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Configurar sentido descendente

Sobre Cesare Pavese y sus Diálogos con Leucó[1]

En 2008 habría cumplido sus cien años. Pero su cuenta se quebró a los cuarenta y dos, en 1950, al suicidarse en aquella habitación de un céntrico hotel en Turín. Ahora se le ha recordado —como hacemos en Madrid— en muchos lugares y en variados coloquios y reseñas, a la vez que se reeditan puntualmente muchos de sus libros, en español, francés, italiano, y otras lenguas, aprovechando la ocasión de este centenario. Las frecuentes conmemoraciones de estos aniversarios suelen siempre acarrear rituales elogiosos y nostalgias académicas impostadas, y despiertan discursos y glosas de retóricas más o menos académicas y oportunistas. No obstante, pueden servir de pretexto, o de invitación, para volver a leer y comentar desde nuestra circunstancia presente aquellos textos que nos atrajeron y conmovieron por su singular acento hace ya muchos años, y, de paso, meditar y reflexionar sobre su pervivencia actual, descubriendo matices nuevos en los bien conocidos textos. Algo que sucede habitualmente con los textos clásicos, pero también con otros que, por su propia textura poética, diría uno que conservan sugerencias múltiples. Hay textos que apenas envejecen, o que envejecen bien, como los vinos, y sostienen bien el paso del tiempo, o rejuvenecen a la luz de otra mirada.

En mi caso, y supongo que lo mismo les pasará a otros coetáneos, las lecturas de algunos libros de Pavese me suscitan la memoria de las de los primeros encuentros con sus textos, unos cuarenta años atrás. Prescindiré ahora, sin embargo, de todo intento de evocar con nostalgia aquellos años en que en un Madrid tardofranquista y soñoliento comentaba con compañeros de la Facultad lecturas de Pavese, mientras veíamos alguna película del cine italiano neorrealista, en la atmósfera brumosa de un existencialismo de provincias. ¡Qué atrás se ha quedado esa época que ahora veo alguna vez retratada con poco color, en sepia o en blanco y negro! Tampoco quisiera insistir en la evocación melancólica de la silueta personal de Pavese ni en su conocido contexto biográfico, sino que solo pretendo, al socaire de las fechas, comentar la originalidad y el atractivo de una de sus obras: ese extraño libro titulado Diálogos con Leucó, que fue, según él escribió, su preferido, en contra de la opinión de la mayoría de los críticos contemporáneos. Justamente el libro que, de modo muy significativo, quedó en la mesilla de noche del hotel el día de su suicidio junto a la nota final de despedida: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Va bien? No hagáis demasiados chismorreos» [Pavese 1979: 467].

De antemano, debo decir que, de la amplia obra pavesiana, a mí siempre me atrajeron más sus poemas (e incluso los títulos de sus libros de poesía, como Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) que sus novelas (cuyos títulos son a veces no menos poéticos). Pero, sobre todo, debo alegar que, como a muchos de sus lectores, me impresionaron —por su sinceridad el uno, por su vigor poético el otro—, en la primera y en otras lecturas, sus diarios de los últimos años: El oficio de vivir, y Diálogos con Leucó. (No sé si es necesario advertir que, como es notorio, no soy un crítico de la literatura italiana reciente, ni siquiera un experto en el conjunto de la obra de Pavese; soy solo un lector fiel y añejo de sus obras. Pero, por otra parte, aprovecharé mi oficio de aficionado a los mitos antiguos y a las recreaciones y reflexiones sobre la mitología, para comentar, desde ese ángulo, sugerencias y rasgos propios de Diálogos con Leucó. De ahí el modesto enfoque y el breve alcance de estas líneas.)

El título de Diálogos con Leucó se le ocurrió a Pavese cuando ya había avanzado en la redacción de esos «diálogos breves» (según una carta del 20 de febrero de 1946). De la breve serie de diálogos mitológicos el más antiguo, titulado «Las magas», lo escribió el 13 de diciembre de 1945, y el más tardío, «Los hombres», el 31 de marzo de 1947. El mismo 20 de febrero redactó el prólogo o «Prefación a los dialoguillos», un texto muy bien meditado, presente también en El oficio de vivir y que conviene leer con detenimiento para entender su empeño;[2] en efecto, esas líneas ilustran muy bien la actitud de Pavese al recurrir a esa mitología. Que en el mito se vea un lenguaje sui generis, un instrumento singular para expresar simbólicamente una realidad, o una percepción colectiva —y a la vez de uso muy personal— de una realidad que no puede presentarse de otro modo, es decir, que está más allá de los moldes expresivos de la lógica, no es una idea original. Ya los pensadores y poetas alemanes del siglo xviii habían abundado en esa autonomía expresiva del mito como un código propio con su propia poética y su trascendencia en el ámbito imaginario, y, desde luego, por sus lecturas Pavese conocía muy bien todas esas teorías simbolistas.

Furio Jesi, temprano y perspicaz comentarista de esos textos, ya lo había detectado, notando cómo la visión pavesiana enlaza con ese idealismo simbolista, y se aparta tanto de la interpretación funcionalista de Malinowski como de la anterior teoría ilustrada, evolucionista, de Sir James Frazer:

Es significativo que Pavese, por lo que respecta al valor simbólico del mito, rechace la teoría de un sentido «empírico», como decía Malinowski, para aceptar más bien, —aunque no de un modo ortodoxo— la de Kerényi, es decir, la que parece derivar no de una indagación puramente etnológica, sino de las especulaciones sobre el símbolo con acentos diversos en el ambiente de la poesía germánica, pero más en conexión con la teoría de Goethe que con la de los románticos [Jesi 1972: 146].[3]

Con su pregnancia imaginativa, el mito servía para calmar mejor esa inquietud inextinguible a la que hace alusión; el mito tiene una contenida riqueza y alude a realidades que no alcanza la lógica habitual. Como Pavese dice en otro lugar: «Un mito es siempre simbólico, por esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive de una vida encapsulada que, según el lugar y el humor que lo rodea, puede estallar en las más diversas y múltiples florescencias».[4]

