Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 531 a 535 de 1358 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Cuenta Carlos Saura que del cine de Luis Buñuel sólo conocía el documental Las Hurdes, tierra sin pan, rodado, y prohibido durante la Segunda República. No fue hasta 1957, en unos encuentros de cine “hispánico” en Montpelier, cuando Saura quedó admirado al descubrir, a través de dos películas, el cine narrativo de aquel aragonés exiliado en México y del que en España apenas se conocía nada. Subida al cielo (1952) y Él (1953), los títulos en cuestión, no sólo entroncaban con “un proceso histórico y un pasado cultural”[1], sino que se referían a una realidad, mexicana o española, daba lo mismo, desde puntos de vista moral y creativo, completamente personales. Es decir, Buñuel había logrado lo que hubiera ansiado cualquier cineasta con ambiciones. Y Saura lo era. “Me impresionó muchísimo”, comentaría más tarde, “pero quizá no supe ver entonces lo que ello pudo gravitar sobre lo que luego yo mismo he hecho.”

 

El primer largometraje que Saura dirigió, Los golfos (1959), fue seleccionado para participar en el festival de Cannes, “milagrosamente”, dice él con modestia. Aquella edición de 1960 fue histórica. Se exhibían nada menos que La aventura, de Antonioni, El manantial de  la doncella, de Bergman o La dolce vita, de Fellini, que fue la que se alzó con el premio mayor, pero especialmente, a efectos de lo que aquí nos ocupa, La joven, una película de Luis Buñuel rodada en inglés, que hablaba del racismo y la solidaridad. No fue entendida en aquel festival, ni tampoco en Estados Unidos, donde se levantó una pequeña campaña contra Buñuel. Pero esto es anecdótico. Lo que importa aquí es que en aquel festival, Saura y Buñuel se encontraron frente a frente por primera vez, acompañados por Pere Portabella, productor de Los golfos. Buñuel tenía sesenta años y Saura, veintiocho. Se entendieron a la primera y cada uno se interesó por las películas del otro. Diez años atrás, Buñuel había sorprendido en Cannes con Los olvidados (1950), que podría tener algún parentesco con Los golfos, no en su forma pero sí en que ambas películas heredaban de algún modo el espíritu del neorrealismo. Sin embargo, no era el neorrealismo el principal punto de contacto artístico entre los dos autores, uno veterano, el otro en sus inicios, tanto como la intención de crear un mundo visual más complejo en el que la imaginación y lo onírico tuvieran la misma importancia que la realidad misma. En un entusiasta artículo publicado en la revista francesa Positif[2], Saura aseguraba que “Buñuel ha prolongado una tradición literaria que procede de la novela picaresca, de Quevedo y de Valle Inclán, pero añadiendo la influencia determinante de Pérez Galdós.” (…) Por otro lado, “el surrealismo se integra perfectamente a la manera de ser de Buñuel: es un movimiento que preconiza un inconformismo perpetuo, y es al mismo tiempo una actitud moral, sin la cual Luis no hubiera aceptado tal movimiento.”

 

Los dos aragoneses iniciaron una amistad que les iba a durar para siempre. Saura, junto a Portabella, tuvo algo que ver en el hecho de que Buñuel regresara por fin a España a dirigir una película; como se sabe, ésta fue Viridiana (1961), que conquistó Cannes pero espantó desde al mismísimo Franco hasta a los censores españoles, que decidieron dar por no existente la película. Aquello fue una catástrofe, y Buñuel regresó a México. Cuatro años más tarde, Saura le reclamó como actor para el breve personaje de un verdugo en Llanto por un bandido (1964). A Buñuel le divirtió la idea, como poco después también la de hacer de cura en En este pueblo no hay ladrones (1964), del mexicano Alberto Isaac. Por su parte, Saura había aparecido junto a Rafael Azcona también disfrazado de cura en El cochecito (1960), de Marco Ferreri. A estos anticlericales les divertía jugar.

