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Configurar sentido descendente

Miguel Albero es poeta, novelista, cuentista y ensayista, es decir, una suerte de hombre orquesta, un escritor que toca todos los palos o todos los géneros literarios, y además con finura, porque tiene buen oído para la música de las letras. Y no solo eso: también es bibliófilo, que no bibliómano, porque como decía Paul Lacroix “la bibliomanía más elevada y la más ilustre no está exenta de manía, y en cada manía se percibe un ente de locura”, y Albero no está loco, sino que colecciona libros para leerlos, que es lo propio de cualquier bibliófilo, porque como también decía otro francés, Charles Nodier, los bibliófilos son hombres dotados de cierto ingenio y gusto, que gozan con las obras fruto del talento, la imaginación y el sentimiento, que es para lo que al fin y al cabo están hechos los libros: no para atesorarlos como piezas de colección por el mero afán de tenerlas, sino para disfrutar con su lectura. Y Albero ha leído mucho, mucho, cosa que se nota sin duda alguna en su Diccionario provisional de pérdidas, que no es simplemente un diccionario en el que  da cabida a un sinfín de voces que directa o indirectamente están relacionadas con las pérdidas, sino que también contiene un fastuoso repertorio de citas, de fragmentos y de referencias literarias de toda clase de autores (poetas, filósofos, novelistas, historiadores i tutti quanti letraherido) que han dejado una reflexión aguda o un juicio inteligente para la posteridad y que Albero, con su habitual pericia para encontrar puentes de unión entre unos y otros, ha sido capaz de encajarlas en cada una de las entradas que arman su ameno y curioso diccionario. Porque curioso es que algunas de esas entradas sean, por ejemplo, ‘spleen’, ‘ayer’, ‘acrasia’, ‘nunca’, ‘pero’, ‘tampoco’, que casi nadie imaginaría que suponen alguna clase de pérdida, pero que sin duda lo son, como el lector que se adentre en sus páginas podrá comprobar fehacientemente guiado por la persuasiva prosa del autor madrileño afincado en Washington, donde actualmente ejerce su profesión de diplomático.

 

-En la biosemblanza de tu Diccionario provisional de pérdidas, se dice que has publicado ya demasiados libros. ¿Para qué entonces este nuevo libro?

 

-Borges decía que publicar un libro es la única manera de librarse de él, y así nombras a quien te estorba enviándolo a algún consulado palúdico para librarte de él, alejándolo, y el autor se libra de la obsesión que todo libro supone publicándolo. En este caso siendo además un diccionario provisional, o lo publicas o por mor de la provisionalidad se te van a seguir ocurriendo pérdidas cada día. Pero en lo que a mí respecta, creo que la pregunta atinada es por qué sigo escribiendo, no tanto publicando. Lo cuento en un poema de un libro inédito (otro más), titulado No consigo, una suerte de reverso del Me Acuerdo de Perec. Aquí van las dos primeras estrofas:

 

OCUPA TU TIEMPO LIBRE EN OTRA COSA

 

NO CONSIGO dejar de escribir,

Grafomanía es una forma de llamarlo,

Logorrea escrita y publicada,

Me levanto y pienso en escribir,

Me acuesto y sigo pensando en escribir,

Y entremedias escribo, en el aeropuerto,

En un taxi, en la sala de espera del dentista.

 

NO CONSIGO dejar de escribir,

Y lo cierto es que los hechos debieran disuadirme,

Si no de escribir sí de publicar al menos,

Porque los lectores brillan hermosos por su ausencia,

Y como mientras tanto tú no paras de escribir 

Ya tienes orgulloso más libros que lectores, 

Ya incluso atesoras, siempre orgulloso,

Más premios que lectores.

 

 En fin, no hay más preguntas, señoría.

 

“Este es un diccionario que se lee y no se consulta”

 

-A nadie se le ocurriría leer un Diccionario de pe a pa, y tú mismo en la introducción  ofreces una serie de sugerencias para su lectura, pero ¿cuál es la mejor, o la que tú, si no fueses su autor, preferirías?

 

-En el prólogo sugiero que los diccionarios se consultan, no se leen, pero este es un diccionario que se lee y no se consulta.  Y de las líneas de lectura que propongo a mí me gusta esa que llamo marcarse un Rayuela, esto es, no hacer una lectura lineal del diccionario, sino abrir al azar una página y luego ir de entrada en entrada por las referencias a otras que en cada una hay, y así, el ‘spleen’ te lleva travieso al ‘desencanto’, y de ahí vas derecho al ‘desengaño’ y así transitas de pérdida en pérdida con fluidez e ignorancia, como hablo yo algún idioma que otro.

 

-En alguna parte de tu libro afirmas que no se puede perder lo que no se ha poseído, pero ¿no crees que también perdemos lo que no tenemos, y que tal cosa es quizás la mayor pérdida de todas?

 

“Todo poema, con el tiempo, es una elegía”

 

-Por darle la vuelta a tu argumento, no es tanto que perdemos lo que no tenemos como que lo que tenemos es lo que perdemos, o mejor dicho, lo que hemos perdido. Pero lo dice, cómo no, mucho mejor Borges que yo, en ese poema magnífico que se llama “Posesión del ayer”, siendo ‘ayer’, (pérdida del presente), otra entrada de mi diccionario:

 

“Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. Cuando quiero escandir versos de Swinburne, lo hago, me dicen, con su voz. Sólo el que ha muerto es nuestro, sólo es nuestro lo que perdimos. Ilión fue, pero Ilión perdura en el hexámetro que la plañe. Israel fue cuando era una antigua nostalgia. Todo poema, con el tiempo, es una elegía. Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujeto a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos”.

 

-También dices que perder algo casi siempre causa dolor. ¿Cómo explicas entonces que algunas pérdidas sean, sin embargo, un alivio?

