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Configurar sentido descendente

Paul Wittgenstein intenta pelar una naranja

15 de marzo de 2019 08:17:58 CET

















Esta música lleva mucha muerte dentro

y una mano. En alguna estancia, piensa,

prosigue su canción la que le falta.

Invierno de Nueva York: todo está lejos 

-amplísimos pabellones de la ciudad de Viena-

y el paisaje aún existe porque le pone empeño,

salvación o condena de a quien las notas dictan

no solo una existencia, un argumento 

discretamente en marcha, sino cuartos, pasillos,

una serie de casas cuya musculatura

se despierta distinta -ahora blanca, ahora negra-

con cada movimiento. La música es memoria, 

y es deseo: el color que cambia en la naranja,

el único cuchillo que insistió contra el peso

de la fruta, su terca capacidad de resistencia,

el descartado brillo que en el mantel reposa 

certificando el hecho de que cada distancia

supone una avaricia, una promesa

que no aclara de qué

lado de la intemperie caerá su cumplimiento.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Catalán

El presente trabajo debe interpretarse como un modesto homenaje que rinde esta revista y el Instituto de Estudios Turolenses a la persona de Gonzalo M. Borras Gualis, tan vinculado a ambas, no sólo como colaborador, sino como figura esencial en su misma existencia. En él trataremos de dibujar, siquiera someramente, las diferentes caras de su poliédrica personalidad, en la que se compagina en perfecta coherencia vital su labor docente e investigadora con el compromiso personal, intelectual y político con su tierra y con sus gentes, no sólo difundiendo su patrimonio artístico, sino también modernizando –democratizando en algunos casos- algunas de sus instituciones públicas más importantes vinculadas con el mundo de la cultura.

            El profesor Gonzalo Borrás pertenece a esa generación de intelectuales -en su mayoría profesores- que vivió con pasión y compromiso los últimos años del franquismo y los primeros de la transición. Un colectivo que entendía la cultura y la libertad como elementos indisociables, como instrumentos prácticos, como herramientas de transformación social capaces de generar proyectos de futuro para un territorio ancestralmente olvidado y de ilusionar a sus gentes, devolviéndoles la confianza perdida en sus posibilidades, al hacerles ver, en el caso concreto de nuestro protagonista, que sus recursos patrimoniales son únicos en el mundo y que podían convertirse en verdaderos motores de desarrollo generadores de riqueza.

 

Bajoaragonés de los pies a la cabeza

            Gonzalo Máximo Borrás Gualis nació en Valdealgorfa en 1940 y se reconoce como bajoaragonés de los pies a la cabeza: “Uno es de donde vivió su infancia”[1], que transcurrió entre Peñarroya de Tastavins, Castelserás y Valdealgorfa. Sus abuelos paternos procedían de Fórnoles: “nosotros somos de los Borrás de Fórnoles desde el siglo XV. Mis padres fueron Gonzalo Borrás y María Teresa Gualis, un apellido también documentado en Alcañiz desde el siglo XV. De manera que toda mi familia, tanto por parte de padre como por parte de madre, es bajoaragonesa desde la Baja Edad Media.”

            En Valdealgorfa, de la mano del maestro, don Manuel, al que recuerda con profundo cariño, aprendió a leer, a escribir y latín: “yo aprendí el presente de subjuntivo en latín (ame, ames, ame, amemos, ametis, amen) antes que en castellano. Toda aquella época dejó una huella profunda en mí…”

            Más tarde, avalado por el cura del pueblo, mosén Francisco, se trasladó al Seminario Menor de Alcorisa, donde pasó cuatro años (1951-55). En el tercer curso estuvo a punto de morir a causa de unas fiebres tifoideas, resistentes a la penicilina. Superada la enfermedad y concluida su etapa en Alcorisa, continuó con su formación en el Seminario Mayor de Zaragoza (1955-58), donde hizo el último curso de Humanidades y dos de Filosofía. Los veranos los pasaba en el lugar de destino de su padre, cabo de la guardia civil que llegó a capitán: Caminreal, Valderrobres y Andorra.

            Tras un fallido intento de ingreso en la Academia General Militar, inició la carrera de Derecho, que abandonó a los pocos años para comenzar Filosofía y Letras (Sección de Historia)  en la Universidad de Zaragoza (1960-65).

 

Maestro de maestros del arte

            Gonzalo Borrás ha sido profesor en todas sus categorías: tras terminar los estudios en 1965, pasó un tiempo de profesor ayudante en  la Universidad de Zaragoza, pero en 1967 falleció su padre en un trágico accidente de circulación  y tuvo que trabajar un tiempo como profesor de enseñanza media en Calatayud, donde  comenzó a preparar con intensidad su tesis doctoral sobre la arquitectura mudéjar en los valles del Jalón y del Jiloca. Más tarde, fundó un Colegio Libre Adoptado en Graus, dependiente del instituto de enseñanza media “Ramón y Cajal” de Huesca.

            En 1968 se casó y se trasladó de nuevo a Zaragoza, donde el catedrático de arte don Francisco Abad lo reincorporó a la universidad. Tras fallecer su mentor en 1974, sacó al año siguiente las oposiciones a profesor adjunto y en 1976, cuando para ascender en la Universidad de Zaragoza había que emigrar, tras aprobar las oposiciones de profesor agregado se trasladó a Barcelona, donde desempeñó por un año el vicedecanato de la Facultad de Letras de la Universidad Autónoma.

            Su aragonesismo militante le trajo de vuelta a Zaragoza donde, tras la jubilación de Federico Torralba, le,sucedió desde 1982 en la Cátedra  de Historia del Arte. En la actualidad es catedrático emérito e imparte clases en la Universidad de la Experiencia.

            Como se puede apreciar por el recorrido profesional expuesto, el profesor Gonzalo Borrás durante sus más de cuarenta años dedicados a la docencia ha sido y sigue siendo maestro de maestros, bajo su magisterio se ha formado una nutrida nómina de enseñantes del arte en sus diferentes niveles y especialidades. Son legión las memorias de licenciatura que ha dirigido desde la asignatura de Arte Aragonés y numerosas las tesis doctorales. Así, entre sus alumnos se cuentan nombres tan prestigiosos en la investigación y la enseñanza como los de Juan José Carreras, Concepción Lomba, José Luis Pano, Carlos Lasierra, y un larguísimo etcétera. Todos ellos le dedicaron un libro homenaje[2], y en la “Presentación” que abre sus páginas destacan dos de entre sus muchas cualidades como docente: “la claridad con la que siempre ha transmitido los conocimientos sobre cualquier tema, y la directa relación entre las materias impartidas y sus propias investigaciones y publicaciones.”

            Como establecen pues sus alumnos,  en su persona docencia e investigación son dos caras de una misma moneda. En este sentido, son de enorme utilidad por su labor de síntesis y claridad expositiva los manuales de apoyo a su tarea docente, que facilitan de manera extraordinaria el trabajo de los estudiantes de arte y les ayudan a comprender la esencia de las materias de los que tratan. En algunos casos, como en el del utilísimo Diccionario de términos de arte y elementos de arqueología, heráldica y numismática, realizado en colaboración con Guillermo Fatás Cabeza, que ya desde su primera edición en 1970 se convirtió en todo un clásico de obligada consulta para generaciones de estudiantes que querían iniciarse y familiarizarse no sólo con el vocabulario específico de la escultura, la pintura, la arquitectura y las artes decorativas, sino también con los términos propios de una amplia gama de ciencias auxiliares. Todavía en la actualidad sigue siendo el diccionario imprescindible de la materia. Lo mismo podría decirse de su Introducción general al Arte, escrita en colaboración con Juan F. Esteban Lorente y María Isabel Álvaro Zamora, o de su participación en diferentes manuales de referencia dedicados a determinados periodos artísticos.

            Ha dirigido algunas colecciones destinadas a universitarios, caso de Lo mejor del Arte (Historia 16, 1998) y ha coordinado publicaciones de carácter monográfico, como la dedicada al Arte Andalusí  (Zaragoza, Artigrama, Departamento de Historia del Arte e Instituto de Estudios Islámicos y del Oriente Próximo, 2008), sin olvidar la gran utilidad para los universitarios de obras como el Diccionario de historiadores españoles de Arte; Cómo y qué investigar en Historia del Arte e Historia del arte y patrimonio cultural: una revisión crítica.

 

Investigador           

            Lejos queda ya aquel primer artículo publicado en la revista Teruel (núm. 38, 1967) sobre “La iglesia de Santa María la Mayor, de Valderrobles”. Luego vendría su tesis de licenciatura dedicada a “La guerra de Sucesión en Zaragoza”, defendida en 1967 (publicada en 1973), y su ya citada tesis doctoral, Mudéjar en los valles del Jalón-Jiloca (1971), que marcaría su trayectoria profesional posterior abriendo el camino de la que habría de ser su principal línea de investigación, el estudio del arte mudéjar, del que en la actualidad es, sin ninguna duda, una autoridad indiscutible, avalada por más de setenta publicaciones al respecto, algunas de ellas imprescindibles, caso de El arte mudéjar aragonés (ediciones de 1978 y 1985) y El arte mudéjar (1990) o de sus magníficos estudios dedicados a la arquitectura mudéjar conservada en Teruel capital y provincia y a la techumbre de su catedral.

            Es evidente que el profesor Borrás no inventó el mudéjar, ya estaba ahí, en nuestros pueblos y ciudades, con su belleza dormida de siglos de olvido, esperando a un príncipe azul que lo rescatara del absoluto abandono en el que se encontraba, que descubriera su enorme interés y singularidad. Nuestro profesor lo estudió con mimo y perseverancia, se convirtió en su máximo defensor, en una autoridad indiscutible, pero no se conformó con eso, sino que con sus tan interesantes como decisivas publicaciones logró despertar el interés de sus indolentes paisanos y nos hizo comprender a autóctonos y foráneos, que el mudéjar no era un híbrido ni un estrambote del románico y el gótico, sino que, como ya sostuviera Menéndez Pelayo, es “el único estilo artístico del que podemos envanecernos los españoles”, y en especial los aragoneses, añadimos ahora ya con orgullo, pues nos demostró fehacientemente la riqueza cultural y económica que supone para nuestras tierras su presencia con el marchamo de casi en exclusiva.             Esa concienciación ha sido una tarea lenta y difícil, una labor ímproba de muchos años. Fue en 1975 cuando, en compañía de Santiago Sebastián y Emilio Sáez, impulsó en Teruel el I Simposio Internacional de Mudejarismo, sembrando de ese modo la semilla del que con el tiempo sería el Centro de Estudios Mudéjares. La tozudez de su defensa y la contundencia de sus argumentos colaboraron de manera fundamental para que en 1986 el mudéjar turolense fuera declarado por la Unesco Patrimonio Mundial y en el 2002, por extensión, lo fuera el de todo Aragón. En este sentido, el profesor Gonzalo Borrás ha coordinado programas internacionales de investigación para la Unesco y Museo Sin Fronteras.

            Pero su dedicación al estudio del arte no se agota en el mudéjar,  también son importantes sus contribuciones en el campo de la pintura románica, del arte gótico y del Islam, de la escultura del Renacimiento, de la obra de Goya, de la arquitectura y artes aplicadas del Modernismo, etc.

 

Activista cultural y difusor del patrimonio artístico aragonés

            El profesor Gonzalo Borrás siempre ha considerado que la cultura es un motor de progreso ideal para una tierra como la aragonesa, tan necesitada de proyectos de futuro. De ahí que no haya escatimado tiempo ni esfuerzos en dinamizar, promover y difundir el patrimonio cultural aragonés en todos sus órdenes y desde diferentes instituciones y empresas culturales de toda índole.

            Junto con Eloy Fernández Clemente, José Antonio Labordeta, José Carlos Mainer, Guillermo Fatás, María Dolores Albiac, etc., formó parte del grupo de intelectuales que configuró el primer Andalán (1972), una revista mítica que ha pasado con letras mayúsculas a formar parte del imaginario colectivo de los aragoneses.

            Ha sido el impulsor de los Coloquios de Arte Aragonés, que se han sucedido periódicamente desde 1978 en diferentes localidades aragonesas. De igual forma, fue fundador en 1984 de la revista del departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza, Artigrama y es miembro del Comité Científico de varias revistas especializadas, como el Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar (Zaragoza, IberCaja), Anales de Historia del Arte (Departamento de Historia del Arte, Universidad Complutense de Madrid), Brocar (Universidad de la Rioja), Liño (Departamento de Historia del Arte, Universidad de Oviedo) y Seminario de Arte Aragonés (Institución Fernando el Católico, Diputación de Zaragoza).

            Entre los años 1985 y 1995,  se hizo cargo de la dirección del Instituto de Estudios Turolenses (Excma. Diputación Provincial de Teruel, CSIC), una institución que languidecía a la deriva tras el fallecimiento de su anterior director, el arqueólogo Martín Almagro Basch. Cuando tomó las riendas del centro, fundado en 1948, se encontró con una institución regida por normas franquistas, alejada del pueblo y anquilosada en su funcionamiento, por lo que su primera labor fue modernizar sus estatutos fundacionales (por ejemplo suprimió el carácter vitalicio de la dirección, que pasó a ser periódica y renovable, etc.) y dotarla de los recursos humanos y materiales necesarios para su correcto funcionamiento, propiciando también la consecución de una sede propia. Con la intención de acercar su labor cultural a la ciudadanía organizó simposios y congresos, editó libros y revistas, financió investigaciones y fomentó la creación literaria. Relanzó, remozándola, el buque insignia de la institución, la revista Teruel, que desdobló en dos entregas, una dedicada a las humanidades y otra, más novedosa, a las ciencias, con especial interés por la economía aplicada a la realidad turolense, para la que desde el instituto se buscó en todo momento una proyección de futuro.

            De entre las nuevas publicaciones, destacaron por su afán divulgativo y éxito popular las Cartillas Turolenses, encargadas a especialistas de las diversas materias, pero con un formato claro y sencillo y una más que evidente voluntad de difundir el patrimonio artístico y cultural de la provincia. También esta misma revista cultural Turia fue amparada por su paraguas y le dio estabilidad y cobertura administrativa. De igual forma, trabajó también por  vertebrar todas las actividades culturales de la provincia y promovió la integración en el Instituto de los diferentes centros de estudios locales con el fin de coordinar sus actividades y optimizar los recursos económicos, pero siempre  respetando su autonomía.

            Entre 2002 y 2005 fue director de la Institución Fernando el Católico (Excma. Diputación de Zaragoza, CSIC), en la que prosiguió con las actividades de la institución y dio continuidad a su política de publicaciones, cursos y conferencias.

            Paralelamente a la anterior dirección, puso en marcha y dirigió desde 2002 hasta su desaparición en 2011, el Instituto de Estudios Islámicos y de Oriente Próximo (Universidad de Zaragoza, CSIC y Cortes de Aragón).

            De igual forma, resultó decisivo su impulso y dirección del proyecto museológico del Espacio Goya, en 2005; también como miembro del Patronato y director de las Actividades del Centro de Investigación y Documentación sobre Goya en la Fundación Goya en Aragón desde 2010, fundación que impulsa actividades de toda índole relativas al genio de Fuendetodos, desde becas, publicaciones, conferencias, recopilación de documentación, etc. En este sentido, Gonzalo Borrás coordinó personalmente diferentes cursos de nivel internacional sobre el artista.

 

Vocación de servicio público. Su faceta política

            Gonzalo Borrás no ha entendido su dedicación a la docencia y a la investigación como algo excluyente del mundo y de la vida, no es pues el típico caso de intelectual aislado en su “torre de marfil”, ajeno a lo humano, todo lo contrario, la política es una cara más de su vocación y profesión, si bien debemos matizar que ha sido más un “hombre público” que un político al uso; es decir, su vocación de servicio le llevó primero al público compromiso y presencia activa en grupos y colectivos, como el que constituyó el ya citado Andalán, la Comisión Aragonesa pro Alternativa Democrática (1972), y la Acción Socialista Aragonesa (1974), para, en su momento, y de manera ocasional, militar políticamente en el PSA, bajo cuyas siglas participó en las elecciones generales de 1977 y más tarde, en las municipales de 1979, como independiente en las listas del PCA-PCE.

            Esa misma actitud y una evolución similar se ha dado en los que podemos considerar sus compañeros de viaje: el profesor Eloy Fernández Clemente y José Antonio Labordeta, cuyos caminos se puede decir han corrido paralelos. De hecho, esta circunstancia la resumía con clarividencia absoluta el propio Gonzalo de la siguiente manera: “Resulta muy difícil para quienes hemos vivido bajo el franquismo, la transición democrática y la actual democracia mantener a nuestro lado, en una trayectoria política tan dilatada y compleja, compañeros permanentes de viaje. Es, al menos, poco frecuente, ya que cada nueva situación política exige de cada uno de nosotros una respuesta política diferente. Y aquellos que coincidimos en un punto de partida común, que fue la lucha contra el tardofranquismo, hemos ido derivando por muy diversos derroteros a lo largo de la transición democrática y de la actual democracia. No es habitual, máxime cuando las estaciones del mismo han sido el Partido Socialista de Aragón (PSA), el Partido Comunista de Aragón (PCA-PCE) y la Chunta Aragonesista (CHA). Uno ha ido perdiendo a lo largo del camino compañeros de viaje y, al doblar el último recodo, no deja de sorprenderse de seguir todavía en compañía de José Antonio Labordeta y de Eloy Fernández Clemente […]”

            En su participación en el libro colectivo coordinado por Javier Aguirre Santos, José Antonio Labordeta, creación, compromiso, memoria[3], cuenta con enorme ironía y gracejo en su particular homenaje al amigo titulado “El compromiso político de José Antonio Labordeta”, cómo entró en las listas del PSA en las elecciones de junio de 1977, partido creado en febrero del año anterior por Emilio Gastón, en el que militó en la distancia durante su etapa en la Universidad Autónoma de Barcelona, donde recibió una llamada del partido comunicándole que lo incorporaban a las listas como número tres por Teruel, tras Rufino Foz y Orencio Andrés, a la que contestó de manera airada: “¡Cómo se os ocurre semejante despropósito! ¡Poned a Labordeta, que es mucho más conocido!”. “Ya va por Zaragoza”, le contestaron. “Pues que sea Eloy”, replicó, pero también su amigo iba por Zaragoza. No tuvo más remedio que aceptar: “…decidí, para ahorrar gastos, ya que todo lo hice a mis expensas,  instalarme en Castelserás, lugar de residencia de mis abuelos paternos, desde donde me desplazaba diariamente a los pueblos del Bajo Aragón […] practicaba de este modo el socialismo autogestionario que propugnábamos en el proyecto político, ya que todo me lo hacía yo […]” Añade también alguna sabrosa anécdota como la vivida en Calanda, en cuya plaza de toros dio un mitin al que asistieron “mal contadas unas sesenta personas, y ello con el tirón electoral de Labordeta […] Al terminar y ya marchándose la gente José Antonio y yo nos acercamos a saludar a dos abuelos que ya no cumplían los noventa, gayata en mano, que nos aclararon: ‘No se preocupen ustedes por que haya venido tan poca gente. Existe mucho miedo todavía. Pero aquí van a tener ustedes muchos votos. Aquí muchos vamos a votar PSOE’. Les dimos las gracias cariacontecidos y se fueron los dos abuelos muy erguidos hacia la noche calandina.”