 

En 1966 Saura realizó La caza, *una obra auténticamente personal, que a Buñuel “le interesó muchísimo”. Y no sólo a Buñuel. La caza obtuvo el Oso de Oro del festival de Berlín y recorrió el mundo. “Se la presenté en una proyección privada. Me confesó que le hubiera gustado haber hecho él esa película. Sorprendido, me preguntó cómo había sido capaz de hacer una película con un guión en el que los diálogos son tan vulgares que apenas dicen nada interesante.”[3]

 

A partir de La caza, Carlos Saura confesó abiertamente su admiración por Buñuel, hasta el punto de dedicarle su película siguiente, Peppermint frappé (1967). Y cuando, de nuevo coincidieron en Cannes, donde Saura concursaba con La prima Angélica (premio especial del jurado 1974), Buñuel declaró a su vez la admiración que le producía el cine de su amigo. En esta película, José Luis López Vázquez interpreta su personaje tanto de niño como de adulto, un experimento arriesgado que sin duda entusiasmó a Buñuel. Por su parte, la guerra civil está recordada con horror pero dejando resquicios para el humor, contando la realidad de forma creativa*. Saura ha dicho: “La realidad es mucho más compleja de lo que se dice o se piensa de una manera elemental. Ahí están los sueños, las alucinaciones, nuestros deseos, la memoria, las imágenes de nuestra vida, todo lo que se piensa que puede ser... Todo esto está mezclado en el cine de Buñuel, lo cual le convierte en el pionero.”

 

Saura había descubierto un camino nuevo y reconocía la influencia del maestro que le había abierto los ojos. En España era posible hacer un cine imaginativo, a la española, sobre la realidad española, como con su genialidad hizo en la pintura el aragonés Goya.  ¡En qué hora se le ocurrió a Saura hacer estas declaraciones! A partir de entonces fueron muchos los críticos que minusvaloraron su cine porque, en su opinión, se parecía al de Buñuel. Nada menos cierto, sin embargo. Con miras comunes pero desde personalidades lejanísimas entre sí, las obras de Buñuel y Saura han estado a veces en las antípodas. Buñuel no tiene herederos, como tampoco Saura hasta ahora. “Creo que sería imposible prolongar el cine de Buñuel. Con él se terminó Buñuel. Luis Buñuel era simplemente Luis Buñuel”, Saura dixit.

 

Buñuel regresó de nuevo a España para dirigir una película, la tercera y última en su país. Fue Tristana (1970), proyecto que había quedado aplazado desde el escándalo de Viridiana. Cambió la localización de Madrid a Toledo –“ciudad llena para mí de resonancias, de recuerdos de los años veinte”, escribió Buñuel[4]–, y aun contando con actores que no le interesaban, a excepción de Fernando Rey y Lola Gaos[5], Buñuel realizó una de sus mejores películas[6]. Ese mismo año de 1970 Saura rodó igualmente una de sus mejores obras hasta entonces, El jardín de las delicias, crónica negra sobre la España del desarrollo, “un nuevo análisis implacable sobre la familia”, en palabras de Román Gubern[7]. No hay puntos de conexión entre ambas películas aunque las une en la distancia un mismo ejercicio de crueldad y de ironía. Y de libertad para transgredir normas narrativas.

 

Luis Buñuel falleció en México a los 83 años tras haber dirigido treinta y dos películas, entre ellas algunas fundamentales. Ese mismo año Saura rodaba Carmen, su segunda incursión en el género musical. No sé si Buñuel llegó a conocer Bodas de sangre, la obra maestra que Gades y Saura habían realizado dos años atrás. Pero sabido el escaso interés que Buñuel había mostrado por la música en sus películas, quizás debido a su sordera, y en consecuencia también por el baile, sería magnífico haber conocido su opinión. (En este aspecto Saura y Buñuel no coincidieron: para Saura ha sido primordial jugar con la música en el cine.)