 

-En mi definición, la pérdida debe ser siempre involuntaria e incluir un patere, en efecto, un dolor, un menoscabo. Si hay alivio no hay pérdida, como puede suceder por ejemplo en la ‘ausencia’ (pérdida de la presencia). La ausencia  es una de las pérdidas más dolorosas que puedes sufrir, cuando lo es de un ser querido. Pero si tu pareja es lamentable y se marcha a comprar tabaco y no regresa nunca, como canta el Boss en lo que parece un microrrelato de Carver: “Got a wife and kids in Baltimore Jack, I went out for a ride and I never came back”, entonces en efecto hay alivio pero no pérdida, porque la ausencia no te procura menoscabo, más bien liberación, dicha, otra vez alivio.

 

-En otro lugar afirmas categórico que tu diccionario no es un instrumento para revertir ni mitigar el conjunto de pérdidas que pueblan invasivas nuestro triste existir, o sea, que no es un libro de autoayuda ni un vademécum, sino un diccionario literario. Pero, ¿la literatura no es, a su modo, un remedio, una autodefensa, un instrumento de evasión, incluso de consuelo, frente al prosaico mundo real?

 

-Advierto que es un diccionario literario y no médico, para que no acuda a él ingenuo quien sufre ‘alopecia’ (pérdida del pelo) pensando que va a encontrar en esa entrada remedios para las suyas, para su mal, curas milagrosas o descuentos para implantes capilares con visita guiada a Santa Sofía, porque se decepcionará, añadiendo más descontento si cabe al que ya le procura dadivosa la propia calvicie. Y sí, la literatura es una forma de esquivar la realidad, es incluso una forma de realidad.

 

“En general la pérdida genera mejor literatura que la ganancia”

 

-¿Es mejor cantar lo que se pierde, como decía Machado, que cantar y contar lo que se gana?

 

-Sin duda, a nadie le interesa lo que ganas, más bien disfrútalo pero no me lo cuentes, no lo cantes tampoco. Además, es tras la pérdida cuando lo quieres verbalizar, hay más poemas de ‘desamor’, otra entrada del diccionario, o de ‘desengaño’, una más, que de amor. El desamor impregna pastoso toda la poesía y desde luego por entero ese mundo empalagoso de la canción ligera, porque al que ama y es correspondido ya le basta con eso. Claro, si eres Luis Miguel Dominguín y acabas de acostarte con Ava Gardner, igual en efecto sales corriendo para contarlo, a ti puede interesarte contarlo, a mí escucharlo menos. Pero en general la pérdida genera mejor literatura que la ganancia, así el fracaso que el éxito, desde el inicio de la novela con el Quijote, el protagonista tiene que ser un perdedor para que nos interese, los príncipes victoriosos se quedan para la literatura medieval o las películas de Marvel.  

 

-¿Realmente es la pérdida de la voluntad la mayor de las pérdidas, tal como llegas a afirmar en tu libro?

 

Para mí sí. El ‘abandono’ (pérdida de la voluntad) es pérdida severa, casi irreversible, porque sin voluntad te vienen luego pérdidas en racimo, nada puedes hacer porque careces de voluntad para afrontarlo. Y es que en la vida, más importante que el talento, desde luego que la suerte, es la voluntad. Otra cosa es la ‘acrasia’ (pérdida del buen juicio) que implica una pérdida temporal de la voluntad, el buen juicio se ve alterado por otras cosas y cedes por ejemplo a la tentación. Así, Eva cedió y terminó comiéndose la manzana, en la que es la madre de todas las pérdidas, la fundacional, la ‘caída’ (pérdida del Paraíso). Pero aunque no recuperes el Paraíso (en verdad nunca lo tuviste, es el invento para no asumir la idea de un creador chapucero), en la acrasia la voluntad sí puedes recuperarla, en el abandono no.

 

-En la voz ‘adicción’, dices que significa pérdida del control en el consumo de algo. ¿Sería entonces un adicto el bibliófilo y, por tanto, un descontrolado?

 

-Sin duda, la bibliofilia es casi siempre bibliomanía, es decir, es una patología como otra cualquiera. Yo la padezco y a veces a mi pesar, he pasado de comprar libros que sabía que iba a leer a comprar libros que igual no leía y he terminado comprando libros que sé que no voy a leer. Y todo esto sin control, poniéndome límites que luego incumplo, como Samuel Peppys, que decía que la biblioteca de un caballero no tiene que tener más de 3000 libros y luego libro que entra libro que tiene que salir. Pero él no hacía caso a su propia regla, también trataba de controlar su dipsomanía diciendo no antes de las seis no más de seis, esta vez para los gintonics, pero a veces el límite ejercía de acicate, vaya, son las ocho y solo me he tomado dos, esto hay que arreglarlo.

 

“Esa idea de que el sufrimiento nos hace mejores personas es una de las mayores falacias”

 

-San Agustín afirmaba que es malo sufrir, pero bueno haber sufrido. ¿No piensas, como él, que las pérdidas nos humanizan, y que en puridad no todas son malas?

 

-Sufrir no sirve para nada, esa idea de que el sufrimiento nos hace mejores personas es una de las mayores falacias. Lo decía Leopoldo María Panero, en una película en la que participé hace ya tantos años,  desde el muy pinturero manicomio de Mondragón: “yo creía que los locos iban a ser buenos porque han sufrido mucho, pero precisamente porque han sufrido son los mayores hijos de puta”.

 

-En la voz ‘asimilación’, declaras que es sinónimo de Integración (en otra cultura), con un carácter positivo. ¿De verdad? ¿No has leído a Arcadi Espada? ¿La integración, sensu estricto, no es más bien un modo de sumisión, y sobre todo el modo en que los que te acogen te siguen viendo no como a uno más de los suyos, sino como lo que eres, el charnego docilizado?