            Tras lo que se interpretó, seguramente de forma equivocada, como un fracaso, al salir elegido sólo Emilio Gastón, el partido se disolvió, pero antes se les encomendó a los dos amigos, Eloy y Gonzalo, la difícil e ingrata tarea de negociar el pase de la militancia del PSA al PCE o al PSOE en las mejores condiciones posibles con el fin de salvar los restos del naufragio.

            Fruto de estas negociaciones, se integraron en el PCE como independientes en su candidatura al Ayuntamiento de Zaragoza en los comicios municipales de 1979, dando lugar a un amargo episodio que Eloy tituló en sus Memorias como “El timo de los independientes”[4]  y que al fin y a la postre iba a suponer la dimisión de Gonzalo Borrás como teniente de alcalde de cultura, tras encabezar una candidatura que contra todo pronóstico (quizá no contra el suyo propio), consiguió cuatro concejales, al ver cómo el partido comunista vetaba a Eloy Fernández Clemente, quinto de la lista, que debía entrar en el consistorio diez meses más tarde al dimitir el número dos para dedicarse a labores sindicales, pero se le forzó a renunciar en favor  de otro candidato afiliado al partido. Esta triste experiencia le llevó a dejar la política activa hasta que, en 1991, fue candidato a la alcaldía de Zaragoza por Chunta Aragonesista.

 

A modo de conclusión

            El diamantino Gonzalo Borrás siempre será profesor, investigador y difusor de la cultura aragonesa. De su trayectoria personal y profesional aquí esbozada, destacaríamos fundamentalmente dos características esenciales: responsabilidad y compromiso social. Su ámbito de trabajo ha sido el público más que el político propiamente dicho, un escenario secundario o complementario de su faceta anterior, fuente en numerosas ocasiones de desengaños y decepciones, mientras que el espacio público –fundación de periódicos, publicaciones de libros, dirección de instituciones, de empresas culturales varias, docencia, investigación, conferencias, etc.- le ha comportado más satisfacción personal y reconocimiento colectivo.

            Su personalidad es en esencia la de un intelectual apasionado por la libertad y la difusión cultural, absolutamente convencido de que la unión hace la fuerza, máxime cuando los recursos escasean; la de un estudioso inteligente y memorioso convencido de las posibilidades de futuro de su tierra, es pues aragonesista además de aragonés, capaz con su trabajo y pasión por el territorio de entusiasmar a sus paisanos y de devolverles la confianza en sí mismos; la de un hombre amigo de sus amigos, con un humor inteligente, dotado de cierta retranca y fina ironía, con toques somardas, como procede, cuyas máxima frustración tal vez haya sido la de no haber podido crear el Instituto de Cultura Aragonesa, como le hubiera gustado y por el que luchó con denuedo sin éxito. No pudo ser, pero todavía estamos a tiempo.

 



[1] Entrevista realizada por Ramón Mur presente en el libro la Comarca del Bajo Aragón, Zaragoza, Gobierno de Aragón, Departamento de Presidencia y Relaciones Institucionales, 2005, pp. 311-315.

[2] Estudios de Historia del Arte, Zaragoza, Institución Fernándo el Católico, 2013.

[3]Zaragoza, Rolde de Estudios Aragoneses, 2008.

[4] Los años de Andalán. Memorias (1972-1987), Zaragoza, Rode de Estudios Aragoneses, 2013, pp. 535-540.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villalba Sebastián

Desamparo de la lengua

12 de febrero de 2019 13:19:26 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Oh, tú, lengua desamparada.

 

Tal vez yo me haya convertido en tu último apóstol.

 

Los hijos de los mexicanos que nacieron

en la tierra de Abraham Lincoln

a duras penas hablan

la lengua de sus padres.

 

Oh, tú, lengua de los pobres.

 

A ellos, sí, a ellos,

cuando los veo en las prósperas

ciudades anglosajonas trabajando

en los peores trabajos,

les digo con amor: “háblalo,

enséñalo a tu hijos,

el español,

estas sílabas nuestras,

estas sílabas caídas”.

 

Ellos me miran con gesto interrogante,

incómodo, como diciendo “cállese, se lo ruego”.

 

Oh, sílabas españolas dichas

en voz baja

para que no sean oídas por el gringo rico.

 

“Cállese, cállese, se lo ruego,

usted viene de España,

usted tiene suerte,

pero yo no”.

 

Cocineros de bares humeantes,

dependientas en tiendas outlet,

camareras y camareros,

conductores de autobuses,

limpiadoras y sirvientas,

pieles oscuras en trabajos duros, en obras,

en fábricas, en la industria tóxica,

en la basura,

oh, lengua desamparada,

allí dicen tus sílabas con miedo y vergüenza,

con pena.

 

Oh, lengua desamparada

ven a mi corazón desamparado.

 

Dila a tus hijos, yo les digo,

y el verbo decir se disuelve para siempre.

 

Oh, lengua de los humillados,

yo soy tu último apóstol.

 

Tu novio, tu sangre, tu amor.

 

Oh, lengua de los sacrificados

para que el mundo rico siga siendo rico,

yo te doy el último beso.

 

Oh, lengua del desamparo,

vuelve a mí,

entra en mi corazón,

contempla cómo tu soledad

halla hermanamiento

con la mía,

que es siete mil veces más grande

y más antigua

que la tuya.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Verte

12 de febrero de 2019 13:11:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ahora todo gana,

conquista su sentido

y clama por sí solo.

 

Cada tono me muestra

–y cada forma–, 

los firmes filamentos

que enlazan tu mirada

a todo lo visible;

cómo pierden las sombras

su relieve de noche y se despiertan

hacia la nueva luz que les da vida.

 

Ahora crece en tus ojos

el mundo que yo quise,

ése que nunca vi

tan claro como ahora

porque tú me lo muestras.

 

No es un espejo más

–ni es un reflejo–:

más honda que el azogue,

más viva que la cal que no se apaga,

tu visión me desnuda,

me quema la ceguera

con el sol impensable de tu vida.

 

Ahora por fin te veo.

 

  

Escrito en Lecturas Turia por José Saborit

Poemas

12 de febrero de 2019 13:03:21 CET

I. Halo

Aquella mirada era la misma, y no. En cuanto la levantaba, situada frente a las tres sillas, volvía a lo incierto. La casa se llenaba de espectros frente a sus ojos, daga al centro, en la boca del estómago. Circuitos, entonaciones donde la redondez de la confesión brilla. Alienación cóncava, gestos de musicalidad; soledad redescubierta en la comisura del ojo. Mientras el barrio, afuera, ardía, un hombre de pie entona el silabeo previo a tocar su propia herida. Dolencia: habitación al ras de agujeros negrísimos.  

 

 

 

II. Relámpago

Tras la ventana alguien dibuja en el vaho. Lo que se refleja es lo no evidente. La ausencia compartida de quienes albergan un destino. Copas de licor afrutado, especias. Mano en el hombro. Suavidad de palabras al oído. Cerrar los ojos no ayuda a levantar el derrumbe. Orfandad fosforescente entre los dedos.

 

 

 

 

III. Dislocación

De pie, de costado, aligerando los pesos del cuerpo, fragilidad de pisada para establecer coordenadas. Casa vértigo, palabra imán, cuadrícula que sostiene. Mira la circunferencia del secreto, mírale el exacto perfil de tu nombre: pequeñas constelaciones y flotas de estrellas ardiendo. Detritus. Sangre conversa: agua; pozos, atajo hacia la transformación de los susurros. Anudamiento. El banquete ha comenzado hace horas, pan en la boca, pan compartido. La noche entra sobre la luz. Mira la presencia, la revelación de lo distante.

 

 

 

IV. Retrato en fondo oscuro

En ocasiones el tropel de arácnidos sobrepasa al ruido interno. Aquellas voces que se escuchan en lo que es. Lo que es. Cada mañana, desde el círculo negro, desde el fondo del tiempo, un rumor esparce el tintineo de una gota que cae nombrando las instancias del mundo: objetos arquitectónicos donde vive un hombre de sonoridades de agua salada, recuerdos calcinados por llamas, piruetas y exilios donde se esconde el movimiento de un brazo sobre el hombro, silencios; el pensamiento breve de un joven cuya reflexión es saberse mortal. Vacío. Aquellas voces de los hombres que esconden los pliegues de su casa bajo la lengua. Pintar en la oscuridad la nada. Aleteo.

 

 

 

V. Huella

Al agua ponerle las sílabas necesarias para apremiar el hambre de enunciar. Por ti daría hasta la última gota del agua de mi cuerpo. Agitación del reflejo. Evanescencia de una caricia. Recuerdo de pintura abstracta (estallidos negros pueblan la nuca, brochazos ocres cultivan la opacidad de una mirada), imágenes de puerta sobre el piso (entrada hacia el caos) donde la entrada es la curvatura propia. Por ti daría las nervaduras sanguíneas. Recortes fílmicos para atravesar las construcciones invisibles de la palabra cardo.

 

 

 

Coda

Acercarse a la cosa recordada. Acechar el instante del flujo de las cosas. Proceso. Gravedades donde el objeto, sus circularidades acuosas, relacionan apariciones. Cuando el agua descienda, bordaremos nuestros nombres en el tiempo oculto de los credos. Densificación. A primera vista las figuras son sólo eso, figuras, pero al entrar en sus cavidades, en sus superficies, el líquido entona la verdadera textura (remiendos, siempre remiendos) de la imagen: abismo, sangre común de los hombres, lenguaje para aparecer/desaparecer en el mundo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Cerón

La cercanía irónica de Wislawa Szymborska

11 de febrero de 2019 08:16:22 CET

Tal fue la fortuna de la frase de Theodor Adorno sobre escribir poesía después de Auschwitz que él mismo la repitió con formulaciones diversas: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, “Imposible escribir bien, literariamente hablando, después de Auschwitz”... Si bien en su contexto original se trataba de un intento de explicar la poesía de Paul Celan, más que de emitir un juicio universal, el enunciado hizo fortuna porque resumía muy bien lo que estaba pasando en la poesía europea tras el fin de la segunda guerra mundial. En cierto modo, lo que había ocurrido era una cierta pérdida de la inocencia. ¿Puede haber poesía sin inocencia?, podría haber sido otra formulación de la pregunta de Adorno. ¿Puede haber una poesía que no cante a ninguna patria, porque no crea en ella ni en las ideologías que las sustentan; puede haber una poesía religiosa, cuando Dios parece haber fallado vestido da igual con qué casulla; puede haber una poesía de la naturaleza cuando los árboles de nuestros bosques crecen abonados por las cenizas que salieron de los hornos crematorios de los campos de concentración? Pienso en el poema de Aron Verguelis: “Bosque sin alerces / bosque sin abetos / bosque de Sarahs/ bosque de Hannahs”. El horror de Auschwitz es total: no hay ningún ser humano que no se sienta aludido por lo que allí ocurrió. Esa pérdida de la inocencia, esa pérdida de las seguridades da paso a la actitud que será fundamental en la literatura de la segunda mitad del siglo XX: la duda. Una duda esencial sin la que no se entiende la poesía de Wislawa Szymborska (“Estimo mucho esa pequeña frase: No lo sé”, dejó escrito), ni tampoco, por ejemplo, la de Czeslaw Milosz, quien escribe en una carta a Jerzy Andrzejeski: “la duda es algo noble. Creo que si se repitiese la experiencia bíblica de Sodoma, habría que buscar a los justos antes entre quienes profesan la duda que entre los creyentes”.

El desplazamiento que se produce entre el poeta y su asunto (sea éste cual sea, pero que ya nunca será visto del mismo modo, pues a partir de ahora los poetas interrogarán más que cantarán), es esencialmente irónico. La ironía de los mejores poetas es siempre sutil, nunca llega a caer en lo cínico; aunque duden, siguen escuchando, siguen creyendo en la posibilidad de una respuesta, aunque no estén dispuestos a creerse la primera que reciban.

Prefiero hablar de “desplazamiento irónico” y no directamente de distancia irónica porque no creo que la ironía distancie por definición. Es más: mi tesis es que la ironía de la poesía de Wislawa Szymborska produce una “cercanía irónica” opuesta a la distancia irónica más propia de la mayoría de los poetas de la segunda mitad del siglo XX y en especial de un compatriota suyo como Zbigniew Herbert.

No es mi propósito (imposible por otro lado en estas pocas páginas) elaborar una teoría general de la ironía sino observar cómo se manifiesta en la poesía de Szymborska y cómo ese uso que hace de ella la diferencia de otros poetas coetáneos suyos. Uno de los elementos fundamentales del uso de la ironía es cuál es su foco; a quién se dirige la ironía de un texto. Generalizando mucho para ir llevando el agua a nuestro molino, y dejando correr de momento el resto, podemos decir que ese foco puede estar puesto en los otros, en la sociedad (así por ejemplo en Herbert, que recorre el mundo con esas gafas suyas que hacen que parezca que recorre el mundo clásico, mientras Tucídides le presenta el telediario) o en uno mismo: este es el caso de Szymborska. Tengo para mí que la poesía de Milosz se queda en la duda, sin llegar a profesar ninguna de estas dos clases de ironía; él todavía reza, aunque no sepa a quién. Es por ello que resulta un modelo tan fundamental para corregir los estragos que los excesos de ironía han causado en buena parte de la poesía contemporánea; pero esa es también harina de otro costal.

Adam Zagajewski opina que esta autoironía de Szymborska procede del hecho de haberse dejado seducir en su juventud por el estalinismo. Sabemos que escribió poemas dedicados a Stalin en los que decía cosas como “El Partido, la visión del hombre, / la fuerza popular y su conciencia, el Partido. / Nada de Su Vida pasará al olvido. / Su Partido despeja las tinieblas”; y que, aunque, naturalmente, acabó rechazando esos primeros poemas, nunca intentó ocultar que los había escrito, como si de algún modo su presencia fuera el primer paso de esa ironía posterior suya dirigida, fundamentalmente, a sí misma, que se había dejado engañar y a quien la ironía protegía de ser engañada de nuevo.

Y, efectivamente, el primer gesto de la ironía de Szymborska es autoirónico, pero creo que sería injusto y limitado quedarse ahí. Una vez que la ironía le ha servido para estar atenta, para no dejarse engatusar, Szymborska vuelve de nuevo los ojos al mundo y usa esa ironía con cada personaje, con cada pequeña cosa, con cada situación de la existencia. Aunque ese primer gesto, en no siendo único, es fundamental.

La distancia irónica no es sólo una característica de los poetas de esta época; fue un rasgo distintivo esencial del Barroco.  El Quijote es un compendio de sus estrategias, enrevesadas hasta el punto de llegar a basarse en decir justamente lo contrario de lo que se pretende decir. La ironía de Velázquez fue mezclar a personajes reales con los mitológicos, retratar seres monstruosos y no perfectos. Velázquez otorga cierta dignidad artística a esos modelos; la poesía de Szymborska nos dirá que nunca han necesitado que se la otorgasen, pues nunca dejaron de tenerla. Esa es la cercanía irónica de su poesía; ella dudaría de la intención que mueve el cuadro, no de quienes lo habitan.

Pero vayamos a los poemas. En Llamando al Yeti (1957) un poema como “Noche” comienza con un gesto similar al de esos cuadros mitológicos de Velázquez. Comienza con una cita bíblica: “Y dijo Dios: ‘Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré”. E inmediatamente Szymborska los resitúa en su presente, libres de ataduras simbólicas:

¿Pues que habrá hecho Isaac?,

dígame, padre catequista.

¿Quizá rompió con su pelota el vidrio del vecino?

¿Quizá rasgó sus pantalones nuevos

al cruzar la cerca?

¿Tal vez robaba lápices?

¿Espantaba gallinas?

¿Soplaba en los exámenes? [...]. [1]

 

Szymborska ha situado a Isaac en una altura humana, pero no para subrayar lo monstruoso de los humanos que le acompañan en la escena, sino para recuperar la humanidad de Isaac, desvestido de míticos simbolismos. He ahí la cercanía irónica de Szymborska trabajando con toda su potencia. Acercándose a Isaac de una forma muy distinta a como Herbert se acerca, por ejemplo, a Marco Aurelio, precisamente en el poema titulado “A Marco Aurelio”, que comienza con Marco Aurelio leyendo en su propio tiempo y en su propia leyenda, muy lejos del acercamiento propiciado por el poema de Szymborska:

Buenas noches Marco apaga la luz

y cierra el libro Ya sobre tu cabeza

yérguese la argéntea alarma de las estrellas

es un cielo que habla una lengua extranjera

es un grito bárbaro de terror

que tu latín desconoce

y es el miedo eterno el oscuro miedo

que contra la frágil tierra humana comienza

a golpear [...]. [2]

Al final del poema hay un encuentro entre el mundo en el que se halla Marco Aurelio y el que habita la voz del poema, pero que está a años luz de salvar la distancia del modo que lo ha hecho Szymborska:

[...]. Marco abandona tu calma

y dame tu mano a través de la oscuridad [...].

 

No es mi intención tratar de establecer ninguna clase de jerarquía entre ironías, sino subrayar cómo la de Szymborska funciona de un modo totalmente distinto a la de Herbert, y cómo es por ello injusto incluirlas bajo un mismo rótulo; y defender, en definitiva, que la ironía de Szymborska acerca, humaniza, reniega de arquetipos, mientras que la ironía de la “distancia irónica” tiende no a buscar lo cotidiano de cualquier personaje, sino a matizar el arquetipo, a hacer que se dé una vuelta por el presente o reciba un informe de historia contemporánea para hacerse unos ajustes y seguir siendo universal.

El final del poema citado de Szymborska es aún más importante, por cuanto es una buena muestra de ese desengaño que está en la base de su autoironía según Zagajewski, y por cuanto su carácter casi inaugural tiene de programático:

[...]. En ninguna bondad, en ningún amor

voy a creer,

más indefensa

que las hojas de noviembre.

Ni a confiar,

en nada vale la pena confiar.

Ni voy a amar,

a llevar el corazón vivo en el pecho.

Cuando suceda lo que ha de suceder,

cuando suceda,

me latirá un hongo seco

en lugar de corazón.

 Y Dios espera,

y desde un balcón de nubes mira

si la hoguera prende

bien, parejo,

pero va a ver

cómo se muere a despecho,

pues así voy a morir,

¡no dejaré que me salve! [...].

