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LA REVISTA PUBLICA TAMBIÉN TEXTOS INÉDITOS SOBRE DORIS LESSING Y FRED VARGAS

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este próximo mes de junio en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer por primera vez en español una antología de Judith Herzberg, la mejor poeta holandesa actual y uno de los más relevantes nombres propios de la literatura occidental de nuestros días. Esta selección de poemas  forma parte de un próximo libro que, editado por Pre-Textos, se titulará “Todo lo que es pensable”.

Según Ronald Brouwer, traductor habitual al español de varios autores de los Países Bajos y responsable de esta cuidada edición de la poesía de Hertzberg, el lector descubrirá a una escritora que “posee una voz al margen de cualquier movimiento o corriente literaria, y solamente se la suele comparar, por expresarse en un registro cercano, con Wisława Szymborska”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que hemos iniciado, con el título de “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Estos tres nuevos finales inesperados que ofreceremos, en esta segunda entrega, cada uno de historias y de tiempos diversos y diferentes, abundan en esa intención. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado para lectores como ustedes.

***

4

Esta segunda entrega la comenzamos con el otro gran relato fundacional de nuestra cultura occidental, la Iliada. Pero, en el final alternativo que hemos ideado para este, no se hará hincapié en el carácter de su héroe, el gran Aquiles, otro de los grandes modelos clásicos de la peripecia humana, el del guerrero orgulloso, inmisericorde e imbatible. No. Haremos hincapié en la inmensa melancolía de la victoria.

 

Ilíada de Homero

(… esta es la profunda melancolía de la victoria…)

 

… y al ver arder los últimos edificios de Troya, y al ver caer sus últimos paños de muralla, un profundo y reverencial silencio se extendió por el campo griego; y una extraña melancolía arrebató a los héroes aqueos. De repente, aunque era previsible −pues esa es la lógica del final de todas las guerras, si han sido limpias−, se amontonaron en sus mentes todos los años pasados juntos; todos y cada uno de los instantes compartidos −ya fuesen oro o polvo− con sus compañeros, y sintieron una insufrible nostalgia de los camaradas −y de los días− que ahora abandonarían y de los que se despedirían para siempre…

Con el resplandor de las últimas llamaradas y con el vuelo de las pavesas humeantes, acudían a ellos los recuerdos de los días de dolor, cansancio y desesperación, pero también las jornadas y los momentos de ilusiones y esperanzas compartidas, de los hogares encendidos en las playas, de las cenas compartidas en las frías noches de invierno y en las tibias noches de los veranos; noches alegradas por el licor, por la hierba o por el amor… Les venía la imponente imagen de Aquiles vengando a Patroclo y la no menos imponente de Héctor; y la dignidad y el ardor de sus combates y de su lucha, una dignidad que jamás volverían a encontrar en ningún otro combate; como no encontrarían tampoco aquella valentía y aquel arrojo del adversario, su cerrada y noble defensa de su patria, y tanto honor derrochado…

Una profunda tristeza y silencio lo inundó todo y una especie como de apática abulia. El que más y el que menos se retiraba a un lugar apartado a rememorar los años pasados, los camaradas y los instantes perdidos ya para siempre, y gruesos torrentes de lágrimas resbalaban por sus rostros tan desconsolados… Ninguno quería partir, deseaban continuar el combate por Troya, se lamentaban de su destrucción, de la aniquilación de sus moradores; sin ellos, si esas murallas imbatibles, sus vidas ya no serían las mismas, ni siquiera podrían llamarse vidas; y fue al tercer día de silencio y de llantos cuando cundió la especie, primero apenas articulada, luego extendida con rabia y rencor: era Ulises el culpable de todo; Ulises les había arrebatado lo único que habían tenido, lo único que había dado sentido a sus vidas, la aventura de la conquista de la ciudad de las ciudades… Ulises era el que les arrebataría ahora también a sus camaradas y con ellos les arrebataría también todos los días felices y los destinos enlazados y compartidos…

Sí, era cierto; Ulises, al permitirles la conquista y la destrucción de Troya, les había arrebatado también, de alguna insidiosa manera, el sentido de sus vidas. Ellos ya no sentían nostalgia alguna, ni añoraban ninguna isla, como él, perdida en regiones ya olvidadas de la memoria.

5

Mucho se ha dicho sobre este auténtico relato fetiche de nuestra tradición, pero seguro que nunca se ha reparado en este posible y muy lógico final.

 

Divina Comedia de Dante

(Sin Paraíso)

 

− Tú me has traído aquí, no fueron mis méritos ni mi voluntad; en realidad tú me exaltaste a la derecha de la corte celestial contra mi voluntad; no me obligarás ahora a franquearte las puertas del Paraíso…

Fueron estas, o acaso otras muy parecidas, las palabras con las que Beatriz se negó a recibir y acompañar a Dante por las dependencias celestiales…

− ¡Prefiero ser condenada al Infierno!... (dicen que exclamó con rabia incontenida)

Y, dirigiéndose a San Pedro, el cachazudo guardián de la Puerta, concluyó con una afirmación que con el tiempo haría fortuna…

− ¡Ese imbécil jamás entendió que un no es un no, joder!…

El divino Dante no salía de su estupor ni de su asombro, no comprendía que en esta nueva floresta sí se había perdido definitivamente… Virgilio, más astuto y más experimentado, se escabulló en cuanto pudo, conocía bien cómo se las gastaban las mujeres airadas, por eso le sorprendió la necia candidez de su pupilo, que como embobado aceptaba con el labio inferior flácido y caído las sevicias de su idolatrada Beatriz…

 

[… y todo esto dicho con el rancio sabor de los tercetos encadenados…]

 


 

6

Y para finalizar esta segunda entrega, un final, muy lógico también, creo, para una de las novelas fundamentales de nuestra posguerra, dura, oscura y melancólica como pocas. Si no la han leído, léanla, y comprenderán.

 

Nada de Carmen Laforet

(Las mujeres, la guerra, la felicidad)

 

… No me podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora, temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana siguiente me vendría a recoger para que le acompañase en su viaje de vuelta a Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil. Estaba ya vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones. Me asomé al cuarto de la abuela. Estaba despierta, esperándome; creo que se le había olvidado lo que nos había oído a Gloria y a mí sobre la locura de Juan; y mientras estábamos abrazadas sin decirnos nada, como si se lo estuviera diciendo a sí misma, murmuró apenas: 

 – No sé, hija, qué ha pasado, pero, a pesar de lo del miliciano y del miedo por lo de don Jerónimo, ¿sabes lo que te digo?, que en los años de la guerra, en Barcelona, las mujeres éramos felices, muy felices, hija… que Dios me perdone por decirlo, pero así era… Éramos muy felices en las calles y en esta casa.

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces. De pie, al lado del largo automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé qué encargos. Luego me dijo:

– Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno –se sonrió ampliamente–; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted... El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí, pero las últimas palabras de la abuela aún resonaban dentro de mí:

– Éramos muy felices, hija; durante la guerra, las mujeres éramos felices, en las calles y en esta casa también…

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

20 de mayo de 2019

Era julio, a mediados de mes, mitad del verano, en medio de ninguna parte. Aquí está ahora mi refugio. Para unos, el sur; el norte para para otros. ¿Dónde quedó el hogar? Este lugar cerrado y minúsculo me sobra y basta. Nadie me conoce, nadie viene a dar la lata. A solas con mi asesina he venido a morir la última muerte.