Pavese conocía varias mitologías, no solo antiguas, sino también de tierras lejanas, como lector y editor de libros de antropología en la editorial Einaudi, y por eso resulta mucho más interesante su declaración y su reflexión de que solo la de los antiguos griegos, la más conocida por los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones. En principio, porque sus mitos estaban ligados a una educación, y también porque la riqueza de esa mitología, transmitida por una larga literatura, recreada poéticamente a lo largo de siglos, resulta incomparable, y revela una curiosa y singular «madurez mítica», ligada a su tradición en un marco histórico y espiritual de extenso horizonte. Insiste en ello:

La fascinación de los mitos griegos nace del hecho de que posiciones inicialmente mágicas, totémicas, matriarcales, fueron —por la elaboración ágil del pensamiento consciente sobrevenida en los siglos x-viii a. C.— objeto de nuevas y profundas interpretaciones, de contaminaciones, de injertos —todo ello presidido por la razón—, y de este modo llegaron a nosotros con la riqueza de toda esa claridad y tensión espiritual, aunque también abigarradas de antiguos sentidos simbólicos ajenos [Pavese 1979: 304].

Los mitos conservan una fuerza poética propia, singular, que puede ser invocada o resucitada por un buen intérprete. De ahí su potencial literario; y también su alcance especulativo.

Debes guardarte —sigue diciendo— de confundir el mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se están haciendo; precede a la expresión que se le da; no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido distinto a la forma (aunque de una forma por sumaria que sea no se puede prescindir jamás); y esto lo prueba el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese en palabras, con signos, o con música. El mito es, en suma, una norma de un hecho ocurrido de una vez por todas, y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso se produce siempre en los orígenes, como en la infancia. Está fuera del tiempo [Pavese 1979: 305].

No vamos a detenernos ahora en comentar el trasfondo de estas ideas. Sería fácil conectarlas con textos de Karl Kerényi, C. G. Jung, Joseph Campbell o Mircea Eliade, por ejemplo. Más interesante ahora es subrayar esa conciencia de que los mitos en toda cultura —y muy claramente en nuestra cultura occidental— circulan a lo largo de la tradición como una herencia colectiva, están arraigados en un imaginario que, aun desligado de su función religiosa, se trasmite en la literatura y en el arte, desde los griegos. La tradición reelabora esos mitos en variados formatos y los usa para reflexiones y recreaciones varias. Es lo que Hans Blumenberg ha denominado «trabajo sobre el mito». En su espléndido libro Arbeit zum Mythos H. Blumenberg insistió en la «significatividad» que, en un principio, los mitos aportan a la interpretación humana del mundo.

Desde luego, Pavese no pudo conocer ese libro [Blumenberg 1979], pero habría estado muy de acuerdo con sus tesis sobre la «constancia icónica» de esos relatos que son una y otra vez recontados y reinterpretados. Y que, de modo ingenuo o irónico, vienen a calmar esa inquietud ante la realidad cósmica inventando un trasfondo de figuras fantasmales. Pavese, no solo poeta y novelista, sino ensayista y editor, un intelectual comprometido, conocía varias mitologías, pero era muy consciente de que solo la de los griegos, al menos para los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones.

Como ya se ha dicho, los mitos pueden presentarse en formas literarias diversas, y eso sucede ya en la antigua literatura helénica. Tanto la épica como la lírica y la tragedia griegas relatan cada una a su manera los mitos del repertorio tradicional. Y el diálogo puede también servir para ese fin, aunque no sea una de las maneras más usuales y espontáneas para contar ingenuamente los mitos. Elegir ese formato de los diálogos breves —que no apuntan a la mera narración, sino que colorean dramática o irónicamente el texto, con un toque de subjetividad al poner la narración en boca de determinados caracteres—, es seguir un cierto modelo literario. En la tradición griega el de los diálogos de Luciano; en la italiana, los de Leopardi.[5] (En contraste con los opúsculos del satírico de Samósata, en los de Pavese, que no pretende caricaturizar a los dioses y héroes, no hay tono burlón ni rasgos cómicos, pero sí una inevitable ironía poética, de tintes melancólicos. En esa línea está, desde luego, próximo a Leopardi. La elección de ese formato, de forma muy consciente, subraya esa intención irónica.)[6]

Como se espera, la forma del diálogo breve tiende a rememorar los mitos desde miradas subjetivas. No se trata de resumir los relatos míticos, sino de aludir a ellos y rastrear en ellos sus rasgos inquietantes o notas enigmáticas. Es muy significativo de su idea el hecho de que Pavese anteponga a cada texto unas líneas que resumen de manera previa la escena y cuentan quiénes son los actores del breve encuentro, para situar al lector, que podría desconocer o no recordar ese contexto, por más que los mitos sean conocidos. Digamos que, aunque los personajes sean conocidos, no suelen ser de los más habituales en los tablados de la mitología. Al sesgo de su evocación de los textos clásicos, los encuentros y diálogos abren una perspectiva propia, insinuando aspectos y cuestiones que nos hacen reflexionar sobre la condición infeliz de hombres y dioses, con un toque existencialista y subversivo, de acentos ácidos e irónicos, ecos de su propia inquietud.

Como señala Lorenzo Mondo, bajo la superficie mitológica se desliza una inagotable inquietud:

El sentido último de estos Diálogos parece resolverse en una contrastada inquietud religiosa, en una anámnesis torturante y recurrente. Conviene de todos modos subrayar su complejidad, su carácter irreductible a una lectura unívoca. Es un libro de fugas y retornos, de ocultamientos y de emergencias. Presenta una arquitectura ambiciosa que a cada paso se desmonta, se abre a representaciones y argumentaciones divergentes, en un continuum que refleja el fluir de una conciencia indecisa [Mondo 2006: 152].