 

Un ejemplo más de cómo normaliza la historia volviéndola cotidiana lo tenemos en “Momento en Troya”, de Sal:

Pequeñas chiquillas

flacas y sin fe

en que las pecas desaparezcan de sus mejillas,

que no atraen la atención de nadie,

caminando sobre los párpados del mundo,

parecidas a papá o a mamá,

y sinceramente espantadas por ello,

a la hora de la comida,

a la hora de la lectura,

cuando están frente al espejo,

en ocasiones son raptadas y llevadas a Troya [...].

 

Como se ve, el método de Szymborska para dotar de cotidianidad a la escena son los pequeños detalles: las pecas de las mejillas, el tópico de a quién se parece, si al padre o a la madre, la hora de la comida.

La visión de la historia de Szymborska tiene en cuenta, al mismo tiempo, nuestro lugar en ella y también cómo se construye el relato oficial. En “Censo”, después de anunciar que “En la colina en la que estaba Troya / han excavado siete ciudades”, resume: “Seis más de la cuenta / para una sola epopeya. / ¿Qué hacer con ellas, qué hacer?”. La historia ya está bastante abarrotada: “Nos vamos llenando de antigüedad, / y en ella cada vez más estrechos, / salvajes inquilinos se abren paso a codazos en la historia”. De la historia, incluso de la más actual, le interesan las cosas más esenciales. Así en “Vietnam”:

Mujer, ¿cómo te llamas? –No sé.

¿Cuándo naciste, de dónde eres? –No sé.

¿Por qué cavaste esta madriguera? –No sé.

[...] ¿A favor de quién estás? –No sé.

Estamos en guerra, tienes que elegir. –No sé.

¿Existe todavía tu aldea? –No sé.

¿Éstos son tus hijos? –Sí.

 

Incluso en la biografía de los tiranos, Szymborska busca el lado familiar, no como forma de ocultar el horror, sino como manera de subrayar lo incomprensible de cómo puede surgir en cualquier lugar, inesperado, como una suprema ironía. Así en “Primera fotografía de Hitler”:

¿Y quién es este niño con su camisita?

Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!

¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes?

¿O quizá tenor en la ópera de Viena?

¿De quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita? [...].

 

Szymborska acerca la historia a una talla humana; también, ella, la Historia, incluso escrita con mayúsculas, es un asunto doméstico, y los dioses del pasado no son más importantes que nuestros propios difuntos, como en “Los difuntos”, del libro Si acaso (1972):

Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses,

pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores.

Sabemos qué dinero no ha sido devuelto.

Con quien se casaron rápidamente las viudas.

Pobres difuntos, inocentes difuntos,

engañados, falibles, ineptamente precavidos.

Vemos los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.

Cazamos con el oído el rumor de los testamentos rotos.

Están sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos con mantequilla,

o se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas [...].

 

De nuevo, como en el poema troyano, los pequeños detalles de las historias contadas en familia, al calor de la cocina; los préstamos no devueltos, las bodas de las viudas... Szymborska lleva esto al extremo en el poema “Vista con grano de arena”, del libro Gente en el puente (1986) donde, de todo un hermoso paisaje, se fija precisamente en un grano de arena. Y es que, como resume en “El ocaso del siglo”, después de anunciar que “Nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados. / Ya no podrá demostrarlo, / tiene los años contados, / titubeante el paso, / fatigada la respiración”: “no hay preguntas más urgentes / que las preguntas ingenuas”.

Esta cercanía irónica de Szymborska opera, como es natural, a todos los niveles; no sólo en la elección de su asunto o sus personajes y cómo tratarlos, sino también en el tipo de lenguaje y en la estructura de sus poemas. Aún en Llamando al Yeti encontramos el poema titulado “Anuncios clasificados”, que remeda precisamente el formato de ese tipo de anuncios de periódico:

Quienquiera que sepa dónde está

la compasión (fantasía del alma),

¡que lo diga!, ¡que lo diga! [...].

Devuelvo el amor.

¡Atención! ¡Ganga! [...].

Se necesita persona

para llorar

a los viejos que mueren

en los asilos. Favor

de no solicitar por escrito

ni anexar ningún tipo de actas.

Se destruirán los documentos

sin acuse de recibo.

 

Fundamental en este tono de la poesía de Szymborska es siempre su atención a lo minúsculo, a los que es capaz de dotar de una capacidad evocadora prácticamente inédita. Así, en “Naturaleza muerta con globo”:

En lugar de que vuelvan los recuerdos

en el instante de la muerte

solicito el regreso

de las cosas perdidas.

Por las puertas y ventanas: los paraguas,

la maleta, los guantes, el abrigo,

para poder decir:

qué me importa todo eso.

Alfileres, este peine, aquél,

la rosa de papel, la cuerda, el cuchillo,

para poder decir:

nada de eso echo de menos [...].

 

Sabemos de la pasión de Szymborska por los simios, y en su biografía pueden verse algunas fotografías junto a un chimpancé del zoo de Cracovia. Dentro de esta cercanía irónica szymborskiana, el simio ocupa un lugar fundamental, contemplado como un pariente nuestro al que la historia ha tratado tan mal que de algún modo anula o disminuye nuestro derecho a la queja. En un poema de Sal  (1962), titulado precisamente “Mono”, se repasa su triste historial de hombre errante:

Expulsado del Paraíso antes que el hombre

por tener unos ojos tan contagiosos

que, al pasear la mirada por el jardín,

hundía en una tristeza imprevisible

a los mismos ángeles [...].

[...] En Europa le quitaron el alma,

pero le dejaron las manos por descuido [...].

[...]. Comestible en China, hace sobre el plato

muecas asadas o cocidas [...].

[...] En las fábulas, solitario e inseguro,

llena el interior de los espejos con sus muecas,

se burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,

a nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,

aunque no lo saludemos.

 

Esta humildad frente al pariente simio va acompañada de la humildad ante la pequeñez del ser humano en el cosmos. Así en “El gran número”, del libro del mismo título (1976):

Cuatro mil millones de seres en esta tierra

y mi imaginación sigue siendo la misma.

No se le dan bien los grandes números [...].

 

Y sin embargo, donde cabría esperar el comienzo de un canto cósmico sobre la enormidad de lo desconocido, Szymborska prosigue así:

[...]. Le sigue conmoviendo lo individual.

Revolotea en la oscuridad como la luz de una linterna,

descubre sólo los rostros más cercanos [...].

Porque, como dice en “Aquí”, del libro del mismo título (2009):

No sé cómo será en otras partes

pero aquí en la Tierra hay bastante de todo.

Aquí se fabrican sillas y tristezas,

tijeras, violines, ternura, transistores,

diques, bromas, tazas.

Puede que en otro sitio haya más de todo,

pero por algún motivo no hay pinturas,

cinescopios, empanadillas, pañuelos para las lágrimas [...].

 

Un interés por lo individual, una capacidad de empatizar por lo cercano que va más allá de lo humano, como ya hemos visto, pero que no se queda en el pariente simio. Todo cuanto sufre es sujeto de compasión para Szymborska, cuya poesía ignora toda distinción académica entre lo humano y lo no-humano. Así, en “Visto desde arriba”, su protagonista es un escarabajo:

En el sendero yace un escarabajo muerto.

Dobló cuidadosamente tres pares de patitas sobre el abdomen.

En lugar del desorden de la muerte: elegancia y orden.

El horror de esta imagen es moderado,

su alcance estrictamente local: de la grama a la menta [...].

[...]. Para tranquilidad nuestra, los animales tienen aparentemente una muerte

más superficial, no fallecen, simplemente mueren,

perdiendo –así queremos creerlo- menos conciencia y menos mundo,

abandonando –así nos parece- un escenario menos trágico.

Sus pequeñas y humildes almas no espantan por la noche,

guardan la distancia,

saben qué son las mores [...].

[...]. Basta tanto pensar en él como verlo:

parece que no le haya pasado nada importante.

Lo importante está relacionado supuestamente con nosotros.

Por la vida, sólo la nuestra, sólo nuestra muerte,

una muerte que goza de una preferencia arrebatada.

 

El distanciamiento frente al arte de los museos forma parte de esta misma búsqueda de una cercanía que excluye cualquier tipo de enmarcado. El poema titulado precisamente “Museo” establece una distancia fundamental con los mundos que refleja el arte:

Hay platos, pero no hay apetito.

Hay alianzas, pero no amor correspondido

desde hace al menos trescientos años.

Hay un abanico, ¿dónde está el rubor?

Hay espadas, ¿dónde está la ira?

Y el laúd ni siquiera suena al alba [...].

 

Szymborska no siente la obligación de ver los cuadros con bibliografía; su mirada es siempre desnuda. Incluso el humor está en la base de algunas de sus mejores imágenes, como cuando en “Las mujeres de Rubens” describe a sus protagonitas como “desnudas como estruendo de toneles”.

En sus viajes, Zbigniew Herbert dibujaba copias de las obras de arte que veía (sus dibujos han sido recopilados en el volumen Znaki na papierze). Hay entre esos dibujos una menina de las de Velázquez, dibujo torpón, la verdad, como la mayoría de esos de Herbert. Qué distinta la interpretación que de una de esas meninas hace Szymborska en uno de los collages recogidos en el libro Rymowanki dla duzych dzieci; Szymborska, lejos de la reverencial y torpe copia, recorta a una de las meninas de una reproducción del cuadro y la pega sobre una estampa campestre con ovejas. Es decir; con sólo unas tijeras, salva a la niña del palacio, de Velázquez, del museo, y de toda la distancia de la corte y el arte, y la recoloca como pastora. En otro de los collages incluidos en el mismo libro, un mono señala a un hombre (aparentemente recortado de la típica representación de la escala evolutiva) y entre el mono y el hombre ha pegado una palabra recortada: “Falsyfikat”. Estos collages de Szymborska ilustran su poética; para ella el rey siempre va desnudo; y cuanto más vestido vaya, más desnudo está.

Szymborska, cuando mira un cuadro, nunca ve sólo el cuadro. Pero lo que añade es menos producto de la bibliografía que de la curiosidad y de la imaginación, de la búsqueda de aquello que late, como en “Paisaje”, de Mil alegrías –un encanto- (1967):

En el paisaje del viejo maestro

los árboles tienen raíces bajo el óleo;

el sendero, seguro, que conduce al objetivo,

la brizna de hierba, seria, sustituye la firma [...].

 

En sus últimos libros, y especialmente a partir de Instante (2004), es como si la ternura de esta cercanía irónica ganase espacio, como si Szymborska ya no necesitara explicarse. Entonces queda más al desnudo lo que busca, en última instancia, su poesía: escuchar más que hablar, evitar la moraleja. Si los poetas de la distancia irónica parecen estar siempre recriminando al mundo ser como es, comparándolo con los modelos de los clásicos o del arte, Szymborska, poeta de la cercanía irónica, nunca recrimina nada. Están ahí, claro, los horrores de la historia, pero ese ruido todos pueden escucharlo; y su poesía lo que pretende es rescatar, de entre todo ese ruido, las voces individuales y apagadas: escuchar. Un ejemplo memorable de esto es el poema de Instante titulado “Fotografía del 11 de septiembre” escrito tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York:

Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas:

uno, dos, todavía unos cuantos

más arriba, más abajo.

La fotografía los mantuvo con vida,

y ahora los conserva

sobre la tierra, hacia la tierra.

Todos siguen siendo un todo

con un rostro individual

y con la sangre escondida.

Hay suficiente tiempo

para que revolotee el cabello

y de los bolsillos caigan

llaves, algunas monedas.

Siguen ahí al alcance del aire,

en el marco de espacios

que justo se acaban de abrir.

Sólo dos cosas puedo hacer por ellos:

describir ese vuelo

y no decir la última palabra.

 

Ese “no decir la última palabra” en este poema es sin duda un resumen de la poesía de Szymborska. Tal vez Auschwitz supuso la pérdida de la inocencia, pero la poesía de Szymborska es un dique que intenta evitar que con la inocencia se vaya también la ingenuidad, es decir, la capacidad de asombro, de plantear preguntas sencillas cuyas respuestas se dan por supuestas, ¿y qué pasa cuando la respuesta es otra? En “Ausencia”, de Dos puntos (2004), se plantea: muy bien, yo soy yo, pero ¿cuánto importa eso, si estuve tan cerca de no serlo?

Faltó poco

y mi madre podría haberse casado

con el señor Zbigniew B. de Zdunska Wola.

Y si hubieran tenido una hija, no habría sido yo.

Quizá habría tenido mejor memoria para los nombres y las caras,

y para las melodías oídas una sola vez [...].

 

De nuevo esta fascinante capacidad de Szymborska para el detalle nimio que inunda el poema de verdad. Y que es capaz de salvar al mundo, como en “Vermeer”, de Aquí :

Mientras esa mujer del Rijksmuseum

con esa calma y concentración pintadas

siga vertiendo día tras día

leche de la jarra al cuenco

no merecerá el Mundo

el fin del mundo.

 

A estas alturas, cualquier lector de Szymborska sabe que sí, de acuerdo, está hablando de ese cuadro de Vermeer, pero también de cuantas personas estén repitiendo ese gesto en este mismo momento del mundo. La escena es importante por su sencillez, no por ser de Vermeer. Como en este último poema que citaré, del último libro de Szymborska, Y hasta aquí (2012, póstumo) titulado “En el aeropuerto”:

Corren al encuentro con los brazos abiertos,

gritan sonrientes: ¡Por fin! ¡Por fin!

Ambos con sus pesadas ropas de invierno,

gruesos gorros,

bufandas,

guantes,

botas,

pero ya sólo para nosotros.

Porque para ellos, desnudos.

 

La poesía de Szymborska ve lo que nadie ve, vuelve el mundo transparente. Ello es gracias a que ha podido conservar la ingenuidad en un mundo que ha perdido la inocencia; porque ha sabido reírse de las ridiculeces propias antes que de las ajenas; porque ha sido capaz de construir una inédita cercanía irónica en un mundo cada vez más dado a la distancia cínica. Y con ello ha salvado a la poesía, que en ella nos sigue enseñando más sobre cómo mirar y vivir que sobre la poesía misma, aunque en ella no sean cosas distintas.

 


[1] Cito siempre las traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán.

[2] Traducción de Xaverio Ballester.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López Vega

Cambio de domicilio

4 de febrero de 2019 08:33:04 CET

Gonzalo tenía treinta y dos años, trabajaba desde hacía tres en una clínica veterinaria y estaba a punto de casarse con una mujer a la que no quería. Había estado diciéndoselo durante los seis meses que llevaban de preparativos y durante las cuatro horas que llevaba bebiendo. Le irritaba la aparente falta de utilidad de haber querido a alguien durante seis años. Mónica nunca había tenido mucho misterio como mujer: siempre había sido franca con él, le había dicho desde el principio que deseaba tener hijos y formar una familia. Si no había sido más animosa o estimulante desde luego no había tratado de engañarle fingiendo que lo era.

Pidió otra copa más y se la bebió lo más deprisa que pudo, como si tratara de hacerse daño. “El que no tenga una casa ahora ya no tendrá ninguna” decía un verso de Rilke que había hojeado en un libro que se estaba leyendo una compañera en la clínica veterinaria. Mientras bebía casi le parecía que lo había escrito dirigiéndose a él. Era un miércoles y apenas había gente en el bar, sólo una pareja que tenía aspecto de haberse conocido hacía poco tiempo y dos mujeres que parecían haber salido del trabajo a las tantas. El bar mismo tenía un aspecto desastrado y provisional.

Cuando salió del bar aún recordaba la frase. Le producía, igual que entonces, un dolor agudo y descubierto que parecía llevar hasta otro dolor, como si se tratara de uno de esos hilos de los cuentos infantiles que siguen los protagonistas en la penumbra. Él seguía ahora el hilo fino y dorado de aquella frase por las calles de Madrid, se detenía, bebía otra copa, dudaba si llamar o no a Mónica, decírselo, acabar con todo de una vez. Lo pensó también cuando entró en aquel Club y cuando esperó durante diez minutos a que salieran las chicas para presentarse.

“Hola, soy Katia”.

“Hola, soy Eva”.

“Hola, soy Dona”.

“Jazmín”.

“Yo soy Mani”.

Trató de retener sus nombres mientras se preguntaba con vaguedad si iba a ser capaz de tener una erección después de lo que había bebido y volvió a pensarlo al elegir instintivamente a la chica menos parecida a Mónica y al sentir la excitación sexual, cauta, destructiva. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca” pensó.

Volvió a entrar la mujer madura.

“Qué”.

De pronto había olvidado su nombre. Le pareció de mala educación responder sencillamente: la negra.

“La negrita” contestó.

“Dona”.

“Sí, eso, Dona”.

Luego hubo un salto: el ruido de los pasos al otro lado de la puerta, su vulnerabilidad, los hábitos higiénicos de Dona, la cama decepcionantemente pequeña, la intensidad de su olor, las sábanas de celulosa de un tacto desagradablemente plástico. Nunca había estado con una mujer negra y le pareció que había cierto tipo de belleza con la que una mujer blanca era absolutamente incapaz de competir. Parecía un cuerpo creado sólo para marcar el contraste con el cuerpo de Mónica. La excitación que le producía su acento brasileño, su distinción y su sonrisa, más que distraerle de sus pensamientos conseguía que se pusieran de manifiesto de una forma intensamente dolorosa. La sostenía en sus brazos, era real, lo estaba haciendo. Era misterioso también: no se sentía culpable. Era una experiencia frontal pero sentía que el alcohol le hacía vivirla un poco a hurtadillas, como si la imagen del espejo fuera tan sólo la de dos Bouvier de Flandes a los que hubiesen traído a la clínica para que se aparearan. No sabía por qué tenía la necesidad de ser cariñoso con ella, de evitar la defensa de sus gestos y actitudes más profesionales y llevarla hasta otro terreno, uno tal vez sencillamente amistoso, como si se tratara de una amiga exótica.

“Ah, entonces eres dulce” dijo Dona poniendo unos ojos muy raros.

A él le pareció un poco absurdo contestar que sí, que era dulce, de modo que no contestó nada y se limitó a sonreír por lo que parecía un cumplido, cosa que tampoco terminaba de estar clara.

“Dame tu cuerpo” dijo Dona como si tradujera literalmente de otra lengua una frase procaz sin saber que aquí sonaba casi tierna y apropiada. Y él le dio su cuerpo y se corrió antes de lo previsto apoyando la cara contra su hombro y acariciando con la nariz aquella piel ajena e incomprensible que parecía una chaqueta de cuero.

Luego, al pagar, descubrió que se había dejado en casa su tarjeta de crédito y que sólo llevaba encima la de la cuenta que había abierto en común con Mónica para que los invitados a la boda ingresaran el dinero de sus regalos. Pagó con ella. Al salir respiró aliviado el calor tibio de aquella noche de primavera y como si se deslizara se sentó en un banco y marcó con lentitud el teléfono de Mónica. Contestó una voz soñolienta.