Tiene nombre, fases definidas, numeradas y etiquetadas. El kit que la acompaña incluye un pastillero semanal de siete colores que chillan con solo mirarlos, más veintitrés prospectos en letra menuda, uno por cada píldora que meto en la boca a diario y que, tan pronto como la curiosidad agarró la lupa y comenzó a leer, recibió en castigo su dosis de espanto. Y no porque aquellas hojitas estuvieran escritas con más ambición que estilo, que también; no porque las cuartillas fuesen en toda regla un pliego de descargos (la responsabilidad es siempre un tema de otro); fue precisamente al caer en el apartado de los posibles efectos secundarios cuando mis temores quedaron fundados y fundidos o todo al mismo tiempo. Poetastros de laboratorio bajo el influjo de alguna droga ilícita, sin duda, en una serie de composiciones perturbadoras, hacían alarde de auténtica crueldad. Y como no quisiera restarles el mérito que merece su lírica y, sobre todo, porque no me gustaría quedar por mentirosa, traigo a colación algunos títulos: Oda al vómito; Soneto a la escara; Décimas al regusto metálico; Réquiem por el caer de uñas y dientes; Canto a la insuficiencia respiratoria; Romance al coma o Epigrama al estreñimiento.

Lo cierto es que los poemas eran buenos. En especial, el último, aunque a la postre, tratando de suavizar lo feo del asunto, a mi modo hice una interpretación baudelariana más o menos de la manera siguiente: Recibe nuestro más cordial saludo a Paraísos artificiales. ¡Hipócrita yonki, mi igual, mi hermana! Ahora que estás podrida, aliviaremos tu sufrimiento. Lenta, gradualmente y, con tu consentimiento, procederemos a suspender las funciones vitales. 

“Esto es lo que hay. Más nada”, decía sin resignación, sin apuro escondido en el timbre, ni lágrimas en el tono que la obligasen a bajar la cabeza, sin la menor sospecha de duda, de ira o de hastío, siquiera los momentos alegres conseguían cambiar el brillo a su voz. Ella deslizaba estas frases cuando creía haber contado lo necesario. “Esto es lo que hay. Más nada”. El carácter de la más joven de mis tías, al igual que su dignidad, se había rebelado contra el vasallaje que imponen los afectos. Si existió un punto frágil en su talón, si fue herida o colmada de ilusiones, ella lo mantuvo en secreto, bajo llave, junto al ajuar guardado en el baúl, el que nunca llegó a estrenar como una novia. Era la Mujer-Montaña contra diez mil enanos, con el aire desenvuelto de quien tiene la mente despejada y solo confía en sí misma. “Esto es lo que hay. Más nada”.

Los sábados eran días de mercado. En los recuerdos que conservo de la primera parte del mundo  hay una cocina ciega de ventanas. La bombilla asmática trabaja a tirones gracias a un motor de gasoil que, a todas horas, se queja desde el cuarto de la azotea. Una luz cirrótica nos convoca a las tres alrededor de una larga mesa rectangular que entonces me parece larguísima. El caldo de pollo está al fuego desde el alba. Veo la escena como ahora la mano va deslizándose sobre el papel y deja una baba de signos.

Así, levantando cejas y hombros, deshacía los nudos de su moquero por donde escapaba el tintín del metal que rodando caía sobre la mesa. Por los huevos, esto. Por las coles y las alcachofas, esto. Desde la otra punta, la abuela y sus ojos de ratón bailaban sobre la superficie en la que mi tía hacía las cuentas del pobre. Envuelta en un silencio que olía  a hierbabuena, en luto severo de cuello para abajo desde… Quién sabe cuándo, mi abuela callaba y miraba con sus dos bolas vivas y brillantes. Del fondo del cesto ya vacío, saltaba al puñado de perras, una por cada dedo de una mano, obligadas a alimentar el hambre de doce, tres veces al día. “Esto es lo que hay. Más nada”.

Mi tía que nunca leyó a Hegel o a Schopenhauer, ni por asomo escuchó hablar de un tal Nietzsche, me enseñaría más sobre el significado de la existencia que todos los libros de quienes consideré maestros durante aquella edad difícil en que trataba de aceptar el cuerpo que me había caído en suerte. Esa imagen casi completa en sus formas, la mujer en la que me había convertido, me acompañaría desde entonces en mis salidas al mundo. No, no fue a esa edad cuando recogí el testigo de su herencia. Antes de que maduraran sus palabras en mí, las que sin saberlo, ella lanzara al espacio con la potencia de una pelota vasca y que, medio siglo después, yo recogería con mi guante trenzado; antes de que eso sucediera, como todos, tuve que aprender a vivir, a tocar fondo y, a la vida verle el culo varias veces. Conocer el revés del derecho. Y renacer muriendo. Como todos. Filósofa pura fue mi tía. “Esto es lo que hay. Más nada.”

Ya sé, ya sé. Me he dejado llevar, y me fui hasta Úbeda. Pero, no lo considero un defecto. Al contrario. Las desviaciones enriquecen el viaje. La verdadera historia está escrita en las cunetas de caminos de barro, en los senderos escarpados que recorren los cerros, los que atraviesan fronteras. Además, dado el poco tiempo que tengo, haré cuanta digresión me dé la gana. Digressio, luego existo, dijo un racionalista en francés y, hasta hoy, no hay quien lo haya puesto en duda.

Y esperando a esa nada, las otras ocupaciones han quedado pendientes, interrumpidas, vacías de significación. El tiempo es indivisible. Día y noche, una sola patria. Lluvias entreveradas de sol, celajes entreverados de luna. Se extraviaron los relojes. Y en el impasse, me siento sobre este banco de pino en forma de herradura, junto a la ventana de mi habitación. No he puesto cortinas y las contraventanas están siempre abiertas. Desde este mirador en el que me imagino viajando en el compartimento de un tren de hace dos siglos, paso las horas contemplando el jardín que crece sin dueño.

Un día de julio, a mediados del verano, tan reciente que incluso pudo ser ayer, el alba me alcanzó antes que a otros. En el despertar de la luz, cuando esta alumbraba el preludio de lo que aún estaba por suceder, el naranja cúrcuma se desparramó sobre los pezones de la higuera, emborrachó el parloteo de los pájaros; el rocío comenzó a entibiarse y en el aire se evaporaba el olor a tierra. Yo me sentía exhausta por culpa de mi compañera de vigilia, esa estúpida cotorra, la conciencia, por lo que abandoné mi puesto y me fui a dormir.

No serían más allá de las ocho. De pronto, unos golpes secos, imperativos, venidos del exterior. Alguien aporreaba la puerta. Fue al abrir los ojos que me topé con la Comedia de Dante. El libro lo tengo sobre la mesita de noche por si me entran ganas de rezar los pecados de mi propio infierno, el que continúa escribiéndose en un solo renglón. Tres nudos gordianos en busca de un desenlace aunque en mi caso, sin Virgilio que me guíe ni Beatrice que me salve. En sí mismo el cuadernillo carece de valor. Trufado de dudas desde el comienzo y, entre palabra y palabra,  abundan las contradicciones. Cuántas veces no habré pensado deshacerme de él. Romperlo en dos mitades, hacer jirones las hojas. Desaparecerlo, vaya. Terminar de una maldita vez con esa maldita línea. Pero no sale de mí. Falta lo que falta. Un final abrupto sonaría artificial, una cerradura fácil, en mi opinión –que yo por boca de otros no hablo–. Más fruto del cansancio y de las prisas, por la urgente necesidad de rematar la trama, visualizar sobre el papel ese grafo radical, sin máscara, concluyente, callado, humilde, apenas visible, liberador; el último punto.