Los Diálogos son un texto de difícil lectura, de un oscuro simbolismo, que puede desconcertar a más de un lector, como de hecho sucedió en su tiempo;[7] un texto que pareció extravagante e inconfortable a los críticos y a los filólogos, con la honrosa excepción del clasicista Mario Untersteiner, uno de los grandes estudiosos del pensamiento griego y un intelectual de singular sensibilidad e inteligencia, que desde muy pronto comprendió todo el alcance poético y la originalidad de la obra. El desconcierto que produjo el libro en la crítica contemporánea lastimó, sin duda, a Pavese, que había puesto en esos Diálogos mucho de su sentir y pensar más íntimo. Pero él quiso asumir esa decepción con un cierto orgullo, y con irónica alegría.[8]

¿Por qué el título de Diálogos con Leucó? En principio, podríamos ver en él una alusión al nombre de su amada de esos años: Bianca Garufi. Pero, además, Leucó es diminutivo de Leucótea, «la Diosa blanca», una figura mítica de discreto relieve en el repertorio antiguo, divinidad menor, pintoresca y marina, muy al margen de los grandes dioses del Olimpo.[9] Ino Leucótea tiene solo una aparición relevante en la literatura griega. Aparece en la Odisea, canto v, versos 333 y siguientes, para auxiliar a Ulises, zarandeado en su balsa por una furiosa tempestad enviada por su enemigo Poseidón. Surge del mar como una gaviota y le habla y le da un velo mágico con el cual el héroe debe arrojarse al borrascoso mar, y sobrevivir hasta llegar náufrago a Feacia. De los veintisiete diálogos del libro de Pavese, solo aparece en dos: el primero, el de «Las magas» (donde charla con Circe y se evoca el episodio del encuentro de Ulises con la maga que transforma a sus huéspedes en cerdos y lobos), y, más adelante, el de «La viña» (donde anuncia a Ariadna, abandonada por Teseo, la pronta llegada de Dioniso). La diosa es una confidente marginal de los amoríos de Circe y Ariadna, amantes de héroes aventureros y seductores. Junto a «Las magas» hay en el libro solo otro encuentro inspirado en la Odisea: «La isla», donde dialogan Calipso y Odiseo. (Nuevo tema del abandono y el amor insatisfecho).

De todos modos, recordemos que, siendo el primero de los diálogos, «Las magas», marcó el camino a seguir; fue algo así como un ejemplo para los demás encuentros. Ya en ese texto está el motivo recurrente en tantos otros: la inmortalidad divina se enfrenta a la existencia mortal, y una y otra condición se revelan como insatisfactorias. Los héroes siguen su camino, mientras que las bellas inmortales, tanto Circe como Calipso, se quedan en sus islas abandonadas. Dejándolas atrás los astutos héroes se apresuran hacia un destino que acaba en muerte. Pero la inmortalidad no es tampoco garantía de felicidad. Los héroes pasan, sin que el amor los retenga, y las diosas se quedan solas con el recuerdo de una relación fugaz. No sé si Pavese pensaría también en el extraño destino de Leucótea: una mortal que, en su desesperación, se suicida arrojándose al mar, pero a la que los dioses le conceden, raro privilegio, la condición de diosa en las profundidades marinas. De allí emerge para auxiliar a Ulises. Pavese sentía pasión por la Odisea homérica, y tuvo un tenaz interés en buscarle una nueva versión italiana. Me parece evidente que en esas imágenes de la parlera Leucótea late el recuerdo del pasaje homérico, aunque la gaviota y el velo ahí no se mencionen.

Pavese recurre a los mitos griegos —o, mejor dicho, a figuras y coloquios fingidos entre los personajes del imaginario mítico— para dar expresión a sus propias inquietudes y desasosiegos, como si en esas imágenes y en sus destinos trágicos hallara un medio para expresar de modo enigmático anhelos sin respuesta. Bajo las máscaras de héroes y dioses nos invita a asistir, a través de ese intercambio de reflexiones y recelos,[10] a unos coloquios en un mundo de sombras. Como un pasaporte para ese fantástico teatro de sombras, como un velo de Leucótea para sobrenadar en la tormenta, extrae del viejo repertorio helénico esas figuras míticas, un tanto desconcertantes. No le interesa referir las hazañas prodigiosas de los dioses y los héroes, no evoca con retórica escolar el fulgor de esas fantasías, sino que comenta, a través de esas charlas, despedidas, fracasos, desilusiones, amores sin rumbo, quiebras de la felicidad. Ni la condición divina ni la arrogancia heroica son satisfactorias, y se anhelan en vano una a otra.[11] El destino resulta absurdo e inevitable, y las preguntas se estrellan contra un muro. La selección de personajes y de episodios con final amargo es muy característica. Podríamos recordar, aplicada al juego con los mitos, la frase de Derek Walcott: «Los clásicos consuelan, pero no bastante». Solo queda un furtivo placer, o un ambiguo consuelo, en las palabras, en los razonamientos sobre el pasado y el destino, en el juego con las imágenes de esas figuras fantasmagóricas, marionetas ilustradas del teatrillo de la memoria, marginales al Olimpo de los Felices.

Leucó —en la Odisea— emerge del fondo marino como parlera y blanca gaviota. (Las diosas antiguas gustan de esas metamorfosis en veloces aves.) Le aconseja a Ulises abandonar su almadía, y, tan solo abrigado con su velo, echarse a nadar en el mar embravecido. Ulises, un tanto desconfiado siempre ante las ayudas divinas, obedece al rato, y así llega dos días después a la isla de los feacios. Apenas arriba a la costa, desnudo y náufrago, arroja el héroe de nuevo el velo al mar, como le dijera la diosa marina, y prosigue su complicado regreso. Resulta un estupendo símbolo ese misterioso y mágico velo: un salvavidas prestado por la furtiva diosa metamorfoseada en parlera gaviota, una diosa que antes había sido una mujer de existencia trágica.