 

No, más bien digo que ‘asimilación’ (pérdida de la identidad por abrazar la del entorno), es algo chungo, literalmente  tiene un tufillo feo y rancio, suena a pérdida y no gustosa, suena a obligación, suena a imposición, tiene como ellas ese final agudo y asertivo, o te asimilas o te vas, vienen a decirte, asimilación o rechazo, conversión o expulsión.  Integración es la versión positiva, y suena más bien a voluntad tuya, te integras, asimilación es la versión en efecto chunga. Salvo si eres camaleón o Zelig, entonces tu identidad es precisamente la de abrazar la identidad del entorno, luego no hay ahí pérdida ni menoscabo, más bien la habría si no cambiaras. Y no, no he leído a Arcadi Espada, pero supongo que tampoco él me ha leído a mí, así que ya tenemos algo en común.

 

-¿Te consideras un buscapérdidas?

 

Sin duda, ando buscando pérdidas todo el tiempo. Y a veces me encantan los hallazgos, me gustan por ejemplo las pérdidas digamos más abstractas como ‘nunca’ (pérdida de la posibilidad), ‘tampoco’ (pérdida de la segunda oportunidad) o ‘pero’ (pérdida del valor de cuanto antecede). De entre todas ellas, por escoger la pérdida preferida de este buscapérdidas que soy, a mí me fascina ‘casi’, (pérdida del todo), de la que por una vez el diccionario da una definición maravillosa, acierta, como lo hacen dos veces al día los relojes detenidos. Poco menos de, aproximadamente, con corta diferencia, por poco. Por eso es hermosa pero terrible esta pérdida, casi ganas la maratón pero no la ganaste, por poco, casi apruebas las oposiciones pero nunca lo hiciste, aprobaron otros, tú no, casi llegas a la cima pero te quedaste con las ganas. Para eso, casi mejor no haber salido de casa.

 

“El humor hace a las pérdidas más tolerables, hasta las peores”

 

 

-En tu libro recurres con bastante frecuencia al humor en un tema aparentemente tan serio como este de las pérdidas. ¿Por qué?

 

-Porque no quiero incurrir en una de las peores pérdidas con derecho a entrada en mi diccionario, la ‘solemnidad’, (pérdida de la ironía),  mal que afecta a gran parte de la literatura española, no así a la anglosajona. Se pueden abordar las pérdidas desde el humor, el humor no debe ser el antónimo de lo riguroso, se puede ser riguroso pero con humor.  Y se puede perder pero con humor, es más se pierde mucho mejor, el humor hace a las pérdidas más tolerables, hasta las peores.

 

-En la voz ‘cese’ describes con sarcasmo lo que has visto en algunos casos de ceses de diplomáticos, políticos o similares…, ¿siendo tú diplomático, verías tu cese de la misma forma?

 

Distingo entre el ‘cese’ (pérdida del cargo) y el ‘despido’ (pérdida del trabajo), porque al primero se le supone una cierta solemnidad, la mejor liturgia era la de Franco, que te mandaba el motorista a casa, para que no asistieras ya al consejo de ministros, habías dejado de ser parte de él, y de paso te ahorrabas los monosílabos del jefe con voz atiplada. En el despido la liturgia es más cutre y sales con la inevitable caja de cartón con la foto enmarcada de los niños (que ni siquiera son tuyos), devolviendo la tarjeta para entrar en el edificio porque ya no eres bienvenido. Y hablando de mi cese, lo que me gustaría es ser cesante, esa categoría maravillosa del XIX, el uso del participio pasado lo estropea todo, cesado es terrible, cesante es hermoso.

 

-¿Qué se gana y qué se pierde al leer tu Diccionario?

 

-En el asunto de las ganancias no soy experto, pero igual ganas en ganas de leer otra cosa, de practicar el senderismo o la natación. Y perder se pierde sin duda, se pierde el tiempo, la ocasión de ver el partido de la Champions, los veinticinco euros del ala que cuesta el libro, la posibilidad de releer las obras completas de Martín Vigil, tan injustamente preterido en nuestros días.

 

-He notado que te muestras muy crítico con los libros de autoayuda, pero en tu libro también hay consejos y recomendaciones, como cuando en el cierre de la voz ‘extravío’ invitas al lector a que trate “de no incurrir en esta pérdida, de no extraviarte, de no perderte en suma cuando perderte no quieres, porque vendrán después las pérdidas racimo y nada podrás hacer para evitarlas”. ¡Ah, creía que tus lectores no necesitaban consejos…

 

El asunto es que no tengo lectores, y eso me permite hacer lo que me dé la gana, porque a diferencia de Lola Flores no me debo a mi público, porque carezco de él. Y por eso puedo aconsejar al lector después de haber dicho que no iba a hacerlo, dirigirme a él o ignorarlo olímpicamente. Pero sí, el ‘extravío’ (Pérdida del rumbo. Pérdida a secas) es otro de los nombres de la pérdida, si pierdes el rumbo prepárate porque vienen curvas, si pierdes el rumbo te pierdes.

 

-¿Qué no te gustaría perder nunca? Y no me vale que me digas la vida…

 

El sentido del humor, ya mencionado, para no incurrir así en ‘solemnidad’. Pero si me pongo serio aunque solo sea por un momento, no me gustaría perder la voluntad, motor de todo, puede estar mermada, maltrecha pero sigue ahí. Ahí sí que perderla sería perderme. Y claro si te pierdes voluntariamente, en esa idea del flâneur de Benjamin, que nos sugiere que perderse en la ciudad requiere un aprendizaje, entonces está todo bien, pero si pierdes la voluntad entonces te pierdes sin querer, y ya no te encuentras, como en el extravío.

 

-¿Y de qué cosas de las que has perdido hasta ahora te lamentas más?

 

-Cuando alcanzas una edad empiezan a acumularse las pérdidas. Fitzgerald decía que la vida es un proceso de demolición, pero erraba, es primero un proceso de construcción. Luego sí, luego empiezan los golpes pequeños, la demolición sistemática se pone en marcha. Y es también una sucesión de pérdidas, pero de nuevo empieza más bien siendo un proceso de acumulación, es verdad que algunos acumulan más que otros, pero si tienes la desdicha de vivir muchos años acumulas, amigos, cosas, recuerdos, familia. Y luego sí, luego empieza ceniza la sucesión de pérdidas irreversibles, cotidianas. En mi caso la pérdida de mi padre, su ‘ausencia’, es todavía hoy la pérdida más dolorosa, más años pasan, más le echo de menos.