Y es que para quien no ha hecho más que escapar en círculos concéntricos mientras sembraba incendios a su paso, argumentándose en circunloquios, negándose a voltear la cabeza para contemplar cómo se derrumbaba entera la casa al tiempo que mataba el amor y alumbraba la culpa, tal vez, y solo tal vez, después de tanto daño y tanta ruina, lo único que le quede sea tapiarse los labios para no vomitar el grito, aguantar el aliento en los puntos suspensivos, girando a tientas hasta alcanzar el límite de la última vuelta donde el vocablo enmudece porque ya nada vale. Quizás, y solo quizás, el silencio se haga oír hasta que nos estallen los tímpanos. Silencio. Silencio. Silencio. Tiempo de salvación. Porque estoy hablando del oficio de la escritura. ¿De qué si no? ¿Hay algo más, acaso?  Este dolor y yo, antiguos amigos, mirábamos sin ver, fundiéndonos con la noche tuerta, peluda de demonios que poco a poco iba acercándose a su destino. Un gorrión dio el aviso: ¡Es de día! ¡Es de día! Obediente, el pensamiento dejó de darle a la lengua y me llevé los huesos a descansar un rato.

¡Qué mal despertar! El destino llama que te llama y el averno de Dante junto a la cama…Experiencia que le deseo solo a tres personas en este mundo. Los golpes eran graves, en serie de tres, sonaban como el exordio de la Quinta sinfonía. Tan desacostumbrada estaba al ruido que hasta el cráneo empezó a dolerme.

¿Será la Parca o también hoy hará fiesta conmigo?, me pregunté.

Sea quien sea es en extremo pertinazzz. El espíritu de mi padre detuvo la punta de su lengua contra las paletas. Si no llega a ser por esa afición suya a jugar con palabras muertas, no le hubiera reconocido. Me contagió su amor por lo inútil, mi padre.

Qué fortaleza en los nudillos, cuánta rotundidad en el golpe, qué obstinación. ¡Ya voy, ya voy! ¡Un poco de paciencia, por favor…!, dije en voz alta. ¡Con una pobre anciana!, ídem en voz baja. Me di risa. Reí entre dientes. ¡Ay! Pero, ¡qué bueno reír! Si es que la cosa tiene chiste. Ay, ay, ay, carajo. Graciosa que nació una...De quién heredaría el sentido del humor. Palabradas…, qué vergoña… En este mal hábito, no fui tu ejemplo. Calla, calla, padre…Temprano para empezar a pelear.

Me calcé las gafas y las zapatillas. No atinaba con las mangas de la bata. Me la eché a los hombros. Con el equilibrio fuera de su sitio, la cara en desorden, y una sensación de que el día venía de nalgas, me encaminé hacia la puerta. En el último momento se me ocurrió agarrar el paraguas. Tiene una larga punta de metal que incluso a mí me da respeto. Y así, con el arma en ristre, abrí la puerta a traición. Si el llamador pertinaz venía con pretensiones de un Raskólnikov de medio pelo, se le cayeron todas al piso del susto que se llevó.

Era guapo, era joven, le supuse además inofensivo, aunque no se hubiera peinado, llevase la camisa blanca del uniforme sin planchar, por fuera del pantalón, y las zapatillas necesitaran un lavado. Al menos su cuerpo desprendía un perfume reciente a jabón.

Me tranquilicé. Él, no. En gesto de paz, arrié las velas y regresé el paraguas a su sitio. Aún así, inseguro, el chico retrocedió un par de escalones.

—¿Qué maneras son estas de llamar, jovencito? —pregunté mirando a mi interlocutor por encima de la gafas, de la misma manera en la que años ha, despachaba a los lectores detrás del mostrador de la biblioteca.

—Lo siento. Me dijeron que la persona que vivía en este domicilio estaba algo sorda. Y por si todavía me quedaba alguna duda se palpó la oreja con la mano que tenía libre.

—¿Ah, sí? ¿Y quién dijo tal cosa?, ¿se puede saber? Que alguien pudiera conocer mi paradero me molestó, francamente.

—Ni idea, señora. Es lo que pone en el aviso.

—Pues que yo sepa, aquí vivo yo sola y, para mi desgracia, el oído lo tengo bien bueno.

El joven pasó por alto el comentario y fue a lo suyo. Quería hacer la entrega y largarse.

—¿Es usted bla, bla, bla? En voz alta leyó el nombre y apellidos registrados en el sobre.

—Sí, lo juro —dije, llevándome la mano derecha al hueco del pecho contrario. Entré en quirófano al día siguiente de firmar el divorcio. Ambos tumores resultaron malignos.

Me entregó el paquete. Por la caligrafía supe en seguida quién era. Sentí arcadas de agresividad.

—Pero, !¿qué mierda querrá ahora?! —dije.

El repartidor no disimuló su asombro. Y, a este ¿qué le pasa? ¿Es que tengo pinta de ser la bruja de Hansel y Gretel, o qué?  Intenté alejar el mal genio. Siendo justos, el chico no tenía culpa. Él no era el enemigo sino el mensajero. En ese momento, lamenté no haberme tomado antes el café del desayuno, le hubiese ahorrado mi aliento a cloaca. Mucho tendría que aguantar todavía la criatura. Algo infantil merodeaba en él. Podría tener la misma edad. Mi hijo cumple treinta y siete el quince de septiembre. En alguna parte estará, pensé. Que tenía que firmarle, dijo. Tal vez tuviera pareja, un bebé en camino y, a la vista de lo que se le venía encima, trabajara como un esclavo. La vida, ninguna bobada, dijo aquel. Volvió con la firma dichosa. Esta vez, impaciente y a un volumen realmente fuera de lugar. La gente no entiende qué es la vejez.

—Oiga, joven, es usted un impertinente. Me encuentro a medio metro y, vuelvo a repetirle, por si no me entendió, que oigo crecer la hierba. A ver, dónde tengo que firmar.

—Sobre este cacharro—. Señaló la máquina y me ofreció un palillo de plástico.

Es zurdo, pensé, como mi hijo.

 Es zocato el zagal, como el nieto.

Hice un garabato. Con mucho gusto le hubiese dibujado una casita con un sol barbudo, eso le pintaba a mi niño en la pizarra mágica. Reparé en lo delgado que estaba. Mi hijo también era un fideo, y muy alto. La espalda ligeramente en curva, los hombros hacia delante para soportar mejor su complejo delante de sus compañeros.

Arrojé el paquete al suelo, y con la punta del pie lo hice a un lado, hacia la pared. El chico me miró con lástima. Sé muy bien que no era a mí a quien compadecía sino al decrépito rabioso en el que podría llegar a convertirse. Egoístas que son, los jóvenes.

—Son libros —le expliqué para su tranquilidad—. Cuesta romperlos, aunque la mayor parte arden de maravilla.

—¿Vas a quemarlos? Hasta me convenció de que su inquietud era sincera.

—Puede —dije. ¿Por qué iba a mentirle? — Los libros no son ignífugos, Mijaíl.

—Me llamo…

—¡Shhh! — interrumpí. Cerré los ojos y el dedo índice selló mis labios—. Nunca, nunca, nunca —dije, agitando las manos en el aire—. A un desconocido jamás le digas cómo te llamas. ¡Tomaría tu nombre en vano! Estoy segura de que tu madre te lo ha repetido hasta el aburrimiento. Pero tú…, me parece…

—Yo no tengo vieja —contestó—. Soy huérfano, de Santa Ana.

Un breve silencio se interpuso entre los dos. He de admitir que, en ese momento, fui yo la sorprendida. Claro que si buscaba ablandarme, daba en hierro frío.