Podría decirse que los mitos pueden usarse, como el velo mágico de Leucó, a modo de salvavidas ocasional para náufragos en apuros. En esos breves coloquios puede darse cabida a las emociones y anhelos de nuestra propia condición humana ­—humanas son las figuras de ese repertorio fabuloso. Pero solo por un tiempo; es inevitable tener que devolver el velo más o menos pronto al mar, y enfrentarse de nuevo a la inquietud cotidiana. Para la mayoría de sus lectores de entonces, como ya hemos subrayado, Diálogos con Leucó resultó una obra muy extraña, una extravagancia difícil de aceptar en la trayectoria del novelista y poeta comprometido con la ética y estética del realismo contemporáneo. Podemos explicarnos el rechazo general de la crítica, desconcertada y escandalizada, un rechazo casi unánime. Ante ella Pavese, como ya hemos dicho, se sintió dolido, sorprendido hasta cierto punto ante su incomprensión; aunque luego se jactara, como hemos notado, de cierta alegría ante ese rechazo. Para él era la obra que mejor lo definía, en su complejidad, su inquietud poética y existencial, y por eso escribió —en carta a una amiga y poco antes de su suicidio— que la consideraba su «carta de presentación ante la posteridad» (biglietto di visita presso i posteri). No fue así para la gran mayoría de su público lector.

Debemos, pues, apreciar ese gesto suyo cuando quiso dejar, no por azar, sino con plena consciencia de su sentido, el libro de los coloquios míticos, como un testimonio de sus inquietudes sin respuesta, como una nostalgia hacia el paisaje antiguo, como un paseo entre sombras y fantasmas de otros tiempos, entremezclados los ecos de la infancia y las siluetas de diosas y héroes, con su extrañeza y su cálida y ambigua familiaridad, voces antiguas resonando para expresar angustias y dudas de siempre.

Releer los Diálogos con Leucó, un texto tan ambicioso y mucho menos leído de lo que merece, y a la vez recordar cuánto significaron estos breves dramas para su autor puede ser, aquí y ahora, un buen esfuerzo intelectual a la vez que un cordial y amistoso homenaje al gran escritor. Considero, por otra parte, que es uno de los textos más interesantes de un humanista del siglo xx, uno de los raros «clásicos» europeos del siglo, un magnífico ejemplo de la inagotable capacidad de sugerencias que —más allá de cualquier retórica y de la acartonada erudición clasicista— guardan todavía los antiguos mitos griegos.

 

BIBLIOGRAFÍA

BLUMENBERG, Hans, Arbeit am Mythos, Suhrkamp, Berlín, 1979. En español, Trabajo sobre el mito, trad. de P. Madrigal, Paidós, Barcelona, 2003.

GARCÍA GUAL, Carlos, Introducción a la mitología griega, Alianza, Madrid, 2007.

JESI, Furio, Literatura y mito, Seix Barral, Barcelona, 1972.


MONDO, Lorenzo, Quell’antico ragazzo. Vita di Cesare Pavese, Rizzoli, Milano, 2006.

MUÑIZ MUÑIZ, María de las Nieves, Introduzione a Pavese, Laterza, Bari, 1992.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de L. Justo, Siglo xxi, Buenos Aires, 1965.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1979.

PAVESE, Cesare, Diálogos con Leucó, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1980.

PAVESE, Cesare, La literatura norteamericana y otros ensayos, trad. de E. di Fiore, Bruguera, Madrid, 1987.

 

 



[1] Texto publicado en Cuadernos de filología italiana, 2011, Volumen extraordinario, pp. 177-186, y revisado por su autor para esta edición.

[2] La importancia de estas líneas introductorias se ha subrayado muchas veces. Citaré, como ejemplo: «Con el resto, con los dubitativos y con los detractores se ha puesto a salvo: "De haber sido posible, habríamos prescindido bien a gusto de tanta mitología. Pero estamos convencidos de que el mito es un lenguaje, un medio expresivo, es decir, no es algo arbitrario, sino un vivero de símbolos formado —como todos los lenguajes— por una particular sustancia de significados que ningún otro sistema podría expresar". Esto es, insiste en defender el libro contra los silencios incómodos y contra las incomprensiones, y llega a adoptar un punto de altivez y de menosprecio. Parece imposible que Leucó no se entienda, pero me llena de orgullo: quiere decir que es un segundo Faust. Los Diálogos, tan musicales si los comparamos con El camarada, fue la más querida de sus criaturas, como lo demuestran las reflexiones y los bizarros comentarios que le dedica en el diario a lo largo de todo 1947 […] Este sentimiento no está muy alejado del que experimentan, empero, los fascinados lectores», Muñiz [1992: 167]. (Tr. del tr.)

[3] Es curioso que Pavese prefiriera adherirse a esa interpretación simbolista, vinculada a la época del idealismo alemán, y no a las teorías de autores funcionalistas que él había editado en la serie de estudios sobre mitología que dirigía en la editorial Einaudi. Como si su sensibilidad como poeta se impusiera a la del novelista y editor atento a las corrientes más modernas, más pragmáticas.

[4] Cfr. Pavese [1987: 305-64, 308-9]. He citado esa frase en mi libro Introducción a mitología griega, donde resumo diversas interpretaciones modernas de la mitología, desde los simbolistas románticos a Frazer, a Lévi-Strauss.

[5]Lo señala ya Muñiz [1992:111-113]: «Integrándose en esta tradición (iniciada por Platón y por Luciano), Pavese reordena por completo los objetivos de La terra e la morte para mostrar la otra parte de la moneda: ya no (y no solo) el drama humano proyectado en el mito, sino el mito mismo visto en el doble sentido que he mencionado antes, como proyección del drama humano» […] «Acercando a nuestros días la mitología clásica, Pavese intentaba una operación de "extrañamiento" con la intención de impedir que —por razón de la excesiva familiaridad de los lectores con la versión vulgata— se perdiera la fuerza expresiva, pero después utilizaba la familiaridad que los lectores tenían con los mitos gracias a las lecturas escolares como un arma indispensable para dar a su obra la profundidad y la credibilidad de los recuerdos infantiles, el único mito del hombre moderno». Son excelentes también sus observaciones sobre la dificultad y el atractivo, Muñiz [1992: 129]. (Tr. del tr.)