 

“El lenguaje a veces ofrece segundas oportunidades a las palabras”

 

-Aunque yo no te veo como un perdedor, ¿qué te gustaría perder?

 

-Si ‘perdedor’ es el que siempre pierde, el que ha nacido para perder,  y no como dice el diccionario solo el que pierde, todos somos al cabo perdedores, algunos llegan antes como el poeta menor llega antes al ‘olvido’ (otra vez Borges), pero a él vamos todos derechitos. Es curioso cómo ‘perdedor’ era siempre el varón, porque de él se esperaba el éxito y por tanto era el que perdía, mientras que la ‘perdida’ (pérdida de la tilde de pérdida) era ella, porque de ella se esperaba la virtud, y el hombre nunca era un perdido, en todo caso un golfo, pero perdido no. El lenguaje a veces ofrece segundas oportunidades a las palabras, y perdida ya no es sinónimo de mujer de vida licenciosa, sino una llamada perdida. Mucho mejor.

 

-La historia de la literatura está llena de fracasados, de perdedores…, ¿podrías hablarnos de cuáles te han llamado más la atención?

 

-La lista es infinita, desde Ignatius Riley a Arturo Belano, de Oscar Wao a Alonso Quijano. Y están claro los malditos, que pierden de antemano porque se sitúan al margen, los extravagantes en su sentido literal, que vagan fuera de las lindes. Y ahí de nuevo la lista es interminable, del citado Panero a su primo Artaud, de Satie a Arthur Cravan.

 

“Escribir, para mí, es más bien terapia, es mi tiempo de disfrute”

 

-Y ya que estamos, ¿cuál de tus libros consideras que fue una pérdida de tiempo haberlo escrito?

 

-Yo me lo paso muy bien escribiendo, luego no hay pérdida para mí por no mediar menoscabo, y por ser siempre algo voluntario, hago muchas cosas al día por obligación pero escribir no se encuentra entre ellas. Por otra parte,  nunca he entendido eso del sufrimiento para escribir, para mí es más bien terapia, es mi tiempo de disfrute. Otra cosa es que luego nadie lo lea y tú te frustres o no, que antes sí pero ahora desde luego ya no, pero haber escrito libros no ha supuesto pérdida de tiempo, tantas otras cosas en mi vida sí. Porque en esto de perder el tiempo siempre hay ese sentido utilitarista, el de aprovechar el tiempo, en inglés perderlo es to waste time. Sánchez Ferlosio se preguntaba “¿de quién es esa vida que dicen que sigue cuando dicen que la vida sigue?”, y podríamos reformularlo preguntándonos ¿de quién es ese tiempo que dicen que pierdo cuando dicen que pierdo el tiempo? El mío quizás no. Si uno tiene claro cuanto quiere hacer con su tiempo, entonces cualquier otra cosa será perder el tiempo. Kafka decía que todo lo que no era literatura era perder el tiempo. Ahora bien, somos muy ingenuos con esto del tiempo, lo perdemos, lo matamos e incluso lo hacemos, hacemos tiempo, quién pudiera. Matarlo tampoco podemos en verdad, porque como nos recuerda Cioran, “mi misión es matar el tiempo, y la del tiempo es matarme en su turno a mí. Qué cómodo se encuentra uno entre asesinos”. Y ya sabemos quién gana esa apuesta, quién cumple con su misión de forma inapelable.

 

“No prestes nunca tus libros, compra y regala, incluso roba y regala”

 

-Hay un libro tuyo que me gusta mucho, Roba este libro, y sin embargo no has incluido la voz ‘robo’ en tu Diccionario. A los bibliófilos, incluido tú, nos apasiona ese tema, así que no entendemos que nos hayas hurtado esa voz, ¿alguna razón que lo explique?

 

-Como este es un diccionario provisional habrá que añadirla, es verdad que está ‘tirón’ (pérdida del bolso por sustracción violenta), pero en el bolso no sueles llevar libros. Podríamos improvisar una que fuera ‘préstamo’ (pérdida de libros por estupidez manifiesta del propietario), aunque en puridad no es robo, que implica violencia, ni hurto, sin ella, sino apropiación indebida, porque yo te he prestado ese libro pero quería que me lo devolvieras. Pero es sin duda la peor manera de perder un libro, porque pierdes además al amigo al que se lo prestaste, y se te queda de paso una cara de idiota que es la que has debido gastar siempre pero no te habías percatado. Luego no prestes nunca tus libros, compra y regala, incluso roba y regala, pero no prestes.

 

-Si este es un libro de pérdidas, qué le dirías a un lector para que se perdiera en él.

 

-A ese lector improbable le diría que se sumerja en las pérdidas como quien se aficiona a esnifar pegamento, y no será nunca una victoria, porque no es lo mismo la derrota que la pérdida, en la pérdida se te sustrae algo que tenías previamente, en la derrota no, nunca alcanzaste la victoria, luego tuya no era. Sumérjase pues el lector en el diccionario, aporte pérdidas propias, discuta las que hay, y como si esto fuera una clase de las de ahora, ya sumergido, subraye la entrada  ‘hundimiento’ (pérdida del contacto con la superficie por inmersión) y coméntela con su vecino de pupitre.

