierto y fatigado y con las vísceras expuestas. Saqué mi mochila del maletero y me dirigí hacia el portón. El niño desnudo me miraba desparramado en un charco de lodo.

 

*

 

Llegué caminando a un pequeño parque, en una cuchilla. No había nadie. No había brisa, ni sombra, ni alivio. En la entrada, mal pintado encima de un arco blancuzco, un rótulo daba la bienvenida al pueblo. Saqué el último cigarro de la cajetilla y me senté a fumar en una banca aún medio mojada. Casi de inmediato se acercó un muchacho con varios sacos de semillas y una vieja báscula de bronce. ¿Le doy algo, don? Hay maní, dijo. Hay habas, marañón, macadamia, almendra salada. Le compré un par de onzas de semillas de marañón. Tras pesarlas y cobrarme, se sentó a mi lado. Le pregunté por el origen del nombre del pueblo, Melchor de Mencos. Dicen por ahí, dijo, que ése era el nombre de un general que venció a los británicos. Siglos atrás, dijo. Pero saber si será cierto, dijo. Alzó la mirada hacia la carretera, como buscando a alguien, o como si alguien lo estuviera buscando a él. También me quedé viendo hacia la carretera. Vi a un señor de piel tostada, dando pequeños pasos hacia delante, como bailando hacia delante. Luego vi a un camión transportando, en la parte trasera, a una escuálida vaca blanca. Luego vi a tres niños montados en una sola bicicleta. ¿Y usted anda de paso?, me preguntó el muchacho. Algo así, le dije. Me terminé el cigarro en silencio.

 

*

 

Caminé frente a una niña babeada de rojo y correteando a un grupo de polluelos. Su vestido blanco parecía ya teñido de rojo. Sus medias blancas y flojas parecían ya teñidas de rojo. Su diadema y sus zapatillas negras de charol estaban olvidadas detrás de ella, junto a la puerta abierta de una iglesia evangélica por donde salían los cantos de los feligreses y del predicador. La niña sostenía media granada en sus manos morenas. De pronto se llevaba la media granada a la boca y le daba un buen mordisco y se ponía a dispararles balines rojos a los polluelos.  

 

*

 

Caminé frente a un señor recostado contra el tronco de un almendro. Estaba sentado en la grama, con las piernas extendidas. Aprovechaba, supuse, la sombra del almendro. Tenía puesto un pantalón negro y una camisola blanca y una corbata negra. Tenía un periódico en el regazo. Al acercarme aún más, noté que había un círculo verde en cada una de sus sienes. Eran dos rodajas de limón, prensadas allí con una cinta de zapatos que se había amarrado alrededor de la cabeza. Pequeñas gotas chorreaban por todo su rostro, quizás de limón o de sudor o de ambas cosas. Vení te la chupo vos gringo, creí escuchar que susurró a mis espaldas, ya alejándome con prisa del almendro. Pero al volver la mirada me pareció que el señor estaba profundamente dormido.

 

*

 

Entré a una abarrotería, en la calle principal y bulliciosa del pueblo. Un anciano estaba apoyado contra el mostrador, apenas de pie, apenas sosteniendo un octavito ya casi vacío de aguardiente Quezalteca Especial. Dígame, me dijo una señora chaparra del otro lado de las rejas. Me acerqué. La saludé, descubriendo a través de las rejas que sólo vendía cigarros nacionales. Le pedí una cajetilla de Rubios. El anciano balbuceó algo. La señora me pasó la cajetilla por entre las rejas, y yo entonces le pasé unos cuantos billetes. El anciano se acercó un poco a mí y volvió a balbucear algo, con su mano extendida. Todo él apestaba a orina. Deje de molestar, lo regañó la señora. Y usted ignórelo nomás, me dijo, devolviéndome unas cuantas monedas a través de las rejas, que luego quise entregarle al anciano. Pero su vieja mano no logró sostenerlas y las monedas cayeron al suelo. Me agaché a recogerlas. Cuando volví a ponerme de pie, allí, justo a mi lado, estaba el oficial gordo y bigotudo de migración: siempre serio, siempre en su uniforme verde caqui, siempre con sus gafas de lectura colgándole del cuello, pero ahora acompañado por un hombre en botas de vaquero y sombrero de vaquero y con unos inmensos anteojos oscuros y un palillo entre los dientes y una pistola negra bien metida entre el pantalón. Me sequé la frente con la manga de la camisa. Salí casi corriendo a la penumbra de la calle principal.

 

*

 

Una enorme guacamaya roja estaba perchada en un palo de escoba, en el fondo del comedor. De vez en cuando se rascaba el pecho con el pico o lanzaba un grito o un agudo silbido. Su plumaje rojo me pareció triste y opaco. En cada una de las cuatro mesas, sobre un mantel de plástico floreado, había una botella con atomizador. Por si acaso, me dijo la señorita al sentarme. Es que es medio chiflada, dijo mirando a la enorme guacamaya. A veces le agarra por atacar a la gente, dijo. Pero un chorro de agua la asusta.

Abrí la cajetilla nueva de Rubios y encendí uno y de inmediato empecé a sentirme mejor, a recuperar el aliento. Desde la cocina, detrás de una cortinilla de abalorios, me llegaba el rumor de voces femeninas, de risas, de gemidos, de un merengue en la radio, del retintín de platos y vasos. Un par de bombillas blancas colgaban del techo. La guacamaya me miraba soñolienta desde su palo.

La misma señorita salió por la cortinilla de abalorios, cargando un azafate, y caminó hacia mí. Noté que estaba descalza. Noté que ahora llevaba a un bebé amarrado a su espalda (¿o lo llevaba antes y yo no lo vi?) con una larga faja azul. El bebé dormía. Aquí tiene, me dijo, y colocó sobre la mesa un cenicero, una botella de cerveza Gallo, un vaso pequeño. Le agradecí. Para servirle, dijo. ¿No quiere usted comer algo?, me preguntó casi avergonzada, y le dije que por ahora no, que gracias, que tal vez más tarde. Un perro callejero quiso entrar al comedor, pero ella lo espantó con un aplauso. Luego se quedó allí parada, abrazando el azafate contra sus pechos rollizos, quizás esperando algo. Le pregunté por qué se llamaba Comedor Fallabón. Es que así le dicen a esta colonia, dijo. Antes, dijo, Fallabón era una aldea propia, aquí merito, pero ahora ya forma parte de Melchor de Mencos (me enteraría después de que el nombre de la aldea, Fallabón, viene de un fuego y estallido que hubo allí cerca, en un almacenamiento de madera, en 1950; es un anglicismo, derivado de las palabras en inglés para fuego y estallido: fire y boom). El bebé soltó un quejido y la señorita estiró su mano hacia atrás y le acarició la mejilla con un dedo. ¿Y ése es su carro, pues, en el taller de don Nica? Así es, le dije, reacio a explicarle que en realidad no era mío el carro, sino de un amigo. Ella hizo un chasquido con la lengua como diciendo buena suerte, o como diciendo qué pena. Le pregunté si podía recomendarme un hotel, que a lo mejor tendría que pasar la noche, y ella pensó un momento y luego me dijo que el hotel La Cabaña era bueno, que quedaba allí nomás, en la calle principal. Hasta piscina hay, dijo. Hotel La Cabaña, repetí, como para no olvidarlo, y mientras me secaba el sudor de la frente con una servilleta de papel, creí ver que algo pequeño y oscuro estaba subiendo por la pared del fondo. Tal vez una araña. Tal vez un tábano. Tal vez un alacrán. ¿Y la guacamaya es suya?, le pregunté a la señorita. Ella sonrió. Ésa es de aquí, dijo, pero no entendí si del comedor o de la colonia o del pueblo entero. ¿Tiene nombre? Bien tiene, dijo. Se llama Gómez, dijo. La guacamaya gritó algo, quizás porque había oído su nombre y quería participar en la conversación. Aplasté mi cigarro en el cenicero. ¿Es macho?, le pregunté a la señorita y ella sólo soltó una risa y alzó los hombros y dijo que a lo mejor, que eso nadie lo sabía. Advertí que las baldosas del piso, debajo de la guacamaya, estaban cubiertas de heces blancas y grises. Permiso, susurró la señorita, y regresó a la cocina.

Me serví un trago de cerveza con bastante espuma. La cerveza estaba tibia pero me cayó bien. Me serví otro trago. Encendí un cigarro y respiré hondo. Acerqué la botella de agua, por si la guacamaya decidía bajarse de su palo. Abrí mi mochila y estaba por sacar un libro para leer un rato cuando sentí la presencia de alguien a mis espaldas.

Traénos dos cervezas, hija, gritó el oficial de migración.

 

*

 

Me saludaron serios, nada más con la mirada, y se ubicaron en una mesa enfrente de mí. La señorita salió por la cortinilla de abalorios. Cargaba una botella de cerveza en cada mano. El bebé aún dormía atado a su espalda. Aquí tiene, don Francisco, dijo. El oficial musitó algo, quizás agradeciéndole. Había sacado un pañuelo rojo de un bolsillo de su uniforme verde caqui. Terminó de enjugarse el sudor del cuello y la cara. Luego tomó un sorbo largo de cerveza y se limpió los labios y el bigote grisáceo con el pañuelo rojo. El otro hombre extendió una mano y agarró fuerte el antebrazo de la señorita y la jaló hacia él hasta sentarla en su regazo. ¿Tenés carnitas?, le preguntó en un susurro libidinoso, su mano de uñas largas prensándole el cuello, como un garfio. Me pareció que su tono de voz era demasiado femenino. Bien hay, dijo ella sin alzar la mirada del suelo. El bebé en su espalda se meneó, gimió. ¿Y chicharrón tenés? También hay, dijo ella, su voz ahogada, su mirada siempre en el suelo. Pues andá a traernos una orden de carnitas y una de chicharrón, dijo, y le dio un empujón fuerte hacia la cocina. Ella se tambaleó un poco. Ahorita mismo, dijo, recuperando el balance. El hombre se quitó los anteojos oscuros y el sombrero de vaquero y sacó la pistola negra y puso todo sobre la mesa. Aún mordiendo el palillo, levantó la mano derecha como si estuviera jurando ante un juez. Y si se me acerca ese pájaro de mierda, dijo, por Dios que le meto un par de plomazos.

Ambos hombres se rieron, recio, cacareado, quizás mirándome. La señorita se escabulló, deprisa y cabizbaja y agitando al bebé.

Yo quise fumar. Noté que el cigarro en mis dedos temblaba un poco. No podía dejar de mirar esa mano sucia y regordeta en el aire, y aún mirándola, pensé en el infarto que mi abuelo polaco había sufrido a final de los años setenta. Yo era muy niño entonces, pero aún recuerdo el llanto descontrolado de mi mamá al recibir la llamada del hospital. Mi abuelo tuvo suerte. Fue un infarto menor. Se recuperó rápido. Pero como consecuencia, y siguiendo los tres consejos de su médico: dejó de fumar tabaco, empezó a beber a diario un par de onzas de whisky (para los nervios, decía), y adquirió el hábito de caminar. Caminaba mucho, todas las mañanas, como ejercicio. Salía de su casa muy temprano y caminaba por su barrio. A veces hasta un par de horas. A veces yo lo acompañaba. Y durante una de esas caminatas, mientras andaba él solo al final de la avenida de Las Américas, justo enfrente de la escultura en homenaje al papa Juan Pablo II, una moto con dos tipos se detuvo a su lado. Que lo derribaron al suelo, nos decía con escándalo. Que le asestaron un golpe en la cabeza, nos decía mostrándonos dónde. Que habían querido secuestrarlo, nos decía quizás ya exagerando un simple hurto. Que le robaron todo lo que llevaba, nos decía ora indignado, o casi todo, nos decía ora orgulloso. Que logró quedarse, nos decía, con el anillo de piedra negra que usaba en el meñique derecho. A veces nos decía que suplicó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que forcejeó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que luchó contra ellos hasta quedarse con su anillo. La versión variaba dependiendo del paso de los años, o de su nostalgia, o de su estado de ánimo, o del carácter de la persona que le estuviese preguntando (mi abuelo entendía, acaso a un nivel intuitivo, que una historia crece, cambia de piel, hace malabares sobre la cuerda floja del tiempo; entendía que una historia es en realidad muchas historias). Había comprado ese anillo en el 45, le gustaba decirnos, en Nueva York, su primera parada en ruta a Guatemala después de ser liberado del campo de concentración de Sachsenhausen. En Nueva York, en una joyería judía de Harlem, había pagado por él cuarenta dólares. Y lo había usado durante el resto de su vida, durante los próximos sesenta años, en el meñique derecho, en forma de luto por sus padres y hermanos y amigos y todos los demás exterminados por los nazis en guetos y campos de concentración. Hace unos años, al morir mi abuelo, ese anillo le quedó a uno de los hermanos de mi madre, que lloró de emoción al heredarlo y decidió guardarlo en la caja fuerte de su oficina. No tenía ningún valor económico. Era una piedra negra cualquiera, en una montura dorada cualquiera. Pero una noche, alguien se metió a esa oficina y logró abrir la caja fuerte y robarse todo su contenido, incluido el anillo de piedra negra de mi abuelo.

            Y yo seguía mirando, ante mí, en el dedo meñique de esa mano sucia y regordeta que ahora sostenía una tortilla rellena de carnitas y chicharrón, un anillo muy parecido al anillo de mi abuelo. O quizás era exacto al anillo de mi abuelo. Quizás era exactamente la misma piedra negra, y exactamente la misma montura de metal dorado, y tenía exactamente la misma forma y tamaño. O al menos todo era exacto al anillo en mi memoria, al anillo como yo lo recordaba o como yo quería recordarlo, en el meñique derecho y pálido y algo combado de mi abuelo. Y aunque lo sabía imposible, aun descabellado, aun absurdo, no pude evitar imaginarme que ese anillo, en esa mano regordeta y grasosa, era, en efecto, el anillo de piedra negra de mi abuelo. No uno parecido. No uno exacto. Sino el mismo. El que mi abuelo había comprado en Nueva York, en Harlem, en el 45. El que había usado durante el resto de su vida en el meñique derecho. El que había logrado salvar tras vencer o convencer, al final de la avenida de las Américas, al final de los años setenta, a unos ladrones o acaso secuestradores. El que al morir le había heredado a uno de los hermanos de mi madre. El que alguien se había robado de una caja fuerte, una noche, sin jamás saber el ladrón qué se estaba robando; sin jamás saber el ladrón que en esa insignificante y sombría piedra negra aún se reflejaban perfectamente los rostros de los padres exterminados de mi abuelo (Samuel y Masha), y los rostros de las dos hermanas exterminadas de mi abuelo (Ula y Rushka), y el rostro del hermano exterminado de mi abuelo (Zalman), y los rostros de tantos hombres exterminados y mujeres exterminadas y niños exterminados y niñas exterminadas y bebés exterminados mientras dormían en los brazos de sus madres, mientras soñaban en las cámaras de gas; sin jamás saber el ladrón que en una pequeña piedra negra aún se podía oír el murmullo de todas esas voces, de tantas voces, entonando en coro el rezo de los muertos.

La guacamaya de pronto lanzó un alarido y extendió las alas y todavía perchada en el palo se puso a batirlas con ánimo, con desesperanza, como queriendo volar.

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Halfon

Fragmentos de unas memorias íntimas

26 de octubre de 2015 09:47:50 CET

En el invierno del año 30 o 31 cayó en Madrid una gran nevada y, mediada la tarde, el jardincito que rodeaba nuestra casa en el barrio de la Prosperidad, se fue blanqueando; primero, el suelo en los sitios más secos, luego las cuerdas de tender la ropa. Al anochecer, aquel pequeño y familiar espacio se convirtió en un lugar nuevo y sorprendente por la materia que recubrió la  verja de hierro, los tallos más finos, las hojas de los geranios, los cables de la luz, el remate de la tapia por donde saltaban los gatos de las casas vecinas. Todo quedó transformado en un escenario fascinante, más aún después, cuando se abrieron las nubes y la luna puso allí su fría luz.

El ámbito conocido de tantos meses fue purificado: la realidad de aquel lugar se hizo irreal, su naturaleza pobre y trivial se rehízo con formas elegantes que ocultaban los detalles y solo mostraban sus perfiles esenciales. Tras los cristales de las ventanas, yo contemplaba extasiado aquel encantamiento y su quietud misteriosa.

A la mañana siguiente, el barrio era el de una ciudad de un país nuevo; embellecido por la total blancura también evocaba las típicas escenas de Navidad que ilustraban los almanaques de pared que se regalaban por entonces en las tiendas de comestibles. Los tejados tenían una gruesa capa, sutil y densa a la vez, mientras que la frondosidad de plantas y arbustos de los jardines eran como tejidos finísimos endurecidos por la helada. Y las calles desiertas sin huellas de pasos, despertaban el deseo de recorrer el barrio y descubrir que era más acogedor e íntimo bajo la nevada.

Pero mi admiración por tal belleza, e incluso por la inusitada claridad que entraba en las habitaciones, se quebró con un suceso que nada se relacionaba con el prodigio que habían  traído las nubes la tarde anterior.

Cerca de nuestra casa había un solar acotado y allí vivía en una casucha, un matrimonio con dos hijas adolescentes; el padre se dedicaba a arreglar bicicletas y las  chicas para poco debían de servir. La noticia, transmitida por vecinos próximos, fue que la madre, de la que en casa se decía que era joven y muy guapa, había gritado que estaba harta y se había largado del hogar, es de suponer no afectada por la novedad de la nieve pero sí seducida por algún Don Juan de los contornos.

No entendí, al principio, como una madre podía marcharse sin más ni más, abandonándoles a todos, porque las madres eran inamovibles, yo así lo creía, unidas a hijos y marido por lazos eternos.

Atisbé desde la ventana al hombre abandonado, que estaba en la puerta del solar, subidas las solapas del deformado abrigo, las manos en los bolsillos, el pitillo en los labios, y miraba hacia el fondo de la calle por la que no pasaba nadie bajo un cerrado cielo gris. Y yo seguí con mi desconcierto, cuando, a la tarde, cruzaron por delante de nuestra casa las dos hijas, figuras breves, con ropas oscuras, mejillas y nariz encarnadas, e iban riéndose, manoteando en su conversación.

Me retiré de la ventana y hube de aceptar la evidencia de lo sucedido que no era sino un roce áspero en la sensibilidad infantil pese al panorama de belleza. Contemplé con pena a las muchachas que parecían insensibles a tener o no una madre y esa idea de la movilidad de los afectos hizo aparición en mi horizonte mental.

En aquel día invernal quedaría diseñada, creo yo, la actitud vital de quien se asoma a la ventana y al otro de los cristales contempla una singular enseñanza de la vida: fue un primer paso en mi formación de avaro captador del mundo visible. El observador que recoge la imagen de experiencias ajenas vistas a distancia, tiene parecido con el lector que las toma no por relación directa con los hechos sino a través de palabras escritas, que se transforman en ideas. También se progresa en la infancia contemplando imágenes, cualquier dibujo o ilustración que por algún motivo me atraían y forzaban a deducir la intención con  que se realizaron.

Esto fue lo que me hizo posible un voluminoso álbum con aspecto de maleta por tener tapas de cuero  con unas trabillas, cuyas hojas contenían adheridos los artículos que se solían vender en las tiendas de papelería. Era un muestrario de tarjetas postales, de cromos, láminas, figuritas recortadas a troquel, felicitaciones, impreso en Francia y por el estilo de los dibujos, su época correspondía muy bien a los años de finales del siglo XIX. Este muestrario estuvo en la casa de mi abuelo, abandonado allí, según se recordaba, por un viajante de comercio  que, sin motivo, lo dejó y no volvió por él.

Siendo niño he repasado muchas veces las hojas de este muestrario, admirando todo lo que estaba sujeto a ellas, pero había unas estampas que me suscitaban emoción a la cual no me atrevería a asignarle ahora ningún adjetivo.  Eran unos paisajes de invierno, un campo nevado con unas cercas o unas casitas; en el horizonte, un lejano amanecer nacarado, escena que a mí me parecía propia de un país extranjero. Uno de estos dibujos tenía el motivo peculiar de muchas ilustraciones antiguas: sobre la nieve había un pajarito muerto.

El imaginado arrebol matutino, el aire puro y helado de la madrugada contribuyeron a una idealización de la Naturaleza y debieron de predisponer mi ánimo para el asombro ante aquel jardín blanco. Solo muchos años después había venido a ser el trasfondo de una prematura vocación literaria.

Vivía con mi familia –madre, padre, una hermana mayor- en un barrio alejado del centro. Los únicos visitantes, los mas adictos eran los gatos de los chalés vecinos que saltaban la tapia a la busca de alimento seguro. Nuestro chalé tenía dos pisos. La planta baja era la vivienda, los horarios, las comidas, las reuniones familiares; el piso superior apenas se habitaba y en él se acordó que una habitación fuese como un dominio infantil donde se reunieran mis pertenencias y los restos de mi primera infancia.

Era una  habitación fría en nada acogedora donde nadie de mi familia solía subir; el techo, más bajo que lo habitual, originaba que la ventana estuviera a dos palmos del suelo, desde la que se veía la parte delentera de nuestro jardín. Desde allí contemplaba los dos chalés de la acera de enfrente, acaso vacíos, y la calle que apenas nadie recorría, lo propio de las calles de un barrio de las afueras entonces; el único leve ruido que oía era el de la carcoma en alguna madera vieja, pero había que esforzarse en escuchar y entonces estremecía el ronroneo hondo en la materia profundo. Sin duda fue el primer espacio confidente, beneficioso por las horas que allí pasaba. Leía cuanto me era posible y dibujaba escenas de las historias que más me gustaban.

 Pero había calma, esa condición importante para entrar en las galerías profundas de la conciencia. Escribió Rilke en un poema: “La noche es mi libro” pero alguien, un niño, podría decir “La calma es mi libro” porque sentí la necesidad de estar en sosiego, porque la  cristalización del silencio, de la quietud, de las ausencias, de la atmósfera del libre pensamiento hacía que todo ayudase no solo a divagar sino a inquirir tal como se pasan las hojas de un libro: se releen párrafos y se busca otro capítulo con el deseo de entender y hacer nuestro un pasaje. El pensamiento puede ir y venir pero la paz lo protege, lo mantiene.

Entre mis cuidados, el objeto predilecto era la librería: unas tablitas finas como estantes, donde se ordenaban los libros de cuentos; aunque no acortasen la distancia con el mundo circundante, a ellos recurría como entrada a un recinto grato. Los releía muchas veces y las caras y apariencia de los graciosos personajes de las ilustraciones de Pinocho y Chapete se hacían familiares y formaban parte de mi tendencia a dibujar. Así fue naciendo la necesidad de los libros, tocarlos, conservarlos, alinearlos en uno u otro orden y como consuelo en momentos en que había habido regaños.

Una mañana al entrar en mi habitación me vino al pensamiento la figura de un hombre vestido como cualquiera de la clase media, que estaba sentado en una roca y a ésta la rodeaba agua, el mar.