 

El caso es que Saura, con la inestimable ayuda de Agustín Sánchez-Vidal, gran conocedor de Buñuel y de su obra, se embarcó unos años más tarde en realizar una película homenaje al maestro de Calanda en la que el propio Buñuel fuera el personaje protagonista, y rodada precisamente en Toledo, donde Buñuel fue tan feliz en sus años mozos. El resultado fue Buñuel y la mesa del rey Salomón (2001), una película fresca y joven en la que Saura fantaseó en libertad. Le hizo al amigo un homenaje a veces “muy poco respetuoso”, mostrándole socarrón, “muy divertido, como era él.”[8] Y Saura continuaba: “Estoy seguro de que a él le hubiera gustado verse como un personaje de ficción. Puedo ver su sonrisa.” [9]

 

La auténtica mesa del rey Salomón permanece escondida en algún lugar de Toledo, y Buñuel, junto con sus jóvenes amigos Salvador Dalí y Federico García Lorca, deciden ir en su busca ya que la leyenda dice que en esa mesa pueden leerse el pasado y el futuro de todas las generaciones. Este divertido filme de aventuras fantásticas sorprendió a los críticos, que calaron poco en su humor. Según Saura, algo parecido le ocurrió a Buñuel, cuyas humoradas cinematográficas fueron escasamente comprendidas: “Hay cosas en el cine de Luis que si no se es español absoluto, español de una generación concreta, son muy difíciles de percibir en todos sus detalles. Son las pequeñas cosas, las pequeñas bromas entre amigos, a veces insignificantes, pero que tienen una especie de código secreto. Por debajo de esa historia del surrealismo que se cuenta, hay un sentido del humor muy especial. Que nunca sabes hasta qué punto es una moral, es decir, una intención de moralizar o si, por el contrario, se está subvirtiendo el orden.[10]

 

A lo largo de su vida, Buñuel dirigió 32 películas. Saura, felizmente en activo, ha realizado ya 40. ¿Todas ellas influidas por Buñuel? En un tiempo, de forma simplista, se daba esto por hecho, y de tal forma que el latiguillo se convirtió en tópico, empañando la independencia de la mirada hacia el cine de Saura. En esto sí se han parecido ambos autores. En cierto sentido, los dos siguen siendo incomprendidos.

 



[1] Carlos Saura, de Enrique Brasó. Ediciones JB, 1974.

[2] Positif, num. 42, noviembre de 1961, citado por Román Gubern en su libro Carlos Saura, editado por el festival Iberoamericano de Huelva, 1979

[3] Entrevista con Saura del Centro Virtual Cervantes en el centenario del nacimiento de Buñuel.

La caza  cuenta la anécdota de tres viejos amigos aficionados a la caza del conejo, cuyos rencores se avivan durante la jornada hasta acabar en un baño se sangre

[4] Citado por Agustín Sánchez Vidal en su libro Luis Buñuel, obra cinematográfica. Ediciones J.C., 1984

[5] Los protagonistas jóvenes fueron la francesa Catherine Deneuve y el italiano Franco Nero, que se correspondían mal con los personajes

[6] “No hay otro filme que, como éste, reúna naturalmente, bajo las zonas transparentes de la conciencia, mayor sencillez y complejidad, mayor delicadeza y horror...”, en palabras del crítico Ángel Fernández-Santos

[7] Román Gubern, op. cit

[8] Declaraciones de Saura con motivo del estreno. Unión, octubre 2001.

[9] Buñuel está interpretado en sus años mozos por el actor Pere Arquillué, y en su edad madura por el Gran Wyoming. Por su parte, Lorca está encarnado por Adrià Collado, y Dalí por Ernesto Alterio.)

[10] Entrevista publicada en Centro Virtual Cervantes con motivo del centenario del nacimiento de Buñuel.