 

Miguel Albero,  Diccionario provisional de pérdidas, Madrid, Abada Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

25 de abril de 2025

“¿Qué clase de libro es este poemario? Porque la verdad es que es raro: a veces rima o traza un pentagrama, y muchas, juega, sí, juega con las palabras con la seriedad con que juegan los niños, la seriedad con que nos juega la vida” comenta Hugo Mujica de este último libro de Gonzalo Escarpa (1977).  Un libro que no acaba en ese explícito juego verbal o “perfoescrito” (pensado para escucharse, pues lo excede de largo) como gusta definir cierto tipo de poesía el autor (próxima a la canción). Y no lo es porque también filtra desasosiegos su canción de amor insurgente, amable y profundamente seria, a veces en la contralectura con Nicanor Parra (sin su acidez), frente quienes corrompen el mundo por su falta de empatía y solidaridad. Quiero decir trae mucho de eso en su miscelánea de poemas de diferentes registros y tonos, emociones, metros y fórmulas, desde el mentado sentido del juego, a veces puro ludismo verbal, pero otras crítica y reflexión, necesidad de intimidad, no sé si cierto cansancio… pero sobre todo amor sin convencionalismos cursis o astucias, pues estamos ante un libro de amor lleno de delicadezas. Y pienso en el estupendo “No cabe en un color el Paraíso”, claro en dicción en su declaración de intenciones. Me refiero a ese explícito amor vitalista que reflexiona y piensa en sí, hecho actitud y postura frente al mundo, comprensión de la vida, hermenéutica, piedra tirada al fondo, diría José Ángel Valente. Quiero decir es eso fundamentalmente; también mirar, repasar, y un sopesar pensativo (ya está Escarpa en esa poesía de la edad o de reflexión), sin gravedad atosigante, con sugerencia, ante el motivo del mar frente al mar de la vida, de donde nacen, en ocasiones, algunos poemas estupendos con ese motivo, y se hila el libro en su reiteración, engranaje.

Quiero decir es todo eso, pero además de esa reflexión llena de deseo de intimidad es un poema. Uno que debió, quizá, poner al frente: “Regocíjate, hermano” realmente estupendo en intención y fórmula, hijo de Walt Whitman, sin desbordamientos. Y más en un libro misceláneo en tiempos en que los conglomerados de misceláneas no terminan de soltarse la melena, frente a estas maceradas vivencias, reflexiones o poemas de la madurez, elaboradas por la vivencia y por el tiempo, bien macerados.  De ese orujo de yerbas destilado por los días, léase reflexión y “saber decir”, por contarlo a la manera de Ángel Gabilondo, surge este libro apetecible, vivo, con sus colinas y valles, pero siempre con esa verdad de fondo, con ese adentramiento sin trampa de quien tiene verdades o situaciones que contar/cantar. Las de “Un hombre frente al mar/no está del todo solo” u otro delicioso, realmente, “Un hombre frente al mar/ puede estar en silencio / sin estar en silencio. / Es como un hombre frente a un libro. / Está leyendo el mar, / que le habla / sin hablar”, por no hablar de “Mazunte”, o esa soledad donde parece empezar a pesarle al yo. Sin duda en el extremo opuesto al deseo, a ese “Regocíjate, hermano”, estupendo, o el vitalismo del que está impregnado el libro y su diálogo con la vida de un poeta con otro mérito añadido en sus aciertos. Me refiero a que Gonzalo Escarpa (que no sé por qué publica poco), cuando se lo propone, sabe narrar líricamente, a la manera de José Hierro, y sabe mantener la tensión. Y lo hace muy bien. Tal debiera emprenderse más desde ahí. Me refiero a poemas, estupendos, como “Nick Cave llega a la playa de Antón Lizardo, en Veracruz”. No es fácil desarrollar esa mezcla de distancia con el yo y de transparentarlo en medio del camino de la vida, narrarlo líricamente y sostener un poema largo, como hizo Hierro, del que sin duda ha aprendido a hacerlo. Y lo hace bien. Y no solo una vez, sino también en “Memoria de la sombra. París ya no recuerda a Paul Celan” (si alguna vez lo recordó), y donde Escarpa nos cuenta que no todo en su poesía está hecho para la canción y el recital, sino también para la lectura atenta debajo de la luz en un rincón de la casa, o debajo del hueco de la escalera, escribió Marcel Proust.

 

Gonzalo Escarpa, Quiero decir, Madrid, La Imprenta, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El libro Del giro en la quietud de Mariano Castro (Zaragoza, 1954), editado por Olifante, es la última entrega poética de un autor, que lleva construyendo varios años y a través de distintas entregas -El pájaro y la piedra (Prensas Universidad Zaragoza, 2008) o El ojo y la ceniza (Ediciones Poesía - Olifante, 2019)-, un universo propio, intenso y formal, y que, con este volumen, lo capacita, definitivamente para mantener la llama del canon en las letras aragonesas.  

El libro, estructurado en tres partes, comienza con versos tan rotundos como “Y percibir el aire de la edad / misteriosa memoria que reposa”, donde descansa la nieve de Trasmoz, su lugar de residencia y faro de inspiración lírica, de la que extrae el frío pacífico con el que construye un nombre, un cuerpo, una idea que permuta la sorpresa por la calidez: “Y desciendes / pensando en el alivio / del teatro de las sombras / y el fuego en el hogar”. Se acerca el frío, del copo al silencio: “Has querido tapar el hueco que te hiere / con la sola palabra arrancada al silencio”, mientras el tiempo aparece: “Canción del tiempo ya vencido / que en el ojo discute su apariencia”, un instante que se detiene, “No tortures a la palabra o nunca cantará” mientras un dado es la apuesta por el momento remanente: “El azar es tan sólo / rigor de dioses abatidos”. 