“¿Sí?”

“No me puedo casar contigo” dijo.

“¿Qué?” respondió Mónica.

“No me puedo casar contigo, no te quiero, ¿lo entiendes?”

“Has bebido”.

“Sí, he bebido, no se trata de eso, también acabo de acostarme con una puta y tampoco se trata de eso. Se trata de que no puedo casarme contigo”.

“¿Qué has dicho?”

“He dicho que no puedo casarme contigo”.

Hubo un silencio sepulcral.

“¿Dónde estás?” preguntó Mónica.

 “No creo que sea una buena idea”.

Se la imaginaba en su piso compartido, sentada sobre la cama, mirando tal vez hacia el techo de la habitación: la lámpara blanca y redonda, como un ojo artificial, podía verla desde allí, seguía teniendo su belleza ordinaria y doméstica. Por primera vez se sintió un monstruo. Se manifestaba como un verdadero vértigo, un vértigo incomprensible, una suspensión global de la vida, sólo comparable a la que había sentido a los veintiún años cuando murió su madre.

“Dime donde estás, por favor” repitió Mónica.

“En la calle Atocha, casi a la altura de la estación”.

“Quédate allí. Dime que me vas a esperar, júramelo”.

“Te espero”.

Mónica colgó el teléfono. Cuando llegó le pareció que estaba más guapa que de costumbre. Eran casi las tres de la madrugada. Ella se tendría que levantar a las siete de la mañana, eso si conseguía dormir, lo pensó como si, a pesar de estar a punto de abandonarla, no pudiera evitar seguir teniendo con ella consideraciones cotidianas y pequeñas. La quería con la lealtad con la que se quiere a la casa en la que se ha sido niño y tal vez con el mismo fastidio. Sentía alrededor del cuello una especie de soga trenzada, la que se siente al abandonar esa casa o al verla vacía y sin muebles. Mónica se sentó a su lado.

“Tengo ganas de matarte” dijo pero con una voz tan rara que nadie lo habría creído, sólo él. La veía de perfil, inclinada y mirándose la punta de los zapatos, su rostro tenía la misma redondez de siempre, pero ahora como si algo hubiese vaciado en él la resolución y la lentitud. Era una presencia extraña y familiar con aquellas mejillas carnosas y aquellos ojos afiebrados.

“¿Sabes qué?” dijo al final.

“Qué”.

“Lo veía venir, todo esto, desde hace meses, deberías habérmelo dicho antes”.

“Sí, tal vez”.

Por fin pudo entrever la furia contenida de Mónica.

¿Tal vez?”.

Ella se tapó la cara con las manos apoyando los codos en las rodillas. Sabía que no iba a llorar, Mónica no lloraba así como así, pero mantuvo las manos pegadas al rostro durante varios minutos.

“Qué vergüenza” susurró muy bajo y luego comenzó a repetir como un mantra enloquecido: “qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…”.

Todavía estuvieron unos segundos en silencio. Él tenía ganas de poner la mano sobre la de Mónica, más que como un gesto cariñoso como una manera de romper aquella dialéctica teatral. Actuaban sin querer.

“¿Es una decisión firme?” preguntó Mónica.

“Sí”.

“No habrá vuelta a atrás”.

“No, no la habrá”.

“No sé si podré encargarme yo de deshacer todo lo de la boda, le pediré a alguien que lo haga …Tengo ganas de morirme”.

“¿Quieres que te acompañe?”

“Sí”.

Caminaron en silencio tres manzanas. Parecía sencillamente una noche a la salida de un cine o un teatro, una noche normal. Era una zona de quietud antinatural,  los dos se habían vuelto un poco repugnantes, también la ciudad se había vuelto repugnante.

“¿De verdad te has acostado con una puta?”

“Sí”.

“Vete ya” dijo.

Él trató de besarla pero ella retiró la cara de inmediato. Le dolió que hiciera eso. Parecía increíble: aquello que le había torturado durante un año entero, que le había quitado la alegría, que le había hecho arrastrarse de culpabilidad durante todos aquellos meses, aquella ansiedad había sido resuelta en una conversación de quince minutos. Estaba hecho.

Tu mejor amigo, el perro decía el póster que estaba en su despacho. Y junto a él, otro de una marca de comida para gatos: ¿Es que no vas a darle de comer lo mejor a tu sultán? El primero era el primer plano de un cachorro de Dogo en un escorzo inquietantemente erótico, el segundo un gato de Angora sobre un cojín con borlas. Aquellos pósters estaban allí desde antes de que él llegara y no era improbable que continuaran estándolo el día que se fuera, junto al desplegable de la anatomía interna de un gato y un perro cuya función era la de explicarles a los dueños las dolencias de sus sultanes y de sus mejores amigos. Las consultas duraban de diez a dos y de cuatro a seis. Una noche a la semana tenía guardia. La sala era pequeña y blanca, tenía una mesa y tres sillas, un pequeño armario con vacunas y material clínico, y una mesa de metal para examinar a los animales, olía a una mezcla indefinida entre perro y gato, a sudor animal un poco enrarecido por el ambientador. Siempre se le habían dado bien los perros. Sentía por ellos un reconocimiento que había sido una de las pocas experiencias vivas y constantes de su vida. Le gustaban sus cuerpos robustos o pequeños, las diferencias de su carácter, la superficie mullida de sus patas, sus dientes, sus lenguas estropajosas y jadeantes, los rasgos de sus facciones, sus negros hocicos húmedos como si desde que era consciente de sí mismo hubiese tenido con ellos una especie de coquetería mutua. Le gustaba liberarles de sus enfermedades y llamarles por sus nombres, que casi nunca olvidaba (no así los de sus dueños) y sentir aquel extraño brillo de sus ojos, la supuración inquieta de su miedo cuando entraban en la consulta y él conseguía tranquilizarles. Era extraño, a veces le parecía hasta poder ver con claridad no sólo sus dolencias sino hasta sus frustraciones caninas. Era una capacidad difusa, como la de quien tiene una naturalidad para entender a cierto tipo de personas y no a otras.

Desde hacía dos meses, los que habían transcurrido desde que rompió su compromiso con Mónica, había algo que se había modificado también en aquel espacio. Algo parecido a una inquietud, un miedo. Los perros lo entendían también. Hasta Rambo, un viejo Pastor Alemán artrítico de más de quince años al que pasaba consulta con frecuencia, le llegó a ladrar furiosamente en una de las visitas. El desenlace de su relación con Mónica había sido mucho más penoso de lo que había previsto y no sólo porque hubiesen perdido los anticipos del banquete de bodas y del viaje de novios o porque Mónica hubiese tenido que llamar a la modista para cancelar un vestido que ya estaba prácticamente terminado. Sus amigos, que eran casi todos comunes, habían cerrado filas en torno a Mónica. Se había quedado prácticamente solo. También su dolor se parecía muy poco al que había previsto. Más que una tristeza puntual o una violenta nostalgia de Mónica tras aquellos dos meses la ausencia comenzó a manifestarse como si le hubiesen inoculado un veneno. A veces se veía atrapado en una especie de razonamiento desquiciado, el dolor de no saber cómo se encontraba Mónica, de no poder llamarla y el amor que sentía aún por ella, y la indiferencia, y la pasión que había tras aquella indiferencia, y la quemazón que le producía su soledad y de pronto el vuelco anómalo de sentirse mejor, como en un poema burlesco… ¿cómo soportaba aquello la gente? En cierto modo le parecía haber ingresado por primera vez en un mundo real y desprotegido. Se miraba en el espejo del cuarto de baño de la clínica y había allí un cuerpo real sin demasiada belleza, unas espaldas cargadas, una mirada brillante, común y marrón, un pelo demasiado lacio, una boca ridículamente pequeña. Nunca había sido un hombre guapo pero había gestionado su fealdad ordinaria con una dosis de seguridad que ahora le faltaba por completo. Le dolía haberle contado a Mónica el asunto de la prostituta. Le dolía haber bebido aquella noche. Le torturaba salir de la consulta por la tarde y recorrer aquel camino familiar hasta su casa como si Madrid, aquel Madrid habitual, muelle y alborotado, estuviese ahora constantemente frío, impertinente y rígido, repleto de francotiradores sentimentales.

Decidió cambiar de casa el mismo día que le mordió el Doberman en la consulta. Fue un accidente común, no era la primera vez que le ocurría. Y conocía al perro además, fue excesivamente confiado y excesivamente despistado. Sabía que era un perro nervioso pero insistió en quedarse solo con él para que se tranquilizara, luego, instantáneamente, sintió miedo y el perro lo notó. Se acercó hasta él y antes de que el dueño hubiese cerrado la puerta ya le había mordido en la mano. Tuvo al menos un gesto profesional; le agarró con fuerza los testículos y el perro abrió las mandíbulas de inmediato, dolorido. Fue un instante, apenas un segundo, sintió el anonadamiento de la violencia del animal, su excitación fría y caliente, su miedo, se miró la mano blanquecina por el mordisco y de inmediato la sangre, no podía mover los dedos. La herida resultó ser de menos gravedad de lo que había parecido al principio pero había sido lo bastante escandalosa como para que su propia jefa se asustara. Le resultaba divertido que alguien como aquella mujer, que llevaba trabajando casi veinte años como veterinaria, fuese aún tan sensible a la imagen de una herida abierta. Le pusieron la antitetánica y le dieron cinco puntos. Esa misma tarde el médico le dio una baja laboral de una semana. Al salir de la consulta se vino abajo. El mal humor de la herida mezclado con la necesidad de estar una semana en recuperación se combinaron provocando un desamparo absoluto. Llamó a Mónica y escuchó lentos y difusos, los timbrazos de la llamada. Sabía que a aquella hora ella salía del trabajo. Se la imaginó furiosa, sorprendida. Imaginó su número en la pantalla de su teléfono móvil. Le sorprendió que respondiera.

“No puedes llamarme así” dijo Mónica y tras un silencio “¿No estás en la clínica?”

“No, estoy en casa, me ha mordido un perro esta mañana”.

“¿Estás bien?”

“Sí, sólo unos puntos, estaba distraído”.

Y del modo más imprevisible Mónica contestó:

“Tal vez me pase luego”.

Cuando sonó el timbre y le abrió la puerta le asombró y le llenó de ternura comprobar que Mónica había pasado por su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Se había maquillado un poco y echado perfume. La coquetería de Mónica siempre le había conmovido, aquella coquetería que se articulaba con frases que ansiaban su negación inmediata, estoy hecha un asco.

“Qué guapa estás” dijo.

Mónica sonrió con tristeza. Se besaron en la mejilla y se sentaron en la cocina. Ella quería té, él se bebió una cerveza. Estaban tristes los dos. Mónica parecía desmejorada, más pálida o más delgada que de costumbre. Llevaban más de dos meses sin verse. Le preguntó qué tal estaba y ella contestó que estaba triste con una sencillez que le desarmó. A ratos le parecía que hubiesen estado separados sin más por un largo viaje pero sin la alegría propia del reencuentro y sin embargo estaban allí, como siempre y a la vez en absoluto como siempre, ella se acercaba un poco hacia él y él sentía su disposición y su tristeza. Desnudarse tuvo la complicación de la venda y el dolor puntual de la mano. No recordaba cómo había comenzado la situación. De pronto estaban desnudándose sin más, sin haberse besado siquiera. El frío de la casa, a pesar de que en el exterior hiciera un buen día, les punteó la piel a los dos. No sabía dónde estaba. No sabía si la quería o no. Sabía que era extraño sentir a Mónica de aquel modo, como si lo que le hubiese llevado a su casa, más que el deseo, fuese una especie de tristeza erotizada de hacer el amor con él de aquella forma. Le pareció que las formas de su cuerpo habían cambiado también, sin dejar de ser las mismas. Algo había lavado aquellos pechos, que ahora le parecían más suaves al tacto, la tersura húmeda de su sexo, la mirada de sus ojos. Le miraba ahora con una ansiedad determinada y frontal, como si quisiera apropiarse de todo, engullirlo y hacerlo suyo para, después, regurgitarlo y comerlo despacio en soledad.

“¿No tienes un condón?”

Sí, lo tenía. Tristeza de usar un condón con Mónica, con quien nunca lo había usado.  Espirales y descensos y luego una calma, la del olor de Mónica retenido, la de la ráfaga impetuosa con la que de pronto se apretó contra él y le susurró en el oído:

“No he dejado de pensar en ti ni un segundo”.

Al terminar se encerró en el baño y estuvo allí durante casi veinte minutos, hasta que él llamó suavemente a la puerta.

“Enseguida salgo” respondió.

Cuando la vio salir se había lavado la cara y arreglado el pelo. Había estado llorando. Se despidieron en la puerta y en aquella ocasión ella le besó en los labios.

“Prométeme que no me llamarás más” dijo.

“Te lo prometo”.

Durante un cuarto de hora estuvo arreglando un poco la casa. Volvió a hacer la cama, recogió la taza de té y el vaso de su cerveza, recogió el condón usado que había en la mesilla de noche y cuando terminó se sentó a fumar un pitillo en el salón sin poder dejar de pensar: tengo que salir de aquí, tengo que marcharme de esta casa.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

Un episodio más

4 de febrero de 2019 08:30:05 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la noche se oyeron los furgones. Los faros recorriendo las fachadas, metiendo en los cuartos desvelados  intermitencias de luz, páginas de luz, oleadas de luz sobre el recuadro que proyectan los cristales.

Desordenada constelación, la de los clavos en las paredes vacías. Fuera, el cielo cierne su negrura desolada: noche sin señales  ni respuestas.

Al amanecer, chirridos de las vallas cercando al edificio, uniformes desplegando su impávida cadena, la claridad acumulándose en la calle y el día, entrándose en la casa, revela las habitaciones desmanteladas y frías; el vulnerable hogar de la pobreza en espera de su inminente vulneración.

Y de repente, la hora llega.

Por las escaleras un ejército atronando como una carraca siniestra. Un ejército desacompasado de botas, subiendo. Llega al rellano. Jadea.

Y luego, silencio. El silencio mortal que precede al pánico antes de que la jauría se precipite.

En la puerta retumban los golpes. Una vez y otra y otra y otra.

La policía tira la puerta abajo.

Ya entró.

Ya los sacan.

El padre humillado; la fortaleza de la mujer, vencida; las criaturas aterrorizadas, que tiemblan y se apiñan contra la falda de la madre, están fuera.

Objetivo cumplido.

Ya está.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Ay, la poesía

4 de febrero de 2019 08:14:41 CET

Estas son las anotaciones de un lector. Ni soy especialista en literatura polaca ni conozco el polaco, esa compleja lengua eslava. Son meras apostillas de alguien que, como tantos, descubrió los versos de Szymborska en 1996, cuando la Academia Sueca le concedió el Nobel a una “poesía que, con irónica precisión, permite que el contexto histórico y biológico surja a la luz en fragmentos de la realidad humana’’.

 

Antes, gracias a un puñado de traductores ejemplares, nos habíamos adentrado en la lírica polaca de la mano de Miłosz y Herbert. Más tarde, llegó Zagajewski, que nos acercó con la debida maestría Xavier Farré.

 

Hace ahora justo veinte años que pudimos empezar a leer los libros de Szymborska. Por orden de aparición (hablo sólo de lírica y de España), Paisaje con grano de arena, El gran número, Fin y principio y otros poemas, Poesía no completa, Instante, Dos puntosAquí, Hasta aquí, Saltaré sobre el fuego. y Antología poética (1945-2006)

 

Sus traductores: Ana María Moix, Jerzy Wojciech Slawomirski, Xaviero Ballester, Elzbieta Bortkiewicz, David Carrión, Calors Marrodán y Katarzyna Moloniewicz. Y sobre todo Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Sus editores: Lumen, Hiperión, Igitur, Fondo de Cultura Económica, Bartleby, Nórdica y Visor.

 

Por eso, a favor de esa intachable tarea, sus versos han llegado a tantos lectores, muchos de ellos, como Fernando Savater, ajenos al mundillo poético. Para el pensador, “su poesía es reflexiva sin engolamiento ni altisonancia, de forma ligera y fondo grave, directa al sentimiento pero sin chantaje emocional. Breve y precisa (…). Sobre todo nos hace a menudo sonreír”.

 

En todo caso, guste o no, lo que nadie puede poner en duda es la feliz recepción de su obra entre nosotros. La de una autora que ha pasado a formar parte de esa selecta estirpe de mujeres poetas –ahora que tanto se reivindica el papel femenino en la lírica de todas las épocas–, que va de Safo a Bishop, pasando por Dickinson y Ajmátova.

 

Nacida en 1923 en Bnin o en Kórnik, según quién, ella era al fin y al cabo de Cracovia, su lugar, además de Zakopane. Allí vivió la mayor parte de su vida y allí murió en 2012. Aunque no tuvo más remedio que pasar por el purgatorio comunista, con vistas al infierno, sus poemas esenciales, son ajenos a aquel mundo. El suyo es otro, bien distinto. Se me antoja que podría aplicárseles el rótulo que usaba hace poco Damià Alou para referirse a la lírica de Philip Larkin: el de poética de la modestia, pues que a ese tono o manera de decir en voz baja se adapta como un guante, salvadas todas las distancias, cuanto ella escribió. Una frase suya lo explica bien: “La poesía se salva por los pequeños detalles”.

 

La suya, tal la vida, está con lo cercano y lo sencillo sin que por eso tenga atisbos de simpleza o provincianismo. Ya que lo menciono, pocos poetas nos han llevado tan lejos a pesar de carecer de vocación viajera: “Me siento amenazada por todos los horizontes”. Acaso porque, como aprendió de William Blake, “el universo cabe en un grano de arena”.

 

Y porque de vida hablamos, tampoco está de más recordar la más que interesante biografía que publicó Pre-Textos: Trastos, recuerdos, de Anna Bikont y Joanna Szczęsna, donde apreciamos con rigor que lo suyo fue escrivivir.

 

Esta poesía de la realidad (no del realismo) huye de las grandes palabras y de cuanto suene a hueco y pomposo. Imagina lo cotidiano como milagro. Del “despoetizar”, según Zagajewski. O de la “antipoesía”, por decirlo con Parra. No es baladí el dato de que fuera mala lectora de poesía. O, mejor, defensora de que el poeta no leyera sólo versos. La ciencia era otro de sus intereses. Y es que pocos enemigos de la poesía (de la de verdad, quiero decir) más peligrosos que lo poético, entendiendo por tal ese lánguido, rebuscado y relamido romanticismo (mal asimilado) que, como nunca, marca tendencia en esa simpleza ripiosa que algunos denominan ahora “poesía juvenil”.