—Créame —dije—, vale más vieja por conocer que vieja mala conocida.

 Arrugó la frente durante unos segundos. Abrió la boca. Una carcajada estalló en el aire. Me gustó el color de su risa. Azul, límpida, ingenua. Pensó que le hablaba en broma, el muy tonto. Hace mucho me quedó claro. Con mis semejantes me comunico mal.

Ya se disponía a marcharse cuando le dije:

—Espera un momento, Mijaíl o como te llames. 

—Bueno, pero es que voy con el tiempo justo…

Le hubiera invitado a pasar al recibidor, a que esperara cómodamente sentado. Le hubiera acercado la mejor silla de toda la casa. El problema es que el único asiento que tengo está en mi alcoba. Y tal y como están los tiempos, mejor no dar pie a equívocos. Además, a saber en qué lugares se habría sentado el pantalón que llevaba. Resolví el problema dejándolo en el mismo lugar, aparcado en la puerta.

Fui a la cocina, me lavé las manos y me coloqué un par de guantes de cirujano. Cogí el cuchillo largo de sierra. A punto estuve de interpretarle una escena. No seas tonta de capirote, niña. Mi padre tenía razón. En lo que canta un gallo, prepararé un bocadillo de jamón con tomate, al que le añadí apenas un chorrito de aceite, y lo envolví en una servilleta de tela. Después abrí el cajón para coger la bolsa de la merienda que mi hijo se llevaba al colegio. Metí el bocadillo. De haberla lavado tantas veces con lejía, el blanco de la tela se había amarilleado. Le gustaba el jamón serrano y el chocolate. Era un niño precioso, de ojos negros, cabello rizado, negro como la tinta, un angelito. ¡Cómo le gustaba regalarme besos y abrazos! Qué felicidad, el color de la infancia. Mi niño se ponía como loco con el jamón. El amarillento de la tela, como otras tantas cosas, ya no tenía remedio.

Exprimí dos naranjas. No sabía dónde servir el zumo para que se lo llevase puesto. Al final lo vertí en un vaso. Me quité los guantes. Entré en el dormitorio a por el monedero. Cogí el billete y lo guardé en el bolsillo de la bata. Regresé a la cocina y me lavé las manos. De nuevo me puse los guantes, tomé las viandas y reaparecí frente a él. Le ordené que se tomara el zumo en el momento.

—Las vitaminas se evaporan rápido —dije.

Obedeció como un niño. En seis buches bebió el líquido de dos naranjas. Me entregó el vaso con un gracias. Escudriñé el fondo.

—Aquí quedan tres gotitas de sangre —protesté.

Apuró el contenido hasta el final. Quedé conforme. A continuación le tendí el bocadillo.

 —El almuerzo —expliqué. La propina la reservé para el final—. ¿Tendrá suficiente para lo que queda de semana?

Miró el billete. Sus pestañas oscuras pestañearon tres veces. Reaccionó entre sorprendido y escéptico. Esta vez su risa llegó rozándome la mejilla como un beso. Poco me faltó para echarme a llorar.

—Eres muy amable —. Continuaba con el dichoso tuteo.

—No se fíe de las apariencias —dije—. Soy de las peores. Volvió a reír. Volvió a tomarme por chistosa.

Mi pie derecho tropezó con algo y perdí el equilibrio. A punto estuve de caer por culpa del sobre. En la distancia, Pandora y su caja de tormentos consiguieron aguarnos la fiesta. Mi antiguo resentimiento volvió a traicionarme y habló por mi boca:

—Bueno, chico, te he dado de beber, te he regalado un bocadillo y dinero para chucherías. ¿Qué más quieres, lindo cuervo? ¿Mis ojos? ¡Ni que fueras mi hijo! —dije, en un tono cortante.

Fue fácil. Herirlo fue fácil. La sonrisa desapareció, se puso rígido y me dio la espalda. Mejor así, pensé, de nuevo extraños, sin debernos nada.

Comenzaba a descender las escaleras cuando se detuvo en el tercer escalón. Se giró y alzó la vista, buscándome. Le habían salido manchas rojas en la cara.

—Espero se mejore de lo suyo, señora —dijo, palpándose la sien—. Y, por cierto, me llamo Joaquín.

 Reanudó la marcha. Vi cómo desaparecía. Un terrible vacío me atravesó el cuerpo de lado a lado. Se me hizo insoportable. De nuevo la vieja agonía del fracaso, aquel amor que devasté tras mi huida. Como pude salí al rellano. Agarrándome con fuerza al pasamanos, asomé la cabeza por el hueco y grité:

—¡Joaquín, espera! ¡Por favor! ¡Espera, hijo! No sabía cómo retenerlo. ¡Solo quiero saber si...! ¿Volverás? ¿Vendrás a visitarme algún día? ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme, Joaquín? —Fue lo último que pregunté.

 Sus pies se alejaban a toda prisa, de dos en dos bajaron los cuarenta y nueve escalones.

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado Batista

 Novelar es, ante todo, saber mirar

Chirbes (2010: 205)

 

 

El “taller” del escritor es una feliz designación del espacio, tanto físico como simbólico, en que los textos literarios toman cuerpo: un espacio atravesado de referencias, (re)lecturas, vivencias e ideas que generan interpretaciones varias de cuanto nos rodea. Es el núcleo esencial donde, a veces, un pensamiento en desarrollo fructifica y alcanza su sentido al hacerse público mediante el registro impreso, entre otras en forma de novela, aportándonos una nueva mirada sobre el mundo. A Rafael Chirbes, escritor de raza, le importa esa dimensión pública: cómo las razones de uno pasan a otro y ayudan a que el artista cree imaginarios de la manera propia de su tiempo, que ayuden “a componer o fijar ese espacio mental y hasta moral que es la sensibilidad de una época” (2002: 10).

En su taller, Chirbes viene centrando su mirada particularmente en el devenir de la España contemporánea. De sus textos se deduce que, si un novelista nos entrega con su obra la radiografía de su tiempo, también nos entrega la suya propia. Por un lado, lo ha logrado mediante una extraordinaria vertiente ficcional, hoy integrada por nueve novelas encabezadas por Mimoun (1988). Por otro, a través de una afinada y sólida vía ensayística, reveladora de cómo se ha forjado como escritor.

No pocos autores se acompañan de textos teóricos en torno a su quehacer literario, aunque en tantos difieran la intención y el resultado. Sin embargo, los de Chirbes, atinado observador, desvelan su utillaje mental y creativo, exponen planteamientos iluminadores de los entresijos de su novelística, pergeñan un discurso coherente y poderoso sobre aspectos del entresiglos XX-XXI y, con frecuencia, lo muestran como testigo lúcido del periodo que Carlos Blanco Aguinaga —tan admirado por él— denomina la Segunda Restauración, esto es, la transición del franquismo a la democracia con la vuelta de los Borbones.