La segunda parte, en el instante sensitivo: “El discurso corrupto necesita / unos cuantos cadáveres / para ocultar su propio hedor”. El poder contra el arte, la belleza como única arma. El sujeto muerte y solo queda su recuerdo: “Un eterno latido universal”. Es el poeta Mariano Castro, el que en sus versos ofrece parte de la contemplación y el silencio: “Suena un acorde no resuelto / en el cegado resplandor del día/y en la lejana noche sueña / para morir y así vivir”. El acorde de la luz y la sombra, un espejo que devuelve la imagen mutilada, distinta, en el alma y en la paz. ¿Qué es la paz? Un amante exigente: “Con ella permaneces / como noche de luz perdida entre los dedos”. Se vuelve al silencio, la distancia, la contemplación. Así une palabra y lenguaje, ¿qué le sucede al poeta cuando se separa de lo que no es él? ¿Y si eso es todavía un yo más profundo? Agua, piedra, círculo. El poeta enamorado, el poeta contempla: “Salgo de mí y regreso / hacia el origen: / en él siempre estás tú”. La vida como tragedia, como una escena que se revela frente al poeta, ¿quién nombra como definitiva la ausencia?: “Tú, que es presente llevas/con el humo de lo que nunca fuiste, / jamás serás futuro mi ceniza”. 

En la última parte se acercan los recuerdos, primero, José Ángel Valente, la pulcritud formal de Álvaro Valverde, el Trasmoz de Ángel Guinda, el frío de vivir de Manuel Estevan, así, Mariano Castro, un poeta que vislumbra el desierto como en la contemplación de los entresijos, recordando a Alfredo Saldaña. Todos esos nombres se junta: “Oscuro está sumido / en el polvo de ayer,/ azoque que refleja / la túrbida ficción de tu pasado”. La tradición del Niké, desde Miguel Labordeta hasta Julio Antonio Gómez, recogida en la obra de Mariano Castro, que se sobrepone a la destrucción: “El resplandor que ayer dejaste / de ruinas devoradas por el fuego / es hoy la luz que alumbra / un torpe y desnortado paso”. El amor se enhebra con el tiempo, la sensualidad se adivina en la contemplación, el otro es quien completa: ¿qué define la eternidad, los días o la belleza? “El susurro inaudible de la vida: / en su ritmo está el tiempo / en él te encuentras tú”. Sigue el proceso de construir lo que termina en el futuro: “Solo pide que haya luz en las ruinas / cuando por fin la muerte los alcance”. Bosque, aves, ramas, cuerpo de música, barro, olvido, lenguas… Un cuerpo fundido con la palabra y el tiempo que Castro adivina y contempla cómo lo quiere atrapar en la palabra (o en el silencio, estado de construcción en su poesía), ¿semillas?, ¿palabras? “Ni siquiera podemos consolarlos / al pensar esparcidas las esferas”. Reflexión de un poeta que atrapa lo que busca: sombras y ocaso, agua y música, flores y desnudez. Un idioma de preguntas, una lengua de respuestas: “Ilumina la noche / el agudo clamar de lo imposible”. ¿Dónde encuentra el final trágico? “Has muerto una vez ya y de nuevo morirás: /triste rito de vida profanada”, la realidad es mortífera, plena de sombras, aberración, vida siniestra: ¿Quién es el que arrebata el poeta? No más ciudad, solo un instante de alquitrán: agua, aceite, cuerpo ungido, el amor en el cuerpo, el placer en la palabra, humus y el musgo. Una poesía de reflexión y espacios, de silencio y contemplación. Mariano Castro es un poeta de lo formal, notable constructor de sus propios espacios. 

 

 

Mariano Castro, Del giro en la quietud, Zaragoza, Olifante, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

14 de abril de 2025

¿Qué nos queda de Loriga? Quizá las frases resultonas, el misterio con humor, las referencias universales… que no sea reduccionista. Una pizca de Lou Reed, eso siempre. Algo de Hank Wiliams, como si hubiera estado leyendo a Silvana Vogt. No lo sé. Ray Loriga (Madrid, 1967) ha vivido un renacer literario desde 2017 el premio y la publicación de Rendición (Alfaguara, 2017), a las que han seguido Sábado, domingo (Alfaguara, 2019) y Cualquier verano es un final (Alfaguara,2023). Ninguna de ellas a la altura de obras como Tokio ya no nos quiere, Trífero o El hombre que inventó Manhattan. No hablo de madurez o de pop, hablo de literatura. Ray Loriga ha demostrado ser un excelente escritor, pero TIM no es una de sus obras notables. Ray Loriga es disciplinado, ha evitado el poso de toxicidad, pero en ahora mismo, tras esta tetralogía casi funcionarial, milimétrica, me deja con un poso de autocomplacencia muy peligroso. 

La novela, TIM, que se encaja dentro de lo que se puede llamar “Espacio Mago de Oz”, entrar en el metauniverso de las cajas de arenas de los videojuegos de nueva generación, los de mundo abierto, lo podrían colocar junto a Mariano Gistaín o Vicente Luis Mora, pero nos queda la sensación, más bien, de que nos encontramos con personajes no jugables deambulando de un lado a otro en servidores en los que ya nadie entra. 

La novela, con un despertar que bebe por un lado de la imaginería audiovisual de Moon de Duncan Jones o la narrativa clásica del universo entomológico de Franz Kafka, tiene un sabor de reinicio, iteración, vivir y morir: introduzca 25 pesetas en la máquina. Una habitación en la que se prolonga el duermevela y personajes con hechuras de Fernando Arrabal o Jorge Luis Borges, esquemáticos, lacónico… Una ciencia ficción soviética e impersonal. Un instante que es más nacimiento que despertar. Ciertamente el mar siempre acaba estando demasiado lejos como para disfrutarlo o demasiado cerca para que el ruido de las olas no nos robe el sueño. 

Loriga saca de contexto cultural a su personaje, haciéndolo cosmopolita sin vocación: las maravillas se suceden en su habitación de hotel. Un hotel asmático, desabrido, excesivamente sobrio. ¿Dónde está las habitaciones de motel de Sam Shepard o de Barry Gifford? Los pensamientos confrontan con el paisaje. Repetir la palabra TIM, el personaje TIM, mutante, católico, con sombrero (siempre el sombrero como icono en la literatura de Ray Loriga), su abuela (lo mismo), una serie de listados y alternancias, guiños constantes, claro, a Georges Perec. 