 

De ahí que se aleje también de las “grandes palabras”, esas que dan en otro grave error lírico: el que pasa por lo gratuitamente hermético y lo falsamente metafísico, por filosófica que al cabo esta sea.

 

Poesía, en suma, contra la humillante prisa y los excesos. Por eso, discreta, elegante, amorosa, frágil y tranquila. Del claroscuro. Ajena al aspaviento y la altisonancia. Sin dramatismos. Próxima a la naturalidad, pero ni normal ni corriente. “Hay una costumbre excesiva de leer entre líneas, de buscar mensajes secretos. Mi poesía no esconde nada”, comentó en cierta ocasión. Dada a la ilustrada conversación (al lector como ). De muchas preguntas (“la inspiración –dijo en su discurso del Nobel– nace de un constante «no sé»”) y algunas respuestas. Inteligente. Ni de la perfección ni del caos. Vital, practicante del lema horaciano del “non omnis moriar”. Que apuesta por la ironía, el humor y hasta por la broma (que cultivó en la intimidad con sus amigos), aunque sepamos de sobra que nada más serio, en el mejor y más hondo sentido, que sus poemas, escritos con la ambición y la voluntad de quien cifra su existencia en el noble pero humilde ejercicio de la Poesía. De quien jamás improvisa y siempre observa lo que le rodea. Nada ingenua. Entre el entusiasmo y la desesperación. Triste, porque el ser humano –escribió–  por naturaleza lo es. De alguien que, como Miłosz, concibe la poesía como conciencia. Que cree en ella, y no en los poetas.

 

Publicó trece libros. No son tantos. Uno aprecia en cada uno de ellos tantos como poemas contienen. Quiero decir que en Szymborska cada poema está creado como si de un libro completo se tratara. Ella, que por imperativo histórico abominó de lo colectivo, quiso para sus versos la individualidad más plena. La unidad de lo uno y de lo único frente a la dispersión de lo meramente agrupado o reunido. Cada poema como “un todo”, señaló Zagajewski.

 

“La poesía, / pero qué es la poesía”, se preguntó. Tal vez la respuesta esté en otro lugar: “y yo no sé, y sigo sin saber, y a esto me aferro como a un oportuno pasamanos”. “Ay, la poesía”.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

Inteligencia emocional

28 de enero de 2019 09:50:12 CET




Para Carlos.

Para Javier.


De uno en uno.

 

 

 

 

A menudo será tan inútil intentar entender tus emociones,

como querer parar un río

o atrapar la niebla con las manos.

(Pero no por eso desistas de intentarlo).

 

Jamás podrás dejar de pisar tu sombra,

tal vez si te acercas despacio consigas no dañarla.

La serenidad de tus huellas te llevará más lejos,

acostúmbrate a caminar junto a los otros.

 

Nunca olvides que te pertenecen tus pasos

y el derecho a equivocarte de sendero.

Llora cuando sientas necesidad de hacerlo,

pero conserva tu risa para después.

Guarda nuestros besos para entonces.

 

A veces la inquietud traerá huracanes sordos a tus sienes,

aprende a gestionar el vértigo, a vivir en la victoria y la derrota,

es  bueno saber perder, pero no menos que aprendas a ganar.

Ponle pasión a todo lo que hagas, pero no te dejes cegar por las pasiones.

 

Habrá preguntas para las que no vas a encontrar respuesta,

no te empeñes en buscar las que no existen

dudar de vez en cuando es saludable. 

 

Nunca sabrás a dónde se va el tiempo,

ni dónde comienza o dónde acaba

Escucha al viento, siempre tendrá algo verdadero que decirte. 

 

Mide la intensidad de tus emociones.

Si vas a subir una montaña

calcula que te queden fuerzas para bajar, 

si vas de paso, no hagas creer a nadie que estarás para siempre. 

 

Nunca llegarás a conocerte del todo, pero tampoco es necesario.

No impidas que te conozcan los demás,

dentro de ti también habitan semillas

que sólo ellos pueden hacer brotar,

tampoco olvides que al lado de las flores crecen las malas hierbas.

Hazte horticultor de ti mismo

y recuerda que la planta debe llegar a ser más grande

que la maceta que la contiene.

 

Serás feliz y querrás serlo siempre,

pero no te atormentes cuando no lo consigas,

nadie dijo nunca que todo iba a ser fácil,

tampoco yo tengo recetas ni certezas que darte.

 

Si alguna vez la razón te dice que no entiende

pregunta al corazón que nunca se equivoca.

 

…y aunque llueva ahí afuera, el mundo seguirá siendo hermoso.

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Iglesias Serna

Incluso la gente ordinaria - ¿existe gente así? –, desde el momento en que nos deja, se convierte en leyenda. ¿Qué decir entonces de la gente extraordinaria? Wisława Szymborska, que pasó casi toda su vida en Cracovia, aunque nació cerca de Poznan, reunía en una única persona dos cosas insólitas: era una poeta tremendamente original, y al mismo tiempo una persona, una mujer, con un estilo de vida único e irrepetible. Un estilo, o incluso mucho más que eso, una filosofía vital, una idea de cómo vivir.

Lo que, sin duda, tenían en común su obra y su vida era un pertinaz y obstinado apego a la independencia, a la defensa de la propia otredad, pero una defensa discreta, exenta de cualquier agresividad, o de cualquier elemento doctrinal. Escribir manifiestos poéticos – no, gracias, ella no. Estoy convencido, mejor dicho, me consta, que no le gustaba pronunciarse sobre esos temas. Tampoco le gustaba hablar sobre la época estalinista, cuando siendo una joven poeta se había sometido a las normas del imperante  realismo socialista, cosa que le ha seguido recriminando a voz en grito, incluso después de su muerte, la derecha polaca, esa misma fracción de la derecha anticomunista radical que hizo de Zbigniew Herbert su ídolo (no por razones estéticas, ya que a esos fanáticos les interesan más bien poco la poesía y el arte, sino por admiración hacia su inconformismo político). Es cierto, no le gustaba volver a todo aquello. Recuerdo que en una ocasión, a modo de broma, le puse un disco con canciones de aquella época, con “los éxitos musicales del socialismo” cuyas letras habían escrito conocidos poetas y ella no hizo absolutamente ningún comentario… No fue la mejor de las bromas.

Hace ya mucho tiempo que estoy convencido de que el hecho de que Wisława Szymborska se hubiera equivocado en su juventud es menos importante que la forma en la que más tarde repararía su error. Tardó muy poco en comprender lo que había pasado, lo que había sucedido; inmediatamente después de los acontecimientos de 1956, sonó la voz pura de su poesía, pura y crítica. Para alguien que se toma en serio escribir versos, el darse cuenta – a posteriori – de la presencia de veneno en la propia obra tuvo que ser un trauma gigantesco, permanente y doloroso.

Un lector atento encontrará en prácticamente todos los poemas escritos por Szymborska después de 1956 una huella más o menos evidente de aquel error. En casi todos los poemas descubriremos una cicatriz de los tiempos estalinistas, en casi todos encontraremos la declaración de “esto no se repetirá nunca más”. Esa famosa negatividad de su poesía, esa fascinación por lo que ”no llega a ocurrir”, por lo que podía haber ocurrido, por un encuentro que no llega a producirse, esa fascinación por lo efímero y lo azaroso de la vida humana, esa desconfianza hacia el lenguaje poético, ese convencimiento de que hay que estar siempre controlándolo – por ejemplo, esa “cierva escrita” que corre “a través del bosque escrito” en el poema La alegría de escribir que se encuentra en el eje central de su obra – se inscriben en un incesante diálogo didáctico consigo misma, pero más joven y desorientada.

Se impone aquí el paralelismo con la obra de E. M. Cioran que, como muy bien sabemos, en su excelente producción ensayística y aforística después de la Segunda Guerra Mundial introdujo indudables referencias al breve episodio de euforia nacional-fascista de su juventud. Lo que une a Szymborska con Cioran es la brillantez; ambos, a pesar de trabajar con una materia literaria distinta y sin perder de vista ni un momento sus antiguas transgresiones, alcanzaron el más alto nivel, se convirtieron en estilistas prácticamente sin parangón. Les une también la “negatividad”, un elemento de negación, de desconfianza, de una cautela radical, la aversión a los enunciados declarativos. Ambos adoptaron la postura del outsider, ambos parecían decir: no pertenecemos a ninguna corriente dominante, no esperéis que nos declaremos nunca a favor de un partido, de alguna agrupación. Lo que los separa, en cambio, es el abandono del humanismo por parte del misántropo rumano, al menos en algunos fragmentos de su obra. Cuando Cioran intenta convencernos de que el ser humano es un defecto de la existencia pocos – en mi opinión – estarán de acuerdo con él a no ser que consideren sus radicales juicios una manifestación de humor negro (lo digo como fiel lector de Cioran, un lector desconfiado, fundamentalmente reñido con el objeto de su admiración y al mismo tiempo incapaz de abandonar la lectura de sus libros).   

Wisława Szymborska eligió otro camino. En su caso, la negatividad afecta a otra cosa -más bien a cierto aspecto-, al escepticismo sobre las posibilidades de la literatura – que tiene su origen en el amor hacia ésta y en una fe primigenia en ella – pero en el fondo conduce a un sentimiento de ternura hacia la gente, hacia el mundo de los seres humanos. En la excepcionalmente original poética de Szymborska florece un humanismo auténtico nacido de la empatía hacia los otros, se desarrollan los motivos tradicionales de la poesía europea: lo elegiaco, la activa búsqueda del bien, la condena de la mezquindad. Todo ello enmarcado siempre en una retórica absolutamente personal de la poeta, como en el conocido poema “Un gato en un piso vacío”, donde tras la descripción de la desgracia de un gato se oculta una estremecedora y al mismo tiempo contenida elegía dedicada al ser más querido. El nombre de esa persona ni siquiera se menciona, su sombra no roza el poema; solo se registra su ausencia. Y aquí nos encontramos con otra de las formas de esa “negatividad”: una máxima discreción.

En el paisaje poético de la Polonia contemporánea Wisława Szymborska es prácticamente la única representante de la Ilustración. Si en su poesía hubiera algún elemento religioso, éste se expresa mediante el incesante asombro ante el mundo, pero aún así, es algo que tiene que ver más con la filosofía que con la religión. La poeta se declaraba, tanto en sus poemas, como en las conversaciones, racionalista, alguien que seguía los descubrimientos científicos, que desconfíaba de la “inspiración” y de otros tipos de “enajenamientos”. Leía mucha literatura de divulgación científica, le gustaba burlarse de los críticos literarios que no sabían nada de la ciencia. Cuando en una ocasión le contamos una historia realmente extraordinaria que sugería que podían ocurrir cosas entre el cielo y la tierra que la filosofía de la Ilustración ni siquiera sospechaba, hizo un comentario absolutamente racional. 

Fue amiga de Czesław Miłosz durante años, desde que ese poeta romántico – que en sus estudios teóricos combatía el romanticismo – se instalara en Cracovia. Se tenían mucho cariño aunque, en realidad, eran tan diferentes como la noche y el día. Había algo cómico y simpático a la vez en sus amistosas desavenencias. Czesław Miłosz, con su voz estentórea y sus – en ocasiones- gestos de vate decimonónico, y la irónica, ingeniosa, escéptica, delgada, discreta y risueña Wisława (la verdad es que Miłosz también reía con frecuencia, con una risa sonora y feliz). Y en ese potencial duelo espiritual, Szymborska, que tenía en alta estima la obra de Miłosz, tan distinta a la suya, no le cedía ni un ápice de terreno al escritor. “Potencial” porque ellos no discutían nunca; eran como dos estados soberanos que habían delimitado con precisión sus fronteras y no tenían ningún interés en entrar en conflicto. Szymborska defendió con éxito su otredad, su identidad personal; estaba dispuesta a luchar por ella tanto en la poesía, como en la vida. Y yo doy fe de ello con un gran cariño hacia Wisława Szymborska, si bien, en lo que a las ideas se refiere, me resulta más próxima la imaginación de Czesław Miłosz…

 

Traducción del polaco: Katarzyna Mołoniewicz y Abel Murcia

 

Escrito en Lecturas Turia por Adam Zagajewski

El gas y el leñador

28 de enero de 2019 09:39:09 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Por qué la voz se olvida,

se esfuma como el gas?

 

Globos de helio

que se sueñan inflados

de identidades.

 

No sé si puedo recobrar tu voz,

su afónica aspereza

de mano que acaricia

tablas sin barnizar.

 

Cada tronco susurra,

el hacha tiene oído.

 

Te escucho, se va el aire.

Y parece que alguien me soplara.

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Santos

28 de enero de 2019 09:30:28 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Yo alquilé un cuarto en el barrio de Santos

para pasar el invierno más frío de mi vida.

La mujer de la casa solo hacía paciencias.

Santos era la tierra de la infancia.

Meninos do rio. La casa está en el mar.

El tren es una máquina de un mundo superior

que arrasa con todo lo que fui. 

Amo las piedras de la calle, cómo se resbala con la lluvia,

cómo la ciudad fue hecha sin pensar en nadie.

En el 25 de abril alguien dio a un soldado la orden de disparar

pero él no lo hizo y evitó una guerra.

Amo el águila del Benfica

dando la vuelta al estadio antes de cada partido. 

¿Cómo decirlo? Nada me une a esta orilla.

Si aquí veo solo un poco de odio

me iré a la otra orilla y empezaré otra vez.

Si alguna vez hago un amigo

le hablaré de cómo es mi tierra natal

para asustarlo y mantenerlo lejos.

Con el tiempo aprendí que un poco de odio

es el inicio de todo el odio. 

Esto es Lisboa. Me preguntan por qué vine aquí

y eso es ir demasiado lejos.

Si quieres saber por qué vine

deja que se te vea con los que no tienen nada.

Entra en el juego de perder todo como yo lo hice.

Esto es Lisboa: la ciudad en la que he de escribir

el libro alucinado que siempre quise escribir. 

Aún no sé de qué trata este país,

esta tristeza, esta lengua y este imperio perdido.

No saberlo me hace estar para todo.

Estoy tan disponible que doy miedo. 

Sé que esta es la única orilla

por eso trato de mirar el río sin pensar

que mi presencia aquí es una venganza.

Creo que lo que amo es la doble vida

que todos tuvieron en África y en Portugal.

También a mí se me acabó. 

¿Recuerdas el tiempo del primer escándalo

cuando parecía imposible que hubiera otro y otro?

Alguien dijo vergüenza solo para hacer cosas malas.

Esto no es una parte de mi vida, vine a quedarme.

¿Tú ves salir palabras del río, las ves golpearse

contra las aguas del mar?

¿Tú crees que un hombre debe ser fiel a sus alucinaciones? 

Yo habito un lugar del margen

donde puedes beber cuanto quieras

sin que nadie diga nada.

El río solo puede ser navegado

por los que aprendieron a decir adiós. 

¿Tú qué sientes cuando me ves navegar

en este río innavegable?

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Fidalgo

Madrid: guía de efectos sensoriales

21 de enero de 2019 09:21:48 CET

Cuando la UNESCO designa patrimonio de la humanidad a una ciudad la hace automáticamente depositaria de una responsabilidad gigantesca a nivel planetario. Su casco antiguo se vuelve intocable tras el prestigioso nombramiento. A partir de ese momento ha de ser preservado de los estragos históricos, es decir: del terrorífico bloque de pisos de hormigón o de la amenaza del rótulo feúchamente contemporáneo que sustituye al original de hace dos siglos. Custodiar parece ser entonces la idea, pero ¿custodiar qué? ¿sólo la arquitectura del XVIII? ¿las tallas de la escuela de Salzillo? ¿no sería conveniente ampliar  el alcance de lo custodiable, de lo que hay que proteger de las inclemencias de la historia? Haciendo eso nos encontramos con ciudades interesantes que la UNESCO aún no ha señalado con el dedo y que cuentan con otro tipo de patrimonios visuales, auditivos, olfativos y táctiles cuya desaparición también debemos evitar a toda costa. Madrid, aparte de contar con su Palacio Real, su monasterio de las Descalzas Reales y demás lugares incluidos en la lista del Patrimonio Nacional, posee un muestrario de bienes sensoriales con los que, ante todo, debemos reconciliarnos si en algún momento hemos despotricado sobre ellos, porque ¿qué es finalmente el patrimonio de un país o de una familia sino el conjunto de todo lo que se echaría de menos si no estuviese ahí?

 

Pensemos en la expresión “alegrar la vista”, una frase hecha que nos trae a la cabeza cristalinos disfrutando, retinas dejando pasar la mejor de las luces y conos y bastones dando saltitos. De Madrid nos alegran la vista, en un sentido u otro, El jardín de las Delicias de El Bosco, la escultura de Lichtenstein que simula un brochazo en el patio del nuevo Reina Sofía o los frescos goyescos de la ermita de San Antonio de la Florida. Hasta ahí todos, o la mayoría, estamos de acuerdo. Pero hay otras imágenes y colores que conforman también el patrimonio visual madrileño y que nos esperan nada más aterrizar en la ciudad: los colores que anuncian Madrid son visibles ya antes de que el avión toque el suelo de la ciudad. Aterrizar es un verbo que ha debido de ser inventado por un madrileño, pues es tierra y su variante de colores (más amarillenta, más mostaza, más tirando a rojiza, más ocre) la primera palabra que se le viene a la cabeza a cualquiera que descienda en un avión y vea el color alpargata tan inequívocamente mesetario de Madrid. Los célebres tonos tierra, tan de moda temporada sí/temporada no, fueron seguramente lanzados a las pasarelas por un diseñador que bajaba hacia Madrid en avión.

 

En nuestra búsqueda de colores madrileños tan típicos como preservables, otro que ocupa bastantes, pero bastantísimos metros cuadrados es el rojo. Jean Nouvel se ha encargado de ello en su ampliación del Reina Sofía, con su ineludible fachada de charol rojo que tiñe de una luz un poco putesca los balcones y visillos de las casas setenteras situadas enfrente, al final de la calle Argumosa, ya casi en la Ronda de Atocha. Y  aunque no sea posible seguir una trilogía cromática como la de las pelis de Kieslowski, con su azul y su blanco correspondientes (¿y quiénes harían de Juliette Binoche e Irène Jacob? ¿Quizá Pé y Pilar López de Ayala?), sí que podemos encontrar otro color representativo de Madrid: el tono teja o canela, color local por antonomasia debido a la profusión de edificios de ladrillo visto. El Auditorio Nacional se hace eco de ello, en su aspecto como de construcción infantil formada por bloques sencillos y piececitas apilables.