Hasta ahora, El novelista perplejo (2002) y Por cuenta propia. Leer y escribir (2010) —dedicado a Blanco Aguinaga— son los títulos en que Chirbes ha recopilado textos de variada factura: charlas, conferencias, prólogos, artículos y notas breves, muchos de ellos escritos con voluntad de ser impresos:

Una de las grandes desolaciones del escritor —de la que nunca se cura— es la de no saber nunca si ha acertado al colocarse en el lugar que le permite contemplar el dolor y la esperanza de su tiempo. Por eso, los novelistas, además de novelas, escribimos textos en los que intentamos exponer nuestra intención, justificar nuestro trabajo. (2002: 88)

Los textos del primer libro se disponen sin organización temática, pero el segundo distribuye las aportaciones en cuatro apartados: maestros; contemporáneos; memorias y maniobras; y a modo de epílogo: cuestiones domésticas. Son, pues, significativos títulos que anuncian las claves de lectura de su obra ensayística en general. Así, en primer lugar, sus textos se ocupan de la función de la literatura y del escritor en el siglo XXI, aun cuando en ocasiones Chirbes visite otras épocas desde el presente. Caben ahí textos dedicados a la tradición en que él se inscribe y de la cual se nutre, mas también a autores contemporáneos por los que siente afinidad. En su búsqueda del sentido de la escritura (por qué y para quién se escribe), con mucho tino Chirbes pone por escrito preocupaciones relacionadas con el arte y la literatura, y sobremanera con la novela, que para él constituye un “espacio donde se plantea un problema moral, un ejercicio de pedagogía” (2010: 18). Así, especialmente le interesa cuál es el estatus de la novela y a quién representa el novelista de hoy; la responsabilidad civil del escritor cuyo reto es escribir la novela que su tiempo solicita; la defensa de lo estético como ideológico y el análisis de la (trans)formación del gusto como forma de dominio, que combate en sus escritos.

En segundo lugar, principalmente afronta la Guerra Civil española y sus consecuencias hasta nuestros días (exilio, posguerra, transición, recuperación interesada de la memoria), y así aborda la degradación y la pérdida de viejos referentes (lucha de clases, revolución, burguesía o proletariado); la deliberada desmemoria de la transición y su discurso oficial; los comportamientos abusivos del poder y del capital; el espíritu permisivo y republicano característico de buena parte de la mejor cultura española, “periódicamente derrotado por embates de intransigencia” (2002: 8). Respecto de la última novela española de la memoria, Chirbes la viene a definir “consoladora narrativa de los sentimientos, al servicio de lo hegemónico […] calculada retórica de las víctimas con la que se restituye la legitimidad perdida en los ámbitos familiares del poder” (2010: 16). En estas situaciones, cree que “hay que indagar en las razones por las que lucharon y por las que perdieron” (2010: 17), por ende sin edulcorar el discurso de víctimas y verdugos ni recurrir a lo sentimental como recurso narrativo más efectista. En ambas recopilaciones, notable presencia adquiere Walter Benjamin cuando Chirbes se posiciona acerca de la memoria y de la justa lucha por apropiarse de su legitimidad.

En tercer lugar, en ambos libros consta un espacio reservado para otros intereses personales del escritor, desde la gastronomía hasta su relación con el campo editorial. Así, aunque no me detenga en ellos, en este espacio cabe indicar dos títulos inscritos en la vertiente no ficcional de Chirbes: Mediterráneos (1997) y El viajero sedentario (2004), donde se adentra en las muchas ciudades que ha conocido, si bien en una entrevista reconoció que no se cansa de volver a Valencia, París, Roma, Nápoles, Salamanca y Fez (López de Abiada, 2011: 14).

 

En el taller de Chirbes: la voz de la verdad

Una consideración que Chirbes subraya es que todo texto es saqueo, una apropiación. Desvela sus predilecciones en primera persona y, en el caso de la literatura, opta por aquella que le plantea un dilema moral al lector: el Tirant, La Celestina, Garcilaso y Quevedo; Cervantes en su conjunto, como Galdós y Aub; Blasco, Clarín, Machado, Cernuda, Vallejo, Marsé, Vázquez Montalbán, Gil de Biedma, Méndez, Pinilla, Zúñiga, Goytisolo, Pombo o Barba. Además, incorpora su conocimiento de la literatura occidental y en sus escritos se congregan alusiones o comentarios extensos sobre Dante, Bocaccio, Chateaubriand, Zola, Proust, Ruskin, Ibsen, Ford Madox Ford, Rilke, Broch o Pavese. Con ellos confluyen en su galería personal otros nombres de relieve, desde Voltaire, Nietzsche, Picasso y Goya a teóricos de la literatura como Luckács, Bajtín o Todorov.

Así, sus ensayos conforman un lugar de encuentro, de recepción, asimilación y reacción, con hacedores de la literatura y del arte, con sus críticos, lectores y espectadores, y a la postre compendian el saber de Chirbes, iluminan nuestro devenir histórico y brindan una metáfora de la creación artística —marcadamente literaria—. Igualmente sirven para trazar su biografía al descubrirnos el autor aspectos de su infancia nada fácil, de su formación como historiador en el tardofranquismo o de sus distintos trabajos: librero, periodista, profesor, crítico literario y reportero en Sobremesa, revista de gastronomía, vinos y viajes. A finales de los años ochenta, consiguió ocupar un lugar en el campo literario al publicar en Anagrama. Para ello contó con una amiga escritora, Carmen Martín Gaite, a quien dedica varios escritos y cuya complicidad fue determinante para entrar en contacto con Jorge Herralde, sobre quien volveré, cuya relación cordial refiere Chirbes en “El escritor y el editor” (2010: 273-292).

Ante todo, sus textos nos ofrecen su perplejidad ante el mundo. En ellos subyace un rotundo valedor de la literatura responsable y activa que, bajo el signo del realismo, él mismo practica: “Cada época provoca su propia injusticia y necesita su propia investigación, su propia acta” (2002: 35). En efecto: Chirbes observa, escucha, interviene con voluntad de conocimiento, crea y nos entrega su visión del mundo con personajes que son opciones morales y portadores de los estigmas de un tiempo, el nuestro, de sus inquietudes estéticas, sociales, artísticas y humanas, mas también de sus fracasos.

La mirada del artista es premisa basilar en sus ensayos. En este sentido, del retrato de Dyer que pintó Bacon, escrutado en detalle por Chirbes, su análisis nos regala uno de sus autorizados comentarios: “Todo pintor, todo artista busca un camino u otro, y esa elección y no otra es su forma de respuesta a los problemas que el arte plantea en cada momento, que no son problemas sólo de técnica, sino de espacio mental, moral” (2002: 53). En este territorio de la mirada, un texto clave es “El punto de vista” (2002: 69-90), donde Chirbes liga al placer estético la percepción de alguna parcela de la realidad desde un lugar nuevo. Según él, precisamente el problema del novelista es encontrar ese lugar desde el cual organizar y comprender mejor la infinita variedad que la vida propone. Por ello, afirma, del intercambio de puntos de vista la narrativa extrae “su carácter de experiencia a la vez pedagógica y ética” (2010: 26).

De igual modo, y abundantemente, reflexiona sobre sus principios constructivos: cómo surge, con quién dialoga, qué equilibrios mantiene con sus contemporáneos y con la tradición, a favor de quiénes y en contra de qué habla Chirbes. También escribe sobre aquellos que legitiman el canon y considera buenas novelas las que “nos enseñan a mirar, surgen de releer y actualizar el género; de ponerlo en cuestión” (2010: 190). Para Chirbes, no cabe la inocencia narrativa y toda novela “tiene la obligación de llevar incorporado el saber novelesco y la reflexión en torno a ese saber de cuantas la han precedido” (2002: 79). Estas son un enorme almacén de materiales con el que un novelista puede abastecer su taller, e incluso “los maestros literarios hay que buscarlos fuera del género en muchas ocasiones” (2010: 205); él mismo cita a Lucrecio, Marx y Fernando de Rojas, y a las voces previamente apuntadas añade otras básicas en su concepción de la novela: Balzac, Flaubert, Dostoievski, Tolstói, Pilniak, Mailer, Updike o Roth.