El Gatsby en los tiempos de Rodrigo Fresán, el limbo de Berlín, como en los noventa, poco después de la caída del muro. Pero sí, fiestas y canapés, una casa de empeños, un invento: el monólogo interior, acumulativo, circular, los electrones, los reflejos. Me viene a la cabeza Mariano Gistaín y su Nadie y nada o el Cúbit de Vicente Luis Mora. 

¿Y si al lector de Ray Loriga le pasa como a su personaje, en el que un reflejo no responde a sus gestos? La fiesta, TIM y Elisa, más fiestas, una con house europeo y la otra con fruta tropical y boleros. Canciones, siempre las canciones, como los cementerios, Atahualpa Yupanqui o Les Rita Mitsouko. De ahí que esta novela, como esta reseña, pequen de acumulación y de sugerir más que de narrar. Un guiño bello a Félix Romeo: “¿Queda poco para El Paso?, en la bolsa de piel lleva anfetaminas y gominolas suficientes para cruzar Luisiana” o, al menos, a mí me lo ha parecido.

Un listado de cosas a empeñar, una revisión del pasado de sus personajes como imitadores de personajes de la cultura pop: Elvis Presley, Maradona (El Pelusa) y, aunque no lo nombra, está en aire, Johnny Hallyday. A cambio, unos guiris mirando en alguna isla perdida y una botella de coñac para hacerlo todo más amable. Tolstoi y el caviar, una primera edición de El retrato de Dorian Grey, una colección de cromos de Godzilla, que podría ser, perfectamente, un saludo a Martín Mantra, estampitas de la Virgen de Fátima y su abuela en Bratislava, aprendiendo a montar en bicicleta y a tirarse de cabeza a la piscina. 

Loriga siempre nos deja frases: “Una comida aceptable siempre es mejor que el mejor de los postres” o “De cada dos hombres uno es un ladrón y el otro no tiene el coraje de serlo”. Qué horarios manejan los usureros, buena pregunta: listados o array clásico, de aquellos primeros lenguajes de programación (Fortran, Pascal). De TIM a mi amigo Timoteo, dos personajes, dos lugares, dos momentos, pero ahí están: de los tebeos de Bruguera, Sir Tim O’Teo y Tim Buckley, que sobrevuela el libro, con su manera de caer en el río, de su manera de sumergirse en el agua, la canción de la sirena. ¿Timoteo, el de la Biblia? No hay más Tim que otro Tim y, como he escrito antes, roca, mar, piscinas, obsesiones, el salto desde un lugar alto, fundido a negro, el apagón, la salida de Matrix

Vuelvo a Rodrigo Fresán como hace Ray Loriga, por un lado el horario de los trenes, los jardines de Kensington, la visita a Coney Island o el doctor Robert de los Beatles. Ahí, donde te hace sentir bien, que tiene las palabras adecuadas y las pastillas adecuadas y con ambas será generoso. El olvido, los recuerdos, tangibles, en sustancias, la química. Más allá de los sueños.  Volver a leer La casa del sueño de Jonathan Coe cuando Ray Loriga escribe sobre oneirophobia (el miedo irracional y enfermizo de los sueños), aunque también puede ser que te dé por volver a ver en VHS A Nightmare on Elm Street 3: Dream Warriors

En el final, en la casa de empeños, el encuentro, el final, te sientes como si Ray Loriga quisiera acumular, a base atajos y señales que al parecer estaban ahí y deberías haber seguido, a Pérez-Prado, París, Berlín, los bugs de la vida-videojuegos, la idea del Test de Turing frente a los bots de internet, un poco de Philip K. Dick y sus replicantes, pasando por las novelas decimonónicas con toques de la imaginería de Adolfo Bioy Casares. Una novela con demasiados píxeles, demasiada distorsión, referencias cruzadas… lees a Michel Houellebecq o a Chuck Palahniuk y te quedas con apetito. Pero, claro, le debemos una década a Ray Loriga. Esperemos.

 

Ray Loriga, TIM, Barcelona, Alfaguara, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Habitada de Cristina Sánchez-Andrade, escritora compostelana, es una de las obras más nutritivas y personales de este año 2025. El tremendismo con retazos surreales de su anterior novela La nostalgia de la Mujer Anfibio (Anagrama, 2022) o los macabros cuentos de El niño que comía lana (Anagrama, 2019) parecían ser ensayos completos que desembocaban, como las rías de su tierra, en un mar turbio y furioso que se encrespa en Habitada

La narración está estructurada en dos partes, en la primera utiliza el recuerdo de la voz interior, una voz atropellada e intensa, donde se refleja la soledad de una rapaza gallega, lúbrica, agónica, temerosa, huérfana de madre, en un tiempo indistinguible, una región atravesada por aldeas, brujas y hadas. No es una narración de folklore amable o de cuentos para niños, los que habitan el pesado bosque son duendes que devoran a los bebés, que traen la enfermedad, que temen el metal y conviven de manera natural con el catolicismo de alcanfor, impúdico, sudoroso. Un ambiente de patas hervidas, hortalizas en sopa, nabos y tubérculos, sudor y falta de higiene. Silvia Plath, con la raíz, la baba, los caminos, los bosques y el verdín, esa es la protagonista, Manuela que se introduce en las vísceras de los animales domésticos, contempla la podredumbre de las lombrices en las raíces y el humus, las llagas abiertas donde se coloca el polvo y las moscas. Una gramática repetitiva, descoyuntada y retorcida, junto a la ensoñación y la distancia enjaula la literatura de la autora en la descripción de la vida como un ovillo de lana enmarañada. Hay sangre de muerte oscura, tensión en los ojos, un cura que la engaña para acudir al pazo, el caciquismo casi medieval, las mujeres enfermas y los infantes demasiado muertos. En el juego de espejos resulta chocante la sexualidad tuberculosa frente a la exuberancia animal, las toses lúbricas contra los vientres abultados, el olor de la naturaleza femenina frente al lavado, los frascos y la pelea contra la enfermedad. 