Fue muy intensa esta imagen y me estremeció porque no comprendí quién era aquel ni qué relación tenía con nadie de nuestro ambiente, y la misma nitidez y claridad que por una fracción de segundo tuve ante mí fue más impresionante. Debí de quedar muy asustado y por eso baje y se lo conté a mi hermana y acaso añadí que “lo había visto”. Era lógico que esta información se trasladase rápidamente a mis padres. No me puede extrañar que suscitase inquietud como rareza mental y motivó recomendaciones de reducir lecturas, no fuera a pasarme lo que al hidalgo Alonso Quijano, según oportunamente alguien me recordó. Pero ahora sé que se trató de una exteriorización de mi prematura conciencia del aislamiento y la soledad que creaba aquella pequeña habitación: el tipo sentado tranquilamente en la roca era yo, si bien entonces me fuese imposible deducirlo.

En aquellos tiempos con quien yo más hablaba y más atendía era con mi madre a la que no recuerdo alarmada por mi visión Oigo que canta mientras se ocupa de algo en el jardín que rodea la casa. La veo en la semi penumbra de la tarde, tiene las manos manchadas de tierra húmeda, lleva una especie de delantal de lona, maneja un almocafre, la palabra que ella empleó para designar un pequeño azadón que usó cuando plantó unas semillas en los macizos abandonados: eran violetas y en el invierno nos sorprendió esa flor frágil, de color purísimo, aterciopelado, y secretamente femenina que resistía el frío y cuya belleza sería para mi madre compensación de alguna ilusión irrealizable.

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Llegó un día en que puse los ojos no en un cuento de Antoniorrobles sino en un libro que entre otros estaba sobre la mesa del despacho de mi padre; lo abrí y encontré una lámina que me asombro. Era un coloso muy alto, de piedra desgastada y rota por tantos siglos como la rozaron y la hirieron, y sufrió las tormentas de arena y el calor del sol que pasaba al frío helador en cuanto llegaba la noche. Estaba junto a otro igualen dimensiones y en destrucción, ambos se alzaban en la llanura que era un pedregal no lejos de las inmensas ruinas de un templo.

Decía que algunos viajeros de la antigüedad que visitaban Egipto, afirmaron que a la salida del sol, solo entonces, el  coloso hablaba, murmuraba algo que nadie entendió; en el silencio absoluto de aquellas horas se oía una vibración y era la voz de las piedras: los colosos de Memnón se llamaban. El primero que lo contó parece que fue un escritor de la antigua Grecia, y luego viajeros franceses y los buscadores de tesoros.

Mi curiosidad creció, ¿Cómo podían hablar si eran solo piedras? ¿sería una frase o un rumor nada mas lo que se oía? Leí esto a los once años y me inquietó. Quise escuchar el sonido y descubrir el secreto que extraño a los viajeros: unas palabras incomprensibles en otra lengua.

En el libro había más dibujos con una muestra de la antigua escritura, compuesta no de letras sino de figuritas; se distinguía una flor, un pájaro, una mano, y al mirarlas los antiguos egipcios sabían lo que significaban. Quedé extrañado ante una forma de escribir tan distinta a la mía, eran figuras muy variadas y cada una tendría un sonido como los que se oían al amanecer; por tanto, para entenderlos se debían estudiar las filas y filas de tal escritura que cubrían los muros aún en pie de templos y sepulturas.

Casi siempre, si un lector sigue con interés el paso de las hojas de un libro, es conducido hacia donde va el pensamiento, al expresarse escrito que puede conducir a lo inesperado. Y el libro donde yo descubría que unas piedras podían hablar me llevó a contemplar el mapa de Egipto, como una tentación,  cruzado por una línea sinuosa azul que era el Nilo y en sus márgenes se veían muchos nombres de lugares, de aldeas y de restos arqueológicos.

Llegado este momento, el jardín del chalé perdió importancia y visto a través del cristal de la ventana parecía vulgar, como bajo los fríos de noviembre, con el suelo cubierto de hojas caídas. En consecuencia, deje de visitarlo y me entregue con entusiasmo al estudio de la historia de aquel país. Tomando datos donde me era posible hice un breve diccionario de jeroglíficos con su pronunciación figurada, escrito en un cuadernito de tapas verdes que aún conservo, y formé ficheros geográficos, de las dinastías y sus faraones así como de los puntos de excavación.

Entonces, para mí lo escrito en un libro sobre el rumor de una piedra, escuchada a la media luz del amanecer incendio mi imaginación y me dí a pensar como hablarían en otros tiempos y en otros países. Los escasos libros que yo había reunido sobre Egipto contenían tal cantidad de información que excedía mi preparación. Comprendí que era una cultura inmensa y así termine por decepcionarme de aquel estudio, tan absorbente pero condenado a tener un final.

Perdido el atractivo que representaban los imposibles jeroglíficos, muchas veces he pensado que el hermetismo de aquellas inscripciones, actuó como la mano que me empujara decididamente hacia la posterior dedicación a las lenguas. Aquel interés buscó una aplicación que no fuera simplemente satisfacer una curiosidad. Siendo adolescente me entregué al estudio del francés y poco después del inglés, sin profesores, solo con alguna gramática escolar y utilizando a la vez las guías para viajeros con frases hechas en ambos idiomas. No supe lo que era una enseñanza eficaz hasta que me inscribí en el Instituto Británico donde había excelentes profesores que me encariñaron con las costumbres inglesas y los secretos de su idioma. Allí conocí a personas de ideas liberales y republicanas que me ofrecieron otra visión de la realidad.

En los meses que me consagré a los faraones hubo un episodio de especial valor: apareció en casa una máquina de escribir que infundió novedad a mis estudios. Fue debido a que había una portátil que nadie usaba en la entidad donde trabajaba mi padre y se le ocurrió traerla por un poco de tiempo y animarme a que la utilizara.

 Fácilmente aprendí el funcionamiento de aquel aparato y admiré ver aparecer en el papel las letras de molde, igual que si fuera un impreso. Aquello me hizo concebir con mayor seriedad lo que yo escribía referente al mundo egipcio y me impuse la norma de cuidar la precisión del texto en  el par de meses que apenas dispuse de la máquina.

Al desaparecer ésta, me he encontré con que volvía a usar mi mano para ir apuntando todo lo que estudiaba, pese a que mi letra no era rápida y segura y quedaban sin concluir ciertos trazos.

Ahora, mi pensamiento vuela hacia tiempo lejano en el que una mujer me coge los dedos, muy blandos y pequeños, de la mano derecha, y los coloca de forma que puedan asir un lápiz con el cual apenas trazan en una hoja rayitas verticales. La mujer es alta, gruesa, lleva gafas, sonríe al mirarme y dice palabras cariñosas que no entiendo bien.

Esa mujer, que me lleva la mano haciendo “palotes” es una monja exclaustrada, ha colgado los hábitos porque no podía soportar la dura rigidez del convento y se dedica, ya libre, a enseñar a párvulos.

Debo explicar que aprendí a leer y a escribir bajo la tutela de dos monjas que dirigían el “Colegio franco-español” situado en la calle Campoamor de Madrid. La enseñanza fue eficaz aunque solo aprendí una frase en francés.

El aula era la habitación principal de un primer piso, con dos balcones y varias filas de pupitres que tenían adosado un banquito. Las tapas de los pupitres, dentro de los que todos guardábamos chucherías, se abrían y cerraban sin hacer falta, metiendo mucho ruido, pillando un dedo con lo que había llantos. La madera de la tapa estaba arañada con manchas variadas, alguna letra o un muñeco con la tinta morada de los tinteros. De los niños que me rodeaban solo conservo una fugaz imagen del que a mi lado se sentaba, Carlitos, que era incapaz de estarse quieto y callado, distraído por todo hacía mal sus deberes, se caía al suelo, salpicaba de tinta a su alrededor, se metía la plumilla en la boca….. Yo, adulto, he encontrado tipos que de niños fueron seguramente iguales al odioso Carlitos. Pasada allí la mañana, mi padre iba a buscarnos y como entusiasta de las óperas de Wagner, desde la acera de enfrente silbaba los compases de un aria de “Sigfrido”; oíamos esta llamada gracias a la escasa circulación de entonces, y mi hermana y yo bajábamos vigilados por una de las monjas.

Acudir a tal colegio se debió a una pura casualidad, mi madre contó que yendo por la calle encontró y reconoció a dos profesoras del “Colegio de niñas nobles” de Granada, donde ella estuvo interna hasta los catorce años. Le confesaron que una de ellas, la joven, había decidido colgar los hábitos y marcharse, y entonces la otra profesora, de más edad, no quiso dejarla  sola y se vinieron las dos a Madrid y organizaron un colegio adonde mi madre, muy contenta, me llevó puesto que lo aconsejaban mis cinco años, y porque también iría mi hermana ya que daban clases a niños mayores.

No pondré en duda el casual encuentro que explicó mi madre, casi providencial, pero lo acepto como toda la familia lo aceptó. En la antigüedad, parecidos reencuentros, se consideraban sucesos premonitorios e importantes, y éste lo es porque gracias a él a mi lado está una monja rebelde que me lleva la mano para hacer redondas las vocales. En el fluir del tiempo, esa mano se fue haciendo firme, oscurece la piel, la cruzan venas y secretas arrugas, los dedos se endurecen, y así sujetan la herramienta que sirve para escribir.

 

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Donde yo vine al mundo, fue en la plaza de Bilbao, a la que se cambió el nombre por el de un pensador de la derecha, Vázquez de Mella, y en la que viví hasta los cinco años.

El fondo de la plaza lo cierran dos casas grandes, iguales, con fachada de balcones; en la que hace esquina con San Bartolomé, en su piso último, allí nací un 24 de enero, a las doce del mediodía. La plaza fue urbanizada años después como un jardín con árboles y algún macizo de flores.

Me asomaba yo al balcón con frecuencia y al hacerlo un día aprendí algo nuevo e importante. Mire hacia la derecha, a las v iejas casas de la Costanilla de Capuchinos y delante de una de ellas había un grupo de personas y un coche negro de caballos. Oí decir detrás de mi: es un entierro, alguien ha muerto. Entonces, el grupo en la calle tomó importancia, me pareció que aumentaban de estatura, todos de espaldas miraban la casa; el sol les daba a plena luz pero la boca del portal era negra.

Me volví, y a mi padre que estaba próximo le pregunté qué era un entierro y él hizo unos gestos, movió la mano como si espantase a una mosca, y esa mano señaló hacía afuera, a la plaza, en una indicación vaga pero que fue muy clara.

Recuperé en la memoria que a ese jardín bajó mi padre al perrito de mi madre cuando éste murió, dió una propina al guarda que siempre estaba en su garita con la manguera de regar y lo enterró en un macizo entre los geranios.

Había pasado tiempo de esto y apenas recordaba lo ocurrido al pobre animal, pero me percaté de que las personas reunidas que esperaban inmóviles, iban a enterrar a un muerto, le pondrían en  una zanga hecha en la tierra y allí se quedaría como le pasó al perrito. Me acordaba que mi madre lloraba en el balcón mirando lo que pasaba en la plaza y yo supe lo que era el entierro de una persona y la muerte.

Todos sabíamos el cariño por los perros que sentía mi madre aunque después de esta muerte no quiso tener otro, tanto había sufrido. Una vez, siendo niños mi hermana y yo, y elogiando ella nuestro aspecto, dijo: sois como dos perritos ingleses. 

A mis 40 años me sorprendió que estaban demoliendo la casa de mi nacimiento y que todo iba a desaparecer, lo material porque la memoria, no, sobrevive y vuelvo a ver al perro de lanas y oigo la voz de mi madre como era entonces, y también al final de su vida, unos días en que lentamente fue extinguiéndose sin enfermedad, en la cama, con los ojos cerrados. Yo estaba junto a ella, le decía algo de vez en cuando para que me oyera y se supiera acompañada y a veces hablaba. Una tarde con voz apagada me hizo saber lo que nunca había mencionado: la noche antes de que yo naciera, en la casa todos estaban acostados pero ella, despierta, oyó en el pasillo cerca de la puerta del dormitorio, unos pasos que se aproximaban; pero eran de nadie, a nadie pertenecían. Hablaba con tranquilidad y recordaba a su hermano que había muerto un 24 de enero, de tuberculosis en Granada, unos años antes de que yo naciera otro 24 de enero. La revelación de aquellos pasos nocturnos me interesó escucharlo por su novedad, jamás lo había contado en familia, pero ella deseó que en sus últimas horas yo lo supiera.

 

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 La entrada en las vastas comarcas de la juventud me proporcionó hacer conocimiento de muchas personas de las cuales algunas persistieron como posibles amigos, y lo fueron, y otras perdían significación y al poco tiempo se eclipsaban. El interés de estos conocimientos me llevó a desear conservar su memoria, tanto su fisonomía como los rasgos peculiares y sus formas de reaccionar ante las circunstancias de aquel tiempo.

Compré un cuaderno no muy grande, de tapas color gris, y con bastantes páginas ya que me proponía ir haciendo un registro de los amigos que iban apareciendo. El cuaderno se inició con este fin y forme una especie de catálogo afectivo pero pronto hice apuntes de acontecimientos de la vida cotidiana, lógicamente aquellos que me parecían dignos de retenerlos, que por algún motivo me habían producido un impacto. Pero las fricciones del tiempo atemperaron el encanto de los amigos como los perfiles de la actualidad, y poco a poco el cuaderno no fue solicitado y dejó de ser archivo confidencial y durante muchos años lo conserve junto a papeles personales casi  olvidados.

Transcurrida casi una vida, en cierta ocasión precise recuperar un dato y entonces lo busque en el cuaderno. Pasé hojas, y ante mi desolación, comprobé que apenas podía ver mis notas, todo se había esfumado, el ligero trazo del lápiz era invisible con el paso de los años. No quedaban frases enteras, solo unas fechas, unos nombres se salvaron de todo lo escrito. Comencé a reconstruir el antiguo texto, trabajo casi parecido al de los egiptólogos interpretando los jeroglíficos, uniendo fragmentos desvaídos y pude recuperar una parte de mi memoria adolescente. En una página borrosa hallé el nombre de Ezequiel,  un amigo de la juventud. A este nombre yo debo rendir todos los honores pues su influencia en mi vida no es equivalente a la de ninguna otra persona. En la breve amistad que mantuvimos, y sin que él fuera consciente de ello, me señaló unos caminos que fueron importantes en mi progresión personal y después desapareció de mi vida.

Alguien me propuso conocer a un estudiante de Filosofía y Letras que era poeta y buen conversador. Acepte la propuesta y nos encontramos en la ciudad universitaria, en el edificio de aquella facultad recién reconstruido de lo mucho que sufrió en la guerra civil, y donde yo me había matriculado por libre en varios cursos. Nos pusimos a charlar, era un tipo delgado, muy vivo y simpático, muy imaginativo. Tras su gesto irónico había un fondo de madurez que me interesó, quizás por un ligero trac que detenía el inicio de las frases y parecía ser una vacilación por lo que iba a decir.

Al hablar de libros, yo acabé por contarle sobre mis desaforadas lecturas de entonces, una de ellas referente a la invasión de Europa en el siglo XIII por los pueblos mogoles, me había extrañado que este ejército, considerado bárbaro, llevaba consigo escribientes chinos que levantaban censos de las riquezas de las ciudades rusas conquistadas. A nadie había yo hecho partícipe de estas lecturas mías, pero cuando vi la extrañeza de Ezequiel ante lo que yo le contaba, para mi fue un gran estímulo y su mismo gesto de curiosidad me lo confirmó. La amistad se estableció y el debió de considerarme un tipo algo estrafalario, y un día tuvo la idea de presentarme a una tertulia que había descubierto y cuyos asistentes le parecieron miembros de algún grupo secreto.

Acudimos un domingo por la mañana a un café en el comienzo de la calle de Narváez, y nos encontramos con una tertulia de gentes que consideré de aspecto muy normal que en nada hacían pensar en un reunión sospechosa. Nos recibieron con una ligera desconfianza pero se impuso una charla normal en cuanto se percataron de que no éramos de la Brigada Político-Social. Mi sorpresa fue grande al oir que allí se hablaba de temas relacionados con las corrientes del pensamiento oriental y se mencionaban a personalidades y autores extranjeros. Las conversaciones se anudaban fácilmente: unos comentaban las costumbres tibetanas, otros la doctrina de Buda en el Japón, una mujer muy joven explicaba el libro que leía acerca del cristianismo.

Aunque lo ocultaban, los allí reunidos eran teósofos, los restos de la disuelta Sociedad Teosófica, acusada por el régimen franquista como peligrosa secta masónica, y de la cual se había extremado la persecución hasta fusilar a su Secretario. El tertuliano más respetado era un funcionario modesto con muchas lecturas, muy versado en todas aquellas doctrinas, que sabía exponer muy bien. Don Heraclio fue quien me explicó que la teosofía consideraba iguales todas las religiones, concepto que yo no había oído anteriormente. Recuerdo a un joven –debía de moverle un alto grado de fantasía- que me confeso su proyecto de  crear una escuela de filosofía para que sus discípulos desarrollaran un pensamiento más allá de lo normal y fueran iniciadores de nuevas concepciones espirituales.

Yo le escuchaba, atento y silencioso, y a la vez comparaba el Madrid de aquellos meses, desolado y hambriento, con urgentes necesidades, con aquella utopía de unos estudios teológicos de fuentes orientales. A mí no me podía atraer el círculo mágico del misticismo porque eran tiempos de mi maduración ideológica y mi adquisición de una visión materialista del áspero mundo en el que yo debía situarme.

Pronto dejé de acudir a esta tertulia porque coincidí con unos amigos de Ezequiel que eran profesores de literatura  y se reunían en un café próximo a la Puerta del Sol, donde hablaban de sus clases y comentaban los libros que iban apareciendo. 

 

                                                                                   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Eduardo Zúñiga

Un rey sin diversión

8 de octubre de 2015 09:33:43 CEST

         La serrería está justo en la curva, en la horquilla, al borde de la carretera. Allí se yergue un haya; estoy convencido de que no existe ninguna tan bonita: es el Apolo citaredo de las hayas. No es posible encontrar en un haya ni en ningún otro árbol una corteza tan lisa ni de color más bonito, una envergadura más exacta, proporciones más justas, más nobleza, gracia y eterna juventud. Es Apolo, precisamente, piensa uno nada más verlo y sigue pensándolo incansable al mirarlo. Lo más extraordinario es que pueda ser tan hermoso y al mismo tiempo tan sencillo. Está fuera de duda que ese árbol se conoce y se juzga. ¿Cómo podría tanta justicia ser inconsciente? Cuando bastaría un escalofrío de cierzo, un mal uso de la luz del atardecer, un exceso en la inclinación de las hojas para que la belleza, desmoronada, dejara de ser sorprendente...

         El puerto de Menet se atraviesa por un túnel tan practicable para el tráfico rodado como una vieja mina abandonada, y la vertiente de Diois en la que desemboca es un caos de olas monstruosas de un tono azul ballena, con salpicaduras negras que propulsan a los pinos hacia no sabría decir dónde, allá arriba, a suaves pendientes rocosas de un rosa sucio o de ese gris solapado de los grandes moluscos, y hacia tierra, el choque de esas inmensas trampas de agua sombría que se abren sobre ocho mil metros de fondo en el batir de los ciclones...

                                               *

El invierno había empezado pronto y desde entonces deprisa, sin despegar. Todos los días el cierzo; las nubes se agolpaban en la herradura entre el Archat, el Jocond, la Plainie, el monte de Pâtres y el Avers. A las nubes de octubre ya ennegrecidas se añadieron las de noviembre aún más negras, y luego las de diciembre por encima, muy negras y cargadas. Todo se condensaba sobre nosotros, sin moverse. La luz era verde, luego color tripa de liebre, luego negra con la particularidad de que, a pesar del negro, tenía sombras de un púrpura profundo. Ocho días atrás aún se divisaba el Habert du Jocond, el lindero del bosque de abetos, el claro de las gencianas, un pedacito de los prados que penden allá arriba. Después, las nubes ocultaron todo eso. Entonces aún se veía Préfleuri y los troncos de árboles arrojados de la tala, y más tarde las nubes descendieron aún más y ocultaron Préfleuri y los troncos de árboles. Las nubes se detuvieron a lo largo de la carretera que sube al puerto. Se veían los arces y la diligencia de las doce y cuarto hacia Saint-Maurice. Aún no había nieve, había que apresurarse a pasar el puerto en ambos sentidos. Aún se veía muy bien el albergue (esa construcción que hoy llaman Texaco porque tiene anuncios de aceite para coches en sus paredes), se veía el albergue y todo un tráfico de caballos de encuarte para los carros de carga que se apresuraban aprovechando el paso libre. Se vio el cabriolet del viajero de la casa Colomb et Bernard, comerciantes de pernos en Grenoble, bajando el puerto. Cuando él volvía, el puerto no tardaría en atascarse. Luego las nubes cubrieron la carretera, Texaco y todo; chorrearon más abajo, en los prados de Bernard, los setos vivos; y esa mañana aún se veían las veinte o veinticinco casas del pueblo con su densa capa de sombra púrpura bajo el toldo, pero ya no se veía la aguja del campanario, cortada al raso por la nube, justo por encima de los Sur, Norte, Este, Oeste.

         Después se puso a nevar. A mediodía todo estaba cubierto, todo se había borrado, ya no había mundo, ni ruidos, ni nada. Densos vapores se deslizaban de los tejados y envolvían las casas como un manto; el mariposeo de la nieve que caía aclaraba la sombra de las ventanas y la volvía de un tono rosa sangre fresca, y se veía batir el metrónomo de una mano secando la escarcha del cristal, luego aparecía un rostro demacrado y cruel, mirando.

Marie Chazottes había desaparecido sin dejar rastro. Había salido de su casa hacia las tres de la tarde con un simple chal. Su madre había tenido que llamarla para que se pusiera los zuecos. Salía en zapatillas porque sólo iba, dijo, hasta el cobertizo del otro lado de la granja. Había vuelto la esquina y desde entonces, nada.

Unos decían... cincuenta historias, naturalmente, mientras la nieve seguía cayendo, durante todo diciembre.

Aquella Marie Chazottes tenía veinte años, veintidós años.

Todos esos de los que hemos hablado son honrados e incluso tienden un poco a la austeridad. Por eso, en 1843, a nadie se le ocurrió que Marie Chazottes hubiera podido escapar. Un policía pronunció la palabra, pero era originario del valle del Graisivaudan. Además, ¿escapar con quién? Todos los chicos del pueblo estaban allí. Y todo el mundo sabía que ella no frecuentaba a ninguno. Y cuando su madre la llamó y la hizo ponerse unos zuecos, iba en zapatillas de casa. ¡Si acaso hubiera escapado, sería con un ángel...!

