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Configurar sentido descendente

12 de febrero de 2019

I. Halo

Aquella mirada era la misma, y no. En cuanto la levantaba, situada frente a las tres sillas, volvía a lo incierto. La casa se llenaba de espectros frente a sus ojos, daga al centro, en la boca del estómago. Circuitos, entonaciones donde la redondez de la confesión brilla. Alienación cóncava, gestos de musicalidad; soledad redescubierta en la comisura del ojo. Mientras el barrio, afuera, ardía, un hombre de pie entona el silabeo previo a tocar su propia herida. Dolencia: habitación al ras de agujeros negrísimos.  

 

 

 

II. Relámpago

Tras la ventana alguien dibuja en el vaho. Lo que se refleja es lo no evidente. La ausencia compartida de quienes albergan un destino. Copas de licor afrutado, especias. Mano en el hombro. Suavidad de palabras al oído. Cerrar los ojos no ayuda a levantar el derrumbe. Orfandad fosforescente entre los dedos.

 

 

 

 

III. Dislocación

De pie, de costado, aligerando los pesos del cuerpo, fragilidad de pisada para establecer coordenadas. Casa vértigo, palabra imán, cuadrícula que sostiene. Mira la circunferencia del secreto, mírale el exacto perfil de tu nombre: pequeñas constelaciones y flotas de estrellas ardiendo. Detritus. Sangre conversa: agua; pozos, atajo hacia la transformación de los susurros. Anudamiento. El banquete ha comenzado hace horas, pan en la boca, pan compartido. La noche entra sobre la luz. Mira la presencia, la revelación de lo distante.

 

 

 

IV. Retrato en fondo oscuro

En ocasiones el tropel de arácnidos sobrepasa al ruido interno. Aquellas voces que se escuchan en lo que es. Lo que es. Cada mañana, desde el círculo negro, desde el fondo del tiempo, un rumor esparce el tintineo de una gota que cae nombrando las instancias del mundo: objetos arquitectónicos donde vive un hombre de sonoridades de agua salada, recuerdos calcinados por llamas, piruetas y exilios donde se esconde el movimiento de un brazo sobre el hombro, silencios; el pensamiento breve de un joven cuya reflexión es saberse mortal. Vacío. Aquellas voces de los hombres que esconden los pliegues de su casa bajo la lengua. Pintar en la oscuridad la nada. Aleteo.

 

 

 

V. Huella

Al agua ponerle las sílabas necesarias para apremiar el hambre de enunciar. Por ti daría hasta la última gota del agua de mi cuerpo. Agitación del reflejo. Evanescencia de una caricia. Recuerdo de pintura abstracta (estallidos negros pueblan la nuca, brochazos ocres cultivan la opacidad de una mirada), imágenes de puerta sobre el piso (entrada hacia el caos) donde la entrada es la curvatura propia. Por ti daría las nervaduras sanguíneas. Recortes fílmicos para atravesar las construcciones invisibles de la palabra cardo.

 

 

 

Coda

Acercarse a la cosa recordada. Acechar el instante del flujo de las cosas. Proceso. Gravedades donde el objeto, sus circularidades acuosas, relacionan apariciones. Cuando el agua descienda, bordaremos nuestros nombres en el tiempo oculto de los credos. Densificación. A primera vista las figuras son sólo eso, figuras, pero al entrar en sus cavidades, en sus superficies, el líquido entona la verdadera textura (remiendos, siempre remiendos) de la imagen: abismo, sangre común de los hombres, lenguaje para aparecer/desaparecer en el mundo.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Rocío Cerón

Tal fue la fortuna de la frase de Theodor Adorno sobre escribir poesía después de Auschwitz que él mismo la repitió con formulaciones diversas: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, “Imposible escribir bien, literariamente hablando, después de Auschwitz”... Si bien en su contexto original se trataba de un intento de explicar la poesía de Paul Celan, más que de emitir un juicio universal, el enunciado hizo fortuna porque resumía muy bien lo que estaba pasando en la poesía europea tras el fin de la segunda guerra mundial. En cierto modo, lo que había ocurrido era una cierta pérdida de la inocencia. ¿Puede haber poesía sin inocencia?, podría haber sido otra formulación de la pregunta de Adorno. ¿Puede haber una poesía que no cante a ninguna patria, porque no crea en ella ni en las ideologías que las sustentan; puede haber una poesía religiosa, cuando Dios parece haber fallado vestido da igual con qué casulla; puede haber una poesía de la naturaleza cuando los árboles de nuestros bosques crecen abonados por las cenizas que salieron de los hornos crematorios de los campos de concentración? Pienso en el poema de Aron Verguelis: “Bosque sin alerces / bosque sin abetos / bosque de Sarahs/ bosque de Hannahs”. El horror de Auschwitz es total: no hay ningún ser humano que no se sienta aludido por lo que allí ocurrió. Esa pérdida de la inocencia, esa pérdida de las seguridades da paso a la actitud que será fundamental en la literatura de la segunda mitad del siglo XX: la duda. Una duda esencial sin la que no se entiende la poesía de Wislawa Szymborska (“Estimo mucho esa pequeña frase: No lo sé”, dejó escrito), ni tampoco, por ejemplo, la de Czeslaw Milosz, quien escribe en una carta a Jerzy Andrzejeski: “la duda es algo noble. Creo que si se repitiese la experiencia bíblica de Sodoma, habría que buscar a los justos antes entre quienes profesan la duda que entre los creyentes”.

El desplazamiento que se produce entre el poeta y su asunto (sea éste cual sea, pero que ya nunca será visto del mismo modo, pues a partir de ahora los poetas interrogarán más que cantarán), es esencialmente irónico. La ironía de los mejores poetas es siempre sutil, nunca llega a caer en lo cínico; aunque duden, siguen escuchando, siguen creyendo en la posibilidad de una respuesta, aunque no estén dispuestos a creerse la primera que reciban.

Prefiero hablar de “desplazamiento irónico” y no directamente de distancia irónica porque no creo que la ironía distancie por definición. Es más: mi tesis es que la ironía de la poesía de Wislawa Szymborska produce una “cercanía irónica” opuesta a la distancia irónica más propia de la mayoría de los poetas de la segunda mitad del siglo XX y en especial de un compatriota suyo como Zbigniew Herbert.