[6] «Para quien sabe escribir, una forma es siempre algo irresistible. Corre el riesgo de decir tonterías y de decirlas mal, pero la forma que lo tienta, pronta a embeberse en sus palabras, es irresistible. (Me refiero, por ejemplo, al género del pequeño diálogo mitológico tuyo» [Pavese 1987: 209]. La originalidad en la preferencia por ese formato, a la vez que la referencia a los diálogos de Leopardi, la señala ya Muñiz [1992: 98].

[7] Cfr. Muñiz [1992: 130]. También Lorenzo Mondo [2006: 149-53] comenta el rechazo casi unánime a la obra de la crítica literaria contemporánea, que no sabía dónde situarla. Con todo, me parece dudosa su observación sobre la influencia de Nietzsche sobre este texto. Pavese había leído El origen de la tragedia en 1940, es decir algunos años antes de pensar en estos «dialoguillos míticos», que distan mucho del fervor dionisíaco, tanto por su estilo como por su contenido.

[8] De nuevo, cfr. Nieves Muñiz [1992: 129]. «Toda una summa de la problemática literaria y de la poética de Pavese. Se comprende así que el autor sostuviera hasta el final la importancia de este libro mal recibido por críticos y lectores y lo definiera como "carta de presentación ante la posteridad" (cfr. la carta a Billi Fantini fechada el 20 de julio de 1950)» […] «El mayor obstáculo con el que se enfrentó la fortuna del libro fue, sin duda, la ambigüedad de su estilo que, situándose a medio camino entre símbolo y alegoría, es a la vez aforístico-oracular (de ahí el uso recurrente de palabras-mito en apariencia sencillas —destino, recuerdo, isla, caminos, rocas, fieras— pero llenas de implicaciones inéditas) y secamente argumentativo (serán los propios interlocutores quienes, en el decurso del diálogo, construyan y aclaren el significado de esos términos). Así, mitos que deben ser desenmarañados, que significa gozar de la dificultad que tienen los lectores para entenderlos ("parece imposible que Leucó no se entienda, pero eso me llena de alegría", (26 de noviembre de 1948), y mitos desenredados». (Tr. del tr.)

[9] Apunto, de pasada, que solo coincide en el nombre con la poderosa Diosa blanca patrocinada por Robert Graves, en un libro que con ese mismo nombre (The White Godess) se publicó algunos años después.

[10] Los mitos se prestan a esas interpretaciones —que unas veces son más irónicas o burlescas, como en los Diálogos de los dioses de Luciano— y otras más melancólicas. Hay en esos relatos un elemento dramático que se presta a ser coloreado con variable tono sentimental, hay en los mitos una cierta ambigüedad o ambivalencia, como señala Muñiz [1992: 98]: «Esta ambivalencia del mito —verdad y mentira, herida y sanación— se proyectaba sobre el concepto pavesiano de catarsis artística, cuya intención de hacer hablar al mito de sí mismo comportaba la imposibilidad de salir de su propio círculo hermenéutico […] De esta maraña y de esta ambigüedad nacerán los Diálogos con Leucó, cierto, la obra más ambiciosa de Pavese, y algo más que una obra aislada». (Tr. del tr.)

[11]Cfr. Mondo [2001: 151-152]: «Los dioses pueden nutrir una soberana indiferencia por la suerte de los hombres (Jacinto muerto a manos del radioso Apolo, —por usar una flor como muestra—), que no excluye una curiosa envidia, como si tuvieran necesidad de ellos. En las criaturas que se enfrentan a un destino mortal, "enriqueciendo la tierra con palabras y hechos", como Odiseo, se consuma paradójicamente una experiencia de libertad negada a los inmortales. Circe llega a afirmar que, para poder salir del tedio de una vida siempre igual, sería necesario morir. Y aquí estaría la novedad, lo que rompería la cadena». (Tr. del tr.)

Escrito en Sólo Digital Turia por Carlos García Gual

Cuenta Carlos Saura que del cine de Luis Buñuel sólo conocía el documental Las Hurdes, tierra sin pan, rodado, y prohibido durante la Segunda República. No fue hasta 1957, en unos encuentros de cine “hispánico” en Montpelier, cuando Saura quedó admirado al descubrir, a través de dos películas, el cine narrativo de aquel aragonés exiliado en México y del que en España apenas se conocía nada. Subida al cielo (1952) y Él (1953), los títulos en cuestión, no sólo entroncaban con “un proceso histórico y un pasado cultural”[1], sino que se referían a una realidad, mexicana o española, daba lo mismo, desde puntos de vista moral y creativo, completamente personales. Es decir, Buñuel había logrado lo que hubiera ansiado cualquier cineasta con ambiciones. Y Saura lo era. “Me impresionó muchísimo”, comentaría más tarde, “pero quizá no supe ver entonces lo que ello pudo gravitar sobre lo que luego yo mismo he hecho.”