Nadie habló de un ángel, pero casi. Cuando Bergues y los otros dos cazadores furtivos y que conocían perfectamente el terreno  volvieron con las manos vacías, si acaso se habló del diablo. Tanto se habló que el domingo siguiente el cura hizo un sermón especial sobre la cuestión. Había muy pocos para escucharle, sólo algunas viejas curiosas, pues se salía lo menos posible. El cura dijo que el diablo era un ángel, un ángel negro, pero un ángel al fin y al cabo. Es decir que, si hubiera tratado con Marie Chazottes, lo habría hecho de otra manera. No le faltan las mujeres entre su clientela, pero no desaparecen, todo lo contrario. Si el diablo hubiera querido ocuparse de Marie Chazottes, no se la habría llevado. La habría...

En aquel mismo momento se oyó un disparo de fusil allí fuera, y dos gritos. La nieve no había cesado de caer porque fuese domingo, sino todo lo contrario, y el día era tan oscuro que aquella misa de las diez de la mañana tenía una luz de final de vísperas.

- No se muevan –dijo el cura a las diez o doce viejas estupefactas.

Descendió del púlpito, hizo esconderse a su curita en un confesionario y fue a abrir la puerta. Era un hombre bien plantado. Su anchura de hombros interceptaba la puerta abierta de par en par. La plaza de la iglesia estaba desierta.

El señor cura tenía razón. No se trataba del diablo. Era mucho más inquietante...

*

En el momento de la historia, como era invierno, y uno de los más crudos que se recuerdan, la nieve que caía sin cesar desde hacía más de un mes había cubierto naturalmente los jardines; y las casas parecían plantadas a veinte metros una de otra en una estepa blanca y unificada.

Fue allí, ante su propio garaje, donde Ravanel, atontado pero temblando de cólera, se encaró con dos de sus vecinos... Y he aquí lo que dijo, después de que Bergues le quitó de las manos el fusil en el que le quedaba una bala.

- Le he dicho al pequeño (el pequeño era Georges Ravanel, que entonces tenía veinte... y debía de ser un pequeño bastante grande): “Ve a ver qué hacen los gorrinos”. Había unos ruidos poco católicos (ahora comprenderán por qué). Él salió. Volvió la esquina, allí, a tres metros. Por suerte, yo me quedé delante del cristal de la puerta. Nada más volver la esquina, le oí gritar. Salí. Volví la esquina. Lo encontré en el suelo... Y allí arriba, entre la casa de Richard y la de los Pelous, vi pasar a un hombre que corría hacia la granja de Gari. El tiempo de coger el fusil y le disparé mientras subía hacia la capillita. Y entonces bajó hacia aquel camino tan hundido.

Habían hecho entrar al tal Georges. Estaba de pie y bebía un poco de licor de hisopo para recobrarse. Y esto fue lo que dijo:

- Volví la esquina. No vi nada. Nada de nada. Alguien me tapó la cabeza con un pañuelo y me cargó como un saco a la espalda y se me llevaba, dio unos pasos, ¡se me llevaba! Pero cuando me puso el pañuelo en la cara, bajé la cabeza y eso hizo que, cuando me acarreó, en vez de estrangularme al mismo tiempo, el pañuelo no me ahogó y pude gritar. Entonces quien fuera me soltó y oí a mi padre decir: “¡Maldito golfo!” y después disparó el fusil.

No había podido llegar al establo, donde continuaba el tumulto. Fue para allá y vio algo bastante indecente. Uno de los cerdos estaba cubierto de sangre. No habían intentado degollarlo, lo cual habría tenido más sentido. Lo habían acuchillado por todas partes, más de cien cortes que debían haberse hecho con un cuchillo tan afilado como una navaja de afeitar... Los cortes no eran rectos, sino en zigzag, serpentinas, curvas, círculos, por toda la piel y muy profundos. Se veía que lo habían hecho con placer.

¡Pero aquello era incomprensible! Tan incomprensible, tan repugnante (Ravanel frotaba la bestia con nieve y sobre la piel momentáneamente limpia, volvía a rezumar la sangre, dibujando las letras de una desconocida lengua bárbara), tan amenazador y de forma tan directa que Bergues, normalmente calmo y filosófico, dijo: “Maldito cabrón, tengo que atraparte”, y fue a por sus raquetas y el fusil.

¡Pero entre el dicho y el hecho...! Bergues volvió con las manos vacías al caer la noche. Había seguido las huellas y también el rastro de sangre. El hombre estaba herido. Eran gotas de sangre fresca y pura sobre la nieve. Herido sin duda en un brazo porque los pasos eran normales, muy rápidos, ligeros. Además, Bergues no había perdido el tiempo; había salido en su busca con apenas media hora de retraso; era un especialista de los paseos invernales; tenía el paso más ágil del pueblo, tenía raquetas, tenía su cólera, lo tenía todo, pero no pudo percibir nada más que aquella pista bien marcada, las bonitas manchas de sangre fresca sobre la nieve virgen. La pista se adentraba en el Bosque Negro y allí donde abordaba el flanco del Jocond, casi a pico, se perdía en las nubes. Sí, en las nubes. No es un misterio ni un truco para hacerles entender subrepticiamente que se trataba de un dios, un semidiós o un cuarto de dios. Bergues no era uno que buscara tres pies al gato. Si él dijo que las huellas se perdían en las nubes es que literalmente se perdían en las nubes, es decir, en las nubes que cubrían la montaña. No olviden que el tiempo no se había despejado y que mientras les cuento la historia, la nube está a punto de cortar en seco la flecha del campanario a la altura de las letras de la veleta.

Pero entonces, bruscamente..., ya no era sólo Marie Chazottes, sino también Ravanel Georges (que había escapado por un pelo), era también usted o yo, cualquiera, ¡todo el mundo estaba amenazado! Todo el pueblo; sobre el cual empezó a caer un domingo espantosamente sombrío. Los que no tenían fusil pasaron una noche del demonio. Además, las familias en las que no quedaban hombres y los niños eran pequeños, fueron a pasar la noche a las casas donde había hombres fuertes y armas...

Bergues montó guardia y pasó la noche yendo de una casa a otra. Le habían calentado tanto a base de vino caliente y copichuelas, al volver de su persecución, que había pillado una buena tajada. Cumplió su misión sin desmayo, iba a llamar a todas las puertas, sembrando el pánico en los dormitorios de mujeres y niños e incluso a hombres que, desde la caída de la noche, no habían recobrado el aliento y aguzaban tanto el oído como para oírse crecer el pelo. Veinte veces se libró apenas de recibir una carga de perdigones en las narices. Al fin, borracho como una cuba, fue a acabar la noche a casa de Ravanel, que había rematado al cerdo y pasaba las horas convirtiéndolo en salchichas y morcillas, un poco para distraerse y sobre todo, para no desperdiciarlo.

Hay que disculpar a Bergues, que era soltero y un tanto salvaje y no sabía contenerse bebiendo ni en ninguna otra cosa; pero en casa de Ravanel, un tanto excitado, cansado o bien beodo, se puso a decir cosas extrañas, por ejemplo, que “la sangre, la sangre sobre la nieve, tan pura, rojo sobre blanco, era hermosa”...

Este leve desvarío de Bergues, que inmediatamente volvió a su natural plácido, filósofo fumador de pipa e incluso un tanto holgazán de costumbre, pasó casi desapercibido en su momento. Sólo lo registraron instintivamente los presentes y, al final, lo recordaron. En todo caso, había algo que el pueblo no podía ignorar y que adquirió toda su importancia al día siguiente; mientras la nieve seguía cayendo (era un invierno terrible), la amenaza afectaba a todos por igual.

¡Pues ya nadie lo dudaba! A Marie Chazottes la habían ahogado con un pañuelo. Estrangular a Georges podía presentar ciertas dificultades, como ya se ha visto (y más a cinco bajo cero), pero la Marie: dos pizcas de pimienta, tan ligera que un vals la haría bailar en el aro de un plato, ¡puro polvo! Debía de haber sido pan comido.

De vez en cuando, la nieve deja de caer. La nube se levanta. En lugar de cortar la flecha del campanario a ras de la veleta, sólo corta la punta, o la descubre, rasgándose en pequeños copos sobre su cenit. Es suficiente. Se ve el desierto extraordinariamente blanco hasta las orillas extremadamente negras del bosque, bajo las cuales puede haber cualquier cosa, que puede hacer cualquier cosa. Cae la tarde. Se levanta un vientecillo que apenas se oye. Lo que se oye es como una mano que roza el postigo, la puerta o el muro; un gemido o un silbido que se queja, o al contrario. Un golpe en el granero.

Se escucha. El padre no aspira su pipa. La madre deja suspendido el pellizco de sal sobre la sopa. Se miran. Nos miran. El padre suspira y su suspiro arrastra un fino hilo de humo. Lo que haría falta es que volviera el ruido. Se aguzan los oídos, precisamente para sopesarlo enseguida, si es o no peligroso. Pero sólo se oye el silencio. No se sabe. Indecisión. Todo es posible. No se puede juzgar. El hilo de humo que el padre suspira se alarga, se alarga indefinidamente. La madre deja caer grano a grano su sal gorda en la sopa con unos floc, floc, floc...

El fusil sobre la mesa. La madre acerca su mano a la marmita y deja caer el puñado de sal en la sopa. Son las cinco de la tarde. Aún habrá que esperar diecisiete horas antes de que resurja el grisáceo amanecer. Fuera, un gesto sutil... Normalmente se sabe que son las largas ramas del sauce que se liberan de su peso de nieve. ¿Será...? ¿Acaso es...? ¿Sí? ¿No? No.  Leve revoloteo de la nieve que vuelve a caer, temblores en el heno, crujidos como de pasos ahogados en la paja...

*

Durante el verano, hubo múltiples tormentas, y en concreto una tan brusca y violenta que un flujo extraordinario de agua, al invadir el canal tan limpio, estuvo a punto de llevarse la rueda de álabes de la serrería. Y un día que había empezado a tronar en seco, en cuanto las gotas empezaron a claquetear aquí y allá como moneditas, Frédéric II corrió río arriba hacia la compuerta de rosca para desviar el agua al canal de derivación. El tiempo de hacer lo que debía y ya volvía corriendo bajo rachas ya muy densas, con claros de relámpagos y sombras que podían cortarse con cuchillo, cuando vio un hombre que se refugiaba bajo el haya. Le gritó que se viniera, pero el hombre no pareció entenderlo. Es infantil, nadie se refugia bajo un árbol en las tormentas, y aún menos bajo un árbol de la envergadura y la grandeza de aquella haya divina, y menos aún en las tempestades de estos parajes, que son de una violencia aterradora. Pero desde debajo de su cobertizo, Frédéric II veía a aquel hombre desnaturalizado adosado contra el tronco del haya en una actitud bastante apacible, incluso de abandono; en una especie de contento manifiesto: como si estuviera calentando sus polainas en la chimenea de una cocina. Se dijo: “Es un pobre capullo de quién sabe dónde”. Pensaba en esos viajantes que vienen en verano para reponer a la gente sus herramientas agrarias y hacer propaganda de las máquinas. Al final, como la tormenta no cesaba de empeorar e intensificarse, y el agua se desplomaba en densas cortinas y habían estallado unos cuantos truenos no muy lejos, se dijo: “Es una tontería dejar a ese tipo allí abajo, ¿es que no ve que aquí puede refugiarse?” Se metió un saco en la cabeza como un capuchón, corrió al árbol, cogió al hombre del brazo y le dijo: “Venga, hombre, vaya cenutrio está usted hecho”. Lo sacó de allí justo a tiempo. Las orejas les tronaron. Tanto que no se quedaron bajo el cobertizo, sino que entraron en la cabaña de los engranajes...

-¿De dónde es usted? –preguntó Frédéric II.

- De Chichiliane –contestó el hombre.

En un momento así, como comprenderán, Chichiliane, Marsella o el Papa daban lo mismo. Y al fin y al cabo, ¡Chichiliane no era nada del otro jueves! Quizás en Chichiliane la gente sea más estúpida que aquí, como suele ocurrir. Frédéric II se contentó con esto para explicarse por qué aquel hombre se quedaba bajo el haya voluntariamente. Porque el hombre había oído bien la primera llamada; lo dijo con toda franqueza. Además, había visto que el cobertizo de la serrería a diez metros tras él: no estaba ciego. Pero ya se sabe, hay gente tímida, o mejor, gente estúpida. Frédéric II pensaba que aquel hombre era estúpido...

No interrogó al hombre de Chichiliane; se preguntaba si su compuerta aguantaría el embate. Ni siquiera lo miró. Se quedaron más de una hora en cuclillas uno junto al otro en la cabaña de los engranajes, tan cerca que se rozaban con el hombro y el brazo...

*

Supongo que saben dónde empieza el otoño. Exactamente a 235 pasos contados del árbol marcado M 312.

¿Han ido alguna vez al puerto de La Croix? ¿Ven el sendero que va al lago de Lauzon? En el lugar donde atraviesa los prados color gamuza en pendiente muy pronunciada; hay que pasar dos grietas de desprendimientos bastante feas, se llega justo bajo el acantilado de la cara oeste del Ferrand. Paisaje mineral, perfectamente telúrico: gneis, pórfido, gres, serpentina, esquistos pútridos. Horizontes enteramente cerrados de rocas aceradas, las cimas de Lus, caninos, molares, incisivos, dientes de perro, de león, de tigre y de peces carnívoros. De allí, a vuestra izquierda, sendero por los pasos estrechos entre peñascos que acceden al Ferrand: alpinismo, panorama. A la derecha, trazos imperceptibles de las pulverizaciones rocosas cubiertas de diatomeas. Hay que seguir esos trazos que rodean un rellano y, en una hondonada como un cuenco de cerámica, hallar la más alta cuadrícula boscosa; tal vez doscientos árboles, y en la linde norte, un fresno marcado con minio: M 312. Allí delante, y a doscientos treinta y cinco pasos, plantado directamente en la pendiente de cerámica, otro fresno. Allí es donde empieza el otoño.

Es instantáneo. ¿Acaso hay una especie de contraseña dada ayer por la noche, mientras ustedes daban la espalda al cielo para hacerse la sopa? Esta mañana, en cuanto abran los ojos verán que mi fresno se ha plantado en el cráneo un penacho de plumas de loro amarillo oro. El tiempo de poner el café, de recoger todo lo que queda por el suelo cuando se duerme fuera y ya no es un penacho, sino todo un casco confeccionado con las plumas más raras: rosas, grises, óxido. Luego son marroquinerías, forraje, charreteras, delantales, corazas que se cuelga y se aplica por todas partes, y todo hecho con la materia más rutilante y más bermeja. En fin, helo ahí en sus armaduras y perifollos de sacerdote-guerrero que entrechoca pequeñas matracas de madera seca.

M 312 no se queda atrás. Se pone almuzas, sotanas de miel, faldones de obispo, estolas cubiertas de blasones y de reyes de cartas de juego. Los alerces se cubren de caperuzas y togas de piel de marmota, los arces se calzan polainas de espinilleras rojas, enfilan pantalones de zuavos, se envuelven en capotes de verdugos, se coronan con el birrete de los Borgia. Mientras ellos trajinan, los prados ocres azulean de azafrán silvestre. Al volver, cuando uno llega al pie del puerto de La Croix, se encuentra frente al primer ocaso de la temporada: el abigarramiento bárbaro de las murallas... Más abajo se ve esa cuenca de hierba que sólo era heno cuando pasó hace sólo dos o tres días, ahora convertida en cráter de bronce alrededor del cual montan guardia... los caballeros del bosque; y se entremezclan las tiaras, los bonetes, los cascos, las faldas, la carne pintada, las enaguas bordadas, el follaje de otoño, los fresnos, las hayas, los alerces, los zurillos, los olmos, robles albares, abedules, álamos temblones y sicomoros, arces y pinos con un verde negruzco que exalta todos los demás colores.

A partir de ese momento, cada atardecer, las murallas del cielo se pintarán con aquellos esmaltes que facilitan la aceptación de la crueldad y liberan a los sacrificadores de todo remordimiento. El occidente, revestido de púrpura, sangra por las rocas, que son indiscutiblemente más hermosas así ensangrentadas que con el rosa satinado de siempre, o el bello azur común de las noches de verano, en la hora en que Venus era dulce como un grano de cebada. Un verde pálido, un violeta, manchas de azufre y a veces un puñado de escayola allí donde la luz es más intensa, mientras que sobre las otras tres murallas se apiñan los bloques compactos de una noche, no más lisa y reluciente, sino turbia y aglomerada de inquietantes construcciones: tales son los temas de meditación propuestos por los frescos del monasterio de las montañas. Los árboles hacen crujir incansablemente en la sombra pequeñas matracas de madera seca...

*

El haya de la serrería no tenía aún, ciertamente, la amplitud que ahora contemplamos. Pero su juventud (en relación con la edad de ahora) o más exactamente su adolescencia era de una envergadura y un tejido que la situaban cien codos por encima de todos los árboles unidos. Su follaje era de una abundancia y espesura, de una densidad pétrea, y su osamenta... debía de poseer una fuerza y una belleza muy raras para llevar con tanta elegancia tamaño peso acumulado. En esa época estaba sobre todo plagado de pájaros y de moscas; contenía tantos pájaros y moscas como hojas. Se veía constantemente arado y estremecido por cornejas, cuervos y enjambres. Salpicaba a cada instante vuelos de ruiseñores y alionines; humeaba aguzanieves y abejas; soplaba falcones y tábanos; hacía malabarismos con bolas multicolores de pinzones, reyezuelos y petirrojos, de chorlitos reales y avispas. A su alrededor había una ronda sin fin de pájaros, mariposas y moscas en las que el sol parecía descomponerse en arco iris como si atravesara un manantial de salpicaduras. Y en otoño, con su larga cabellera carmesí, sus mil brazos entrelazados de serpientes verdes, sus cien mil manos de follajes de oro jugando con pompones de plumas, correajes de pájaros, polvo de cristal, no parecía realmente un árbol. Los bosques, sentados sobre las gradas de las montañas, lo contemplaban en silencio. El haya crepitaba como un brasero; danzaba como sólo saben danzar los seres sobrenaturales, multiplicando su cuerpo alrededor de su inmovilidad; ondulaba en torno a sí en un enredo de echarpes, tan estremecido, tan dorado, tan incansablemente lleno de la embriaguez de su cuerpo que ya no se sabía si estaba arraigado por la presa de prodigiosas raíces o por la velocidad milagrosa de la punta de la peonza sobre la que reposan los dioses. Los bosques, sentados sobre las gradas del anfiteatro de las montañas, en su gran ablución sacerdotal, no osaban moverse. Ese virtuosismo de belleza hipnotizaba como el ojo de las serpientes o la sangre de las ocas salvajes en la nieve. Y a lo largo de los caminos que ascendían o descendían hacia el haya, se alineaba la procesión de los arces ensangrentados como carniceros.

Pero todo eso no impidió que llegara el invierno de 1844; al contrario. Y Bergues desapareció. Nadie se dio cuenta enseguida. Era soltero y nadie pudo precisar en qué momento exacto había faltado del mundo. Era un furtivo, cazaba las criaturas más inverosímiles. Amaba la naturaleza y a veces se ausentaba toda una semana. Pero en el invierno del 44, se inquietaron al cabo de cuatro o cinco días.

En su casa, todo estaba dispuesto de forma que podía temerse lo peor. Para empezar, la puerta no estaba cerrada; sus raquetas y el fusil estaban allí; su chaqueta, forrada de piel de cordero, colgaba de su clavo. Más triste aún: su plato, con los restos disecados de un conejo encebollado (con las huellas de un pedazo de pan bañado en la salsa), yacía en la mesa. Debía de haberle pescado comiendo; algo o alguien debía de haberlo llamado fuera; había salido enseguida, tal vez sin poderse tragar el bocado. Su sombrero estaba sobre la cama.

Esta vez fue un terror de rebaño de ovejas. En pleno día (bajo, sombrío, azul, con nieve y una nube cotando la flecha del campanario) se oyó llorar a las mujeres, gritar a los niños, batir las puertas, y fueron menester la cruz y los ciriales para tomar una decisión... Todo el mundo hablaba de la policía pero nadie quería ir a buscarla. Había que recorrer tres leguas en soledad, bajo el cielo negro, y al ser Bergues un hombre hecho y derecho, forzudo, valiente, más listo que el hambre, ya nadie se sentía lo bastante forzudo, valiente ni listo. Al fin decidieron ir cuatro, todos juntos.

Se alejaban de la casa de Bergues como si hubiera albergado a un apestado. La casa bostezaba directamente a la nieve de la calle, con su portón abierto que nadie tuvo el valor de ir a cerrar, y el cielo, por encima de todas las cabezas, parecía más negro que en el interior de la casa.

En el momento de la marcha de los cuatro emisarios hacia la comisaría real de Clelles, todo el pueblo se concentró silenciosamente en torno a ellos, que, graves y pálidos bajo las barbas, se colgaban el arma del tirante y cerraban sus chaquetas forradas con cinturones de cartuchos para jabalíes, un arsenal de cuchillos afilados, de lamas desnudas, e incluso un hacha pequeña. Por fin se calzaron las raquetas; se les vio ascender despacio el cerro tras el cual pasa la gran carretera y luego desaparecieron. Sólo quedaba atrincherarse.

Es fácil imaginar los relatos que aquellos cuatro hombres hicieron en la comisaría de Clelles tras varias leguas de marcha solitaria, al caer el día. A pesar del tiempo encapotado y del estado de las carreteras..., a las once de la noche llegó al pueblo una pequeña compañía de seis guardias a caballo, con armas y equipaje y un capitán llamado Langlois.

 

 

(Fragmento del libro Un rey sin diversión, de Jean Giono, que será próximamente publicado por la editorial Impedimenta con traducción de Isabel Núñez)

 

Jean Giono, humor, poesía y nieve

 

La descripción que Jean Giono (Manosque, Francia, 1895-1970) hace de un árbol, el haya, en la primera página de Un rey sin diversión me maravilló; traduje el fragmento en mi blog y contagié a la editorial Impedimenta. Entonces no sabía dónde me estaba metiendo. Había leído, como todo el mundo, El hombre que plantaba árboles y ese librito magnífico titulado J’ai ce que j’ai donné, entre otras de sus joyas provenzales.

Un rey sin diversión es una novela asombrosa, especie de thriller que parodia el género (la intriga se resuelve a mitad del libro, se transforma en otra), un thriller poético donde la naturaleza provenzal late como siempre en la escritura de Giono, en ese pueblo que desaparece en invierno, enterrado en un manto de nieve, con los asesinatos que el narrador examina un siglo después. El capitán Langlois, con su pipa y sus pantuflas, vigilante, con la coscolina de Grenoble apodada la Salchicha, que regenta el Café de la Travesía, el soltero y salvaje Bergues, el guapo cura de espalda ancha como el portón de la iglesia, todos esos excéntricos habitantes del pueblo son personajes que se quedan con nosotros para siempre.