 

Dejando a un lado los colores y centrándonos en elementos tridimensionales característicos de la ciudad, no podemos omitir la presencia de aparatos de aire acondicionado presentes en un porcentaje alto de balcones, y en los que ya apenas reparamos. Si tuviéramos que explicarle a un amistoso habitante de Marte de ojos almendrados y piel verdusca qué son esos aparatos no tendríamos que hacer muchos aspavientos: sólo con que experimente  la poco afable temperatura que alcanza la ciudad en el mes de julio, él, con sus movimientos siempre gráciles, asentiría con la cabeza mostrando haber comprendido perfectamente. Expliquémosle también todo sobre el escaparatismo hostelero madrileño, con sus correspondientes animales de tierra y mar expuestos sin sarcófago. Hagámosle comprender la convivencia de pulpos, centollos y piernas de lechazo colocados sofisticadamente en vitrinas para disfrute o repugnancia visual de los paseantes. Pero atrévase a entrar, hombre: esos animalillos o están muertos o son inofensivos gracias a la cinta aislante que rodea sus pinzas, en el caso de los bogavantes. Una vez dentro del bar-restaurante de turno y dejando a un lado la felicidad obtenida por la dosis de pulpo y pimentón que nos hayamos comido, nos topamos de lleno con otro elemento patrimonial, esta vez auditivo: el repertorio fraseológico del hostelero madrileño, cuya expresión “oido cocina” es un ejemplo aplaudible de economía del lenguaje, una modalidad hostelera del cambio y corto empleado en la jerga bizarra de la comunicación por walkie-talkie. El lenguaje camareril tradicional no se debe perder. Al igual que el etnomusicólogo va por los pueblos grabando canciones populares interpretadas por ancianos desdentados, el habitante de Madrid debería grabar las frases del camarero madrileño, de ese que hace entrechocar las gordísimas tazas de cafetería que nunca, nunca parecen romperse. Pero ese lenguaje que divierte y repele al mismo tiempo se está acabando inevitablemente debido a la jubilación de sus generadores. Por eso urge crear una escuela de camareros a la madrileña donde se aprenda a proferir gritos ensordecedores, canturreos de coplas y melodías en desuso y, de repente, una inesperada frase ultracariñosa con profusión de diminutivos, del estilo de “un cafetito y una tostadita por aquí”.

 

Los costumbristas que anden al acecho de sonidos darían lo que fuera por hallar la melodía de la armónica del afilador en medio del bullicio de una capital de varios millones de habitantes. Con paciencia y aguzando el oído la encontrarán. Es real que se oye en ocasiones la escalita sonora que, a modo de flauta de Hamelin, anuncia la llegada del profesional que convertirá nuestros cuchillos y tijeras en instrumentos peligrosos. Por supuesto, el afilador no ejerce su profesión en las inmediaciones de la torre Picasso, ni en las del recinto ferial de Campo de las Naciones: se presenta en Lavapiés o en el Madrid de los Austrias con disimulo, y con su silbidito artificial a modo de contraseña ofrece sus servicios a los vecinos.

 

Al abandonar el mundo del oido y pasar al apartado de olores se hace necesaria una mención de honor a uno bien tradicional y casi exclusivamente experimentado por mujeres. Todas aquellas que hayan dejado Madrid en favor de ciudades como Helsinki o Chicago no podrán sino echar de menos el olor de la cera caliente de la peluquería de turno, con sus connotaciones de daño pero también de alivio final tras el pleno cumplimiento de los códigos estéticos vigentes en Occidente.  Pero Occidente es más variado de lo que nos quieren hacer creer las mentes globalizantes, de ahí que al volver a Madrid tras visitar otras ciudades comprobemos con ¿alivio? ¿sorpresa? que el patrimonio oloroso del centro turístico de Madrid aún no está emparentado con el olor a mantequilla refrita tradicionalmente imperante en los centros de las ciudades angloamericanas. Ese aroma corporativo de zona turística sobreiluminada que hace que lugares tan alejados el uno del otro como Picadilly Circus o Times Square huelan atrozmente igual, todavía no ha llegado a la puerta del Sol, a la Plaza Mayor o a la Gran Vía: se limita a permanecer en cadenas de establecimientos conocidos por todos y por el momento no se atreve a salir, como si supiera que va a ser considerado aroma inaceptable. Por supuesto que la idea de fritanga está por todas partes en Madrid: en la croqueta, en la tajada de bacalao rebozada de Casa Labra, en los terroríficos zarajos y gallinejas de las verbenas, sí, pero es fritanga elaborada con una grasa que suponemos mediterránea, que suponemos procedente del fruto del olivo, y aunque no sea  ni mejor ni peor, es al menos distinta al spray ambientador modelo centro urbano con neones y atracciones turísticas.

 

Al abandonar el universo del olfato y pasar al gustativo empezamos a salivar de inmediato pensando en las especialidades de ciertos restaurantes y tabernas. Razones no faltan: sin temor a equivocarnos podríamos considerar las croquetas (bueno, no todas las croquetas) como patrimonio papilar de Madrid. Pero aquí nos estamos refiriendo a los sabores madrileños que, a modo de magdalena o donut proustiano nos retrotraerían inmediatamente a esta ciudad. La idea sería: muerdo esto y me sabe a Madrid, al igual que un chupa-chups Kojak con su centro de chicle harinoso y sobreedulcorado nos sabe automáticamente a infancia. Uno de los principales candidatos a ser designado sabor oficial de la ciudad sería el bocadillo de calamares que, no nos engañemos, va a desaparecer pronto del escenario madrileño. Somos nosotros quienes debemos preservar el recuerdo de su sabor para explicárselo a los niños del futuro (“en esta ciudad, mis queridos niños, hubo una vez bocadillos de calamares cortados en aros, enharinados y fritos en aceite muy caliente”). Y al decir aceite se nos viene también a la cabeza el vinagre que lo acompaña en las ensaladas y que es el principal responsable de la conservación de aceitunas y boquerones, alimentos que ya poseen la ciudadanía madrileña, como casi le ocurre al sushi de atún.

 

La tarea de encontrar los sabores más representativos de la ciudad no es sencilla pues el muestrario de sabores identificables con Madrid ha crecido exponencialmente en los últimos años, y más que siguen llegando de la mano de los nuevos habitantes que aquí se instalan. Quizá tengan que pasar décadas para que el dulce de leche o el de guayaba sean tan asociables a Madrid como el curry lo es a Londres. Mientras tanto, el hipercalórico manjar se va filtrando en silencio en tartas, helados y alfajores y sin darnos cuenta nos adaptamos a él (no nos resulta difícil); como quien no quiere la cosa le decimos al heladero que en esta ocasión sustituiremos la bola de chocolate blanco de siempre por una del adictivo dulce. Y es que a Madrid hay que transmitirle lo nuevo engañándolo como se engaña a un niño al darle una medicina disimulada con un terrón de azúcar, pero una vez que ha decidido adoptar la nueva costumbre, se hace adicto tanto al terrón como al medicamento.

 

Por último, no debemos dejar de lado el patrimonio táctil de Madrid, que incluiría sin duda esas paredes de gotelé en altorrelieve, fieles imitaciones de paredes intestinales en las que es posible masajearse la espalda si uno se frota convenientemente. Llegará un día en el que se erradique el gotelé. Ese día, muchos descorcharán botellas de cava para celebrarlo, pero años después les entrará la nostalgia y buscarán de nuevo el gotelé para tocarlo y experimentarlo, y el único lugar del universo donde quedarán restos será Madrid. Aquí permanecerá, iluminado desde el techo por una luz fluorescente que lo sombreará de manera expresionista, y vendrán hordas de turistas a verlo, sin distinción de raza, credo o nacionalidad, y esos mismos visitantes experimentarán la solidez del chocolate a la taza, que se ha de medir en gramos y no en centilitros porque es sólido y tridimensional: pesa y ocupa espacio. Desde aquí hacemos un llamamiento al viajero francés, sueco o suizo que, desconocedor de esta realidad, pedirá un chocolatito ligero para rematar su cena y no logrará conciliar el sueño tras la experiencia contundente. Y ya para terminar, sería imperdonable que nos olvidásemos del tacto del armiño ficticio de la capa del rey Mago de la cabalgata del 5 de enero, o del placer táctil de la barba de pelo tan falso como suave del concejal del Ayuntamiento elegido para hacer de Melchor o de Gaspar ese año: ¿Se os  ocurren mejores texturas para una ciudad? 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

Un prefacio imprescindible

He escrito en alguna ocasión que la calidad y la variedad de la cuentística norteamericana contemporánea, así como el éxito de este género, es el resultado de una apreciación crítica y un prestigio social fruto de la larga tradición de los programas de “Creative Writing” y de la labor de las publicaciones periódicas dedicadas al relato (en ambos casos hay espacio de reflexión, de crítica, de innovación). No es ajeno a esta dinámica, un modelo de enseñanza de posgrado no ha renunciado a la deriva profesionalizante de sus estudiantes, y que ha implementado fórmulas para el encuentro entre los creadores del presente y del futuro en un ambiente de intercambio de ideas estructurado en torno a la idea de “taller”.[1]

No es menos cierto que, a mi juicio, han sido algunas autoras quienes más han arriesgado en el desarrollo de este género. Lydia Davis (1947) abre una línea (con la Ur-propuesta de Alice Munro, 1931) que después han transitado, mostrando otros caminos, por ejemplo, Amy Hempel (1951), Lorrie Moore (1957) o Miranda July (1974). Todas ellas se alimentan, en distintas dosis,  de la elasticidad de los materiales narrativos pero también de su resistencia, en un constante trabajo de ingeniería literaria donde el concepto de “tensión” pone a prueba estos mismos materiales. Superada muy pronto la dicotomía realidad-ficción (la lectura en clave es agotadoramente productiva aunque tiene sus límites muy próximos), interesa más cómo se abordan las relaciones humanas y de pareja, la introspección, la sociedad contemporánea, la infancia, la literatura, desde una perspectiva falsamente naif, decididamente intelectualizada en unos casos, irónicamente minimalista en otros. Los relatos de la autora nacida en Glens Falls (Nueva York) en 1957 se han venido publicando desde la aparición de su primer libro, Autoayuda, que vio la luz en 1985[2]. Con posterioridad ha publicado otras tres colecciones de cuentos: Como la vida misma (1989), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2014)[3]. Existe también una recopilación de sus libros de relatos en The Collected Stories, de 2008[4].

 

Lorrie Moore como (falsa) stand-up comedian

Lorrie Moore cuenta para que no demos nada por descontado. Si Lorrie Moore decidiera subirse al escenario de un club de una sala de conciertos, de un teatro, de un garito, para hacer un monólogo, podría sin mucho problema hilvanar su monólogo cómico. Esto no quiere decir que Lorrie Moore sea una humorista, ni mucho menos. Pero sabe con toda seguridad que para expresar su labor creadora habría que darle la vuelta a la opinión de uno de sus personajes y que pasara de ser un “lienzo sobre el que uno escribía su amor retorcido y su ingenio dudoso” a un ingenio retorcido y un amor dudoso. Los perros de los relatos de Morre se llaman Cat, los adolescentes provocan el espanto del día a día (“Sin duda, para eso se había inventado la fe: para criar a los adolescentes sin morir. Aunque por supuesto también era la razón por la que se había inventado la muerte: para escapar a los adolescentes por completo”), los adultos formales y formados hacen bromas subidas de tono –intelectual- en fiestas aburridas (“Ten, toma un poco de ginebra. Entra limpia y fuerte: ¡como la filosofía alemana! –Sonrió y miró el lago-. En una época fui filósofo. Pero no era muy bueno”).

Su humor es sarcástico, oximorónico. Con el estilo de stand-up comedian, con frases cortantes, con definiciones duras, con ideas y asociaciones inesperadas, juegos de palabras (Barama en vez de Brocho), mucha política camuflada de juegos sociales. En los relatos de Lorrie Moore hay una inflexible norma que garantiza no poder vendas antes de hacerse la herida (“Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podrías echarlo todo a perder”) pero se sabe desde el principio que el dolor va a ser profundo a pesar de la pantalla protectora contra los rayos uva de la infelicidad que proporciona el sarcasmo (“Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, solo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre”). Sus personajes deambulan por el mundo tratando de encontrar una felicidad pequeña, doméstica, que huya de la autoconsciencia de absorbente y manipuladora. La defensa contra el terror cotidiano, contra la muerte, el desamparo, la enfermedad (el cáncer es un tema recurrente a lo largo de su obra), la imposibilidad de entenderse, es un aguijón siempre alerta (“Después de que sonara una pequeña campana, todo el mundo iba a sentarse, no solo los que ya estaban en silla de ruedas”) que solo notamos después de un largo rato.

En Lorrie Moore el estilo no es un concepto vacío o meramente ornamental. El estilo afecta a la concepción del lenguaje como un organismo vivo, en constante transformación, merecedor de atención y atenciones, extensible, abierto, lleno de posibilidades. Con capacidad para la ironía, el juego de palabras, al humor, al doble sentido, a la dialogía. La exigencia para con el lector es evidente. La exigencia para con el lector extranjero lo es aún más (queda solo aquí apuntada la importancia de las traducciones en la narrativa breve de Lorrie Moore, su papel determinante en la comprensión de textos tan complejos). Con estos se consigue el efecto de neutralizar la excesiva intelectualización de los contenidos o la no menos excesiva sentimentalización de las relaciones humanas[5]

-         “A ella le preocupaban la inexperiencia y la autoestima. En el cine, cuando él susurraba: “Mira, ahí sales tú. Twentieth Century Fox, la zorra del siglo XX”.

-         Espero que no seas checa –decía, siempre con la misma broma, señalando la nota de la caja registradora, que anunciaba: NO SE ADMITEN CHEQUES, GRACIAS.

-         Las hormigas son mis amigas. / Su respuesta está en el viento.

-         Entro en la consulta del doctor Morcutt (“¿Morcutt?”, clamó Gerard. “¿Vas a ir a un dentista que se llama Morcutt?”.

 

A pesar de tanto dolor, la poesía

El carácter directo, mordaz, impertinente, de los relatos de Lorrie Moore se equilibra con una acusada tendencia hacia lo que podríamos denominar un “lenguaje poético” poco previsible. No quiere esto decir que se renuncie a la narración, sino que esta queda atemperada por un estilo de alta potencialidad lírica, por más que esta potencialidad se alcance a través de un obsesivo alejamiento de los mecanismos rituales de eso que se ha dado en llamar “lo poético”. En Moore el lenguaje tiende a estirar su capacidad de asociacionismo, tiende a multiplicar los espacios de encuentro entre lo banalmente sentimental y lo que toca directamente a las entrañas. No se renuncia jamás a llegar hasta el límite de una expresividad que en mano de otros autores sonaría superficial, impostada o falsa “…cómo el suelo desprendía su olor fértil a lombrices despiertas”), como no se renuncia a indagar en lo más íntimo hasta salir con las manos manchadas con la irrenunciable grasa de la vida real (“La gente no debía estar en el planeta solo para llorar pérdidas. Yo había visto a una madre de familia convertirse en un rododendro con una placa, junto al aparcamiento del campo de fútbol, como si la hubiera matado ver tantos partidos. Había visto a un escritor joven y brillante que se transformó en un premio de escritura, como si tanto escribir hubiera acabado con él. Y había visto a un abogado de oficio convertirse en un fondo de asistencia legal, como si pagaras por la justicia con la vida. Había visto que una docena de personas se transformaban en trozos de roca, con los nombres inscritos de forma tan estremecedora sobre la superficie que parecía que se hubieran convertido en piedra, después de recibir una vida nueva como la luna la recibe, a través de algunos trucos de iluminación y una fuente con aspecto de cara. Había pasado cien tarjetas de Rolodex a sus caras en blanco. Por tanto, qué más daba que una canguro volviera a ser una novia. Que se casara una y otra vez. Tanto amor urgente y vivo retumbaba bajo tierra y moría allí, sin haberse llegado a expresar nunca, de modo que se podía permitir que una intempestiva atracción errante se saliera con la suya. Había muy poco tiempo”).

Desde sus inicios, la narrativa corta de Lorrie Moore (y esto no es algo que se haya atemperado con el paso del tiempo), se ocupa del dolor, también del dolor infantil, de los hospitales con sus ensayos clínicos y su asepsia, de las relaciones humanas entre personas que se necesitan entre sí tanto como se necesitan a sí mismas (“Personajes abandonados, cultos, hipersensibles, que se comen las muestras de los supermercados y esperan a que aparezcan los humidificadores de frutas y verduras para poner los brazos bajo el agua, para ducharse con las lechuga”) y que saben, al mismo tiempo, que todos los cuentos ya se han contado, que la literatura, el arte, han dado cuenta (y cuento) de las emociones pasadas con un lenguaje que ya no puede servir; y que saben también (los personajes parecen saberlo todo en Lorrie Moore) que han leído ya ese cuento, han recitado ese poema (“¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio?”), han visto por enésima vez esa cuadro, han escuchado mil veces repetida el aria que da cuenta del mundo. Y que les sirve todo ello, a pesar buscar el término exacto de una comparación que, si bien no salva, al menos es capaz de acompañar cuando acaba el día (“Ahí estaba otra vez, inclinado sobre sus rodillas, desnudo como un chelo”; “Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diesel y Jacinto”).

Los relatos de Lorrie Moore miran hacia el desencuentro que supone la existencia humana, la capacidad de resistencia frente al infortunio, la insistencia en mantenerse firme en la guerra lejana, en el dolor cercano, en la política doméstica o en Oriente Próximo, en la cultura que no sirve como equipamiento para la vida ni para la muerte, ni como consolación en las desdichas, ni como arsenal contra el futuro (“Compro poco. Nunca sabes cuánto tiempo te queda. Ni siquiera compro plátanos verdes. Eso es invertir con optimismo temerario en el futuro”). La pareja funciona entonces como un espacio más que como un sentimiento. Matrimonios, noviazgos, divorcios, adulterios, tríos, amores intelectualizados hasta el extremo, se enganchan como una lapa a las mediocres existencias de aquellos que los padecen aunque crean estar viviéndolos en todo su esplendor (“Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía”).

 

El mundo es un orfanato

Se observa en los cuentos de Lorrie Moore una tensión constante entre la fuerza del diálogo como catalizador del relato y la potencia de la voz narradora que no quiere ocultarse. La brillantez de los primeros, su absorbente presencia, su precisión, es el contrapunto a un narrador que ha renunciado a saber, a contaminar el relato con faltas objetividades, a hilvanar un documento de época con protagonistas merecedores de ese título (“Los hijos sin madre siempre se encontraban. Lo había oído una vez. Tenían la tristeza que no era tristeza pero que otros interpretaban como tal. Tenían la tristeza que gustaba de compañía y que era compañía. Solo a veces sentían los hechos de sus vidas sin madres. Tenían sintonías incubadas en una tradición espiritual. No se acariciaban los dorados rincones de la memoria. El mundo era su orfanato”).