Escrito en Lecturas Turia por Diego Galán

El escritor y catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal, y el escritor y estudioso de la cultura aragonesa José Luis Melero, serán los encargados de dar a conocer en Zaragoza el nuevo libro de Raúl Carlos Maícas. Editado por Fórcola bajo el título “La nieve sobre el agua”, se trata de un volumen de diarios que el escritor y periodista turolense fue elaborando durante los años 2002 a 2005, aunque por su contenido los textos podrían ser de ayer mismo. 

 

La presentación en Zaragoza tendrá lugar mañana día 16 de abril, a las 19,30 horas y en el IAACC Pablo Serrano. Está previsto que también participen el autor y el director de Fórcola Ediciones, Javier Jiménez.

 

“La nieve sobre el agua” es la tercera entrega de una serie de diarios que comenzaron a editarse en 1998 y que, fragmentariamente, han venido publicándose en las páginas de la revista cultural TURIA, que el autor fundó y continúa dirigiendo. Para Raúl Carlos Maícas, ambas tareas conforman un proyecto de vida y testimonian “ese compromiso con la creatividad y con la acción cultural que vengo practicando desde hace décadas”.

 

El título del libro rinde homenaje al escritor francés Jules Renard, uno de los más célebres diaristas de todos los tiempos. No por casualidad, en la cita de Renard que abre el volumen se nos dirá: “La nieve sobre el agua, el silencio sobre el silencio”.

 

UNA MIRADA CRÍTICA SOBRE LA REALIDAD

Estos diarios de “La nieve sobre el agua” aportan una mirada crítica sobre la realidad. No en vano, su autor se muestra totalmente de acuerdo con las tesis de Octavio Paz, uno de los protagonistas del libro, que aseguraba: “la salud moral y política de una sociedad se mide, en primer término, por la capacidad crítica de sus escritores y por la posibilidad de hacerla pública”.

 

Por eso, en estas páginas Raúl Carlos Maícas se permite la aventura permanente de la provocación. Y es que escribir un diario, se nos dirá, “es ir contando, negro sobre blanco, las peripecias y los desafíos que nos producen nuestras pesquisas interiores, nuestro inventario de sentimientos, sueños, certezas y desvaríos”.

 

Los  temas  tratados  en  “La  nieve  sobre  el  agua”  son muy diversos, tan eternos como actuales,  aunque  siempre tamizados por el ejercicio de la literatura. Así, por ejemplo, se nos narra algún episodio surrealista como el que cuenta una conversación turolense sobre Borges bajo la nieve.

 

En estos diarios se escribe también sobre “Teruel existe” o sobre el fingimiento. Sobre la melancolía y los eslóganes. Sobre la arquitectura epidérmica y las tertulias radiofónicas. Sobre España y los solitarios. O sobre la pintura de André Derain y Carlos Pazos. El abanico  temático resulta, por tanto, amplísimo y permite acceder al libro por cualquiera de sus páginas y dejarse seducir o contrariar por sus propuestas y análisis, por sus historias y divagaciones. Sin duda, el propósito de estos diarios es no dejar a ningún lector indiferente.

 

Por otra parte, y más allá de unos pocos personajes que aparecen con iniciales o bajo una enigmática X., la lista de nombres propios es muy amplia: desde Roy Lichtenstein a Manuel Pertegaz, de Salvador de Madariaga a Juan Manuel Bonet, de Fernando Savater a Federico Jiménez Losantos, de Audrey Hepburn a José Antonio Labordeta, de Octavio Paz a Salvador Victoria.

 

Aunque todavía minoritarios en el panorama editorial español, los diarios atraen cada vez a más lectores, que encuentran en ellos la experiencia de sus semejantes, es decir un reflejo de la suya propia. En opinión de Raúl Carlos Maícas, “llevar un diario es ideal para esta época de vértigo vital que padecemos a todos los niveles”.

 

Además, para algunos de sus cultivadores constituyen una innovadora y magnífica fórmula narrativa, una suerte de periodismo cultural sin ataduras, una bocanada de aire fresco frente a los síntomas de agotamiento y la reiteración que brindan otros géneros, como la novela.