Por otra parte, también examina el desplazamiento de la novela por otros medios y así la polémica acerca de la vida o la muerte de la novela, que Chirbes minoriza al considerar que será diagnosticable sólo en la medida en que mantenga o no el pacto con la sociedad o con los sectores sociales cuya sensibilidad nutre (2002: 17). En sus textos reactiva su radical defensa del contexto histórico y su postura contraria a los formalismos —botón de muestra es la opinión vertida sobre los cosmopolitas orteguianos y su rechazo al realismo (2010: 120)—. Sin la vinculación dentro-fuera, escribe, “la literatura me parecería un soberbio aburrimiento” (2002: 83). Para Chirbes, “una obra no puede trabajar con certezas, ser una consigna: el lenguaje literario acaba reflejando las tensiones de su tiempo utilizando caminos que ni el propio autor imagina” (2010: 22). En la novela, pues, se entremezclan lo público y lo privado, “una forma de respuesta a esa pregunta que el escritor lleva consigo de manera permanente” (2002: 89). De ahí que su narrativa se asiente en el entorno de un intelectual que, como fabulador, le interesa lo que ocurre fuera del libro e interviene, por ejemplo, contra la crisis moral de la sociedad española reciente en la epatante novela En la Orilla (2013), muestra sin par de las posibilidades del realismo en nuestros días. Como hace con Benjamin respecto de la memoria, disemina la presencia de Galdós o de Aub en muchos textos para plantear las complejas relaciones entre verdad y mentira, ficción y realidad; para valorar el juego de perspectivas y los límites entre novela, biografía e historia; o bien para exigir la reparación de una injusticia.

Su paradigmático interés por la memoria es el eje sobre el que pivota su narrativa y tantos de estos ensayos; una memoria que, también entendida como ajuste de cuentas con el presente, incluso relaciona con la lengua en que uno escribe (“De lugares y lenguas”, 2002: 117-136). Fundamental es su voz con relación a la dictadura franquista y también a “esa larga traición llamada transición” (2002: 119), que, insiste en ello, “no fue un pacto sino la aplicación de una nueva estrategia en esa guerra de dominio de los menos sobre los más” (2002: 109). Chirbes se considera heredero de la derrota, tras la voluntaria excavación que lo llevó a aquel tiempo de herencia silenciada y complementó su formación sentimental y política en una España de lucha esperanzada que pasó al “desencanto”, al “pasotismo”, de la gran ilusión a la ocasión, al pelotazo.

Lo expuesto hasta aquí configura un articulado universo temático en su primer libro. Como antes he mencionado, ya el índice del segundo, Por cuenta propia, explicita los apartados comentados y el escritor nuevamente enfrenta cuestiones que le importan. Así, bajo la etiqueta “Maestros” reúne cuatro dilatadas contribuciones: sobre La Celestina, que tanto admira porque instauró la veta realista de la narrativa española y convirtió la lectura en un “ejercicio de sospecha” (2010: 47); la novela de guerra y su relación con la verdad en Svevo, Céline, Mann, Dos Passos, Musil, Barbusse, Graves, Remarque, Kraus o Hemingway; una tercera sobre el significado de Cervantes para un lector de hoy:

La voluntad de desafío del novelista que sabe que se salva o condena en su propia literatura; y que su moral se expresa en la propia organización del texto, y no en un discurso que pide prestado al exterior, es la mejor lección que creo que puede extraer el novelista contemporáneo de la literatura de Cervantes (2010: 111).

Aparte esa escritura que es forma de conocimiento del novelista, también de Cervantes aprecia la presencia de un mundo conflictivo en donde no caben discursos unívocos. Si con él habla de “gran literatura”, no es de extrañar que, en la tradición generosa del autor del Quijote, en otro escrito reivindique a Galdós, explore su rechazo y manifieste su interés por el juego de perspectivas.

Después, renovando aspectos abordados en El novelista perplejo, en el segundo apartado (“Contemporáneos”) explora Los Cuadernos de todo, de Carmen Martín Gaite; recoge su epílogo a la edición alemana de Gran Sol, de Ignacio Aldecoa; visita un territorio que le es propio: la gastronomía, que relaciona con la memoria, y lo hace de la mano de quien considera un maestro: Vázquez Montalbán; también comenta Ahora tocad música de baile (2004) de Andrés Barba, cuya mirada lo atrapó por ser una reflexión acerca de la realidad que obliga a mirar a partir de seres que viven “en un mundo abandonado por los dioses” (2010: 193). Seguidamente, retoma la vigencia de la novela, hoy libre de ataduras: al no cumplir ya función informativa ni decoradora, el novelista puede “trabajar hacia dentro con más libertad” (2010: 200). Frente al modelo ideológico mitigador del papel de ciudadano, considera todavía vigorosa la capacidad de resistencia y la ejemplifica tras su lectura de Roth, Swift, La Capria, Pombo o Sánchez Ostiz. En esta línea, al detenerse en el novelista en el siglo XXI y el estatus de la novela (“cada vez más, un asunto de estricta vida privada”, 2010: 206), el escritor se muestra molesto por la complicidad que la narrativa contemporánea establece con el lector advirtiéndole que está ante una novela, género que “se ahoga en un exceso de aptitudes: agoniza por una sobredosis de inteligencia” (2010: 212).

En “Memorias y maniobras”, Chirbes comienza desgranando la apropiación de la figura de Max Aub, olvidada incluso mientras los suyos, los socialistas, gobernaron en España. Prosigue con el “Principio de Arquímedes” de la literatura, “según el cual la presencia de un nuevo elemento en un espacio desaloja a otro” (2002: 103), lo cual muestra reivindicando el lugar de los exiliados, ocupado tras la contienda. En el extenso “De qué memoria hablamos”, afirma que “la memoria histórica pone las bases de un método de justicia” (2010: 227) y, como ya apuntaba en El novelista perplejo, insiste en que ello pasa por integrar a los testigos y alzarse frente al relato dominante.

En su vuelta a la transición, critica con dureza la formación de la España posfranquista, señala cómo se construyeron otros relatos, se canonizó el concepto de “moderación”, se aceptó la derrota, se pasó de la resistencia a la abundancia y supuso “un segundo saqueo de la memoria de los vencidos” (2010: 247). Así, en “Una nueva legitimidad”, considera retórico e interesado el setenta aniversario de la proclamación de la Segunda República celebrado en 2001. Como en la llamada literatura de la memoria, que ve una moda, considera el neorrepublicanismo una de sus variantes. La sensación “pegajosa” que por entonces lo invitó a alejarse de homenajes, la siente ante otros asuntos de actualidad que le importan como la “cuestión gay” (2010: 253), si bien desconfía de su resolución por la complaciente invocación a la normalidad y porque intuye “que encierra un mensaje artificial, forzado” (2010: 253). Concluye el apartado con una nota sobre la literatura en Europa, donde Chirbes advierte la existencia de quienes hoy se empeñan en pasar de la retórica a la verdad (como es su caso). Por último, en “Cuestiones domésticas” publica el breve texto titulado “Trabajo”, donde afirma que “una casa y un libro son expresiones de la sorprendente dureza interior que guarda ese frágil animal humano al que cualquier accidente tumba” (2010: 294). Además, incorpora un magistral texto, antes referido, sobre su vínculo con Herralde.

¿Qué supone editar en Anagrama, sello de calidad en el campo cultural, del que Chirbes se nutre con frecuencia, como evidencian los textos que lee? Sus novelas y ensayos forman parte de esa novela-río que, según Herralde, es el catálogo de Anagrama, editorial que, frente a las obras de consolación, fomenta obras de provocación, como señalara Giulio Einaudi de los editores culturales (Cesari, 2007: 6). Es más, Herralde se define por la “política de autor”: seguirlo, publicarlo todo, como hace con Chirbes, favoreciendo incluso su traducción por editores foráneos.