Poco importa si lo que se persigue es la verdad o una ficción que haga todo más asumible. Al entender la vida como viaje, los personajes de Lorrie Moore están convirtiendo ambos en un relato en el que la ficción se abre hacia las verdades de la vida. Y luego es el lenguaje quien busca la perfecta armonía entre el decir y el ser, aunque conozca de antemano que esa mano la gana la banca, que esa partida está amañada (“¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre al boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción, falta, lenta, de la devastación ansiosa de la boca”).

 

Una (posible) conclusión

La brillantez de Lorrie Moore en el relato es innegable. Sabe conjugar el paradigma culto con la cultura popular. Sabe también usar la distancia irónica para paliar el sentimentalismo exacerbado, aunque no renuncia a este cuando es necesario. Sabe que el humor salva pero también deja huellas. Y que las trazas de violencia no inmunizan a los lectores pero les pone sobre aviso de la tragedia presentida. De todos los relatos de Lorrie Moore, imposible no mencionar, siquiera como conclusión el titulado “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, perteneciente a Pájaros de América. La descomposición de la pareja ante la enfermedad del hijo, la descomposición de la escritura ante la imposibilidad del decir la tragedia, el lenguaje como trampa y como tabla de salvación ante el miedo inconmensurable por el dolor extremo, la ficción como letrina donde van a desaguar los poderosos sentimientos de culpa.

Todo ello, un ejemplo de la escritura de Lorrie Moore: “Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata”.

 

OBRAS DE LORRIE MOORE

RELATOS

Moore, Lorrie, The collected stories, Londres, Faber & Faber, 2008.

Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

Lorrie Moore, Como la vida misma, Barcelona, Salamandra, 2003 (versión original de 1989). Traducción de Luis Murillo Fort.

Lorrie Moore, Pájaros de América, Barcelona, Emecé, 2000, (versión original de 1998). Traducción de María José Galilea Richard.

Lorrie Moore, Gracias por la compañía, Barcelona, Seix Barral, 2015 (versión original de 2014). Traducción de Daniel Gascón.

 

NOVELAS:

Lorrie Moore, Anagramas, Barcelona, Anagrama, 1991(versión original de 1986). Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Lorrie Moore, El hospital de ranas, Barcelona, Salamandra, 2004 (versión original de 1994). Traducción de Libertad Aguileras y Gabriel Dols.

Lorrie Moore, Al pie de la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2011 (versión original de 2009). Traducción de Francisco Domínguez Montero.

 



[1] La figura del “writer in residence” es habitual en los campus norteamericanos. Algo hay de perverso en este modelo, por otra parte. Estos escritores tienden a contribuir rutinariamnente a ampliar el número de obras centradas en el mundo académico, en una endogamia en ocasiones poco productiva. En otro orden de cosas, y a manera de ejemplos de la narrativa y del cine, no estaría de más echar un vistazo a la novela de Michael Chabon Jóvenes prodigiosos (llevada al cine por Curtis Hanson) y a la película de Todd Solondz Cosas que no se olvidan.

[2] Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

[3] Pájaros de América (Barcelona, Emecé, 2000); Como la vida misma (Barcelona, Salamandra, 2003); Gracias por la compañía (Barcelona, Seix Barral, 2015).

[4] The Collected Stories, Londres, Faber & Faber, 2008. Contiene todos los relatos de sus tres primeros libros y cuatro de los relatos que formarán parte posteriormente de Gracias por la compañía. No me consta la intención de publicar esta recopilación en España. La vida editorial de la obra de Moore ha pasado por vaivenes difíciles de explicar puesto que se ha publicado en tres editoriales distintas.

[5] Doy cuatro ejemplos de entre los muchísimos que podríamos consignar. Queda pendiente el análisis en profundidad de las traducciones de los relatos de Lorrie Moore, un asunto que afecta decididamente al horizonte de expectativas de los diferentes lectores así como a su capacidad de interpretación de los distintos sentidos del texto.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Ritos de paso

18 de enero de 2019 14:37:13 CET

Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

La sábana

14 de enero de 2019 08:28:56 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y alargas la mano

buscando donde asirte y encuentras

la sábana.

¿Qué desfile de rostros

será ante tu cama

el del último día?

Tal vez vengan a verte

aquellos que no amaste

O tal vez estés sola

y te laven el cuerpo

manos que nunca

acariciaste.

Si al menos

pero no: 

tan sólo es el tacto

de la sábana.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Chantal Maillard

Memoria histórica

8 de enero de 2019 10:22:17 CET

La gente somos seres que sorprenden.

Por muy hondo que sea el pensamiento

de esa enfermedad,

de aquel fracaso,

irrumpen el amor, el recuerdo, la risa,

un segundo de luz y de tregua

entre la desolación y la supervivencia

 

¡Qué asombroso! Tenemos por dentro

cañerías y engranajes,

neuronas, ritmos,

mares de humores y la posibilidad

de procrear.

 

             Y sin embargo

no hace falta que pensemos para estar respirando,

podemos disfrutar aunque nos falte un pie,

y no echamos de menos a los muertos

todo el tiempo.

 

Al salir del hospital siempre reímos

aunque un informe diga que un reloj

hace tictac en nuestro centro.

 

Pero sabemos también hacer a los seres queridos

las preguntas difíciles,
espiar lo que duele, estudiarnos por dentro;
nos empeñamos
en abrir fosas comunes, cajas negras,
en ver el rostro de quien apretó el gatillo.

 

 

Hechos para el perdón y para el consuelo,

sorprendentes seres con capacidad de olvido

que eligen sin embargo

saber más.

 

Escrito en Lecturas Turia por Laura Casielles

Save the last dance for me

8 de enero de 2019 10:09:40 CET

“En su pulcro concierto,

bailan a medianoche”,

como dos personajes

del Dietario voluble

de Enrique Vila-Matas.

Terminada la fiesta,

en la perlada noche

de olores y de músicas

–no se priva de nada

esta historia pues viene

completo el pack de tópicos,

es cierto–,

terminada la fiesta,

no olviden que tratamos

de remar para, acaso,

no morir en la orilla,

terminada la fiesta,

París ya no es París

y ellos no son ellos.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

Miniaturas

17 de diciembre de 2018 13:37:06 CET

 












EL ANCIANO FULLERO   

A Lola Larumbe                                            

 

El anciano de los apólogos falsos jugaba con sus nietos en el jardín del morabito cuando recibe un mensaje de la preferida de su harén; y, porque desea leerlo a solas, se marcha del jardín abandonando a los niños en esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá medita incorporar al negocio de volovanes a ese cuñado maniático que pasa las horas muertas en la azotea 

en diálogo con la corte celestial y los ministros del Señor, según dice mintiendo, porque cuando el anciano de las fábulas ladinas llega a la azotea para leer la carta de la favorita de su harén, descubre al cuñado tendido en la superficie de baldosas, medio oculto entre las sábanas del tendedero y con la mano derecha hurgando en su bajo vientre mientras espía por la tronera del tejado a las doncellas del servicio doméstico 

que en el cuchitril donde duermen junto a la maleta que guarda su patrimonio planchan desnudas su uniforme de quita y pon, sin que logre verlas así el cuñado rijoso porque el calor de la plancha las envuelve en tan espesa niebla -a la manera de las actrices extranjeras de la pantalla cinematográfica sumergidas en un baño de espuma- que parece urdida por el presbítero de la familia para privarle de la visión lujuriosa. 

De eso se lamenta el cuñado buscando la complicidad del anciano de los apólogos falaces, al que mil veces han visto en una hamaca leyendo las cartas de la favorita de su harén mientras su mano derecha acariciaba la herramienta de la voluptuosidad jaleado por las voces blancas de sus descendientes que, con su melodioso contrapunto, conseguían extraer de sus entrañas la semilla de una raza y un imperio.  

Pero esta tarde de primavera en que mamá merienda con las beatas en la cafetería de la esquina y papá analiza la idoneidad de su cuñado para el negocio de volovanes, el anciano de las fábulas tramposas no se entretiene en tocarse la entrepierna ni en escuchar las quejas de su cuñado porque sus nietos, al darse cuenta de que se marchaba sin avisar del jardín del morabito, le han seguido pisándole los talones 

y casi le habrían dado alcance en las escaleras que conducen a la azotea, de no ser porque el anciano de los apólogos infames, ante el obstáculo del cuñado espatarrado en la azotea entre las sábanas del tendedero y con la mano en el gatillo de la bragueta a la caza del desnudo femenino entrevisto, ni se detiene a afearle su actitud, salta sobre su cuerpo postrado, entra resueltamente en el cuarto de la plancha 

y como si hubiera conquistado un baluarte cierra la puerta con pestillo dejando a sus espaldas el escándalo de sus perseguidores infantiles que, frustrados por este desenlace, golpearán durante horas la puerta bloqueada por el cerrojo con el regio y, para ellos, legítimo imperio con que dentro de unos años exigirán participar en el negocio paterno de volovanes y en las meriendas de su madre con las beatas, 

una impaciencia típica de la niñez no domesticada y de la que se desentiende el anciano de las fábulas intrigantes, que tras atrincherarse en el cuarto de la plancha y no contento con enfadar a sus nietos al prohibirles el acceso a su reducto, irrita también al cuñado sexador de estrellas porque le tapona con ropa sin planchar la tronera del tejado para cegarle el espectáculo de desnudos que se procuraba desde la azotea, 

tumbado boca abajo sobre la fría superficie de baldosas, tal como lo sorprendio el anciano de los apólogos increíbles, y parapetándose en el burladero de las sábanas tendidas desde donde calibraba, igual que el ganadero sopesa desde la barrera del tentadero la bravura de sus reses, los atributos físicos de las criadas nacidas en Villalón, Monforte de Lemos o Miranda de Ebro que sirven en su casa, 

esas hijas del pueblo soberano que, niñas aún y ya con las mañas imprescindibles para sacar partido del mundo, dijeron adios a su chabola embarrada, a sus padres borrachos, a su pretendiente mandria, a sus pálidas amigas, a sus perros mordaces y a su terruño hundido en el confín del mapa para buscar en la gran ciudad un plato de comida y un lecho de paja a cambio de un trabajo de sol a sol 

y a las que la irrupción del anciano de las fábulas engañosas en ese cuarto de plancha donde raramente se adentra algún caballero sorprende tanto como si hubiera acudido a visitarlas Nuestro Señor Jesucristo con el taparrabos de cuando bajó a los infiernos recién resucitado, de ahí que a sus quejas por no haber sido avisadas del imprevisto se una el movimiento de cubrir sus intimidades con el primer retal que apañan, 

en un gesto poco valorado por el anciano de los apólogos capciosos, que no fija sus pupilas en la anatomía de aquellas palurdas sino en las palabras de la predilecta de su harén, y sólo cuando termina de leer el texto, es decir, después de haber recorrido el trazado de la letra femenina sobre el papel de la misma manera que la obstinada hormiga suscribe el camino abierto por sus predecesoras, 

alza la vista y, sin denotar júbilo o duelo ni extrañar la circunstancia ni el sitio, se sienta en la banasta de ropa pendiente de plancha con la desenvoltura del faquir en su tarima de clavos, guiña un ojo a su auditorio, suspira, desabrocha su camisa, bosteza, afloja su calzado, descansa, prescinde de los pantalones, sonríe, abre sus piernas, se relame, tantea la herramienta de la voluptuosidad, se estremece 

y, tras encender la pipa con tabaco de miel, cuenta la fábula de ese anciano fullero que recibe una carta de su adorada cuando paseaba con los nietos por el jardín del morabito en una tarde de primavera en que la madre merendaba con las beatas y el padre dudaba si confiar el negocio de volovanes a ese cuñado suyo que, a través de la tronera del tejado, azuza la clamorosa expectación de sus sentidos.


LA MANO Y LA VOZ 

 

Imaginamos la mano del pianista a punto de pulsar las teclas, adivinamos su impaciencia por tocar la primera nota que introduce a sus oyentes en el universo de la composición, unos oyentes acostumbrados a sus ejercicios de escalas y arpegios porque comparten su vivienda como familiares o criados, o que no son parientes ni se relacionan con él, sino que acuden al concierto de abono atraídos por su renombre y ocupan anfiteatros y butacas del Auditorio con docilidad mecánica o, a lo mejor, con la impaciencia del pianista por iniciar la función, y en este caso nos hallamos ante el espectador privilegiado con el que sueña cualquier intérprete desde el Conservatorio, ese interlocutor receptivo a la sensibilidad del creador cuando se enfrentó a la partitura en blanco en la ciudad alemana o austriaca de negros tejados donde luchaba por abrirse camino en el mundo de la música muchos años antes de que nacieran ese espectador y ese pianista, era una mañana de frío polar y su mano, sobresaltada por mil inquietudes, agarró la pluma, sembró de notas el pentagrama y al terminar la composición, o bien subio a los cielos, satisfechísimo de su competencia, o se desesperó de que su talento estuviese de vacaciones. 

Atardece en aquella ciudad centroeuropea de tejados inclinados, supongamos que nieva, aquel  compositor se citó con sus amigos en la taberna de siempre, y su desazón por el resultado de su obra recién acabada la sufre el que ha de ejecutarla en  el Auditorio dos o tres siglos después, este solista que ha posado su mano sobre las teclas a la espera de cruzar los gestos de rutina con el director de la orquesta: “¿OK?”, “OK”, mientras se prepara el equipo de maderas, cuerdas y metales y el oyente privilegiado centra su atención en el comienzo de ese Lied que cautivará al público del Auditorio como si por primera vez lo oyese aunque, todos lo sabemos, se estrenó hace siglos en la ciudad centroeuropea de tejados pinos, cuando el compositor entró en la taberna donde le aguardaban los leales, colgó de un clavo el pesado capote, asió una jarra de cerveza, tomó un trago y al depositarla sobre la mesa barnizada con los labios blancos de espuma confió al más próximo la misma incertidumbre que muchos años después, en la calle Alcalá de Madrid, indujo al maestro Tomás Bretón a declarar al concertino de la orquesta del teatro Apolo en el estreno de La verbena de la Paloma: “Me parece que me he equivocado”. 

Eso dice el artista genuino, desconfiad del que no se exprese así, porque en un artista hay más insatisfacción por su obra que complacencia. Con esa angustia sustancial a su oficio levantó su rostro en la taberna de la ciudad centroeuropea de tejados de pizarra el autor del Lied que ahora aborda el intérprete y cuando buscaba alivio a su agobio tropezaron sus ojos con una mujer que convertía su zozobra en vivacidad, una entusiasta que arrimó una silla al piano del que solían brotar valses en Carnaval y le invitó a ejecutar la canción que le provocaba tantas dudas. ¡Sublime inauguración! Aquella tarde la mano del autor tembló en la taberna, como tiembla siglos después en el Auditorio la mano del pianista, y una mujer cantó temblorosa el Lied que otras voces femeninas han repetido en diversos escenarios del mundo desde que el compositor lo dio a conocer en aquella ciudad centroeuropea como un tesoro extraído de lo más hondo de su alma.


EL JARAMA

 

El río Jarama nace en la vertiente sur de la montaña de Somosierra, entre los cerros de la Cebollera y Excomunión, y corre por las provincias de Madrid y Guadalajara recogiendo los afluentes que le salen al paso. Cerca del Pontón de la Oliva recibe al Lozoya, y con él desfila por Talamanca y Paracuellos hasta Mejorada del Campo, en que se le agrega el Henares;  más allá del puente de Arganda absorbe al Manzanares en Vaciamadrid y al Tajuña en Titulcia y, ya en la vega de Aranjuez, no admite más incorporaciones porque penetra en el Tajo por su orilla derecha, perdiendo así su identidad y dejándose arrastrar por tierras de España y Portugal hacia la desembocadura del Océano Atlántico. 

Esta descripción de Casiano de Prado permite comparar el desarrollo del  Jarama con la existencia del hombre, que de niño ofrece la misma estampa de fragilidad que el río cuando brota entre las piedras que le sirven de cuna. Diversas fuentes le alimentan para proporcionarle la fuerza que le permita construir su espacio. Y conseguido éste, aplaca su ímpetu de torrente a medida que ensancha su cauce y adquiere la prosopopeya con que un río de prestigio pasea por la llanura, luciendo esa posición consolidada de la que parece enorgullecerse también su biógrafo, cuando para resaltar la madurez del río que conoció en pañales indica que, poco antes de terminar su carrera en el Tajo, suministra su caudal a la gran acequia llamada Real del Jarama. 

Las lluvias de otoño y el deshielo de la primavera refuerzan la corriente de este río y también su mala fama entre los pobladores de sus orillas, que le consideran poco de fiar y alevoso, "con más engaños que el jopo de una zorra", dicen, como si en vez de agua contuviese culebras: tanto por sus irritaciones caprichosas -cuando la crecida de marzo "le hincha el pescuezo lo mismo que un gallo que quiere pelea" y se lleva "una huerta por delante, con frutales y tapias y todo lo que entrilla", hasta dejarla "aterrada, convertida totalmente en una playa"-, como por su hipocresía estival, en que pese a su aspecto mansito, pues ni líquido parece tener, todos los años se cobra la vida de algún bañista.  

No hay que culpar por entero de estas muertes a la naturaleza del río, ya que mucha responsabilidad recae en ese cantamañanas que, desde que aprendio a flotar en piscina, se pregona nadador de primera y capacitado para meterse en honduras. Una equivocación típica del madrileño que, con esa fatuidad de creerse dios bendito, no distingue entre una charca y un pantano, y eso le induce a presentarse a golpe de pedal por estos parajes alcarreños en los domingos veraniegos, vaciar alegremente la tartera y la botella y, sin respetar la tregua de la digestión, tratar de tú a un temible como el Jarama que, aunque no se le provoque ni se le quite el ojo, engancha cuando le place al primero que pesca, y lo mismo que si fuera un hambriento se lo zampa sin mirar edad ni oficio, pero sí que sea madrileño, pues ésa parece ser su inclinación según la estadística. 

Con estas y otras razones aportadas por los que saben de lo que hablan -pastores y gente del campo de San Fernando y Coslada y también algún emigrante-, se distraen los parroquianos de la venta de Mauricio durante los domingos de la canícula, si es que les permiten entenderse las voces de los jugadores de dominó de la mesa cercana, en disputa permanente por los enredos del contrahecho Coca-Coña. Al caer la tarde sube de los aledaños del río la música de baile, y el paisaje desaparece en la noche con la confianza de que por la mañana seguirá donde estaba, y lo mismo que el río no se aburre de recorrer la misma distancia un día y otro, en la venta se repiten los temas de conversación como si se abordaran por primera vez. 