No es mi propósito (imposible por otro lado en estas pocas páginas) elaborar una teoría general de la ironía sino observar cómo se manifiesta en la poesía de Szymborska y cómo ese uso que hace de ella la diferencia de otros poetas coetáneos suyos. Uno de los elementos fundamentales del uso de la ironía es cuál es su foco; a quién se dirige la ironía de un texto. Generalizando mucho para ir llevando el agua a nuestro molino, y dejando correr de momento el resto, podemos decir que ese foco puede estar puesto en los otros, en la sociedad (así por ejemplo en Herbert, que recorre el mundo con esas gafas suyas que hacen que parezca que recorre el mundo clásico, mientras Tucídides le presenta el telediario) o en uno mismo: este es el caso de Szymborska. Tengo para mí que la poesía de Milosz se queda en la duda, sin llegar a profesar ninguna de estas dos clases de ironía; él todavía reza, aunque no sepa a quién. Es por ello que resulta un modelo tan fundamental para corregir los estragos que los excesos de ironía han causado en buena parte de la poesía contemporánea; pero esa es también harina de otro costal.

Adam Zagajewski opina que esta autoironía de Szymborska procede del hecho de haberse dejado seducir en su juventud por el estalinismo. Sabemos que escribió poemas dedicados a Stalin en los que decía cosas como “El Partido, la visión del hombre, / la fuerza popular y su conciencia, el Partido. / Nada de Su Vida pasará al olvido. / Su Partido despeja las tinieblas”; y que, aunque, naturalmente, acabó rechazando esos primeros poemas, nunca intentó ocultar que los había escrito, como si de algún modo su presencia fuera el primer paso de esa ironía posterior suya dirigida, fundamentalmente, a sí misma, que se había dejado engañar y a quien la ironía protegía de ser engañada de nuevo.

Y, efectivamente, el primer gesto de la ironía de Szymborska es autoirónico, pero creo que sería injusto y limitado quedarse ahí. Una vez que la ironía le ha servido para estar atenta, para no dejarse engatusar, Szymborska vuelve de nuevo los ojos al mundo y usa esa ironía con cada personaje, con cada pequeña cosa, con cada situación de la existencia. Aunque ese primer gesto, en no siendo único, es fundamental.

La distancia irónica no es sólo una característica de los poetas de esta época; fue un rasgo distintivo esencial del Barroco.  El Quijote es un compendio de sus estrategias, enrevesadas hasta el punto de llegar a basarse en decir justamente lo contrario de lo que se pretende decir. La ironía de Velázquez fue mezclar a personajes reales con los mitológicos, retratar seres monstruosos y no perfectos. Velázquez otorga cierta dignidad artística a esos modelos; la poesía de Szymborska nos dirá que nunca han necesitado que se la otorgasen, pues nunca dejaron de tenerla. Esa es la cercanía irónica de su poesía; ella dudaría de la intención que mueve el cuadro, no de quienes lo habitan.

Pero vayamos a los poemas. En Llamando al Yeti (1957) un poema como “Noche” comienza con un gesto similar al de esos cuadros mitológicos de Velázquez. Comienza con una cita bíblica: “Y dijo Dios: ‘Toma ahora a tu hijo, el único que tienes, al que tanto amas, Isaac, y ve a la región de Moriah, y allí lo ofrecerás en holocausto en un monte que yo te indicaré”. E inmediatamente Szymborska los resitúa en su presente, libres de ataduras simbólicas:

¿Pues que habrá hecho Isaac?,

dígame, padre catequista.

¿Quizá rompió con su pelota el vidrio del vecino?

¿Quizá rasgó sus pantalones nuevos

al cruzar la cerca?

¿Tal vez robaba lápices?

¿Espantaba gallinas?

¿Soplaba en los exámenes? [...]. [1]

 

Szymborska ha situado a Isaac en una altura humana, pero no para subrayar lo monstruoso de los humanos que le acompañan en la escena, sino para recuperar la humanidad de Isaac, desvestido de míticos simbolismos. He ahí la cercanía irónica de Szymborska trabajando con toda su potencia. Acercándose a Isaac de una forma muy distinta a como Herbert se acerca, por ejemplo, a Marco Aurelio, precisamente en el poema titulado “A Marco Aurelio”, que comienza con Marco Aurelio leyendo en su propio tiempo y en su propia leyenda, muy lejos del acercamiento propiciado por el poema de Szymborska:

Buenas noches Marco apaga la luz

y cierra el libro Ya sobre tu cabeza

yérguese la argéntea alarma de las estrellas

es un cielo que habla una lengua extranjera

es un grito bárbaro de terror

que tu latín desconoce

y es el miedo eterno el oscuro miedo

que contra la frágil tierra humana comienza

a golpear [...]. [2]

Al final del poema hay un encuentro entre el mundo en el que se halla Marco Aurelio y el que habita la voz del poema, pero que está a años luz de salvar la distancia del modo que lo ha hecho Szymborska:

[...]. Marco abandona tu calma

y dame tu mano a través de la oscuridad [...].

 

No es mi intención tratar de establecer ninguna clase de jerarquía entre ironías, sino subrayar cómo la de Szymborska funciona de un modo totalmente distinto a la de Herbert, y cómo es por ello injusto incluirlas bajo un mismo rótulo; y defender, en definitiva, que la ironía de Szymborska acerca, humaniza, reniega de arquetipos, mientras que la ironía de la “distancia irónica” tiende no a buscar lo cotidiano de cualquier personaje, sino a matizar el arquetipo, a hacer que se dé una vuelta por el presente o reciba un informe de historia contemporánea para hacerse unos ajustes y seguir siendo universal.

El final del poema citado de Szymborska es aún más importante, por cuanto es una buena muestra de ese desengaño que está en la base de su autoironía según Zagajewski, y por cuanto su carácter casi inaugural tiene de programático:

[...]. En ninguna bondad, en ningún amor

voy a creer,

más indefensa

que las hojas de noviembre.