A Chirbes, valga apuntarlo, el novelista que lo atrapa “no busca consolar, sino descifrar” (2010: 19), no debe pelear con colegas sino únicamente con su propia obra, en pro de su calidad. Anagrama encaja bien con su postura, ya que entre los propósitos de la editorial está “la exploración en torno a los debates políticos, morales y culturales más significativos de nuestro tiempo, con cierta predilección por aquellas incursiones más arriesgadas y polémicas” (Herralde, 2009: 8). Coincide también con su editor al considerar la novela de hoy “una esclava más del promiscuo harén de […] los grandes grupos mediáticos”, caracterizados por su disposición “no sólo de las factorías de producción artística, sino también de los santuarios de su canonización: detentan los códigos del gusto” (2002: 18-19). Responsable de parte de la reciente historia de la narrativa en español, de Anagrama proceden autores a los que Chirbes vuelve: Carmen Martín Gaite, Álvaro Pombo o Félix de Azúa. Lector voraz, Chirbes reconoce la conveniencia de que todo escritor “emparente su obra con ciertos autores y ciertos libros cuya compañía a veces honra y a veces sólo justifica” (2002: 111). Con relación a tal linaje, afirma: “En cualquier arte, cada nuevo artista busca a sus antecesores y los pone en contacto entre sí” (2002: 63).

Actualmente, Chirbes se sitúa con ventaja en el campo literario, donde ocupa un lugar privilegiado y su voz se inscribe con positiva sanción crítica en la historia literaria[1]. Además, Chirbes dialoga bien con posturas críticas coetáneas, como las de Constantino Bértolo (2008) o Marta Sanz (2014), autora a quien Chirbes prologa su nueva versión de La lección de anatomía (2014), que admira como ejemplar literatura de intervención y gozosa representación de vida. Así, respetado por la crítica y el público lector, no solamente en España, Chirbes es de igual modo figura señera para escritores afines como Alfons Cervera, Luis García Montero, Moisés Pascual, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón.

En suma, en su taller particular, reconocido por las instancias de mediación y de legitimación del campo cultural, leído y ajeno a los brillos mediáticos, Chirbes adopta una posición de defensa ante las ofensas de la vida. Más cerca del rencor que de la emoción que la literatura despierta, en sus ensayos, como he tratado de sintetizar, exhibe su perplejidad sin expresiones alambicadas, vivifica a sus fantasmas y desmenuza cuanto le preocupa, regresando a los temas que he expuesto con una solvente visión cívica y combativa. Sus miradas, los que él llama “escritos”, en su conjunto posibilitan el acceso al taller de la que Herralde (2006: 77) define “la voz de la verdad”: “una voz que pregunta y se interroga, que celebra y se indigna, que gusta de ir (o tiene que ir) a la raíz de las cosas, duela lo que duela […] sabueso inevitable a la caza de la verdad”.

 

BIBLIOGRAFÍA

Bértolo, Constantino (2008). La cena de los notables. Cáceres: Periférica.

Cesari, Severino (2007). Colloquio con Giulio Einaudi. Torino: Einaudi

Chirbes, Rafael (2002). El novelista perplejo. Barcelona: Anagrama.

----- (2010). Por cuenta propia. Leer y escribir. Barcelona: Anagrama.

Herralde, Jorge (2006). “Rafael Chirbes: la voz de la verdad”, en Por orden alfabético. Escritores, editores, amigos. Barcelona: Anagrama, pp. 77-85.

----- (2009). Biblioteca Anagrama. 40 años de labor editorial. Barcelona: Anagrama.

López de Abiada, José Manuel (2011). “Entrevista a Rafael Chirbes”, en López Bernasocchi, Augusta; López de Abiada, José Manuel (eds.). La constancia de un testigo. Ensayos sobre Rafael Chirbes. Madrid: Verbum, pp. 12-20.

Sanz, Marta (2014). No tan incendiario. Cáceres: Periférica.

----- (2014). La lección de anatomía. Prólogo de Rafael Chirbes. Barcelona: Anagrama.

Vara, Natalia (2014). “Narrativa 2013: iluminaciones para un tiempo de crisis”, Ínsula, 808, abril de 2014, pp. 2-5.



[1] En abril de 2014, por ejemplo, el almanaque de Ínsula dedicado a la narrativa de 2013 se abría con En la orilla bajo un revelador título: “Iluminaciones para un tiempo de crisis” (Vara, 2014). Considerada la mejor novela del año, obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, que Chirbes añadía así al conseguido con la anterior: Crematorio (2007).

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lluch Prats

29 de abril de 2019

Había un pájaro moribundo en mitad de la rue Gasnier-Guy.

Agonizaba ante la total indiferencia de los transeúntes del distrito 20 de París. Movía su cuello espirando sus últimos suspiros, pero aún se agarraba a la vida. Yo hablaba por teléfono con un amigo cuando lo vi tirado en esa calle cercana al cementerio del Père-Lachaise.

Recogí un panfleto publicitario del suelo para envolverlo y lo transporté hasta un rincón de la calle donde unas plantas pujaban salvajes desafiando al asfalto urbano.

El pájaro dejó de moverse. Tuve la impresión de que amortajado en el panfleto publicitario se sintió preparado para entregarse y morir.

Un hombre de unos cuarenta años se despierta en un barco que está fondeado en mitad de un lago. Su cuerpo está cubierto de heridas y se ha golpeado fuertemente la cabeza. No recuerda quién es ni qué es lo que hace allí en medio de ese lago. Al mirarse en el pequeño espejo del cuarto de baño del barco comprueba que su pelo está encanecido.

El lago está situado dentro de una isla. En su primera incursión en busca de víveres, el hombre encuentra un gato abandonado. El pequeño felino se convierte en su único compañero. Se vale de un flotador para transportar al animal y los víveres hasta el barco.

Esta noche he vuelto a soñar con mi perro. He soñado que lo abrazaba y que él se dejaba acariciar. Luego me he puesto a escribir.

Mañana es lunes y pasaré gran parte del día en el liceo. Este año doy menos horas de clase. Sigo en el mismo prestigioso colegio del distrito 16. Mis alumnos tienen entre catorce y dieciséis años.

Aún estoy adaptándome al ritmo del nuevo horario. No llevo ni una semana de trabajo y ya he pasado dos noches muy malas, con mucha ansiedad.

El hombre del lago se cura sus heridas y da de comer al gato. De vez en cuando, unos terribles aullidos sacuden el silencio del lago. Se trata de los invasores de la isla. Unos terribles seres que tienen un miedo cerval al agua y que, además, no saben nadar.

Se mira en el espejo. No le gusta su rostro. El gato ronronea y le mira fijamente con sus ojos verdes. En el camarote del barco, entre unas cartas de navegación, encuentra una foto. En ella aparecen cuatro personas. Es una foto familiar. El padre es un hombre grande y calvo que sonríe confiado y orgulloso. La mujer es bastante más joven. Es guapa, tiene los ojos azules y el pelo castaño. La hija no es tan guapa como su madre, pero tiene una sonrisa enigmática, inteligente. Por último, el niño pequeño tiene la mirada perdida y el rostro muy pálido.