Pero esta temporada hay una novedad porque, ante la falta de lluvia, las autoridades han decidido abastecer al Jarama con los embalses de El Vado y El Atazar, y esto que supone un alivio para la cuenca, obliga a preguntarse a los contertulios si no se habrá alterado la personalidad del río al introducirse en sus aguas naturales otras prestadas. En pleno debate, el escritor que les dio la palabra en la novela famosa de El Jarama, asoma a la puerta. "Don Rafael", exclama quien le reconoce a pesar del tiempo transcurrido. Y a la admiración que despierta entre los parroquianos el nombre del señor Sánchez Ferlosio, se añade la curiosidad de averiguar si esta incidencia que comentaban es lo que le trae después de tantos años a la venta de Mauricio para anotar con su mano maestra, en otra obra de fementida ficción, la mudanza.


LA ROSA Y EL LIBRO

A Lourdes Serrano

 

El visitante empuja la puerta de la librería con la confianza del que pisa terreno conocido. Pero, al no hallar a la dueña, permanece incómodo, con el largo tallo de la rosa en su mano derecha. Otros años la dueña le daba la bienvenida y, después de recoger de su mano la rosa, le entregaba un paquete envuelto en papel de colores. Y él se moría de ganas de descubrir el contenido, pero no lo hacía hasta ponerse a salvo de que algún policía le pidiera cuentas de su adquisición.

Bien sabía esta circunstancia quien le hacía el obsequio. Semanas antes del 23 de abril, la mujer buscaba lo que podía interesar a su amigo en las librerías de la cuesta de Claudio Moyano, del pasadizo de San Ginés y del circuito formado por las calles de Alcalá, Narváez, Ibiza y Fernán González. Ahí acudía la mujer como a puerto seguro y mantenía con los responsables de esos centros  una conversación en clave para burlar la vigilancia de la dictadura: "¿Tienes La náusea?; dame Lolita; reserva El amante de Lady Chatterley; me llevo A.M.D.G.; te pido Faulkner". Y el fruto de sus pesquisas, debidamente oculto a la fiscalización de las autoridades, se lo regalaba al amigo que la visitaba cada 23 de abril: "Ten tu Maeterlinck", murmuraba ella al tomar la rosa, "pero que no te lo vean, que me comprometes".

Muchos años después, el hombre recuerda con cariño aquellos locales que se arriesgaban a vender títulos prohibidos. Esa consideración que entonces despertaba la literatura -aunque sólo fuera como material peligroso-, se ha perdido. Hoy la resistencia de nuestra sociedad a la literatura es cada vez mayor, con el argumento de que no rinde beneficios económicos. Si prospera esta tendencia, piensa el caballero, ¿qué van a ofrecer las librerías a sus clientes?

Interrumpe su meditación la dueña. "Envolvía tu regalo", explica para justificar su ausencia, mientras huele la rosa que él le trajo. "Se ha perdido aquel aroma", afirma él. "Tampoco la literatura es lo que era", comenta ella, señalando el mostrador con los libros firmados por gente de mundo y jaleados en los periódicos. "Pero nosotros no hemos cambiado", replica él; y añade: "¿Por qué quieren acabar con  lectores como nosotros?". Quedan en silencio los dos tras el interrogante retórico. Luego, él rasga el papel del obsequio delante de ella. Es una edición de bolsillo de Los pueblos, de Azorín.

El hombre escoge el capítulo titulado  "Epílogo en 1960" y se lo lee a su amiga: "¿Qué quiere decir esto de Azorín?", comienza. Y le vuelve la emoción de la primera vez que lo leyó. Ella escucha el texto como si nunca lo hubiese oído, pero se adelanta a recitar el final: "Iremos al huerto y veremos cómo marchan los membrillos". Y mirándose a los ojos los dos, con algo más rabia que melancolía, corean la última frase: "Y todos salen". El se guarda el libro en un bolsillo de la chaqueta. Ella apaga la luz, echa el cierre y, ya en la calle, enseña a su amigo lo que no había visto hasta ahora. En el escaparate de la librería, más destacado que cualquier primicia editorial, resalta un cartel que dice: "Se vende", en letras grandes.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Longares

La vagabunda

17 de diciembre de 2018 13:33:53 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llegó por la mañana

con sus mejores galas el verano,

pero la primavera

no se había marchado todavía.

Los tuvimos sentados

a la mesa almorzando y cada uno

trató de agasajarnos

con lo mejor que había en sus alforjas.

Sacó primero primavera un paño,

era azul y era cielo. Puso en él

verano los bordados: golondrinas,

la libélula roja y el pespunte

del canto de los pájaros.

El rumor de la fuente, 

quiero decir el sueño,

corrió de nuestra cuenta.

Cuando llegó el momento,

la primavera habló de su regreso

para el año que viene.

Fue el único momento de tristeza,

y nos quedamos solos el verano y nosotros.

Estaba anocheciendo y cruzó la lechuza

y dejé de pensar

y dejé de temer

y de echar nada en falta

como dicen que pasa si ya has muerto.

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Trapiello

Una filosofía comprometida con la sociedad

17 de diciembre de 2018 13:31:24 CET

La filósofa Marina Garcés, ofrece en Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla una recopilación de textos redactados para la columna semanal del suplemento del diario Ara entre el año 2014 y mediados de 2016. Desde los propósitos y coordenadas interpretativas del colectivo aglutinado alrededor de la Fundació «Espai en Blanc», la profesora viene desplegando una inquieta y comprometida actividad intelectual al servicio de la movilización de las conciencias, utilizando la filosofía para desvelar las posibilidades de una convivencia en la que los miembros nos reconozcamos como personas dignas y, a la vez, participantes de una comunidad. De algún modo, los textos aquí reunidos forman una interesante prolongación de la trayectoria exhibida en su anterior trabajo, Un mundo común (Bellatera, 2013).

En el prólogo de la presente publicación, la autora ya señala su pretensión de utilizar la capacidad crítica de la filosofía para hacer frente a una sociedad caracterizada por la competitividad, el clientelismo y la privatización. Comprensión de los problemas, desvelamiento de nuevas capacidades y poder de transformación son los rasgos de la filosofía a la que ha dado forma esta profesora de la Universidad de Zaragoza a lo largo de una renovadora trayectoria en la que no han faltado muestras de originalidad en su pensamiento e interesantes iniciativas de acción. Una filosofía que pretende abrir nuevos horizontes, recuperar la fuerza de la palabra para desvelar problemas abriendo vías al pensamiento y, sobre todo, conformar una filosofía activa que no pierda de vista el compromiso de la teoría con la realidad social. De hecho, a lo largo de los textos reunidos en esta ocasión puede detectarse la constante de una interpelación cercana, próxima al lector, en la que además de llamarle a la reflexión y de exortarle a desarrollar actitudes de compromiso parece preguntarle: «¿Tú dónde te encuentras?».  

Su proyecto teórico, del que forma parte este trabajo, pretende recuperar el sentido de las palabras escapando de las clasificaciones previas y de las maneras estereotipadas del decir. El libro promete embarcarse en una difícil empresa, sin embargo el resultado, a causa de la naturaleza ocasional y fragmentaria de los textos en los que encuentra su origen, se ubica sólo en los bordes de aquello que parece desear expresar: apunta hacia situaciones, bosqueja planes de pensamiento y acción, se desgrana en miríadas de intuiciones cognoscitivas que no describen con el suficiente rigor ni con la deseable claridad o profundidad en sus diferentes aspectos los asuntos que aborda. No obstante, el lector ya debe contar con ello: no es un libro académico de filosofía que exponga sistemáticamente una cuestión, sino un compendio que aglutina un conjunto de reflexiones dispersas, a modo de píldoras filosóficas, que van desde la reelaboración personal de planteamientos conocidos, hasta pensamientos audaces y originales de la profesora, muchas veces surgidos de relecturas de autores clásicos o contemporáneos, y también de sus clases impartidas en la universidad.

Su filosofía de guerrilla señala algunas contradicciones del pensamiento hegemónico occidental que cobra fuerza en la Ilustración y se prolonga hasta la actualidad generando nuevas formas de opresión cultural, política, económica e institucional. El papel de la cultura en la sociedad, las derivas nacionalistas y populistas, las posibilidades de la escuela, las funciones de la educación superior, los intercambios discursivos, las estrategias del poder… Muchos y diversos asuntos desgranan las páginas de este libro donde seguro que, entre tanta variedad, el lector encontrará momentos inspiradores, porque la prosa que exhibe Marina Garcés es deslumbrante y audaz en muchas ocasiones, culta siempre, y toda ella exhala un sugerente hálito de inteligencia y sensibilidad.

Recuperando para el gran público autores que ocupan los márgenes de nuestra tradición, intelectuales inquietos que abren nuevos espacios de encuentro dirigidos a desplazar los lugares comunes de nuestras ideas, su pretensión es utilizar la filosofía para comprender lo que nos sucede. Pero no esperen los lectores referencias a los más acuciantes fenómenos de la política, la economía o la sociedad que los habituales medios de comunicación nos presentan a diario, sino un enfoque indirecto que pretende, a través de esta estrategia, conectarnos con una más radical transformación de nuestras posibilidades. El libro rezuma, como es de esperar cuando se trata de filosofía contemporánea, momentos de abstracción y de posmodernidad, resultando una inteligente introducción a las manifestaciones culturales de aquellos que exploran los caminos de la diferencia. Sus reflexiones resultan especialmente perspicaces cuando da forma, con elegantes destellos literarios, a un análisis de nuestra realidad y de nuestras experiencias cotidianas. En esos momentos Marina Garcés despliega un movimiento de vaivén del pensamiento que se mece, desde los más altos conceptos abstractos de la filosofía, hasta su encarnación concreta en nuestras vivencias diarias.

Celebramos, pues, en esta obra la centralidad del pensar filosófico en unos tiempos tan aparentemente refractarios a ofrecernos la tranquilidad necesaria para poder hacerlo. Sorprende, dado el carácter fragmentario de la selección de textos que nos ocupa, la coherencia de este trabajo. Una unidad en los motivos de fondo que se asienta en la original mirada de su autora.  Un libro que se disfruta leyéndolo como lo que es: una recopilación de breves artículos con formato periodístico que restituye la capacidad vital de la filosofía para interpretar nuestra vida y el mundo que conformamos entre todos.- RUBÉN BENEDICTO.

 

 

Marina Garcés, Fuera de clase. Textos de filosofía de guerrilla, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2016.193 páginas.

Escrito en Lecturas Turia por Rubén Benedicto

Paisaje de lo que falta

10 de diciembre de 2018 09:27:46 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Ricardo lo mató la máquina.

Era máquina que ronroneaba

como algo a punto de nacer.

 

Lo conocí cargando palos.

Cuando no había palos, cargaba ladrillos.

Tenía de todo su garaje. Tenía una serradora.

El año que cortaron la alameda,

podías verlo desde aquí

fumando de pie sobre un tronco talado,

él mismo vuelto tronco en la distancia,

reconciliado con el bosque.

 

Donde antes estaba Ricardo

hoy queda apenas un bostezo de humo,

aquel dibujo obsceno rayado con navaja

y el tatuaje naíf de su antebrazo,

todo flotando apócrifo en el aire

como el dedo fantasma de un yakuza.

 

A veces regreso a su cochera

y acaricio la máquina apagada

que nadie quiso llevarse

esperando escuchar el ronroneo.

Le gustaba pellizcarme sin permiso

y la animación japonesa.

Escrito en Lecturas Turia por Erika Martínez

Grace Paley: tal y como pensaba

10 de diciembre de 2018 09:00:35 CET

Quienes desconfiamos de los que son definidos como «activistas» corremos el riesgo de penetrar en un libro como La importancia de no entenderlo todo, de Grace Paley, con un prejuicio difícilmente salvable. Y más si topamos pronto con frases maximalistas como «la única obligación de un escritor pasa por dejar en este mundo un poco más de justicia de la que encontró al llegar». Afortunadamente, el texto desmiente con rapidez el apriorismo para presentarse como una colección de artículos, reportajes, prólogos de libros y transcripciones de charlas que la autora escribió a lo largo de la época más activa de su vida (1960-1995, aproximadamente) y que abordan con crítica lucidez y espíritu de reflexión asuntos como el aborto, la discriminación de la mujer, la guerra de Vietnam, la objeción de conciencia militar y la desobediencia civil, el capitalismo descontrolado, la lucha por los derechos de los homosexuales, la instrucción pública, la segregación racial, la cuestión judía, la centrales nucleares, etc. Son, como se puede apreciar a simple vista, los grandes temas que la izquierda europea y norteamericana ha enarbolado como propios a lo largo del siglo XX, y que han constituido, efectivamente, la lucha colectiva y utópica por una sociedad más justa, igualitaria y libre de los abusos del poder.

Esa fue la batalla de Grace Paley, que reconoce, con orgullosa coquetería, haber recibido «una infancia socialista típica» (página 125). El libro, cuyo título original es más sugestivo que el español (Just As I Thought, «Tal y como pensaba»), está plagado de referencias a su familia, formada por judíos rusos exiliados por el zar Nicolás II y asentados en Estados Unidos, concretamente en el Bronx neoyorquino, pero también a su labor como madre y ama de casa, profesora, poeta, narradora (tres libros de relatos a lo largo de su vida, reunidos en un volumen por Anagrama: Cuentos completos), reportera y conferenciante. Pero el material de su libro surge sobre todo de la calle; Paley no es una intelectual al estilo, digamos, de Susan Sontag, sino una mujer vitalista y combativa más en la línea de Doris Lessing, que participa en manifestaciones, concentraciones y protestas, ingresa en prisión en dos ocasiones, viaja varias veces a Vietnam en plena masacre, dicta peculiares clases de literatura, se practica dos abortos, se mezcla con mujeres negras y canaliza su protesta por la integración racial plena, se manifiesta periódicamente ante el Pentágono… Ahí reside el principal atractivo de La importancia de no entenderlo todo, en su combinación de reportaje callejero experimentado in situ y de reflexión global y serena sobre las injusticias del mundo contemporáneo. Paley, por ejemplo, no solo ataca la intervención americana en Vietnam, El Salvador o Afganistán por criterios morales, humanitarios o emocionales, sino que apunta las consecuencias económicas que los conflictos deja en la población más débil, con ciudades «en ruinas y devastadas» (página 117). «Sufren la devastación de la guerra —continúa—. Los hospitales están cerrados, las escuelas privadas de maestros y libros. Los jóvenes negros y latinos no tienen trabajos decentes. Los obligarán a alistarse en el ejército (…) Las ayudas que reciben los pobres se recortan o se eliminan para alimentar al Pentágono, que necesita unos 500 millones diarios para mantener su salud homicida. El año pasado se llevó 157.000 millones de nuestros impuestos, 1.800 dólares de cada familia de cuatro miembros».

Lo mismo ocurre con sus convicciones feministas, que no apuestan por la percepción de los hombres como permanentes verdugos sociales (feminismo radical), ni tampoco por la defensa de las diferencias por sexo (o, ahora, de «género») no como una realidad inherente al ser humano, sino como una construcción cultural (feminismo cultural), sino más bien en la línea del feminismo socialista, que observa la discriminación y opresión de la mujer en la lógica del capitalismo patriarcal, igual que ocurre con el racismo. Para Paley, la liberación de la mujer llegará por la vía cultural —destrucción de la sociedad patriarcal— pero, sobre todo, por la vía económica, ya que la tradición de la explotación capitalista se ha cebado con los colectivos socialmente más débiles, como las mujeres, los negros o los latinos. Paley encuentra la voz contradictoria de otra exiliada, este caso ucraniana y en Brasil: Clarice Lispector. Y a la pregunta de cómo concibe el feminismo, responde asertivamente: «Ser feministas (…) implica ser responsables de la libertad de su propio país, de la libertad de las mujeres, los hombres y los niños. (…) Implica mantener viva la batalla, no ceder un centímetro, pero a la vez trabajar codo a codo con los hombres, porque la conciencia feminista debe pasar a formar parte de las soluciones prácticas, si quiere convertirse en el tejido de un desenlace revolucionario» (página 132). Es decir: su lucha es la lucha de la mujer, pero sobre todo la de la mujer obrera.

Como se observa, el libro abunda en un tono utópico con el que no se puede dejar de simpatizar. La autora escribe poemas para enseñar literatura a sus alumnos y, sobre todo, defiende la educación pública frente a aquellos de sus amigos y colegas que matriculan a sus hijos en escuelas privadas elitistas y alternativas. «Los hijos de los progresistas deben ir a la escuela pública», proclama (página 167); lo contrario es caer en el clasismo y, en consecuencia, alimentar el gueto. En Paley aparece de manera frecuente la cuestión de clase: la izquierda debe promover la escuela pública, plural y laica por la misma razón que la clase alta (sic) promueve las escuelas de clase alta o los católicos la escuela católica: como proyección de su idea de pertenencia a un grupo social.

Acaba La importancia de no entenderlo todo con una prolongación necesaria de su pensamiento pacifista: la intervención americana en la primera Guerra del Golfo, a la que emparenta sin problemas con la de Vietnam, sobre todo en el despilfarro económico, en la injusticia que reportan y en la manipulación de los medios de comunicación por parte de los poderes político-económicos. «¿Es ahora más seguro Oriente Medio?», inquiere una pancarta de la asociación Women Indict Military Policies («Las mujeres condenan las políticas militares»). Estamos en la temprana fecha de marzo de 1991 y la pregunta, varias décadas, se responde por sí sola. Y una conexión insólita final: la guerra de Irak coincide con una pregunta sobre la menopausia que una escritora amiga efectúa a la propia Paley, que escribe un breve ensayo en el que relaciona la relevancia de un hecho y la insignificancia del otro; las esferas de lo social y lo individual (e íntimo) se cruzan en un aliento sordo de melancolía. Para entonces es ya una anciana, y Paley reivindica la vejez y a los viejos como antes reivindicó a las mujeres, a los negros, a los pobres, a los vietnamitas, a los iraquíes, a las prostitutas, a los obreros explotados, a las presas. Y zanja el asunto mostrando su debilidad: «Me siento de maravilla. (…) Pero sí, la verdad es que me molesta bastante hacerme mayor» (página 231). Es importante y hermoso llegar a viejo y no entenderlo todo. Pero escribir, y actuar, por mejorarlo.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

 Grace Paley, La importancia de no entenderlo todo, Madrid, Círculo de Tiza,  2016.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Siete gracias farrucas

10 de diciembre de 2018 08:56:09 CET

A Juan Antonio Bernier

 

1.

 

Río como hubiera

reído mi maestro;

cara de tonto por

el camino de siempre.

 

 

2.

 

Con todo lo que sé

hacer una comparsa.

 

 

3.

 

La Virgen del Puño venía

subiendo por la Calle Nueva

deshaciendo en los escaparates

su hilera torpe de viejas.

 

4.

 

Por nueva tala

muertecita de frío

la Nomentana.

 

 

5.

 

Todo el verano

Joseíto, y nunca

lo saludé.

 

 

6.

 

Los chascos de los pobres:

A la emoción por la transparencia, ¿no?

 

 

7.

 

Escribir como un robo al aire.

Pero el pájaro.                                   

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Reche

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