Ni a confiar,

en nada vale la pena confiar.

Ni voy a amar,

a llevar el corazón vivo en el pecho.

Cuando suceda lo que ha de suceder,

cuando suceda,

me latirá un hongo seco

en lugar de corazón.

 Y Dios espera,

y desde un balcón de nubes mira

si la hoguera prende

bien, parejo,

pero va a ver

cómo se muere a despecho,

pues así voy a morir,

¡no dejaré que me salve! [...].

 

Un ejemplo más de cómo normaliza la historia volviéndola cotidiana lo tenemos en “Momento en Troya”, de Sal:

Pequeñas chiquillas

flacas y sin fe

en que las pecas desaparezcan de sus mejillas,

que no atraen la atención de nadie,

caminando sobre los párpados del mundo,

parecidas a papá o a mamá,

y sinceramente espantadas por ello,

a la hora de la comida,

a la hora de la lectura,

cuando están frente al espejo,

en ocasiones son raptadas y llevadas a Troya [...].

 

Como se ve, el método de Szymborska para dotar de cotidianidad a la escena son los pequeños detalles: las pecas de las mejillas, el tópico de a quién se parece, si al padre o a la madre, la hora de la comida.

La visión de la historia de Szymborska tiene en cuenta, al mismo tiempo, nuestro lugar en ella y también cómo se construye el relato oficial. En “Censo”, después de anunciar que “En la colina en la que estaba Troya / han excavado siete ciudades”, resume: “Seis más de la cuenta / para una sola epopeya. / ¿Qué hacer con ellas, qué hacer?”. La historia ya está bastante abarrotada: “Nos vamos llenando de antigüedad, / y en ella cada vez más estrechos, / salvajes inquilinos se abren paso a codazos en la historia”. De la historia, incluso de la más actual, le interesan las cosas más esenciales. Así en “Vietnam”:

Mujer, ¿cómo te llamas? –No sé.

¿Cuándo naciste, de dónde eres? –No sé.

¿Por qué cavaste esta madriguera? –No sé.

[...] ¿A favor de quién estás? –No sé.

Estamos en guerra, tienes que elegir. –No sé.

¿Existe todavía tu aldea? –No sé.

¿Éstos son tus hijos? –Sí.

 

Incluso en la biografía de los tiranos, Szymborska busca el lado familiar, no como forma de ocultar el horror, sino como manera de subrayar lo incomprensible de cómo puede surgir en cualquier lugar, inesperado, como una suprema ironía. Así en “Primera fotografía de Hitler”:

¿Y quién es este niño con su camisita?

Pero ¡si es Adolfito, el hijo de los Hitler!

¿Tal vez llegue a ser un doctor en leyes?

¿O quizá tenor en la ópera de Viena?

¿De quién es esta manita, de quién la orejita, el ojito, la naricita? [...].

 

Szymborska acerca la historia a una talla humana; también, ella, la Historia, incluso escrita con mayúsculas, es un asunto doméstico, y los dioses del pasado no son más importantes que nuestros propios difuntos, como en “Los difuntos”, del libro Si acaso (1972):

Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses,

pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores.

Sabemos qué dinero no ha sido devuelto.

Con quien se casaron rápidamente las viudas.

Pobres difuntos, inocentes difuntos,

engañados, falibles, ineptamente precavidos.

Vemos los gestos y las señas que hacen a sus espaldas.

Cazamos con el oído el rumor de los testamentos rotos.

Están sentados frente a nosotros, ridículos, como en panecillos con mantequilla,

o se echan a correr tras los sombreros que vuelan de sus cabezas [...].

 

De nuevo, como en el poema troyano, los pequeños detalles de las historias contadas en familia, al calor de la cocina; los préstamos no devueltos, las bodas de las viudas... Szymborska lleva esto al extremo en el poema “Vista con grano de arena”, del libro Gente en el puente (1986) donde, de todo un hermoso paisaje, se fija precisamente en un grano de arena. Y es que, como resume en “El ocaso del siglo”, después de anunciar que “Nuestro siglo XX iba a ser mejor que los pasados. / Ya no podrá demostrarlo, / tiene los años contados, / titubeante el paso, / fatigada la respiración”: “no hay preguntas más urgentes / que las preguntas ingenuas”.

Esta cercanía irónica de Szymborska opera, como es natural, a todos los niveles; no sólo en la elección de su asunto o sus personajes y cómo tratarlos, sino también en el tipo de lenguaje y en la estructura de sus poemas. Aún en Llamando al Yeti encontramos el poema titulado “Anuncios clasificados”, que remeda precisamente el formato de ese tipo de anuncios de periódico:

Quienquiera que sepa dónde está

la compasión (fantasía del alma),

¡que lo diga!, ¡que lo diga! [...].

Devuelvo el amor.

¡Atención! ¡Ganga! [...].

Se necesita persona

para llorar

a los viejos que mueren

en los asilos. Favor

de no solicitar por escrito

ni anexar ningún tipo de actas.

Se destruirán los documentos

sin acuse de recibo.

 

Fundamental en este tono de la poesía de Szymborska es siempre su atención a lo minúsculo, a los que es capaz de dotar de una capacidad evocadora prácticamente inédita. Así, en “Naturaleza muerta con globo”:

En lugar de que vuelvan los recuerdos

en el instante de la muerte

solicito el regreso

de las cosas perdidas.

Por las puertas y ventanas: los paraguas,

la maleta, los guantes, el abrigo,

para poder decir:

qué me importa todo eso.

Alfileres, este peine, aquél,

la rosa de papel, la cuerda, el cuchillo,

para poder decir:

nada de eso echo de menos [...].

 

Sabemos de la pasión de Szymborska por los simios, y en su biografía pueden verse algunas fotografías junto a un chimpancé del zoo de Cracovia. Dentro de esta cercanía irónica szymborskiana, el simio ocupa un lugar fundamental, contemplado como un pariente nuestro al que la historia ha tratado tan mal que de algún modo anula o disminuye nuestro derecho a la queja. En un poema de Sal  (1962), titulado precisamente “Mono”, se repasa su triste historial de hombre errante:

Expulsado del Paraíso antes que el hombre

por tener unos ojos tan contagiosos

que, al pasear la mirada por el jardín,

hundía en una tristeza imprevisible

a los mismos ángeles [...].