El hombre del lago ignora cuál es su lengua materna. Entiende las cartas de navegación y los libros que ha encontrado en el barco, pero no está seguro de que sea la única lengua que conoce. Decide buscar papel y lápiz para realizar un experimento. Lo primero que hace es dibujar el rostro de un hombre calvo que tiene la cabeza seccionada del cuerpo. El dibujo es de una crudeza y precisión sorprendentes. El hombre calvo es el mismo que el de la fotografía que encontró entre las cartas de navegación. Este hombre era el dueño de la embarcación. Los seres le decapitaron para luego devorar su cuerpo. Los seres no se comen las cabezas de sus víctimas, son un trofeo para ellos. Las coleccionan y las almacenan después de embalsamarlas. No es el único ritual sangriento que celebran. Organizan bacanales nocturnas para aparearse y al final sacrifican al varón más débil. Las hembras más ancianas son las que dirigen la comunidad y pueden parir hasta edades muy avanzadas. La esperanza de vida de los seres no supera los treinta años. La sacerdotisa suprema se llama Medurta, tiene veintinueve años y ya ha dado a luz a más de cien seres. Tiene una única obsesión: acabar con el último humano superviviente de la isla.

Las voces de los vecinos me molestan. Me acabo de quemar la lengua con el café descafeinado. Es domingo. A veces tengo la sensación de estar viviendo una vida que no es la mía.

Vivo enfrente de una estación y de una residencia de bomberos. Son muy ruidosos. Cuando se entrenan en el gimnasio ponen la música a tope. Organizan barbacoas e interminables partidas de petanca todos los sábados y sus niños son unos gritones.

De pequeño, cuando vivía en Estados Unidos, los bomberos eran mis ídolos. Ahora no puedo decir lo mismo, por lo menos de los que tengo el placer de ver a diario. Son gente con un nefasto gusto musical.

Los pequeños seres se han reunido alrededor de una hoguera. El hombre los observa desde el barco con unos prismáticos. Los ve bailar al son de un tambor. En un determinado momento, el tambor deja de sonar y tras un breve silencio todos los seres se entregan a la copulación. El hombre del lago no pierde detalle, el espectáculo que presencia es indescriptible. Estos seres se aparean con enorme violencia y velocidad. Una vez terminado el ritual de apareamiento, los tambores vuelven a sonar durante unos minutos. Los seres apagan la hoguera y se adentran en el bosque para dormir. Medurta, la sacerdotisa suprema, es la última en retirarse del lugar donde han celebrado el ritual. Los cuerpos inertes de los machos más débiles han quedado calcinados sobre los restos humeantes de la hoguera. El olor a carne quemada llega hasta el barco.

El jueves pasado tenía preparada una apasionante comprensión oral sobre la tauromaquia, pero el ordenador del aula 48 no quiso ponerse en marcha. Varios alumnos llegaron tarde porque habían tenido un control de Física. Era la última hora de clase del día. Había olvidado unos ejercicios de gramática en mi casillero de la sala de profesores.

Ante mí tenía a treinta adolescentes agotados y excitados a partes iguales. No sé de dónde me vino la idea de hablarles de mi colegio y de mi adolescencia. Empecé hablando lentamente, pronunciando cada palabra, pero los alumnos me pidieron que les hablara de manera natural y así lo hice. Comencé describiéndoles el colegio y, desde el primer momento, ellos me escucharon. Por primera vez tenía su más sincera y genuina atención. Les hablé de esa profesora a la que una vez hice llorar y que, pasado el tiempo, comprendí que era la única que se preocupó por mí cuando lo empecé a pasar mal y a meterme en problemas. Les dije que cuando eres un adolescente no siempre aprecias lo que los demás hacen por ti. Cuando eres un adolescente no tienes esa capacidad, yo al menos no la tenía. Algunos de mis alumnos me miraban con la boca abierta, otros sonreían complacidos, otros se mostraban indiferentes, pero todos ellos permanecieron en silencio.

Les hablé también de mi profesor preferido. Yo tenía once años y cursaba el sexto curso de la extinta EGB. En mi colegio, la mayor parte de los profesores de inglés eran británicos o irlandeses. Mister Renton fue uno de los pocos profesores norteamericanos que tuvimos. Mister Renton era diferente. Llevaba el pelo largo, tenía cierto aire hippy. No seguía los manuales ni los preceptos del departamento de inglés. En sus clases jugábamos a «Simon Says» y también cantábamos canciones como Old Blue, una canción folk que comenzaba así: «I had a dog and his name was blue». Trajo a clase una guitarra para cantar esa canción. Dibujaba tan bien que era alucinante verle llenar el encerado de personajes de todo tipo.

Recuerdo vivamente un dibujo suyo sobre el mundo del circo. La pizarra tomó vida ante nuestros maravillados ojos. Con increíble detalle dibujó hombres forzudos, acróbatas, payasos y varios tipos de animales. Yo era muy feliz en sus clases.

Nunca hablé cara a cara con él. Tampoco tuve la sensación de que me diferenciara o de que me tratara de manera distinta que al resto de mis compañeros. Ignoro si mis compañeros le admiraban tanto como yo.

Un día, sin previo aviso, Mister Renton no vino a clase. Otro profesor o profesora le sustituyó y nunca le volvimos a ver.

Unos años después, una profesora irlandesa del colegio murió en un tren de manera súbita y misteriosa. El nombre de Mister Renton volvió a resonar en el comedor del colegio. Alguien nos dijo que esta profesora había tenido un romance con Mister Renton cuando este aún daba clases en el colegio.

Yo no soy como Mister Renton. No sé cantar ni tocar la guitarra y mis dibujos distan mucho de aquellos con los que iluminaba el encerado y la imaginación de todos nosotros. Sin embargo, al igual que él, me he convertido en profesor de una lengua extranjera en un país extranjero.

 

El hombre del lago habla todas las noches con su gato. Es un animal hermoso y tiene una penetrante mirada. Para dormir, el animal se enrosca sobre sí mismo y se pega contra su espalda. Al hombre no le molesta esta proximidad, todo lo contrario. Le hace falta sentir un ser vivo cerca. El silencio dentro del barco es reparador; por momentos, hasta olvida que todos esos seres le acechan en tierra firme.

Se levanta en mitad de la noche y toma una decisión. Intentará escapar al amanecer. No puede quedarse en mitad del lago por más tiempo, apenas le quedan víveres ni agua potable. No sabe qué hacer con el gato. Si lo deja en el barco, morirá de hambre, y si lo lleva consigo, será una presa fácil para los pequeños monstruos.

Considera el riesgo de encender el motor de la embarcación para ganar la orilla con mayor rapidez. Se dice que quizá pueda sorprender a las pequeñas bestias. El gato tendrá su oportunidad para sobrevivir. Sin embargo, una vez en la orilla no podrá ocuparse de él ni protegerlo. Espera con paciencia las horas que le separan del amanecer.

El barco se detiene en la orilla. El hombre gana tierra firme de un salto, el gato le imita y hace lo mismo. No hay rastro de los pequeños seres. Se adentran en el bosque que circunda el lago. Ambos llegan hasta el pueblo abandonado por los humanos. Los seres siguen sin aparecer. Salen del pueblo en dirección de la costa.

A lo lejos, a unos cien metros, se divisa un pequeño puerto. Atracada en el puerto hay una lancha motora que parece estar en buen estado.

Entonces el aterrador rugido sacude el silencio de la isla. Detrás de ellos, a menos de cincuenta metros, los horrorosos seres capitaneados por Medurta, la jefa de la tribu. El gato sale disparado en dirección al puerto. El hombre se queda paralizado. Un escalofrío recorre su cuerpo. Ha recuperado la memoria.

Antes de morir devorado por los seres acierta a decir la siguiente frase en inglés, su lengua materna: “My name is Mister Renton”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Diego Pita

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