 

La portada de “La nieve sobre el agua” reproduce una obra del pintor Damián Flores, fechada en 2015 y titulada “El rompeolas”.

 

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962), es escritor y periodista. Fundó y dirige, desde hace más de tres décadas, la revista cultural Turia, denominada por la crítica como la Revista de Occidente aragonesa. En 2002 fue galardonada con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Cursó estudios de Filología y hasta fechas recientes se ha dedicado a la comunicación institucional. También ha colaborado en la revista Letras Libres o en publicaciones aragonesas como Heraldo de AragónDiario de Teruel, Andalán y El Día. Lleva escritos varios volúmenes de diarios, de los que hasta ahora ha publicado Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)

 

Fragmento de La nieve sobre el agua

HORAS FELICES EN ALBARRACÍN. [...].Quizá lo que más continúa hechizándome de Albarracín es cómo ha sabido preservar su autenticidad, su condición de ínsula extraña, atemporal. Cómo ha salvado su rico patrimonio urbano, fiel testigo de su condición medieval y musulmana, de esa tan voraz como brutal rapiña especulativa que ha dinamitado tantos lugares hermosos, amurallados o no, de España. Este victorioso desenlace, que tiene mucho de batalla perpetua contra la intolerancia de lo privado frente a lo público, nos confirma cómo puede aunarse de forma satisfactoria la existencia cotidiana del interés individual con la fuerza carismática de la defensa del bien común.

 

Quizá, como nos recordara ese diplomático maduro de culturas que siempre fue José María de Areilza, toda ciudad amurallada que sobrevive practicando la concordia entre los de dentro y los de fuera bien merece una glosa conmemorativa, un apólogo actualizado que nos hable con admiración de su irrevocable demostración de civismo.

 

Albarracín es una silueta siempre descoyuntada, que participa de la tradición y de la vanguardia. Una abigarrada amalgama de antiguas construcciones populares que, como la célebre casa de la Julianeta, desafían las leyes de la gravedad y parecen querer ser descritas como modernos edificios expresionistas. Malabarismo imposible de volúmenes prodigiosos que, ya en 1933, llevó a aquel raro, ingenioso y estimable escritor que fue nuestro Antonio Cano a proclamar con aliento y tal vez un poco de humor su inequívoca imagen como urbe paradigma de la modernidad: «Albarracín —anotaba en un folleto de la época— valdría para competir con las vertiginosas alturas neoyorkinas, con el mérito de ser mucho más audaces por lo viejas y torpes». Otros viajeros más líricos y contemporáneos, como el conocido andarín televisivo y veterano cantautor José Antonio Labordeta, elogian la infinita capacidad de sorpresa que brinda este peñascal urbanizado como obra de arte: «Cada vez que he ido a visitar esta maravilla, me ha dejado sorprendido. Un cambio de luz, unas nubes blancas o negras, un aire helador de la sierra, o el calor crucificante de los mediodías, me han hecho ver una realidad distinta, sabiendo, de antemano, que esta villa está como está».

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción

15 de abril de 2019

¿Qué sería del tiempo sin nosotros?

¿Para qué serviría esa impostura?

 

Pero el tiempo es un tren rápido y lento,

un tren que necesita nuestra sangre

para arrancar hacia quién sabe dónde.

Sin nosotros la máquina no anda,

sin nuestra sangre el monstruo no se mueve.

 

Hay días, sin embargo, en que la sangre

se espesa demasiado o se calienta

y resulta inservible, no funciona,

atora el mecanismo de las horas

y se escucha el chirrido de los frenos.

 

Dura apenas un mísero segundo,

lo que se tarda en respirar profundamente,

lo que dura un ligero parpadeo,

lo que abarca el espacio de un latido:

de pronto, hacia el abismo, el tren arranca.