[...] En Europa le quitaron el alma,

pero le dejaron las manos por descuido [...].

[...]. Comestible en China, hace sobre el plato

muecas asadas o cocidas [...].

[...] En las fábulas, solitario e inseguro,

llena el interior de los espejos con sus muecas,

se burla de sí mismo, es decir, nos da un buen ejemplo,

a nosotros, de quienes sabe todo, como un pariente pobre,

aunque no lo saludemos.

 

Esta humildad frente al pariente simio va acompañada de la humildad ante la pequeñez del ser humano en el cosmos. Así en “El gran número”, del libro del mismo título (1976):

Cuatro mil millones de seres en esta tierra

y mi imaginación sigue siendo la misma.

No se le dan bien los grandes números [...].

 

Y sin embargo, donde cabría esperar el comienzo de un canto cósmico sobre la enormidad de lo desconocido, Szymborska prosigue así:

[...]. Le sigue conmoviendo lo individual.

Revolotea en la oscuridad como la luz de una linterna,

descubre sólo los rostros más cercanos [...].

Porque, como dice en “Aquí”, del libro del mismo título (2009):

No sé cómo será en otras partes

pero aquí en la Tierra hay bastante de todo.

Aquí se fabrican sillas y tristezas,

tijeras, violines, ternura, transistores,

diques, bromas, tazas.

Puede que en otro sitio haya más de todo,

pero por algún motivo no hay pinturas,

cinescopios, empanadillas, pañuelos para las lágrimas [...].

 

Un interés por lo individual, una capacidad de empatizar por lo cercano que va más allá de lo humano, como ya hemos visto, pero que no se queda en el pariente simio. Todo cuanto sufre es sujeto de compasión para Szymborska, cuya poesía ignora toda distinción académica entre lo humano y lo no-humano. Así, en “Visto desde arriba”, su protagonista es un escarabajo:

En el sendero yace un escarabajo muerto.

Dobló cuidadosamente tres pares de patitas sobre el abdomen.

En lugar del desorden de la muerte: elegancia y orden.

El horror de esta imagen es moderado,

su alcance estrictamente local: de la grama a la menta [...].

[...]. Para tranquilidad nuestra, los animales tienen aparentemente una muerte

más superficial, no fallecen, simplemente mueren,

perdiendo –así queremos creerlo- menos conciencia y menos mundo,

abandonando –así nos parece- un escenario menos trágico.

Sus pequeñas y humildes almas no espantan por la noche,

guardan la distancia,

saben qué son las mores [...].

[...]. Basta tanto pensar en él como verlo:

parece que no le haya pasado nada importante.

Lo importante está relacionado supuestamente con nosotros.

Por la vida, sólo la nuestra, sólo nuestra muerte,

una muerte que goza de una preferencia arrebatada.

 

El distanciamiento frente al arte de los museos forma parte de esta misma búsqueda de una cercanía que excluye cualquier tipo de enmarcado. El poema titulado precisamente “Museo” establece una distancia fundamental con los mundos que refleja el arte:

Hay platos, pero no hay apetito.

Hay alianzas, pero no amor correspondido

desde hace al menos trescientos años.

Hay un abanico, ¿dónde está el rubor?

Hay espadas, ¿dónde está la ira?

Y el laúd ni siquiera suena al alba [...].

 

Szymborska no siente la obligación de ver los cuadros con bibliografía; su mirada es siempre desnuda. Incluso el humor está en la base de algunas de sus mejores imágenes, como cuando en “Las mujeres de Rubens” describe a sus protagonitas como “desnudas como estruendo de toneles”.

En sus viajes, Zbigniew Herbert dibujaba copias de las obras de arte que veía (sus dibujos han sido recopilados en el volumen Znaki na papierze). Hay entre esos dibujos una menina de las de Velázquez, dibujo torpón, la verdad, como la mayoría de esos de Herbert. Qué distinta la interpretación que de una de esas meninas hace Szymborska en uno de los collages recogidos en el libro Rymowanki dla duzych dzieci; Szymborska, lejos de la reverencial y torpe copia, recorta a una de las meninas de una reproducción del cuadro y la pega sobre una estampa campestre con ovejas. Es decir; con sólo unas tijeras, salva a la niña del palacio, de Velázquez, del museo, y de toda la distancia de la corte y el arte, y la recoloca como pastora. En otro de los collages incluidos en el mismo libro, un mono señala a un hombre (aparentemente recortado de la típica representación de la escala evolutiva) y entre el mono y el hombre ha pegado una palabra recortada: “Falsyfikat”. Estos collages de Szymborska ilustran su poética; para ella el rey siempre va desnudo; y cuanto más vestido vaya, más desnudo está.

Szymborska, cuando mira un cuadro, nunca ve sólo el cuadro. Pero lo que añade es menos producto de la bibliografía que de la curiosidad y de la imaginación, de la búsqueda de aquello que late, como en “Paisaje”, de Mil alegrías –un encanto- (1967):

En el paisaje del viejo maestro

los árboles tienen raíces bajo el óleo;

el sendero, seguro, que conduce al objetivo,

la brizna de hierba, seria, sustituye la firma [...].

 

En sus últimos libros, y especialmente a partir de Instante (2004), es como si la ternura de esta cercanía irónica ganase espacio, como si Szymborska ya no necesitara explicarse. Entonces queda más al desnudo lo que busca, en última instancia, su poesía: escuchar más que hablar, evitar la moraleja. Si los poetas de la distancia irónica parecen estar siempre recriminando al mundo ser como es, comparándolo con los modelos de los clásicos o del arte, Szymborska, poeta de la cercanía irónica, nunca recrimina nada. Están ahí, claro, los horrores de la historia, pero ese ruido todos pueden escucharlo; y su poesía lo que pretende es rescatar, de entre todo ese ruido, las voces individuales y apagadas: escuchar. Un ejemplo memorable de esto es el poema de Instante titulado “Fotografía del 11 de septiembre” escrito tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York:

Saltaron hacia abajo desde los pisos en llamas:

uno, dos, todavía unos cuantos

más arriba, más abajo.