 Es un libro maravilloso, pero ¡ay!, un desafío para el traductor, lleno de modismos provenzales, de palabras inventadas o forzadas para decir lo que Giono necesite decir, en su hábil mezcla de exigente lenguaje poético y lengua popular y agreste. A veces, una página exige más de un día de búsqueda, pues los jeroglíficos se acumulan y su ingenio requiere soluciones a la altura en castellano.

            La I Guerra Mundial sacudió con fuerza a Jean Giono, le hizo pacifista y causó su encierro en prisión. Por ese pacifismo durante la II Guerra, cambió su forma de ver el mundo. Él lo explica así:

“Nadie podrá consolarnos de esta guerra. Por eso yo me tiré salvajemente del lado del árbol, de la nieve y de la bestia”.

Esa búsqueda suya de la belleza y su apego a la vida transforman la naturaleza y el paisaje en intensos personajes literarios y proyecta en sus habitantes su humor y su irónica poesía, su filosofía, su mirada humanista y vitalista. “Soy un pesimista feliz”, dijo, y su escritura está llena de esa felicidad burlona, malgré tout.

            Un rey sin diversión fue llevada al cine, como otras obras de Jean Giono (él mismo dirigió películas con personajes que recuerdan al Buñuel de Viridiana).

He recogido aquí algunos fragmentos de la primera parte. Espero contagiar con ellos mi pasión por Giono a los lectores de este país.- ISABEL NÚÑEZ

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jean Giono

Siempre que políticos y politólogos reflexionan sobre la situación de una res publica moderna parece que se sienten obligados a aludir a la antigua Roma. Esto le sucedió también hace poco al desventurado ministro de Asuntos Exteriores alemán cuando, para criticar el Estado social de nuestro país, a sus ojos demasiado opulento, se le ocurrió la idea de comparar las condiciones actuales con los momentos bajos de la “decadencia romana”. No ha habido modo de averiguar qué quiso decir realmente con ello. Quizá le rondaran el ánimo vagos recuerdos del sistema de management imperial de la plebe mediante luchas de gladiadores, es posible que pensara también en los donativos obligatorios de cereales para las masas sin trabajo de la antigua metrópolis. Ambas cosas serían ecos de aquella apresurada enseñanza de la historia de la que gozaron la mayoría de los alumnos de enseñanza media alemanes de la promoción de 1961 (Westerwelle[2] entre otros). No contienen nada que pudiera inquietar.

De todos modos la referencia a la “decadencia romana” en boca de un político alemán no fue solo un síntoma de la característica formación superficial de esa clase de gente. Tampoco fue simplemente un síntoma de osadía verbal para impresionar a una cierta clientela. Encerraba una serie de peligrosas implicaciones que sin duda el orador habría evitado si hubiera sido consciente de ellas.

Pues el sistema romano de panem et circenses, pan y juegos, pan y circo, constituye nada menos que la primera configuración de lo que desde el siglo XX se llama “cultura de masas”. Simboliza el giro de la grave República de senadores al estado teatral postrepublicano, en cuyo centro había un bufón. Este giro se hizo inevitable desde que el Imperio romano, tras su conversión en monarquía cesarina, se orientó cada vez más a la eliminación del Senado y del pueblo de la regulación de los asuntos públicos. Desde este punto de vista la muy citada decadencia romana no fue otra cosa que la otra cara de la eliminación política de los ciudadanos que conllevó la toma del poder por una junta de políticos imperiales de profesión. Y que solo puede entenderse adecuadamente si se reconoce en ella el síntoma de la disolución de la vida republicana en administración y distracción. Mientras la administración del Imperio se enredaba progresivamente en formalismos se fue imponiendo por el lado de la diversión –sobre todo en los circos en torno al Mediterráneo y en las fiestas de la clase alta metropolitana- la tendencia al embrutecimiento y a la desinhibición. La conjunción de estado de administración y estado de distracción era la respuesta a una situación universal en la que el ejercicio del poder solo podía asegurarse ya por una amplia despolitización de los habitantes del Imperio.

Jugar con reminiscencias romanas remueve más pronto o más tarde materia peligrosa. Quien menciona a Roma dice a la vez res publica y quien habla de esta no debería dejar de preguntar por el secreto de sus inicios. Por mucho que los césares siguieran refrendando sus decretos con la fórmula sacralizada Senatus Populusque Romanus (SPQR), “senado y pueblo romano”, era claramente constatable que ambas instancias estaban desposeidas de poder casi por completo. Intentemos, pues, explicar cómo sucedió que la “cosa pública” ejemplar de la vieja Europa comenzara con una tormenta pasional digna de considerar: el hijo del último rey romano-etrusco, Tarquinius Superbus junior, se fijó en los encantos de una joven matrona romana, de nombre Lucrecia, tras haberse enterado de su belleza y recato por las fanfarronadas de su propio esposo Collatinus. Está claro que no quería aceptar que un subordinado hubiera de ser eróticamente más feliz que él mismo, el vástago de una casa imperial. El resto es conocido gracias a la historia universal de Tito Livio y a la literatura universal de Shakespeare: el joven Tarquinio se introdujo en la vivienda romana de Lucrecia y la obligó mediante un chantaje infame a acceder a su violación. Tras la deshonra padecida la joven dama reunió a sus parientes, les informó de los hechos y se apuñaló ante los ojos de los reunidos. Una ola inusitada de conmoción transformó el hasta entonces inofensivo pueblo de pastores y labriegos de los romanos en una multitud revolucionaria. Tarquinio el Soberbio es expulsado, la hegemonía etrusca se acaba para siempre. Nunca más se soportarán soberbios a la cabeza de la comunidad. El nombre del rey se proscribirá para siempre, no solo ad personam, sino en lo que se refiere también a la función monárquica como tal.

De la convulsión de los ciudadanos surge una idea de grandes consecuencias: en adelante la dirección de la comunidad será ejercida solo por romanos y se producirá pragmática y profanamente. Dos cónsules se mantendrán mutuamente en jaque, su reelección anual evitará toda nueva confusión entre cargo y persona. Excepto el oráculo del Estado, sin el que nada funciona, tampoco en la república, la superestructura religiosa implosiona; la superbia real queda desterrada para siempre. Las energías positivas de la soberbia son reducidas al formato de la búsqueda de prestigio por la excelencia, como es habitual en las meritocracias. Debido a estas resoluciones se pone en marcha el año 509 a. C. la maquinaria republicana más inteligentemente construida de la historia de la humanidad; que por el añadido posterior del cargo de tribuno popular consigue un grado insuperable de eficiencia. Comienza una historia de éxito sin par hasta que casi medio milenio después la hiperdilatación del complejo romano de poder forzó el paso a unas relaciones neo-monárquicas.

El lector actual de esta historia habría de retener una información significativa: la leyenda de Lucrecia trata del nacimiento de la res publica a partir del espíritu de la indignación. Lo que más tarde se llamará espacio público es en su origen un epifenómeno de la ira ciudadana. A partir del enfado de una multitud confluente se formó el primer foro. El primer orden del día contenía solo un punto: el rechazo de una infamia despótica. Por su irritación sincrónica por la desenfrenada soberbia de los gobernantes las gentes sencillas se dieron cuenta de que a partir de entonces querían llamarse ciudadanos. El consensus con el que comienza todo lo que hasta hoy llamamos vida pública fue la unanimidad civil respecto a una insoportable afrenta a las leyes no escritas de la decencia y del corazón.

Por expresar una vez más lo determinante: lo que ahora circunscribimos con la expresión griega “política” es un derivado del sentido del honor y de los sentimientos de orgullo de personas normales. Para el espectro de los afectos afines al orgullo la tradición paleoeuropea tiene pronta la expresión thymós [3]. En la escala timótica de la psique humana resuenan muchos tonos: desde jovialidad, benevolencia y generosidad, pasando por orgullo, ambición y despecho, hasta indignación, ira, resentimiento, odio y desprecio. Mientras una comuna política sea dirigida por su centro de orgullo las cuestiones de honor y prestigio están en el foco de la atención general. La inviolabilidad de la dignidad civil rige como bien supremo. La suspicacia pública vela porque la arrogancia y la avaricia, las siempre virulentas fuerzas fundamentales de la infamia, no se impongan nunca en la res publica.

Debería estar claro por qué no es inocuo hablar en nuestros días de decadencia romana y equiparar con ella circunstancias actuales. Quien habla así se declara implicite en favor del parecer o de la sospecha de que también a la república moderna –tal como surgió hace más de doscientos años de la ira antimonárquica de las revoluciones americana y francesa- le seguirá a su debido tiempo una fase postrepublicana. También esta se caracterizaría típicamente por la unión de pan y circo o, por hablar de acuerdo a los tiempos, por una sinergia de Estado social e industria de la sensación. No se puede negar que indicios de tal economía doble los hay por todas partes. ¿No vemos desde hace algún tiempo signos que hablan de la involución de la vida pública en administración y entretenimiento, aislamiento térmico para ministerios y casting-shows para ambiciones? ¿No ha conquistado discretamente las centrales de los partidos y los seminarios de sociología del hemisferio occidental el discurso, proveniente de Gran Bretaña[4], de la “postdemocracia”, es decir, la idea de que la participación ciudadana se puede ahorrar por la superior competencia de quienes toman las altas decisiones políticas? ¿No son ya innumerables las personas que como hicieron un día los antiguos estoicos y epicúreos han vuelto a poner a cubierto su existencia ante el hecho de que la burocracia, el espectáculo y las colecciones privadas señalen ahora los últimos horizontes?

De estas consideraciones podría sacarse la precipitada conclusión de que las tendencias postdemocráticas se habrían impuesto ya en toda línea en el ocaso de la segunda era republicana, la que llamábamos la modernidad política. Entonces, a nosotros, habitantes de la segunda res publica amissa (de la segunda república abandonada), no volvería a quedarnos otra cosa que esperar a los césares... o a sus ediciones baratas, los populistas, en tanto el populismo suministra hoy la prueba de que el cesarismo también funciona con comparsas. ¿Es posible, pues, que tuviera razón Oswald Spengler con su peligrosa sugerencia de que hay que ser un teórico de la decadencia para como diagnosticador del tiempo estar a la altura de las circunstancias?

Pero por muy incitantes que sean consideraciones rapsódicas de este tipo: en este asunto estamos mejor aconsejados si no nos dejamos arrastrar por el élan de la gran analogía. Es verdad que no faltan indicios de que avanzamos hacia circunstancias postrepublicanas y postdemocráticas. Cuyo síntoma más significativo, la nueva eliminación de los ciudadanos mediante una estatalidad monológica encerrada en sí misma, puede diagnosticarse hoy en numerosos frentes. La línea actual del gobierno negro-amarillo [cristianodemócratas y liberales] en cuestiones de energía atómica muestra que la política se va pareciendo cada vez más en este país [Alemania] al monólogo de un club de autistas.

Pero habrá de sentirse defraudado quien crea que la eliminación de los ciudadanos en esta segunda situación post-republicana se producirá tan sin dificultades como se llevó a cabo tras el establecimiento del antiguo régimen de los césares. En este punto la analogía histórica no es concluyente; por un motivo del que como mejor se informa uno sigue siendo por fuentes antiguas. Los autores clásicos de Grecia, que consideraban al ser humano un ser movido a la vez por el eros y por el orgullo, poseían una comprensión mucho más profunda de él que los modernos, dado que la mayoría de estos últimos se han contentado con interpretar la psique humana solo a partir de la libido, de la carencia y del afán de posesión. Sobre cuestiones de orgullo y honor no se les ocurre nada desde hace ya más de cien años. No extraña, pues, que tanto políticos como psicólogos no sepan qué hacer hoy en cuanto tienen que vérselas con conmociones públicas de esos olvidados componentes de orgullo del patrimonio anímico humano. Quien contempla el panorama de las agitaciones políticas en Europa, debería darse cuenta inmediatamente de una cosa: si hoy, a pesar de toda la cantidad de expertocracia y cultura de entretenimiento que se ofrece, no se consigue del todo la eliminación de los ciudadanos es porque se ha echado la cuenta sin el orgullo de los ciudadanos.

De repente vuelve a aparecer en el escenario él, el citoyen  timótico, el ciudadano consciente y seguro de sí mismo, informado, dispuesto a colaborar en planteamientos y decisiones, masculino y femenino, y ante el tribunal de la opinión pública presenta sus quejas por la malograda representación de sus deseos y conocimientos en el sistema político actual. Ahí está de nuevo él, ese ciudadano que sigue siendo capaz de indignarse porque a pesar de todos los intentos de adiestrarlo para ser un fardo de libido ha conservado su sentido de autoafirmación, y que manifiesta esas cualidades llevando su disidencia a las plazas públicas. Como de la noche a la mañana él está de nuevo entre nosotros, ese ciudadano incómodo que se niega a ser un omnívoro político, conformista y alejado de opiniones “no serviciales”. Hacía tiempo que no se le veía, a ese ciudadano informado e indignado al que de repente, no se entiende cómo, se le ocurre la idea de referir a sí mismo el artículo 20, parágrafo 2 de la Constitución, según el cual todo poder estatal sale del pueblo. ¿Qué ha sucedido en él para que entienda el misterioso verbo constitucional “salir” como una indicación para abandonar sus cuatro paredes con el fin de manifestar lo que quiere y sabe y teme?

En momentos como el actual no está mal recordar que la misma res publica originaria fue un derivado de los afectos psicopolíticos primarios orgullo e indignación. Como se ha hecho notar, en el origen del sentimiento romano de comunidad estuvo la no-disposición a tolerar por más tiempo la arrogancia de los gobernantes, devenida ya demasiado crasa. A pesar de todas las diferencias entre situaciones antiguas y modernas no hay que buscar durante mucho tiempo el aspecto comparable. También hay hoy innumerables ciudadanos que ven motivos para irritarse por la arrogancia de los gobernantes. Aunque la arrogancia se haya hecho anónima y se oculte en sistemas que funcionan movidos por las circunstancias, los ciudadanos, sobre todo en su calidad de contribuyentes y de destinatarios de grandes discursos preelectorales, sienten de vez en cuando con suficiente claridad qué juego se trae con ellos.

¿Entendemos ahora cómo el sueño de los sistemas produce monstruos? Los monstruos son los ciudadanos de carne y hueso que se oponen al mandamiento postdemocrático de eliminación de la ciudadanía. Habrá que admitir que esta repentina renitencia necesita explicación. ¿Por qué de repente las personas no pueden permanecer tranquilas en los lugares pensados para ellas? ¿Por qué ya no se puede contar con su letargia, importante para el sistema? ¿Y qué hay en su función que sea tan difícil de entender? En la democracia representativa los ciudadanos –a parte de sus enormes obligaciones fiscales- son utilizados primordialmente como suministradores de legitimidad a los gobiernos. Por eso se les invita, a grandes intervalos, al ejercicio de su derecho de voto. En el intermedio pueden hacerse útiles ante todo por su pasividad. Su tarea más noble consiste en expresar por el silencio su confianza en el sistema.

Conformémonos por cortesía con la constatación de que tal confianza se ha convertido en un recurso escaso. Incluso politólogos cortesanos berlineses hablan del claro distanciamiento entre la clase política y la población. Todavía se arredran los expertos ante el duro diagnóstico según el cual la política de la útil despolitización del pueblo está abocada al fracaso.

En este punto puede ser oportuno preguntar cómo se las arreglaron los romanos de la época de los césares para conseguir la despolitización, mientras que a los electos postdemócratas de hoy amenaza con írseles de las manos. La respuesta se encuentra sin rodeos: las élites de la época cesarina gozaron durante mucho tiempo de la posibilidad de hacer ofertas sustitutivas, más o menos útiles, a las reivindicaciones timóticas de su ciudadanía; a pesar de síntomas contundentes de decadencia postrepublicana: supieron cómo despertar en el civis romanus el orgullo por las consecuciones civilizatorias del imperio; mediante soft power romano vincularon al centro los pueblos de la periferia; fueron lo suficientemente inteligentes como para conseguir que las masas inestables de las ciudades participaran en el narcisismo teatral del culto al César. En comparación con ello salta a la vista la torpeza de nuestra clase política en todos los aspectos importantes del abanico timótico. A menudo ya no tiene otra cosa que ofrecer a los ciudadanos que la perspectiva de participación en su propia miseria: una oferta que por regla general la población solo acepta en carnaval y en los discursos del miércoles de ceniza[5]. Cuando se plantea la cuestión de cómo reacciona la mayoría del pueblo a la performance de los gobernantes, la mayor parte de las veces los investigadores de opinión constatan desde hace algún tiempo: con desprecio. Innecesario decir que esa palabra pertenece al vocabulario elemental del análisis timótico. Que la denominación del polo negativo de la escala del orgullo se utilice tan a menudo y tan intensamente como se utiliza ahora tendría que hacer comprensible en qué medida la regulación psicopolítica de nuestra comunidad se está saliendo de control.

[...]

Quien en medio de las polémicas intenta mantener la tranquilidad del observador consigue una imagen que conjunta en una escena coherente los diferentes focos de conflicto: en numerosos frentes se ven los mismos reflejos de búnker ante la posible perturbación de las rutinas, el mismo recurso al mobbing[6] contra quienes sostienen “opiniones indeseadas”, el mismo malestar porque tomen la palabra los no convocados, la misma confusión entre obstrucción y firmeza de carácter.

De tanta insensibilidad inveterada solo se puede salir por un análisis más exacto del sistema político y sus paradojas. Este análisis comenzaría con la explicación de por qué la moderna democracia representativa, por regla general, no está en condiciones de conseguir lo que parece que los césares lograron fácilmente: estos fueron capaces durante siglos de conectar el imperativo sistémico de la eliminación postrepublicana de los ciudadanos con el imperativo psicopolítico de la satisfacción timótica de los ciudadanos. Los modernos fracasan en esa tarea desde que la triquiñuela de la autoexaltación nacional ya no les resulta tan fácil de utilizar como hace cien años. Por eso solo les quedan dos salidas, de las que una es económicamente ruinosa y la otra psicopolíticamente imprevisible: la eliminación de los ciudadanos mediante recompensas porque se estén quietos y la paralización de los ciudadanos mediante resignación. Cómo funcionan las recompensas lo sabe cualquiera que observe los debates actuales sobre el Estado mantenedor. Tampoco es ningún secreto cómo se llega a la resignación. Superficialmente la resignación se parece a la satisfacción bajo un buen gobierno. Se diferencia de ella por un estado de ánimo molesto, pero desalentado, porque considera que los de arriba son todos iguales en el fondo. En un clima así las participaciones electorales pueden caer por debajo del cincuenta por ciento, como es habitual en EE. UU., sin que la clase política vea por ello motivo de preocupación alguno.

La eliminación de los ciudadanos por resignación es un juego con fuego porque en cualquier momento puede tornarse en su contrario: en la abierta indignación y manifiesta ira de los ciudadanos. Una vez que la ira encuentra un objetivo es difícil ya desviarla de él. Para la clase política se añade el agravante de que la moderna exclusión del ciudadano se quiere presentar como “inclusión” del ciudadano. Cuya despolitización tiene que seguir unida a tanta politización restante como sea necesaria para la autorreproducción del aparato político.

Desde ningún punto de vista los ciudadanos de nuestro hemisferio están tan excluídos como en su condición de contribuyentes. El Estado moderno ha conseguido imponer a sus miembros en el momento de su contribución más material a la comunidad, en el instante de sus ingresos en la caja común, el papel más pasivo que puede adjudicar: en lugar de resaltar la calidad de donantes de los pagadores y de acentuar respetuosamente el carácter de donativos de los impuestos, los Estados modernos fiscales agobian a sus contribuyentes con la humillante ficción de que tienen deudas masivas con la caja pública, deudas tan grandes que solo pueden saldar a plazos durante toda su vida. En el centro del moderno acontecer de la eliminación del ciudadano se encuentra un sistema de impuestos construido de modo completamente equivocado desde el punto de vista psicopolítico. Que hurta el orgullo a los ciudadanos fiscalmente activos y los empuja a la posición de eternos deudores del Leviatán. Mientras más capaces de rendimientos se muestren más dinero deben, mientras más tienen para dar más están en negativo. Por lo demás, últimamente los ciudadanos fiscales están condenados a la pasividad no solo en el instante de su pago a la caja comunitaria, sufren una pasividad de segundo grado desde que el Estado les ha encadenado alevosamente a la galera de las deudas públicas. Sin entender cómo les ha sucedido, los dadores se ven implicados en una comunidad de destino de nuevo cuño. Desde ya mismo constituyen un grupo de deuda colectiva que mañana y hasta su último aliento pagará por lo que les cargan los eliminadores de los ciudadanos de hoy. Y no se diga que la política actual ya no tiene imaginación. Todavía hay una utopía para nuestra comunidad: si la suerte está de nuestro lado y todos hacen todo lo que está en su poder, al final se conseguirá incluso lo imposible, evitar la bancarrota del Estado. Desde ahora ella es la estrella roja en el cielo vespertino de la democracia.

Desde la crisis financiera, aparecida en 2008, innumerables comentarios han evocado la peligrosidad de la especulación en los mercados financieros. Pero nunca se habló de la más peligrosa de las especulaciones: la mayoría de los Estados actuales especulan, sin dejarse escarmentar por crisis alguna, con la pasividad de los ciudadanos. Los gobiernos occidentales apuestan porque la mayoría de sus ciudadanos sigan decidiéndose por el entretenimiento; los orientales apuestan por la inquebrantable efectividad de la represión abierta. No hace falta ser profeta para imaginar en qué medida el futuro estará determinado por la competencia entre el modo euro-americano y el chino de exclusión o eliminación de los ciudadanos. Ambos procederes parten de que si se sigue contando con una alta pasividad de los ciudadanos se puede eludir el mandamiento ilustrado de la representación de la voluntad positiva y del buen saber hacer de los ciudadanos en la actuación del Estado. Hasta ahora esto ha funcionado sorprendentemente bien: incluso tras la fracasada conferencia climática mundial de Copenhague, en aquel fatal diciembre de 2009 los ciudadanos de Europa prefirieron dedicarse a sus compras navideñas más que a la política; prefirieron llegar a casa con bolsas llenas en lugar de embrear y emplumar, al menos simbólicamente, como hubieran merecido, a sus “representantes”, que volvieron con las manos vacías.

Aun sin dotes adivinatorias se puede saber: tales especulaciones reventarán más pronto o más tarde porque en la era de la civilización digital ningún gobierno del mundo está a salvo de la indignación de los ciudadanos. Cuando la ira hace bien su trabajo surgen nuevas arquitecturas de participación política. La postdemocracia, que está a la puerta, tendrá que esperar.

 

 

(Este texto forma parte del libro Fiscalidad voluntaria y responsabilidad ciudadana.
Aportaciones a un debate sobre la nueva fundamentación democrática de los impuestos, de Peter Sloterdijk, editado por Siruela)



[1] Este ensayo apareció en versión levemente recortada bajo el título “El orgullo herido. Sobre la exclusión de los ciudadanos en las democracias” en Der Spiegel (8 de noviembre de 2010, págs. 136-142).