 

El primer largometraje que Saura dirigió, Los golfos (1959), fue seleccionado para participar en el festival de Cannes, “milagrosamente”, dice él con modestia. Aquella edición de 1960 fue histórica. Se exhibían nada menos que La aventura, de Antonioni, El manantial de  la doncella, de Bergman o La dolce vita, de Fellini, que fue la que se alzó con el premio mayor, pero especialmente, a efectos de lo que aquí nos ocupa, La joven, una película de Luis Buñuel rodada en inglés, que hablaba del racismo y la solidaridad. No fue entendida en aquel festival, ni tampoco en Estados Unidos, donde se levantó una pequeña campaña contra Buñuel. Pero esto es anecdótico. Lo que importa aquí es que en aquel festival, Saura y Buñuel se encontraron frente a frente por primera vez, acompañados por Pere Portabella, productor de Los golfos. Buñuel tenía sesenta años y Saura, veintiocho. Se entendieron a la primera y cada uno se interesó por las películas del otro. Diez años atrás, Buñuel había sorprendido en Cannes con Los olvidados (1950), que podría tener algún parentesco con Los golfos, no en su forma pero sí en que ambas películas heredaban de algún modo el espíritu del neorrealismo. Sin embargo, no era el neorrealismo el principal punto de contacto artístico entre los dos autores, uno veterano, el otro en sus inicios, tanto como la intención de crear un mundo visual más complejo en el que la imaginación y lo onírico tuvieran la misma importancia que la realidad misma. En un entusiasta artículo publicado en la revista francesa Positif[2], Saura aseguraba que “Buñuel ha prolongado una tradición literaria que procede de la novela picaresca, de Quevedo y de Valle Inclán, pero añadiendo la influencia determinante de Pérez Galdós.” (…) Por otro lado, “el surrealismo se integra perfectamente a la manera de ser de Buñuel: es un movimiento que preconiza un inconformismo perpetuo, y es al mismo tiempo una actitud moral, sin la cual Luis no hubiera aceptado tal movimiento.”

 

Los dos aragoneses iniciaron una amistad que les iba a durar para siempre. Saura, junto a Portabella, tuvo algo que ver en el hecho de que Buñuel regresara por fin a España a dirigir una película; como se sabe, ésta fue Viridiana (1961), que conquistó Cannes pero espantó desde al mismísimo Franco hasta a los censores españoles, que decidieron dar por no existente la película. Aquello fue una catástrofe, y Buñuel regresó a México. Cuatro años más tarde, Saura le reclamó como actor para el breve personaje de un verdugo en Llanto por un bandido (1964). A Buñuel le divirtió la idea, como poco después también la de hacer de cura en En este pueblo no hay ladrones (1964), del mexicano Alberto Isaac. Por su parte, Saura había aparecido junto a Rafael Azcona también disfrazado de cura en El cochecito (1960), de Marco Ferreri. A estos anticlericales les divertía jugar.

 

En 1966 Saura realizó La caza, *una obra auténticamente personal, que a Buñuel “le interesó muchísimo”. Y no sólo a Buñuel. La caza obtuvo el Oso de Oro del festival de Berlín y recorrió el mundo. “Se la presenté en una proyección privada. Me confesó que le hubiera gustado haber hecho él esa película. Sorprendido, me preguntó cómo había sido capaz de hacer una película con un guión en el que los diálogos son tan vulgares que apenas dicen nada interesante.”[3]

 

A partir de La caza, Carlos Saura confesó abiertamente su admiración por Buñuel, hasta el punto de dedicarle su película siguiente, Peppermint frappé (1967). Y cuando, de nuevo coincidieron en Cannes, donde Saura concursaba con La prima Angélica (premio especial del jurado 1974), Buñuel declaró a su vez la admiración que le producía el cine de su amigo. En esta película, José Luis López Vázquez interpreta su personaje tanto de niño como de adulto, un experimento arriesgado que sin duda entusiasmó a Buñuel. Por su parte, la guerra civil está recordada con horror pero dejando resquicios para el humor, contando la realidad de forma creativa*. Saura ha dicho: “La realidad es mucho más compleja de lo que se dice o se piensa de una manera elemental. Ahí están los sueños, las alucinaciones, nuestros deseos, la memoria, las imágenes de nuestra vida, todo lo que se piensa que puede ser... Todo esto está mezclado en el cine de Buñuel, lo cual le convierte en el pionero.”

 

Saura había descubierto un camino nuevo y reconocía la influencia del maestro que le había abierto los ojos. En España era posible hacer un cine imaginativo, a la española, sobre la realidad española, como con su genialidad hizo en la pintura el aragonés Goya.  ¡En qué hora se le ocurrió a Saura hacer estas declaraciones! A partir de entonces fueron muchos los críticos que minusvaloraron su cine porque, en su opinión, se parecía al de Buñuel. Nada menos cierto, sin embargo. Con miras comunes pero desde personalidades lejanísimas entre sí, las obras de Buñuel y Saura han estado a veces en las antípodas. Buñuel no tiene herederos, como tampoco Saura hasta ahora. “Creo que sería imposible prolongar el cine de Buñuel. Con él se terminó Buñuel. Luis Buñuel era simplemente Luis Buñuel”, Saura dixit.

 

Buñuel regresó de nuevo a España para dirigir una película, la tercera y última en su país. Fue Tristana (1970), proyecto que había quedado aplazado desde el escándalo de Viridiana. Cambió la localización de Madrid a Toledo –“ciudad llena para mí de resonancias, de recuerdos de los años veinte”, escribió Buñuel[4]–, y aun contando con actores que no le interesaban, a excepción de Fernando Rey y Lola Gaos[5], Buñuel realizó una de sus mejores películas[6]. Ese mismo año de 1970 Saura rodó igualmente una de sus mejores obras hasta entonces, El jardín de las delicias, crónica negra sobre la España del desarrollo, “un nuevo análisis implacable sobre la familia”, en palabras de Román Gubern[7]. No hay puntos de conexión entre ambas películas aunque las une en la distancia un mismo ejercicio de crueldad y de ironía. Y de libertad para transgredir normas narrativas.

 

Luis Buñuel falleció en México a los 83 años tras haber dirigido treinta y dos películas, entre ellas algunas fundamentales. Ese mismo año Saura rodaba Carmen, su segunda incursión en el género musical. No sé si Buñuel llegó a conocer Bodas de sangre, la obra maestra que Gades y Saura habían realizado dos años atrás. Pero sabido el escaso interés que Buñuel había mostrado por la música en sus películas, quizás debido a su sordera, y en consecuencia también por el baile, sería magnífico haber conocido su opinión. (En este aspecto Saura y Buñuel no coincidieron: para Saura ha sido primordial jugar con la música en el cine.)