La fotografía los mantuvo con vida,

y ahora los conserva

sobre la tierra, hacia la tierra.

Todos siguen siendo un todo

con un rostro individual

y con la sangre escondida.

Hay suficiente tiempo

para que revolotee el cabello

y de los bolsillos caigan

llaves, algunas monedas.

Siguen ahí al alcance del aire,

en el marco de espacios

que justo se acaban de abrir.

Sólo dos cosas puedo hacer por ellos:

describir ese vuelo

y no decir la última palabra.

 

Ese “no decir la última palabra” en este poema es sin duda un resumen de la poesía de Szymborska. Tal vez Auschwitz supuso la pérdida de la inocencia, pero la poesía de Szymborska es un dique que intenta evitar que con la inocencia se vaya también la ingenuidad, es decir, la capacidad de asombro, de plantear preguntas sencillas cuyas respuestas se dan por supuestas, ¿y qué pasa cuando la respuesta es otra? En “Ausencia”, de Dos puntos (2004), se plantea: muy bien, yo soy yo, pero ¿cuánto importa eso, si estuve tan cerca de no serlo?

Faltó poco

y mi madre podría haberse casado

con el señor Zbigniew B. de Zdunska Wola.

Y si hubieran tenido una hija, no habría sido yo.

Quizá habría tenido mejor memoria para los nombres y las caras,

y para las melodías oídas una sola vez [...].

 

De nuevo esta fascinante capacidad de Szymborska para el detalle nimio que inunda el poema de verdad. Y que es capaz de salvar al mundo, como en “Vermeer”, de Aquí :

Mientras esa mujer del Rijksmuseum

con esa calma y concentración pintadas

siga vertiendo día tras día

leche de la jarra al cuenco

no merecerá el Mundo

el fin del mundo.

 

A estas alturas, cualquier lector de Szymborska sabe que sí, de acuerdo, está hablando de ese cuadro de Vermeer, pero también de cuantas personas estén repitiendo ese gesto en este mismo momento del mundo. La escena es importante por su sencillez, no por ser de Vermeer. Como en este último poema que citaré, del último libro de Szymborska, Y hasta aquí (2012, póstumo) titulado “En el aeropuerto”:

Corren al encuentro con los brazos abiertos,

gritan sonrientes: ¡Por fin! ¡Por fin!

Ambos con sus pesadas ropas de invierno,

gruesos gorros,

bufandas,

guantes,

botas,

pero ya sólo para nosotros.

Porque para ellos, desnudos.

 

La poesía de Szymborska ve lo que nadie ve, vuelve el mundo transparente. Ello es gracias a que ha podido conservar la ingenuidad en un mundo que ha perdido la inocencia; porque ha sabido reírse de las ridiculeces propias antes que de las ajenas; porque ha sido capaz de construir una inédita cercanía irónica en un mundo cada vez más dado a la distancia cínica. Y con ello ha salvado a la poesía, que en ella nos sigue enseñando más sobre cómo mirar y vivir que sobre la poesía misma, aunque en ella no sean cosas distintas.

 


[1] Cito siempre las traducciones de Abel Murcia y Gerardo Beltrán.

[2] Traducción de Xaverio Ballester.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López Vega

 Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca, el de la memoria, donde César Antonio Molina, con su dilatada trayectoria ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada, atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento.

   Poeta gallego, nacido en La Coruña, pero también ensayista, articulista, hombre del periodismo, que busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo: “Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado”.

    En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción, al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente, la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig, tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser.

   En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece donde nos habla del camino, porque caminar es volver a ver, es encontrarse  de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida: “Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio”.

    Muy cierto, porque hartos de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, lejos de turistas que lo estropean todo, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor.

    Dice el escritor en este libro: “Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio”, una gran verdad porque en el camino uno vuelve a ver la vida, contempla el río que nos lleva, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro, somos seres errantes, vidas errantes, título de aquella famosa película norteamericana, seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque “nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir”.

    Para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música, en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos.

     Por ello, es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido, cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró a mí hace ya décadas, como nos dice en “Cuando la eternidad envejece”, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria.

   “Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta que nosotros mismos formamos ya parte de él”.

    Somos, como dice el escritor gallego, “fantasmas evadidos del tiempo”, seres evanescentes, que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida que al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron, pero que nada será ya en realidad, como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.

    También el concepto de escritura palpita en el libro, hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee, como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, suya sola, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad.

    Dice César Antonio Molina: “Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones”.

     Así, con sentimiento y pasión, ha ido César Antonio Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias, todo está ahí, el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada, diría yo, pero tan vivos en realidad que a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros, uno se hace eterno, cuesta volver a la realidad mediocre de cada día, después de su gratificante lectura.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

4 de febrero de 2019

Gonzalo tenía treinta y dos años, trabajaba desde hacía tres en una clínica veterinaria y estaba a punto de casarse con una mujer a la que no quería. Había estado diciéndoselo durante los seis meses que llevaban de preparativos y durante las cuatro horas que llevaba bebiendo. Le irritaba la aparente falta de utilidad de haber querido a alguien durante seis años. Mónica nunca había tenido mucho misterio como mujer: siempre había sido franca con él, le había dicho desde el principio que deseaba tener hijos y formar una familia. Si no había sido más animosa o estimulante desde luego no había tratado de engañarle fingiendo que lo era.

Pidió otra copa más y se la bebió lo más deprisa que pudo, como si tratara de hacerse daño. “El que no tenga una casa ahora ya no tendrá ninguna” decía un verso de Rilke que había hojeado en un libro que se estaba leyendo una compañera en la clínica veterinaria. Mientras bebía casi le parecía que lo había escrito dirigiéndose a él. Era un miércoles y apenas había gente en el bar, sólo una pareja que tenía aspecto de haberse conocido hacía poco tiempo y dos mujeres que parecían haber salido del trabajo a las tantas. El bar mismo tenía un aspecto desastrado y provisional.