En un libro sobre lo más profundo y arcaico de Galicia no podía faltar la bruja que cobra en botellas de orujo, yerbas y remedios caseros, que la toma bajo su tutela. Hijas desaparecidas, dedos gordos sobre vientres, una raíz que imita brazos, la imitación de la vida en forma de espantapájaros mugrientos. Es una novela de coágulos, pero también de semillas que crecen en la oscuridad de los vientres. De Santas Compañas y rezos repetidos. 10 de agosto de 1922. Verano de las naranjas: Una pareja, ella muerta, él, marido, apasionado del arroz con liebre, la miseria: los que emigraron a América por no ser quintos en la guerra de Marruecos... el rumor del dinero, la historia del cura nuevo. Un nuevo cura que se mezcla con los fantasmas de los lobos, las niñas hechizadas, todos los que habitan entre la niebla, los cotilleos de la aldea. Un animal en descomposición, tan asqueroso en su olor, que pensó que era la propia muerte. Clérigos sexualizados, los conjuros con huesos humanos, las muertas al agua, quién caza al lobo, quién se lleva a la gente. La obsesión de la muerte, las perdices con arroz y esa manera en la que la protagonista empieza a demostrar unos poderes, energías, imposición de manos, para que remita el dolor. La madre del cura, la mujer del amo, todas construidas sobre la toxicidad de la sociedad: la primera, Doña Sulfurosa, que se le murió la hija. Una tos que agarró en La Habana y no la soltó, las hierbas, alivio, (valeriana, cúrcuma, jengibre). Y la otra, muerta en vida, hasta que un alacrán se la lleva por delante. El amante potencial que se convierte en imposible, Helechos en el bosque. Se toma el veneno, cristos, sacerdotes, árboles que le hablaban entre el bosque y el pazo. Poesía de mujer. Ella escucha, en la voz de Santiago, que hace las cosas muy bien. Es la primera vez que alguien se lo dice. Y, a pesar de todo, hay que casar a la niña, a Manuela, que está de más en el pazo, encontrándose con hombres, yendo al bosque, con la bruja. Ella, Manuela, que descubre que el tiempo, su tiempo, podría ser suyo. La niña que murió por no hervir la leche. Los niños polilla, la sed, todo un cosmos alrededor. Rafael, el cura, culpable de todo, de su madre y su hermana. Es una descripción de lo más nocivo del ser humano. La madre, que piensa de su hija que está en el cielo cuando vaga por el bosque, bajo del dominio de las viejas del caldo. A esa vieja la esperan con los brazos abiertos en el infierno. Y la obligan, a Manuela, la obligan en la carne y en el alma, la hacen beber jengibre para el aborto, le queman los pelos del pubis, las viejas vienen a por el bebé, de maíz. Me impresionan frases o situaciones que la autora revisa con manos firmes o el brebaje del cornezuelo como un tejido que se rompe, animal y lírico. Es la historia del monte, del cuervo que penetra, aún tiene que ser el momento en el que algo se introduzca dentro de ella. En el fundido a negro se ven llegar al abad y a un hombre… 

Y, en la segunda parte, Manuela desaparece y la narración desemboca en una especie de diario del asombro: un sacerdote cubano se hace con el cuerpo de la protagonista. Una lucha entre la superstición y la ciencia, con la religión por el medio. Un vozarrón, de nuevo La Habana. Los médicos hablan de deseo sexual reprimido y, como su marido, Obludio, ha desaparecido, todo se convierte un delirio: Ajo y agua de rosas, mordiscos, locura de lobo, trance y olor a pescado. Un cura, el que habita, provocador. La indecencia de la hermana del culo, los teólogos de Santiago de Compostela, el material más avanzado de Londres, un santo cubierto de pieles en el momento de ser concebida que diera sentido a sus pilosidades. La virginidad, el matrimonio consumado, no es el demonio, es otro mal. Pero ha tenido varios embarazos y, entre el cura y la bruja han hecho desaparecer las pruebas. Un fragmento del libro nos recuerda los tiempos de las Hermanas Fox, Arthur Conan Doyle y la locura por los médiums, recurrimos a la hipnosis, llega la misma locura que con “El duende del hornillo”, prensa y vibradores. La teología, Dios como maestro del mal, manzanas y malecones donde el habitado se acercaba a ver cómo las parejas consumaban su pasión. De Cuba a Galicia. Otros cielos, otra prensa: la milagrería se extiende, la habitada habla de niños enterrados en el bosque, llora por su locura. El amo la obliga, muerta su mujer, a vestir como la señora. Y el abad le obliga a casarse con Obdulio. Un hombre destrozado, capador de animales, amante de los pájaros. La hipnosis y el sexo, la ambigüedad que flora en el olor íntimo de la novela. Una boda de alcohol y odio, Lorquiana, con arroz con leche por el suelo, humillaciones por encima de las clases sociales. Ella y su marido, confusos, una mosca que es la madre, una baba viscosa: en el bosque están los niños que no nacieron. Y un marido que, en vez de hacer mayores, pone un huevo. Los niños que la llaman loca, lo llaman loco, el bosque, un clérigo, un pájaro, dos hombres, juez y guardia civil. Ríos, árboles, chaparrones, luces. Una novela que termina desembocando en lo que ahora se llama folk-horror (disculpen la simplicidad), pero que otorga alguna de las escenas más perturbadoras que he leído en los últimos tiempos. Una turba, primero el amo, después el abad, finalmente la madre del abad. Un alma, todos muertos, el agua en el mundo de los muertos, la luz, las piernas tullidas, el bosque, un desalojo de almas final. Esta novela es un golpe, una sapiencia, el paganismo narrativo, una confusión constante, la realidad de una historia detenida, una novela de fantasmas y espíritus, pero también de metáforas de azufre que describen de manera aleatoria una sociedad podrida y atrapada en el tiempo.

 

Cristina Sánchez-Andrade, Habitada, Barcelona, Anagrama, 2025.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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