 

El caso es que Saura, con la inestimable ayuda de Agustín Sánchez-Vidal, gran conocedor de Buñuel y de su obra, se embarcó unos años más tarde en realizar una película homenaje al maestro de Calanda en la que el propio Buñuel fuera el personaje protagonista, y rodada precisamente en Toledo, donde Buñuel fue tan feliz en sus años mozos. El resultado fue Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001), una película fresca y joven en la que Saura fantaseó en libertad. Le hizo al amigo un homenaje a veces “muy poco respetuoso”, mostrándole socarrón, “muy divertido, como era él.”[8] Y Saura continuaba: “Estoy seguro de que a él le hubiera gustado verse como un personaje de ficción. Puedo ver su sonrisa.” [9]

 

La auténtica mesa del rey Salomón permanece escondida en algún lugar de Toledo, y Buñuel, junto con sus jóvenes amigos Salvador Dalí y Federico García Lorca, deciden ir en su busca ya que la leyenda dice que en esa mesa pueden leerse el pasado y el futuro de todas las generaciones. Este divertido filme de aventuras fantásticas sorprendió a los críticos, que calaron poco en su humor. Según Saura, algo parecido le ocurrió a Buñuel, cuyas humoradas cinematográficas fueron escasamente comprendidas: “Hay cosas en el cine de Luis que si no se es español absoluto, español de una generación concreta, son muy difíciles de percibir en todos sus detalles. Son las pequeñas cosas, las pequeñas bromas entre amigos, a veces insignificantes, pero que tienen una especie de código secreto. Por debajo de esa historia del surrealismo que se cuenta, hay un sentido del humor muy especial. Que nunca sabes hasta qué punto es una moral, es decir, una intención de moralizar o si, por el contrario, se está subvirtiendo el orden.[10]

 

A lo largo de su vida, Buñuel dirigió 32 películas. Saura, felizmente en activo, ha realizado ya 40. ¿Todas ellas influidas por Buñuel? En un tiempo, de forma simplista, se daba esto por hecho, y de tal forma que el latiguillo se convirtió en tópico, empañando la independencia de la mirada hacia el cine de Saura. En esto sí se han parecido ambos autores. En cierto sentido, los dos siguen siendo incomprendidos.

 



[1] Carlos Saura, de Enrique Brasó. Ediciones JB, 1974.

[2] Positif, num. 42, noviembre de 1961, citado por Román Gubern en su libro Carlos Saura, editado por el festival Iberoamericano de Huelva, 1979

[3] Entrevista con Saura del Centro Virtual Cervantes en el centenario del nacimiento de Buñuel.

La caza  cuenta la anécdota de tres viejos amigos aficionados a la caza del conejo, cuyos rencores se avivan durante la jornada hasta acabar en un baño se sangre

[4] Citado por Agustín Sánchez Vidal en su libro Luis Buñuel, obra cinematográfica. Ediciones J.C., 1984

[5] Los protagonistas jóvenes fueron la francesa Catherine Deneuve y el italiano Franco Nero, que se correspondían mal con los personajes

[6] “No hay otro filme que, como éste, reúna naturalmente, bajo las zonas transparentes de la conciencia, mayor sencillez y complejidad, mayor delicadeza y horror...”, en palabras del crítico Ángel Fernández-Santos

[7] Román Gubern, op. cit

[8] Declaraciones de Saura con motivo del estreno. Unión, octubre 2001.

[9] Buñuel está interpretado en sus años mozos por el actor Pere Arquillué, y en su edad madura por el Gran Wyoming. Por su parte, Lorca está encarnado por Adrià Collado, y Dalí por Ernesto Alterio.)

[10] Entrevista publicada en Centro Virtual Cervantes con motivo del centenario del nacimiento de Buñuel.

Escrito en Lecturas Turia por Diego Galán

El escritor y catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal, y el escritor y estudioso de la cultura aragonesa José Luis Melero, serán los encargados de dar a conocer en Zaragoza el nuevo libro de Raúl Carlos Maícas. Editado por Fórcola bajo el título “La nieve sobre el agua”, se trata de un volumen de diarios que el escritor y periodista turolense fue elaborando durante los años 2002 a 2005, aunque por su contenido los textos podrían ser de ayer mismo. 

 

La presentación en Zaragoza tendrá lugar mañana día 16 de abril, a las 19,30 horas y en el IAACC Pablo Serrano. Está previsto que también participen el autor y el director de Fórcola Ediciones, Javier Jiménez.

 

“La nieve sobre el agua” es la tercera entrega de una serie de diarios que comenzaron a editarse en 1998 y que, fragmentariamente, han venido publicándose en las páginas de la revista cultural TURIA, que el autor fundó y continúa dirigiendo. Para Raúl Carlos Maícas, ambas tareas conforman un proyecto de vida y testimonian “ese compromiso con la creatividad y con la acción cultural que vengo practicando desde hace décadas”.

 

El título del libro rinde homenaje al escritor francés Jules Renard, uno de los más célebres diaristas de todos los tiempos. No por casualidad, en la cita de Renard que abre el volumen se nos dirá: “La nieve sobre el agua, el silencio sobre el silencio”.

 

UNA MIRADA CRÍTICA SOBRE LA REALIDAD

Estos diarios de “La nieve sobre el agua” aportan una mirada crítica sobre la realidad. No en vano, su autor se muestra totalmente de acuerdo con las tesis de Octavio Paz, uno de los protagonistas del libro, que aseguraba: “la salud moral y política de una sociedad se mide, en primer término, por la capacidad crítica de sus escritores y por la posibilidad de hacerla pública”.

 

Por eso, en estas páginas Raúl Carlos Maícas se permite la aventura permanente de la provocación. Y es que escribir un diario, se nos dirá, “es ir contando, negro sobre blanco, las peripecias y los desafíos que nos producen nuestras pesquisas interiores, nuestro inventario de sentimientos, sueños, certezas y desvaríos”.