Cuando salió del bar aún recordaba la frase. Le producía, igual que entonces, un dolor agudo y descubierto que parecía llevar hasta otro dolor, como si se tratara de uno de esos hilos de los cuentos infantiles que siguen los protagonistas en la penumbra. Él seguía ahora el hilo fino y dorado de aquella frase por las calles de Madrid, se detenía, bebía otra copa, dudaba si llamar o no a Mónica, decírselo, acabar con todo de una vez. Lo pensó también cuando entró en aquel Club y cuando esperó durante diez minutos a que salieran las chicas para presentarse.

“Hola, soy Katia”.

“Hola, soy Eva”.

“Hola, soy Dona”.

“Jazmín”.

“Yo soy Mani”.

Trató de retener sus nombres mientras se preguntaba con vaguedad si iba a ser capaz de tener una erección después de lo que había bebido y volvió a pensarlo al elegir instintivamente a la chica menos parecida a Mónica y al sentir la excitación sexual, cauta, destructiva. “Quien no tenga una casa ahora ya no la tendrá nunca” pensó.

Volvió a entrar la mujer madura.

“Qué”.

De pronto había olvidado su nombre. Le pareció de mala educación responder sencillamente: la negra.

“La negrita” contestó.

“Dona”.

“Sí, eso, Dona”.

Luego hubo un salto: el ruido de los pasos al otro lado de la puerta, su vulnerabilidad, los hábitos higiénicos de Dona, la cama decepcionantemente pequeña, la intensidad de su olor, las sábanas de celulosa de un tacto desagradablemente plástico. Nunca había estado con una mujer negra y le pareció que había cierto tipo de belleza con la que una mujer blanca era absolutamente incapaz de competir. Parecía un cuerpo creado sólo para marcar el contraste con el cuerpo de Mónica. La excitación que le producía su acento brasileño, su distinción y su sonrisa, más que distraerle de sus pensamientos conseguía que se pusieran de manifiesto de una forma intensamente dolorosa. La sostenía en sus brazos, era real, lo estaba haciendo. Era misterioso también: no se sentía culpable. Era una experiencia frontal pero sentía que el alcohol le hacía vivirla un poco a hurtadillas, como si la imagen del espejo fuera tan sólo la de dos Bouvier de Flandes a los que hubiesen traído a la clínica para que se aparearan. No sabía por qué tenía la necesidad de ser cariñoso con ella, de evitar la defensa de sus gestos y actitudes más profesionales y llevarla hasta otro terreno, uno tal vez sencillamente amistoso, como si se tratara de una amiga exótica.

“Ah, entonces eres dulce” dijo Dona poniendo unos ojos muy raros.

A él le pareció un poco absurdo contestar que sí, que era dulce, de modo que no contestó nada y se limitó a sonreír por lo que parecía un cumplido, cosa que tampoco terminaba de estar clara.

“Dame tu cuerpo” dijo Dona como si tradujera literalmente de otra lengua una frase procaz sin saber que aquí sonaba casi tierna y apropiada. Y él le dio su cuerpo y se corrió antes de lo previsto apoyando la cara contra su hombro y acariciando con la nariz aquella piel ajena e incomprensible que parecía una chaqueta de cuero.

Luego, al pagar, descubrió que se había dejado en casa su tarjeta de crédito y que sólo llevaba encima la de la cuenta que había abierto en común con Mónica para que los invitados a la boda ingresaran el dinero de sus regalos. Pagó con ella. Al salir respiró aliviado el calor tibio de aquella noche de primavera y como si se deslizara se sentó en un banco y marcó con lentitud el teléfono de Mónica. Contestó una voz soñolienta.

“¿Sí?”

“No me puedo casar contigo” dijo.

“¿Qué?” respondió Mónica.

“No me puedo casar contigo, no te quiero, ¿lo entiendes?”

“Has bebido”.

“Sí, he bebido, no se trata de eso, también acabo de acostarme con una puta y tampoco se trata de eso. Se trata de que no puedo casarme contigo”.

“¿Qué has dicho?”

“He dicho que no puedo casarme contigo”.

Hubo un silencio sepulcral.

“¿Dónde estás?” preguntó Mónica.

 “No creo que sea una buena idea”.

Se la imaginaba en su piso compartido, sentada sobre la cama, mirando tal vez hacia el techo de la habitación: la lámpara blanca y redonda, como un ojo artificial, podía verla desde allí, seguía teniendo su belleza ordinaria y doméstica. Por primera vez se sintió un monstruo. Se manifestaba como un verdadero vértigo, un vértigo incomprensible, una suspensión global de la vida, sólo comparable a la que había sentido a los veintiún años cuando murió su madre.

“Dime donde estás, por favor” repitió Mónica.

“En la calle Atocha, casi a la altura de la estación”.

“Quédate allí. Dime que me vas a esperar, júramelo”.

“Te espero”.

Mónica colgó el teléfono. Cuando llegó le pareció que estaba más guapa que de costumbre. Eran casi las tres de la madrugada. Ella se tendría que levantar a las siete de la mañana, eso si conseguía dormir, lo pensó como si, a pesar de estar a punto de abandonarla, no pudiera evitar seguir teniendo con ella consideraciones cotidianas y pequeñas. La quería con la lealtad con la que se quiere a la casa en la que se ha sido niño y tal vez con el mismo fastidio. Sentía alrededor del cuello una especie de soga trenzada, la que se siente al abandonar esa casa o al verla vacía y sin muebles. Mónica se sentó a su lado.

“Tengo ganas de matarte” dijo pero con una voz tan rara que nadie lo habría creído, sólo él. La veía de perfil, inclinada y mirándose la punta de los zapatos, su rostro tenía la misma redondez de siempre, pero ahora como si algo hubiese vaciado en él la resolución y la lentitud. Era una presencia extraña y familiar con aquellas mejillas carnosas y aquellos ojos afiebrados.

“¿Sabes qué?” dijo al final.

“Qué”.

“Lo veía venir, todo esto, desde hace meses, deberías habérmelo dicho antes”.

“Sí, tal vez”.