La "eliminación" de los ciudadanos se refiere a su “exclusión” interesada de los asuntos y decisiones públicas por parte de los gobernantes, tanto en la época postrepublicana de Roma como en la postdemocrática de hoy: o sea, eliminación de las funciones del ciudadano esenciales tanto para la república como para la democracia. Este es el núcleo del artículo. Eliminación o exclusión, pues, de los ciudadanos: ambas cosas significa la palabra alemana “Bürgerausschaltung”. (N. del T.)

[2] El citado ministro, Guido Westerwelle, del Partido Liberal, aliado de la cristianodemócrata Merkel hasta las elecciones de octubre de 2013, muy controvertido y un tanto hazmerreír en Alemania en ocasiones. (N. del T.)

[3] Sloterdijk utiliza siempre la palabra “orgullo” (“Stolz”) en el sentido que deja entrever al final (lo subrayado) esta mala definición del DRAE: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces es disimulable por nacer de causas nobles y virtuosas”. Queda claro arriba, cuando Sloterdijk habla de la reducción de la superbia real de los Tarquinios al marco un sentimiento positivo y productivo de soberbia republicana, que lleva a buscar consideración social por méritos propios de superación de sí mismo y excelencia de vida. Y lo asimila al espectro semántico del thymós griego, fuerza de vida, un ánimo fuerte, pasional y socialmente evaluable. Mortal e intrascendente frente a la psyché, emocional frente a la intelecciones del nous. Uno de los tres aspectos de la personalidad, pues, que rigen la vida del hombre en Grecia, que en caso de duda siempre es regida en último término por los dioses. Orgullo es, pues, sentimiento de excelencia personal por la vida de esfuerzo y rendimiento que se lleva y espera de reconocimiento social por ello. Es el sentimiento general del rendidor o Leistungsträger, que solo pueden satisfacer impuestos voluntarios, no obligados, que se consideren además como donaciones, no deudas. Se entiende. (N. del T.)

[4] Cfr. el libro origen del concepto, Post-Democracy , de Colin Crouch (cast.: Taurus, Madrid, 2004). Un sistema político en el que van degenerando las democracias participativas occidentales en el que lo que importa no es la participación de los ciudadanos sino simplemente los resultados, con tal de que sirvan, eso sí, al menos, al bien común y satisfagan la justicia distributiva. Todo ello se determina y regula no en procesos democráticos sino en procedimientos administrativos. Los representantes elegidos traspasan para ello sus competencias, y con ello su responsabilidad, a expertos, comisiones y consultorías económicas, etc. El humus político actual de la eliminación del ciudadano, por una parte, y de su indignación, por otra, de que habla Sloterdijk. (N. del T.)

[5] En carnaval irónicamente y empáticamente en los duros discursos típicos del Miércoles de Ceniza político en Alemania. (N. del T.)

[6] Acoso psicológico en el trabajo. (N. del T.)

 

Escrito en Lecturas Turia por Peter Sloterdijk

Soledad Puértolas: la vida sobre el papel

8 de julio de 2015 09:18:00 CEST

Escribir es una tarea que separa de la vida. “A través de la memoria del pasado y de la indagación en lo que somos, salimos de nosotros mismos y nos hacemos otros”. Lo pronuncia una suma de personalidades que responde al nombre de Soledad Puértolas. Espero que sus recuerdos, convertidos en los de otra persona, den salida a este callejón inicial, que no es sino el patio interior de su casa de Pozuelo. Amplio, de reminiscencias árabes, con azulejos diríase que a juego con las baldosas. Se trata de un espacio abierto, como los que le gustan a ella, con un lucernario por el que penetra de golpe el estío. Unas puertas acristaladas abren el paso a otras estancias y escaleras a través de las que se adivinan paredes en las que sobresalen libros y cuelgan fotografías. Entre ellas la que va en la portada del tomo primero de sus Obras escogidas, publicado por Anagrama en febrero de 2011. Sus dos perros, a los que trata de meter en cintura después de haber mimado, son testigos durmientes de la conversación.

-La biografía se entremezcla en su discurso narrativo. ¿Le ha coartado alguna vez el pudor al transformar la experiencia personal en literatura?

-Más que el pudor, que puede, el respeto a las personas implicadas en mi biografía. Te puedes transformar en personaje de ficción y llegar a acuerdos contigo, pero debes mantener respeto con las personas cercanas que no los han firmado.

-¿Diferencia entre personas vivas y muertas?

-Sí, en el momento en que las personas desaparecen también podemos suscribir acuerdos.

-La intimidad, entonces, no se ve afectada mientras no toque a terceras personas.

-Efectivamente. Los pactos internos deben están claros, ellos te dirán qué puedes usar. Los personajes no dejan de estar interpuestos. Incluso cuando hablas de tus propias experiencias, no las revives, son una recreación, son reproducciones literarias. La intimidad verdadera queda a salvo por medio de la distancia.

-¿Cómo trabaja con la memoria? Reconoce que la imaginación trastoca el recuerdo de las cosas.

-La memoria es un extraño archivo. El recuerdo se produce desde el presente y nunca es puro. Es la reelaboración de datos que van cambiando con cada uno y con la percepción que de nosotros tenemos y de nuestra propia vida. En esa reelaboración, los recuerdos se viven transformados.

-Su estilo es sobrio. A través de él logra que se entienda a la primera lo que quiere contar. ¿La claridad tiene que ver con la precisión?

-Quiero que se me entienda y, por eso, la primera que necesita aclararse soy yo. Si tengo la idea confusa no la puedo expresar. El proceso es de clarificación es simultaneo y la claridad de mis novelas tiene que ver con la mía propia.

-No abundan las descripciones en lo que escribe, sin embargo crea espacios comprensibles, ¿qué teclas del estilo aprieta para conseguirlo?

-Ésa que menciona es una gran dificultad. La descripción demorada y tediosa me abruma. No soy persona que se fije en detalles, no lo he alimentado nunca. Sin embargo, los escenarios son enormemente importantes para mí. El reto lo planteo en ese punto: otorgo valor a los espacios y luego no sé describirlos porque ni estoy interesada ni dotada.

-¿Qué personas fueron clave en que escribiera, aparte de usted misma? Se recuerda haciéndolo desde que tiene memoria[1], aunque no se lo planteó de un modo profesional hasta que Arturo Serrano-Plaja casi se lo ordena. En segundo lugar, no sé si llega a existir una monja que conmina a no desperdiciar el talento en cosas que no sean la escritura a un personaje que ignoro si, en ese punto tiene, que ver consigo.

--Ríe- Sí, esa monja está bien vista, la saqué en Cielo nocturno. Era una mujer que me hablaba de la belleza y de la necesidad de no dilapidar los talentos concedidos. La tenían un poco apartada porque era demasiado lúcida. Yo no sé cuándo empiezo a enseñar lo que escribo, pero siempre que lo hice obtuve una valoración positiva. Apoyos puntuales, me refiero, no un clamor. En el colegio de monjas se daba importancia a la expresión escrita, estaban los ejercicios de estilo y de redacción. Tengo la impresión de que siempre me han valorado más fuera de casa que dentro, lo cual es importante porque te enseña un camino de salida. Yo era una niña comunicativa, pero cerrada, bastante observadora, y no encontraba mi lugar fácilmente. Serrano-Plaja llegó mucho más tarde.

-En esos inicios Hammet y Chandler le ayudaron a encontrar el tono. Sin embargo, rápidamente se separó de cualquier remisión a la novela negra.

-Yo no estoy dotada para el crimen. Me asusta lo policiaco, no me gusta pensar que alguien muere por mi causa, que es lo que sucede en ese tipo de novela: el autor es el criminal. Para el tono de El bandido doblemente armado –había escrito antes otras novelas que no encontraron publicación- esos escritores sí me ayudaron. Necesitaba encontrar distancia al escribir y la distancia en la figura del detective es muy parecida a la del narrador. El detective privado vigila las vidas de los demás y las transcribe, que es más o menos lo que hacen los narradores. Chandler, Hammet y, también Salinger, me situaron en el lugar donde quería estar. Pero la novela policiaca, en realidad, nunca me interesó. Lo que me llamaba es otro tipo de misterio, más profundo, más disperso, más imposible de localizar.

Conviene localizar el prólogo de La vida oculta. En él pronuncia: “Espía, observador secreto, el novelista va creando silenciosa, sigilosamente, la vida sobre el papel y lo cierto es que no da muestras de ello en su propia vida: parece un ciudadano como los demás”.

-Su obra es cosmopolita, con frecuencia recoge un paisaje transnacional. En Compañeras de viaje hay hasta ocho países circulando. Sin embargo, no le apasiona viajar[2].

-Me asusta y me cansa. Soy consciente de lo que comporta: los tiempos perdidos, en los que el tiempo transcurre, inestable, sin puntos de apoyo. Dejar la casa, ir a la estación, al aeropuerto, llegar al destino... El aprendizaje consiste en hacer que el trayecto tenga sentido en sí mismo.

-¿En la ciudad se encuentra a salvo?

-Las ciudades me pueden perturbar también porque, como escritora, estoy obsesionada con las coordenadas espacio-tiempo y, en el momento en que éstas cambian -en cualquier trayecto urbano- me encuentro sin lugar. Y mis personajes comparten mis vivencias, sean de dolor o de alegría.

-Afectan, pues, a su escritura.

-No, a eso no. La vivencia está ahí, pero yo puedo escribir en cualquier parte.

-No tarda en recuperarse.

-En absoluto. Tengo capacidad para escribir en cualquier sitio. Voy a un hotel y puedo escribir. Lo mismo, en trenes y aviones. Para protegerme del mundo exterior, creo espacios fuertes, y ellos son transportables al lugar en el que me encuentre o hacia el que vaya.

-El dolor y la enfermedad –física, mental y moral- es otro terreno que visita. Hasta el punto de convertirlos en “símbolo de las debilidades humanas y sus limitaciones” y ser causa de inutilidad[3]. Se perciben como algo irremediable, por lo que hay que pasar y nos rodea.

-La enfermedad es una condición del ser humano. Aunque muchas veces oigamos que vivimos en la salud, somos seres delicados y enfermos. Convivir con ella nos recuerda nuestra transitoriedad, nuestra mortalidad, tan perturbadora que tratamos de ignorarla. Creo que la literatura debe tratar la enfermedad, el dolor y las limitaciones.

-Y entre los caminos que conducen a la enfermedad, el amor. En Si al atardecer llegara el mensajero, usted expresa que, aun sabiendo de antemano que puede terminar en cualquier momento, cuando finaliza, es capaz de abocarnos a la locura, como, de hecho, le sucede a la protagonista de Cielo nocturno. Aquí parece que rebaja la expectativa y termina concluyendo que el amor consiste simplemente en ser entendido… que no es poco.

-Aceptar el desamor, y el final del sufrimiento que éste provoca, es únicamente posible a base de tiempo. Sin él no hay recuperación. Hasta que no sientes que algo ha acabado, no sabes que puede acabar: la vivencia va unida a las sensaciones. Intuimos que el dolor tiene fin, pero, ¿qué quiere decir fin antes de producirse?

La explicación guarda sintonía con la enseñanza plasmada en Pauline, René y Lilly, protagonistas de Burdeos, que aprenden que la vida se reduce a tiempo y la única salida para superar los reveses, los problemas cotidianos, las incapacidades es la lucha contra uno mismo. “Luchar nos da la medida de nuestro deseo”, ha escrito.

-Dijo Fernando Lázaro Carreter de usted que no aspira a deslumbrar con el estilo, sino a contar “historias de amor perdido divinamente”[4]. Las hay que sufren desgaste, que se ven visitadas por un amor fugaz… Pocas parejas felices hay en sus novelas.

-Esa apreciación valdría para toda exploración literaria, no creo que exista novela que se plantee temas de fondo y verse sólo de la felicidad. Quitando las de Jane Austen, que acaban en boda… y hasta que llega la boda, los protagonistas sufren también.

-¿Puede que, en el mayor número de casos, -se- refleje la agitación del enamoramiento más que el amor?

-Claro, porque el amor, como concepto, es inaprensible. El amor o no se puede definir, o cada uno lo hace a su manera. Es tan ambicioso como vago: puede ser divino o humano, que dure un mes o que dure toda la vida.  Carver se pregunta de qué hablamos cuando hablamos de amor[5]. El enamoramiento es muchísimo más manejable: pasión, flechazo, la absorción de la identidad de otro.

-Hay un denominador común en sus personajes: la disposición a la aventura, particularmente evidente en Días del Arenal y en su reciente Compañeras de viaje. ¿Se trata de una visión práctica de las emociones, influida por el mundo interior de cada uno o la realidad se impone y, resultando todo finito, hay que estar abierto a nuevos paisajes?

-Más bien lo segundo. Mis personajes acaban considerando positiva la apertura. El azar permite la entrada de nuevas personas en la vida. Que la experiencia no esté cerrada a nadie es un ingrediente fundamental en mis libros y una de las redes que sostienen a mis personajes. Puede ser una aventura o puede no ser nada, una persona con la que hablas un momento, como en ‘Hablando con desconocidos’[6], donde una señora sentada en el banco de un parque se pone a hablar con un chico que le pide fuego. Necesita alguien que la escuche, las cosas no suceden porque sí.

-En ese cuento que menciona, la protagonista, Gracia, sale mirando por la ventana, como huyendo de casa, fuera de la cual encuentra la alegría. Lo que encaja con lo que leemos en Recuerdos de otra persona a propósito de los bloques de viviendas y de las casas. “Todo lo muy terminado, muy pensado o muy lustrado me agobia un poco”. Por eso, las terrazas le parecen liberadoras –como cabría interpretar de las ventanas en ‘Hablando con desconocidos’-. Parece que está hablando del amor.

-Es verdad, hablo de una cosa y de la otra: de los edificios y de las personas. No creo en la perfección y, además, me escama oír hablar de ella. Una relación perfecta entre dos personas me parece inverosímil. Se podría hablar de sintonía, pero la perfección es demasiado redonda e impenetrable, escapa a las relaciones humanas. La terraza sería la imperfección necesaria.

-En ese mismo libro, unas páginas antes, comenta: “Puede que lo que se está haciendo nos pertenezca más que lo hecho y terminado. Está más lleno de posibilidades y sueños. Lo terminado lleva en su seno la renuncia y la frustración”. Y remata. “Sueños aún deshabitados, pero reales, haciéndose”. Lo que encaja con los pensamientos de Estrella en Si al atardecer llegara el mensajero: “El amor me gusta más antes que después. Al cabo de los días empiezo a notar la decepción. La culpa no la tienen ellos, los hombres, porque me pasa siempre (…) La ilusión se había evaporado”. ¿No es injusto, igualmente, para ellos y para ella?

-Algo tendrá de injusto, no digo que no. El comienzo que me ha leído se refiere a las casas y a todo proyecto personal, claro; lo que le pasa a Estrella es que no habla de amor, sino de enamoramiento. El amor, tiene razón, seguramente no lo he planteado en mis novelas salvo en estos extractos. El enamoramiento es puntual; el amor, no, el amor siempre se está haciendo, en la convivencia, en la confianza, a través del entendimiento mutuo. Lo mejor del amor es que nunca está acabado.

-Tiene personajes que no cesan de preguntarse si es mejor conocer la verdad… aunque acabamos de ver que ni conocer la fragilidad del amor nos previene de sufrir por él cuando termina. ¿Cabe ser feliz e ignorante al tiempo?, ¿se puede dar el bienestar sin conocer? ¿Qué opina la autora?

-Yo también me pregunto esas cosas –rompe a reír-. La ignorancia es un alivio que libra a las personas de elucubrar, pero no es el estado ideal. Ahora, yo distinguiría.  Hay una ignorancia voluntaria, en la que uno renuncia, y otra frustrante, cuando alguien te prohíbe. La primera es un acto de decisión personal y tiene algo de heroísmo. Contra la segunda, impedir el acceso al Libro de la sabiduría, me rebelo.

-En si Al atardecer…  se habla también de investigar qué fue de las personas amadas después de haberlas perdido. Hay un personaje que baja del cielo con esa misión. Ahora esto no funcionaría: las redes sociales permiten romper con una persona y seguir estando al corriente. ¿Qué le parece una sociedad hipercomunicada, en la que todo parece tan masticado, y tan volcada hacia fuera?

-Es verdad. Debemos preguntamos, y es un reto que debemos ir asumiendo, qué se pierde con tanta comunicación. Para empezar, la calma. Hay demasiadas palabras en el aire. Las comunicaciones de Twitter, Myspace, Youtube, Tuenti, Facebook, de los blogs, están constantemente dando fe de lo que la gente hace, pero ¿qué alma tienen? Quizá no todo sea comunicable y estemos perdiendo la valoración de lo que no se debe tratar, sobre todo, en público. La técnica nos ha propiciado una manera de relacionarnos fácil, barata, enfebrecida, seguramente enfermiza, y nos ha convencido de que tenemos que usarla.

-La dificultad para comunicarnos las personas excede la pareja y las redes sociales. La encontramos también habitando en la familia, una institución a la que nunca se termina de conocer y que no escapa de la crítica. Así, el tío rico de Todos mienten -1988-, que manda dinero desde el continente americano, veinte años después[7] descubrimos que nunca existió. Fue una invención para justificar unos ingresos opacos del padre. La afectada se manifiesta contra la corrupción familiar y rompe lazos: “Me enteré el año pasado (…) Me fui de casa. No quiero saber nada de ellos”.

-Tiene razón, se trata del mismo hombre. La familia es una organización tan compleja, con tantos roles asumidos, que es tentador examinar qué hay tras el papel que cada miembro asume. Cuánta buena voluntad malinterpretada, pero, también cuánta impostura. Silencios, traiciones y actitudes que merecen la censura.

-No ha de ser intocable.

-Nada es intocable.

-¿Qué papel juega, dentro de la familia, el padre? En varios libros la relación con él es tortuosa, ¿cabe ser de otro modo?

-No sé si cabe, pero las relaciones padre-hijo y madre-hija parten de presupuestos muy distintos y en ese punto de partida está el primer enfrentamiento. Los padres dan la vida y son los cuidadores y los hijos están condenados a rebelarse y a elegir su propio camino. De esa relación conflictiva guardamos mitos e historias a lo largo de siglos. Cada época añade matices, pero la relación nace muy desigual y, como tal, estará condicionada a pasar por grandes pruebas.

-Dificultades en el modo de vivir en sociedad, de habitar las ciudades, de relacionarnos por internet, dificultades con la pareja, con la familia, con el padre… También discutimos con nosotros mismos. Hay varios pasajes, que podrían tener su cénit en el relato ‘Espejos’[8], en los que la protagonista manifiesta extrañeza respecto de sí misma. ¿Hay varias personas en cada persona?, ¿por qué nos desconocemos?

-Nos vamos desconociendo a medida que la vida pasa. Conviene admitir que tenemos zonas oscuras y llegará un punto en que estemos esperando descubrirlas. Nuestra educación la hemos recibido para que nos reconozcamos dentro de una coherencia lineal, lo que pasa es que las categorías palidecen según nos alejamos de los núcleos vitales. Y no tiene por qué ser malo, al revés.

-Pero el volumen se cierra con un cuento[9] en el que la protagonista se declara “deshabitada” y “desfallecida” al comprender: “Por primera vez yo era una desconocida para mí”.

-Claro, la joven está viviendo en Noruega y un día se pregunta qué hago aquí. La primera vez que no entendemos nuestro comportamiento o qué pintamos en un sitio es inquietante. Rápidamente deducimos que nos hemos equivocado. Luego nos damos cuenta de que sin decisiones que nos descolocan, siempre seríamo la misma persona, esto es, no habríamos salido del nido. Los momentos de desconocimiento nos dan idea de las muchas personas que somos. En la dualidad entre Heráclito y Parménides, yo soy heraclitiana. El cambio permanente me alivia.

-Y, en ese cambio permanente, ¿no están la ansiedad y la desorientación, de las que hablábamos al comienzo, trastocando el espacio-tiempo? ¿Se puede tener equilibrio en el movimiento?

--se pone seria- Ése es el reto. A mis personajes, en general, les alivia el movimiento. A mí no, intento aprender de ellos. Ellos parten de la angustia que supone ignorar si van a ser capaces de salir de sí mismos. Depende de dónde sitúes el peso. Si estuvieran angustiados por el cambio, buscarían la unidad. Personalmente, me siento identificada con una novela en la que Peter Handke habla de sus padres y, en un punto, el personaje-hijo pregunta, rotundo: “¿Te sigue pasando que te quedas quieto y crees que el tiempo no va a seguir?”. A lo que el padre responde: “Me pasa menos, pero todavía me pasa”. Me veo reflejada en la sensación de que el presente atrapa.

-De hecho, usted detiene el tiempo varias veces en sus novelas.

-Sí, porque a mí se me detiene el tiempo. Lo que me alivia es que la detención no me angustia y que luego puede reanudar su marcha.

-Pero se detiene, ¿en la vida cotidiana, pensando o escribiendo?

-Sobre todo, cuando escribo. Es maravilloso salir del tiempo y crear otro. Ahí no hay zozobras vitales. Son momentos casi pletóricos, de felicidad, en los que creo estar tocando aquello que me interesa mantener quieto durante unos instantes. En esa detención del tiempo voluntaria no hay angustia; en la vida, sí.

-De que en la vida hay momentos angustiosos da fe el modo en el que la presenta, reforzando la idea global de conflicto. La vida como un lugar incómodo, lleno de envidias, neurosis, penalidades. Sin embargo, usted no hace desaparecer a ningún personaje.

-Bueno, sí. Tengo un suicida en El bandido doblemente armado -1980-: Luigi; y, en Días del Arenal -1992-, a Herminia Oliver. Pero lleva razón en que, por lo general, mis personajes aguantan. Eso es lo que busco: la resistencia, la manera de poder todos, en los libros y en la vida, salir adelante. El suicidio es un recurso muy fácil, en seguida se acaba todo, no hay reto. Repito: me interesa encontrar estímulos que empujen a resistir.

-¿Porque la vida merece la pena?

-Ésa es la pregunta –ríe-. Por si acaso.

-Nada que ver, pese a la noción de esfuerzo, con el valle de lágrimas.

-Nada, el sufrimiento no me gusta nada.

-Aunque hay presencia de monjas inculpadoras y un mundo que sí cree en esa doctrina.

-Ese mundo y esas monjas están porque formaron parte de mi vida. Estuve doce años en un colegio religioso[10].