 

Y vamos, como en la vieja cinta de los Marx,

echándole más sangre a la caldera,

echándole y echándole la sangre,

la pobrecita sangre que se queja:

el tiempo quema mucho, el tiempo abrasa:

que llueva, por favor, que llueva.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisca Aguirre

8 de abril de 2019

Leí por primera vez Largo noviembre de Madrid a comienzos de los años ochenta, pocos meses después de que se editase. Yo era un aspirante a escritor, había pergeñado tres o cuatro relatos, había publicado un par de ellos. Y me encontré con aquel libro de Juan Eduardo Zúñiga. Recuerdo la turbación primera con la que leí las primeras líneas, el primer relato, y cómo me rehice para volver a él y adentrarme definitivamente en el libro. La sensación perturbadora no me abandonó hasta que concluí Las lealtades, el último cuento, y la última frase “el dedo índice apretó a fondo el minúsculo gatillo del arma”. Alguien había disparado también sobre mí. No fue una lectura cómoda. Como cuando uno o dos años antes había leído a Juan Carlos Onetti por primera vez y poco antes, o poco después, El llano en llamas. Algo inquietante ocurría en aquellas páginas que me hacía avanzar por ellas con una gran concentración y un estado de vigilia exacerbado. Me recuerdo leyendo aquellas frases interminables, subordinada tras subordinada arrastrándome como una ola en un remolino envolvente, casi asfixiándome pero deseando que llegara un nuevo golpe, un nuevo impulso de lenguaje que me llevase a un nuevo recodo de ese territorio desconocido.

Había comprado el libro después de hojearlo someramente, esperando tal vez encontrar un complemento a otros trabajos literarios o históricos sobre la Guerra Civil a los que en aquella época me había aficionado. También, el Madrid y el noviembre del título me llevaban a un terreno personal, a la memoria interpuesta de mi padre, que en noviembre del 36 había llegado a Madrid enrolado voluntariamente como carabinero de la República y no abandonaría la capital de la gloria hasta treinta meses después. De lo leído previamente a Hugh Thomas, a Manuel Azaña o a Tuñón de Lara apenas encontré rastro en el libro de Juan Eduardo Zúñiga. De lo presentido, de lo intuido en la vida de mi padre durante la guerra, lo encontré todo.

Largo noviembre de Madrid  encarnaba la trastienda de la guerra, es decir, la verdadera guerra. Lo indescifrable, el caos que se apodera del espíritu de los hombres ante la irrupción del caos externo. La guerra como una devastación interior, como la subversión de lo establecido para adentrarse no en la muerte, sino en una nueva forma de vida. A veces más laberíntica y a veces mucho más simple, despojada de la hipocresía y los falsos rituales de la vida convencional. La muerte no es más que una cortina que se estremece y que impulsada por el aire de la guerra a veces envuelve de modo trágico pero natural a no importa quién, a cualquiera. La vida es un capricho y, lógicamente, la muerte también. Los que deambulaban por el Madrid sitiado eran plenamente conscientes de ello. No se habían habituado a lo extraordinario sino que habían comprendido que lo artificial es la paz. El hombre, nos decía Zúñiga a cada línea, es un ser mutante y dispuesto a adaptarse con prontitud a cualquier situación.

Muchas veces a lo largo de la lectura de ese libro añoré la voz de mi padre. La visión que él podría haber tenido de esos relatos, el contraste que podría haberme ofrecido entre lo que se cuenta en el libro y su vida en Madrid a lo largo de aquel tiempo. Largo noviembre de Madrid iba más allá de la literatura. Se adentraba en el misterio. En ese terreno en el que las obras importantes conquistan el vacío. La conquista era indudable no solo para un lector biográficamente implicado como era mi caso –no importa que fuera de modo indirecto-. Cualquiera que leyese esos relatos con un mínimo de atención sería consciente de estar pisando un suelo virgen y recóndito. Zúñiga cumplía el anhelo de cualquier escritor. Su arma expresiva, sus recursos narrativos, sus vicios, su uso del idioma, eran nuevos. No estaban codificados ni se parecían a los de ningún otro escritor.