Por fin pudo entrever la furia contenida de Mónica.

¿Tal vez?”.

Ella se tapó la cara con las manos apoyando los codos en las rodillas. Sabía que no iba a llorar, Mónica no lloraba así como así, pero mantuvo las manos pegadas al rostro durante varios minutos.

“Qué vergüenza” susurró muy bajo y luego comenzó a repetir como un mantra enloquecido: “qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza…”.

Todavía estuvieron unos segundos en silencio. Él tenía ganas de poner la mano sobre la de Mónica, más que como un gesto cariñoso como una manera de romper aquella dialéctica teatral. Actuaban sin querer.

“¿Es una decisión firme?” preguntó Mónica.

“Sí”.

“No habrá vuelta a atrás”.

“No, no la habrá”.

“No sé si podré encargarme yo de deshacer todo lo de la boda, le pediré a alguien que lo haga …Tengo ganas de morirme”.

“¿Quieres que te acompañe?”

“Sí”.

Caminaron en silencio tres manzanas. Parecía sencillamente una noche a la salida de un cine o un teatro, una noche normal. Era una zona de quietud antinatural,  los dos se habían vuelto un poco repugnantes, también la ciudad se había vuelto repugnante.

“¿De verdad te has acostado con una puta?”

“Sí”.

“Vete ya” dijo.

Él trató de besarla pero ella retiró la cara de inmediato. Le dolió que hiciera eso. Parecía increíble: aquello que le había torturado durante un año entero, que le había quitado la alegría, que le había hecho arrastrarse de culpabilidad durante todos aquellos meses, aquella ansiedad había sido resuelta en una conversación de quince minutos. Estaba hecho.

Tu mejor amigo, el perro decía el póster que estaba en su despacho. Y junto a él, otro de una marca de comida para gatos: ¿Es que no vas a darle de comer lo mejor a tu sultán? El primero era el primer plano de un cachorro de Dogo en un escorzo inquietantemente erótico, el segundo un gato de Angora sobre un cojín con borlas. Aquellos pósters estaban allí desde antes de que él llegara y no era improbable que continuaran estándolo el día que se fuera, junto al desplegable de la anatomía interna de un gato y un perro cuya función era la de explicarles a los dueños las dolencias de sus sultanes y de sus mejores amigos. Las consultas duraban de diez a dos y de cuatro a seis. Una noche a la semana tenía guardia. La sala era pequeña y blanca, tenía una mesa y tres sillas, un pequeño armario con vacunas y material clínico, y una mesa de metal para examinar a los animales, olía a una mezcla indefinida entre perro y gato, a sudor animal un poco enrarecido por el ambientador. Siempre se le habían dado bien los perros. Sentía por ellos un reconocimiento que había sido una de las pocas experiencias vivas y constantes de su vida. Le gustaban sus cuerpos robustos o pequeños, las diferencias de su carácter, la superficie mullida de sus patas, sus dientes, sus lenguas estropajosas y jadeantes, los rasgos de sus facciones, sus negros hocicos húmedos como si desde que era consciente de sí mismo hubiese tenido con ellos una especie de coquetería mutua. Le gustaba liberarles de sus enfermedades y llamarles por sus nombres, que casi nunca olvidaba (no así los de sus dueños) y sentir aquel extraño brillo de sus ojos, la supuración inquieta de su miedo cuando entraban en la consulta y él conseguía tranquilizarles. Era extraño, a veces le parecía hasta poder ver con claridad no sólo sus dolencias sino hasta sus frustraciones caninas. Era una capacidad difusa, como la de quien tiene una naturalidad para entender a cierto tipo de personas y no a otras.

Desde hacía dos meses, los que habían transcurrido desde que rompió su compromiso con Mónica, había algo que se había modificado también en aquel espacio. Algo parecido a una inquietud, un miedo. Los perros lo entendían también. Hasta Rambo, un viejo Pastor Alemán artrítico de más de quince años al que pasaba consulta con frecuencia, le llegó a ladrar furiosamente en una de las visitas. El desenlace de su relación con Mónica había sido mucho más penoso de lo que había previsto y no sólo porque hubiesen perdido los anticipos del banquete de bodas y del viaje de novios o porque Mónica hubiese tenido que llamar a la modista para cancelar un vestido que ya estaba prácticamente terminado. Sus amigos, que eran casi todos comunes, habían cerrado filas en torno a Mónica. Se había quedado prácticamente solo. También su dolor se parecía muy poco al que había previsto. Más que una tristeza puntual o una violenta nostalgia de Mónica tras aquellos dos meses la ausencia comenzó a manifestarse como si le hubiesen inoculado un veneno. A veces se veía atrapado en una especie de razonamiento desquiciado, el dolor de no saber cómo se encontraba Mónica, de no poder llamarla y el amor que sentía aún por ella, y la indiferencia, y la pasión que había tras aquella indiferencia, y la quemazón que le producía su soledad y de pronto el vuelco anómalo de sentirse mejor, como en un poema burlesco… ¿cómo soportaba aquello la gente? En cierto modo le parecía haber ingresado por primera vez en un mundo real y desprotegido. Se miraba en el espejo del cuarto de baño de la clínica y había allí un cuerpo real sin demasiada belleza, unas espaldas cargadas, una mirada brillante, común y marrón, un pelo demasiado lacio, una boca ridículamente pequeña. Nunca había sido un hombre guapo pero había gestionado su fealdad ordinaria con una dosis de seguridad que ahora le faltaba por completo. Le dolía haberle contado a Mónica el asunto de la prostituta. Le dolía haber bebido aquella noche. Le torturaba salir de la consulta por la tarde y recorrer aquel camino familiar hasta su casa como si Madrid, aquel Madrid habitual, muelle y alborotado, estuviese ahora constantemente frío, impertinente y rígido, repleto de francotiradores sentimentales.