En Burdeos -1986-, Pauline acaba de sufrir un fracaso amoroso y piensa que no podría existir en la vida un momento de mayor desdicha. Sólo la fortaleza interior y el ejemplo de Rose le ayudarán a superarlo. Como salvavidas, “la cultura proporcionaba a Rose todas las emociones que la mayoría de las mujeres y de los hombres buscan en el amor. Había amado una vez con todas las consecuencias y comprendía el corazón de los hombres, pero había llegado a descubrir que únicamente el arte merecía la entrega del corazón. Sin estar capacitada para la creación artística, sabía valorarla”. Pauline y Rose Fouquet tienen una probada sensibilidad. En Compañeras de viaje leemos una especie de silogismo: “Vivir y amar. Vivir y sufrir, si es preciso”. ¿Vivir sería amar y amar, sufrir?, ¿vivir es sufrir? En Cielo nocturno se adivina cierto misticismo y todo un debate sobre la insatisfacción del alma en Si al atardecer llegara el mensajero, donde, por otra parte, se reconoce que el amor humano “no se contenta con la posesión y el disfrute del cuerpo del otro, sino que ansía alcanzar su alma”. En la misma novela se presenta la persecución de la belleza como un modo de vivir privilegiado en el que el talento artístico “tiende hacia lo divino”. Al comienzo, encontramos a Lucía, quien fantasea con retirarse a un convento. Quien sí se recluyó allí, esta vez en la vida real, fue una doncella que vivía con su abuela materna, a su muerte.

-¿Quizá de la suma de todo lo hablado hasta ahora surja la tentación de la vida retirada, enfocada al lado espiritual, donde ya no cabe el deseo?

-Nadie me lo había preguntado, pero sí, hay una serie de personajes que piensan que es mejor apartarse de la vida. Me interesa la verdad poética que hay detrás de algunas cosas y de algunas personas. Dan sentido a la vida. Mis personajes también sienten un poco la curiosidad y salen de la vida, aunque luego vuelven. Necesitan presente la posibilidad de salir.

Una salida al laberinto sería la belleza, que nos eleva con un soplo de inmortalidad sobre el día a día, y otra parece que serían las ideas. ¿Se puede entender la ideología como horizonte de sensibilidad en oposición a la represión de la educación católica? “La revolución rusa como si fuera una asignatura pendiente, esencial, que hubiéramos debido estudiar junto a las matemáticas, la gramática, las ciencias naturales y todo lo demás”[11].

-El compromiso afecta hasta a los estudios, escogiendo, además de Periodismo y Económicas, Ciencias Políticas.

-¿En mi caso o en las novelas?

-En los dos.

-Sí, pero hay más factores que influyen. Por ejemplo, que la sede de Políticas estaba en el centro, en la vieja facultad de San Bernardo y eso para mí era importante, ya que me podía desplazar a pie…

-… lo explica en ‘Paseos por Madrid’[12].

-Cierto, y cuento que pasaba las mañanas en la hemeroteca, preparando mi tesis sobre el Madrid de Pío Baroja.

-De La lucha por la vida, concretamente. De nuevo, la idea de adaptarse y superar los conflictos.

-Pues sí, se ve que desde el principio tuve claro dónde mirar, ¿no?... Como le digo, había muchos factores. También estaba que lo previsible en mí era una carrera de científica después del bachillerato que hice. Y por esa extraña manera que tengo de hacer lo contrario de lo que de mí se espera, hice Políticas. Hay muchas incoherencias en mi vida, por fortuna, todo no se puede explicar.

En otro cuento del mismo libro, ‘Pamplona’, la vida “nos espera para irnos dando datos y noticias y hacernos acumular engañosa sabiduría”. Aunque: “Si ya lo supiéramos todo, si no necesitáramos nada, ¿qué nos empujaría a escribir?”. Todo no se puede explicar y de ahí la literatura.

En 1993 publica una obra clave: La vida oculta, merecedora del premio Anagrama de Ensayo. En el prólogo comenta: “No importa tanto en qué consiste la belleza ni quién le haya dado la oportunidad de contemplarla, sino el hecho de haberla descubierto y vivido”. La obra mereció el premio Anagrama de Ensayo. En el segundo capítulo, la autora advierte de que no se debe confundir la vida con la literatura. “Sin embargo, de una forma profunda, es casi para mí imposible deslindar la vida de la literatura”. Seis años más tarde ganará el Planeta con Queda la noche, una novela con otra protagonista viajera que le costó terminar. La idea subyacente, coherente en su obra: nada está completamente terminado, siempre hay vida esperando ser vivida. Muchas veces el azar, no conforme con reordenar lo conocido, se convierte en emisario de la sorpresa. A propósito del galardón, Soledad Puértolas dijo que, si bien, parte de la elite cultural entiende que el prestigio debe ser minoritario, a ella no le afectó negativamente el premio.

-Junto a las lecturas políticas, imagino las literarias. Hay referencias, en entrevistas que le han hecho y en novelas que ha escrito, sobre cómo y cuándo arranca a escribir, a partir de encontrar productivas la soledad y la intimidad en su habitación. Pero no he leído nada acerca de que hubiera un ambiente libresco en casa.

-Es verdad que no había un ambiente claro. Pero en casa de mi abuela de Zaragoza sí había muchos libros y mi padre los heredó. Era una familia culta y recuerdo que allí, sí, se leía. Somerset Maugham, Ayn Rand, la literatura de aquella época... Pero es cierto que en casa no insistía nadie en los beneficios de la lectura, seguramente porque no hacía falta: éramos unas niñas aplicadas, que sacaban buenas notas y la literatura ya flotaba, ella sola, en el ambiente. Tampoco diré que la familia valorara la cultura por encima de todo. Soy reluctante a que te obliguen a leer, más partidaria de que la afición se dé de un modo natural, no demasiado intelectual.

 

Está terminando la conversación y el entrevistador se ha prevenido de caer en preguntas que, sabe, molestan a la autora. Al menos, no ha preguntado cuándo empezó a escribir. Ella misma realizó estas mismas funciones para una radio y llegó a entrevistar a Manuel Mujica Láinez. Se fue al hotel El Prado, en Madrid, cargada con un magnetofón. Su marido se hizo pasar por técnico de sonido y, al acabar, declaró: “No lo has leído, lo ha notado”. Es una de las anécdotas. De aquella experiencia salió el cuento ‘La indiferencia de Eva’, en el que Eva es la entrevistadora ideal que todo lo sabe de sus personajes.

Soledad Puértolas comenta que incluso “las preguntas que buscan sorprender ya han sido, por lo común, hechas” y admite aguantar con estoicismo los coloquios y las entrevistas. Sin embargo, en una ocasión[13], confiesa haberse quedado callada unos segundos, sin acertar a contestar. Le inquirieron si alguna obra se le había resistido, si estaba a la espera de conocer algo para poder escribirla. El suceso data de 1995[14]. “Yo me encontraba en ese momento un poco perdida en una novela. La había empezado con fuerzas, llena de ideas y esperanzas, tenía al personaje dentro de mí y sabía qué relación tenía con él –con ella, se trataba de una mujer- y sabía por qué caminos iba a aventurarse. Pero el panorama se me había ensombrecido y no sabía qué hacer, lo que sentía era exactamente eso que el periodista me acababa de preguntar. Tenía que esperar, me faltaba un dato, tenía que aprender algo”. Ese algo, según ella misma confesó, guardaba relación con el paso del tiempo. “Mi personaje envejecía y yo no sabía nada de la vejez, qué emociones, qué esperanzas podían concebirse desde allí”.

Seguramente acierta cuando formula que muchas de las preguntas hechas a lo largo de la vida “esconden una intención, están destinadas a probar tal o cual cosa, no están dirigidas a obtener una respuesta, a desvelar una verdad, son el vehículo de otra pregunta, mucho más profunda y vaga, esconden el interés, la curiosidad por lo que somos”. En este caso sin el menor grado de acritud, llana curiosidad, faltaba saber el presente de aquella novela que no pudo escribir, que se le resistió, si consiguió poner en pie algo o la descartó definitivamente. Sorprendida, afirma: “Estoy en ella, y tengo dos más. Pero ésa a la que te refieres la tengo encauzada. Había cosas con muy buen planteamiento. Me reencontré con ella hace poco y me asombró que la hubiera dejado. Estaba en un fondo perdido de mi ordenador. Pensaba que la había perdido, por lo que me llevé una sorpresa. La idea es buena, no sé, me debí de sentir sin fuerzas. Pero, por fortuna, ahora no me he bloqueado. Confío en el azar, está reposando y dando vueltas en la cabeza y, antes de fin de año, me habré puesto a terminarla.

-Vamos terminando nosotros también. Lleva un año en la Academia Española. Uno piensa en Manuel Seco, José Luis Sampedro, Martín de Riquer, ¿es una institución más honorífica o de trabajo?

-Se trabaja y se trabaja con seriedad. Particularmente, salir de casa para hablar de las palabras me parece maravilloso. Tratamos de actualizar su significado, trayéndolo al presente. ¿Un ejemplo?: realidad. No está tan claro hoy qué queremos decir con este concepto: hay desde una supuesta realidad a la virtual pasando por la visible, etcétera.

-¿Le ha condicionado el nombramiento la escritura?

-Me ha hecho reflexionar más sobre las palabras, no sé en qué medida me puede afectar, me gustaría que no demasiado. El respeto por la palabra es un peso para el escritor. Espero guardar siempre una pizca de irreverencia o, de lo contrario, no podría escribir.

-Naipaul acaba de soltar que las mujeres escriben peor que los hombres. ¿Qué opinión le merece?

-No me parece una manifestación propia de un escritor, más bien de un sociólogo de baja estofa. Me han dicho que tiene mal humor, ese día estaría enfadado.

Y ríe por última vez. Hay cosas mejores en que pensar. Por ejemplo, esos personajes desdoblados en los que ella es y no es; o escribir, en la tarea minuciosa de separarse de la vida. Como dice Fernando Pessoa, uno de sus autores predilectos: “Si no me quiero encontrar, / ¿querré que me halléis vosotros?”.



[1] Antón Castro.

[2] En una entrevista publicada en 1994 –y realizada en 1989- en Veneno en la boca, recopilación de Antón Castro.

[3] Si al atardecer llegara el mensajero.

[4] Abc Literario, 3 de abril de 1992.

[5] Obra original de 1981.

[6] Historia de un abrigo, novela hecha a base de relatos, de 2005.

[7] Cielo nocturno.

[8] Compañeras de viaje.

[9] ‘Otoño de 1968’.

[10] El 15 de julio de 2011 publica en El País un artículo sobre su ingreso, a los cuatro años, en el jardín de infancia.

[11] Cielo nocturno.

[12] Recuerdos de otra persona.

[13] Recopilado en La vida se mueve, El País Aguilar

[14] Revista Cruz Campo.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

El artificio de la eternidad

5 de junio de 2015 13:46:50 CEST












El  artificio  de  la  eternidad

(a partir de dos versos de W.B. Yeats)

 

Un hombre anciano no es más que

un abrigo andrajoso sobre un bastón,

a menos

que las manos del alma

le dejen ir

a la eternidad.

No bastan para el viejo, no,

el mármol de los tiempos llenos

antiguamente,

ni la canción del día de sol

que una gramola del año

en que nació

repite por los bosques una y otra vez.

El bosque de la música ligera.

Tampoco basta.

Tampoco el verde vidrioso

de las hojas del árbol perenne,

ni el enjambre de las abejas en su tropel.

No hacen ruido bastante.

El alma del anciano necesita

más melodía.

La voz entera de algún amor no del todo acabado,

el estribillo de las promesas aún por cumplir,

y un argumento leve

de comedia

con un final abierto,

más que feliz.

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Molina Foix

Tiene 86 años y una mirada teñida de azul que parece sobrevolar por encima de todo aquello en lo que se detiene. Si algo me emociona de Emilio Lledó es su capacidad para seguir haciéndose preguntas y para seguir manifestando sorpresa ante las cosas del mundo. Las palabras, las expresiones, son para él una incógnita permanente. Le gusta profundizar en los sentidos de las palabras, extraer esos sentidos del fondo de la tierra y sacarlos a la luz como frutos nuevos, porque de tanto usarlas las palabras se adormecen, pierden su brillo original, no vibran. Y hay que tocar sus cuerdas, sus sonidos, para hacerlas renacer. Emilio Lledó lo hace constantemente. Le gusta jugar con el lenguaje, inventar términos que le conduzcan a los senderos cristalinos de la comprensión, esos que no están pisoteados, que parecen esperar a que nuestras huellas se fijen en ellos por primera vez, cuando se abre la mañana y aún no hay sombras ni peligros al acecho. ¿Qué quiere decir esto? Es el interrogante que abre una y otra vez el filósofo. A partir de ahí empieza a caminar, parándose a contemplar los latidos de todo lo que es nombrado, la fisonomía de los árboles, las hojas que caen y que le resultan tan evocadoras, la gente que camina a su paso, las letras que llenan los espacios, los huecos de la existencia.

No deja de asombrarse Emilio Lledó ante la contemplación de las manos: las manos que tocan, que perciben, que se mueven, que nos conectan con el exterior y con los otros, al  tiempo que rozan suavemente las diversas texturas de las emociones. Este diálogo que aquí se despliega tuvo lugar en dos tiempos diferentes, en la primavera y el invierno de 2013, y en ambas ocasiones el autor de obras como El silencio de la escritura, La memoria del logos o La filosofía hoy, compartió el estimulante, enriquecedor, juego de inventar sus propias palabras. En ambas ocasiones se maravilló ante sus propias manos y las desplazó por la mesa tocando los lomos de los libros, la madera, con la conciencia de quien recibe un don que no ha de ser olvidado. En ambas ocasiones dejé su casa reconfortada por el encuentro con alguien que me hace creer en la buena vida, la vida vivida con entusiasmo, con intensidad, con pasión. Hay pasión en los ojos, en la manera de hablar, en los pasos ágiles, de este hombre lúcido cuyo secreto es la curiosidad, las ganas de seguir aprendiendo, el orgullo ante el trayecto recorrido y la actitud crítica: ese nunca darse por vencido, ese seguir defendiendo con ahínco las convicciones, esa rebeldía necesaria para decir no que nunca debe dormirse, aunque nos repitan una y otra vez que el “no” pertenece al territorio de los niños.

Los libros y la libertad (RBA), un abarcador compendio de artículos que funciona como un espejo múltiple donde se reflejan muchas de sus ideas y preocupaciones, es el último libro publicado de Lledó, pero es posible que muy pronto sus lectores podamos disfrutar de un nuevo ensayo en el que lleva trabajando largo tiempo sobre la amistad y el amor. De ello y de mucho más hablamos con calma durante dos mañanas: las horas transcurriendo raudas, la luz filtrándose por la ventana de un salón lleno de libros, esos libros amigos, compañeros, que en ocasiones, según dice, le hacen llegar la queja de no haber sido abiertos en mucho tiempo. Esa luz iba cambiando de posición y de forma, prodigiosa en su fugacidad, al hilo de las palabras.

- Son muchas las ideas, las reflexiones contenidas en Los libros y la libertad que me han resultado luminosas, pero hay una parte especialmente reveladora, la parte en la que hablas de las primeras lecturas, de aquel profesor, don Francisco, que te enseñó a “viajar a las realidades paralelas de las ficciones”. ¿Dónde está el niño Lledó? ¿Qué imágenes de la infancia, de la memoria, guardas en tu particular cofre de los tesoros?

- ¡Qué bonito es eso de particular cofre de los tesoros! Por supuesto que lo que uno ha vivido es el pequeño tesoro de la memoria. Lo he escrito ya muchas veces, podría decir que hasta la saciedad, pero sigo sin cansarme de decirlo. Somos memoria. Si empezáramos las mañanas en blanco sería terrible, sería la muerte del individuo, la muerte de la sociedad. A mí siempre me ha atraído mucho la Historia, la memoria histórica. Me interesa saber cómo fue mi país, qué ha pasado en mi país, incluso me interesa saber a qué país pertenezco y a qué país aspiro. Pero me has preguntado sobre mi infancia y debo decir que, aunque mi infancia transcurrió durante la Guerra Civil, yo fui un niño feliz. Un niño feliz a pesar de los bombardeos, a pesar de que por la noche dormíamos en la cueva de la casa, en el sótano, junto con otras familias que también colocaban allí sus colchones. Yo tendría entonces 9, 10, 11, años, y, pesar de la angustia y del hambre -hambre relativa entonces, porque la verdadera la pasé ya en Madrid, después de la guerra- fui un niño feliz porque tuve un maestro, un maestro que me abrió un horizonte amplio, nuevo .

- Da la impresión de que ese maestro está en el germen de lo que Emilio Lledó ha llegado a ser.

- Sí. Don Francisco fue fundamental para un muchacho que quería escapar de aquel horror. Ni yo ni los niños de mi edad teníamos conciencia del alcance de lo que estaba sucediendo, no lográbamos entender del todo el porqué de la Guerra Civil. Lo único que yo percibía era la sensación permanente de que la vida era peligrosa. Siempre había angustia, peligro a mi alrededor. Recuerdo que mi padre, que era militar y estaba destinado al Regimiento de Artillería Ligera de Vicálvaro, donde vivíamos, me trajo una vez a Madrid y ese día yo vi muertos en la Gran Vía. Sonaron las sirenas y me refugié en un portal, pero al salir me di cuenta del espanto, de toda aquella gente que no tuvo tiempo de protegerse... Sin embargo, repito, ese maestro consiguió hacerme feliz. Aún tengo su imagen clarísima: era un muchacho alto, no creo que tuviese más de 30 años, uno de esos maestros de la República, de las Misiones Pedagógicas. Nos hacía leer varias veces por semana unas páginas de distintos libros. Hubo muchas lecturas, pero yo recuerdo el Quijote porque ahí nació mi amor por una novela que he leído más de 12 veces. Ese maestro nos hablaba a niños de 10 años de sugerencias de lectura y esa frase no la he olvidado nunca. Era una frase que abría nuestras mentes. ¿Qué nos podía inspirar Don Quijote, a nuestra edad, en el caos aquel de la guerra? Pues allí, con nuestros lapiceros, nos poníamos a escribir sobre las sugerencias que nos despertaba don Miguel de Cervantes.

 

“El ser humano es lo que la educación hace de él”

- ¿Ese disfrute del aprendizaje, de la lectura, prosiguió en tu formación?

- No. Eso tan excepcional, esa sensación de felicidad, jamás se repitió en la universidad, ni siquiera en el bachillerato. Allí lo que hacía era aprender asignaturas, textos. Había profesores buenos, claro, y sería injusto si no dijese que en la universidad que yo padecí sobrenadaban algunas figuras, sobre todo los filólogos clásicos, que han sido la gran revolución de la cultura española de la posguerra. Ahí está la inmensa aportación de la Biblioteca Clásicos de Gredos, donde hay autores que no habían sido traducidos nunca. Yo me temo que dentro de 50 años, si siguen los planes de estudio así, no habrá nadie que sepa traducir griego o latín. Me apena esto y me apena pensar en la tradición triste, inquisitorial, que hemos padecido durante cuatro siglos, la repulsa a la libertad de conciencia. Al respecto hay una frase muy significativa en Don Quijote, la frase que el ex vecino Ricote, que fue expulsado porque era morisco, le dice a Sancho, con quien se encuentra cuando éste regresa de la Ínsula Barataria. Le dice algo así como que se había ido a Alemania porque allí la gente vivía como quería y porque en todas partes reinaba la libertad de conciencia. Siempre me sorprendió esa frase y más de una vez me he planteado de dónde sacó Cervantes esa idea típicamente luterana. Esa libertad de conciencia nos ha faltado en este país y don Francisco, mi maestro, en el fondo era un hombre que nos liberaba la conciencia, que nos hacía personas y nos daba libertad. Esa es la grandeza de la enseñanza. El ser humano es lo que la educación hace de él. Si a ti de pequeño te meten únicamente frases hechas en la cabeza; si te introducen lo que yo llamo grumos pringosos, ya no vas a poder pensar, ya no vas a poder ser libre, ni tener un espíritu creador, ni siquiera racional, dejando claro que en la enseñanza no sólo hay que cultivar la racionalidad. Otra de las cosas importantes que nos aportó ese maestro fue la educación de la sensibilidad. Nos animaba a pensar las palabras, a no asumirlas sin entenderlas. Sabía que sólo así podíamos salvarnos de la manipulación, de la agresividad a que conduce la falta de comprensión.

-  ¿A don Francisco le seguiste la pista?

- Desgraciadamente no supe nada de él, ni siquiera recuerdo su apellido. Para nosotros era simplemente don Francisco. Lo único que sé es que vivía en Madrid y que iba a Vicálvaro en los autobuses de la empresa Fausto Dones. Vicálvaro era entonces un pueblo, estaba al otro lado del cementerio del Este y había que tomar esos autobuses de línea, los mismos que yo empecé a coger años después para venirme a estudiar a Madrid, a un colegio que dependía del Instituto Cervantes y que estaba en la parada entre Manuel Becerra y Ventas.Tal vez por eso mis padres se vinieron a vivir a principios de los 40 a la calle Bocángel, que está por ahí. Me encantaba esa palabra, me llamaba la atención, me sugería imágenes: la boca del ángel, ¡qué bonito! Yo entonces no sabía que hacía referencia al poeta Gabriel Bocángel. Más tarde, en un libro mío, El surco del tiempo puse el final de uno de  sus sonetos.

- Tu padre fue republicano, soldado de la República. ¿Qué te enseñó? ¿Qué recuerdas de los años que viviste a su lado?

- Sí. Fue capitán de la República y una persona culta, pese a tener una educación básica. Le gustaba mucho la pintura, de ahí mi afición a dibujar. Después de la guerra se puso a trabajar de contable en una empresa y murió muy joven. De ese tiempo recuerdo la miseria y el hambre. Para mí la palabra hambre no es una metáfora. Desde los años 40 hasta casi el año que muere mi padre, en el 50, en mi familia lo pasamos muy mal. Fue una época muy dura. No había qué comer en el Madrid de esos años. La gente modesta, humilde, como éramos nosotros, lo tenía muy difícil, y por eso yo me marché en cuanto pude. Hice el Servicio Militar, acabé la carrera y me fui a Alemania sin saber alemán. Apenas podía traducirlo un poquito, pero quería huir de este país por encima de todo. Mi padre ya había muerto y mi madre se fue a Andalucía con su familia, una familia que sin ser de terratenientes tenía cierto nivel. Le debemos todo a un tío campesino, labrador, que la acogió en el pueblo sevillano de Espartinas. A mis dos hermanos pequeños los metieron en un internado y yo primero me quedé en Madrid, dando clases particulares hasta que conseguí una beca del Colegio Mayor Guadalupe. En cuanto acabé la carrera salí pitando, tan pitando que estuve diez años fuera.

 

“Alemania fue para mí un sueño de libertad”

- ¿Cómo fue el cambio, el impacto de llegar a un país, a una cultura totalmente diferente?