 

Los  temas  tratados  en  “La  nieve  sobre  el  agua”  son muy diversos, tan eternos como actuales,  aunque  siempre tamizados por el ejercicio de la literatura. Así, por ejemplo, se nos narra algún episodio surrealista como el que cuenta una conversación turolense sobre Borges bajo la nieve.

 

En estos diarios se escribe también sobre “Teruel existe” o sobre el fingimiento. Sobre la melancolía y los eslóganes. Sobre la arquitectura epidérmica y las tertulias radiofónicas. Sobre España y los solitarios. O sobre la pintura de André Derain y Carlos Pazos. El abanico  temático resulta, por tanto, amplísimo y permite acceder al libro por cualquiera de sus páginas y dejarse seducir o contrariar por sus propuestas y análisis, por sus historias y divagaciones. Sin duda, el propósito de estos diarios es no dejar a ningún lector indiferente.

 

Por otra parte, y más allá de unos pocos personajes que aparecen con iniciales o bajo una enigmática X., la lista de nombres propios es muy amplia: desde Roy Lichtenstein a Manuel Pertegaz, de Salvador de Madariaga a Juan Manuel Bonet, de Fernando Savater a Federico Jiménez Losantos, de Audrey Hepburn a José Antonio Labordeta, de Octavio Paz a Salvador Victoria.

 

Aunque todavía minoritarios en el panorama editorial español, los diarios atraen cada vez a más lectores, que encuentran en ellos la experiencia de sus semejantes, es decir un reflejo de la suya propia. En opinión de Raúl Carlos Maícas, “llevar un diario es ideal para esta época de vértigo vital que padecemos a todos los niveles”.

 

Además, para algunos de sus cultivadores constituyen una innovadora y magnífica fórmula narrativa, una suerte de periodismo cultural sin ataduras, una bocanada de aire fresco frente a los síntomas de agotamiento y la reiteración que brindan otros géneros, como la novela.

 

La portada de “La nieve sobre el agua” reproduce una obra del pintor Damián Flores, fechada en 2015 y titulada “El rompeolas”.

 

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962), es escritor y periodista. Fundó y dirige, desde hace más de tres décadas, la revista cultural Turia, denominada por la crítica como la Revista de Occidente aragonesa. En 2002 fue galardonada con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Cursó estudios de Filología y hasta fechas recientes se ha dedicado a la comunicación institucional. También ha colaborado en la revista Letras Libres o en publicaciones aragonesas como Heraldo de AragónDiario de Teruel, Andalán y El Día. Lleva escritos varios volúmenes de diarios, de los que hasta ahora ha publicado Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)

 

Fragmento de La nieve sobre el agua

HORAS FELICES EN ALBARRACÍN. [...].Quizá lo que más continúa hechizándome de Albarracín es cómo ha sabido preservar su autenticidad, su condición de ínsula extraña, atemporal. Cómo ha salvado su rico patrimonio urbano, fiel testigo de su condición medieval y musulmana, de esa tan voraz como brutal rapiña especulativa que ha dinamitado tantos lugares hermosos, amurallados o no, de España. Este victorioso desenlace, que tiene mucho de batalla perpetua contra la intolerancia de lo privado frente a lo público, nos confirma cómo puede aunarse de forma satisfactoria la existencia cotidiana del interés individual con la fuerza carismática de la defensa del bien común.

 

Quizá, como nos recordara ese diplomático maduro de culturas que siempre fue José María de Areilza, toda ciudad amurallada que sobrevive practicando la concordia entre los de dentro y los de fuera bien merece una glosa conmemorativa, un apólogo actualizado que nos hable con admiración de su irrevocable demostración de civismo.

 

Albarracín es una silueta siempre descoyuntada, que participa de la tradición y de la vanguardia. Una abigarrada amalgama de antiguas construcciones populares que, como la célebre casa de la Julianeta, desafían las leyes de la gravedad y parecen querer ser descritas como modernos edificios expresionistas. Malabarismo imposible de volúmenes prodigiosos que, ya en 1933, llevó a aquel raro, ingenioso y estimable escritor que fue nuestro Antonio Cano a proclamar con aliento y tal vez un poco de humor su inequívoca imagen como urbe paradigma de la modernidad: «Albarracín —anotaba en un folleto de la época— valdría para competir con las vertiginosas alturas neoyorkinas, con el mérito de ser mucho más audaces por lo viejas y torpes». Otros viajeros más líricos y contemporáneos, como el conocido andarín televisivo y veterano cantautor José Antonio Labordeta, elogian la infinita capacidad de sorpresa que brinda este peñascal urbanizado como obra de arte: «Cada vez que he ido a visitar esta maravilla, me ha dejado sorprendido. Un cambio de luz, unas nubes blancas o negras, un aire helador de la sierra, o el calor crucificante de los mediodías, me han hecho ver una realidad distinta, sabiendo, de antemano, que esta villa está como está».

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción

15 de abril de 2019

¿Qué sería del tiempo sin nosotros?

¿Para qué serviría esa impostura?

 

Pero el tiempo es un tren rápido y lento,

un tren que necesita nuestra sangre

para arrancar hacia quién sabe dónde.

Sin nosotros la máquina no anda,

sin nuestra sangre el monstruo no se mueve.

 

Hay días, sin embargo, en que la sangre

se espesa demasiado o se calienta

y resulta inservible, no funciona,

atora el mecanismo de las horas

y se escucha el chirrido de los frenos.

 

Dura apenas un mísero segundo,

lo que se tarda en respirar profundamente,

lo que dura un ligero parpadeo,

lo que abarca el espacio de un latido:

de pronto, hacia el abismo, el tren arranca.

 

Y vamos, como en la vieja cinta de los Marx,

echándole más sangre a la caldera,

echándole y echándole la sangre,

la pobrecita sangre que se queja:

el tiempo quema mucho, el tiempo abrasa:

que llueva, por favor, que llueva.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisca Aguirre

8 de abril de 2019

Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.

 

                                                                                                         

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Soler

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