Decidió cambiar de casa el mismo día que le mordió el Doberman en la consulta. Fue un accidente común, no era la primera vez que le ocurría. Y conocía al perro además, fue excesivamente confiado y excesivamente despistado. Sabía que era un perro nervioso pero insistió en quedarse solo con él para que se tranquilizara, luego, instantáneamente, sintió miedo y el perro lo notó. Se acercó hasta él y antes de que el dueño hubiese cerrado la puerta ya le había mordido en la mano. Tuvo al menos un gesto profesional; le agarró con fuerza los testículos y el perro abrió las mandíbulas de inmediato, dolorido. Fue un instante, apenas un segundo, sintió el anonadamiento de la violencia del animal, su excitación fría y caliente, su miedo, se miró la mano blanquecina por el mordisco y de inmediato la sangre, no podía mover los dedos. La herida resultó ser de menos gravedad de lo que había parecido al principio pero había sido lo bastante escandalosa como para que su propia jefa se asustara. Le resultaba divertido que alguien como aquella mujer, que llevaba trabajando casi veinte años como veterinaria, fuese aún tan sensible a la imagen de una herida abierta. Le pusieron la antitetánica y le dieron cinco puntos. Esa misma tarde el médico le dio una baja laboral de una semana. Al salir de la consulta se vino abajo. El mal humor de la herida mezclado con la necesidad de estar una semana en recuperación se combinaron provocando un desamparo absoluto. Llamó a Mónica y escuchó lentos y difusos, los timbrazos de la llamada. Sabía que a aquella hora ella salía del trabajo. Se la imaginó furiosa, sorprendida. Imaginó su número en la pantalla de su teléfono móvil. Le sorprendió que respondiera.

“No puedes llamarme así” dijo Mónica y tras un silencio “¿No estás en la clínica?”

“No, estoy en casa, me ha mordido un perro esta mañana”.

“¿Estás bien?”

“Sí, sólo unos puntos, estaba distraído”.

Y del modo más imprevisible Mónica contestó:

“Tal vez me pase luego”.

Cuando sonó el timbre y le abrió la puerta le asombró y le llenó de ternura comprobar que Mónica había pasado por su casa para darse una ducha y cambiarse de ropa. Se había maquillado un poco y echado perfume. La coquetería de Mónica siempre le había conmovido, aquella coquetería que se articulaba con frases que ansiaban su negación inmediata, estoy hecha un asco.

“Qué guapa estás” dijo.

Mónica sonrió con tristeza. Se besaron en la mejilla y se sentaron en la cocina. Ella quería té, él se bebió una cerveza. Estaban tristes los dos. Mónica parecía desmejorada, más pálida o más delgada que de costumbre. Llevaban más de dos meses sin verse. Le preguntó qué tal estaba y ella contestó que estaba triste con una sencillez que le desarmó. A ratos le parecía que hubiesen estado separados sin más por un largo viaje pero sin la alegría propia del reencuentro y sin embargo estaban allí, como siempre y a la vez en absoluto como siempre, ella se acercaba un poco hacia él y él sentía su disposición y su tristeza. Desnudarse tuvo la complicación de la venda y el dolor puntual de la mano. No recordaba cómo había comenzado la situación. De pronto estaban desnudándose sin más, sin haberse besado siquiera. El frío de la casa, a pesar de que en el exterior hiciera un buen día, les punteó la piel a los dos. No sabía dónde estaba. No sabía si la quería o no. Sabía que era extraño sentir a Mónica de aquel modo, como si lo que le hubiese llevado a su casa, más que el deseo, fuese una especie de tristeza erotizada de hacer el amor con él de aquella forma. Le pareció que las formas de su cuerpo habían cambiado también, sin dejar de ser las mismas. Algo había lavado aquellos pechos, que ahora le parecían más suaves al tacto, la tersura húmeda de su sexo, la mirada de sus ojos. Le miraba ahora con una ansiedad determinada y frontal, como si quisiera apropiarse de todo, engullirlo y hacerlo suyo para, después, regurgitarlo y comerlo despacio en soledad.

“¿No tienes un condón?”

Sí, lo tenía. Tristeza de usar un condón con Mónica, con quien nunca lo había usado.  Espirales y descensos y luego una calma, la del olor de Mónica retenido, la de la ráfaga impetuosa con la que de pronto se apretó contra él y le susurró en el oído:

“No he dejado de pensar en ti ni un segundo”.

Al terminar se encerró en el baño y estuvo allí durante casi veinte minutos, hasta que él llamó suavemente a la puerta.

“Enseguida salgo” respondió.

Cuando la vio salir se había lavado la cara y arreglado el pelo. Había estado llorando. Se despidieron en la puerta y en aquella ocasión ella le besó en los labios.

“Prométeme que no me llamarás más” dijo.

“Te lo prometo”.

Durante un cuarto de hora estuvo arreglando un poco la casa. Volvió a hacer la cama, recogió la taza de té y el vaso de su cerveza, recogió el condón usado que había en la mesilla de noche y cuando terminó se sentó a fumar un pitillo en el salón sin poder dejar de pensar: tengo que salir de aquí, tengo que marcharme de esta casa.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

4 de febrero de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Toda la noche se oyeron los furgones. Los faros recorriendo las fachadas, metiendo en los cuartos desvelados  intermitencias de luz, páginas de luz, oleadas de luz sobre el recuadro que proyectan los cristales.

Desordenada constelación, la de los clavos en las paredes vacías. Fuera, el cielo cierne su negrura desolada: noche sin señales  ni respuestas.

Al amanecer, chirridos de las vallas cercando al edificio, uniformes desplegando su impávida cadena, la claridad acumulándose en la calle y el día, entrándose en la casa, revela las habitaciones desmanteladas y frías; el vulnerable hogar de la pobreza en espera de su inminente vulneración.

Y de repente, la hora llega.

Por las escaleras un ejército atronando como una carraca siniestra. Un ejército desacompasado de botas, subiendo. Llega al rellano. Jadea.

Y luego, silencio. El silencio mortal que precede al pánico antes de que la jauría se precipite.

En la puerta retumban los golpes. Una vez y otra y otra y otra.

La policía tira la puerta abajo.

Ya entró.

Ya los sacan.

El padre humillado; la fortaleza de la mujer, vencida; las criaturas aterrorizadas, que tiemblan y se apiñan contra la falda de la madre, están fuera.

Objetivo cumplido.

Ya está.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

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