- Yo me fui con una carrera acabada, como un emigrante privilegiado, no con una beca, como dicen algunas biografías por ahí, sino gracias a lo que había ahorrado dando clases particulares. Quería seguir estudiando allí y repito que prácticamente no sabía alemán. Al principio me entendía en francés con mis profesores, entre los que estaban Karl Löwith, Otto Regenbogen, Hans-Georg Gadamer. Ellos me consiguieron una beca  y más tarde, cuando se estableció la Fundación Humboldt, yo fui uno de sus primeros becarios. Volví en el 55 a España a casarme con Montse, mi novia de toda la vida, que desde pequeñita hablaba alemán por el empeño de mi suegro, que era médico, en que sus hijas aprendiesen otros idiomas, y regresamos a Alemania en plan de estudiantes. Fueron seis años maravillosos los que pasamos allí, una explosión de vida, de libertad, de soñar, de descubrir en Heidelberg la universidad que yo intuía desde que don Francisco me abrió la puerta de las sugerencias. ¡Qué diferencia! Aquí yo me moría de aburrimiento, de tristeza. Con todo el respeto para algún profesor bueno que había, el sistema era horrible: asignaturas, exámenes, apuntes, los dichosos apuntes. El otro día vi en un periódico un anuncio de una universidad privada que prometía que sus estudiantes encontrarían trabajo en la empresa privada. Me acordé de un texto de Walter Benjamin en el que dice que obsesionar a los muchachos durante la carrera con colocarse es la muerte de la vida intelectual. ¡Por favor! Dejen a los jóvenes que trabajen con ilusión en lo que les guste; que sueñen esos cinco o seis años. No les corroan el ánimo a muchachos de 18 años con el cebo estúpido de una colocación en una empresa. Cuando yo me fui a Alemania para mí fue un sueño de libertad encontrarme con una universidad donde no había asignaturas, donde no había exámenes “cuadriculantes”, ni libros de texto que te tuvieras que aprender. Los profesores impartían cursos interesantísimos, recomendaban lecturas, y los alumnos trabajábamos a partir de ahí, preparábamos los exámenes de una forma personalizada.

- ¿La Alemania de Merkel no te ha decepcionado?

- Yo soy muy crítico con ciertos aspectos de la Alemania actual, con su manera de hacer política y de actuar sobre el resto de Europa. Ahí no  puedo defenderlos, pero sí es verdad, como me dicen mis hijos, que mitifico un poco la Alemania de la cultura, la Alemania de la universidad, de la enseñanza pública. Allí no hay colegios privados que puedan competir con los institutos de enseñanza media, institutos donde se cultiva la sensibilidad. Volví a percibir todo eso desde muy cerca ya de mayor, en el 88, cuando viví en Berlín invitado por el Instituto de Estudios Avanzados. Qué distinto todo a la “cuadritulez”, una de las enfermedades de la cultura, de la educación española.

 

“Leer es libertad, nos permite abrirnos a un universo nuevo”

- Nada indica que se vaya a cambiar el rumbo, todo lo contrario. El sistema educativo español va cada vez más encaminado en esa dirección.

- Sí. No hay forma de salir de la monstruosa educación deformadora de los exámenes permanentes. Siempre, desde que fui profesor, he combatido el asignaturismo, el “examineísmo”. Los exámenes tienen que convertirse en algo marginal, en un control. Está claro que el estudiante de medicina tiene que ser examinado para saber si realmente está preparado. Lo suyo es algo muy serio, están en juego las vidas de las personas. Podemos pensar que en Filosofía y Letras no es tan necesario, que no se te va a morir nadie, aunque a lo mejor sí, se te mueren de la cabeza (risas). Pero volviendo a lo central, esta idea del control permanente es una cosa inquisitorial, absolutamente inquisitorial, y por supuesto castrante, aniquilante, porque el conocimiento, el “bienser”, se educa desde la libertad y la libertad se educa desde el diálogo, desde la apertura del diálogo con los otros y sobre todo con los libros. La lectura es el ejemplo más clásico de la libertad de inteligencia, de pensamiento. Leer es libertad, nos permite salir de nosotros mismos, de nuestro entorno pequeñito, y abrirnos a un universo nuevo.

- La guerra, la dictadura, impulsó a  Emilio Lledó a huir a Alemania, ahora, tantos años después, muchos jóvenes se ven obligados a marchar al mismo lugar, pero no por una guerra sino porque aquí no hay trabajo ni futuro alguno.

- Que los jóvenes se marchen hoy me parece algo lamentable, insostenible, un fracaso de la organización de la sociedad. No se ha sabido crear industrias, ámbitos de trabajo. Por un lado nos dicen que no hay dinero para eso, y por el otro se jactan, cuando les conviene, de que somos una potencia industrial. ¿Qué ha pasado aquí? Lo único que se ha promovido ha sido el “boom” inmobiliario. A mí me duele muchísimo que los jóvenes se vayan. En mis tiempos teníamos esperanza. A pesar de la miseria de la dictadura teníamos la esperanza de que este país daría un salto alguna vez hacia algo mejor, pero actualmente se ha instalado la desesperanza. Yo volví en el año 62 de catedrático de instituto a Valladolid. Mi mujer y yo habíamos hecho oposiciones y logramos juntar las dos plazas en la misma ciudad. Ella era catedrática de alemán y yo de filosofía. Trabajé duro, hice seis oposiciones, de las cuales gané cuatro y perdí dos. No pedí nada a nadie. Si hay algo que no entiendo es esa obsesión de la gente ahora por subir, por obtener tal o cual nombramiento. Yo estaría muy triste si tuviera que pelear por un puesto, si tuviera que hacer movimientos extraños para conseguirlo.

- ¿Te has arrepentido alguna vez de haber vuelto?

- No. Nunca me he arrepentido, en absoluto. Yo quería trabajar en mi país, contribuir a su mejora. Tal vez era una idea romántica, pero decidimos volver por eso. Lo que pasa hoy es diferente. Los  jóvenes que se van han vivido ya en el mundo de la esperanza, en el mundo de la democracia, y es descorazonador que se tengan que ir por obligación, sin haberlo elegido. Digo todo esto con tristeza y me da pena que ahora se esté dando marcha atrás, porque, pese a todo, el país había progresado mucho desde la Transición. Mis padres eran de un pueblecito cerca de Sevilla, de Salteras. Era allí donde me mandaban todos los veranos para salvarme del hambre de Madrid, a casa de mi madrina Fernanda, que no tuvo hijos. Ese pueblo, donde en aquella época sólo estudiaban cinco o seis chicos, tiene hoy dos colegios públicos, un instituto de enseñanza media y una biblioteca pública municipal. [He aquí un inciso. Esa biblioteca lleva el nombre de Emilio Lledó. Con la discreción que le caracteriza me dice que no hace falta dar el dato, pero en este caso no le hago caso y añado, además, que hace poco asistió a un homenaje en el que los colegiales del pueblo le regalaron un libro elaborado con sus impresiones sobre la visita de ese señor filósofo con el que comparten orígenes. Un libro que Lledó guarda con cariño, como una joya.]

 

“No hay peor corrupción que la de la mente”

- El problema ahora es que la educación pública está siendo desmantelada.

- Sí, estamos viviendo una vuelta atrás, una regresión que es inconcebible. Me llama la atención que los políticos digan que tienen buena conciencia, responsabilidad. No basta con decir eso. Si tienen responsabilidad que la demuestren cortando este retroceso terrible e inaceptable de la educación y de la sanidad públicas. Es un retraso monstruoso. Me  cuesta mucho creer lo que se dice por ahí de que algunos ponen mucho interés en privatizar la sanidad porque familiares o amigos tienen intereses en lo privado. Si eso fuera verdad ese señor o señora tendría que dimitir automáticamente, dimitir política y también humanamente. Eso está por debajo de la dignidad. Aunque suene utópico, hay que ir hacia una auténtica regeneración y esa regeneración tiene que empezar en el coco. La verdadera revolución está en la cabeza. No hay peor corrupción que la de la mente; la económica va detrás. Hay un texto muy bonito de Aristóteles que dice que hay tres niveles en la vida humana: el nivel de la mente, el nivel del cuerpo, y el último, el más bajo, el de la economía, el del dinero. Qué duda cabe que el dinero es útil, importante, pero parémonos ahí, no olvidemos que es lo de menos.

- Pero sucede que se ha roto el orden, que el dinero se ha colocado arriba y ha pasado a ocupar el nivel superior.

- Exacto. Lo que dice Aristóteles es que cuando se coloca arriba, a la larga se hunde todo. Sólo las oligarquías sacan sus tajadas. A mí me escandaliza que un señor ministro de agricultura lo primero que haga cuando toma el poder es modificar la Ley de Costas. Una de las joyas que tiene nuestro país es el mar, la costa, las playas. Se habla del turismo, de la riqueza del turismo, pero se trata de una riqueza natural, por la que no hemos tenido que trabajar. El sol, el mar y las playas no son mérito nuestro. Nos lo han regalado y somos tan imbéciles que lo machacamos, lo corrompemos, lo hundimos. Este es un tema central sobre el que la sociedad tiene que tomar conciencia. No se puede admitir la mangancia de los políticos. Muchas veces no entiendo que se pueda votar a determinadas personas, a no ser que los que lo hagan asuman la corrupción, se enganchen a la chaqueta de esos corruptos a ver si obtienen algún beneficio.

- Hay un texto que se incluye en Los libros y la libertad que resulta especialmente revelador. Pertenece a La República de Platón y en él se dice que los gobernantes tienen que dar y no recibir. “Serán ellos, los políticos, a quienes no esté permitido tocar el oro ni la plata, ni entrar bajo el techo que cubran estos metales, ni llevarlos sobre sí, ni beber en recipientes fabricados con ellos. Si así proceden, se salvarán ellos y salvarán a la ciudad. Pero si adquieren tierras, casas, dinero, se convertirán de guardianes en administradores trapisondistas y de amigos de sus ciudadanos en odiosos déspotas”, advierte el pensador. ¿Ahora más que nunca tenemos que volver a los clásicos griegos, recuperar la filosofía, esa materia que no sale nada bien parada en los nuevos planes de estudios?

- Sin duda. Cuánta sabiduría hay en los clásicos. Platón dice que esos políticos se pasarán la vida odiando y siendo odiados, que se hundirán ellos y lo peor, hundirán a la ciudad a la que gobiernan. Yo pienso muchas veces, cuando escribo, qué quedará dentro de 20 o 30 años de esas palabras. Probablemente nada, tampoco importa. Pero qué maravilla estar tantos siglos en cartel como Platón, Aristóteles o don Miguel de Cervantes. Leerlos mucho tiempo después y deslumbrarte con ellos, con esto que decía Platón, con lo que escribió Aristóteles sobre la mano, para él como el alma, el instrumento de todos los instrumentos. “Pensamos y amamos porque tenemos manos”, decía.

 

“El libro es el recipiente donde reposa el tiempo”

- Las manos conducen la lectura, pasan las hojas, pero ese gesto se pierde en el territorio de lo digital. No había encontrado una manera tan lúcida de exponer la diferencia entre los dos modos de lectura que la que expone Emilio Lledó en uno de los capítulos de Los libros y la libertad. Cuando se abren las páginas de un libro se toma conciencia del tiempo y del espacio -“el libro es el recipiente donde reposa el tiempo”- mientras que en la lectura digital no se tiene referencias de las calles por donde andamos.

- Sí. Qué duda cabe que el mundo digital es todo un avance y que tiene virtudes estupendas. Qué duda cabe que en lo que respecta a la acumulación de datos, a las enciclopedias, a los diccionarios, puede resultar muy útil, pero la educación es otra cosa. La educación es sugerencia, amor a los libros, a estos objetos presentes que mis manos tocan. En “El surco del tiempo” yo dialogaba con Platón acerca de su idea de que lo real es la oralidad. Así es, pero hubo un momento en que alguien escribió y esa oralidad se asentó en el surco del tiempo. La oralidad es el presente, mientras hablamos compartimos un tiempo común, que nos acoge. Y por eso resulta maravilloso que yo pueda coger todos estos libros y dialogar con sus autores, no sólo con los clásicos, también con los modernos. Cuando yo pongo mis ojos en esos libros estoy dándoles vida a sus autores y recuperando un tiempo desaparecido. Eso es un prodigio. Los libros que he ido atesorando y que ahora me rodean son para mí como compañeros, tienen vida. Ahí está Kant, por ejemplo, que algunas veces se queja del tiempo que hace que no lo leo. Está claro que todos estos volúmenes podrían caber en un dispositivo electrónico, sin ocupar espacio alguno, como me dijo un amigo el otro día. Pues sí, pero eso ya es otra sensación, otro mundo, y, además, no podría concebir todas estas paredes vacías.  

- ¿Si tuvieras que elegir una época donde fuiste especialmente feliz, sería la de Alemania?

- Sí y sobre todo los seis años de Heidelberg que viví con Montse, mi compañera de vida. Trabajó desde el principio a mi lado. Fuimos dos colegas. Recuerdo que cuando volví casado con ella mis amigos alemanes se quedaron sorprendidos porque no respondía a los tópicos que ellos manejaban por entonces de las españolas: bajitas y con peineta. Se encontraron a una mujer guapísima, que con tacones era más alta que yo y que hablaba alemán de corrido. Vivimos como estudiantes, en un piso de alquilados. Sin duda fue una época inolvidable, feliz, como también la de los años de catedrático de instituto en Valladolid y la que pasé en Tenerife, en la universidad de La Laguna, a la que llegué cargado de entusiasmo. Después saqué la cátedra de Historia de la Filosofía y nos fuimos a Barcelona.

- ¿Se puede ser feliz a título individual viviendo en un presente tan detestable?

- Todos necesitamos un rincón de felicidad, de amistad, de cariño. Eso es tan esencial como comer para los seres humanos, pero hay momentos en los que no podemos regodearnos en la propia felicidad como señoritos satisfechos, momentos en los que se impone luchar por algo que ponga freno a la infelicidad que nos rodea. El otro día leía una noticia que no tiene que ver con la infelicidad sino con la falsa felicidad. Leía que hay un hotel en Kuwait que cuesta  unos 1.500 euros por día. Pero, ¿quién puede tener necesidad de eso, qué falsificación de la mente se produce ahí? Incluso el muy rico, al que no le importe gastar ese dinero... ¿Qué sociedad hemos creado donde eso sea posible?

- El tema de la felicidad siempre te ha interesado. Tienes un ensayo donde le das la vuelta, “Elogio de la infelicidad”. La editorial Errata Naturae acaba de publicar un libro sobre Epicuro donde se incluye un ensayo de Emilio Lledó, autor asimismo de una obra esencial para acercarse al clásico, El epicureísmo.

- A mí me ha preocupado, me ha interesado mucho, el tema de la felicidad; primero personalmente, porque uno arranca siempre de sí mismo y yo, como te decía antes, no tuve una infancia feliz desde el punto de vista social, económico, a consecuencia de la guerra, pero tuve la suerte de encontrarme con ese maestro que me hizo ver que con la lectura, con el pensar, con lo que un niño podía imaginar, era posible compensar las tristezas, las escaseces y pobrezas de aquellos tiempos. Independientemente de eso el tema de la felicidad me ha parecido siempre esencial porque los seres humanos tenemos derecho a un poquito de felicidad, a ir más allá de la pequeñez de nuestras pequeñas vidas. Para ser felices hay que partir del bienestar, hay que estar bien y para estar bien hay que tener una vivienda, no pasar hambre, tener solucionada la vida del cuerpo, que es lo que realmente somos. Pero después hay que aspirar al “bienser”, una palabra que no se utiliza y que nos vamos a inventar ahora, aquí.

- Epicuro hablaba de las necesidades básicas y exaltaba los placeres, pero hasta un punto.

- Efectivamente. En mi opinión, la gran revolución de Epicuro, cuyo pensamiento no podemos conocer en toda su amplitud porque gran parte del mismo no se conserva porque es muy posible que fuera ideológicamente machacado, fue el descubrimiento de la felicidad del cuerpo. Su consideración del goce, del placer del cuerpo, como un bien, fue un descubrimiento extraordinario que tendría que haber sido ordinario, normal. Pero al mismo tiempo era crítico con los excesos, sí. En un mundo de miseria, en un mundo duro, como era el mundo griego, es comprensible que tener se asociara a la felicidad: tener ánforas era asegurar la sed del futuro y tener vestidos era asegurar el frío. Pero ya entonces Epicuro hablaba de cosas que se creía que eran necesarias sin serlo, de las que se podía prescindir.

- El problema de los límites, ¿no? Tener hasta unos límites. Cuando se tienen cubiertas las necesidades básicas habría que ir hacia el “bien ser” del que hablábamos. ¿Es esa la revolución pendiente, la que tendrían que acometer los hombres y mujeres de este siglo XXI?

- Exacto. Y me gusta que recojamos esto del “bien ser”, que ni siquiera está establecido como término técnico, mientras que bienestar sí. Las sociedades del denominado Primer Mundo ofrecen muchísimo más de lo que se necesita. Y esto fue intuido por Epicuro. Necesitamos lo esencial, pero nada más. Necesitamos respirar, vivir, comer, tener una cama, un techo, y también necesitamos sentir, vivir, gozar el cuerpo, contemplar. El otro día, cuando estaba con mis nietas en el parque de Berlín, aquí en Madrid, hubo un leve soplo de aire, más fuerte de lo normal, y casi nos inundaron las hojas, la caída de las hojas. Había una belleza extraordinaria ahí, al percibir que todo eso iba a  explotar dentro de seis o siete meses con la llegada de la primavera. Entonces yo me acordé del diálogo entre Glauco y Diomedes en La Ilíada, el pasaje en el que se habla de la caída de las hojas y de su reverberación, igual que sucede con las caídas en desgracia y el volver a levantarse de los hombres, más allá de sus linajes. Yo me acordaba de este pasaje de La Ilíada viendo caer las hojas, mientras mis nietas las recogían felices. Era consciente, y lo digo ahora que ya tengo una cierta edad, una inciertísima edad, de cómo estamos sometidos a ese tiempo de la naturaleza. Eso es maravilloso en el fondo y hay que asumirlo, pero hay que asumirlo con bienestar, con decencia.

- Claro, pero cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles...

- Así es. ¿Cómo le vas tú a decir a un niño que está en África con hambre, o en cualquier otro sitio explotado, trabajando: “Mira, qué bonito, tienes que aprender música. Esto que suena es de Bach, de Juan Sebastian Bach. No, eso es ridículo y  absurdo. Pero ese es un horizonte, es un horizonte que no sé cuánto tiempo tardaremos en alcanzar; las generaciones de hojas de árboles que tendrán que caer y que volverán a nacer en primavera que han de sucederse todavía. Pero ahí está el futuro. Estamos hechos para soportar el dolor, el sufrimiento, todo eso que también una cierta religión, una cierta educación cristiana, nos ha inculcado, pero también para la alegría, la felicidad, el equilibrio y ese bienestar enfocado siempre hacia un “bien ser”, hacia esa idea, que puede sonar muy fantástica, de solidaridad, de cultura, de educación.

- Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿cómo construimos hoy los nuevos pilares, cómo hacer frente a un poder que cada vez más se aleja de la igualdad, de la defensa de lo público?

- Pues se trata de crear instituciones donde esa libertad, ese “bienser”, se pueda practicar. Hay que luchar por recuperar lo que hemos perdido y por llevarlo más allá, por conquistarlo enteramente, porque si no llegaremos a la aniquilación del país. Está claro que quienes nos gobiernan lo que quieren es meternos grumos en la cabeza. Pero esto de “no haga usted un pueblo sabio” ya viene de la tradición del despotismo. Hay que dejar a la gente que sea sumisa porque si usted la revoluciona y la libera mucho mentalmente pedirá cada vez más y eso es incómodo para una oligarquía que quiera mantenerse en el poder.

- ¿Esa idea vale para retratar a la España actual?

-  Sí. Ahora mismo, aquí en nuestro país, más que una democracia vamos rápidamente hacia una oligarquía democrática. Lo que se había conseguido con todas las dificultades en estos últimos decenios está paralizado, incluso se está rebobinando y eso es política, social, individual y colectivamente, una catástrofe. ¿Con qué intención se hace? No cabe otra que la intención oligárquica, de desigualdad. Volviendo a la educación, por ejemplo, hay un texto en la política de Aristóteles que dice que la enseñanza debe ser cosa del Estado, que el dinero no puede ser privado, pero habría que luchar por un Estado que fuera clarividente, que fuera ilustrado. Un Estado opuesto al fanatismo, al sectarismo, a la clausura, a la vaciedad mental. Estuve hace poco en Canarias, en unas jornadas sobre los valores de la democracia, y allí reflexioné sobre lo que significa poner en valor, una expresión tan de moda últimamente. Pero, ¿eso qué es? A lo mejor lo que algunas personas quieren que se ponga en valor puede ser fruto del egoísmo, de la codicia de unos pocos, y no tiene porque interesarnos como sociedad. Hay valores que no pueden ser los de las personas decentes. Y no se trata de hablar de santidades. A mí eso de la santidad no me va. La palabra santidad en sí misma, es una palabra que me inquieta. La decencia es algo mucho más modesto que eso. Se trata de no engañar por sistema, de no corromper por sistema. Lo terrible es que muchos de estos “engañadores”, de estos “corrompedores”, no tienen conciencia de que engañan y piensan que lo que tienen que hacer es poner en práctica esas determinadas cosas que les han metido en las cabezotas. Últimamente he pensado mucho que una de las consecuencias más graves de la ignorancia, de la codicia, es que provoca odio y agresividad. El bruto, el monolítico mental, no tiene más solución en un momento de apuro que la agresividad. Las dictaduras globales o las pequeñas dictaduras personales, sociales, familiares; esas situaciones opresivas que no te dejan vivir, que te inquietan, te coartan y comprimen, son fruto de la ignorancia, llevan a la agresividad y en un momento determinado, como ocurrió en el 36, pueden alimentar un golpe de Estado. Hay momentos en los que se crean, en los que se justifican agresividades, partiendo de una ideología, de una ideología atascada, y eso hay que evitarlo por todos los medios.

- Los principios éticos recorren la obra de Emilio Lledó. Ahí están títulos como Memoria de ética o El origen del diálogo y de la ética. Los ideales del hombre decente, el que sigue soñando, creyendo en un mundo más igualitario, son resaltados una y otra vez. Pero a ese hombre decente hoy se le está pisoteando. ¿Por qué ha caído el mundo en manos de tantos hombres y mujeres indecentes?

- Esa es la gran pregunta y la verdad es que no sé cómo responderla. Si yo, a pesar de todo, me puedo sentir un hombre feliz, es porque, aunque pueda haber cometido errores a lo largo de mi vida, cómo no, siento que soy aquel que con 22 años cogió su maletita de cartón y se marchó a Alemania. Me parece que sigo siendo el mismo y ese hilo de coherencia me da felicidad. Puedo haberme equivocado algunas veces, pero no me avergüenzo, estoy orgulloso de mi trayecto y ahora que ni siquiera estoy en la Tercera Edad, que mi sitio es ya el de la esperanza de vida, eso no me impide seguir trabajando, seguir teniendo ilusiones. Todavía tengo la ilusión de ver de qué manera podemos echar a los corruptos del poder, porque allá ellos si tienen sus mentes corrompidas, pero lo malo es que tienen poder y condicionan nuestras vidas, nos determinan, nos cambian, nos “infelicean”, valga esta expresión que sé que los académicos no me permitirían (risas).