“Todo pervivirá: sólo la muerte borrará la persistencia de aquella cabalgata ennegrecida que fueron los años que duró la contienda”. Con esa frase acaba el primer relato, Noviembre, la madre, 1936, y queda establecida la pauta del libro, la evocación y la descomposición lenta de los hechos a través de la memoria y de lo vislumbrado, lo imaginado, lo intuido: la verdad. La verdad hecha a base de retazos poliédricos, de perspectivas distorsionadas, de miradas esquinadas, estrábicas y completamente subjetivas. La verdad última de la guerra no estaba en los libros de Historia que había leído hasta entonces sino esos personajes que deambulaban por el libro de Zúñiga y que parecían los espectros de una realidad sepultada hasta entonces. Como esa joven del relato Nubes de polvo y humo que va de un lado a otro con una dentadura postiza en la mano buscando no al propietario de los dientes, sino buscándonos a nosotros. A unos lectores sobrecogidos.

No, aquel libro que yo había cogido casi al azar, no era un libro que ahondase en los datos que yo había ido recabando sobre la Guerra Civil. Largo noviembre de Madrid hablaba de otras guerras, de todas las guerras. También, naturalmente, de la del 36. Allí estaban calles reconocibles, fechas, huellas digitales que identificaban esa guerra, pero el libro era mucho más ambicioso. Instauraba un territorio de fantasmagorías que servían para cualquier tragedia. Creaba unos personajes que se quedaban paseando por nuestro interior como sombras dudosas pero imborrables y que en cierto modo desmentían aquella frase con la que acababa el primer cuento. Ni siquiera la muerte podría borrar ya esa cabalgata ennegrecida que Zúñiga había labrado en plomo. Ni esa sensualidad que va arrasando por encima y por debajo de la miseria, de los dramas.

La sensualidad, la tensión erótica es una de las constantes del libro. Uno no sabe si es el resultado mismo de la cercanía de la muerte o si se trata de una pulsión que ni siquiera el desastre y la muerte pueden achicar. Pero el resultado es arrollador, un gas que va recorriendo las estancias, las páginas, el lenguaje, una alteración que no deja de bombear y que espesa la sangre. El lector es un voyeur impregnado de voluptuosidad que a la luz anaranjada de un horno de pan ve maniobrar unos cuerpos desnudos arrastrándose uno sobre otro,  o que observa el cuerpo de una mujer, “desde los hombros a las piernas, piernas largas, bien modeladas en medias de seda tan tersa como si fuera la misma carne, tirante desde la parte alta, donde aparecían dos broches de liguero, hasta el tobillo que se estrechaba para entrar en el zapato negro con gran tacón y una hebilla dorada”.

La maquinaria poderosa del lenguaje. Un latido largo, una voz que iba susurrando una historia tras otra, envolviendo al lector, llevándolo de la destrucción al éxtasis sin solución de continuidad. Dieciséis relatos que daban la medida de un escritor extraordinario y que hoy, como hace treinta años cuando los leí por primera vez, me siguen perturbando, llenándome de felicidad literaria.

 

                                                                                                         

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Soler

8 de abril de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cómo desatar este nudo, me digo,

y en él concentro la mirada como para que arda.

Lo que en mis ojos late no es fuego, sin embargo, 

sino impotencia: 

esa parálisis

que nace del temor a la derrota.

Un nudo pareciera provenir del azar, ser inocente

de la tensión que encierra. Pero engaña.

(No hay nudo sin proceso,

sin movimiento previo, sin lazadas)

Podría deshacerlo

si supiera por donde comenzar o hubiera un método

para desenredar esta maraña.

Pero dentro del nudo hay un silencio,

un ensimismamiento, 

la trabazón perversa que nos mueve

de querer desistir

a la esperanza. 

Escrito en Lecturas Turia por Piedad Bonnett

Artículos 531 a 535 de 1358 en total

|

por página
Configurar sentido descendente