- Pero ¿cómo se les echa? Produce mucha frustración comprobar la impunidad de tantas acciones inmorales.

- No votándoles jamás, jamás. Algunos dirán que nunca se puede saber el grado de corrupción a que puede llegar un político, pero es que incluso sabiéndolo en ocasiones se ha seguido apoyando a ese tipo de personajes. La ignorancia hace que mucha gente se crea titulares de periódico totalmente falsos. Ahí está la importancia de la educación. Una y otra vez me paro a reflexionar sobre el alcance de los ladrillos que se meten en las cabezas. El problema es por qué hay personas que quieren creer determinadas cosas; por qué somos como somos; por qué pensamos como pensamos; por qué somos tan diferentes cuando la estructura de la mente es la misma en todos. Esto es algo que me ha preocupado siempre y me sigue preocupando.

- Siempre llegamos a la ignorancia, a la falta de educación, como raíz de todos los males.

- Sí, la ignorancia, el egoísmo y la codicia. Pero si no se necesita tanto para vivir, pero si no hacen falta tres yates y cinco casas. ¿Tan difícil resulta entender esto?

- Leo en uno de los textos incluídos en Los libros y la libertad: “Si se analizan los momentos más reaccionarios de la historia de España descubrimos el rechazo, por no decir el odio, hacia la cultura y, por supuesto, hacia la formación y educación de los ciudadanos. Se llegaba a tales extremos de oscurantismo que existen testimonios escritos que bendicen la inopia en que hay que mantener al pueblo, que si se hace inteligente no se deja mandar y es capaz de imponer sus malhadados deseos”. ¿ Ahora mismo estamos claramente en un momento reaccionario de la historia de España?.

- Sí. Lo que sucede ahora es que la oligarquía quiere mantener sus ventajas. Hay un texto muy interesante de Machado en su Juan de Mairena, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía, que dice algo así como que no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado. Ese pragmatismo, esa “practiconería”, ese “amigantismo” [palabras del particular diccionario Lledó], ha corrompido a toda una parte del país, pero, pese a todo, yo tengo esperanza. El otro día tuve una experiencia preciosa, paseaba por las calles de Sevilla y un señor que yo no conocía para nada se acercó a mí, me dio la mano y me dijo: “Don Emilio, que viva usted 200 años”. Llegar a los 200 sería algo muy aburrido, pero unos cuantos años más si me gustaría vivir para ver cómo logramos cambiar todo esto.

- “Todavía cabe esperar”, es uno de los mensajes de Lledó. ¿Consideras que estamos en puertas hacia otra cosa, se puede vislumbrar ya algo nuevo, mejor?

-  Sí. Yo creo que sí. Yo confío en la juventud. Los casos de corrupción, la corriente de las actuales políticas a nivel europeo, están despertando las conciencias. Un despertar que pone de manifiesto que por ese camino no se va a ninguna parte, que ningún país organizado por sinvergüenzas puede tener futuro. Por eso hay que impedirlo, hay que luchar por todos los medios para que la degeneración mental no se transmita a la sociedad, para que ningún degenerado, y lo digo con todas las palabras y las letras, pueda tener poder. “Corruptos a la calle”, esa es la única solución ante lo que está pasando. Es muy importante que la sociedad reaccione y por eso a mí me parece interesantísimo el surgimiento de movimientos sociales, de plataformas cívicas. Pienso, por ejemplo, en cómo determinados sectores de la sociedad se han escandalizado ante los escraches, hasta el punto de criminalizarlos. Pero, ¿no estamos sometidos a muchos más escraches políticos por la degeneración de una política anti-público, defensora de un liberalismo que no tiene ningún sentido, que se basa en la defensa de los privilegios de quienes ostentan el poder? Naturalmente que esa gente no quiere que eso sea controlado por nadie. Aquí no puedo evitar volver a repetirme: lo público es la esencia de la democracia y la cultura es la esencia de lo público y de la democracia. Por eso hay que empezar a construir desde la escuela, una escuela que tiene que ser igualitaria y pública. El dinero no puede determinar los niveles de la educación.

- Pero hace ya tiempo que la cultura está siendo vapuleada. Vivimos en los tiempos de los mercados, donde sólo vale lo que puede ser cuantificado, el espectáculo, la televisión basura...

- Sí, yo sé mucho de todo eso. Hace unos años presidí un comité [2004-2005: Consejo de Sabios, llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder] que pretendía iniciar una reforma de los medios de comunicación públicos, de la RTVE. Pasé diez meses de mi vida estudiando la televisión, leyendo libros en todos los idiomas sobre el tema, pero hubo quienes me criticaron porque no entendían que, dado mi papel, no tuviese una televisión en casa. ¿No basta con haber visto un solo programa basura para saber lo que es?, me preguntaba yo. Entregué diez meses de mi vida gratis, como el resto de mis compañeros, porque sentí que era mi deber y no me arrepiento de haber entregado ese tiempo, pero no han faltado quienes me han dicho que fuimos tontos por no cobrar. En esta sociedad los que no se lucran son considerados tontos, pero en realidad la gran desgracia es la obsesión por el dinero.

 

“Cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación”

- ¿Crees que llegará un día en que el dinero vuelva a ocupar el lugar que le corresponde?

- Yo cada vez estoy más convencido de que la cultura es la salvación, la cultura a través de la educación, desde niños. Somos agua, aire. Sin estos elementos no puede haber tecnología, sin estos elementos adiós máquinas digitales. Somos naturaleza, pero al mismo tiempo los seres humanos inventamos otros principios fundamentales parecidos al agua, al aire, al fuego, a la tierra. Esos principios son: la justicia, el bien, la verdad, la belleza. Esos son nuestros tesoros, esa es la cultura. Ahí está el camino. Lo demás es miseria, codicia, corrupción, degeneración, la vuelta a la caverna en el sentido más siniestro de la palabra. Los políticos que no entiendan eso tendrían, si son decentes, que dejarlo, pero si son indecentes es la sociedad la que tiene que echarlos. Hay que fomentar la conciencia crítica. Todos somos filósofos. El principio, la línea primera de la metafísica de Aristóteles dice que todos los seres humanos tienden por naturaleza a entender, a saber; luego algunos leemos a Kant, pero todos queremos saber en qué consiste vivir y es la educación la que tiene que saciar esa necesidad de cultura que llevamos dentro. Yo no me canso de maravillarme ante las preguntas de mis nietas, preguntas que me recuerdan a las que me hacían mis hijos de pequeños. Es prodigiosa esa frescura innata de los niños y es una lástima que caigan en  colegios donde les meten una ristra de frases hechas que los empobrece mentalmente. La educación es fundamentalísima.

 

“Hoy, pese a todo el progreso alcanzado, vivimos en la desesperanza”

- Pese a todos los avances en el terreno de la ciencia, de la tecnología, tenemos la sensación de vivir en una época oscura. Es cierto que no podemos perder la perspectiva, que ha habido etapas de total desolación: guerras, catástrofes, pestes, hambrunas; pero, sin embargo, si hay algo que caracteriza el presente es la falta de ilusión en el futuro, la decepción, la frustración. En otros momentos, pese a la gravedad de los acontecimientos, se creía en el avance, en ir a mejor, pero ahora.... ¿Cómo lo ves?

- Yo pienso que la falta de perspectiva la tienen quienes minimizan los males del presente recurriendo al pasado y sus terrores. Hoy vivimos mucho mejor, tenemos unos adelantos médicos, técnicos, estupendos. Pero precisamente por todo eso resulta más incomprensible que no estemos mucho más avanzados en lo que atañe al fluir de las ideas, de la mente. Tenemos muchas ventajas que no teníamos en el XIX, ni a principios del XX. Nuestra situación es totalmente diferente, no vale establecer comparaciones. Yo recuerdo qué infelices, inquietos, intranquilos, podíamos estar los docentes y los estudiantes, en la época en que yo fui profesor de universidad, después de la Guerra Civil, pero estábamos llenos de ilusión, de esperanza. Sabíamos que eso no podía seguir así, que era una dictadura y que la dictadura no abría camino para nada, salvo para favorecer a una oligarquía económica o religiosa. Pero ahora, con todo el progreso alcanzado, tendríamos que tener al menos la misma  esperanza que yo tenía hace 50 años. Y no la tenemos. Ahora, en un mundo tan positivamente esperanzado en adelantos técnicos, estamos en la desesperanza, porque no sabemos hacia dónde nos lleva todo esto. Hace unos días escuchaba a un señor en una tertulia de la radio diciendo que lo único en lo que creía era en la ley de los mercados. ¿Qué ley de mercados? Que estas grandes empresas que han estado engañando, confundiendo, robando, a la gente, sean las que tengan que merecernos confianza es una barbaridad. El neoliberalismo supone el dominio de los que han tenido mejores posibilidades de educación para imponerse a los otros. No hay igualdad y por eso es detestable. La esencia de un verdadero liberalismo tendría que ser la lucha por la igualdad, que era un término técnico muy bonito, la igualdad de oportunidades, y ha quedado como una frase ahí flotando, perdida en el aire. Sin embargo, en un momento dado fue inventada. Se ve que la sentíamos como una necesidad. No. No cabe hacer comparaciones con el pasado. Esperábamos otras cosas para la época que vivimos.

- Se han frustrado las expectativas, sí. ¿Resulta demasiado utópico pensar que deberíamos estar dando el salto hacia el “bienser”, llevando los logros de las sociedades avanzadas al Tercer Mundo?

- No, para nada. Sin duda debería ser así. Pero a los gobernantes del mundo no les interesa lo que hemos logrado, prefieren instaurar la división entre dos lados: las oligarquías y las masas; el poder de la democracia oligárquica y el resto. Y lo grave es que con las educaciones que se aplican lo que se está paralizando es la libertad de pensar, la libertad de crear, de vivir. Si la gente está angustiada porque no tiene dinero, porque no tiene trabajo, sólo piensa que tiene que liberarse de eso.

- Y la angustia, las dificultades del presente, provocan un miedo que lleva a la parálisis, a la no acción.

- Sí. Ese miedo paraliza, se crean sectores que tienen miedo de los otros y eso conduce a la agresividad de la que hablaba antes y que a mí me parece muy peligrosa. Es una agresividad que se diluye, no hace falta dar golpes de Estado. En el siglo pasado hubo dos guerras feroces que empezaron en Europa. Aunque luego se universalizaron, nacieron aquí, en países que parecían tan ilustrados. Ahora sería muy triste que estuviésemos viviendo una tercera guerra soterrada, sin necesidad de cañones. Yo espero, confío, que la catástrofe se acabe parando. Me duele que los países del Norte sientan ese desprecio por el Sur. Me duele esa Europa en la que los del Norte piensan que ellos son los trabajadores, pero es que incluso algún político catalán ha llamado haraganes a los andaluces. A muchos de los primeros emigrantes, de las masas de obreros españoles que llegaban a Alemania en la posguerra, yo les di clases de alemán. Muchos eran del Sur, de Andalucía, de Extremadura, y tengo que decir que pocas veces he visto tanto talento, tanta capacidad y ganas de aprender. Esos muchachos andaluces, tan perezosos, según los estereotipos, cogían un hatillo y se marchaban a ciudades como Frankfurt, cuya sola pronunciación ya resulta terrible. A los países del Norte no les perdono el sostenimiento de esos topicazos, de esas mentiras. Pero es que ahí sigue hablando la ignorancia, igual que en la imagen de la españolita con peineta a la que me refería antes. Esos chicos a los que yo di clases de alemán tuvieron un gran mérito porque habían nacido con un no de plomo en la cabeza: no al pan, no a la cultura, y cogieron el hatillo y se fueron a Alemania y a otros países europeos. Que me hablen de la pereza andaluza, antes y ahora, es algo que me revuelve.

- ¿Hasta qué punto Europa está dando la espalda a las fuentes de su memoria, al germen de su cultura, al humillar como lo está haciendo a los pueblos del mediterráneo, a Grecia, a Italia, a España?

- No tiene sentido la lucha entre el Norte y el Sur. Yo leo bastante prensa extranjera, no todos los días, pero sí con frecuencia. Y lo que leo sobre mi país me avergüenza y me da rabia porque es injusto. Nuestro país, como decía Machado, es mucho más luminoso y clarividente de lo que se nos quiere presentar, pero, claro, tenemos una clase política de desclasados, nunca mejor dicho. Una clase política que sólo se considera a sí misma, que no fluye, que no se solidariza, que no se siente común con el resto de la sociedad. Y, por otro lado, ésta es una época muy especial. Nunca ha habido tantas posibilidades de comunicación, nunca ha habido tantas posibilidades de tener y de crear bienes.

- Pero el problema es que esas posibilidades se están utilizando para todo lo contrario, para la destrucción, por decirlo de algún modo.

- Claro que sí. Por ejemplo lo que está sucediendo con la sanidad en este país es un crimen social. Haber alcanzado lo que hemos tenido a nivel sanitario era positivísimo, pero no nos han dejado seguir disfrutándolo. Nos están inoculando el virus de la tristeza. Y lo mismo sucede en la educación. No la mejoran, la destruyen. Y ahora la nueva ley de Seguridad Ciudadana. Por todo eso hay que pedir responsabilidades. Tenemos que tener memoria. Todo eso no tendría que estar ocurriendo en el nivel de desarrollo que habíamos alcanzado. No era previsible, no lo esperábamos, no corresponde al curso temporal. El otro día veía una definición del diccionario de la Academia que se me ha quedado en la memoria, una definición de la palabra curso que me encantó: “movimiento del agua o de algún líquido que en masa continua se desplaza por un cauce”. Fíjate qué precisión, qué bonito, qué poético. Pues lo que está pasando aquí es una masa discontinua. Cuando iba fluyendo la vida, la esperanza, los bienes indudables que habíamos alcanzado, han llegado los señores controladores de esos bienes y los han querido convertir en mercancía, paralizarlos en su provecho olvidándose del resto, y esto quiere decir olvidarse de la educación, olvidarse de la ciudadanía, olvidarse de todos los logros sociales conseguidos.

 

“Cuando no se tiene sentido crítico, es muy fácil caer en la agresividad”

- Cada vez estamos más informados, pero, ¿realmente es así? ¿hasta qué punto tanta información nos confunde?

- Es evidente que vivimos en una sociedad muy interesante porque abunda la información. Actualmente hay más medios que nunca para comunicar, pero también para manipular, y ahí está el peligro. Las palabras, las informaciones pueden convertirse en tacos de madera que se quedan en el cerebro, que no nos permiten fluir, que nos coagulan las neuronas. La manipulación puede hacer mucho daño. Pienso, por ejemplo, en lo mucho que se habla últimamente del sacrificio y de la responsabilidad colectivas para asumir los recortes de lo público. Recuerdo que alguien dijo que la patria es el refugio de los canallas, porque muchas veces los individuos no se paran a pensar en lo que significa. Se limitan a seguir al que les empuja a defenderla sin saber qué es realmente. Y cuando no se tiene sentido crítico, cuando no ha habido sugerencias de lectura, cuando no se ha ahondado en el sentido de las palabras, es muy fácil lanzarse, caer en la agresividad.

- ¿En qué está trabajando ahora Emilio Lledó?

- En un ensayo que podría titularse Filia. Una historia del amor y la amistad. Llevo trabajando tanto tiempo en él que ya me da vergüenza nombrarlo. Lo tengo prácticamente hecho, pero necesito disciplinarme, aislarme para terminarlo. Yo creo que con un poco de tranquilidad, si soy avaro de mi tiempo, podría estar listo para mediados de año.

- La amistad es fundamental para alcanzar la felicidad. Eso también lo tuvo claro Epicuro.

- La historia de la amistad es una historia larguísima. Los hombres se amaron antes de que supieran qué era la justicia. El amor fue casi el primer empuje democrático, porque la amistad surgió en un ámbito familiar: los amigos eran los parientes, los que tenían la misma sangre. Eso se rompió con la democracia griega. Entonces la amistad, el amor, las relaciones afectivas se inventaron, se construyeron. Empecé a hacer una historia de todo eso y tengo una montaña de trabajo, pero me di cuenta de que hoy no cabe hacer un libro erudito de 1.000 páginas y me puse a buscar mis ideas propias, originales. Soy consciente de que se trata de un tema trillado, machacado, algunas veces genialmente estudiado por una tradición filosófica y literaria y otras cargado de vulgaridades y de tonterías. Yo no quisiera participar de las tonterías y por eso me lo he tomado con tanta exigencia.

 

“Somos lenguaje y afecto, lenguaje y amor”

- Sin duda es un asunto importante. No podemos vivir sin afecto, pero, sin embargo, se suelen poner otras muchas cosas por delante.

- Sin duda que es importante. Y lo es porque somos lenguaje y amor. Somos lenguaje y cariño, lenguaje y afecto. Lo que pasa es que el lenguaje tiene códigos, gramáticas, sintaxis, fonéticas, fonologías,  mientras que el amor vive su vida, sin necesidad de reglas. Hay un código básico de la amistad, eso sí, basado en la decencia, en no engañar. Eso ha quedado dicho desde la ética nicomáquea de Aristóteles, pero no hay una normativa tan clara, tan maravillosa, tan precisa y al mismo tiempo tan “fluyente” como la del lenguaje. Dejando eso al margen, lo cierto es que somos seres humanos que a través de la cultura hemos descubierto qué es el amor, qué es la amistad, y hemos descubierto la importancia de las palabras, del lenguaje, de la literatura, de la escritura. Lenguaje y afecto son dos fenómenos radical y esencialmente  humanos. Están en la raíz misma de la naturaleza, también en los animales, los mamíferos. La madre de unos cachorritos los ama. No sabe que los ama, pero sigue su instinto, un instinto que está ahí, que es como un amor que nos ha enseñado la naturaleza antes de que llegáramos a reflexionar sobre su sentido.

- ¿Son estos buenos tiempos para el cultivo de la amistad, no hay demasiados intereses de por medio?

- Sí. Todo va bien cuando nos referirnos a intereses en el sentido de afinidades, de compartir los gustos, las aficiones, los pensamientos comunes con el otro. Ese es el sentido positivo del término. Desde ahí se puede llegar a un nivel de sublimación de la amistad. Hay un texto en la Magna Moralia de Aristóteles que dice que igual que cuando yo quiero ver mi rostro me tengo que mirar en un espejo, cuando quiero ver quién soy, qué soy, cómo me siento, para qué soy, tengo que mirarme en el rostro de un amigo, porque el amigo es el álter ego. El famoso álter ego viene de ahí. Yo estoy trabajando ahora en lo que quiere decir ese término tan bonito, tan literario, al tiempo que estoy profundizando en por qué la amistad es lo más necesario de la vida, de dónde parte esa necesidad de amistad. Pero volviendo a lo que me preguntas, a ese interés que  tiene que ver con el aprovechamiento de la amistad para conseguir favores, te digo que yo a quienes así se comportan no los llamo amigos, los llamo amigantes, que tiene que ver con mangantes.

- ¿Has tenido grandes amigos? Se dice que grandes amigos, de esos que se mantienen a lo largo de toda la vida, hay muy pocos.

- Sí. Yo puedo decir que tengo dos o tres grandes amigos, que afortunadamente sé lo que es la amistad y también sé lo que es el amor. Esta necesidad que tenemos de amor es un indicio de que estamos vivos, de que la amistad es una necesidad, igual que el entenderse con las palabras y el leer.

- ¿A qué autores vuelves siempre, qué lecturas no puedes olvidar? Siempre nombras a Kant.

- Sí. A Kant lo he estudiado mucho y me sigue interesando. Vuelvo siempre a la ética nicomáquea de Aristóteles, a sus libros de Historia Natural. Y también he leído muchísima literatura. Uno de los mayores gozos que recuerdo fue leer “La montaña mágica” en alemán. Yo la había descubierto de joven en la versión española de Mario Verdaguer y confieso que me gustó mucho, pero cuando volví a ella en su lengua original, fue algo inolvidable. También te puedo citar a Rilke, a Goethe... Leo muchísima poesía. El otro día estaba repasando, por ejemplo, el “Romancero gitano” de Lorca. Resulta que coincidí con unas amigas hace poco, hablábamos del otoño y yo les recité de memoria unos versos: “El otoño vendrá con amapolas,/ uva de niebla y montes agrupados”. Una de ellas me dijo, con razón, que las amapolas no eran flor de otoño y entonces fui a comprobarlo y, efectivamente,  en vez de amapolas el poeta había escrito “caracolas”. “El otoño vendrá con caracolas”. Yo ya había hecho una explosión absurda contra la naturaleza. Una mala jugada de la memoria (risas). Podría seguir recitando otros versos del “Romancero”. No me cuesta memorizar. Y también leo mucha poesía griega, por ejemplo a Safo.

[La poesía va poniendo fin a la conversación. Lledó levanta una pequeña montaña de papeles y aparece una edición bilingüe de Kavafis. Señala que el otro día le regalaron un libro de Juan Ramón que le devolvió a sus versos y confiesa acudir mucho a Machado. Las manos vuelven a captar su atención. “El tacto, esta maravilla del cuerpo”, señala mientras se las pone delante de los ojos. Y sigue recreando los pensamientos de Aristóteles. “Un hombre piensa porque tiene manos y ama porque tiene manos. La mano es como el alma, todas las cosas. La capacidad de movilidad de la mano la  convierte en una especie de frontera móvil que nos pone en contacto con el mundo, con los otros. Pero ahora, con esto de las nuevas tecnologías, yo no veo más que dedos, deditos desplazándose sobre las pantallas de los móviles y tabletas. Yo creo que si seguimos así dentro de varios siglos tendremos un muñón afilado con un dedo”. Se ríe Lledó al decir esto último. Reímos ya en la despedida. Al salir, en la calle, me fijo en los árboles y toco sus troncos lentamente, sus asperezas, su robustez. Me prometo detenerme ante la caída de las hojas, ante los ecos, los sentidos, los latidos de las palabras. Es el efecto Lledó.]

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Culminación del patronazgo de San Benito de Nursia

15 de mayo de 2015 13:27:33 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De los caminantes de llanura

De los mercaderes de comestibles, especialmente de carne

De los archiveros

De los agricultores

De los ingenieros

De los curtidores

De los moribundos

De los granjeros

De la villa de Heerdt cerca de Düsseldorf en Alemania

De las enfermedades inflamatorias

De los arquitectos italianos

De los que padecen la enfermedad renal

De la villa de Nursia

De los religiosos (entiéndase pertenecientes a congregaciones religiosas)

De los escolares

De los criados

De los espeleólogos

Del sentimiento exhausto

De las brumas de traición

Del equipo de soldados que elimina perros

Del hombre pez que habita en la piscina

De quien abrasa en secreto

Del prelado Oppas

De la selva de materias predicables

De quien come niños ajenos

Del desarrollo inane

Del animal ímprobo

Del fresno

De la grasa ambigua

Del rostro fascinante

Del zafiro

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

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